Con frecuencia hablamos de los distintos puntos de vista que entran en juego a la hora de llamar a una acción buena o mala, verdadera o falsa, lograda o fallada. Nos preguntamos por lo que en realidad deseamos, intentando comprender el bien como la realización de ese deseo. Hablamos de valores, de consecuencia de los actos y de justicia. No obstante, parece como si existiese una sencilla respuesta que haría inútiles todas las demás consideraciones; esa respuesta sería: la conciencia dice a cada uno lo que debe hacer.

La respuesta es correcta y, a la vez, conduce a error en su misma simplicidad. ¿Qué es exactamente eso que llamamos conciencia? ¿Qué hace la conciencia? ¿Tiene siempre razón? ¿Debemos seguirla siempre? ¿Hay que respetar siempre la conciencia de los demás?

Es claro que el significado de la palabra “conciencia” no resulta evidente de antemano. Se utiliza en contextos muy variados; hablamos así de personas concienzudas que se caracterizan por el exacto cumplimiento de sus deberes diarios; pero hablamos también de conciencia cuando uno se evade de esos deberes y se resiste a ellos. Denominamos conciencia a algo sagrado existente en todo hombre y que debe respetarse incondicionalmente; algo que es defendido también por la constitución, aunque condenemos a fuertes penas a los que actúan en conciencia. Unos tienen la conciencia por la voz de Dios en el hombre, otros como producto de la educación, como interiorización de las normas dominantes, originariamente exteriores. ¿Qué ocurre con la conciencia?

Hablar de conciencia es hablar de la dignidad del hombre, hablar de que no es un caso particular de algo general, ni el ejemplar de un género, sino que cada individuo como tal es ya una totalidad, es ya “lo universal”.

La ley natural según la cual una piedra cae de arriba abajo es, por así decirlo, exterior a la piedra misma, que no sabe nada de esa ley. Quienes la observamos consideramos su caída como ejemplo de una ley general. Tampoco el pájaro que hace un nido tiene la intención de realizar algo para la conservación de la especie, ni de tomar medidas para el bien de sus futuras crías. Un impulso interior, un instinto, le lleva a hacer algo cuyo sentido se le oculta. Esto se manifiesta en el hecho de que también cuando están encerrados, cuando los pájaros no esperan tener crías, comienzan a hacer su nido.

Los hombres, por el contrario, pueden saber la razón de lo que hacen. Actúan expresamente y en libertad con respecto al sentido de su acción. Si tengo ganas de hacer algo cuyas consecuencias dañan a un tercero, entonces puedo plantearme esas consecuencias y preguntarme si es justo obrar así y si puedo responder de ese acto. Podemos ser independientes de nuestros momentáneos y objetivos intereses y tener presente la jerarquía objetiva de valores relevantes para nuestros actos. Y no sólo teóricamente y de manera que esa idea siga siendo totalmente exterior a nosotros, sin cambiar en absoluto nuestras motivaciones, de modo que digamos: “Ciertamente es injusto actuar así, pero para mí es preferible”. En realidad, no es verdad en absoluto que lo que en el fondo y de verdad deseamos esté en una fundamental contradicción con lo que objetivamente es bueno y correcto. Lo que ocurre más bien es que, en la conciencia, lo universal, la jerarquía objetiva de los bienes y la exigencia de tenerlos en cuenta vale como nuestra propia voluntad. La conciencia es una exigencia de nosotros a nosotros mismos. Al causar un daño, al herir u ofender a otro, me daño inmediatamente a mí mismo. Tengo, como se dice, una mala conciencia.

La conciencia es la presencia de un criterio absoluto en un ser finito; el anclaje de ese criterio en su estructura emocional. Por estar presente en el hombre, gracias a ella y no por otra cosa, lo absoluto, lo general, lo objetivo, hablamos de dignidad humana. Ahora bien, si resulta que, por la conciencia, el hombre se convierte en algo universal, en un todo de sentido, entonces resulta que también es válido decir que no hay bien ni sentido ni justificación para el hombre, si lo objetivamente bueno y recto no se le muestra como tal en la conciencia.

La conciencia debe ser descrita como un movimiento espiritual doble. El primero lleva al hombre por encima de sí, permitiéndole relativizar sus intereses y deseos, y permitiéndole preguntarse por lo bueno y recto en sí mismo. Y para estar seguro de que no se engaña, debe producirse un intercambio, un diálogo con los demás sobre lo bueno y lo justo, en una comunión de costumbres. Y deben conocerse razones y contra-razones. No puede pasar por objetivo y universal quien afirma: no me interesan las costumbres y razones, yo mismo sé lo que es bueno y recto. Lo que aquél llama conciencia no se diferencia mucho del capricho particular y de la propia idiosincrasia.

