En lo que a veces se ha llamado una «sociedad líquida» –por referencia a este mundo de relaciones humanas veloces, evanescentes, ocasionales y efímeras– cuesta sin duda bastante esfuerzo madurar una relación. Ello torna también difícil la experiencia del misterio de la vida. Porque dicha experiencia tiene que ver muy directamente con relaciones humanas verdaderas. Tiene que ver con el hecho de que me deje provocar y tocar por la humanidad del otro. Pues esa humanidad del otro, que ya es grande, es signo de algo aún más grande que la naturaleza.

El real contacto con el mundo sobrenatural lleva a Santa Teresa a una poderosa experiencia de la presencia actuante de Dios en su vida diaria. En este contexto tenemos derecho a preguntar: ¿Qué hubiera sido de Teresita sin percibir estas voces interiores, o si creyendo percibirlas no hubiera recibido estas confirmaciones? Entonces, ¿qué sucede con aquellos que no han experimentado realidades semejantes? 

Nunca hubo excesos cometidos en nombre de la fraternidad. Nunca se ama suficientemente a un hermano. Nunca se perdona demasiado a los hermanos. Si la libertad y la igualdad son valores éticos indiscutibles, estos no son más que valores humanos. Como todos los valores simplemente humanos, padecen desviaciones. La fraternidad es también un valor ético; pero en realidad es mucho más que eso. Fija sus raíces en el cielo. Es una virtud caída sobre la tierra. 

«En el umbral del Nuevo Testamento, como al comienzo del Antiguo, hay una pareja. Pero mientras la de Adán y Eva había sido la fuente del mal que ha inundado el mundo, la de José y María constituye el vértice por medio del cual se difunde la santidad por toda la tierra»

Pablo VI Alocución al movimiento «Équipes de Notre-Dame» (4-5-1970)

La fecha del 19 de marzo, que desde hace algunos siglos mantiene la presencia de san José en el calendario católico, nos invita siempre a reflexionar sobre el arraigo creciente, en la conciencia cristiana y en el sentimiento del Pueblo de Dios, de la imagen del esposo de María y «padre» de Jesús.

Se ha hecho un tópico recientemente la afirmación de que tenemos, en los textos evangélicos, pocos datos sobre san José. No entremos, sin embargo, en discusiones y constatemos algunas de las certezas que de la lectura de los Evangelios resultan. Comencemos por notar que el nacimiento en Belén del Hijo de Dios se debe a la inscripción en el censo, por parte de José, que la realiza en la ciudad de David, Belén, de quien él se sabía descendiente. Es cierto que, en el Evangelio, la constatación de la descendencia davídica de José se relaciona esencialmente con la mesianidad de Jesús, en quien se cumplen las profecías hechas al patriarca David: la filiación davídica de Jesús se relaciona con la de José; el nombre de «hijo de David» sólo se dice de dos personas en el Evangelio: de Jesús y de José, su padre.

Pensemos seguidamente que José es encargado divinamente, por ministerio angélico, de poner el nombre al Hijo que María ha concebido por obra del Espíritu Santo, el nombre de Jesús, es decir, «el Salvador del pueblo de sus pecados»: «José, Hijo de David, no temas recibir contigo a María como tu esposa, porque ella dará a luz un Hijo engendrado por obra del Espíritu Santo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará al pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21).

El cumplimiento de este mandato de poner el nombre que significa, precisamente, «el encargado de la salvación del pueblo» lo encontramos referido por el evangelista Lucas al notar que: «Cuando se cumplieron los ocho días para circun0cidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno» (Lc 2,21). Ya sabemos que el encargado de circuncidarle y darle el nombre no es otro que José.

También una aparición en sueños de un ángel del Señor manda a José huir a Egipto: «El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al Niño y a su Madre, y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al Niño para matarle’. Él se levantó, tomó de noche al Niño y a su Madre y se retiró a Egipto, y estuvo allí hasta la muerte de Herodes» (Mt 2,13-15).

Pero también un mandato divino es el que lleva a José a ir a Nazaret, cumpliendo así la profecía: «Muerto Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo a José en sueños y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al Niño y a su Madre y ponte en camino hacia la tierra de Israel’. Él se levantó, tomó consigo al Niño y a su Madre y entró en tierra de Israel, pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá y, avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea y fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: ‘Será llamado Nazareno’» (Mt 2,19-23).

En esta serie coherente e insistente de pasajes evangélicos que muestran a José como el que recibe de parte de Dios, por caminos extraordinarios de apariciones angélicas, las advertencias que han de salvar al Niño de las persecuciones y que señalan los rumbos de la vida del Señor (que ya no vuelve a Belén, donde nació, en la Judea, sino que va a vivir a Galilea, en Nazaret) aparece siempre José como el que recibe el encargo divino de organizar la vida de Jesús, y sobre María, cuya obediencia a José en cumplir las órdenes divinas brilla por el hecho de no tener que ser nunca citada como si tomase iniciativas, destaca por lo mismo la autoridad patriarcal de José.

