«Raramente un texto de la historia reciente del Magisterio se ha convertido tanto en signo de contradicción como esta Encíclica que Pablo VI escribió a partir de una decisión profundamente sufrida», Cardenal Joseph Ratzinger

Al cumplirse un nuevo aniversario de la publicación de la Encíclica Humanae vitae (25 de julio de 1968) por Pablo VI, puede parecer superfluo, para unos, y paradójico, para otros, referirse al «principio de responsabilidad» como criterio hermenéutico y motivación «inédita» de una norma que no deja de suscitar «reticencias, reacciones críticas y hasta abierta oposición» en muchos ambientes, incluso eclesiales; y más aún si tenemos en cuenta que es precisamente la apelación a la responsabilidad de los cónyuges –ejercida en el juicio moral del acto conyugal, en la ponderación racional de sus circunstancias y consecuencias previsibles y en el discernimiento y elección de los métodos de regulación de la fecundidad– la que ha servido (y sirve aún) para legitimar teóricamente una praxis moral contraria a la norma enunciada por el Papa. Parece, sin embargo, que esta paradoja responde más a una comprensión deficiente del principio de responsabilidad que a una auténtica inadecuación del mismo para justificar y motivar cumplidamente la doctrina pontificia [1].

De hecho, Humanae vitae N°10 da la razón a quienes insisten en la misión de «paternidad responsable» que compete a los cónyuges, pero, al mismo tiempo, sabiendo que «en el intento de justificar los métodos artificiales… muchos han apelado a las exigencias del amor conyugal y de la «paternidad responsable», intenta «precisar bien el verdadero concepto de estas dos grandes realidades de la vida matrimonial» y «comprender exactamente» su sentido, afirmando: «En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia» [2].

De esta forma, Pablo VI nos introduce pedagógicamente en la «exacta comprensión» de la responsabilidad exigida por una paternidad plenamente humana y cristiana oponiéndola a la arbitrariedad, que entiende como la pretensión por parte de los cónyuges de «determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir», desconociendo que están llamados a ser «cooperadores» e «intérpretes» del amor de Dios (GS 50) con su propio amor conyugal y paterno y que, para poder serlo, «deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios» (HV 10), enjuiciando desde ella sus propias intenciones, sus motivos y las circunstancias concretas en las que se sitúa su elección. Se trata, pues, de superar una comprensión deficiente de la responsabilidad que hunde sus raíces en una concepción errónea de la libertad y la autonomía humanas, es decir, en un error antropológico: «En último término, en la raíz de todos estos fenómenos está latente una concepción del hombre que considera a éste dueño sin condiciones de su propio cuerpo y de la realidad que le rodea… Es patente que esta concepción antropológica es radicalmente diferente a la que presenta la fe cristiana, para la que las relaciones del hombre respecto a sí mismo y a la creación están regidas por la sumisión de toda su persona y actividades al Creador, a su mandato y a sus designios» (Una Encíclica Profética (=EnP), documento de los obispos españoles, 1992; cf. HV 13).

En efecto, para muchos de nuestros contemporáneos, la libertad –entendida como poder decidir y hacer lo que uno autónomamente quiera– aparece como el valor incuestionable y supremo, al que todo lo demás debe subordinarse, incluso la verdad, cuya pretensión de objetividad y universalidad se ve con escepticismo y sospecha [3]. Desde esta concepción de la libertad, la responsabilidad o no tiene cabida o se reduce a la mera imputabilidad de ciertos actos –y de sus consecuencias– que el sujeto reconoce, en cierta medida al menos, como obra suya [4]. Por el contrario, desde un punto de vista cristiano, la libertad se entiende de manera correcta cuando se une estrechamente a la responsabilidad, que consiste en «responder a la verdad del ser del hombre», o sea, en «vivir el ser como respuesta, como respuesta a lo que en realidad somos» [5].