No hay conciencia sin disposición a formarla e informarla. Un médico que no está al tanto de los avances de la medicina, actuará sin conciencia. Y lo mismo quien cierra ojos y oídos a las observaciones de otros que le hacen fijarse en aspectos de su proceder, que quizá él no ha notado. Sin tal disposición, sólo en casos límite se podrá hablar de conciencia. Pero también el segundo movimiento pertenece a la conciencia; por él, vuelve de nuevo el individuo a sí mismo. Si, como decía, el individuo es potencialmente lo universal, incluso un todo de sentido, entonces no puede abdicar en otros su responsabilidad, ni en las costumbres del tiempo, ni en el anonimato de un discurso de un intercambio de razones y de contra-razones. Naturalmente que puede sumarse a la opinión dominante, cosa que incluso es razonable en la mayoría de las ocasiones. Pero es totalmente falso reconocerle conciencia sólo a quien se aparta de la mayoría. No obstante, es cierto que, al fin y al cabo, es el individuo quien goza de responsabilidad; puede obedecer a una autoridad, y aún ser esto lo correcto y lo razonable; pero es él a la postre quien debe responder de su obediencia. Puede tomar parte en un diálogo y sopesar los pros y los contras, pero razones y contra-razones no tienen fin, mientras que la vida humana, por el contrario, es finita. Es necesario actuar antes de que se produzca un acuerdo mundial sobre lo recto y lo falso. Es, pues, el individuo el que debe decidir cuándo acaba el interminable sopesar y finalizar el discurso, y cuando procede, con convicción, actuar.

La convicción con la que termina nuestro discurso la denominamos conciencia, conciencia que no siempre posee la certeza de hacer objetivamente lo mejor. El político, el médico, el padre o la madre, no siempre saben con seguridad si lo que aconsejan o hacen es lo mejor, atendiendo al conjunto de sus consecuencias. Lo que sí pueden saber es que ésa es la mejor solución posible en ese momento y de acuerdo con sus conocimientos; esto basta para una conciencia cierta, pues ya vimos que lo que justifica una acción no está de ninguna manera, ni puede estar, en el conjunto de sus consecuencias.

En la conciencia parece que nos sustraemos por completo a una dirección externa; pero, ¿lo hacemos realmente? Se plantea aquí una importante objeción. ¿Cómo ha entrado en nosotros el compás que nos guía?, ¿quién lo ha programado?, ¿no es en realidad esa dirección interna tan sólo un control remoto que procede de atrás, del pasado? Ese timón fue programado por nuestros padres. Poseemos, interiorizadas, las normas que se nos inculcaron en la niñez y que tuvimos que obedecer. Y las órdenes que nos dieron se han trocado en órdenes que nos damos a nosotros mismos.

En relación con lo que estamos diciendo, Sigmund Freud ha acuñado el concepto de “super ego”, que, junto al así llamado “ello” y al “yo”, forman la estructura de nuestra personalidad. El “super ego” es, por así decir, la imagen del padre interiorizada; el padre en nosotros... En Freud este pensamiento no tenía todavía el carácter de denuncia que en la crítica social neomarxista tiene el discurso sobra la interiorización de las normas de dominio. Freud, como psicoanalista, observó que el yo se forma sólo bajo la dirección del “super yo”, y se libera en el “ello” de su prisión en la esfera de los instintos. Cierto que para llegar a un “yo” verdadero ha de liberarse también del poder del “super yo”.

Por lo que respecta, no obstante, a las descripciones de Freud es falso equiparar sin más lo que llamamos conciencia con el “super yo” y tenerla por un puro producto de la educación. Esto no puede ser exacto, porque los hombres siempre se vuelven contra las normas dominantes en una sociedad, contra las normas en medio de las cuales han crecido, incluso aun cuando el padre sea un representante de esas normas. A menudo puede ocurrir que detrás no esté más que el impulso de emancipación del “yo”, el sencillo reflejo de querer ser de otra forma. Pero este reflejo no es la conciencia, como tampoco lo es el reflejo de acomodación.

Sin embargo, en la historia de quienes obraron o se negaron a hacerlo en conciencia, se puede ver que eran hombres que de ningún modo estaban inclinados de antemano a la oposición, a la disidencia; sino hombres que hubieran preferido con mucho cumplir sus deberes diarios sin levantar la cabeza. “Un fiel servidor de mi rey, pero primero de Dios”, era la máxima de Tomás Moro, Lord canciller de Inglaterra, que hizo todo lo posible para no oponerse al rey y evitar así un conflicto; hasta que descubrió algo que no se podía conciliar en absoluto con su conciencia. No le guiaba ni la necesidad de acomodación ni la de rechazo, sin el pacífico convencimiento de que hay cosas que no se pueden hacer. Y esta convicción estaba tan identificada con su yo que el “no me es lícito” se convirtió en un “no puedo”.

Si la conciencia no es sin más un producto de la educación ni se identifica con el “super yo”, ¿es quizá entonces algo innato?, ¿una especie de instinto social innato? Tampoco es éste el caso, puesto que un instinto se sigue instintivamente; pero el yo-no-puedo-actuar-de-otro-modo de quienes obran por instinto se diferencia como el día de la noche del yo-no-puedo-actuar-de-otro-modo del que obra en conciencia. Aquél se siente arrastrado, privado de libertad. Bien que querría actuar de otro modo, pero no puede. Está en discordia consigo mismo. El “aquí estoy yo, no puedo obrar de otro modo” del que actúa en conciencia es, por el contrario, expresión de libertad. Dice tanto como: “no quiero otra cosa”. No puedo querer otra cosa y tampoco quiero poder otra cosa. Ese hombre es libre. Como afirmaban los griegos, ese hombre es amigo de sí mismo.

Entonces, ¿de dónde viene la conciencia?; pero lo mismo podríamos preguntar, ¿de dónde viene el lenguaje?, ¿por qué hablamos? Decimos naturalmente que porque lo hemos aprendido de nuestros padres. Quien no ha oído nunca hablar sigue mudo, y si uno no se comunica de ninguna manera, entonces no llega ni siquiera a pensar. No obstante, nadie afirmará que el lenguaje es una heterodeterminación interiorizada.

