El Papa León XIV ha publicado su primera exhortación apostólica, Dilexi te, dedicada al amor hacia los pobres. Su título es tomado de una frase del Apocalipsis “Te he amado” (Ap 3,9), y evoca aquel mensaje de esperanza que el Señor envía a aquellos que no tienen poder ni recursos, “te he amado”, y a ellos es a quienes se les ofrece la herencia de su trono, pues han padecido junto a Él (cf. Rm 8,17).

El título también se encuentra vinculado con el magisterio del Papa Francisco, cuya última encíclica llevaba por nombre Dilexit nos, “Nos amó”, publicada en octubre de 2024 y dedicada al amor humano y divino del corazón de Jesucristo. Dilexi te es, en cierto sentido, su continuación. El mismo Papa señala que el documento fue heredado de Francisco quien lo estaba trabajando en sus últimos meses de vida. No obstante, es difícil encontrar en sus líneas una huella distinguible de Francisco o de León, pareciera más bien que su contenido fue asumido de forma íntegra, resultando un documento coherente en toda su estructura.

Aunque la exhortación se refiere al amor hacia los pobres, no se trata de un texto que se sitúe en el horizonte de la Doctrina Social de la Iglesia y que denuncie problemas concretos de la realidad en que vivimos. Es más bien un texto que se sitúa en el horizonte de la revelación, destacando el fuerte vínculo que existe entre el amor de Cristo y su llamada a estar cerca de los pobres. El amor a Dios y el amor a los pobres están unidos, “cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 28,20), dice Jesús; y así, “el contacto con quien no tiene poder ni grandeza es un modo fundamental de encuentro con el Señor de la historia. En los pobres Él sigue teniendo algo que decirnos” (n.5).

A través de citas bíblicas y comentarios de los Padres de la Iglesia, se nos recuerda que el amor a los pobres no es un camino opcional, o una fijación de unos pocos, sino que representa “el criterio del verdadero culto” (n.42), “el núcleo incandescente de la misión eclesial” (n.15).

En el capítulo segundo de la exhortación se vuelve hacia las fuentes de nuestra fe, mostrando cómo en el Nuevo Testamento se manifiesta aquella historia de predilección de Dios por los pobres y el deseo divino de escuchar su grito, el que encuentra luego, en Jesús de Nazaret, su plena realización: un Mesías pobre, de los pobres y para los pobres. Esta pobreza que incidió en cada aspecto de la vida de Jesús revela el rostro del amor divino.

Para el Papa el mensaje del Evangelio es “tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo” (n.31). Afirmando así que “muchas veces me pregunto por qué, aun cuando las Sagradas Escrituras son tan precisas a propósito de los pobres, muchos continúan pensando que pueden excluir a los pobres de sus atenciones” (n.23).

Los testimonios luminosos de aquella fe que se hace obra los encontramos a lo largo de todos los siglos de historia de la Iglesia, formando parte de su ininterrumpida tradición. Comenzando por las primeras comunidades cristianas, las que constituyen un ejemplo a imitar sobre la fe que obra por medio de la caridad. Es precisamente sobre aquella historia de fe anclada en el compromiso con los más necesitados de la que nos habla el Papa en el tercer capítulo. Comenzando por la Iglesia naciente, que “no separaba el creer de la acción social” (n.40), recorre los testimonios de los padres de la Iglesia, san Ignacio de Antioquía, Policarpo, san Justino, san Juan Crisóstomo, san Agustín, destacando cómo este último “comprendió que la verdadera comunión eclesial se expresa también en la comunión de los bienes” (n. 44).

Esta historia al servicio de los necesitados encuentra concreción también en diversas órdenes monásticas, redentoras y mendicantes. Especial atención se le da a san Francisco de Asís, que hace de su vida un continuo despojarse, y su hermana santa Clara quien asume el ideal de pobreza radical. O santo Domingo de Guzmán quien, con un carisma distinto, asume la pobreza con la misma radicalidad. Destaca a san José de Calasanz, del siglo XVI; san Marcelino Champagnat, del siglo XIX; san Juan Bosco, en Turín. En la atención pastoral de los migrantes, destaca los testimonios de san Juan Bautista Scalabrini y santa Francisca Javier Cabrini. Sobre santa Teresa de Calcuta y santa Dulce de los Pobres, en Brasil, también hace una mención especial, pues vieron en el pobre el verdadero rostro de Cristo. Y continúa el documento recordando a “san Benito Menni y las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús, junto a las personas con discapacidades; a san Carlos de Foucauld entre las comunidades del Sahara; a santa Katharine Drexel, junto a los grupos más desfavorecidos de Norteamérica; a la hermana Emmanuelle con los recolectores de basura en el barrio de Ezbet El Nakhl, en la ciudad de El Cairo; y a muchísimos más” (n.79).