La responsabilidad nos revela, de esta forma, la dimensión no sólo lógica sino dialógica de la libertad humana, esencial y constitutivamente referida a una palabra originaria, a una llamada que la precede y la constituye, cualificando precisamente el ser del hombre como «responsorial» o «responsable», en el doble sentido de que puede y debe responder a esa interpelación (vocación) que Dios mismo le dirige, o, más precisamente, responder a ella de ella ante sí mismo, ante los otros y ante Dios [6].

Es esta perspectiva dialógica (moral) y simultáneamente teológica (vocacional) la que Pablo VI asume desde el inicio de la Encíclica, cuando señala que en «el gravísimo deber de transmitir la vida humana» los esposos son «colaboradores libres y responsables de Dios Creador» (n.1) y, más concretamente, cuando afirma que «el problema de la natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de perspectivas parciales de orden biológico o psicológico, demográfico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna» (n.7) [7]. Únicamente al interior de este «diálogo vocacional» entre Dios y el hombre, que engloba toda la existencia y le otorga un carácter de promesa –de parte de Dios– y compromiso –de parte del hombre–, es decir, de Alianza, la libertad humana puede reconocer sin error los significados inscritos en el acto conyugal, apreciando su auténtico valor y asumiendo libremente sus no siempre fáciles exigencias [8].

Por contra, es el desconocimiento de esta dimensión vocacional (teologal) de la libertad humana, debida a la secularización y al predominio de la mentalidad científico-técnica, la que hace prácticamente irreconocibles el significado y la trascendencia de la sexualidad –y la fecundidad– humana, haciéndola, literalmente, insignificante e intranscendente, banal y, por eso mismo, precaria y provisional, capaz únicamente de suscitar «hipótesis de sentido» y «compromisos condicionados», que exigen ser continuamente verificados en un balance permanente de costes y beneficios [9]. Para Pablo VI, sin embargo, «el matrimonio no es efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes, (sino) una sabia institución del Creador para realizar en el humanidad su designio de amor» (HV 8).

La dimensión subjetiva de la responsabilidad: los interlocutores del diálogo moral

Dios toma la iniciativa del diálogo, precede y suscita con su Palabra –creadora y redentora… toda palabra humana, la cual, en consecuencia, sólo será verdaderamente «responsable» –fiel a su verdad– en la medida que interprete y actualice correctamente los significados –unitivo y procreativo– inscritos originariamente por Dios en el acto conyugal, es decir, en el «lenguaje del cuerpo» (En P 29) o, dicho de otra forma, en la «naturaleza» del matrimonio, de la persona y de sus actos (cf. HVG 10; GS 51) [10].

Los cónyuges, por su parte, pueden comprender (subjetivamente) el significado (objetivo) de este lenguaje (ontológico) y responder a la llamada de Dios usando –y no abusando– de él, porque han sido constituidos, por la razón, «intérpretes» del designio divino y, por la libertad, «colaboradores» del plan salvífico, es decir, partícipes de su Sabiduría y su Providencia [11].

El Magisterio eclesial, en este sentido, no suple la responsabilidad que, en cuanto interlocutores y colaboradores de Dios, corresponde específicamente a los cónyuges, sino que únicamente garantiza que el diálogo transcurra en la verdad, evitando que el lenguaje que le sirve de expresión pueda ser falseado o manipulado arbitrariamente por el hombre, en vista de lo cual asume su responsabilidad específica de custodiar íntegramente, interpretar fielmente y enseñar autorizadamente la Ley divina, expresión vinculante del designio de Dios [12]. El lenguaje del cuerpo posee, en cuanto «ley natural» una racionalidad y normatividad intrínsecas que el hombre puede, en cierta medida al menos, reconocer y realizar, pero tiene además, en cuanto «ley revelada», una plenitud de sentido que sólo puede reconocerse a la luz de la Escritura y de la Tradición, pues remite, en último término, al Misterio mismo de Dios [13]. Por otro lado, todo «texto» reclama, para ser correctamente interpretado, un «contexto» que garantice su continuidad con el pasado y su relevancia en el presente, mediante un proceso incesante de actualización que traduce su verdad en las circunstancias cambiantes de cada tiempo; dicho contexto está garantizado, para la conciencia católica, por la obediencia al Magisterio (cf. GS 50): «obsequio religioso de la voluntad y de la inteligencia» (LG 25) que engendra y conserva la comunión eclesial, logrando que «todos hablen del mismo modo» y tengan «un mismo pensar y sentir» (cf. HV 28; 1 Cor 1,10) [14].