Y ¿qué sería una heterodeterminación? Seguramente no se puede decir que el hombre sea, por sí mismo, una esencia que habla o que piensa. La verdad es la siguiente: el hombre es un ser que necesita de la ayuda de otros para llegar a ser lo que propiamente es. Esto vale también para la conciencia. En todo hombre hay como un germen de conciencia, un órgano del bien y del mal. Quien conoce a los niños sabe que esto se aprecia fácilmente en ellos. Tienen un agudo sentido para la justicia, y se rebelan cuando la ven lesionada. Tienen sentido para el tono auténtico y para el falso, para la bondad y la sinceridad; pero ese órgano se atrofia si no ven los valores encarnados en una persona con autoridad. Entregados demasiado pronto al derecho del más fuerte, pierden e sentido de la pureza, de la delicadeza y de la sinceridad. Para ello, la palabra es ante todo un medio de transparencia y de verdad. Pero cuando, por miedo a las amenazas, aprenden que hay que mentir para librarse de ellas, o experimentan que sus padres no les dicen la verdad y emplean la mentira en la vida diaria como normal instrumento de progreso, desaparece el brillo de sus conciencias y se deforman: la conciencia pierde finura. La conciencia delicada y sensible es característica de un hombre interiormente libre y sincero, cosa que nada tiene que ver con el escrupuloso que, en lugar de contemplar lo bueno y lo recto, se observa siempre a sí mismo y observa con angustia cada uno de sus propios pasos. He aquí una especie de enfermedad.

Ahora bien, hay personas que tienen por enfermedad la mala conciencia. Consideran tarea del psicólogo quitar a una persona esa mala conciencia, el así llamado “sentido de culpabilidad”. Pero en realidad, lo que es una enfermedad es no poder tener una mala conciencia o sentimiento de culpabilidad, cuando se tiene realmente una culpa. Lo mismo que es una enfermedad y un peligro para la vida el no poder sentir dolor. Para el que está sano, la mala conciencia es señal de una culpa, de un comportamiento que se opone al propio ser y a la realidad.

La revisión de esa actitud la denominamos arrepentimiento. Como ha demostrado el filósofo Max Scheler, no consiste en un hurgar sin sentido en el pasado, cuando lo más adecuado sería simplemente tratar de hacerlo mejor en el futuro. Y no se puede hacer algo mejor si persiste el mismo planteamiento que llevó a actuar mal en anteriores ocasiones. El pasado no se puede reprimir: hay que mirarlo conscientemente, es decir, hay que variar conscientemente una mala actitud. Y como no se trata de algo puramente racional, sino que interviene también la constitución emocional, el cambio de actitud significa una especie de dolor por haber actuado injustamente. El psicólogo Mitscherlich habla del papel de la tristeza. En el fondo esperamos ese arrepentimiento. No confiaríamos en un hombre que, tras atormentar a un niño lisiándolo psíquicamente, explicara luego riéndose que basta con una víctima, y que a los demás los tratará bien. Si el dolor por el pasado no le conmueve y cambia su mala conciencia, eso significa que seguirá siendo el que era.

¿Lleva siempre razón la conciencia? Es lo que preguntábamos al comienzo. ¿Hay que seguir siempre la conciencia? La conciencia no siempre tiene razón. Lo mismo que nuestros cinco sentidos no siempre nos guían correctamente, o lo mismo que nuestra razón no nos preserva de todos los errores. La conciencia es en el hombre el órgano del bien y del mal; pero no es un oráculo. Nos marca la dirección, nos permite superar las perspectivas de nuestro egoísmo y mirar lo universal, lo que es recto en sí mismo. Pero para poder verlo necesita de la reflexión de un conocimiento real, un conocimiento, si se puede decir, que sea también moral. Lo cual significa: necesita una idea recta de la jerarquía de valores que no esté deformada por la ideología.

Se da la conciencia errónea. Hay gente que, actuando en conciencia, causa claramente a otros una grave injusticia. ¿También éstos deben seguir su conciencia? Naturalmente que deben. La dignidad del hombre descansa, como vimos, en que es una totalidad de sentido; lo bueno y correcto objetivamente, para que sea bueno, debe ser considerado también por él como bueno, ya que para el hombre no existe nada que sea tan sólo “objetivamente bueno”. Si no lo reconoce como bueno, entonces justamente no es bueno para él. Debe seguir su conciencia; lo cual tan sólo quiere decir que debe hacer lo que tiene por objetivamente bueno, cosa que en el fondo es algo trivial: realmente bueno es sólo lo que tanto objetiva como subjetivamente es bueno. ¿No hay entonces ningún criterio que nos permita distinguir una conciencia verdadera de una errónea?; pero, ¿cómo podría haberlo? Si lo hubiera, nadie se equivocaría. Una prueba segura de que uno sigue su conciencia y no su capricho es la disposición a controlar, a confrontar el propio juicio sopesándolo con el de los demás. Pero tampoco es éste un criterio seguro; se da también el caso de que, al contrario de los hombres que le rodean y que están convencidos intelectualmente o teóricamente, puede uno tener no obstante la segura sensación de que esa gente no tiene razón. No como si creyese que los demás tienen mejores razones. Piensa solamente que no es quién para hacer valer las mejores razones. Piensa que el hecho de que los más inteligentes estén en el lado falso se basa en lo contingente de esa situación. Este cerrarse a las razones puede ser, en tal situación, un acto de conciencia.