Cada uno a su manera descubrió que los más pobres no son meros objetos de compasión, sino maestros del Evangelio. No se trata de ‘llevarles a Dios’, sino de encontrarlo entre ellos. Todos estos ejemplos enseñan que servir a los pobres no es un gesto de arriba hacia abajo, sino un encuentro entre iguales, donde Cristo se revela y es adorado. (n.79)

En el cuarto capítulo la exhortación muestra cómo, tomando estos ejemplos, la historia continúa. Se destaca aquí el Magisterio de los últimos cincuenta años y su enseñanza referida a los pobres. Los últimos pontífices han hecho de las voces de los más vulnerables fuentes de consideración para el discernimiento eclesial. Comenzando por León XIII y la carta encíclica Rerum novarum (1891) que afrontó la cuestión del trabajo. San Juan XXIII se hizo promotor de la justicia de dimensiones mundiales con la encíclica Mater et Magistra (1961). Luego, el Concilio Vaticano II representó una etapa fundamental en el discernimiento eclesial con relación a los pobres. San Pablo VI, con ocasión de la apertura de la segunda sesión del Concilio, retomó el tema planteado por Juan XXIII, quien había señalado que “la Iglesia se presenta como es y como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como la Iglesia de los pobres”. Así, Pablo XVI afirma que la Iglesia mira con particular interés “a los pobres, a los necesitados, a los afligidos, a los hambrientos, a los enfermos, a los encarcelados, es decir, mira a toda la humanidad que sufre y que llora; ésta le pertenece por derecho evangélico” (cf. n.85). En la constitución pastoral Gaudium et spes, actualizando la herencia de los Padres de la Iglesia, el Concilio afirmó con fuerza el destino universal de los bienes de la tierra y la función social de la propiedad que deriva de ello (cf. n.86). Con san Juan Pablo II se consolida la relación preferencial de la Iglesia con los pobres. Luego, frente a las múltiples crisis que enfrenta el mundo en el tercer milenio, Benedicto XVI retoma las enseñanzas con un carácter más político en la carta encíclica Caritas in veritate, donde afirma que “se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales” (n.88). Finalmente, el Papa León se refiere a las importantes enseñanzas del magisterio episcopal de la Iglesia latinoamericana, magisterio que el Papa Francisco supo unir sabiamente al de otras Iglesias particulares, especialmente las del sur global. Allí se refiere a las distintas conferencias y sus acentos, que denunciaron las estructuras de pecado que causan pobreza y desigualdades extremas, y la conciencia eclesial que sitúa a los pobres como sujetos, especialmente en la Conferencia de Aparecida.

El quinto y último capítulo contiene una llamada dirigida a todo bautizado para que se comprometa concretamente en la defensa y la promoción de los más débiles, retomando una vez más la parábola del buen samaritano. “Para nosotros cristianos, la cuestión de los pobres conduce a lo esencial de nuestra fe. […] La realidad es que los pobres para los cristianos no son una categoría sociológica, sino la misma carne de Cristo” (n.110). El documento señala así que en la atención a los pobres puede encontrarse también un criterio de verdad, pues a través de ellos es posible descubrir el rostro de Dios: son los pobres maestros de las bienaventuranzas y maestros del Evangelio, son el lugar de anclaje vital que nos permite comprender mejor la revelación.

Una palabra especial se dirige hacia la limosna, la que hoy no goza de buena fama, incluso entre los creyentes. Sin negar que la ayuda más importante para una persona es el trabajo, el Papa nos recuerda que “la limosna sigue siendo un momento necesario de contacto, de encuentro y de identificación con la situación de los demás”, donde optamos por no dejar a aquella persona abandonada a su suerte, sin lo dispensable para vivir dignamente. La limosna nos invita a detenernos, mirar a la cara y compartir.

El documento constituye un mensaje lleno de consecuencias para la vida eclesial y social, marcada profundamente por una cultura de la indiferencia, que afecta también hoy y de forma importante a muchos cristianos, quienes, como afirma el documento, “nos sentimos más a gusto sin los pobres”. Nuestros criterios mundanos nos llevan muchas veces a concluir que la promoción de la pobreza es tarea de los Estados, o bien, que debemos dejar al mercado la solución al problema, e incluso de forma cruel llegamos a afirmar y generalizar que los pobres se encuentran en la pobreza por culpa de ellos mismos y su propia flojera. Estas conclusiones nos acomodan y tranquilizan, pero están desprovistas de la luz sobrenatural del Evangelio, que no solo nos invita sino también nos exige un compromiso real y concreto con aquellos Lázaros que están esperando afuera de nuestra puerta. “No es posible olvidar a los pobres si no queremos salir fuera de la corriente viva de la Iglesia que brota del Evangelio y fecunda todo momento histórico” (n.15).

Leer la exhortación apostólica Dilexi te

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