Hace poco más de un año, en la víspera de la visita del Santo Padre a Chile, el Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, concedía a El Mercurio una amplia entrevista en cuyo desarrollo abordaba, como lo señalara el ilustre entrevistado, “el núcleo de los problemas teológicos actuales”

Ahora, a un mes de la venida a Chile del propio Cardenal Ratzinger, ha vuelto, en Roma, muy cordialmente a responder a nuestras preguntas.  Desde el sentir apostólico que inspira el trabajo de la Congregación romana que preside -encargada de apoyar al Papa nada menos que en la custodia de la fe- pasando por el sustrato doctrinal de los problemas y urgencias pastorales contemporáneos, las malinterpretaciones y abusos que afectan a la liturgia, hasta el tratamiento religioso y ético que se debe tener de la política, el Cardenal va iluminando lo que es confuso.  Con palabras certeras, como apreciará el lector, y sobre todo con la precisión del gran teólogo, a quien, por lo demás, es el propio Papa el que ha revestido de una inmensa autoridad en la materia.

No faltando quienes hayan objetado que pueda hablarse de teología en Latinoamérica cuando se está en Roma -así los adeptos de ciertas corrientes liberacionistas- y dada la expectativa que siempre crea la visita del Cardenal Ratzinger a cualquier nación de tradición católica – en este caso a Chile-, es por este tema que se envereda hoy la conversación.

-Entiendo que este viaje a Chile será su sexta visita a Latinoamérica, donde antes estuvo en Colombia, Perú y otros países.  ¿Qué diría a quienes ponen como objeción a determinados planteamientos emanados de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, que V.E. dirige, el supuesto desconocimiento de territorios como Latinoamérica? ¿En qué medida, por lo demás, puede el conocimiento geográfico incidir en juicios de carácter teológico?

-Se trata en efecto de mi sexto viaje a Latinoamérica.  Antes ya estuve dos veces en Colombia, la primera en 1972; también viajé a Brasil. Ecuador y Perú.  Pero estoy consciente de que no es posible llegar a conocer de veras a un país y menos un continente, a través de viajes aislados.  Para poder hablar de “conocer”, en todo el sentido de la palabra, habría que compartir interiormente la vida de un país durante un tiempo largo.

La pregunta que se plantea es, sin embargo, qué es lo que debe esperarse en realidad de un pronunciamiento oficial de la Santa Sede y qué intenciones se persiguen con él.

Nuestro objetivo no puede consistir en querer conocer los problemas propios de un país mejor que sus habitantes, ya se trate de cuestiones económicas, políticas y aun pastorales, para darles lecciones al respecto.  Por supuesto, si se piensa que sólo tales temas son dignos de tratarse y que todo lo demás es teoría desprovista de valor, entonces un magisterio común de la fe carece de cualquier sentido.  Mas ésta es, precisamente, la cuestión principal: ¿Qué es lo importante para el ser humano? ¿Hasta qué punto pueden los hombres entenderse en la verdad común, por encima de la diversidad de situaciones? ¿Existe en toda diferencia la posibilidad de una comprensión común y no será quizá, precisamente, esta verdad común, imprescindible también para la recta comprensión de la situación propia?

Se ha reprochado a la Congregación de la Fe el partir desde la Escritura y del dogma para llegar a la praxis, cuando, según los objetantes, debería partirse desde la praxis y la experiencia para poder utilizar la Escritura.  Como usted ve, en esta discusión están en juego cuestiones fundamentales acerca de la relación entre la verdad y la praxis, entre la experiencia y el conocimiento.

El valor de la praxis y de la experiencia no debe ser minimizado en su importancia para el conocimiento humano.  Pero tampoco debe llevarse la primacía de la praxis hasta un punto que haga imposibles el lenguaje, el pensamiento y la acción comunes en la fe. Las experiencias dividen, la fe unificada. La misión de Pedro es de unidad y hoy en día es quizá más importante que nunca.  Debe salir en defensa de la comunidad y unidad de sus postulados fundamentales, frente a las tentaciones de retrotraerla del todo a las experiencias propias, particularizándola de este modo; son estos postulados fundamentales los que posibilitan en forma primordial la recta interpretación de la experiencia, señalando así a la praxis el camino a seguir.  Es significativo para la fe cristiana, el que Logos preceda al Ethos, que el conocimiento sea previo a la acción y la dirija.

URGENCIAS PASTORALES

-Desde el punto de vista pastoral, ¿es el ateísmo la principal preocupación de la Iglesia en relación al hombre contemporáneo? Y si lo es, ¿trátase de un ateísmo práctico o más bien ideológico?

