Cada uno de nuestros corazones debería mantener con vida una parte de la creación, porque lo que no sostiene el amor se extingue. El hombre da vida al cosmos cuando le devuelve la memoria de su origen, cuando le descubre los rasgos del Creador en la magnificencia depositada en él, cuando convierte su sinfonía silenciosa en liturgia que canta la gloria de Dios.

La realidad escondida

Una de las características de la ciencia occidental es su indiferencia mística ante el mundo, contrapuesta a la actitud de la cultura griega y oriental y a los hábitos casi universales de quienes, en todo tiempo, al mirar su contorno, han leído una segunda escritura, sutilmente encubierta tras la apariencia de las cosas. La curiosidad científica de Occidente se ha resistido a ir acompañada por la admiración estética y la emoción extática. La objetividad no ha tenido la lucidez de inclinarse ante el misterio, frente al que parece insensible; no concluye espontáneamente en clarividencia mística. El método induce a la investigación a cosificar el fenómeno, sin concederle la intimidad o profundidad donde pueda leer algún metalenguaje, ni concederse a sí mismo –el investigador– ninguna desenvoltura extraña al sistema. En él está prohibida la libertad de pensamiento. Practica así una especie de circuncisión o castración mental que le evita ensimismarse en el misterio que puede haber detrás de cada fracción de realidad.

Hay una ingenuidad materialista: el mundo sensible es en sí mismo único, total, suficiente; ingenuidad menos disculpable que la concepción no científica del mundo. Cuanto más progresa la ciencia en el conocimiento descriptivo de las realidades mundanas –y humanas– tanto más se aleja de la realidad misteriosa de ambos. Pero seguir el rastro de la Mano que condujo su génesis no es un juego ilusorio, ni son abstracciones artificiosas las notas de orden y armonía, de belleza y perfección que ha marcado en ellas, ni una pretensión vana reconocerlas en el orden de lo real. Ello representa una intuición enteramente objetiva y racional.

La ciencia no tiene por qué mantenerse en actitud profana ante lo sensible. El espíritu es el primer puesto de observación de la realidad, el más próximo a ella, y por ello puede «adentrarse en la espesura» donde han quedado las huellas del amado, del Creador. El universo está hecho a la medida del espíritu humano, abarcable por él, puesto que en él mismo existen espacios más vastos que los cósmicos, profundidades más extensas que las del universo físico. La finitud humana está sumergida en la infinidad de Dios, en la que se albergan todos los mundos. En ella es posible percibir lo absoluto de donde brota cada contingencia, así como el valor de lo sensible en cuanto signo de lo divino. Las cosas se empequeñecen cuando la mirada hacia ellas se detiene en el puro fenómeno. En cambio, la mirada contemplativa de la realidad le confiere una como vibración anímica, la eleva sobre sí misma, reconoce su significación y trascendencia. Es la visión que se sitúa en «la profunda y clara sustancia de la alta luz» (Dante, El Paraíso, visión en la que se contempla la Trinidad y en ella toda su obra). El universo se hace entonces en el hombre conciencia, pregunta, admiración, pasmo.

Los cielos no son un lugar exclusivo para la investigación del científico o la imaginación del poeta; lo son ante todo para la fascinación del espíritu humano, para el hombre de actitud contemplativa, que prefiere sumergirse en el misterio de la realidad, en el corazón del mundo, más que entretenerse en el desmenuzamiento empírico de sus magnitudes. Franquear los límites autoimpuestos por la crítica científica, conjugar la curiosidad del sabio y el asombro del místico, traspasar los velos y las fronteras de la realidad, pertenece a la vocación y al sueño realizable del hombre.

Detrás de esa realidad espera siempre lo Real, fuente de la que emerge y a la que conduce. Para conocer el secreto de la realidad es preciso conocer el origen; de lo contrario, sólo topamos con su superficie. Una pintura nunca nos entrega todo su secreto hasta que la hemos contextualizado a partir de su autor. Entonces su imagen nos desvela enigmas no patentes en las figuras y los colores. La realidad separada de lo Real apenas dice nada, aunque creamos que lo explica todo. La dimensión material, espacial y temporal es portadora de una epifanía del Ser. El Nobel de Física Bernard d’Espagnat hablaba de «lo real velado», del «realismo no físico». De manera harto más sugestiva escribe Santa Teresa: «En todas las cosas que creó tan gran Dios, tan sabio, debe haber hartos secretos de que nos podemos aprovechar [...]. Creo que en cada cosita que Dios crió hay más de lo que se entiende» (Quinta Morada, 2,2).