La dimensión objetiva de la responsabilidad: los términos del diálogo moral

Desde estos presupuestos, Pablo VI insiste en los «diversos aspectos legítimos y relacionados entre sí» (n.10) que deben tenerse en cuenta para un ejercicio «responsable» de la paternidad, es decir, para no desvirtuar la verdad contenida en el lenguaje del cuerpo: la verdad integral de la persona y de la «communio personarum» (Juan Pablo II). Estos «diversos aspectos» son en realidad los términos en los que se articula el diálogo, es decir, el lenguaje concreto con el que Dios revela al hombre su designio amoroso y le llama a responder con reverencia, docilidad y generosidad, «conformando la conducta a Su intención creadora» (HV 10).

El cuerpo, con sus «procesos biológicos», constituye el primer término del diálogo moral y, en consecuencia, no es sólo materia bruta, desprovista de significados y valores, que el hombre pueda interpretar o manipular arbitrariamente, sino una palabra elocuente de Dios que reclama una respuesta adecuada –de «conocimiento y respeto» – por parte del hombre, pues «la inteligencia descubre, en el poder de dar vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana» (HV 10) [15]. No se trata, como algunos creen, de «dualismo antropológico» o de «fixismo biologicista», sino de una afirmación convencida de la unidad del hombre –«corpore et anima unus» (GS 14)–, que está llamado a integrar en este «diálogo moral» el dinamismo propio de la corporalidad [16]. Por eso, basándose en «la inseparable conexión que Dios ha querido, y el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal; el significado unitivo y el significado procreador» (HV 12), Pablo VI afirma que «cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (n. 11) y, en consecuencia, que impedir su desarrollo natural «es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad» (n. 13) [17].

La afectividad, con «las tendencias del instinto y de las pasiones», constituye el segundo término del diálogo moral y, por ello, debe someterse igualmente al «dominio» de la razón y de la voluntad para que se pueda asumir responsablemente el significado fascinante y benéfico de ese impulso interior que lleva al hombre a salir de sí y a sellar una alianza de amor, consintiendo, racional y voluntariamente, a la Promesa de Dios mediante el compromiso personal [18]. Y, dado que la fecundidad constituye la «prolongación» natural del amor conyugal, tenderá a configurarse también, a través de la paternidad y maternidad, como un «amor plenamente humano», «sensible y espiritual», no una «simple efusión del instinto y del sentimiento, sino un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las alegrías y dolores de la vida» (HV 9) [19].

La situación concreta, con sus «condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales», constituye el tercer término del diálogo moral y, consecuentemente, exige también una «deliberación ponderada y generosa», es decir, una «relectura» capaz de superar una lógica puramente calculadora, tacaña y desconfiada, para descubrir, a partir de las circunstancias, los indicios de una «vocación» –conyugal y paterna– que Dios se compromete, junto con los esposos, en llevar a término, situando así la responsabilidad humana en la «lógica de la sobreabundancia» y haciendo que «el yugo sea llevadero y la carga ligera» (Mt 11, 30) [20]. Pero, puesto que las circunstancias constituyen el «contexto» concreto en el que el ser humano viene a la existencia y deben contribuir a garantizar su desarrollo integral, puede ser legítima, e incluso moralmente obligatoria, «la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo indefinido» (HV 10; cf. N. 16 y GS 50) [21].