-La raíz de todos los problemas pastorales es, sin lugar a dudas, la pérdida de la capacidad de percepción de la verdad, que va lado a lado con el enceguecimiento ante la realidad de Dios.  Es digno de señalarse cómo interactúan aquí el orgullo y la falsa humildad.  Primero es el orgullo, que motiva al hombre a emular a Dios, a creerse capaz de entender los problemas del mundo y construirlo de nuevoEn la misma medida surge la falsa modestia, que sostiene la idea de que es del todo imposible que Dios se preocupe de los hombres y hasta llegue a hablarles.  El ser humano ya no se atreve a aceptar que es capaz de reconocer por sí mismo la verdad, esto le parece presunción; piensa que debe conformarse con tener acceso a la acción.  En este mismo instante, también enmudece para él la Sagrada Escritura: Ahora no nos dice lo que es verdad, sino que sólo nos informa lo que tiempos y hombres pretéritos pensaban que era verdadero.  Con esto cambia también la imagen de la Iglesia: ella deja de ser la transparencia de lo Eterno, para pasar a ser sólo una especie de liga en pro de la moral y el mejoramiento de las cosas terrenales; la medida de su valor estaría en su éxito terreno.  Se infiltran aquí necesariamente el ateísmo práctico y el ideológico, junto a una cierta conveniencia.  Primero sólo se procede como si Dios no existiera; pero luego es preciso justificar esa posición, explicando la primacía de la praxis.  De aquí a la ideología hay sólo un corto trecho.

-En más de una ocasión, y particularmente al cumplirse un año de su visita a Chile, el Santo Padre ha hecho hincapié en que el punto culminante de su peregrinación por nuestra tierra fue la misa de beatificación de Sor Teresa de Los Andes. ¿Qué significación ve V.E. al hecho de que la reconciliación -apelo tan constante de la Iglesia al hombre de hoy- haya sido encomendada en nuestro país a la intercesión de una jovencísima carmelita descalza, que rindió su alma a Dios por el camino de la contemplación?

-Frente a la obsesión por la praxis y al culto del éxito, es absolutamente esencial señalar la total entrega a Dios de una monja desconocida, a través de la contemplación.  La discusión de Abraham con Dios acerca del destino de Sodoma, sigue siendo válida a través de toda la historia: la posibilidad de supervivencia de una ciudad, de un Estado, depende de los diez justos que allí vivan.  Ninguna acción, ningún mecanismo político funcionará jamás si no existen estas almas entregadas enteramente a Dios en el silencio, que son las que permiten que las fuerzas de la Eterno fluyan impetuosamente en el tiempo.

entrevista

 

-El actual Papa Juan Pablo II ha insistido varias veces en la validez de esa advertencia de Pío XII: “El gran pecado del mundo contemporáneo es haber perdido la noción del pecado”.  Mientras tanto, parece que el sentido de la libertad, tan aguzado en el hombre contemporáneo, compele a éste a conocerlo y a probarlo todo, indiscriminadamente.  A la luz de ello, ¿qué podría comentarse de este pensamiento de Simone Weil: “Hacemos la experiencia del bien sólo cuando la cumplimos.  Cuando hacemos el mal, no lo conocemos, porque el mal aborrece la luz”?

-Pienso que esta palabra de Simone Weil es fundamental, precisamente a propósito del problema de la experiencia del cual hemos partido.  El bien y la verdad son inseparables entre sí.  Es un hecho que sólo hacemos el bien cuando estamos en armonía con la lógica interna de la realidad y de nuestro propio ser. Actuamos bien, cuando el sentido de nuestro ser, es decir, cuando hallamos la verdad y la realizamos.  En consecuencia, hacer el bien conduce necesariamente al conocimiento de la verdad.  Quien no hace el bien, se ciega también a la verdad.  A la inversa, el mal se genera a través del enfrentamiento de mi yo contra la exigencia del ser, de la realidad.  Esto es el abandono de la verdad.  Es por eso que hacer el mal no conduce al conocimiento, sino que a la ofuscación.  Ya no puedo -ni quiero- ver lo que es malo; el sentido del bien y del mal queda embotado.  Y por eso el Señor dice que el Espíritu Santo amonestará al mundo en relación al pecado (Juan, 16,8): En su calidad de Espíritu de Dios, deja en claro lo que es el pecado; sólo él, que es todo luz, puede reconocer lo que el pecado significa y conducir así a los hombres a la verdad.  Hablando de esto mismo, San Pablo expresa: El hombre espiritual -el que vive en el Espíritu Santo- entiendo todo (1 Cor 2,15).  La comunión con el bien, con el Espíritu Santo, es la más honda de todas las experiencias posibles y nos proporciona, en consecuencia, la pauta para una comprensión que llega al núcleo de la realidad.

Profetismo, ideologías…

-Es frecuente ver en Latinoamérica que numerosos eclesiásticos sienten como deber suyo la denuncia profética.  Casi como consecuencia de ello, se observa que la mayoría de los pronunciamientos y declaraciones públicas de miembros del clero en nuestros países versan sobre cuestiones contingentes. ¿Dónde se ubica precisamente el papel profético del pastor en términos de actitud personal y urgencias de momento histórico? ¿Cómo debe entenderse hoy ese decir que recuerda San Alfonso y que recoge don Juan Bautista Chautard en su libro sobre el alma interior de todo apostolado: “A tal pastor, tal rebaño”?