¿También hay que respetar siempre la conciencia de los demás? Eso depende de lo que entendamos por respetar. En ningún caso se puede decir que uno debe poder hacer lo que le permita su conciencia, ya que entonces también el hombre sin conciencia podría hacerlo todo. Y tampoco quiere decir que uno deba poder hacer lo que le manda su conciencia. Cierto que ante sí mismo tiene el deber de seguir su conciencia; pero si con ella lesiona los derechos de otros, es decir, los deberes para con los demás, entonces éstos, lo mismo que el Estado, tienen el derecho de impedírselo. Pertenece a los derechos del hombre el que no dependan del juicio de conciencia de otro hombre. Así, por ejemplo, se puede discutir sobre si los no nacidos son dignos de defensa, aun cuando la Constitución de nuestro país responda afirmativamente. Pero es demencial el slogan de que ésta es una cuestión que cada uno debe resolver en su conciencia. Pues, o los no nacidos no tienen derecho a la vida -y entonces la conciencia no necesita tomarse ninguna molestia-, o existe ese derecho, y entonces no puede ponerse a disposición de la conciencia de otro hombre. La obediencia a las leyes de un estado de derecho, que la mayoría de los ciudadanos tiene por justo, no puede limitarse en todo caso a la de aquellas personas cuya conciencia no les prohibe, por ejemplo, pagar los impuestos. Quien no los paga, y a costa de otros se aprovecha de los caminos y canales, será encarcelado o multado justamente. Y si se trata de alguien que actúa en conciencia, aceptará la pena.

Sólo en el caso del servicio de guerra, tiene el legislador que encontrar la regulación que asegure que nadie pueda ser obligado al servicio de armas en contra del dictado de su conciencia. En el fondo, lo que hace el legislador es algo trivial, ya que si la conciencia le prohibe a uno luchar, no luchará. Por lo demás, tampoco aquí se da un criterio para decidir, en última instancia y desde fuera, si se trata de un juicio de conciencia o no. Ni siquiera los interrogatorios de un tribunal son adecuados para facilitar una decisión. Tales interrogatorios, a fin de cuentas, favorecen sólo al orador que está dispuesto a mentir con habilidad.

No hay más que un indicio para comprobar la autenticidad de la decisión de conciencia, y es la disposición del emplazado a atenerse a una desagradable alternativa. La conciencia no es herida si se le impide a uno hacer lo que ella manda, ya que ese obstáculo no cae bajo su responsabilidad. Por eso se puede encerrar a un hombre que quiere mejorar el mundo por medio del crimen. Otra cosa es cuando a uno se le obliga a actuar en contra de su conciencia. Se trata de una lesión de la dignidad del hombre. Pero, ¿es eso de verdad posible? Ni siquiera la amenaza de muerte obliga a uno a actuar contra su conciencia, como documenta la historia de los mártires de cualquier tiempo.

Existe no obstante un modo de forzar la actuación contra conciencia: la tortura, que convierte a un hombre en instrumento sin voluntad de otro. De ahí que la tortura pertenezca a los pocos modos de obrar que, siempre y en toda circunstancia, son malos; toca directamente el santuario de la conciencia, del que ya el precristiano Séneca escribió: "Habita en nosotros un espíritu santo como espectador y guardián de nuestras buenas y malas acciones".


Sobre el autor:

Filósofo católico alemán, nacido en Berlín, el 5 de mayo de 1927. Estudió en Münster, Múnich, París y en el Friburgo suizo. Doctor Honoris Causa por las Universidades de Friburgo (Suiza), Navarra (España) y Pontificia Universidad Católica de Chile. Autor de numerosos libros y artículos, entre los que se cuentan Lo natural y lo racional, Felicidad y benevolencia y Personas. Ha sido Profesor de Filosofía en las universidades de Stuttgart, Heidelberg —en cuya cátedra sucedió a Gadamer— y, finalmente, hasta su jubilación en 1992, en la Ludwig-Maximilians-Universität de München. Es miembro de la Pontificia Academia para la Vida y de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, del Instituto de Chile. Miembro del Consejo de Consultores y Colaboradores de Revista Humanitas desde su fundación. Otros textos señalables del autor publicados en Humanitas: “El carácter razonable de la fe en Dios” (Humanitas 61); “El sentido del sufrimiento” (Humanitas 37).

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Desde hace ya algunas décadas, las discusiones en torno a los diversos aspectos de la cultura desembocan en un tema de carácter sumamente general, cuya denominación se desprende del llamado “fin de la modernidad”. No es fácil definir qué se entiende por “moderno” o “posmoderno”, sobre todo en el plano histórico, y las ambigüedades terminológicas son en gran medida el objeto de las polémicas. En todo caso, más allá de las mismas subsiste un hecho incontrovertible: la cultura actual ya no parte de certezas ni las ofrece.