La conciencia de los cónyuges, con «sus propios deberes para con Dios, para consigo mismos, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores», constituye el cuarto término del «diálogo moral» y, de alguna forma, el más decisivo, ya que es en él donde los demás están llamados a confluir para dar lugar a una respuesta plenamente hulidad, un diálogo «moral» orientado al verdadero bien de los esposos, los hijos, la familia y la sociedad, y, por ello, un diálogo «vocacional» del que el hombre debe responder y rendir cuentas, en último término, ante Dios, porque en él se juega, lo sepa o no, su destino temporal y mana: «la paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia» (HV 10). Dicha respuesta, como la llamada que la suscita, pasa necesariamente a través del cuerpo, de la afectividad y de la situación concreta de los cónyuges, pero se engendra sobre todo en la conciencia, «fiel intérprete del orden moral objetivo establecido por Dios» siempre que sea «recta»: en ella se descubre que el diálogo «conyugal» –corporal, afectivo y circunstancial– era, en reaeterno (cf. HV 7) [22].

Por ello, la fidelidad a la ley natural, es decir, a la verdad inscrita en la creación y rectamente interpretada por la razón, puede llegar a constituir no sólo una «cuestión moral», sino también, para escándalo de algunos, una «cuestión de fe» [23]. Pero esta fidelidad, capaz de transformar el impulso afectivo en un amor conyugal responsablemente abierto a la fecundidad, exige un ejercicio previo de responsabilidad que consiste en el «dominio de sí» (ascesis) y que capacita a los cónyuges para una «entrega» sincera y recíproca, en la verdad de su masculinidad y feminidad, mediante el consentimiento y el acto conyugal (HV 21) [24].

La dimensión ejecutiva de la responsabilidad: el «don más excelente» del diálogo moral

El momento culminante de la responsabilidad, que expresa la intención y elección de los cónyuges, fruto de ese diálogo moral entablado en su conciencia (momento deliberativo), es el acto conyugal (momento ejecutivo), que consuma su unión «en una sola carne» y, al mismo tiempo, puede hacerles «padres», es decir, coautores (procreadores) y tutores (corresponsables) de una vida humana que su acción, junto a la de Dios, ha hecho posible (cf. Juan Pablo II, Carta a las Familias 12/3.9-12).

Vivida desde la responsabilidad, la paternidad revela su verdadero rostro, descubre su atractivo fascinante, su grandeza y su modestia, y aparece como el mejor fruto de ese diálogo amoroso que, con el lenguaje del cuerpo, de la afectividad y de las circunstancias, los cónyuges han sabido entablar, en el sagrario de su conciencia, consigo mismos, con los otros y con Dios, descubriendo que «el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole» y que «los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres» (HV 9) [25].

Vivida desde la responsabilidad, la paternidad aparece como una vocación, es decir, como una llamada de Dios a «colaborar con El en la generación y educación de nuevas vidas» y, de esta forma, «realizar en la humanidad su designio de amor» (HV 8), sabiendo que «la vida humana compromete directamente desde el comienzo la acción creadora de Dios» (HV 13) y que, por tanto, la paternidad humana es la forma concreta en que la Paternidad divina se despliega y se revela en la historia como Fecundidad inagotable y Fidelidad inquebrantable (cf. CF 8-9). Gracias a esta perspectiva «vocacional», el hombre puede reconocer en la paternidad un misterio fascinante y tremendo, que no deja de suscitar interrogantes [26] y, sobre todo, exigencias, haciendo de ella no sólo una experiencia de responsabilidad sino, más radical y fundamentalmente, una experiencia de trascendencia, pues el hijo, a la vez que se distingue y se independiza de los padres, diciéndoles así que su vida no les pertenece, les responsabiliza, es decir, reclama de ellos un respeto absoluto y un amor incondicional, es decir, la entrega de la propia vida [27].

En conclusión, únicamente este carácter de vocación, misterio y trascendencia que la paternidad desvela a quien la vive desde el «principio de responsabilidad», puede justificar y motivar en la conciencia de los cónyuges una actitud fundamental de disponibilidad y de obediencia, no sólo en relación al hijo, sino a la misma decisión procreativa, haciendo de ella un «voto» creador, un «pacto nupcial», un «fiat» dirigido en último término a Dios mismo, «de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 15) [28].