José vuelve a aparecer, esta vez unido a María y con una actitud expresamente de unidad de sentimientos y criterios con ella, en la pérdida del Niño en el Templo y cuando María y José, al hallarlo, le interrogan por qué se ha portado así con ellos. Es María la que dice: «¿No sabías que tu padre y yo te buscábamos con dolor?». Los textos de san Mateo hasta aquí citados expresan un total protagonismo y responsabilidad de José, mientras María se muestra como de una total y pasiva obediencia a su esposo.

Otros pasajes de Lucas, referentes a la presentación de Jesús en el Templo, o al episodio, ya cumplidos los doce años por el Niño, de la pérdida de éste (que es hallado después entre los maestros de la Ley), vienen a mostrar una nueva etapa en la vida de Jesús en que su Madre tiene ya una comprensión del Niño, y se aprecia una evolución, allí mismo aludida, del crecimiento en edad y en gracia de Jesús, el Hijo de Dios encarnado: «Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley del Señor» (Lc 2,22).

«He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu vino al Templo y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo al Señor, diciendo (...)» (Lc 2,25-28). Y en los versículos 29 a 32 el evangelista inserta el himno de acción de gracias que conocemos como Nunc dimittis.

El evangelista narra después que «su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él». Simeón los bendijo, y dijo a María, su Madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel y para ser signo de contradicción. Y a ti misma una espada te atravesará el alma» (Lc 2,33-35). Vemos en esta escena una actitud compartida por los dos esposos, aunque finalmente la profecía de Simeón se dirige en concreto a María porque, al parecer, profetiza su presencia en la Pasión de su Hijo y en su muerte en la cruz. Probablemente, la ausencia de José es de fácil explicación y daría razón también de que Jesús, al morir, confíe a su Madre al Apóstol amado, Juan: José había muerto, no sabemos cuándo pero ciertamente antes de los acontecimientos de la Pasión.

El primero de los episodios de Lucas concluye con la cita de la profecía de Ana que nota el evangelista «que hablaba del Niño a todos los que esperaban la Redención» (Lc 2,34). Sigamos leyendo al evangelista Lucas en un importantísimo conjunto de textos sobre Jesús Niño y sus padres: «Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre Él. Sus padres iban todos los años a Jerusalén, a la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron ellos, como de costumbre, a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el Niño se quedó en

Jerusalén, sin saberlo sus padres. Pero creyendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca, y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo, sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles. Todos los que le oían estaban estupefactos, por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron, quedaron sorprendidos y su Madre le dijo: «¿Por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando». Él les dijo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabías que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Y bajó con ellos, y vino a Nazaret, y vivió sujeto a ellos. Su Madre conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,19-32).

El contraste absoluto que ofrece la escena del Niño Jesús perdido en el Templo, narrado en el evangelio de san Lucas, con el milagro de las Bodas de Cana, en que el protagonismo de María es tan decisivo y exclusivo que la narración evangélica de Juan comienza notando que «Se celebraron unas bodas en Cana de Galilea y estaba allí la Madre de Jesús. Fue también llamado Jesús con sus discípulos.» (Jn 2,1-3). Sería coherente con la opinión de los exegetas que han afirmado la muerte de san José antes del comienzo de la vida pública del Señor.

Parece que este período duró algunos años, y no es cierto que en el Evangelio no tengamos dato alguno sobre el mismo, o sobre la presencia de José en la vida de Cristo. Mientras algún evangelista, como Marcos, llama a Jesús «el carpintero» y «el hijo de María» (Mc 6,3), otros le llaman «hijo del carpintero» (Mt 13,55) o «hijo de José» (Lc 4,22). Esta misma diversidad terminológica sugiere no sólo la convivencia del padre José con la esposa María y el hijo Jesús, sino la colaboración en la tarea artesana del taller de José. Es digno de ser meditado que los textos evangélicos sugieren como muy probable, prácticamente como cierto, que entre la muerte de José y el comienzo de la vida pública del Señor se dio una situación cuya longitud cronológica no podemos medir, pero suficiente para que Jesús fuese conocido no sólo como «el hijo de José, el carpintero», sino propiamente como «el carpintero»: es decir, el Verbo encarnado ejercería la actividad artesana en el que había sido el taller de José.

Algún biógrafo eminente de san José afirma que José murió cuando había cumplido totalmente la misión, divinamente encomendada, de custodio paterno del Hijo del Hombre, es decir, del Hijo de Dios encarnado. Por tanto, la muerte de José, precisamente por su indefinición cronológica, es un hecho que nos invita a la meditación. Es el momento éste de decir algunas cosas que pensamos poco y que, por lo mismo, nos llevan, por esta ausencia nuestra de reflexión, a la incomprensión de aquel que santa Teresa de Jesús ponderaba como «intercesor eminente» por haber sido, en la tierra, el que había regido a Cristo en su vida temporal, y a quien la Iglesia contemporánea ha reconocido como «padre y protector del Pueblo de Dios y, por ello, patrono del Concilio ecuménico Vaticano II».