El dato incontrovertible

La difundida permanencia de la mentalidad iluminista en la cultura y los hábitos no implica en nuestros días esa especie de profesión de fe en las bases de las tesis iluministas, que dominó la cultura occidental durante alrededor de dos siglos. Sobre todo están en crisis las tres tesis fundamentales de los dogmas laicistas: la posibilidad de racionalizar el mundo y la sociedad mediante la ciencia, el progreso histórico indefinido y la democracia liberal como solución para todos los procesos sociales. Y también ha entrado en crisis el dogma de la revolución concebida como método infalible de liberación para los pueblos y las personas. La crisis de la modernidad proviene en gran medida de la conciencia de que evidentemente ninguno de estos dogmas se ha materializado, de que ninguno de estos presupuestos ha podido impedir que la época moderna y contemporánea haya sido una de las más atormentadas y sangrientas de la historia, a pesar de los numerosos avances en el mejoramiento de la condición humana casi hasta el punto de transformarla.

Crisis de certezas —decíamos— y mejor podríamos decir crisis de modelos. Al parecer, el fracaso del pensamiento moderno no reside en los múltiples desarrollos o aplicaciones derivados del mismo, sino en su planteamiento, de acuerdo con el cual la realidad es enteramente penetrable por la razón. No hay secretos ni misterios de carácter científico que la razón, empleada con un método preciso, no esté en condiciones de revelar y poner mediante la técnica al servicio del hombre, liberándolo de las utopías y servilismos de diversos géneros de la irracionalidad. Si este programa triunfal se confronta con todo aquello que la humanidad ha sufrido con las guerras, grandes y pequeñas, de este siglo y con la pesadilla de la hecatombe nuclear, es imposible creer que la razón haya extendido su dominio. El modelo de origen cartesiano resulta ser puramente intelectual, fallido en su pretensión de transformar el mundo humanizándolo, incapaz de producir certezas concretas [1].

Al parecer, la crisis se ha agudizado en los últimos años. También la literatura de molde iluminista destaca el hecho de que con el fin del bipolarismo político mundial han explotado, en forma caótica y conflictiva, en el Oriente y el Sur del mundo, los particularismos éticos, tribales y fundamentalistas, señales del fin de la idea moderna de universalidad y el comienzo del “extrañamiento posmoderno [2]. La fórmula expresa correctamente el estado de crisis en comparación con la época en que las sociedades no tenían problemas apreciables de identidad, sentido y valor. Así, el período posmoderno se configura como la era del debilitamiento del yo, portador de intencionalidad creadora y sujeto autónomo de racionalidad. Declina y se quiebra la unidad verdad-justicia-ley, voz de la razón pública, surgiendo una serie de racionalidades parciales, no homogéneas entre sí, vinculadas únicamente con su propio campo específico de aplicación. En esta fragmentación, derivada de la pérdida de las antiguas certezas, radica el convencimiento discutible de esa literatura, de acuerdo con el cual la “reaparición de lo sacro” es puramente la reacción de un yo perecedero, racionalmente desprovisto de poder, carente de fines trascendentes en la precaria limitación del acontecimiento episódico, contingente, y por consiguiente ansioso por “basar en valores compartidos el vínculo social; he aquí por tanto el retorno de lo sacro, es decir, algo vinculado con las raíces del existir, algo no comerciable, no consumible, no efímero. Lo sacro reaparece con necesidad de sentido, necesidad de una perfección consistente en la armonía universal, que enlaza el alma y el cosmos en una totalidad acabada” [3].

Los períodos moderno y posmoderno

La mera descripción de un proceso cultural tan formidable da a entender que las categorías de “moderno” y “posmoderno” no son conceptualizables en términos claros y precisos, y expresan más bien un ámbito intelectual y no una teoría o una era unívocamente definibles. Esto explica por qué entre ambas categorías no existe, históricamente hablando, contraste o corte, y Niklas Luhmann tiene razón cuando al respecto afirma que “puede decirse a lo más que esas conquistas de la evolución, que diferencian a la sociedad moderna de todas las sociedades anteriores, han alcanzado, a partir de modestos comienzos, dimensiones que ubican a la sociedad moderna en un plano de irreversibilidad. Casi como si estuviera en un callejón sin salida, esta depende hoy en día de sí misma”. Puede llamarse “posmoderna” a la innovación predominante y decisiva incorporada en la autocomprensión del mundo y del hombre accidental, consistente en la “carencia de una descripción unitaria del mundo, de una razón que vincule todas las formas o incluso únicamente un modo por todos considerado justo de plantearse ante el mundo y la sociedad” [4].

La interpretación de Anthony Giddens es sustancialmente similar. Si excluimos el sentido genérico de la idea de vivir en una época muy diferente a la anterior, “posmoderno” puede significar alternativamente descubrir que nada puede conocerse con certeza, por haberse percibido el carácter inalcanzable de los fundamentos de toda epistemología, o la comprensión del hecho de que en la historia no se da la teleología, con lo cual todo discurso sobre el progreso resulta ser problemático, o el nacimiento de programas sociales y políticos que atribuyen especial importancia a las preocupaciones ecológicas y a los movimientos sociales. Todas estas acepciones de lo “posmoderno” contienen tanto una anulación de la concepción providencialista de la historia como una orientación hacia el futuro, en el cual, sin embargo, el progreso está de alguna manera desprovisto de transformaciones permanentes. ¿Tiene lugar un corte con el iluminismo y, desde un punto de vista más general, con el pensamiento moderno? También en relación con Giddens, más que de corte conviene hablar de autoclarificación o automaduración o radicalización de la modernidad, a medida que se va alejando de su propia tradición [5].

