Resulta imposible hacer justicia en breve espacio a todos los temas desarrollados por esta monumental encíclica, cuyo propósito es actualizar la encíclica Populorum progressio de Pablo VI después de algo más de cuarenta años de su publicación, la cual es considerada por el actual Pontífice como la Rerum novarum de la época contemporánea (n 8).  Por ello me atendré a su novedad, tomando como referencia fundamentalmente el párrafo N° 70 de la encíclica, que está dentro del capítulo VI y que lleva por nombre “El desarrollo de los pueblos y la técnica”.

Se hizo muy conocida la afirmación de Pablo VI de que el auténtico desarrollo debía ser de “todo el hombre y de todos los hombres”.  Esta afirmación, que hace suya Benedicto XVI y que explica ahora en el nuevo contexto histórico del problema del desarrollo, tiene dos dimensiones.  La expresión “todo el hombre” alude al fundamento, es decir, a la verdad del hombre, a su dimensión trascendente, a su condición espiritual y, sobre todo, a su vocación de eternidad.  Desde este punto de vista, afirma la encíclica que “Pablo VI nos ha querido decir, ante todo, que el progreso, en su fuente y en su esencia, es una vocación” (n. 16), lo que significa, por una parte, que es la respuesta a una llamada trascendente, del propio Creador, y por tanto, que el progreso no puede darse un significado último por sí mismo y, por otra, que tal respuesta requiere ser libre y responsable (n. 17).  Como lo ha hecho ya tantas veces, esta es una clara invitación del Papa a expandir el horizonte, a ensanchar la razón, también en relación a las realidades sociales contingentes.  La expresión “todos los hombres” tiene como horizonte histórico la creciente interdependencia de los pueblos, que a fines de los años sesenta comenzaba a manifestarse, pero que cuarenta años después es tan evidente, que el Papa la califica como un “estallido de la interdependencia planetaria, comúnmente llamada globalización” (n. 33).  El horizonte de la justicia y de la paz sobrepasa, entonces, las fronteras del poder político local y de los estados nacionales para considerar esta nueva forma de relacionalidad que afecta a todas las personas y pueblos de la tierra: “El desarrollo de los pueblos -dice la encíclica- depende sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia, que colabora con verdadera comunión y está integrada por seres que no viven simplemente uno junto al otro” (n. 53).

Evidentemente, esta nueva escala planetaria del fenómeno humano no sería posible sin la técnica.  Primero, se vinculó a la imprenta y al trasporte.  Ahora, la revolución electrónica de las comunicaciones ha permitido la circulación de capitales y de informaciones de todo tipo a nivel mundial y ha permitido la presencia virtual de personas y acontecimientos, en tiempo real, en cualquier sitio de la tierra.  Esta tan poderosa herramienta, de la cual la humanidad se ha beneficiado con abundantes frutos en todos los ámbitos de la actividad social, está alterando, sin embargo, la propia mentalidad de los pueblos, con el peligro consiguiente de dejar de buscar el sentido último de todo.  Dice el Papa: “El desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la técnica, cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués que lo impulsan a actuar.  Por eso, la técnica tiene un rostro ambiguo.  Nacida de la creatividad humana como instrumento de la libertad de la persona, puede entenderse como elemento de una libertad absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes a las cosas.  El proceso de globalización podría sustituir las ideologías por la técnica, transformándose ella misma en un poder ideológico, que expondría a la humanidad al riesgo de encontrarse encerrada dentro de un a priori del cual no podría salir para encontrar el ser y la verdad” (n. 70).  La frase me recuerda muy directamente la afirmación de Nietzsche de que el nihilismo es aquella situación en que falta la finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el porqué.  Ahora pareciera no sólo faltar la respuesta, sino hasta la misma pregunta.  Nietzsche apelaba a la insatisfacción de las respuestas ofrecidas por la metafísica frente al destino humano, pensando que ella situaba los valores en una esfera que el ser humano no podía alcanzar.  Ahora, en cambio, pareciera que la tecnología trae los valores al alcance de la mano de un gran número de personas.  Sin embargo, tales valores no se refieren al “porqué”, sino sólo al “cómo”, con el riesgo de encontrar respuestas sólo para la pregunta por la eficiencia y la utilidad.  Por ello afirma el Papa que la sustitución de las ideologías por la técnica la transforma a ella misma en un poder ideológico, sobrepasando su condición de instrumento hasta convertirse en criterio de juicio y en oferta de una suerte de pseudofinalidad.  Desgraciadamente, no se trata de un peligro eventual, sino que de una situación que podemos constatar cotidianamente en la política, la economía, los medios de comunicación social y hasta en los mismos fenómenos culturales, como atestigua la difundida “new age”.  Pero en el ámbito en que resulta más gravoso que en ningún otro es, ciertamente, en el de la manipulación biotecnológica de la vida humana misma, despojándola de su carácter de don recibido para transformarla en producto encargado a la industria correspondiente.

