Imagen de portada: El rector Juan de Dios Vial Correa y el cardenal Ratzinger durante una conversación en Casa Central, en 1988.

I. “REPRODUCCIÓN” Y “PROCREACIÓN”

El problema filosófico de las dos terminologías.

¿Qué es el hombre? Esta pregunta, que podría parecer bastante filosófica, ha adquirido una gran actualidad desde cuando se ha hecho posible “fabricar” al hombre, o mejor -según la terminología técnica- reproducido “in vitro”.  Este nuevo poder, que el hombre ha conquistado, ha traído consigo un nuevo lenguaje.  Mientras que hasta ahora el origen del hombre había sido expresado mediante los conceptos de “generación” y de “concepción” y la teología había comprendido el proceso general del origen del hombre en el concepto de “procreación humana”, en este momento parece que la palabra “reproducción” fuera capaz de describir con mayor precisión la transmisión de la vida humana.

No se puede creer que las dos terminologías necesariamente se deban excluir mutuamente; cada una de ellas corresponde a un diverso modo de ver las cosas y, por consiguiente, de prestar atención a diferentes aspectos de la realidad.  Sin embargo, el lenguaje se encuentra inevitablemente referido a la totalidad; difícilmente se puede negar que precisamente a través de la confrontación recíproca de las palabras se evidencian los problemas más fundamentales: resuenan aquí, en efecto, dos concepciones diversas acerca del hombre, dos modos diferentes de interpretar la realidad.

Ante todo intentaremos comprender el nuevo lenguaje a partir de sus mismas raíces, inmanentes a la ciencia, de modo que podamos luego afrontar con la debida cautela un problema tan amplio.  El término “reproducción” indica el proceso de formación de un nuevo ser humano, a partir de los conocimientos de la biología acerca de las propiedades de los organismos vivos: a ellos, en efecto, corresponde la característica de poderse “reproducir”, a diferencia de las cosas artificiales.

Jacques Monod, por ejemplo, ha determinado tres características precisas de un ser viviente: una propia teleonomía inmanente, una morfogénesis autónoma y una inalterabilidad en la reproducción.

Allí se encuentra una particular insistencia sobre la inalterabilidad: el código genético, una vez establecido, siempre se “reproduce” sin cambio alguno; cada nuevo individuo resulta una exacta repetición del idéntico “mensaje”.  La palabra “reproducción”, por consiguiente, expresa en primer lugar la identidad genética: el individuo siempre “reproduce” de nuevo y solamente aquello que le es común; en segundo lugar este término remite también al carácter mecánico, según el cual se cumple dicha reproducción.

Jérome Lejeune, ilustre genetista francés que reconoce plenamente y defiende la dignidad específica de la procreación, ha expresado sintéticamente lo que es esencial desde el punto de vista científico en el advenimiento de una “reproducción” humana, con las siguientes palabras: “Los hijos está unidos establemente a sus padres mediante un nexo material, la larga molécula de DNA en la que se encuentra inscrita toda la información genética, a través de un lenguaje invariablemente miniaturizado.  En la cabeza de un espermatozoide se halla un metro de DNA, cortado en veintitrés pedacitos.  Cada uno de ellos se encuentra minuciosamente plegado en espiral para formar unos pequeños bastoncitos, que son visibles con un microscopio ordinario: los cromosomas… En el momento en que se unen los 23 cromosomas paternos provenientes del espermatozoide y los 23 maternos contenidos en el óvulo, se encuentra ya recogida toda la información necesaria y suficiente para determinar la constitución del nueve ser humano”.

Dicho en un modo más o menos sumario, la “reproducción” de la especie humana se cumple a través de la unión de dos cintas de información.  No cabe duda acerca de la seriedad de esta descripción; sin embargo, debemos preguntarnos si es exhaustiva.  Surgen entonces inmediatamente dos preguntas: ¿el ser que se reproduce de ese modo es solamente otro individuo, un ejemplar reproducido de la especie hombre, o más bien es algo superior a eso: una persona, es decir un ser que, si por una parte representa sin variaciones lo que es común a la especie humana, por otra es algo nuevo, original, irreproducible, con una singularidad que va más allá de la mera individualización de una esencia común? Y si es así, ¿de dónde proviene esta singularidad?

A esta interrogante se conecta la segunda pregunta: ¿cómo logran encontrarse recíprocamente las dos cintas de información? Esta pregunta, demasiado simple en apariencia, se ha convertido hoy en el lugar de la decisión crucial, en la que no sólo se separan las teorías acerca del hombre, sino en donde la praxis se vuelva la encarnación de las teorías, confiriendo a ellas toda la intensidad y dramaticidad que las caracterizan.  A primera vista la respuesta parece la cosa más obvia del mundo: las dos series de información, que se completan recíprocamente, se encuentran mediante la unión del hombre y de la mujer, a través de su “llegar-a-ser-una-sola-carne”, según la expresión bíblica.  El proceso biológico de la “reproducción” se coloca dentro del acontecimiento personal de la recíproca donación, corpórea y espiritual, de dos personas.

Pero, sin embargo, desde el momento mismo en que se ha logrado aislar en el laboratorio, por así decir, la parte bioquímica de la totalidad, ha surgido de inmediato la pregunta: ¿en qué medida esta conexión es necesaria? ¿Se trata de algo que es esencial -por sí mismo- al suceso, es decir, que siempre debe ser así y que no puede no ser, o más bien se trata solamente -por decirlo con Hegel- de una astucia de la naturaleza, que se sirve de la inclinación recíproca del hombre y de la mujer, de manera completamente análoga a aquella en la que el viento, las abejas y otros semejantes son utilizados en el mundo vegetal como vehículos de transporte de las semillas?

¿Se puede distinguir y aislar un momento central, dentro del fenómeno, como factor esencial y exclusivamente importante, respecto al modo meramente factual de la unión y, por consiguiente, se puede sustituir el procedimiento natural con otros métodos piloteados racionalmente? Ante este interrogante surgen diferentes y opuestas cuestiones: ¿es posible designar la reciprocidad entre el hombre y la mujer como un fenómeno puramente natural, en donde quizá la recíproca inclinación espiritual de los dos sería tan solo una astucia de la naturaleza, que precisamente en ellos los engaña, en el hecho de que no se trata de personas, sino únicamente de individuos de una especie?

O tal vez, por el contrario, ¿no se debería afirmar que en el amor de dos personas y en la libertad espiritual, de la que surge el amor, resplandece una nueva dimensión de la realidad, a la cual corresponde el hecho de que también el hijo no es una simple repetición de una información sin variantes, sino que es una persona en la novedad y en la libertad del yo, y que representa un nuevo centro del mundo? ¿No se debería simplemente definir como ciego a quien niega esta novedad y reduce todo a un puro proceso mecánico y que luego, para poderlo hacer, se ve obligado a recurrir al mito irracional y cruel de una naturaleza astuta?

Otra cuestión que queda sin resolver, se funda en una constatación: es evidente que actualmente en el laboratorio se puede aislar el proceso bioquímico y de esta manera combinar entre sí las dos informaciones genéticas.

La conexión de dicho proceso bioquímico con un acontecimiento de naturaleza espiritual personal no puede definirse mediante ese tipo de “necesidad”, que vale en el ámbito de la física: puede suceder también diversamente.  Sin embargo, la cuestión consiste fundamentalmente en si no existe otro tipo de “necesidad”, diversa de la que proviene de una mera ley natural.  Aunque si desde el punto de vista técnico es posible separar el aspecto personal del biológico, ¿no existe quizás una forma más profunda de inseparabilidad, una más alta “necesidad” en favor de la conexión de los dos aspectos? Si se reconoce como necesidad solamente la que es propia de la ley natural y no, en cambio, a la necesidad ética que confía un deber a la libertad, ¿en realidad, tal vez, el hombre no ha sido ya negado?

En otras palabras: si yo considero como algo real únicamente la “reproducción” y juzgo todo lo que sobrepasa ese nivel, y que se expresa en el concepto de “procreación”, como perteneciente a un lenguaje inexacto y científicamente sin importancia alguna, ¿no he negado quizás en ese modo la existencia de lo que es específicamente humano en el hombre? Pero entonces ¿quién puede discutir todavía verdaderamente con alguien y para qué sirve hablar aun de la racionalidad del laboratorio y de la racionalidad misma de la ciencia?

A partir de estas reflexiones podemos ahora afrontar el problema preciso que constituye el objeto de esta exposición: ¿Cómo puede ser algo más que una “reproducción” el origen de un nuevo ser humano? ¿En qué consiste ese algo más? ¿Cuáles son las consecuencias éticas que se derivan de allí? Tal como ya hemos aludido, esa pregunta ha adquirido una nueva y excitante actualidad desde cuando ha sido posible “reproducir” al hombre en un laboratorio, prescindiendo de una donación interpersonal, es decir, sin una unión córporea entre hombre y mujer.  Desde un punto de vista meramente práctico, hoy se ha vuelto posible separar el hecho natural-personal de la unión entre el hombre y la mujer, del proceso puramente biológico.  Según la convicción de la moral transmitida por la Iglesia y fundada en la Biblia, a esta posibilidad práctica de separación se contrapone una inseparabilidad ética.  Sin embargo, en ambos casos entran en juego decisiones espirituales fundamentales: aun la que se hace en el laboratorio ciertamente no es consecuencia de unas premisas puramente mecánicas, sino que se trata ante todo del fruto de una elección que proviene de una concepción básica del mundo y del hombre.