El hombre irónico

Mientras la época moderna podría describirse como una cultura de certezas basadas en las llamadas meta-narraciones (y aquí la referencia a Lyotard es obligada [6], el período posmoderno es la cultura de la pluralidad de narraciones relativas, todas ella sujetas a ese devenir que es característica general de la realidad. Así, el hombre posmoderno vive inmerso en una cultura sin certezas [7]. La misma ciencia experimental, al alcanzar con sus triunfos fines nuevos, pero no previstos ni deseados y por tanto casuales, sin relaciones entre sí, como ocurre a menudo, ha demostrado estar en condiciones de dar origen al replanteamiento y reordenamiento de las adquisiciones anteriores, pero no a certezas estables en el plano de los valores.

«El progreso indiscutible de la ciencia le confiere una impresión de superioridad en relación con las otras formas de la actividad interpretativa del hombre. Por este motivo, una vez confrontada con el exterminio de la cultura, que pierde su centro, y con el hombre sin calidad, la ciencia suele limitarse a sonreír irónicamente entre dientes, para usar la expresión de Musil, no encontrándose en condiciones de construir una síntesis de la cultura, que ha perdido su centro de referencia. Así, en la ciencia, consistente en una multiplicidad contradictoria de lenguajes sectoriales, descubrimientos y aplicaciones prácticas, el “producto” es el hombre aséptico y desgarrado entre diversas posibilidades, sin criterio ni modelo alguno para construir el centro de su propia existencia» [8].

Por consiguiente, el hombre posmoderno es un hombre irónico, en el sentido al cual se refirió Richard Rorty.

«Llamo irónicos a los individuos de este tipo, ya que la conciencia de que es posible hacer parecer buena o mala cualquier cosa describiéndola nuevamente, y la renuncia a querer definir los criterios de elección entre vocabularios decisivos los ponen en situación de nunca ser plenamente capaces de tomarse en serio, porque siempre saben que las palabras con las cuales se describen a sí mismos están destinadas a cambiar, y de tener en todo momento conciencia de la contingencia y fragilidad de su vocabulario decisivo y por lo tanto de sí mismos» [9].

Es irónico aquel que reúne tres condiciones:

«1) alimenta permanentemente profundas dudas sobre su vocabulario actual decisivo, ya que ha sido impresionado por otros vocabularios, vocabularios decisivos para personas o libros por él conocidos; 2) tiene conciencia del hecho de que sus dudas no pueden confirmarse ni validarse mediante argumentos formulados en su vocabulario actual; 3) si filosofa sobre su situación, no considera que el vocabulario propio está más cerca de la realidad de los demás, en contacto con una autoridad externa. Los irónicos con inclinación por la filosofía piensan que la elección entre diversos vocabularios no tiene lugar, recurriendo a un metavocabulario neutral y universal, ni mediante la búsqueda de lo real más allá de las apariencias, sino únicamente haciendo un cotejo entre lo antiguo y lo nuevo» [10].

Evidentemente, semejante hombre irónico es “nominalista e historicista” [11].

Otras reacciones de adaptación

Giddens estudió las posibles reacciones de adaptación a este tipo de cultura [12]. Si se aceptan sus conclusiones, la teoría del hombre irónico de Rorty vendría a ser una especie de género en el cual se ubican nuevamente, como casos particulares, las situaciones humanas previstas por Giddens. Estas situaciones son cuatro. La aceptación pragmática, en la cual puede existir una actitud de fondo de pesimismo o esperanza, concentra la atención en los problemas cotidianos y en las ventajas que la vida puede proporcionar. El optimismo es propio de quienes se esfuerzan por permanecer fieles a la ilusión iluminista, a la fe de la razón. Según Giddens, esta es la reacción tanto de los expertos que confían en el desarme nuclear y en la solución social y tecnológica de los problemas mundiales como de la gente común que todavía confía en los recursos de seguridad ofrecidos por la ciencia. Con otras motivaciones, también reaccionan con optimismo quienes se apoyan en un sólido ideal religioso. También existe la reacción del pesimismo cínico. Cuando no se convierte en auténtica indiferencia, el cinismo puede ser indicador del ansia, aun cuando para expresarse recurra al humorismo o al tedio. El pesimismo puede no ser cínico y proviene de la convicción catastrofista de acuerdo con la cual las cosas humanas siempre están mal de alguna manera. Aun cuando en el mejor de los casos es una dolorosa nostalgia de lo desaparecido, siempre representa una actitud opuesta a aquella inspirada por el iluminismo.

Hay por último la reacción del compromiso radical, que se expresa habitualmente en los movimientos sociales, demostrando mayor confianza en la movilización que en los análisis y discusiones racionales.

Estas reacciones de adaptación revelan, por su parte, el carácter dramático de la situación del hombre en el mundo actual: un hombre desarraigado, que ha perdido la posibilidad de relación con un discurso determinado sobre el mundo en términos de una verdad única y absoluta, a merced de las múltiples verdades proclamadas sin certeza en los diversos contextos del saber. Y además de la ausencia de relación con una única verdad posible, carece de sentido de la verdad [13]. Por consiguiente, naufraga en el mar de los significados neutrales, es decir, en el escepticismo, “donde las certezas desaparecen” [14]. Ciertamente, no por casualidad el relativismo es considerado hoy en día por muchos la base filosófica de la democracia, siendo adoptado explícitamente, incluso en el plano teológico y ético, hasta el punto de constituir “el problema fundamental de la fe de nuestros días” [15].