Por ello, la encíclica quiere ofrecer un criterio de juicio diferente, sapiencial, que permita salir del encierro del a priori tecnológico hacía la verdad del ser.  Para ello es necesario restituir la pregunta por la finalidad.  Así, continúa el texto: “Cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega automáticamente el desarrollo.  En efecto, el verdadero desarrollo no consiste principalmente en hacer.  La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su ser” (n. 70).  Este horizonte de sentido es el que se propone desde la clave de lectura que representa observar todos los acontecimientos sociales con los ojos de la “caridad en la verdad”.  La antropología cristiana suele resumirlo en la fórmula “ser para el don”, puesto que toda la inteligencia y la libertad humanas se juegan en la respuesta que las personas quieran dar al don de la vida recibida y aceptada como don.  Desde este horizonte la misma técnica se descubre en su humanidad.  Dice la encíclica: “La técnica -conviene subrayarlo- es un hecho profundamente humano, vinculado a la autonomía y libertad del hombre.  En la técnica se manifiesta y confirma el dominio del espíritu sobre la materia” (n. 69).  Y apelando a las enseñanzas de Juan Pablo II sobre el trabajo humano continúa: “Responde a la misma vocación del trabajo humano: en la técnica, vista como una obra del propio talento, el hombre se reconoce a sí mismo y realiza su propia humanidad.  La técnica es el aspecto objetivo del actuar humano, cuyo origen y razón de ser está en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja.  Por eso, la técnica nunca es sólo técnica.  Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales.  La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios” (n. 69).

Esta prioridad que pone el magisterio en la dimensión subjetiva del trabajo humano sobre su dimensión objetiva es lo que lleva a la inteligencia a descubrir el desarrollo como vocación, como respuesta a esa exhortación original del amor creador de Dios que pone al ser humano en camino hacia su destino.  Como explica muy bien Heidegger, la técnica es un modo de aproximación a la realidad que considera a ésta esencialmente como magnitud, es decir, como algo susceptible de ser medido y comparado en su cantidad.  Pero esta es una capacidad que tiene la propia inteligencia humana que descubre también y al mismo tiempo que esta capacidad no ola puede aplicar a la vida del espíritu que desborda toda magnitud cuando comprende la gratuidad del amor y de la vida misma.  Desde la propia técnica se suele dar a este más allá de la técnica el nombre de “casualidad”, palabra que expresa la confesión de perplejidad, de no saber la causa o el origen de la realidad considerada.  Para la inteligencia misma del espíritu no puede existir la casualidad, puesto que el acto mismo del comprender, incluida la expresión “casualidad”, está antecedido o anticipado por la exhortación inicial que suscita en la inteligencia el acto de preguntar y que pone a ésta en el camino del pensar.  Por ello, la inteligencia que busca la verdad está abierta a la caridad que, por su propia naturaleza, es desmesura, sobreabundancia del don.

Desde el punto de vista de la acción, la libertad que nace y se comprende a sí misma desde esta apertura humana al don, no es indeterminación o indiferencia, sino la búsqueda de la responsabilidad de los actos propios y de los demás seres humanos con que se permanece en relación, para conducirlos al camino que realiza la vocación.  Por ello afirma el Papa que “la libertad humana es ella misma sólo cuando responde a esta atracción de la técnica con decisiones que son fruto de la responsabilidad moral.  De ahí la necesidad apremiante de una formación para un uso ético y responsable de la técnica.  Conscientes de esta atracción de la técnica sobre el ser humano, se debe recuperar el verdadero sentido de la libertad, que no consiste en la seducción de una autonomía total, sino en la respuesta a la llamada del ser, comenzando por nuestro propio ser” (n. 70).  En este sentido se entiende también la responsabilidad que tienen los seres humanos por la realización del bien común, que no es un genérico bien general del conjunto de los hombres, sino aquel bien que relacionalmente compartido permite la realización recíproca de la vocación.  Los cristianos sabemos que esta vocación humana que se realiza en el bien, en la verdad y en la belleza se llama santidad.  Pero aun quien no ha recibido el don de la fe podrá comprender que los bienes que espera sólo pueden ser fruto de la responsabilidad moral asumida en la comunión que nace de una cultura compartida.