NOTAS 

[1] H. Jonas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Herder, Barcelona 1995, ha insistido en la necesidad de una «ética de la responsabilidad» –basada en el «respeto»– para garantizar no sólo la supervivencia física del hombre, sino la «integridad de su esencia», ante su previsible desfiguración tecnológica. La Iglesia también reclama un respeto absoluto del hombre frente a toda posible malinterpretación o manipulación científico-técnica (HV 3.7; Juan Pablo II, Carta a las Familias (=CF), 1994, 13.19).
[2] HV 10. No puede negarse –como algunos creen– la estrecha continuidad entre esta afirmación de Pablo VI y lo afirmado por el Vaticano II: «En el deber de transmitir la vida y educarla… los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su obligación, y con dócil reverencia hacia Dios, se esforzarán ambos de común acuerdo por formarse un juicio recto… tengan en cuenta que no pueden proceder a su arbitrio, sino que siempre deben regirse por la conciencia, que hay que ajustar a la ley divina misma, dóciles al magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente aquélla a la luz del Evangelio» (GS50). Cf Juan Pablo II, Uomo e Donna lo creo (=UD). Catechesi sull’amore umano, Cittá Nuova-Librería Editrice Vaticana, Roma 1985, CXXI, 462-464.
[3] Cf. VS 31-34; CF 13; CEE, La verdad os hará libres (=VhL), 20-Noviembre-1990, nn. 37-38. Y también J. Ratzinger, La fe como camino. Contribución al ethos cristiano en el momento actual, Eunsa, Pamplona 1997, 13-27.
[4] La «imputabilidad psicológica» –dependiente de condicionamientos internos o externos del acto– no agota la «responsabilidad moral» –ligada constitutivamente al ser de la persona en cuanto tal– (cf. A. Molinaro, «Responsabilidad», en Diccionario enciclopédico de teología moral, Paulinas, Madrid 1980, 942).
[5] J. Ratzinger, op. Cit., 23-25; y añade que, desde la fe en la creación, puede precisarse aún más afirmado: «existe únicamente el hombre tal como Dios lo ha concebido y nuestra tarea es darle respuesta».
[6] A. Molinaro, art. Cit., 944, defiende la responsabilidad moral como autorresponsabilidad (de la propia acción consciente y libre), como dialogicidad horizontal (ante los demás) y vertical (ante de Dios), como tarea (por la vocación personal e histórica) y como estructura (a través de la cual se realiza la misma responsabilidad en general). Según J. Ratzinger, op. Cit., 22: «la libertad del hombre es libertad condividida, libertad en convivencia de libertades, que se limitan recíprocamente y se sostienen también recíprocamente».
[7] Juan Pablo II, en sus Catequesis sobre el amor humano, ha querido fundar también en una «antropología adecuada», es decir, en una visión integral del hombre (teología del cuerpo), la moral católica sobre la sexualidad y la fecundidad humanas (cf. UD, XXIII, 105ss).
[8] En esta perspectiva vocacional sitúa el Magisterio actual la exigencia moral cristiana: cf. GS 22; OT 16; OO 15; y, sobre todo, VS 6-24, que la encuadra en el marco de un diálogo vocacional (cf. Mt 19,16-21). También cf. VhL 45.
[9] Cf. CF 13 y 19; EnP 7.
[10] Juan Pablo II, refiriéndose a la HV, insiste en la necesidad de releer el «lenguaje del cuerpo» en su verdad como «condición indispensable para actuar en la verdad, o sea, para comportarse en conformidad con el valor y con la norma moral» (UD, CXVIII/4, 454).
[11] Según Juan Pablo II, cuando HV habla de los «significados» del acto conyugal se refiere a «la relectura de la verdad (ontológica) del objeto. Mediante esta relectura, la verdad (ontológica) entra, por así decirlo, en la dimensión cognoscitiva: subjetiva y psicológica… En este sentido, decimos que la norma moral se identifica con la relectura, en la verdad, del «lenguaje del cuerpo» (UD, CXIX/1-2, 456). Y añade: «El hombre, como ser racional y libre, puede y debe releer con perspicacia el ritmo biológico que pertenece al orden natural. Puede y debe adecuarse a él para ejercer esa «paternidad-maternidad» responsable que, de acuerdo con el designio del Creador, está inscrita en el orden natural de la fecundidad humana… Los mismos «ritmos naturales inmanentes a las funciones generativas» pertenecen a la verdad objetiva del lenguaje… con que dialogan los cónyuges en cuanto personas llamadas a la comunión en la «unión de la carne» (UD, CXXV/1, 473; cf. HV 10).