Posmodernidad y tardomodernidad

Jesús Ballesteros y Robert Spaemann introdujeron una distinción, recientemente adoptada por Alejandro Llano [16]. Una cosa es la posmodernidad y otra la tardomodernidad. La primera se refiere tanto a la toma de conciencia de la crisis de la modernidad como a la elaboración de nuevos modelos culturales.

La segunda nos remite a la tentativa, que jamás ha desaparecido en ciertos centros de poder político y cultural, de retardar la muerte del iluminismo, prolongándolo por inercia y refugiándose entretanto en el relativismo lúdico del llamado pensamiento débil. Existe una tardomodernidad que genera el hombre irónico, del cual habla Rorty (pero Llano cita aquí a los deconstruccionistas y a los post-estructuralistas, desde Derrida a Deleuze, Foucault y, en el terreno literario, Borges); pero también hay una tardomodernidad progresista, que considera a la modernidad un proyecto no realizado y espera un impulso hacia la radicalización. Sostienen esta opinión Habermas y Apel. Desde el punto de vista de ellos, la no realización de ese proyecto es producto de un tejido en el cual se entrelazan residuos tradicionales y planteamientos auténticamente modernos, que requeriría la llamada modernización salvaje, impulsada por algunos movimientos posmarxistas, cuyo programa ideológico incluye una violenta campaña anticristiana y antirreligiosa.

Sin embargo, también existe una posmodernidad buena, cuyo objetivo es rescatar a la modernidad de su propia interpretación modernizante. Llano la describe así:

«Se trata del siguiente “experimento conceptual”: ¿qué sucede si tomamos las grandes adquisiciones positivas de la modernidad —la ciencia positiva, las nuevas tecnologías, la democracia política— y las desconectamos del “paradigma de la certeza” para ver si pueden conectarse con el “paradigma de la verdad”? Ocurren muchas cosas sumamente interesantes. Ante todo, el “proyecto moderno” pierde su carácter unívoco y monológico. Surge un verdadero pluralismo de inspiraciones, tradiciones históricas, posibilidades de orientación y analogías. Es lo que en otra parte he llamado “la nueva sensibilidad”» [17].

La fórmula de los dos paradigmas está tomada de Alasdair McIntyre. La cultura moderna de las certezas y las meta-narraciones procedía de la simple y rígida aplicación del método racional, que otorgaba privilegio a la objetividad. La cultura posmoderna está llamada a otorgar privilegio a la realidad, constituida por la traducción del pensamiento, la historia, la educación, la investigación, la ética y la política. “El paradigma de la certeza” era una gran abstracción racionalizante y ahora, nuevamente ante la dura realidad, debemos apartar el “paradigma de la verdad”, que nos invita a relativizar nuestras representaciones intelectuales y volvernos hacia la compleja y misteriosa profundidad de las cosas y las personas; cosas y personas cuya condición de criaturas no puede simplemente ponerse entre paréntesis. La sabiduría no tiene en el hombre su sede más alta y definitiva. Si prescindimos programáticamente de una metafísica abierta a Dios, la ciencia misma se vuelve trivial y se detiene su avance de fondo.

¿Una prueba al menos indirecta?

«Afortunadamente, la ciencia real y efectiva, la ciencia practicada por los doctos, no siempre se ha atenido al “paradigma de la certeza”, siguiendo en cambio empeñada en la búsqueda de la verdad, por lo cual se ha anclado de hecho en el paradigma alternativo, en esa actitud epistemológica que, según Wittgenstein, es lo más difícil de la filosofía: el realismo sin empirismo. Las mismas teorías de la ciencia popperianas y postpopperianas —Kuhn, Lakatos, Feyerabend— han superado hace un tiempo la concepción iluminista de la búsqueda científica y ya no hablan de progreso indefinido, sino de crisis epistemológicas, revoluciones científicas, programas de investigación o actitudes antimetódicas» [18].

¿Y la cultura cristiana?

La cultura cristiana se enfrenta actualmente con una cultura totalmente desintegrada y deconstruida por sus críticos, que han puesto en duda los dogmas monolíticos de la modernidad materialista y agnóstica creada por el iluminismo. El hombre posmoderno está corroído, abatido, vacío. La Iglesia ha sido en cierto sentido marginada de este debate que hemos delineado someramente. Los grandes autores del período posmoderno no viven en la Iglesia, y si no la han elogiado, tampoco la han criticado. Para ellos, la totalidad del cristianismo es una víctima de la modernidad y ha sido excluido de la influencia de la cultura que domina a la sociedad secularizada, siendo considerado por lo tanto un fenómeno dotado de inercia, sin importancia para el futuro del discurso sobre la posmodernidad. Esta actitud bastante difundida ha otorgado a la Iglesia la ventaja de no ceder ante la tentación de participar en ese discurso oponiéndose hoy en día a las premisas culturales y filosóficas de la modernidad, y reabriendo antiguas plagas [19]. La función de espectadora impuesta a la Iglesia permite tal vez ahora a la cultura cristiana desplegar con más serenidad su tarea de orientación de las inteligencias [20].