San José, que no creyó en la divinidad de su Hijo porque oyese esta predicación en los Apóstoles de Cristo, sino que la creyó por su docilidad obediente a las inspiraciones divinas transmitidas por los ángeles, no entró en la Iglesia de Cristo por la recepción del Bautismo. Ubertino de Cásale afirma que san José pertenece al Antiguo Testamento, lo cual está en él dicho con intención profunda y verdadera, pero no es una afirmación precisa y oportuna. José, que con María cumple una misión de introducir en el mundo al Hijo de Dios Salvador, y a quien le fue confiado por Dios, por ministerio angélico, dar a Jesús este nombre referente a la Salvación del pueblo de Israel y de toda la humanidad de sus pecados, tiene una fe cuyo origen y sentido es superior al de quienes entramos en la Iglesia por haber aceptado la predicación apostólica, es decir, de los enviados de Jesús. A José, como a María, es el mismo Dios quien les confía precisamente una actividad paterna de dar a la humanidad al mismo Verbo que se ha hecho carne y que ha habitado entre nosotros por la acción obediente por la que dan cumplimiento al designio divino de la Encarnación redentora.

En algunos momentos del desarrollo progresivo de la devoción a san José en la Iglesia, no faltan, en algunos autores muy fervorosos, atisbos de desconcierto por la falta de actividad apostólica y de misión apostólica del patriarca José. Su misión no era anunciar a los hombres la venida al mundo del Hijo de Dios, sino el servicio doméstico y cotidiano a esta venida. Es mucha la grandeza de esta misión que el patriarca José cumple por su pertenencia al orden hipostático, y que providencialmente dispuso Dios que se realizara en Nazaret de Galilea y con la sencillez y pequeñez que tantas veces sorprendió a sus contemporáneos y tantas veces ha quedado incomprendida entre quienes han creído en la divinidad de Cristo pero no han sentido el mensaje exigente de la infancia espiritual.

No deja de ser significativo que la santa doctora de la Iglesia Teresita del Niño Jesús afirmase que desde su infancia en ella se habían confundido la devoción a san José con la devoción a la Santísima Virgen. Esta afirmación nos resultará desconcertante siempre que la excelencia y dignidad de María en el orden de la santidad queramos juzgarla al modo de una excelencia humana y no se centre nuestra meditación en la pequeñez evangélicamente infantil de María y de

José, que fue comprendida íntimamente por sus más grandes devotos. Sólo podremos participar de aquella misteriosa e iluminadora «confusión» de que habla Teresa de Lisieux si sabemos ver en María y en José el ejemplo más excelente de aquella infancia espiritual sin la que no podríamos entrar en el Reino de los cielos. ¿Quién podría dudar de que la Reina del universo, la Madre de Dios, nos muestra el ejemplo más decisivo de aquella infancia espiritual que Jesús afirmó como condición indispensable para la entrada en el Reino de los cielos? ¿Y quién podría dudar de que el santo que más compartiera esta infancia y más se asemejó a María, «la esclava del Señor», fue el Patriarca silencioso y obediente a quien le bastaba tener la certeza de la voluntad de Dios para ponerse activamente a cumplirla? La lectura de los evangelios de Mateo y Lucas (e incluso la de Marcos, que no menciona nunca directamente a José, sino que le llama «esposo de María» pero que llama a Jesús «el carpintero») nos sugiere, pues, tres relaciones del patriarca José con la vida de Jesús, el Salvador de Israel y del mundo:

En la primera, José recibe por encargo divino toda la responsabilidad de introducir en el mundo a Jesús, «el Hijo de David», «el Salvador del pueblo de sus pecados». Por él nace en Belén, la ciudad de David, el Mesías y, después de defenderle en la huida a Egipto, por él va a ser Jesús el Nazareno.

En una segunda etapa, que abarca primero la infancia y después la vida oculta del Señor, la acción de José es siempre inseparable de María y luego José y Jesús colaboran en algo tan humano y cotidiano como el trabajo de un taller. El mismo Jesús es llamado primero «el hijo del carpintero» y finalmente «el carpintero». La presencia de José en lo que podríamos llamar inculturación rural y doméstica del Hijo de Dios es la de un padre de familia que la sustenta con su trabajo en un modesto taller.

Vemos, pues, una tercera etapa en que no destaca siempre la acción conjunta de María y José, sino la responsabilidad paterna en el trabajo por la que el Patriarca sustenta a su esposa y a su Hijo. Estamos en la fase silenciosa y sin acontecimientos visibles de la vida de José en la Sagrada Familia de Nazaret.

Estas tres distintas relaciones las ha vivido el pueblo cristiano en las escenas contempladas en nuestros belenes. En la primera infancia de Jesús, después en el recuerdo del Niño Jesús en el Templo (reencontrado por José y María) y, finalmente, en la presencia, en la vida de familia, del trabajo artesano iniciado por José y, al parecer, heredado por Jesús. No sabemos por cuánto tiempo, como no sabemos el tiempo que medió entre la muerte de José y el comienzo de la vida pública del Señor, en la que está ya presente María, que toma la iniciativa del primer milagro, la conversión del agua en vino en las Bodas de Cana.

