Resulta imposible hacer justicia en breve espacio a todos los temas desarrollados por esta monumental encíclica, cuyo propósito es actualizar la encíclica Populorum progressio de Pablo VI después de algo más de cuarenta años de su publicación, la cual es considerada por el actual Pontífice como la Rerum novarum de la época contemporánea (n 8).  Por ello me atendré a su novedad, tomando como referencia fundamentalmente el párrafo N° 70 de la encíclica, que está dentro del capítulo VI y que lleva por nombre “El desarrollo de los pueblos y la técnica”.

Se hizo muy conocida la afirmación de Pablo VI de que el auténtico desarrollo debía ser de “todo el hombre y de todos los hombres”.  Esta afirmación, que hace suya Benedicto XVI y que explica ahora en el nuevo contexto histórico del problema del desarrollo, tiene dos dimensiones.  La expresión “todo el hombre” alude al fundamento, es decir, a la verdad del hombre, a su dimensión trascendente, a su condición espiritual y, sobre todo, a su vocación de eternidad.  Desde este punto de vista, afirma la encíclica que “Pablo VI nos ha querido decir, ante todo, que el progreso, en su fuente y en su esencia, es una vocación” (n. 16), lo que significa, por una parte, que es la respuesta a una llamada trascendente, del propio Creador, y por tanto, que el progreso no puede darse un significado último por sí mismo y, por otra, que tal respuesta requiere ser libre y responsable (n. 17).  Como lo ha hecho ya tantas veces, esta es una clara invitación del Papa a expandir el horizonte, a ensanchar la razón, también en relación a las realidades sociales contingentes.  La expresión “todos los hombres” tiene como horizonte histórico la creciente interdependencia de los pueblos, que a fines de los años sesenta comenzaba a manifestarse, pero que cuarenta años después es tan evidente, que el Papa la califica como un “estallido de la interdependencia planetaria, comúnmente llamada globalización” (n. 33).  El horizonte de la justicia y de la paz sobrepasa, entonces, las fronteras del poder político local y de los estados nacionales para considerar esta nueva forma de relacionalidad que afecta a todas las personas y pueblos de la tierra: “El desarrollo de los pueblos -dice la encíclica- depende sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia, que colabora con verdadera comunión y está integrada por seres que no viven simplemente uno junto al otro” (n. 53).

Evidentemente, esta nueva escala planetaria del fenómeno humano no sería posible sin la técnica.  Primero, se vinculó a la imprenta y al trasporte.  Ahora, la revolución electrónica de las comunicaciones ha permitido la circulación de capitales y de informaciones de todo tipo a nivel mundial y ha permitido la presencia virtual de personas y acontecimientos, en tiempo real, en cualquier sitio de la tierra.  Esta tan poderosa herramienta, de la cual la humanidad se ha beneficiado con abundantes frutos en todos los ámbitos de la actividad social, está alterando, sin embargo, la propia mentalidad de los pueblos, con el peligro consiguiente de dejar de buscar el sentido último de todo.  Dice el Papa: “El desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la técnica, cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués que lo impulsan a actuar.  Por eso, la técnica tiene un rostro ambiguo.  Nacida de la creatividad humana como instrumento de la libertad de la persona, puede entenderse como elemento de una libertad absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes a las cosas.  El proceso de globalización podría sustituir las ideologías por la técnica, transformándose ella misma en un poder ideológico, que expondría a la humanidad al riesgo de encontrarse encerrada dentro de un a priori del cual no podría salir para encontrar el ser y la verdad” (n. 70).  La frase me recuerda muy directamente la afirmación de Nietzsche de que el nihilismo es aquella situación en que falta la finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el porqué.  Ahora pareciera no sólo faltar la respuesta, sino hasta la misma pregunta.  Nietzsche apelaba a la insatisfacción de las respuestas ofrecidas por la metafísica frente al destino humano, pensando que ella situaba los valores en una esfera que el ser humano no podía alcanzar.  Ahora, en cambio, pareciera que la tecnología trae los valores al alcance de la mano de un gran número de personas.  Sin embargo, tales valores no se refieren al “porqué”, sino sólo al “cómo”, con el riesgo de encontrar respuestas sólo para la pregunta por la eficiencia y la utilidad.  Por ello afirma el Papa que la sustitución de las ideologías por la técnica la transforma a ella misma en un poder ideológico, sobrepasando su condición de instrumento hasta convertirse en criterio de juicio y en oferta de una suerte de pseudofinalidad.  Desgraciadamente, no se trata de un peligro eventual, sino que de una situación que podemos constatar cotidianamente en la política, la economía, los medios de comunicación social y hasta en los mismos fenómenos culturales, como atestigua la difundida “new age”.  Pero en el ámbito en que resulta más gravoso que en ningún otro es, ciertamente, en el de la manipulación biotecnológica de la vida humana misma, despojándola de su carácter de don recibido para transformarla en producto encargado a la industria correspondiente.

Por ello, la encíclica quiere ofrecer un criterio de juicio diferente, sapiencial, que permita salir del encierro del a priori tecnológico hacía la verdad del ser.  Para ello es necesario restituir la pregunta por la finalidad.  Así, continúa el texto: “Cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega automáticamente el desarrollo.  En efecto, el verdadero desarrollo no consiste principalmente en hacer.  La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su ser” (n. 70).  Este horizonte de sentido es el que se propone desde la clave de lectura que representa observar todos los acontecimientos sociales con los ojos de la “caridad en la verdad”.  La antropología cristiana suele resumirlo en la fórmula “ser para el don”, puesto que toda la inteligencia y la libertad humanas se juegan en la respuesta que las personas quieran dar al don de la vida recibida y aceptada como don.  Desde este horizonte la misma técnica se descubre en su humanidad.  Dice la encíclica: “La técnica -conviene subrayarlo- es un hecho profundamente humano, vinculado a la autonomía y libertad del hombre.  En la técnica se manifiesta y confirma el dominio del espíritu sobre la materia” (n. 69).  Y apelando a las enseñanzas de Juan Pablo II sobre el trabajo humano continúa: “Responde a la misma vocación del trabajo humano: en la técnica, vista como una obra del propio talento, el hombre se reconoce a sí mismo y realiza su propia humanidad.  La técnica es el aspecto objetivo del actuar humano, cuyo origen y razón de ser está en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja.  Por eso, la técnica nunca es sólo técnica.  Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales.  La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios” (n. 69).