[12] «Al defender la moral conyugal en su integridad, la Iglesia sabe que contribuye a la instauración de una sociedad verdaderamente humana; ella compromete al hombre a no abdicar la responsabilidad para someterse a los medios técnicos; defiende con esto mismo la dignidad de los cónyuges. Fiel a las enseñanzas y al ejemplo del Salvador, ella se muestra amiga sincera y desinteresada de los hombres, a quienes quiere ayudar, ya desde su camino terreno, a participar como hijos en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres» (HV 18). Sobre la competencia y la misión del Magisterio, cf HV 4 y 19.
[13] Juan Pablo II insiste en que el «lenguaje del cuerpo» no encierra únicamente un significado «interpersonal» (ético-temporal), como expresión de la persona y del amor conyugal, sino también un significado «sacramental» (teológico-escatológico) –«sacramentum absconditum in Deo»–, que hace de los cónyuges «ministros del sacramento que, «desde el principio», se constituye en el signo de la «unión de la carne» (UD, CXXIII/3, 467-468). Por eso, «la citada norma moral pertenece no sólo a la ley moral natural, sino también al orden moral revelado por Dios» (UD, CIXIX/4, 457).
[14] Como dice R. Buttiglione, art. Cit., 218-129: «Interpretar, de hecho, no puede ser simplemente repetir el texto. Para hablar dentro de las circunstancias de la vida presente el texto debe responder a las preguntas que le son dirigidas a partir del presente. El texto, en otras palabras, es siempre leído dentro de un contexto y a partir de él. Es por tanto necesario optar: o el texto va acompañado de un contexto específico, garantizado de modo particular por el Espíritu Santo (y esta es la posición católica que reconoce una función magisterial), o el contexto viene dado por el espíritu del tiempo… El Espíritu Santo se transforma en el espíritu del tiempo y de este modo el criterio del consenso (…) se convierte en un elemento interno del saber teológico. En la versión católica, en cambio, ese criterio interno de verdad… no puede ser otro que el criterio de conformidad con el Magisterio».
[15] Según el Papa, el cuerpo y sus «procesos biológicos» –íntimamente ligados al amor conyugal y a la procreación –«ad humanam personam pertinent», o sea que, a diferencia del resto de la Naturaleza, no están aparte del ser humano como «objeto» de su dominio, sino que son parte del «sujeto», «pertenecen» de una forma tan esencial a la persona que ésta no puede concebirse ni realizarse desconociendo o desoyendo el «designio de Dios» que se revela a través de ellos y que constituye el modo concreto en que El ha querido asociar a los cónyuges a su obra creadora (cf. HV 13; VS 48). El cuerpo es un lenguaje que hay que aprender para dialogar bien (moralmente) con Dios, con nosotros mismos y con los otros (EnP 30; UD, CXXV/1 473). De ahí la exigencia de respeto –traducida en responsabilidad– que merece (cf. HV 17; CF 19/10).
[16] Según Juan Pablo II, para HV la «regularidad biológica» y, por ello, la «regulación natural de la natalidad» es «expresión del «orden de la naturaleza», esto es, del plan providencial del Creador, en cuya fiel ejecución consiste el verdadero bien de la persona humana» (UD, CXXIV/16, 472). Cf. VS 49-50.
[17] Resalta la perspectiva dialógica –y teológica– que el Papa asume en su razonamiento; hermenéutica, y no biologicista: la razón humana, iluminada por la revelación (Escritura y Tradición), debe interpretar correctamente el lenguaje del cuerpo y emplearlo sin contradicciones, para la «contradicción» conlleva la alienación de la persona y la negación de la «communio personarum» (con el cónyuge, con los hijos y con Dios) Cf. EnP 24. Y R. Buttiglione, art. Cit., 243-252.