No hallamos ya a José en ningún momento de la Pasión del Señor, pero no quiero silenciar que muchos y grandes y autorizados escritores eclesiásticos y teólogos hablan de José como resucitado al tiempo de la Resurrección de Jesucristo para estar ya siempre presente, en cuerpo y alma, ascendido a los cielos. Recordemos que Suárez afirma que los que esto opinan no pueden ser acusados de opinión aventurada e infundada, sino de verosímil y coherente con la Providencia divina, coherente con que la Iglesia confíe en la autoridad de José en la vida eterna, continuadora de la que tuvo sobre el Hijo encarnado en la tierra, como lo vio santa Teresa, y su protección patriarcal sobre la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, como la sintió Juan XXIII al designar a José como patrono del Concilio Vaticano II.


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Hace poco más de un año, en la víspera de la visita del Santo Padre a Chile, el Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, concedía a El Mercurio una amplia entrevista en cuyo desarrollo abordaba, como lo señalara el ilustre entrevistado, “el núcleo de los problemas teológicos actuales”

Ahora, a un mes de la venida a Chile del propio Cardenal Ratzinger, ha vuelto, en Roma, muy cordialmente a responder a nuestras preguntas.  Desde el sentir apostólico que inspira el trabajo de la Congregación romana que preside -encargada de apoyar al Papa nada menos que en la custodia de la fe- pasando por el sustrato doctrinal de los problemas y urgencias pastorales contemporáneos, las malinterpretaciones y abusos que afectan a la liturgia, hasta el tratamiento religioso y ético que se debe tener de la política, el Cardenal va iluminando lo que es confuso.  Con palabras certeras, como apreciará el lector, y sobre todo con la precisión del gran teólogo, a quien, por lo demás, es el propio Papa el que ha revestido de una inmensa autoridad en la materia.

No faltando quienes hayan objetado que pueda hablarse de teología en Latinoamérica cuando se está en Roma -así los adeptos de ciertas corrientes liberacionistas- y dada la expectativa que siempre crea la visita del Cardenal Ratzinger a cualquier nación de tradición católica – en este caso a Chile-, es por este tema que se envereda hoy la conversación.

-Entiendo que este viaje a Chile será su sexta visita a Latinoamérica, donde antes estuvo en Colombia, Perú y otros países.  ¿Qué diría a quienes ponen como objeción a determinados planteamientos emanados de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, que V.E. dirige, el supuesto desconocimiento de territorios como Latinoamérica? ¿En qué medida, por lo demás, puede el conocimiento geográfico incidir en juicios de carácter teológico?

-Se trata en efecto de mi sexto viaje a Latinoamérica.  Antes ya estuve dos veces en Colombia, la primera en 1972; también viajé a Brasil. Ecuador y Perú.  Pero estoy consciente de que no es posible llegar a conocer de veras a un país y menos un continente, a través de viajes aislados.  Para poder hablar de “conocer”, en todo el sentido de la palabra, habría que compartir interiormente la vida de un país durante un tiempo largo.

La pregunta que se plantea es, sin embargo, qué es lo que debe esperarse en realidad de un pronunciamiento oficial de la Santa Sede y qué intenciones se persiguen con él.

Nuestro objetivo no puede consistir en querer conocer los problemas propios de un país mejor que sus habitantes, ya se trate de cuestiones económicas, políticas y aun pastorales, para darles lecciones al respecto.  Por supuesto, si se piensa que sólo tales temas son dignos de tratarse y que todo lo demás es teoría desprovista de valor, entonces un magisterio común de la fe carece de cualquier sentido.  Mas ésta es, precisamente, la cuestión principal: ¿Qué es lo importante para el ser humano? ¿Hasta qué punto pueden los hombres entenderse en la verdad común, por encima de la diversidad de situaciones? ¿Existe en toda diferencia la posibilidad de una comprensión común y no será quizá, precisamente, esta verdad común, imprescindible también para la recta comprensión de la situación propia?

Se ha reprochado a la Congregación de la Fe el partir desde la Escritura y del dogma para llegar a la praxis, cuando, según los objetantes, debería partirse desde la praxis y la experiencia para poder utilizar la Escritura.  Como usted ve, en esta discusión están en juego cuestiones fundamentales acerca de la relación entre la verdad y la praxis, entre la experiencia y el conocimiento.

El valor de la praxis y de la experiencia no debe ser minimizado en su importancia para el conocimiento humano.  Pero tampoco debe llevarse la primacía de la praxis hasta un punto que haga imposibles el lenguaje, el pensamiento y la acción comunes en la fe. Las experiencias dividen, la fe unificada. La misión de Pedro es de unidad y hoy en día es quizá más importante que nunca.  Debe salir en defensa de la comunidad y unidad de sus postulados fundamentales, frente a las tentaciones de retrotraerla del todo a las experiencias propias, particularizándola de este modo; son estos postulados fundamentales los que posibilitan en forma primordial la recta interpretación de la experiencia, señalando así a la praxis el camino a seguir.  Es significativo para la fe cristiana, el que Logos preceda al Ethos, que el conocimiento sea previo a la acción y la dirija.

URGENCIAS PASTORALES

-Desde el punto de vista pastoral, ¿es el ateísmo la principal preocupación de la Iglesia en relación al hombre contemporáneo? Y si lo es, ¿trátase de un ateísmo práctico o más bien ideológico?