Pienso que muchas personas podrían entender el mensaje de esta encíclica como una respuesta a la crisis económica y financiera experimentada por el mundo en los últimos dos años.  Encontrarán numerosos pasajes de este texto pontificio que son iluminadores a este respecto.  Pero los desafíos que identifica el Pontífice en esta hora de la emergencia de una sociedad mundial, de una interdependencia planetaria, como la llama, son mucho más profundos y de largo aliento.  Mientras Pablo VI y Juan Pablo II habían podido identificar todavía, en sus respectivas épocas, los errores antropológicos que se anidaban en las ideologías que buscaban legitimar diferentes formas de poder, la nueva encíclica de Benedicto XVI identifica más bien a la técnica con la pretensión de la autosuficiencia humana o a la técnica convertida ella misma en un “poder ideológico”.  Con ello, el interlocutor del discurso pontificio ya no son sólo los poderes del Estado y de sus gobiernos, sino todos los seres humanos que se valen de la técnica para producir y gobernar el ritmo cotidiano de su trabajo y de su toma de decisiones.  La tradicional distinción entre la esfera pública y la privada está hoy día atravesada igualmente por la técnica: desde la economía a la salud, desde el deporte a la educación formal, desde la familia a la procreación, desde los medios de comunicación de masas hasta la política.  En todas estas áreas y en muchas otras, la técnica encarna esta nueva forma de autosuficiencia que desorienta a los seres humanos respecto a cuál es su finalidad y, consiguientemente, respecto a dónde pueden poner confiadamente su esperanza.  El magisterio de este Papa pareciera indicarnos que lo único que puede contrarrestar esta visión unilateral de la tecnología acerca de la orientación del proceso humano y de su desarrollo es la inteligencia que nace de las tres virtudes teologales, puesto que su conocimiento abre la razón a la gracia, a aquello que trasciende la vida humana, porque no corresponden al diseño de una producto de la industria humana, sino a la gracia divina que se recibe con la libertad y la responsabilidad que puede corresponder a la recepción de un don gratuito.  La invitación, en consecuencia, es a pasar de las preguntas por “el cómo” a las preguntas por “el porqué”, de tal manera que sean una respuesta a los anhelos de infinito de quienes han sido creados a imagen y semejanza de su Creador, respuesta que es la única que puede garantizar una convivencia social en justicia y paz.

El Cuasimodo pasa como el viento, corriendo por los caminos, levantando al cielo el alma de quienes lo esperan.

No se trata de cosas "espeluznantes" sino, todo lo contrario, de algo benéfico

Aún hoy los puntos esenciales de sus pautas evangelizadoras son sorprendentes por su actualidad

En el presente trabajo—cuyo enfoque es “Francisco de Asís, una santidad para épocas de crisis”— voy a hablar de este discurso que actualmente se escucha sobre la crisis. Es un discurso de moda. Se habla de la crisis financiera, del calentamiento climático, que es una crisis ecológica grave, y de la crisis de la cultura. Los pensadores cristianos dicen que básicamente estamos en mayor medida en una situación de crisis antropológica, puesto que se objeta incluso la estructura del cuerpo humano, la estructura elemental de la paternidad, hasta el punto de que es posible imaginar la producción mediante la técnica de un hombre como un producto puro, sin defectos y con miras a una especie de perfección en el mercado de los hombres.

Este discurso sobre la crisis es bastante peculiar para un cristiano. ¿No es un discurso negativo sobre el progreso? ¿No correspondería al último sobresalto de un progresismo moribundo? Si creemos que la crisis es una excepción, eso significa que todavía creemos en una sociedad perfecta aquí abajo o en un progreso que nos conducirá en definitiva a una sociedad absolutamente fraternal. Pero ese es, por su parte, un discurso que ha producido grandes totalitarismos: el Reich milenario con un humanismo únicamente para los arios; el comunismo con la idea de producir una sociedad internacional y sin clases; luego el liberalismo que quiere administrar la sociedad con exclusión de la ideología, lo cual, piensa, permitiría producir la paz con una coexistencia de los individuos en una sociedad pluralista. Queda así un horizonte de progreso donde la crisis se nos manifiesta como un algo excepcional, de la que sería necesario salir atando de nuevo los cabos rotos. El problema, empero, es que ya los jóvenes no creen en esto.

Nuestra condición es siempre crítica. La Iglesia misma, mediante su anuncio, pone al mundo en crisis. Cuando todo podría estar bien en un mundo absolutamente apacible, el discurso de la Iglesia vendría a generar en él una crisis y provocaría el desencadenamiento de las fuerzas de las tinieblas. Es lo que ocurre con Cristo y su anuncio. Provoca una crisis porque le impide al mundo cerrarse en sí mismo como desean los totalitarismos y obliga a cada uno a decidirse, preadelantándose, ya sea por el paraíso o por el infierno. Toda vida individual, por muy pequeña que sea, está destinada a esta especie de absoluto que la conduce a la crisis, porque se trata inevitablemente de elegir el bien eterno o la perdición eterna.