También Llano destaca el hecho de que los debates sobre modernidad y posmodernidad se han enmarcado hasta ahora excesivamente en el contexto sociológico, marcado por el efecto del cambio de los parámetros económicos y los modos de producción en la sociedad postindustrial. Se ha procurado a veces relacionar esos debates con la evolución cultural y artística actual, subrayándose la emergencia de valores humanos en un contexto ampliamente deshumanizado. Se espera ahora la intervención de la cultura cristiana, en sus diversas ramificaciones, teniendo en consideración el hecho de que el supuesto racionalismo de la edad moderna ha sido o está en camino de ser superado por la cultura posmoderna, en la cual no existen ciertos impedimentos dogmáticos del pasado, existiendo así una posible apertura probable a la visión cristiana del hombre. ¿Están la cultura cristiana y la teología intentando dialogar con la cultura posmoderna realmente existente o con una imagen del mundo y la cultura irreal, anacrónica o distorsionada? [21].

También desde este punto de vista es posible hablar con justicia de “un desafío enérgico lanzado al método mismo de la teología, que seguiría siendo demasiado abstracta y ajena a la dinámica viva y existencial de la fe cristiana. Se pide a la teología radicarse en la experiencia cristiana vivida y no dejarse aprisionar por la también indispensable consecuencialidad lógica y por el rigor tradicional” [22]. La preocupación y la atención de la Iglesia en relación con el destino del hombre posmoderno deben llevar a la cultura cristiana y a la teología, cada una dentro de su propio ámbito, a hacerse cargo de un nuevo discurso para el hombre contemporáneo con el fin de que este recupere la estima y asigne un papel y una legitimidad a la fe cristiana en la nueva imagen del hombre y del mundo que se está construyendo. “Para quien no cree en Dios, semejante discurso podría, por ejemplo, basarse en el descubrimiento de acuerdo con el cual el lenguaje científico no constituye el único medio para describir la realidad, y junto a los hechos están también los valores, las ideas y la esperanza, o las fuerzas que dan al hombre el valor para vivir y sobrepasar las metas ya alcanzadas” [23].

Ciertamente, la obra evangelizadora se enfrenta en este momento con la enorme tarea consistente en informar sobre sí misma no solo a las conciencias individuales, sino también a toda una cultura universal en sus contextos sociopolíticos y en sus variadas materializaciones locales, por lo cual requiere de una mediación cultural, inspirada por ella, cuyos instrumentos complejos aún esperan ser rediseñados con lenguajes y estrategias adecuados.


Notas

[1] Cfr. A . Llano, “Claves filosóficas del actual debate cultural”, Humanitas 4 (1996), pp. 532-544.
[2] A. Sgalla, “Crisi della societá contemporanea. La realitá del postmoderno”, Tempo Presente (noviembre de 1994), p. 23.
[3] Ibídem, p. 24. Letra en cursiva del autor.
[4] N. Luhmann, Osservazioni sul moderno, Armando, Roma, 1995, p. 27.
[5] Cfr. A. Giddens, Le conseguenze della modernitá. Fiducia e rischio, sicurezza e pericolo, Il Mulino, Bolonia, 1994, pp. 53-57.
[6] Cfr. G. Mucci, “Considerazioni sul moderno e il postmoderno. Koslowski, Lyotard e il cristianesimo”, La Civiltà Cattolica II (1991), pp. 232-233.
[7] Cfr. G. P. Prandstraller, L’uomo senza certezze e le sue qualità, Laterza, Roma-Bari, 1991; Id., Relativismo e fondamentalismo, Laterza, Roma-Bari, 1996.
[8] T. Sierotowicz, “L’uomo postmoderno e la sua cultura”, Il Nuovo Areopago 15 (1996), p. 13.
[9] R. Rorty, La filosofia dopo la filosofia. Contingenza, ironia e solidarietà, Laterza, Roma-Bari, 1994, p. 90. El “vocabulario decisivo” es el número determinado de palabras utilizadas por cada uno para justificar sus propias acciones y convicciones, y su propia vida.
[10] Ibídem, p. 89 ss.
[11] Ibídem, p. 91.
[12] Cfr. A. Giddens, Le conseguenze della modernitá, cit., pp. 134-136.
[13] Cfr. T. Sierotowicz, “L’uomo postmoderno e la sua cultura”, cit., p. 15.
[14] Ibídem, p. 17.
[15] J. Ratzinger, “La fede e la teología ai giorni nostri”, La Civiltà Cattolica IV
(1996), p. 478.
[16] Cfr. A. Llano, “Claves filosóficas del actual debate cultural”, cit.
[17] Ibídem.
[18] Ibídem.
[19] Cfr. A. Anderson, “Il futuro del cristianesimo nell’epoca postmoderna”, Il Nuovo Areopago.
[20] Cfr. G. M. Zanghi, “La filosofia ha oggi ancora un destino?”, Nuova Umanità 18.
[21] Cfr. F. Ognibene, “Il bello del postmoderno”, en Avvenire, 2 de febrero de 1996, p. 17.
[22] P. Selvadigi, “La critica moderna e contemporanea della religione e la teologia”,
Lateranum 62 (1996), p. 161.
[23] T. Sierotowicz, “L’uomo postmoderno e la sua cultura”, cit., p. 18.

Sobre el autor

Teólogo italiano. Profesor de Eclesiología y Espiritualidad de las universidades de Nápoles y Roma. Antiguo redactor de La Civiltà Cattolica, ocupándose de temas relacionados con el vínculo entre la Iglesia y la cultura contemporánea, e historia de la espiritualidad católica. Ha publicado diversos estudios, artículos y libros, entre ellos: I Cattolici nella temperie del Relativismo. El texto del autor publicado en Humanitas 9 fue traducido con la autorización de La Civiltà Cattolica, revista en la que fue publicado originalmente.


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