-La raíz de todos los problemas pastorales es, sin lugar a dudas, la pérdida de la capacidad de percepción de la verdad, que va lado a lado con el enceguecimiento ante la realidad de Dios.  Es digno de señalarse cómo interactúan aquí el orgullo y la falsa humildad.  Primero es el orgullo, que motiva al hombre a emular a Dios, a creerse capaz de entender los problemas del mundo y construirlo de nuevoEn la misma medida surge la falsa modestia, que sostiene la idea de que es del todo imposible que Dios se preocupe de los hombres y hasta llegue a hablarles.  El ser humano ya no se atreve a aceptar que es capaz de reconocer por sí mismo la verdad, esto le parece presunción; piensa que debe conformarse con tener acceso a la acción.  En este mismo instante, también enmudece para él la Sagrada Escritura: Ahora no nos dice lo que es verdad, sino que sólo nos informa lo que tiempos y hombres pretéritos pensaban que era verdadero.  Con esto cambia también la imagen de la Iglesia: ella deja de ser la transparencia de lo Eterno, para pasar a ser sólo una especie de liga en pro de la moral y el mejoramiento de las cosas terrenales; la medida de su valor estaría en su éxito terreno.  Se infiltran aquí necesariamente el ateísmo práctico y el ideológico, junto a una cierta conveniencia.  Primero sólo se procede como si Dios no existiera; pero luego es preciso justificar esa posición, explicando la primacía de la praxis.  De aquí a la ideología hay sólo un corto trecho.

-En más de una ocasión, y particularmente al cumplirse un año de su visita a Chile, el Santo Padre ha hecho hincapié en que el punto culminante de su peregrinación por nuestra tierra fue la misa de beatificación de Sor Teresa de Los Andes. ¿Qué significación ve V.E. al hecho de que la reconciliación -apelo tan constante de la Iglesia al hombre de hoy- haya sido encomendada en nuestro país a la intercesión de una jovencísima carmelita descalza, que rindió su alma a Dios por el camino de la contemplación?

-Frente a la obsesión por la praxis y al culto del éxito, es absolutamente esencial señalar la total entrega a Dios de una monja desconocida, a través de la contemplación.  La discusión de Abraham con Dios acerca del destino de Sodoma, sigue siendo válida a través de toda la historia: la posibilidad de supervivencia de una ciudad, de un Estado, depende de los diez justos que allí vivan.  Ninguna acción, ningún mecanismo político funcionará jamás si no existen estas almas entregadas enteramente a Dios en el silencio, que son las que permiten que las fuerzas de la Eterno fluyan impetuosamente en el tiempo.

entrevista

 

-El actual Papa Juan Pablo II ha insistido varias veces en la validez de esa advertencia de Pío XII: “El gran pecado del mundo contemporáneo es haber perdido la noción del pecado”.  Mientras tanto, parece que el sentido de la libertad, tan aguzado en el hombre contemporáneo, compele a éste a conocerlo y a probarlo todo, indiscriminadamente.  A la luz de ello, ¿qué podría comentarse de este pensamiento de Simone Weil: “Hacemos la experiencia del bien sólo cuando la cumplimos.  Cuando hacemos el mal, no lo conocemos, porque el mal aborrece la luz”?

-Pienso que esta palabra de Simone Weil es fundamental, precisamente a propósito del problema de la experiencia del cual hemos partido.  El bien y la verdad son inseparables entre sí.  Es un hecho que sólo hacemos el bien cuando estamos en armonía con la lógica interna de la realidad y de nuestro propio ser. Actuamos bien, cuando el sentido de nuestro ser, es decir, cuando hallamos la verdad y la realizamos.  En consecuencia, hacer el bien conduce necesariamente al conocimiento de la verdad.  Quien no hace el bien, se ciega también a la verdad.  A la inversa, el mal se genera a través del enfrentamiento de mi yo contra la exigencia del ser, de la realidad.  Esto es el abandono de la verdad.  Es por eso que hacer el mal no conduce al conocimiento, sino que a la ofuscación.  Ya no puedo -ni quiero- ver lo que es malo; el sentido del bien y del mal queda embotado.  Y por eso el Señor dice que el Espíritu Santo amonestará al mundo en relación al pecado (Juan, 16,8): En su calidad de Espíritu de Dios, deja en claro lo que es el pecado; sólo él, que es todo luz, puede reconocer lo que el pecado significa y conducir así a los hombres a la verdad.  Hablando de esto mismo, San Pablo expresa: El hombre espiritual -el que vive en el Espíritu Santo- entiendo todo (1 Cor 2,15).  La comunión con el bien, con el Espíritu Santo, es la más honda de todas las experiencias posibles y nos proporciona, en consecuencia, la pauta para una comprensión que llega al núcleo de la realidad.