A este respecto Francisco siempre fue radical. Sin embargo, dentro de esta crisis general de la historia —desde la caída y considerada nuestra redención— quisiera destacar una particularidad de la época actual. Es muy importante considerar el momento especial en el cual nos encontramos, momento calificado por un filósofo como “tiempo del fin” (¡que no es lo mismo que el fin de los tiempos!). ¿Por qué? La explicación se vincula a tres nombres propios, que son nombres de ciudades: Kolyma – Auschwitz – Hiroshima.

1. El Gulag, es decir, el abismo de la utopía política que creyó en la liberación del género humano mediante un poder político fuerte, capaz de producir la igualdad: este poder produjo la destrucción masiva de los individuos, puesto que todos los que se opo863 nían al mismo eran condenados por la historia, de manera que, por su propio bien, era preciso eliminarlos. A partir de entonces ya no creemos que la política pueda conducir a una sociedad feliz.

2. Auschwitz. Los campos de exterminio de judíos de Europa no provienen de una locura furiosa y sanguinaria, sino que son producto de una élite cultural. Hitler y su entorno tenían numerosas obras literarias, no solo antisemitas, y tenían también todo Wagner, del que el Führer vio muchas veces “Tristán e Isolda”. Esta gran historia de amor va a abrasar el espíritu mismo del nazismo, profundamente vinculado con la cultura y con cierta forma de estetismo. Para fabricar el “mundo bello” de los SS había que eliminar la “fealdad” de lo judío. Durante mucho tiempo se creyó que la cultura y la técnica podían salvarnos.

3. Hiroshima. La posibilidad de una destrucción total. No construimos refugios antinucleares en nuestros jardines, ya no tenemos ese temor, pero esa posibilidad está interiorizada. Tomamos conciencia de que estábamos amenazados. Hoy en día cualquier adolescente tiene conciencia del carácter finito del ser humano, conciencia reforzada por la cuestión ecológica, más aún con la ideología darwinista, que presenta la evolución de la especie con posibilidades de desaparecer para dejar sitio a otras especies. Vivimos en ese nihilismo. Nótese por otra parte cómo las fábulas para niños son cada vez más ecológicas. Los hombres son los malos, los animales se entienden bien sin comerse entre ellos y están bajo la amenaza de los hombres. En la enseñanza ha dejado por su parte de haber memoria histórica. ¡Se recuerda la prehistoria, pero ya no a los reyes que gobernaron Francia y Europa! Y mientras nuestra memoria se vuelve hacia lo prehumano, nuestros proyectos se vuelven hacia lo posthumano. Creemos poder salir de la humanidad, pero ahora por abajo. La especie humana sería una especie terminada. Ya no creemos en la posteridad. Es el contexto actual.

Por consiguiente, estamos en la urgencia, queremos éxito rápido. En política, estamos en la mera gestión, en las artes queremos éxito inmediato porque ya no creemos en el largo plazo. Hablamos de las generaciones futuras, pero no sabemos si va a haberlas. De eso estamos conscientes hoy.

Es el fin de todas las esperanzas mundanas. Es la caída del progresismo, y eso... ¡es una maravilla!

Porque eso muestra que hay urgencia de refundarlo todo, pero no apoyándose en el mundo, sino en las promesas de Dios, es decir, refundando todo a partir de la esperanza teologal, con lo cual no se espera que el mundo cree las condiciones de posibilidad, sino que estas nos son dadas por la eternidad. Podemos entonces tener confianza en la tierra a partir de lo que el cielo nos da. Y en ese sentido hay contemporáneamente una verdadera espera.

Tal vez hoy el gran peligro es el fundamentalismo. La gente va a percibir en tan gran medida la vanidad del mundo que procurará escapar hacia el más allá. Cuando uno es cristiano, sabe que la eternidad es causa del tiempo, que la eternidad consiste en ver al prójimo y a toda la creación en Dios, de manera que la eternidad ocurre aquí y ahora en un amor que se manifiesta en la tierra y en la duración (no es una huida al más allá).

¡Es aquí donde Francisco es nuestro hombre!

¿Cuál es el carácter específico del franciscanismo? ¿Existe dicho carácter o Francisco es de tal manera un alter-Christus que desborda toda especificidad? Me parece que hay una especificidad. Francisco es el santo de la crisis, no solo porque entra al fuego, convierte a los lobos y expulsa a los demonios de Arezzo, sino porque partió de nada y llegó… ¡a nada!, lo cual es aún mejor.