Antes de proseguir en un modo solamente argumentativo, puede ser útil que intentemos dar a partir de aquí una doble mirada hacia atrás en la historia.  En primer lugar buscaremos evidenciar el aspecto de la prehistoria cultural de la idea de “reproducción” artificial; la segunda perspectiva histórica se referirá en cambio al testimonio bíblico sobre el problema.

II DIÁLOGO CON LA HISTORIA

El “Homunculus” en la historia de la cultura

El deseo de poder “fabricar” al hombre quizá ha encontrado su primera expresión en la tradición oral de la cábala judaica a través de la idea del Golem.  A ella se uniría el pensamiento que se encuentra formulado en el libro de Yezira (aproximadamente 500 años después de Cristo) acerca del poder creativo de los números: mediante la recitación ordenada de todas las combinaciones posibles de las letras de la creación se lograría finalmente la producción del “homunculus” y del Golem.

En conexión con esta idea había nacido ya desde el siglo XIII la teoría de la muerte de Dios: el homunculus producido de esa manera, habría arrancado de la palabra Emeth (verdad) el alef, la primera de las letras del alfabeto hebreo.  De este modo sobre su frente, al puesto de la inscripción “Yahvé Dios es Verdad”, aparecía la nueva leyenda: “Dios ha muerto”.  El Golem explica este nuevo mote por medio de una comparación, que resumida sintéticamente concluye así: “Si vosotros, como Dios, podéis crear un hombre, entonces se puede decir que ningún otro dios existe en el mundo fuera de éste…”. “Crear” ha sido puesto en conexión con “poder”; el poder, entonces, está ahora en las manos de los que pueden producir hombres, los cuales al adquirir ese poder han tomado el puesto de Dios, que consiguientemente ha desaparecido del horizonte visual del hombre.

Ante lo expuesto surge la pregunta acerca de si quienes poseen el nuevo poder, porque han encontrado las claves del lenguaje de la creación y ahora pueden por sí solos combinar los elementos fundamentales que los constituyen, se acordarán de que su propia producción ha sido posible sólo porque existían ya los números y las letras, cuyas informaciones ellos ahora han logrado colocar juntas.

La más conocida variación de la idea del homunculus se encuentra en la segunda parte del Fausto de Goethe. Wagner, el fanático discípulo de la ciencia del gran Doctor Fausto, en su ausencia ha logrado obtener la obra maestra. El “padre” de este nuevo arte no es por lo tanto el espíritu, que se interesa por las grandes cosas y que busca el sentido de la totalidad, sino que es ante todo el positivista que aprende y aplica, tal como podría muy bien ser caracterizado Wagner.  No obstante, el hombrezuelo del alambique, desde la probeta en donde se encuentra, reconoce de inmediato en Mefistófeles a su propio primo: de este modo Goethe establece un íntimo parentesco entre el mundo artificial y autoproductivo del positivismo y el espíritu de la negación.  En verdad, para Wagner y para su modelo de racionalidad, este momento es el que constituye propiamente su máximo triunfo:

“¡Dios nos guarde! Para nosotros el antiguo modo de procrear es una tontería.
El animal aún encuentra allí gusto pero el hombre con su grandiosa capacidad
tendrá un origen muchísimo más alto”.

Y un poco más adelante dice:

“Pero un día podremos reírnos del caso: precisamente será un pensador el que algún día producirá un cerebro que pueda pensar.
¿Qué queremos nosotros, qué más quiere el mundo?
El misterio está a luz del día”.

En estos versos Goethe resalta claramente dos fuerzas motrices que se presentan en la tentativa de producir artificialmente al hombre.  Con esto quiere también criticar un determinado tipo de ciencia de la naturaleza que rechaza, percibiéndola como “wagneriana”: en primer lugar coloca el deseo de revelar los misterios, de comprender el secreto del mundo y de reducirlo a una ordinaria racionalidad, que quiere documentarse por medio del poder-hacer.  Fuera de ello Goethe ve además que se está operando un desprecio de la “naturaleza” y de su más grande y misteriosa razón en favor de una racionalidad programadora y calculadora.  La probeta constituye el símbolo de la angustia, de la falsedad y de lo secundario de este tipo de razón y de su creación; el homunculus vive “in vitro”:

“Porque así están las cosas:
para quien es natural, el mundo apenas
es suficiente; lo que es artificial, en cambio,
exige espacio cerrado”.

El pronóstico de Goethe consiste en que la probeta -la pared artificial- en un cierto momento acabará con estrellarse contra la realidad; la reproducción autorrealizada deberá un día naufragar ante la naturaleza original, ante la realidad auténtica de las cosas.  Así, aquella será descubierta en su mezquindad: el homunculus no dejará de ser un “hombrezuelo” y seguirá representando, de esa manera, la alegoría del espíritu que lo ha producido y de la reducción del ser de la cual vive.

Ya en 1932, poco antes de esta presentación, A. Huxley había delineado su utopía negativa de El mundo nuevo.  Es claro que en este mundo, definitiva y completamente dominado por la ciencia, los hombres podrán ahora ser producidos únicamente en el laboratorio.  El hombre se ha emancipado definitivamente de su naturaleza no quiere ser más una creatura natural.  Cada uno será compuesto en un laboratorio -según la necesidad-, en vista de la función que deberá desempeñar.  Ya desde hace bastante tiempo la sexualidad nada tiene que ver con la propagación de la especie humana; aun el solo recuerdo de esto resulta casi una ofensa para el hombre programado.  Habiendo perdido su función original, la sexualidad ahora se ha convertido solamente en un elemento narcótico con el que la vida puede ser soportable, en una especie de valla positivista para proteger la conciencia del hombre y lograr que los interrogantes que provienen de lo profundo de su ser sean eliminados.  De ahí entonces que la sexualidad nada tenga que ver con los nexos personales, con la fidelidad y el amor -que haría retroceder al hombre-, una vez más, a los viejos ámbitos de su existencia personal.  En este nuevo mundo no existen más dolores ni preocupaciones, sino sólo racionalidad y embriaguez; todo y para todo se programa.

La pregunta que surge ahora es la siguiente: ¿cuál es el sujeto de esta razón programadora?  A ello se responde: es el “Consejo de administración mundial”.  De esta manera, el gobierno de la racionalidad evidencia su profunda irracionalidad.  Huxley, de acuerdo con lo que él mismo anotaba en 1949, había escrito su libro en cuanto esteta escéptico que veía al hombre colocado entre las alternativas del delirio y de la insensatez, de la utopía cientista y de la superstición bárbara.  En su prólogo de 1949 y luego en el ensayo Regreso al nuevo mundo de 1958, ha mostrado claramente que su obra debe ser comprendida como una defensa en favor de la libertad, como una llamada a los hombres para que busquen la vía angosta que pasa entre el delirio y la insensatez, a saber, la existencia en la libertad.  Huxley naturalmente es más preciso y convincente en su parte crítica, que en la propuesta positiva que ha desarrollado más bien en un modo genérico.

Sin embargo, él muestra con claridad al menos una cosa: el mundo de la planificación racional, de la “reproducción” del hombre, organizada y dirigida científicamente, no es en absoluto el mundo de la libertad.  Por el contrario, precisamente el hecho de que el origen del hombre se haya reducido a la reproducción, resulta la expresión de la negación de la libertad personal: la reproducción consiste en el montaje de elementos que se necesitan mutuamente; su mundo es aquella realidad descrita en la cábala: una combinación a partir de letras y números, en donde quien conoce el código tiene poder sobre el universo. ¿Será sólo una casualidad que hasta ahora no se haya dado una positiva visión poética acerca del futuro en el que el hombre será reproducido “in vitro”? O más bien ¡no debemos tal vez reconocer que esto sucede precisamente porque en semejante principio se encuentra la negación interior, y en definitiva, la eliminación de aquella dimensión del hombre que aparece en la poesía?

El origen del hombre según el testimonio de la Biblia

Después de la alusión a los precedentes históricos más conocidos acerca de la reproducción, podemos dirigir la atención a aquella obra que constituye la fuente decisiva para la idea de la procreación del hombre: la Biblia.  En este momento tampoco es posible hacer un análisis exhaustivo de este punto, sino tan sólo dar una rápida mirada sobre algunas de las afirmaciones bíblicas más características en relación con el tema.  Con este fin nos limitaremos esencialmente a los primeros capítulos del libro del Génesis, en el que se colocan los elementos fundamentales de la imagen bíblica del hombre y de la creación.

Un primer punto esencial está formulado de manera muy precisa en las “Homilías sobre el Génesis” de San Gregorio de Niza: “Pero, ¿cómo ha sido hecho el hombre? Dios no ha dicho en relación a él: ‘hágase el hombre’… La creación del hombre es un acontecimiento mucho más grande que todos los demás.  ‘El Señor tomó…’  Él quiere formar nuestro mismo cuerpo con sus propias manos”.  Regresaremos a este texto cuando se hable no sólo del primer hombre, sino de cada uno de los hombres, mostrando así que la Biblia evidencia, a propósito del primer hombre, lo que según su convicción vale por cada uno de ellos.