[18] Juan Pablo II se refiere al «asombro» originario que posibilita el «descentramiento», primero, afectivo y, después, efectivo mediante el «consentimiento» (cf. CF 19/13-14). Cf. A. Scola, Identidad y diferencia, Encuentro, Madrid 1989.
[19] Cf. C.S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 1993, 125-126; G. Angelini, Il Figlio. Una benedizione e un compito, Vita e Pensiero, Milano 1991, 203-204, que resalta el carácter de bendición (promesa) y, sólo después, de exigencia (compromiso) que el hijo entraña.
[20] Sobre esta «lógica de la sobreabundancia» que define la paternidad-maternidad humana, cf. Lo que GS 50 dice elogiando las familias numerosas; y G. Campanini, Amore, famiglia e matrimonio, Marietti, Genova 1992, 90ss; G. Angelini, op. Cit., 183; según G. Marcel, Homo viator, Borla, Roma 1980, 133, se trata de «ponerse a disposición de la vida, y no poner la vida a disposición propia».
[21] Sin embargo, Juan Pablo II advierte que «el recurso a los «períodos infecundos puede ser fuente de abusos si los cónyuges tratan así de eludir sin razones justificadas la procreación, rebajándola a un nivel inferior de nacimientos al que es moralmente justo en su familia» (UD, CXXV/3, 474).
[22] Según Juan Pablo II: «el carácter virtuoso de la actitud que se manifiesta con la regulación «natural» de la natalidad, está determinado no tanto por la fidelidad a una impersonal «ley natural», cuanto al Creador-persona, fuente y Señor del orden que se manifiesta en esta ley» (UD, CXXIV/6, 471).
[23] «No se trata, efectivamente, de una doctrina inventada por el hombre: ha sido inscrita por la mano creadora de Dios en la misma naturaleza de la persona humana y confirmada por Él en la revelación. Ponerla en discusión, por tanto, equivale a refutar a Dios mismo la obediencia de nuestra inteligencia. Equivale a preferir el resplandor de nuestra razón a la luz de la Sabiduría divina, cayendo, así, en la oscuridad del error y acabando por hacer mella en otros puntos fundamentales de la doctrina cristiana» (La Encíclica «Humanae vitae» y los problemas doctrinales o pastorales relacionados con ella. Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a los participantes en el II Congreso de teología moral, 1989, n.3). En esta línea, poniendo en cuestión la tesis de Bockle, se sitúa el artículo citado de R. Buttiglione, «Humanae vitae» e fede cristiana.
[24] En este «dominio» radica, para Juan Pablo II, la diferencia esencial, propiamente ética y no sólo técnica, entre los métodos naturales y los artificiales: «el dominio de sí corresponde a la constitución fundamental de la persona: es precisamente un método «natural». En cambio, la transferencia de los «medios artificiales» rompe la dimensión constitutiva de la persona, priva al hombre de la subjetividad que le es propia y hace de él un objeto de manipulación» (UD, CXXIII/1, 467; cf. HV 2 y 21). Cf. M. Rhonheimer, «Anticoncepción, mentalidad anticonceptiva y cultura del aborto: valoraciones y conexiones, en R. Lucas (dir.), Comentario interdisciplinar a la «Evangelium vitae», BAC, Madrid 1996, 435-453.
[25] La paternidad aparece así como el desarrollo natural de la conyugalidad, su expresión y su fruto más precioso: cf. J. Sahagún Lucas, «Presupuestos antropológicos del matrimonio y de la familia», en Burguense 24 (1983) 255.
[26] El principal: «¿cómo es posible que un proceso fisiológico produzca una persona humana con su libertad, su espiritualidad y su semejanza y proximidad divinas?» (H.U. von Balthasar, Puntos centrales de la fe, BAC, Madrid 1985, 233). Cf. También F. D’Agostino, Elementos para una filosofía de la familia, Rialp, Madrid 1991, 12-13.
[27] Cf. E. Levinas Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1987, 285.
[28] Cf. G. Angelini, op. Cit., 159-160.

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