Se dice que Dios creó a partir de la nada. En Francisco, cuando no hay nada, es mejor. Se trata de no tener nada para ser mejor, ir hacia esa nada a partir de la cual Dios se hace creador y recreador; ir hacia esa nada donde la potencia creadora puede brotar y rebrotar en nosotros. Ahí está el carácter específico franciscano: donde está el sentido de la nada en el cual va a brotar la potencia divina que Francisco llama la pobreza. Este término es el más persistente en san Francisco y santa Clara. En los dominicos sería transmitir; en los benedictinos, el opus Dei, la liturgia; en los cistercienses, el trabajo y la penitencia; en los carmelitas, la oración; en los jesuitas, la evangelización por lo alto de la sociedad, pero en los franciscanos es la pobreza lo que va a primar.

En una carta al hermano León, Francisco escribe: “Seguir las huellas de Cristo y su pobreza”. En un discurso que nos transmite santa Clara, dice: “Yo, pequeño hermano Francisco, quiero seguir la vida y la pobreza de Nuestro Señor Jesucristo y su muy santa Madre... y ruego a usted… vivir siempre en esta vida muy santa y en la pobreza...” ¿Qué pobreza?

Hay un peligro al poner la propia pobreza como estandarte, al posar de pobre, al jactarse de cierta pobreza. Francisco se abstuvo de denunciar a los ricos malos. Él no está en la teología de la liberación, no es marxista. En la segunda regla, aconseja llevar hábitos bastos... pero también no juzgar... y que cada uno se juzgue y se desprecie a sí mismo.

Francisco no es un hombre del desarrollo personal de tipo psicologizante. No es la confianza en uno mismo lo que en él predomina, sino descansar en la confianza en Dios, eventualmente en uno, pero mediante Dios y no mediante las propias fuerzas naturales. Y en esto es que se desposa con la crisis. Llevando a cabo una crítica interior permanente.

Francisco es un salteador de caminos, un bandido de grandes avenidas; viene a ayudarnos, pero a despojarnos (vean en Las Florecillas al portero en “La perfecta alegría”: tiene razón cuando le dice que roba la limosna de los pobres). Francisco no es un humanitario, no ayuda a los pobres; adopta la pobreza. Si uno es pobre, lo empobrece aún más. ¿Por qué? Porque sabe que el Espíritu Santo es el padre de los pobres. Pone la existencia al desnudo quitándole las escorias, las placas mundanas, para volver a la fuente del ser, para ver la propia existencia brotar del seno de Dios. Es por eso que a partir de la pobreza Francisco resolverá tres grandes antinomias: entre el ser y el tener, entre fraternidad y jerarquía y entre la cruz y la alegría.

Entre ser y tener:

La experiencia del dinero es fundamental en Francisco. Es un burgués, hijo de la clase en ascenso que practica la usura. Recordarán los tres frescos de Giotto, tres escenas cómicas (el don de la capa, el sueño del palacio de armas y el llamado del Cristo de San Damián) y crueles al mismo tiempo, porque ante el llamado de Dios a favor del prójimo, por la urgencia del mundo, y en relación al seno mismo del la Iglesia, Francisco da una respuesta que es buena, pero que está fuera de su vocación: responde mediante el dinero, lo que es una respuesta incorrecta. Gracias al dinero, la nobleza ya no cuenta: ¡no se arma solemnemente al caballero en la nobleza, sino en la nueva jerarquía del dinero! Su limosna es ambigua: ¿es una revancha después de haber perdido la guerra contra la nobleza de Perugia?

En efecto, ante el llamado —“Sé mi soldado”— ¡compra armas! (felizmente pronto enferma…). Luego cuando escucha “Repara mi Iglesia”, hace todo al revés: roba las telas del padre y su caballo, ¡y ofrece su bolsa! Siempre con el poder del dinero. Se dio cuenta de que el dinero podía quebrar las grandes jerarquías tradicionales, de que el dinero podía llegar a ser un medio de cierta caridad. Esas respuestas no están en la radicalidad evangélica de su vocación. ¿A qué conduciría a la larga lo que acaba de hacer Francisco? A decir, en términos generales: “trabajar más para dar más”. Lo cual es siempre una tentación para los mismos jefes de empresa cristianos, que con dificultad vuelven a sus hogares, pretendiendo incluso ya no poder respetar el domingo porque tienen ese horizonte de limosna por concretar: siempre hay que dar y por lo tanto siempre hay que producir más… ¡y se acabó el shabbat! ¡Se acabó el reposo dominical! Eso es lo que ordenará el dinero: esta lógica en la cual se puede dar con el dinero, entrar en comunicación, una especie de igualdad mediante el dinero; pero en la cual uno permanece en el nivel del tener, de la producción, y se pierde de vista el ser.