A esta imagen de las manos de Dios, que forman al hombre de la tierra, corresponde otra afirmación en el más reciente relato de la creación del llamado documento sacerdotal: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gen 1,26).  Ambos casos tienen la intención de presentar claramente que el hombre es una creatura de Dios según una específica modalidad; en los dos relatos se trata de  mostrar que él no es tan sólo un ejemplar dentro de una determinada clase de seres vivientes, sino que en cambio es algo nuevo respecto a ellos, que en su origen se realiza mucho más que una simple reproducción, es decir, un nuevo comienzo que va más allá de todas las combinaciones del material informativo ya dado y que presupone algo diverso –“lo diverso”-, enseñándose así a percatarnos de “Dios”Esto aparece tanto más importante cuanto que desde el mismo momento del acto creativo se dice: hombre y mujer los creó.  En este caso la fecundidad se encuentra explícitamente ligada al ser hombre y mujer, diversamente a la orden de sólo multiplicarse que recibieron los animales y las plantasEl realce dado al acto creativo por parte de Dios, lejos de hacer superflua la reciprocidad humana, le ha conferido, por el contrario, todo su valor: precisamente porque aquí Dios mismo entra en juego, el “transporte” de los cromosomas no puede ser realizado de cualquier modo; consecuentemente la vía para una semejante intervención creativa debe ser digna.  Según la Biblia esa vía digna solamente puede ser una:  el llegar del hombre y la mujer a ser uno solo, su llegar a ser “una sola carne”.

De este modo nos encontramos con dos importantes expresiones propias del lenguaje bíblico, que deben ser consideradas un poco más de cerca.  La descripción del Paraíso termina con una palabra que suena como un dicho profético acerca de la naturaleza humana: “Por esto el hombre abandonará al padre y a la madre y se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne” (Gen 2,24). ¿Qué significa que “los dos serán una sola carne”? Sobre esta expresión se ha debatido mucho; algunos sostienen que con esto se indica la unión sexual; otros en cambio sostienen que aquí se alude al hijo, en el que los dos se funden en una sola carne… No se puede lograr una certeza absoluta sobre este punto, pero probablemente el que más se acerca a la verdad es Franz Julius Delitzsch cuando dice que allí se expresa la “unidad espiritual”.  De todos modos ese profundísimo llegar a ser uno solo del hombre y de la mujer es visto como una vocación propia del ser humano y como el lugar en el que se cumple el mandato creativo conferido al hombre, puesto que corresponde en la libertad a la llamada del propio ser.

En la misma dirección nos orienta otra palabra con la que nos encontramos anteriormente: la comunión sexual del hombre y de la mujer se designa en el Antiguo Testamento con la palabra “conocimiento”.  La procreación humana viene indicada al comienzo de la historia con la expresión “Adán conoció a Eva, su mujer” (Gen 4,11).  Podría ser oportuno que evitemos filosofar demasiado sobre este uso lingüístico.  Como justamente ha hecho notar Gerhard von Rad, en primer lugar se trata sólo de un “pudor en el lenguaje”, que con respeto deja en el misterio al elemento más íntimo de la comunión humana.  Sin embargo, es importante notar que el término hebreo jada significa “no propiamente conocimiento y saber en el sentido del conocimiento objetivo, como conocer algo o saber algo, sino más bien conocer en el encuentro”.  El uso del término para designar el acto sexual muestra “que aquí la relación corporal entre el hombre y la mujer ha sido pensada sobre todo a nivel fisiológico, pero primeramente a nivel personal”.

De nuevo aparece resaltada la inseparabilidad de todas las dimensiones del ser humano, que precisamente en su enlace recíproco constituyen la especificidad del ser “hombre”.  Propiamente es esta especificidad la que viene a faltar allí donde se comienzan a aislar los elementos particulares de ese enlace.

Sin embargo, ¿cómo, concretamente, se representa en la Biblia la formación del ser humano? Quisiera citar para ello tres pasajes que nos ofrecen una respuesta bastante clara al respecto.  “Tú me creaste y me formaste con tus manos”, dice el hombre que reza ante su Dios (Sal 119,73).  “Pues tú, Señor, formaste mis entrañas, me tejiste en el seno de mi madre… Mis huesos no escapaban a tu vista, cuando yo era formado en el secreto, o cuando era bordado en las profundidades de la tierra” (Sal 139, 13-15).  “Tus manos me han modelado y me han formado… Acuérdate que me amasaste como el barro… ¿No me derramaste como leche y me hiciste cuajar como el queso? (Job 10, 8-11).

En estos textos aparece nítidamente lo que es importante.  Por una parte los autores de la Biblia naturalmente saben muy bien que el hombre ha sido “tejido” en el seno de la madre, que en ese lugar ha sido “cuajado como el queso”.  Al mismo tiempo, sin embargo, el seno materno se identifica con las profundidades de la tierra, y así cualquiera de los que oran en la Biblia puede decir de sí mismo: tus manos me han formado, me has amasado como barro.  La imagen con la que se describe la formación de Adán vale, de igual modo, para todo hombre.  Cualquier ser humano es Adán, un nuevo principio; Adán es todo ser humano.  Lo que sucede en el campo fisiológico es mucho más que un simple proceso fisiológico.  Cada uno de los seres humanos es mucho más que una nueva combinación de informaciones; cada aparición de un nuevo ser humano es una creación.  La cosa verdaderamente extraordinaria es que esto ocurre no al lado, sino precisamente dentro de los procesos de los seres vivos y de su “invariable reproducción”.

Añadamos aún una última y enigmática palabra, con la que se completa esta imagen.  Según el relato bíblico, Eva, con ocasión del primer nacimiento de un ser humano, prorrumpe en un grito de júbilo: “He logrado adquirir un hijo gracias al Señor!” (Gen 4,1).  De manera extraña y muy discutida aparece aquí el término “adquirir”, y sin embargo, se puede afirmar con buenas razones que es extraño precisamente porque debe expresar algo muy singular.  El vocablo, en analogía con otras lenguas antiguas de Oriente, significa “creación por medio de generación o nacimiento”.  En otras palabras: el grito de júbilo expresa todo el orgullo, toda la felicidad de la mujer que ha llegado a ser madre, pero también la conciencia de que toda generación y todo nacimiento humano se logran con una especial “participación” de Dios, y de que allí se realiza una auto-superación del ser humano, por la cual éste da más de cuanto posee o de cuanto es en sí mismo: a través del elemento humano de la generación y del nacimiento sobreviene la creación.

La singularidad en el origen del ser humano

La actualidad de estas afirmaciones bíblicas es evidente.  Para el hombre contemporáneo, cuya delimitación positivista del pensamiento aparece casi como un deber de honestidad intelectual, se imponen ciertamente algunas preguntas: ¿Es realmente necesario referirse a Dios en esta ocasión? ¿Esto no resulta más bien un recurso al mito que, lejos de clarificar cosa alguna, por el contrario sólo logra colocar obstáculos a la libertad del hombre en relación con los datos de la naturaleza? ¿No se convierte quizás la naturaleza en un tabú y, viceversa, se naturaliza el espíritu, en la medida en que se liga su libertad a un orden natural entendido como expresión de la voluntad divina?

Quien entra en esa discusión debe clarificarse a sí mismo lo siguiente: lo que se ha dicho en referencia a Dios y al hombre como persona, como nuevo principio, no se puede llevar a esa forma de saber positivo necesitado de verificación, que caracteriza al conocimiento de los mecanismos de la reproducción y que solamente puede lograrse mediante los aparatos.  Las afirmaciones sobre Dios y sobre el hombre quieren precisamente demostrar que este último se niega a sí mismo, es decir, niega una realidad incontrovertible, cuando con su pensamiento rehúsa ir más allá del horizonte del laboratorio.  Así se puede fácilmente “demostrar” la verdad de la síntesis bíblica, precisamente sacando a la luz aporías de su negación.

Goethe ya había previsto que en un determinado momento el mundo vítreo del homunculus, del hombre que se ha reducido a la reproducción, necesariamente se hará añicos contra la realidad.  En la actual emergencia ecológica, se puede ya oír algo de ese quebrarse del vidrio.  Marx pudo todavía reivindicar con entusiasmo el derecho del hombre a la lucha por el dominio de la naturaleza.  “Lucha contra la naturaleza” y “liberación del hombre” eran para él casi sinónimos.  Hoy comenzamos a sentir angustia frente a esa liberación.  El uso de la naturaleza se convierte en abuso, y la concepción de que la razón técnica por si sola habría preparado a una composición racional de la realidad irracional, desde hace mucho tiempo ha demostrado que se trata solamente de un mito fantástico: la racionalidad inmanente a la creación es mucho más grande que la razón del hombre de la técnica.  En efecto, esta última ciertamente no es pura razón, sino más bien una coagulación de intereses que persigue -con miopía respecto al horizonte global de los problemas- determinados fines parciales, pagando las cuentas de hoy con la vida de mañana.