Esta prioridad que pone el magisterio en la dimensión subjetiva del trabajo humano sobre su dimensión objetiva es lo que lleva a la inteligencia a descubrir el desarrollo como vocación, como respuesta a esa exhortación original del amor creador de Dios que pone al ser humano en camino hacia su destino.  Como explica muy bien Heidegger, la técnica es un modo de aproximación a la realidad que considera a ésta esencialmente como magnitud, es decir, como algo susceptible de ser medido y comparado en su cantidad.  Pero esta es una capacidad que tiene la propia inteligencia humana que descubre también y al mismo tiempo que esta capacidad no ola puede aplicar a la vida del espíritu que desborda toda magnitud cuando comprende la gratuidad del amor y de la vida misma.  Desde la propia técnica se suele dar a este más allá de la técnica el nombre de “casualidad”, palabra que expresa la confesión de perplejidad, de no saber la causa o el origen de la realidad considerada.  Para la inteligencia misma del espíritu no puede existir la casualidad, puesto que el acto mismo del comprender, incluida la expresión “casualidad”, está antecedido o anticipado por la exhortación inicial que suscita en la inteligencia el acto de preguntar y que pone a ésta en el camino del pensar.  Por ello, la inteligencia que busca la verdad está abierta a la caridad que, por su propia naturaleza, es desmesura, sobreabundancia del don.

Desde el punto de vista de la acción, la libertad que nace y se comprende a sí misma desde esta apertura humana al don, no es indeterminación o indiferencia, sino la búsqueda de la responsabilidad de los actos propios y de los demás seres humanos con que se permanece en relación, para conducirlos al camino que realiza la vocación.  Por ello afirma el Papa que “la libertad humana es ella misma sólo cuando responde a esta atracción de la técnica con decisiones que son fruto de la responsabilidad moral.  De ahí la necesidad apremiante de una formación para un uso ético y responsable de la técnica.  Conscientes de esta atracción de la técnica sobre el ser humano, se debe recuperar el verdadero sentido de la libertad, que no consiste en la seducción de una autonomía total, sino en la respuesta a la llamada del ser, comenzando por nuestro propio ser” (n. 70).  En este sentido se entiende también la responsabilidad que tienen los seres humanos por la realización del bien común, que no es un genérico bien general del conjunto de los hombres, sino aquel bien que relacionalmente compartido permite la realización recíproca de la vocación.  Los cristianos sabemos que esta vocación humana que se realiza en el bien, en la verdad y en la belleza se llama santidad.  Pero aun quien no ha recibido el don de la fe podrá comprender que los bienes que espera sólo pueden ser fruto de la responsabilidad moral asumida en la comunión que nace de una cultura compartida.

Pienso que muchas personas podrían entender el mensaje de esta encíclica como una respuesta a la crisis económica y financiera experimentada por el mundo en los últimos dos años.  Encontrarán numerosos pasajes de este texto pontificio que son iluminadores a este respecto.  Pero los desafíos que identifica el Pontífice en esta hora de la emergencia de una sociedad mundial, de una interdependencia planetaria, como la llama, son mucho más profundos y de largo aliento.  Mientras Pablo VI y Juan Pablo II habían podido identificar todavía, en sus respectivas épocas, los errores antropológicos que se anidaban en las ideologías que buscaban legitimar diferentes formas de poder, la nueva encíclica de Benedicto XVI identifica más bien a la técnica con la pretensión de la autosuficiencia humana o a la técnica convertida ella misma en un “poder ideológico”.  Con ello, el interlocutor del discurso pontificio ya no son sólo los poderes del Estado y de sus gobiernos, sino todos los seres humanos que se valen de la técnica para producir y gobernar el ritmo cotidiano de su trabajo y de su toma de decisiones.  La tradicional distinción entre la esfera pública y la privada está hoy día atravesada igualmente por la técnica: desde la economía a la salud, desde el deporte a la educación formal, desde la familia a la procreación, desde los medios de comunicación de masas hasta la política.  En todas estas áreas y en muchas otras, la técnica encarna esta nueva forma de autosuficiencia que desorienta a los seres humanos respecto a cuál es su finalidad y, consiguientemente, respecto a dónde pueden poner confiadamente su esperanza.  El magisterio de este Papa pareciera indicarnos que lo único que puede contrarrestar esta visión unilateral de la tecnología acerca de la orientación del proceso humano y de su desarrollo es la inteligencia que nace de las tres virtudes teologales, puesto que su conocimiento abre la razón a la gracia, a aquello que trasciende la vida humana, porque no corresponden al diseño de una producto de la industria humana, sino a la gracia divina que se recibe con la libertad y la responsabilidad que puede corresponder a la recepción de un don gratuito.  La invitación, en consecuencia, es a pasar de las preguntas por “el cómo” a las preguntas por “el porqué”, de tal manera que sean una respuesta a los anhelos de infinito de quienes han sido creados a imagen y semejanza de su Creador, respuesta que es la única que puede garantizar una convivencia social en justicia y paz.

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