Esta lógica tiene dos límites: por una parte, permanecer en el orden del tener, y por otra quedarnos en el límite del dar y no del recibir.

En mi libro “La foi des démons” (La fe de los demonios), explico que el don es lo que más atrae al demonio, porque siempre quiere dar, pero a partir de su propio fondo, de sus propias fuerzas, sin haber recibido antes por la gracia de Dios. Cuando se es una criatura, es preciso en primer lugar aprender a recibir, la receptividad es fundamental. Es necesario reconocer que nada somos por nosotros mismos. No podemos dar a partir de nuestro propio fondo (San Juan, cap. 8, dice que el demonio es mentiroso porque habla de su propio fondo, ha olvidado la receptividad fundamental de la criatura; ciertamente sabe mejor que nosotros que nada es por sí mismo, pero quisiera actuar con el mínimo de comunión con Dios y por consiguiente sobre todo sin la gracia). Si queremos dar en el orden del ser, como no somos la causa primera del ser, solo podemos hacerlo habiendo recibido previamente de Dios. Lo que sí podemos dar creyendo ser nosotros la causa primera es, en cambio, la nada. Cuando se trata de destruir, somos la causa primera, podemos hacerlo solos. Una lógica del don que esté desconectada de una receptividad inicial es una lógica destructiva. El hombre va a querer transformar todo a partir de sus propios planes. Y es por eso que va a decapitar, a poner en el Gulag o en las cámaras de gas. Así, Francisco nada tiene para dar. En eso es fiel a la primera misión de los apóstoles después de Pentecostés: ante el paralítico de la Puerta hermosa, Pedro dice: “Nada tengo para darte... pero en nombre de Jesús...”

Francisco nos enseña un arte mucho más fundamental que el de dar, cual es el arte de recibir: recibir en la mendicidad, en la hospitalidad, en la gratitud. Es un hombre profundamente sabático.

Yo pienso aquí en ese pasaje de Las Florecillas donde Francisco, frente a las migas recibidas, declara que se encuentran ante un magnífico festín, al escuchar lo cual el hermano León replica: “¡Pero no hay que exagerar!”. Es importante que haya un hermano León; sin él nuestro santo parecería una especie de romántico que embellece las cosas. Respuesta de Francisco: “Lo hemos recibido de la mano de Dios”. ¡La providencia pura!, y por tanto es maravilloso. Esas migas son traídas por la eternidad, envueltas por la ternura del infinito, de manera que es algo aún más grande que el festín que habríamos preparado con nuestras manos. Es la posición radical de pobreza para ser más receptivo al don de Dios. Y precisamente en eso hay una respuesta a la crisis económica.

Hoy nos encontramos en una lógica del crecimiento y el consumo. Si personas pobres han adquirido créditos, es porque han creído en el paraíso del consumo: había que tener casas... obtener créditos sumamente caros... Ellos no se encontraron en su camino con Francisco, que les habría dicho que el acceso a la propiedad es importante, pero es necesario prestar atención a la ilusión, ya que esas personas que ofrecen créditos van a someterlos a esclavitud.

Él está en cambio en una lógica que sería de un decrecimiento, no afín al orden económico. Simplemente dice que no se trata de comenzar por acrecentar las riquezas, sino de recibir lo que es. El sentido del shabbat es bendito, porque es el día en que el hombre no trabaja, ya que es el día en que cosecha. Se puede producir interminablemente hasta llegar a no saber usar las cosas, las pequeñas cosas. La pobreza nos enseña el uso de las cosas, la maravilla ante las pequeñas cosas. Por ese motivo, para los franciscanos, ser señal profética hoy día es ser fiel a su regla de pobreza.

Dicho esto, debemos también decir que el tener es propio del hombre. Los animales no tienen. El hombre produce y tiene. Francisco está consciente de ello. Pero alguien puede asimismo convertirse en señal profética en el sentido de que la pobreza del tener puede hacer entrar en la riqueza del ser y ese alguien puede arrancar a la gente de la locura de tener cada vez más, para entrar a un ser cada vez más.

La vocación a la estricta observancia de los hermanos menores no es la misma que la de sus amigos espirituales que tienen que saber usar el dinero. Hay una diferencia entre la vocación del religioso y la del laico. Los franciscanos fueron los primeros en escribir tratados sobre el tema de los préstamos, para salir de la lógica de la usura, que desearon que el dinero circulara para una mejor distribución, pero ellos mismos no deben entrar en esa lógica. Ellos son como ajenos a eso; son más bien los hombres de la renuncia al dinero y a la propiedad para estar en la desnudez del ser.