Con esto, sin embargo, tocamos ya los estratos más profundos de la aporía.  La concepción de que en el fondo se trataría sólo de un mito el hecho de que un Ethos que partiendo de la naturaleza misma de las cosas nos sale al encuentro, viene a sustituir la idea de la libertad con aquella de la concatenación de la necesidad.  Pero en realidad ésta resulta la negación de cualquier libertad.

La reducción de la realidad, implícita en ese punto de vista, significa sobre todo y ante todo la negación del hombre en cuanto hombre.  Por otra parte aumenta así el peligro de que la probeta del homunculus mate no sólo a quien la habita, sino que recaiga también sobre el hombre y lo destruya.

La conexión lógica, que se encuentra aquí, es ineludible.  Parece una operación inocente tratar de “liberarse del tabú” de la relación personal, por la que hombre y mujer llegan a ser uno solo, calificándola como una sacralización mítica de la naturaleza.  Igualmente parece un progreso aislar el fenómeno biológico elemental y reproducirlo en laboratorio.  Es lógico, por lo tanto, que el nacimiento del hombre consista únicamente en una reproducción.  A partir de allí es inevitable considerar como apariencia mítica todo lo que va más allá de la reproducción; el hombre liberado del mito no es más que una combinación de informaciones, de la que, con la guía de la evolución, se puede partir hacia la búsqueda de otras nuevas.  La liberta del hombre y de su investigación, que va emancipándose del Ethos, presupone ya en su mismo principio la negación de la libertad.  Lo único que subsiste es el poder del “Consejo mundial de administración”, una racionalidad técnica, que está solamente al servicio de la necesidad y que busca sustituir las casualidades de su combinación con la lógica de la programación.

Sobre este punto Huxley tiene plena razón.  Esta racionalidad y su libertad constituyen en sí mismas una contradicción, una absurda arrogancia.  La aporía inherente a la lógica de la reproducción es el hombre; contra él se rompe la probeta, revelándose como el recipiente de lo que es artificial.  La “naturaleza”, que la fe de la Iglesia pide respetar en la generación de un ser humano, no consiste por consiguiente en un dato biológico o fisiológico indebidamente sacralizado; esa “naturaleza” más bien está constituida por la dignidad misma de la persona o, respectivamente, de las tres personas que entran en juego allí.  Sin embargo, esta dignidad se revela precisamente también en la corporeidad; a ella debe corresponder la lógica del “don de sí mismo”, que está inscrita en la creación y en el corazón del hombre, según la magnífica expresión de Santo Tomás de Aquino: “El amor es por su misma naturaleza el don originario del que provienen gratuitamente los demás dones”.

Estas reflexiones ayudan a evidenciar dónde puede entrar el acto creativo de Dios en un fenómeno que en apariencia es solamente fisiológico y gobernado por las leyes de la naturaleza: el proceso regido por las leyes naturales está fundado y se hace posible a través del acontecimiento personal del amor, en el cual los seres humanos se dan el uno al otro nada menos que ellos mismos.  Este don es el lugar interior en donde el don de Dios y su amor creativo pueden llegar a ser eficaces como un nuevo principio.

La alternativa, frente a la cual nos colocamos hoy, puede ser ahora formulada con mucha precisión: por una parte se puede suponer como real únicamente lo que es mecánico, gobernado por las leyes de la naturaleza, y por consiguiente se puede considerar nada menos que como bellas fantasías, psicológicamente útiles, pero en definitiva irreales e innecesarias, todo aquello que es personal, como el amor y la entrega mutua.  No encuentro para esta posición otra definición distinta que la de negación del hombre.  Si nos colocamos dentro de esta lógica, entonces naturalmente también la idea de Dios resulta un discurso mitológico, sin algún contenido real.

Sin embargo, al lado de esta concepción se encuentra la segunda alternativa, que va en una dirección completamente opuesta: en efecto, lo que es personal se puede considerar como la forma más propia de la realidad, la más fuerte y grande, que no convierte las otras (la biológica y la mecánica) en pura apariencia, sino que más bien las asume en sí misma, abriéndolas así a una nueva dimensión.  De ese modo no sólo conserva sentido y valor la idea de Dios, sino que también la idea de naturaleza aparece con una nueva luz, puesto que la naturaleza no consiste solamente en una disposición de letras y números, que casualmente funciona en forma sensata, sino que lleva en sí misma también un mensaje moral, que la precede y que está dirigida al hombre pidiéndole una respuesta.

El hecho de que la verdad de una u otra de estas dos decisiones fundamentales no pueda ser decidida en laboratorio, hace parte de la naturaleza misma del argumento que estamos tratando.  Únicamente el ser humano puede tomar una decisión en ese debate sobre el hombre, en el que decide sobre el hombre, en el que decide sobre sí mismo entre las dos alternativas: aceptarse a sí mismo o aniquilarse.

¿Será aún necesario defender esta visión de la realidad de la objeción de que ella es enemiga de la ciencia y del progreso? Pienso que haya resultado suficientemente claro que una concepción del hombre que no reduzca su origen a la reproducción, sino que la comprenda como procreación, no niega ni obstaculiza en modo alguno cualquiera de las dimensiones de la realidad.  La defensa de la preeminencia de lo que es personal constituye además, al mismo tiempo, una defensa de la libertad, porque sólo si existe la persona y únicamente si ella es el lugar sintético de toda la realidad humana, se da también precisamente la libertad.  El poner entre paréntesis al hombre y al Ethos no logra en absoluto un crecimiento de la libertad, sino que más bien la socava desde sus mismas raíces.  De igual manera, por lo tanto, la idea de Dios no constituye en lo más mínimo el polo opuesto respecto a la libertad del hombre, sino su presupuesto y su fundamento.

Cuando se excluye del lenguaje, del pensamiento, el hablar de Dios, por no considerarlo científico, y se lo relega a la esfera meramente subjetiva y devocional, no se está ya hablando de una manera adecuada sobre el hombre, sobre su dignidad y sobre sus derechos.  El hablar acerca de Dios pertenece constitutivamente al hablar sobre el hombre, y esto hace parte integrante, por lo tanto, de la Universidad.

No es absolutamente casual que el fenómeno de la Universidad se haya formado precisamente allí donde cada día resonaba el anuncio: “Al principio era el Logos”, es decir, el Sentido, la Razón, lo Palabra llena de racionalidad.  El Logos ha generado al logos y le ha creado un espacio. Únicamente presuponiendo la originaria e íntima racionalidad del mundo y su origen a partir de la Razón, la razón humana podría llegar a interrogarse sobre la racionalidad del mundo en sus aspectos particulares y en su globalidad.  Pero donde la racionalidad todavía se admite únicamente en aspectos particulares, mientras que se la niega en la totalidad y como fundamento, entonces la Universidad en un primer momento se disuelve en una yuxtaposición de particulares disciplinas especializadas.

Bien pronto se sigue de allí para toda la vida y para el obrar del hombre, que la razón vale solamente para los aspectos parciales de nuestra existencia, mientras que la realidad en su conjunto estaría privada de significado.  Las consecuencias se hacen rápidamente visibles.  Se considera por lo tanto como falsa la aporía que nace cuando, en nombre del progreso y de la libertad, se quiere declarar como única ley de la ciencia aquella que impone realizar lo que es técnicamente posible, la ley de los resultados y de la factibilidad técnica, y cuando apelándose a ella, se quiere defender de una indebida consideración de la naturaleza como tabú.  En el lugar de esas falsas alternativas es necesario colocar una nueva síntesis entre ciencia y sabiduría, en la que la pregunta sobre los aspectos particulares no sofoque la visión de la totalidad y en la que la preocupación por ésta no disminuya la atención por aquéllos.

Esta nueva síntesis me parece que sea el gran desafío que se encuentra actualmente al afrontar a la Universidad.  Ella está llamada a encontrar nuevamente su carácter de Universitas, lugar de un saber orgánico y sistemático sobre el hombre y sobre el mundo.

Para hacer frente a los formidables retos de hoy, resulta cada vez más urgente superar la fragmentación especializada de los conocimientos sectoriales y trabajar por una integración siempre mejor de ellos en aquel saber del humanum, que constituye también en la actualidad la tarea propia de la universitas y la misión que está llamada a desarrollar en orden a una auténtica civilización humana.