Profetismo, ideologías…

-Es frecuente ver en Latinoamérica que numerosos eclesiásticos sienten como deber suyo la denuncia profética.  Casi como consecuencia de ello, se observa que la mayoría de los pronunciamientos y declaraciones públicas de miembros del clero en nuestros países versan sobre cuestiones contingentes. ¿Dónde se ubica precisamente el papel profético del pastor en términos de actitud personal y urgencias de momento histórico? ¿Cómo debe entenderse hoy ese decir que recuerda San Alfonso y que recoge don Juan Bautista Chautard en su libro sobre el alma interior de todo apostolado: “A tal pastor, tal rebaño”?

-Tengo la impresión de que hoy existe un vasto malentendido en torno a la categoría de lo profético.  El profeta se entiende así como un gran acusador, que se coloca en la línea de los “maestros de la suspicacia” y percibe lo negativo por doquiera.  Esto es tan falso como aquella opinión que prevalecía antaño y confundía al profeta con el adivino.

El profeta es en realidad el hombre espiritual, en el sentido que San Pablo da a esta expresión; es decir, es aquel que está totalmente penetrado del Espíritu de Dios y que por esa causa es capaz de ver rectamente y de juzgar en consecuencia.  Su misión es, por lo tanto, hacer la obra del Espíritu Santo y ello significa convencer al mundo en orden al pecado, a la justicia y al juicio (Juan 16,8).  Puesto que todo lo ve a la luz de Dios, posee una percepción inexorable en lo que al pecado respecta; él debe dejar al descubierto la hipocresía y la mentira ocultas en las cosas humanas, para dejar despejado el camino hacia la verdad.

Convencer al mundo del pecado es desde luego algo enteramente distinto a una crítica social fundada en lo puramente sociológico, o guiada por intereses de tipo político.  Significa juzgar a los hombres y a las circunstancias a partir de su relación para con Dios; introducir en la comunicación el juicio de Dios como el factor decisivo y remitirlo todo a Dios.  Por esta causa, el lenguaje profético es religioso en grado máximo, es lenguaje “espiritual”.  Va mucho más allá de lo meramente político: el pecado siempre consiste -en última instancia, como afirma el Evangelio- en no creer en Cristo (Jn 16,8), en politizar a Cristo reduciéndolo a la medida de Barrabás y no querer verlo en su verdadera dimensión de Camino, Verdad y Vida.  Por eso, el lenguaje profético siempre aplica también la medida de lo positivo: la justicia “porque me voy al Padre” y el juicio de Dios.  Precisamente por esta razón, el lenguaje profético es siempre portador de esperanza.  Hablar proféticamente significa, en síntesis, interpretar la situación desde el punto de vista de Dios, reconocer la voluntad de Dios rectamente en una situación determinada y proclamarla.

Decidir si estamos llamados a hablar proféticamente y en qué circunstancias demanda una introspección muy seria, pues nadie puede erigirse por cuenta propia en profeta.

-En su reciente libro “Le Choix de Dieu”, el Cardenal Lustiger, Arzobispo de París, afirma que “aun religiosa, la ideología es la peor degradación de la fe y de la religión.  Impide el despliegue sereno de la fe.  Es una termita interior que lo devora todo” ¿Es ésta en realidad otra perspectiva del mismo fenómeno que V.E. analizó con referencia a la “mística del reino” y al escape hacia la utopía que produce la pérdida de la visión de trascendencia, cuando inauguró en abril de 1984 el Congreso Internacional de la Fundación Hanns-Martin Schlayer?

-Me parece que ambos hemos querido decir exactamente lo mismo.  Se ideologiza la fe cuando ella ya no es el punto de partida de la voluntad de Dios y su Revelación se convierten en medios para alcanzar nuestras metas humanas.  Si la fe se mide en cuanto a su utilidad para nuestros programas humanos, entonces ya no estamos sirviendo a Dios, sino que Dios debe servirnos a nosotros; esto es pervertir el culto.  Es cierto, los diez justos salvan la ciudad, pero no son justos porque ello conlleva ventajas políticas, sino que las ventajas políticas se generan porque se practica la justicia por ella misma y así se hace patente, límpidamente, toda su fuerza.  La palabra de Jesús acerca de la búsqueda del Reino de Dios y las necesidades terrenales sigue siendo hoy plenamente válida: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 7, 33). Lo cual no significa, naturalmente, que la planificación política sea superflua, todo lo contrario.  Precisamente porque no se debe transformar el Reino de Dios en una utopía política, es que la política ha de desplegar su propia lógica en el ámbito que le fije la razón.  Simultáneamente, la política hay de partir de la premisa de que la justicia está antes que la utilidad: debe preservarse el orden en el rango interior de los valores.

-A veinte años de esa suerte de explosión socio-cultural que fe el mayo francés del 68, ¿qué puede decirse de las repercusiones que ese fenómeno tuvo en la teología y qué queda hoy de dichas repercusiones?