Junto al contemplativo, el científico es el detective de las huellas del Ser, siempre que sea capaz de comprender que hay más ser y más realidad de lo que sus métodos detectan. Lo que importa al conocimiento es el todo, aquello que desborda siempre lo ya conocido. Por eso hay miradas más penetrantes que la del sabio, a las que se descubre ese otro Universo divino del que ha brotado el cosmos, en el que se sostiene y que guarda esos secretos que «ni el ojo vio, ni el oído oyó», ni la ciencia humana puede intuir. Esa mirada en la que a un orante como San Benito le fue dado contemplar el mundo entero concentrado en un rayo de luz ( Cf. San Gregorio Magno, Diálogos, II, 35 ).

Esa visión en la que se desvela que hasta el vaivén de un lirio lo regula la sabiduría y el amor divinos, o en la que se manifiesta que el azar aparente es el estilo de la obra de Dios mediante una acción tan poderosa como sutil, tan eficaz como silenciosa, tan magistral como ausente de alardes, y que actúa con tal naturalidad que puede parecer fruto de la casualidad. Una sencillez de ejecución paralela a la simplicidad de su narración en el relato bíblico de la Creación o en tantas referencias a ella: «la orden de Dios formó los mundos, haciendo que lo visible surgiera de lo invisible» (Heb 11, 3); «todas las cosas tienen en Él su consistencia» (Col 1, 17); su «mano poderosa sustenta el universo» (Heb 1, 3).

«El Espíritu todo lo explora, aun las profundidades de Dios» (Cor 2, 10); con más razón, sus obras externas, en las que adivina el Ser encubierto bajo la variedad infinita de ropajes e intensidades del ser. El cosmos aparece como una teofanía, la primera esfera de descubrimiento y relación con la realidad divina. En él ha quedado una palpitación, un estremecimiento de Dios, su primera revelación. El cosmos ha sido el primer rostro y la primera sonrisa de Dios, la primera de sus palabras. Su primer fiat fue para ese mundo, convertido en sombra de su Luz, expresión, a nuestra escala, del esplendor de su gloria; emanado, sostenido, consumado en el Logos divino. El místico sabe que la deflagración original fue una explosión de amor y de donación de ser: todo lo que ha sido hecho era vida en Él, dice San Juan. Nada hay que no esté lleno de Dios: «Dios y su obra es Dios». (San Juan de la Cruz, Puntos de Amor). El uso bíblico y litúrgico de los simbolismos del agua, del pan y del vino, del fuego, de la luz o del sol, dice suficientemente acerca de la realidad superior a que las cosas sirven de soporte y signo.

Tenemos la estatura del universo

La observación de los misterios del cielo no está limitada a lo que podemos contemplar desde este suelo o desde nuestros ingenios de observación. Contamos con el pensamiento, y mucho más con el amor, para hacernos presentes en cualquier punto del cosmos y allí plantar nuestra tienda, como el ave fénix sobre la copa del hermoso árbol de su misterioso bosque, desde el que acompaña, enajenado, el recorrido del sol. Contamos, sobre todo, con la energía metafísica del espíritu cuya sutileza, adecuadamente dirigida, puede poner los mundos a nuestro alcance. El espíritu sobrepasa el tiempo y el espacio: los abarca y los avizora, y él mismo se ensancha en la medida en que los penetra y los llena de sí, del espíritu de Dios. Ese espíritu infinito que nos habita y que establece el puente entre el presente actual y el presente inicial. El espíritu es la prolongación de Dios en nosotros. Tomando en la nuestra su mano, podemos franquear los espacios y los tiempos, hacernos espectadores de los «trabajos y los días» de Dios, cuando formaba la Luz que los colma y poblaba de vida y de seres el universo.

En cierto modo, también nosotros, desde siempre, hemos estado en Él, porque ya desde el «comienzo de sus tareas» nos contemplaba en Él. En la mente de Dios éramos un embrión palpitante, una idea y presencia vivientes. Desde nuestro presente en el tiempo, sin abandonar el calor de ese nicho divino en el que permanecemos, podemos remontarnos al «principio en que fuimos establecidos [...], a un tiempo remotísimo, antes de la tierra y los abismos», y unirnos al canto eterno que resuena en la Trinidad y se prolonga en el tiempo y en el espacio, en las criaturas que lo habitan y más allá de los espacios y los tiempos. «Cuando colocaba los cielos y trazaba la bóveda sobre la faz de la tierra, yo estaba junto a Él, me recreaba en su presencia», extasiado ante su juego creador, fascinado por la fuerza de su acción, por la variedad infinita y la armonía radiante de sus criaturas: «vio Dios que era bueno». Conditor alme siderum, saluda la Iglesia al Esposo que llega al abrirse el año litúrgico (Himno latino de las Vísperas de Adviento). Hoy están en espera de su redención porque también ellas quedaron agraviadas por nuestro pecado.