Después de su hermosa encíclica sobre la caridad, el Papa nos ha dado ahora una encíclica sobre la esperanza, continuando así su enseñanza sobre las tres virtudes teologales. El tema se presenta con una profundidad insospechada, puesto que atañe a las preguntas más hondas que tiene el ser humano sobre su presente y su futuro, sobre la vida, la muerte y el más allá de la muerte. Comentando a San Agustín, el Papa plantea de este modo el dilema humano:

De algún modo, deseamos la vida misma, la verdadera, la que no se vea afectada ni siquiera por la muerte; pero, al mismo tiempo, no conocemos eso hacia lo que nos sentimos impulsados… Esta ‘realidad’ desconocida es la verdadera ‘esperanza’ que nos empuja y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las desesperaciones, así como también de todos los impulsos positivos o destructivos hacia el mundo auténtico y el auténtico hombre. La expresión ‘vida eterna’ trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. (n. 12)

No se trata, sin embargo, de una esperanza solamente individual. Por una parte, debe serlo, en el sentido de que si no es una esperanza personal, en primera persona, no logra satisfacer este deseo de que hablaba San Agustín (n.30). Pero por otra, es también la esperanza en un mundo mejor, donde reine la justicia y la paz, donde todos estén incluidos. El Papa entra aquí en un estimulante diálogo con el pensamiento moderno, tanto con el pensamiento ilustrado y su confianza posteriormente desvanecida en el ‘progreso’ de la ciencia y de la técnica, como también con los desencantados pensadores post Auschwitz que señalaban que o Dios no existe o se olvidó del sufrimiento del inocente. Como ya nos tiene acostumbra dos, el Papa no esquiva los problemas ni las voces críticas, sino que sale a su paso recogiendo con precisión y generosidad el clamor que ellas expresan y ayudándonos a plantear correctamente las preguntas para poder encontrar las respuestas que ellas buscan.

Quisiera, como sociólogo, detenerme precisamente en la interpretación que da el Papa a la transformación de la esperanza cristiana en el tiempo moderno, la cual, por una parte, intenta privatizar la fe en Dios relegándola al plano de la conciencia individual y, por otra, racionalizar la fe en el progreso sobre la base del desarrollo de las ciencias empíricas y el uso masivo de medios de comunicación. Señala el Papa que ya en Francis Bacon se pueden encontrar formulados con claridad los rasgos propios de esta transformación. Dice la encíclica:

¿Sobre qué se basa este cambio epocal? Se basa en la nueva correlación entre experimento y método, que hace al hombre capaz de lograr una interpretación de la naturaleza conforme a sus leyes y conseguir así, finalmente, ‘la victoria del arte sobre la naturaleza’. La novedad –según la visión de Bacon– consiste en una nueva correlación entre ciencia y praxis. (n.16)

Aunque inicialmente esta nueva correlación se comprende más bien desde el horizonte de las ciencias naturales, desde Galileo y Newton, con los moralistas escoceses comienza progresivamente a aplicarse a la sociedad misma, a las conductas económicas y también a las políticas, abarcando en la actualidad a todos los subsistemas de la sociedad.

Razón y libertad son los dos conceptos esenciales que buscan legitimar la correlación entre ciencia y praxis. Dice la encíclica:

Se espera el reino de la razón como la nueva condición de la humanidad que llega a ser totalmente libre. Sin embargo, las condiciones políticas de este reino de la razón y de la libertad, en un primer momento, aparecen poco definidas. La razón y la libertad parecen garantizar de por sí, en virtud de su bondad intrínseca, una nueva comunidad humana perfecta. (n. 18)

El Papa menciona dos momentos políticos, de especial relevancia en la época moderna, en que se invoca esta correlación entre ciencia y praxis: la revolución francesa, más ligada todavía al pensamiento de la Ilustración, y la revolución soviética, inspirada en la tesis del materialismo histórico de Marx.

En ambos casos, con mayor o menor grado de explicitación, se recurre a la hipótesis de que la mejor decisión racional es aquella que puede fundarse en el pensamiento científico y de que no hay por tanto que esperar la intervención de ningún salvador divino para superar los problemas materiales y morales de los hombres, sino que la sociedad puede resolverlos con una adecuada organización de sí misma. Los ejemplos históricos escogidos por el Papa son emblemáticos por las conocidas y horrorosas consecuencias que derivaron de estos experimentos y también, porque intentaron justificar la violencia, la negatividad y hasta el mismo mal como momentos positivos de la transformación social anhelada. Sin embargo, pareciera que la humanidad poco aprende de las experiencias históricas. Con diferentes fundamentaciones, con nuevas semánticas y legitimaciones, la correlación entre ciencia y praxis es lo que todavía se ofrece a la conciencia contemporánea como base segura para el progreso y la felicidad de los pueblos, esta vez, en la escala correspondiente a la emergencia de una sociedad mundial.

No obstante, pareciera que en la época actual, la correlación entre ciencia y praxis comienza progresivamente a emanciparse de las condiciones políticas. El fenómeno de la globalización muestra cada vez con mayor evidencia que el dinamismo social sobrepasa las fronteras jurisdiccionales y la capacidad de control de los Estados sobre la sociedad civil, afectando por igual a todas las actividades humanas. La ecuación entre razón y libertad se busca ahora en la economía, la ciencia, la educación, la salud, la demografía, la biotecnología, afectando a los seres humanos no sólo en cuanto habitantes del espacio público, sino hasta en su más honda intimidad. Se la busca en todos estos ámbitos con el mismo criterio: la ciencia como capacidad de control racional sobre la naturaleza y sobre la sociedad, y la praxis, orientada por el valor rector de la eficiencia y la eficacia y, sólo secundariamente, por criterios morales. Lo que funciona y rinde frutos pareciera tener por esa sola circunstancia la aceptación de las personas, con independencia de la autoridad atribuida a las costumbres y tradiciones e, incluso, al ordenamiento legal.

La misma palabra “esperanza” va desapareciendo progresivamente de nuestro léxico. Ciertamente la libertad guarda estructuralmente la forma de la espera. Pero como se cree ciegamente en que el método empírico es el más adecuado para conseguirla o para ampliarla, la libertad ha pasado a considerarse como una propiedad intrínseca de la misma razón instrumental y que queda garantizada por ella. Por obra de los medios de comunicación de masas, la esperanza se ha transformado más bien en expectativas (en plural), las cuales pueden ser anticipadas y calculadas en su valor presente. Como lo experimentamos cotidianamente, la infor mación sólo tiene valor de actualidad. Si el futuro es incierto y no se puede anticipar, o bien no existe como preocupación de la conciencia, o sólo se lo concibe en el horizonte de las compañías aseguradoras como un riesgo calculable. Como compensación, se nos ofrece un romanticismo ecológico. Son los mismos medios los que alimentan este romanticismo con una profusión de documentales relativos a la vida silvestre. El depredador humano ya no tiene espacio en esa imaginación y cuando comparece en el presente, como contrapunto noticioso, lo muestran como delincuente, violador, pirómano, mentiroso, corrupto, y tantas otras imágenes que pueblan nuestros noticiarios.

Así pues, como señala el Papa:

Nos encontramos de nuevo ante la pregunta: ¿Qué podemos esperar? Es necesaria una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza. En este diálogo, los cristianos, en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle. Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces. (n.22)

No es primera vez que el magiste rio pontificio llama a los cristianos de esta época a la autocrítica. Podría afirmarse, en cierto sentido, que Veritatis splendor y Fides et ratio anticipan esta autocrítica y la llevan a cabo en sus aspectos esenciales. La encíclica que comentamos podría considerarse también como parte de esta autocrítica. Sin embargo, ella no debería abarcar únicamente al pensamiento, puesto que la nueva relación entre ciencia y praxis ha dejado el puro mundo de las ideas y ha llegado hasta el comportamiento cotidiano del “mundo de la vida”, determinando cada vez más agudamente todo lo que las personas consideran como real. Por ello, tampoco se ve que los cristianos hayan tomado distancia de los efectos de esta correlación en la vida social y queda más bien abierta la pregunta si acaso no esté modelando su misma fe. En todo caso, como dijeron los obispos latinoamericanos en Aparecida, se constata una creciente dificultad de las generaciones mayores para transmitir la fe y la cultura a las nuevas generaciones (cfr. n.39).

Como afirma el Papa,

ciertamente, la razón es el gran don de Dios al hombre, y la victoria de la razón sobre la irracionalidad es también un objetivo de la fe cristiana. Pero ¿cuándo domina realmente la razón? ¿Acaso cuando se ha apartado de Dios? ¿Cuando se ha hecho ciega para Dios? La razón del poder y del hacer ¿es ya toda la razón? Si el progreso, para ser progreso, necesita el crecimiento moral de la humanidad, entonces la razón del poder y del hacer debe ser integrada con la misma urgencia mediante la apertura de la razón a las fuerzas salvadoras de la fe, al discernimiento entre el bien y el mal… Sólo se vuelve humana si es capaz de indicar el camino a la voluntad, y esto sólo lo puede hacer si mira más allá de sí misma. (n.23)

Más allá de que se le llame “progreso” o no, sin embargo, lo cierto es que la sociedad actual se ha mostrado dispuesta en muchos ámbitos a sacrificar el crecimiento moral de las personas e instituciones con tal de no poner en tela de juicio la correlación entre ciencias empíricas y praxis. Lo ha hecho en el ámbito de la experimentación con embriones y con la vida del que está por nacer, en el ámbito de la familia, permitiendo la disolución del matrimonio indisoluble y debilitando la presencia física y cultural del padre dentro de ella, en el ámbito de la política, favoreciendo una corrupción controlada en torno a cierta porción del gasto público, en el ámbito de la economía, desconociendo la prioridad ontológica y ética del trabajo sobre el capital, en el ámbito de la cultura, permitiendo la progresiva degradación de la iconografía y del lenguaje en las formas de comunicación audiovisual y despojando al cuerpo humano de su condición de “sacramento de la persona” como lo llamó hermosamente Juan Pablo II. El siglo XX quedó horrorizado con la violencia política y bélica. Pero nuestro siglo parece no horrorizarse y hasta regocijarse con el sometimiento cotidiano de las personas al imperio del orden funcionalizado de la técnica y de la praxis social que la emula bajo el pretexto de que resulta y funciona.