-El mes de mayo francés en 1968 fue sólo la intensificación de un movimiento a nivel mundial, en el cual las fuerzas religiosas se volcaron tempestuosamente hacia lo terrenal, uniéndose con la profecía marxista del paraíso factible, en una nueva praxis.  Mayo de 1968 fue una explosión de cólera, hacia el mundo establecido y hacia la imagen proyectada entonces por la religión.  Al mismo tiempo, fue el inicio de una confianza enfática en que el abrazo entre el marxismo y las fuerzas con esperanzas en una religión mundanizada, haría surgir un mundo nuevo de hermandad, el Reino de Dios.  Se llegó a una politización radical de la religión y a una correspondiente ideologización de la política, puesto que la religión politizada es ideología.  El impulso vital de entonces terminó en colapso debido a los subsecuentes desengaños.  Los propios regímenes marxistas hubieron de reconocer la fragilidad de su ideología y refugiarse cada vez más en métodos pragmáticos, lisa y llanamente en aras de la propia subsistencia. ¿Qué quedó en la teología? Por lo pronto hay que dejar en claro que la fe no se recupera de la incredulidad automáticamente a través de los desengaños, del mismo modo que no se adquiere la alegría en el bien a través de la repugnancia que inspira el vicio.  Tanto la fe como el bien, exigen que el comienzo sea positivo; no provienen de negaciones, sino de un magno Sí.  Por esta razón, los desengaños de las teologías marxistas no han suscitado automáticamente una alegría nueva en la fe, sino que han engendrado más bien compromisos resignados, tibios, con los cuales por cierto nadie puede entusiasmarse.  Donde no hay un atrevido, nuevo y animoso Sí a la fe, reina un estado de espíritu en el que imperan el malestar y el desánimo.

Se tiene la sensación que ciertas teologías procuran camuflar con discursos sesudos la silenciosa apostasía que hay tras ellas, y pese a un despliegue de erudición, no nos dicen nada.

La buena teología exige una conversión como punto de partida.  Se percibe, especialmente en la generación joven, el principio de un Sí decidido e indiviso a la fe; esto nos permite tener esperanzas también en lo que respecta a la teología.

-¿Qué inconveniente ve V. E. en la ilusión de “teologizar” la política?

-Creo que con todo lo dicho anteriormente ya he dado respuesta.  Por cierto, que Jesús no era Barrabás; Él no organizó ninguna resistencia, ni política, ni militar.  Sigue siendo válido que: “Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera, mis súbditos combatirían por mí…” (Jn 18, 36).  Esto no significa en modo alguno que el mensaje de Cristo deja al mundo entregado a sí mismo: A fin de cuentas, se le ajustició a Él, no a Barrabás, porque el reino que no es de este mundo, pero que en él empieza, cuestiona al mundo en forma mucho más profunda que lo que puede hacer cualquier agrupación política.  Es por eso que, finalmente, se produce siempre la coalición de fuerzas políticas antagónicas contra Jesús: Pilatos y Herodes se reconcilian en el proceso contra Él.  La medida del Reino de Dios es algo diferente a la lucha de un partido contra otro.  Nos exige resistir toda clase de mentira y de injusticia.  “Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Ac 5,29).  Es esta nueva obediencia la que fija límites al arbitrio de los políticos dándoles su justa medida; y es la Iglesia quien debe enseñarla.

-¿En qué sentido se entiende la afirmación formulada por V. E. en términos de que el núcleo de nuestra crisis cultural reside en la desestabilización actual de lo ético?

-También he dicho ya lo principal respecto a esto. Prescindir de la cuestión de la verdad también liquida la norma ética.  Sin no sabemos lo que es verdad, tampoco podemos saber lo que está bien y ni siquiera si existe el bien en absoluto.  El bien es reemplazado por “lo mejor”, vale decir, por el cálculo de las consecuencias de una acción.  En realidad, para decirlo sin adornos, esto significa que el bien se ve desplazado, favoreciéndose lo útil en su reemplazo.  El hombre vive, por así decir, con los ojos y los oídos cerrados al mensaje de Dios en el mundo.  Pero si consideramos que la verdad y el bien constituyen el corazón de toda cultura, es fácil deducir las consecuencias que se siguen de la progresiva difusión de una postura tal.

Deformaciones litúrgicas

-La vida litúrgica ha tomado en los últimos años diversas inclinaciones no siempre bien avenidas con su sentido original. ¿Qué puede decirnos de aquellos desarrollos litúrgicos envueltos hoy por un sentido de la esperanza que se confunde con una militancia ideológica terrena?

-La liturgia cristiana es, por esencia, el conjunto de respuestas a la presencia del Dios viviente.  Su fundamento es la fe en que Dios está ahí y que es justo presentarse ante Él con acciones de gracias, alabanza y súplica.  Es por eso que la liturgia tiene su objetivo por lo pronto, en sí misma: si Dios es Dios, entonces nada hay que sea más importante que entablar con Él la relación adecuada.  Todas las demás relaciones reposan entonces sobre esta relación fundamental.  Pero si llega a perderse la fe en un Dios que realmente habla, oye y actúa, entonces hay que asignarle a la liturgia otros objetivos.  Pasa en consecuencia a desempeñar la función que le fuera atribuida desde el siglo pasado por los sociólogos: se convierte en la autoafirmación y en la autofundamentación de una comunidad. La comunidad se representa a sí misma en el ritual; se moviliza de acuerdo a sus propios fines.  Pero ya no se produce lo que convierte a la liturgia en algo precioso e insustituible: la presencia del Señor, que nos otorga lo que nosotros mismos no podríamos darnos.