Fraternidad y jerarquía:

Al final de la batalla de Perugia, en que los nobles son expulsados de Asís, se suscribe un pacto con los burgueses de esta ciudad para que tengan cierto poder en el gobierno de ella. Se ve aparecer la palabra “minores” para calificar a los burgueses, siendo los nobles los “maiores”. Los burgueses son ciudadanos menores. Francisco fundará los hermanos menores.

Él se da cuenta de que el dinero permite esa especie de nivelación, crea nuevas desigualdades al tenerlo y es además algo sumamente peligroso, puesto que otorga poder, pero el más efímero posible de los poderes. Alguien llega a ser muy rico y luego todo cae, siendo que, por añadidura, puede quedar atado por la fascinación del dinero. Cuando la jerarquía eclesiástica ha tendido a convertirse en jerarquía mundana y se ha volcado hacia el dinero, al mismo tiempo que adquirió un mayor poder, se debilitó. Francisco advirtió bien esa fragilidad, reforzada por la lógica del dinero. Por eso, no va a pensar en la nivelación en el ámbito del tener, como lo haría un marxista, sino en una fraternidad en el ser. La fraternidad es tener sentido de la paternidad divina. No hay fraternidad sin padre. Es preciso tener cuidado de no caer en la lógica “republicana” de la fraternidad, que desearía que seamos una fraternidad sin padre. Por lo demás, eso no funciona. No se sabe bien lo que puede ser esa fraternidad “republicana” en el lema de Francia. Libertad, sí; igualdad, sí; pero la fraternidad, tal como hoy se entiende (sin paternidad), equivaldría más bien a laicidad. Lo dice San Buenaventura a propósito de Francisco: “De tanto remontarse al primer origen de todas las cosas, concibió para todas ellas una amistad desbordante y llamó hermanos y hermanas a las criaturas, hasta las más pequeñas, porque sabía que ellas y él procedían del mismo y único principio”.

Francisco no es un humanista en el sentido estricto del término. La fraternidad de la cual habla es una fraternidad con todas las criaturas. E irá más allá de la “deep ecology”, que habla de fraternidad con los animales y las plantas: para él es también “mi hermano el fuego”, “mi hermano el viento” e incluso “nuestra hermana la muerte”. La radicalidad de la fraternidad franciscana es única precisamente porque entiende que nuestro ser es recibido de Dios del mismo modo que cualquier otra criatura y en esa pobreza radical de la criatura. Pero Francisco tampoco va a estar en esa fraternidad informe. Si nuestra fraternidad se constituye a partir de nuestra madre, la tierra, el material informe, todo es entonces igual y entraríamos en la lógica de la “deep ecology” de Peter Singer (movimiento para la liberación animal), que vuelve a crear una jerarquía a partir de la utilidad y llega a sostener, por ejemplo, que una buena vaca lechera es más útil que un discapacitado, que nada puede hacer y solo cava el orificio de la seguridad social. Dicha vaca tendría para Singer una dignidad que puede ser superior a la de esa persona inutilizada. En tal perspectiva, por lo tanto, esa vaca sería también superior a Francisco de Asís, que voluntariamente quiere ser un minusválido, un pobre entre los pobres, y mendigar. Como aquí la fraternidad proviene del Padre ordenador de todas las cosas, va a existir un orden, y la fraternidad no va a estar contra la jerarquía, sino que va a ser repensada de nuevo en la jerarquía de los seres, en mayor profundidad.

Cuando Tomás de Aquino se pregunta si Dios ama igualmente a todas las criaturas, vuelve a la definición de Aristóteles y dice: “Amar es desear el bien a alguien y lo más o lo menos puede darse ya sea en el ámbito del querer (con mayor o menor intensidad) o en el ámbito del bien otorgado (un bien de mayor o menor envergadura)”. A lo que Tomás agrega que hay desigualdad en los bienes que Dios da, pero que eso no significa que cada uno no esté colmado, sino que cada uno se encuentra en un grado diferente al de otro. Por consiguiente, el bien comunicado es desigual. Pero después Tomás va a añadir algo acerca de lo cual Francisco tenía una intuición profunda. Que en el querer de Dios hay un solo acto de voluntad en Él; es el mismo y único amor infinito, lo cual es sumamente asombroso. Hay igualdad en el amor infinito, en su intensidad, pero hay desigualdad por cuanto se da a cada uno según lo que puede y debe recibir. Por ese motivo existimos realmente en un sentido no económico ni ecológico, sino en un sentido creatural, que es ordenado, jerarquizado como algo dado para cada uno de acuerdo con lo que necesita. Eso es fundamental.