Si esta cotidiana capitulación de las per sonas ante la información y la sugestión que proporcionan los medios masivos de comunicación no logra superarse, las razones de la esperanza cristiana permanecerán desatendidas e incomprendidas. La Iglesia es un vivo testimonio, especialmente a través de sus santos, de que la victoria de Cristo sobre el mal y sobre la muerte no ha sido en vano, ni es ineficaz. Lo que está en juego en cada época y en cada generación es el misterio de la libertad humana. Mientras el conocimiento se acumula y se transmite, el talante moral y la sabiduría religiosa se ponen en juego siempre de nuevo, con cada generación que llega a la existencia y, en última instancia, con cada persona. Por ello, la esperanza es una virtud que combina de un modo fecundo naturaleza y gracia. Sin Dios no hay esperanza, pero tampoco la hay sin la libre colaboración del entendimiento y de la voluntad humanas. Mas esta colaboración humana requiere de aprendizaje, de ser constantemente ejercida. Así, la encíclica dedica su parte final a mostrar los “lugares” en donde es posible este aprendizaje: la oración, la acción, el sufrimiento, la representación y anticipación del Juicio final. Sin embargo, para que la razón y la voluntad sean capaces de abrir su comprensión a la existencia de estos lugares de aprendizaje, necesitan ser interpeladas en lo más hondo y esencial de sí mismas, en las exigencias que ellas mismas ponen para atribuir credibilidad y confianza a las informaciones que reciben. Sólo el testimonio personalizado del bien, de la verdad y de la belleza podrían resultar confiables en estas circunstancias.

 

Una vez más la Revista Humanitas nos hace pensar, al invitarnos a reflexionar sobre un excelente y oportuno documento del magisterio pontificio. Pensar en la esperanza, para ‘vivir de otra manera’. Esta vez nos concentramos en la esperanza cristiana, con la encíclica Spe Salvi, de Su Santidad Benedicto XVI. Me han solicitado que hable de la teología de la esperanza que subyace y se expresa en esta encíclica. Es algo que me supera por el tiempo de exposición, pero por sobre todo, por la incapacidad para abordar como corresponde y a la altura que se merece, un escrito de un gran teólogo y pastor como el Santo Padre. Me permito sólo algunas insinuaciones que inviten vivamente a la lectura personal, a la meditación y asimilación de estas sabias enseñanzas. Me concentraré en la primera parte de la carta (números 1-31, y más específicamente los números 1-15; 24-31), dejando de lado el magnífico apartado dedicado a la pedagogía y praxis de la esperanza, los llamados Lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza (números 32-48) que exige ser abordado con hondura.

El Santo Padre ha invitado a que los creyentes, desde la propia identidad cristiana –en diálogo con los tiempos modernos y sus principales corrientes de pensamiento– a dar razones de su esperanza. Pues,

en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle. Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces. (Spe Salvi 22)

Es lo que intentamos hacer aquí en este foro, y también invitar a los creyentes en el futuro

La esperanza, como dimensión esencial de la fe cristiana, ha ocupado el ministerio pastoral y la capacidad intelectual del actual pontífice por decenios. Desde su tesis de habilitación La teología de la historia en San Buenaventura (1959) hasta hoy, pasando por la Introducción al Cristianismo (1968) y por su tratado de Escatología (1977). Por eso estructuraré la exposición en dos apartados, uno intentará rastrear en la magna obra teológica de Joseph Ratzinger algunos antecedentes de una teología de la esperanza; otro señalará algunos aspectos de relevancia de la teología de la esperanza en la carta encíclica. Ahora, es bueno recordar que junto con el tema de la esperanza, la encíclica trata el tema de la salvación, ya que ‘somos salvados en la esperanza’. Esa es una buena pista para la lectura. La pregunta que está detrás de la reflexión de la carta encíclica se expresa en la siguiente afirmación sobre el encuentro con Dios en el rostro de Cristo: “si puede transformar nuestra vida hasta hacernos sentir redimidos por la esperanza que dicho encuentro expresa” (Spe Salvi 4). La esperanza cristiana transforma y redime, permite una nueva vida. “Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (Spe Salvi 2). Es a mi entender, el núcleo y la síntesis del documento y también el título de este comentario: “Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva”.

Algunos antecedentes de la teología de la esperanza

Recientemente se ha realizado una nueva edición en español de la trascripción de unas conferencias radiofónicas de Joseph Ratzinger de los años 1969 y 1970 con el título Fe y futuro[1]. Las cinco conferencias giraban en torno al tema de la cuestión de la fe y el futuro. La cuarta, El futuro del mundo pasa por la esperanza del ser humano[2], fue redactada para presentar el giro de pensamiento que significó la Constitución Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual del Concilio Vaticano II. Allí afirmaba el joven teólogo conciliar:

el ser humano actual tiene la mirada puesta en el futuro. Su lema es ‘progreso’ no ‘tradición’; ‘esperanza’, no ‘fe’. Experimenta, claro está, un cierto romanticismo hacia el pasado. Se complace en rodearse de objetos preciosos de la historia, pero todo esto sólo confirma que aquellos tiempos pertenecen al pasado y que el reino del ser humano actual es precisamente el mañana, el mundo que él se construye.[3]

Ya no se espera –afirma el autor– el futuro como regalo de lo alto sino como planificación y cálculo nuestro. “El ser humano espera la salvación de sí mismo y parece capaz de dársela”[4]. Pero junto a la esperanza en la edificación de la ciudad humana, surge el miedo a la obra de nuestras manos, porque un cielo vacío no es suficiente para crear una tierra feliz. “La construcción de la ciudad del ser humano se convierte en un intento lleno de sentido cuando se sabe quién es el ser humano, cuando se conoce la medida de lo humano”[5]. Es en Jesucristo que el ser humano es esperanza del ser humano. Concluye la reflexión afirmando:

Por el momento a nosotros nos queda sencillamente esto: verificar el dogma que afirma que en Cristo el ser humano ha llegado a ser esperanza del ser humano; confirmarlo viviendo nosotros mismos este paradigma existencial, llegando a ser esperanza para los demás y tratando de imprimir en el futuro los rasgos de Jesucristo, los rasgos de la ciudad futura, que será tan totalmente humana, por ser tan totalmente divina.[6]

Aquí, hace ya casi 40 años, descubrimos una línea de pensamiento. Al teólogo ya le preocupaban estos temas desde una perspectiva pastoral y existencial. Hay que recordar su estudio de la teología de la historia que lo ha marcado desde su formación[7], la recepción de la Teología de la Esperanza de Moltmann (1964) y la polémica y diálogo con el ‘principio esperanza’ de Bloch, que ha tenido mucha repercusión fuera y adentro de los círculos cristianos.

En la última conferencia del libro que comentamos, sobre el futuro de la Iglesia del año 2000 (escrito en 1970), se destaca la siguiente afirmación:

El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy sólo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven la plenitud pura de su fe. El futuro no vendrá de quienes sólo dan recetas. No vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes critican a los demás y se toman a sí mismos como medida de lo infalible. Tampoco vendrá de quienes eligen sólo el camino más cómodo, de quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado, tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva: el futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos.[8] 

Hay un mar de fondo en la obra del teólogo y del cardenal Ratzinger que puede ser rastreada y estudiada.

Se cumplen este año 2008 los 40 años de su obra más famosa y difundida, la Introducción al Cristianismo. Es fruto de lecciones multitudinarias a estudiantes universitarios sobre la fe cristiana en tiempos agitados, lecciones sobre el credo apostólico dictadas en el auditorium maximum de Tubinga en el verano de 1967. Allí hay unos apartados dedicados a la esperanza que conviene comentar. Al abordar las ‘estructuras de lo cristiano’, formula seis principios, el quinto es ‘lo definitivo y la esperanza’, y lo explica de la siguiente forma: “la fe cristiana afirma que en Cristo se ha realizado la salvación del hombre, que en él comienza indiscutiblemente el verdadero futuro del hombre, que a pesar de ser futuro es también pretérito, parte de nuestro presente”[9]. Y más adelante: “Lo que caracteriza la actitud cristiana global ante la realidad es la confianza de que lo definitivo ya existe y que por eso permanece abierto el futuro del hombre”[10]. El sexto principio formulado allí es ‘el primado de la recepción y la positividad cristiana’: consiste en que “el hombre se salvará por la cruz”[11], donde radica la diferencia entre el principio cristiano ‘esperanza’ y el marxista. El hombre no se salva por lo que hace o por la lucha de clases, sino por lo que recibe como un don. Y una bellísima formulación: “El hombre sólo deviene plenamente hombre cuando es amado, cuando se deja amar”[12]. Al hacer la síntesis de la ‘esencia del cristianismo’ Ratzinger afirma claramente que todos los principios se resumen en el principio del amor. “El principio del amor, si es verdadero, incluye realmente la fe… En el principio del amor está también incluido el principio de la esperanza…”[13].