Es el universo que forma parte de nuestro contorno; es nuestro universo, y nosotros sus habitantes. El espacio entero es nuestro habitat; su totalidad nos pertenece: nos movemos en él aunque tengamos la sensación de estar anclados en un lugar circunscrito e infranqueable. No hay distancia entre el cielo y la tierra, ni diferencia entre el tiempo y la eternidad. Sólo hay modalidades en la percepción consciente de esas entidades, porque la lejanía no supone distancia para el espíritu.

Pertenecemos a la eternidad aunque momentáneamente transitemos por el tiempo. Esa limitación afecta a la corporalidad, no al orden espiritual. De alguna manera, también el espíritu humano «sopla donde quiere» (Jn 3,8). También él se mueve con soberana libertad por las edades, sean las de Dios o las del cosmos. Llevamos con nosotros los mundos y los tiempos: caminan a nuestro lado. Somos contemporáneos del pasado y del futuro; el presente es una pisada entre ambos. Mientras vive, el hombre parece pegado al suelo, pero puede volar más alto que las aves, ascender más allá de las altas cumbres, sobre las nubes más elevadas, por encima de «los cielos de los cielos». Su tierra no es más que el punto de despegue. Nuestro mundo es el mundo donde se halla la presencia de Dios; donde Él ha puesto su morada. Nosotros, no con el cuerpo, pero sí con la mente y el espíritu, con el amor, podemos estar ahí: en el cielo de Dios o en el cielo empíreo: «buscad las cosas de arriba» (Col 3,1).

Liturgia cósmica

Cada uno de nuestros corazones debería mantener con vida una parte de la creación, porque lo que no sostiene el amor se extingue. El hombre da vida al cosmos cuando le devuelve la memoria de su origen, cuando le descubre los rasgos del Creador en la magnificencia depositada en él, cuando convierte su sinfonía silenciosa en liturgia que canta la gloria de Dios. Desde la pequeñez del espacio que habita, el hombre es capaz de pulsar todos los latidos y vibraciones del universo, de escuchar el aliento de todas sus criaturas y convertirlo en cántico que resuene a través de todos sus espacios y llegue hasta las riberas del Creador. Entonces su vuelo llevará un solo mensaje: gloria in excelsis Deo, y sólo percibirá una realidad: la Belleza y Santidad, la Luz, la Magnificencia y la Sabiduría de las que proceden y que las envuelve.

Esos astros que describen nuestras noches y días, nuestros meses y años, nuestros ciclos y estaciones, componen una liturgia cósmica en su inagotable procesión de imágenes vivientes, luminosas, en sus majestuosas coreografías sinfónicas. Toda la creación es santuario que resuena con la salmodia de voces innumerables que llevan acentos de luz, de colores y sonidos, de formas y magnitudes; templo que se viste de belleza y majestad por la gracia del Creador, y se arropa en el manto de luz emanada del que es «reflejo de la gloria» del Padre. Corresponde al hombre continuar el oficio de Adán: dar un nombre a cada ser de ese universo, pronunciarlo ante Dios, presentarle en él toda la riqueza de que los ha colmado, oír y modular sus armonías, cantar con ellos el Amor y la Vida que los ha generado.

Los cielos representan una reserva de luminosidad para nuestras sombras, de paz imperturbable para nuestro frenesí, de profundidades para nuestros vacíos, de vida palpitante para nuestra esterilidad, de melodías siderales para nuestros corazones marchitos, de belleza multiforme e intacta para un mundo y un hombre que han visto arrebatado el esplendor de su figura. Reserva de palabras todavía indescifradas para ojos y mentes que miran sin ver y deletrean sin entender, pero que están abiertas a quien sigue el gesto del dedo que las diseñó. Provisión de libertad ilimitada en el azul límpido de sus abismos y en la serenidad de su silencio imperturbable.

Ese firmamento que guarda la luz y la pureza de nuestra infancia humana, la memoria del hombre original, cuando todavía eran nuestros el roce de la mano creadora de Dios, el rumor de brisas y melodías inalteradas, la sonrisa sin sobresaltos, la mirada extasiada e incorrupta, la armonía con todos los seres, el goce de la actividad y del reposo sin fin.


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