Eso rige también para la relación con la jerarquía eclesiástica. A menudo se ha pretendido presentar la fraternidad universal de Francisco en conflicto con el papado. El respeto a los sacerdotes y especialmente al Papa es fundamental en Francisco porque él sabe que los grados de jerarquía son para grados de santidad. En la Iglesia hay una jerarquía, no de poder, sino de servicio. El Papa es el siervo de los siervos de Dios y por consiguiente Francisco muestra que la jerarquía está ordenada a la fraternidad universal y no es una fraternidad proletaria, sometida a una jerarquía de dominio. Se trata de la grandeza de una muy elevada pobreza, receptiva a Dios, corazón de la santidad.

La cruz y la alegría:

Francisco es el primer estigmatizado de la historia. Lo que verán en él los primeros hermanos es en primer lugar el estigmatizado, y no el Francisco hermano de las criaturas, muy de moda hoy en día, sino el segundo crucificado. Esto es fundamental para no entrar en un romanticismo o en el olvido del drama de la historia. La fraternidad no es solo un dato, sino algo que también se hace a través de la cruz. Es dada, pero también a través de los sufrimientos, porque somos pecadores y debemos convertirnos. Francisco suele ser duro, porque sabe que habla de una fraternidad en Dios y que lo que está contra Dios debe echarse al fuego y desaparecer. Por lo tanto, puede usar de una fuerza tremenda en la corrección fraterna. No es “nos sonreímos, estamos juntos en una complacencia mutua, bien acomodados en el calor mientras los malos están afuera”. No, más bien es que vamos a ir delante de los malos porque se sabe que sin la gracia de Dios habríamos sido peores que ellos. La cruz es tanto obra de la injusticia como obra de la alegría (Cfr. Las Florecillas, capítulo “La alegría perfecta”). Es la alegría lo que principalmente exige la cruz en la condición actual del mundo, porque la alegría, la beatitud se recibe de Dios de manera que viene a crucificar nuestro orgullo. Francisco habla de vencerse a uno mismo. Por consiguiente, está en primer lugar ese sufrimiento del orgullo, de la criatura que está cerrada y debe rasgarse, cuya caparazón tiene que romperse para acoger la luz divina y por tanto la verdadera alegría, separándose de todos los placeres mezquinos. En segundo lugar, no solo se recibe la alegría, sino que esta se desea comunicar. ¿Qué sería una alegría guardada para uno en forma estrecha y egoísta? No hay mejor definición del infierno que la de un pequeño placer encogido sobre sí mismo. Luego es preciso sufrir para transmitir la alegría. Es la alegría quien va a pedir la cruz. No hay dualidad. Así, Francisco crucificado es el mismo que Francisco alegre, porque es este crucificado ----- quien recibe la alegría de Dios y la comunica a sus hermanos entrando en su aflicción, identificándose con su aflicción.

No es lo suyo la ayuda a los pobres, ya que de ese modo su obra solo sería una obra social, del mundo, como las hay otras muy buenas. Es esencialmente hacerse uno con el pobre. Cristo quiso salvarnos haciéndose uno de nosotros. El franciscano va delante del pobre haciéndose pobre él mismo. Aquí hay una respuesta profunda a la crisis antropológica, porque si el hombre se destruye es porque quiere salvarse a sí mismo, ser el autor de su alegría más que recibirla de Dios y de todas las demás criaturas a partir de una pobreza fundamental. Francisco nos llama nuevamente a esta receptividad y llama a ella en la alabanza, palabra pobre por excelencia y también hospitalaria. Cuando alabo a Dios, le digo que no lo alabo todavía o que lo alabo insuficientemente. Es una palabra herida, pobre. Ella llama a todas las demás criaturas: “Alabad conmigo al Señor”, para poder acercarse con una alabanza digna de Dios. Y además se llama al futuro. La alabanza es siempre eclesial, pero además apela al fin de los tiempos. “Cantaré al Señor”. Ella acoge el porvenir de la eternidad. Por ese motivo también, en esta entrada radical al misterio de la pobreza, Francisco nos abre a la más elevada alabanza.


Sobre el autor

Nacido en Nanterre, Francia, en 1971, sus padres eran judíos de herencia tunecina. En su juventud fue ateo y anarquista. Mantuvo una actitud nihilista hasta que en 1998 se convirtió al catolicismo. Hadjadj ha ganado el Grand Prix Catholique de Littérature por su libro Réussir sa mort: Anti-méthode pour vivre. Fue profesor de Filosofía y Literatura en Toulon y actualmente dirige Philanthropos, Instituto europeo de estudios antropológicos radicado en Suiza. En 2014 fue nominado miembro del Pontificio Consejo para los Laicos. Entre sus obras se destacan: La fe de los demonios y Tenga usted éxito en su muerte, entre otros.


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