-“No es por razones estéticas ni por un estrecho espíritu de restauración, ni por inmovilismo histórico, sino que por razones de fondo, que un género de música como rock debe ser excluido de la Iglesia” señalaba V. E. en un trabajo reciente.  ¿Cuáles son esas razones de fondo?

-Allí habría que preguntarse qué es la música en esencia.  En ella el ser humano convierte el fenómeno sensible del sonido en expresión de sí mismo.  Hay, en consecuencia, siempre una determinada conexión entre lo sensible y lo espiritual, que puede ir, sin embargo, en direcciones muy diferentes.  Por esta razón, la música no es neutra desde el punto de vista antropológico.  Puede sensualizar al ser humano o puede espiritualizarlo, puede purificarlo o convertirlo en un ser violento.

El interés del rock está ante todo puesto en la colectivización del ser humano; se “celebra” en la masa, no puede vivir sin ella.  El rock “libera” al ser humano de sí mismo, desde el momento en que lo desinhibe, arrastrándolo al salvaje éxtasis de la propia enajenación, en medio del palpitante tumulto de la masa.  Aquí ocurre el fenómeno exactamente inverso al producido por el coral gregoriano: No se elevan los sentidos convirtiéndose en una nueva dimensión de lo espiritual, de lo personal, sino que lo personal se disuelve en el vértigo orgiástico.  Surge una vivencia de liberación desbocada: El ser humano se siente libre de la responsabilidad de ser persona en el éxtasis del bullicio y del ritmo.  Pero esto es exactamente lo contrario de la liberación cristiana.  Esto es lo que hace que sea totalmente imposible “adaptar” el rock al cristianismo; si se insiste en hacerlo, o se renuncia a lo cristiano o se renuncia al rock.

Democracia y mayorías

-En un país como Chile, en el cual el imperio de cierta mayoría relativa, radicalmente ideologizada, condujo en el pasado al colapso de la democracia, muchos se preguntan cómo se manejaran las categorías de mayoría y minoría en la democracia hacia la cual transitamos.  Existe siempre el peligro -como en otros países que transitaron desde un régimen de libertad protegida a una plena democracia- de que se imponga un “totalitarismo legal”, por el cual nuevas mayorías ocasionales, apoyadas incluso desde el extranjero, quieran imponer al resto lo que es contrario por una parte al consenso profundo, entendido como tradición cultural, y por otra la propia ley natural ¿Cuál corresponde que sea el enfoque y la respuesta ética de una católico frente a una situación así, que se viene dando en tantos países?

-Su pregunta aborda la crisis del principio democrático ante la cual nos hallamos hoy.  Alexis de Tocqueville señalaba ya, hace aproximadamente 150 años, que la democracia sólo puede subsistir si antes ella va precedida por un determinado ethos.  Los mecanismos democráticos funcionan sólo si éste es, por así decir, obvio e indiscutible y sólo así se convierten tales mecanismos en instrumentos de justicia.  El principio de mayoría sólo es tolerable si esa mayoría tampoco está facultada para hacer todo a su arbitrio, pues tanto mayoría como minoría deben unirse en el común respeto a una justicia que obliga a ambas.  Hay, en consecuencia, elementos fundamentales previos a la existencia del Estado que no están sujetos al juego de mayoría y minoría y que deben ser inviolables para todos.

La cuestión es: ¿quién define tales “valores fundamentales”? ¿Y quién los protege? Este problema, tal como Tocqueville lo señalara, no se planteó en la primera democracia americana como problema constitucional, porque existía un cierto consenso cristiano básico -protestante-absolutamente indiscutido y que se consideraba obvio.  Este principio se nutría de la convicción común de los ciudadanos, convicción que estaba fuera de toda polémica.  ¿Pero qué pasa si ya no existen tales convicciones? ¿Es que es posible declarar, por decisión de mayoría, que algo que hasta ayer se consideraba injusto ahora es de derecho y viceversa?  Orígenes expresó al respecto en el siglo tercero: Si en el país de los escitas se convirtiere la injusticia en ley, entonces los cristianos que allí viven deben actuar contra la ley.  Resulta fácil traducir esto al siglo XX: Cuando durante el gobierno del nacional-socialismo se declaró que la injusticia era ley, en tanto durara tal estado de cosas un cristiano estaba obligado a actuar contra la ley.  “Se debe obedecer a Dios antes que a los hombres.”  ¿Pero cómo incorporar este factor al concepto democracia?

En todo caso, está claro que una constitución democrática debe cautelar, en calidad de fundamento, los valores provenientes de la fe cristiana declarándolos inviolables, precisamente en nombre de la libertad.  Una tal custodia del derecho sólo subsistirá, por cierto, si está resguardada por la convicción de gran número de ciudadanos.  Esta es la razón por la cual es de suprema importancia para la preparación y conservación de la democracia preservar y profundizar aquellas convicciones morales fundamentales, sin las cuales ella no podrá subsistir.  Estamos ante una enorme labor educadora a la cual deben abocarse los cristianos de hoy.

JAIME ANTÚNEZ ALDUNATE

El Mercurio, 12 de junio de 1988

 

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