Al final de la obra, comentando el artículo ‘la resurrección de la carne’, señala en el último párrafo del libro:

La meta del cristiano no es la bienaventuranza privada, sino la totalidad. El cristiano cree en Cristo y por eso cree también en el futuro del mundo, no sólo en su propio futuro. Sabe que ese futuro es más de lo que él puede hacer... El mundo ha sido redimido. Ésa es la certeza que sostiene a los cristianos y que hace que hoy siga valiendo la pena ser cristianos.[14]

¿Cómo no encontrar en estas lecciones juveniles, de un experimentado maestro hace 40 años las raíces y antecedentes de los argumentos de la encíclica? Y podríamos rastrear muchos otros escritos y referencias.

La teología de la esperanza en Spe Salvi

Evidentemente la teología de la esperanza de Spe Salvi ha sido largamente meditada por el Santo Padre. Tiene, en esta ocasión, una especial preocupación por darle una fundamentación bíblica y por recoger la tradición eclesial, junto con el diálogo con las diversas corrientes claves del pensamiento contemporáneo[15]. La esperanza que nos salva es reflexionada en las fuentes de su certeza. ¿Cuál es la verdad de la esperanza cristiana? ¿Por qué el presente se puede vivir de otra manera, de una manera nueva, cuando se tiene esperanza? ¿Por qué la esperanza cristiana se recibe cuando se conoce al Dios verdadero? ¿Qué es la vida eterna? ¿Es individualista la esperanza cristiana? El Pontífice no responde con recetas, sino que, en diálogo con el pensamiento contemporáneo y con el tesoro de la tradición eclesial, nos entrega algunas valiosas pistas. Muchas son difíciles de comprender, pero hay afirmaciones que hacen pensar y pueden dar mucho en nuestra meditación para descubrir la ‘Verdadera fisonomía de la esperanza cristiana’ (números 24-31).

Aquí un texto provocador: “No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor” (Spe Salvi 26). Más adelante una afirmación fundamental:

En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando ‘hasta el extremo’, ‘hasta el total cumplimiento’ (cf. Jn 13,1; 19,30). (Spe Salvi 27).

Y luego se refuerza 

...nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto... (Spe Salvi 31)

Es una pista que recorre todo su pensamiento ¿Qué ha traído Cristo al mundo? No son cosas sino que el Dios verdadero, que desea compartir con nosotros la vida plena. Esta verdad cruza todo su pensamiento y es uno de los motivos centrales de su obra Jesús de Nazaret (2007).

No hay tiempo para otras reflexiones del Santo Padre en la carta y en los antecedentes, como para analizar su escatología global y su libro de escatología. Podría ser en otros futuros encuentros de Humanitas. También sería interesante relacionar las dos cartas encíclicas, su continuidad y su complementariedad, Spe Salvi con Deus Caritas Est. Y esperamos pronto una carta sobre doctrina social. Y por qué no una también sobre la fe, para culminar la trilogía de las virtudes teologales. Pues como dice Walter Kasper: “Así la fe no es sólo un acto cristiano junto a otros, no es simplemente algo junto a la esperanza y al amor. Más bien se trata de la totalidad de la existencia cristiana y abarca la esperanza y el amor como dos formas de su realización”[16]. Si la fe abarca la vida entera de la persona, ésta no puede quedarse sola, muere. La fe, cuando se orienta hacia el futuro se llama esperanza, y cuando se hace obra, se llama caridad. Estas tres dimensiones de la existencia cristiana se exigen mutuamente.

Una consecuencia de todo esto es evidente para el mundo de la educación. Quien se ha enfrentado hondamente con el desafío de educar, se da cuenta pronto que educar es un riesgo, porque significa tomar en serio el misterio de la persona y el misterio de lo real. Hoy asistimos a una emergencia educativa[17]. No es una cuestión coyuntural o sólo externa de financiamiento o de leyes, sino del sentido más profundo del hecho educativo como encuentro de personas. El futuro de la educación no está en el Estado o en el mercado sino en su propia identidad. Ante esta situación está la tentación de renunciar, pues “educar nunca ha sido fácil, y hoy parece ser cada vez más difícil”[18]. El Santo Padre ha señalado recientemente en su carta a los fieles de Roma que entre los requisitos concretos y comunes para una ‘auténtica educación’ se pueden enumerar entre otros la cercanía, la confianza que nace del amor, la donación propia, la búsqueda a veces dolorosa de la verdad, el equilibrio entre libertad y disciplina, el ejercicio de la autoridad, la responsabilidad. En definitiva puntualiza que “sólo una esperanza fiable puede ser alma de la educación, como de toda la vida”, pues “en la raíz de la crisis de educación se da, de hecho, una crisis de confianza en la vida”. Sólo se pude educar, auténticamente en la esperanza. Como lo señaló lúcidamente el Vaticano II en la Constitución Pastoral, hace ya más de cuarenta años, el futuro está en las manos de quienes sean capaces de entregar a las futuras generaciones motivos para creer y esperar.

Termino sólo mencionando el notable apartado final dedicado a María, estrella de la esperanza (números 49-50). “María podría ser para nosotros estrella de esperanza” –nos asegura el Pontífice– y muestra, en una hermosa oración dirigida a María, cómo ella ha iluminado nuestro seguimiento de Cristo, ‘nuestra esperanza’. Ella ha sabido vivir rectamente, por lo que nos refleja de manera cercana la luz de Cristo indicándonos así la ruta hacia la meta, orientando nuestra travesía por la vida.

También hoy este día le decimos, desde el extremo de la tierra: “Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino” (Spe Salvi 50). Pues no vale la pena vivir sin esperanza, y sobre todo sin esta esperanza que salva, pues queremos ‘vivir de otra manera’. 


 Notas

[1] Descleé de Brouwer, Bilbao 2007.
[2] Ibídem, 79-89.
[3] Ibídem, 83.
[4] Ibídem.
[5] Ibídem, 88.
[6] Ibídem, 89.
[7] Después de su tesis doctoral, Pueblo y Casa de Dios en San Agustín (1954), publicó su tesis de habilitación, La teología de la historia en San Buenaventura (1959).
[8] Ibídem, 102.
[9] Introducción al cristianismo. Lecciones sobre el credo apostólico, Sígueme, Salamanca 200512, 219.
[10] Ibídem, 221.
[11] Ibídem, 222.
[12] Ibídem, 223.
[13] Ibídem, 225.
[14] Ibídem, 296s.
[15]  Así lo señalan comentaristas como Pablo Blanco, Encíclica ‘Spe Salvi’, en Palabra 530(2008), 42-46. “Es evidente y notoria la originalidad de los escritos de este Papa. No se trata de documentos emanados de una oficina oportunamente informada, sino de una reflexión personal sobre un determinado problema. La fuente es, en primerísimo lugar, la Escritura, que no renuncia a utilizar incluso los hallazgos de la exégesis actual (cf. nn. 2-5, 7-9). A la vez, se acerca con gran aprovechamiento a la teología de los Padres –especialmente de su maestro San Agustín–, así como a la vida y a los escritos de otros santos y de los testigos de la fe… Pero no duda tampoco Benedicto XVI en prestar oído a las voces –a veces críticas, otras concordantes– de los filósofos Francis Bacon, Inmanuel Kant o Karl Marx, además de los citados representantes de la escuela de Francfort. Esto supone un acto premeditado de decisión y voluntad de diálogo con la razón secular…” (ibídem, 70).
[16] Walter Kasper, Introducción a la Fe, Sígueme, Salamanca 1989 3, 98-99. “La fe es una opción fundamental y un proyecto total del hombre, en los que se encuentra a sí mismo, su vida, a los otros y la realidad en su totalidad, al encontrar a Dios. Fe significa la autoentrega personal a Dios, decirle amén, fundar sin reservas la existencia en él. La fe así comprendida ni es acto de la razón sola, ni de la voluntad sola, sino que compromete al hombre entero y a todos los ámbitos de su realidad...” (ibídem).
[17] “América Latina y El Caribe viven una particular y delicada emergencia educativa. En efecto, las nuevas reformas educacionales de nuestro Continente, impulsadas para adaptarse a las nuevas exigencias que se van creando con el cambio global, aparecen centradas prevalentemente en la adquisición de conocimientos y habilidades, y denotan un claro reduccionismo antropológico, ya que conciben la educación preponderantemente en función de la producción, la competitividad y el mercado. Por otra parte, con frecuencia propician la inclusión de factores contrarios a la vida, a la familia y a una sana sexualidad. De esta forma no despliegan los mejores valores de los jóvenes ni su espíritu religioso; tampoco les enseñan los caminos para superar la violencia y acercarse a la felicidad, ni les ayudan a llevar una vida sobria y adquirir aquellas actitudes, virtudes y costumbres que harán estable el hogar que funden, y que los convertirán en constructores solidarios de la paz y del futuro de la sociedad” (DoAp 328, la cursiva es nuestra).
[18] Lo señala el Papa Benedicto XVI en su carta a la diócesis de Roma sobre La tarea urgente de la educación, del 29 de enero de este año 2008.

«Raramente un texto de la historia reciente del Magisterio se ha convertido tanto en signo de contradicción como esta Encíclica que Pablo VI escribió a partir de una decisión profundamente sufrida», Cardenal Joseph Ratzinger

Los cristianos que hemos vivido en el último medio siglo hemos estado bajo el gobierno de una notable constelación de hombres como han sido los Papas de las últimas décadas a partir del profeta del Concilio Vaticano II, que fue Juan XXIII, hasta Juan Pablo II y Benedicto XVI, quienes, creo, señalan definitivamente el rumbo del Concilio en el mundo de hoy. Vínculos de relación personal muy visibles entre esos hombres han contribuido a la continuidad y decantación del nuevo mensaje. Vienen a la memoria espontáneamente los tiempos de los grandes Padres de la Iglesia. Como ellos, especialmente los dos últimos Pontífices, han expresado su pensamiento en documentos esenciales como creo que son las dos Encíclicas de Juan Pablo II Veritatis splendor y Fides et ratio y las dos Encíclicas de Benedicto XVI Deus caritas est y Spe Salvi.

Fides et ratio plantea con profundidad y originalidad la relación que existe entre la capacidad cognoscitiva humana –la ratio, el espíritu– y su visión de Dios, la fe. Veritatis splendor muestra la relación radical dada en el hombre entre la verdad y la libertad, a la cual bien puede denominarse esplendor de la verdad. A partir de estos textos pudiera decirse que los Papas han planteado una fundamental doctrina acerca de las virtudes teologales, vale decir, de aquellas virtudes que Dios mismo infunde en el alma humana y que establecen esencialmente el encuentro del hombre con Dios. La fe, en primer lugar, y su implantación en la inteligencia y libertad del hombre, en las Encíclicas de Juan Pablo. La caridad y, ahora, la esperanza en las Encíclicas de Benedicto. De la caridad, del amor, dijo San Pablo que ha de permanecer siempre, sencillamente porque es Dios mismo. La fe y la esperanza se consuman en ella.

Esperanza y realidad

Yo quisiera centrar mi contribución a este foro sobre la última Encíclica acerca de la Esperanza refiriéndome a la relación que Benedicto XVI establece entre la fe y la esperanza al hilo de un pensamiento de San Pablo, que hace de ambas una sola y de la célebre definición de la fe que ofrece la Carta a los hebreos.

Esta es la espléndida idea que Benedicto XVI hace suya en su Carta Encíclica y a la que da un desarrollo teológico de esencial proyección metafísica y antropológica. Curiosamente para hablar acerca de estas virtudes el Papa acude primero a una emocionante evocación. La historia de la joven africana a quien Juan Pablo II recientemente canonizó. A los nueve años, en el siglo XIX, esa niña fue secuestrada por traficantes de esclavos, golpeada y vendida cinco veces en los mercados del Sudán para terminar como esclava de la mujer de un general donde era a diario azotada hasta sangrar. Conoce, sin embargo, a Jesucristo, su fe abre la esperanza en su vida. Y ella llega a ser Santa de la Iglesia.

La fe, un acto performativo

Para hablar de la esperanza Benedicto XVI emplea una palabra muy significativa de la filosofía analítica contemporánea cuando dice que el encuentro con Jesucristo, como el que tuvo esa muchacha africana, es performativo. Fue el filósofo de Oxford, Austin, quien dio este nombre a ciertas palabras o frases cuya característica sería que, al decirlas, efectivamente ocurre lo que se dice. Si yo prometo algo quedo efectivamente obligado por mis palabras; si la reina Isabel bautiza el “Queen Mary” dándole este nombre junto con el botellazo de champagne, el barco pasa a llamarse así. Benedicto XVI dice que el acto de fe en el encuentro con Jesús efectivamente transforma la vida y la redime en la esperanza.

De los textos de San Pablo, Benedicto XVI se desplaza a la definición de la Fe que trae la Carta a los hebreos del Nuevo Testamento: la Fe es sustancia de lo que se espera y razón de lo que no se ve, dice ese pasaje bíblico. Voy a limitarme a examinar esta frase misteriosa a la luz del pensamiento filosófico que ciertamente lleva consigo. A primera vista el texto de la Carta a los hebreos resulta altamente paradojal. ¿Cómo puede darse una sustancia de lo que se espera? Sería la sustancia de algo que todavía ni siquiera existe; que solamente se espera que exista.

Por otra parte, la idea de una razón de lo que no se ve puede despertar la sospecha inclusive de un kantiano y hasta de un tomista, sedicentes.

Pero si uno piensa así, si uno sospecha que en esa afirmación de la Carta a los hebreos habría una doble paradoja, porque lo que se espera de suyo carece de existencia y no podría ser una sustancia y porque lo que no se ve de suyo carece de razón y no podría constituirse como un argumento, si uno piensa así, en realidad lo que hace, más que pensar o sospechar, es mala filosofía. Porque la verdad es que no hay en ese texto una negación de la existencia por el mero hecho de tratarse de algo que se espera. Todo lo contrario: hay una profunda afirmación de la existencia en el cuerpo de la fe que la esperanza trae. Tampoco se niega la razón porque se la atribuya a lo que no se ve. Todo lo contrario: se la exalta a su máximo poderío.

La sustancia de la fe

La palabra sustancia traduce desde el latín dos palabras griegas, ousia e hipóstasys que, en un sentido fundamental, significan en la Lógica de Aristóteles aquello que tiene existencia en sí mismo como una realidad individual y, por consiguiente, como algo concreto y actual. Cuando se dice, entonces, que lo que se espera es sustancia de la fe, lo que se está afirmando es que la esperanza cristiana que el Espíritu Santo infunde no es una mera expectativa, la pura posibilidad de que algo ocurra, sino que es una realidad actual y concreta. La fe es performativa y la esperanza contiene su realidad. La fe es una vida transformada y hecha real en la esperanza. Y en este mismo sentido ella es una razón real, un argumento verdadero de lo que no se ve, pero que no por ello no existe.

No se está hablando de cosas físicas que los ojos ven, ni de cuerpos que el tiempo constriñe. En la fe hablamos de una realidad que existe ya en la plenitud de la esperanza. Una fe y una esperanza que, en definitiva, se consuman en el amor.

Esta tesis tan profunda que Benedicto XVI extrae de la teología bíblica posee una significación que renueva profundamente la concepción del tiempo y de la mirada espiritual de la inteligencia en la visión de la fe. Una idea que puede rastrearse en ese núcleo metafísico del pensamiento que Juan Pablo II atrevida y resueltamente llamó filosofía, en Fides et ratio. Puede leérsela, en Platón, Aristóteles o Agustín, como en Descartes, Hegel o Heidegger.

Fe, Razón, Subjetividad

Pero esas dos alas de la existencia humana, como Juan Pablo II llamara a la razón y la fe, no sólo vuelan en Spe salvi a tan gran altura creativa. Lo hacen con excepcional valentía crítica e histórica.

Lutero, dice Benedicto XVI, no tenía mucha simpatía por la Carta a los hebreos. (Yo me tomaría la libertad de añadir: tampoco por el pensamiento de Aristóteles). De ahí que Lutero entendiera las palabras hypóstasis y sustancia en un sentido meramente subjetivo. Es decir, con ellas sólo se expresaría una actitud interior. Otro tanto ocurre con la palabra razón en la definición de la fe que ofrece esa Carta, la cual también sólo apuntaría a una disposición del sujeto. Esta manera de interpretar se difunde principalmente en Alemania y la sustancia se entiende más bien como la fuerza interna que hay en la fe; y la razón, como una convicción acerca de lo invisible. En otras palabras, la fe pierde su sentido objetivo y actual.

Privada de su carga esencial de realidad, que la esperanza confirma, la fe podrá tornarse nada más que en una disposición íntima y personal del sujeto. En ella radicaría la autonomía que se asigna al sujeto en la línea idealista del pensamiento moderno. Éste podrá, entonces, inclusive desentenderse de Dios, restarle toda posibilidad de existencia real, hacer de él un postulado trascendental. Y, lo que es peor, atribuirse su significado el hombre a sí mismo. Es lo que ocurre, por ejemplo, en la antropología atea de Feuerbach. Este giro del pensamiento teológico será, en fin, el impulso secularizador que conduce al agnosticismo y al ateísmo modernos. Dios pasará a ser una entidad virtual, el producto de una creencia o de una cultura. La fe se convertirá en ideología privada y la esperanza, en el progreso que modernamente ha sido confiado más bien a la ciencia y que se abre hacia un infinito vacío. Kant pudo entonces afirmar que el reino de Dios del que Jesús hablara llegará allí donde la fe cristiana sea “reemplazada –dice Kant– por la fe racional”.

La tesis de Benedicto XVI

Concluyo mi exposición con unas palabras de Benedicto XVI en Spe salvi que clara y brevemente expresan la filosofía de su pensamiento:

La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente, la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una “prueba” de lo que aún no se ve. Esta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro “todavía no”.

El hecho de que este futuro existe, cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras.

Juan de Dios Vial Larrain ex rector de la Universidad de Chile

Juan de Dios Vial Larraín, ex rector de la Universidad de Chile.

 

 

 

 

 

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