-Tengo la impresión de que hoy existe un vasto malentendido en torno a la categoría de lo profético.  El profeta se entiende así como un gran acusador, que se coloca en la línea de los “maestros de la suspicacia” y percibe lo negativo por doquiera.  Esto es tan falso como aquella opinión que prevalecía antaño y confundía al profeta con el adivino.

El profeta es en realidad el hombre espiritual, en el sentido que San Pablo da a esta expresión; es decir, es aquel que está totalmente penetrado del Espíritu de Dios y que por esa causa es capaz de ver rectamente y de juzgar en consecuencia.  Su misión es, por lo tanto, hacer la obra del Espíritu Santo y ello significa convencer al mundo en orden al pecado, a la justicia y al juicio (Juan 16,8).  Puesto que todo lo ve a la luz de Dios, posee una percepción inexorable en lo que al pecado respecta; él debe dejar al descubierto la hipocresía y la mentira ocultas en las cosas humanas, para dejar despejado el camino hacia la verdad.

Convencer al mundo del pecado es desde luego algo enteramente distinto a una crítica social fundada en lo puramente sociológico, o guiada por intereses de tipo político.  Significa juzgar a los hombres y a las circunstancias a partir de su relación para con Dios; introducir en la comunicación el juicio de Dios como el factor decisivo y remitirlo todo a Dios.  Por esta causa, el lenguaje profético es religioso en grado máximo, es lenguaje “espiritual”.  Va mucho más allá de lo meramente político: el pecado siempre consiste -en última instancia, como afirma el Evangelio- en no creer en Cristo (Jn 16,8), en politizar a Cristo reduciéndolo a la medida de Barrabás y no querer verlo en su verdadera dimensión de Camino, Verdad y Vida.  Por eso, el lenguaje profético siempre aplica también la medida de lo positivo: la justicia “porque me voy al Padre” y el juicio de Dios.  Precisamente por esta razón, el lenguaje profético es siempre portador de esperanza.  Hablar proféticamente significa, en síntesis, interpretar la situación desde el punto de vista de Dios, reconocer la voluntad de Dios rectamente en una situación determinada y proclamarla.

Decidir si estamos llamados a hablar proféticamente y en qué circunstancias demanda una introspección muy seria, pues nadie puede erigirse por cuenta propia en profeta.

-En su reciente libro “Le Choix de Dieu”, el Cardenal Lustiger, Arzobispo de París, afirma que “aun religiosa, la ideología es la peor degradación de la fe y de la religión.  Impide el despliegue sereno de la fe.  Es una termita interior que lo devora todo” ¿Es ésta en realidad otra perspectiva del mismo fenómeno que V.E. analizó con referencia a la “mística del reino” y al escape hacia la utopía que produce la pérdida de la visión de trascendencia, cuando inauguró en abril de 1984 el Congreso Internacional de la Fundación Hanns-Martin Schlayer?

-Me parece que ambos hemos querido decir exactamente lo mismo.  Se ideologiza la fe cuando ella ya no es el punto de partida de la voluntad de Dios y su Revelación se convierten en medios para alcanzar nuestras metas humanas.  Si la fe se mide en cuanto a su utilidad para nuestros programas humanos, entonces ya no estamos sirviendo a Dios, sino que Dios debe servirnos a nosotros; esto es pervertir el culto.  Es cierto, los diez justos salvan la ciudad, pero no son justos porque ello conlleva ventajas políticas, sino que las ventajas políticas se generan porque se practica la justicia por ella misma y así se hace patente, límpidamente, toda su fuerza.  La palabra de Jesús acerca de la búsqueda del Reino de Dios y las necesidades terrenales sigue siendo hoy plenamente válida: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 7, 33). Lo cual no significa, naturalmente, que la planificación política sea superflua, todo lo contrario.  Precisamente porque no se debe transformar el Reino de Dios en una utopía política, es que la política ha de desplegar su propia lógica en el ámbito que le fije la razón.  Simultáneamente, la política hay de partir de la premisa de que la justicia está antes que la utilidad: debe preservarse el orden en el rango interior de los valores.

-A veinte años de esa suerte de explosión socio-cultural que fe el mayo francés del 68, ¿qué puede decirse de las repercusiones que ese fenómeno tuvo en la teología y qué queda hoy de dichas repercusiones?

-El mes de mayo francés en 1968 fue sólo la intensificación de un movimiento a nivel mundial, en el cual las fuerzas religiosas se volcaron tempestuosamente hacia lo terrenal, uniéndose con la profecía marxista del paraíso factible, en una nueva praxis.  Mayo de 1968 fue una explosión de cólera, hacia el mundo establecido y hacia la imagen proyectada entonces por la religión.  Al mismo tiempo, fue el inicio de una confianza enfática en que el abrazo entre el marxismo y las fuerzas con esperanzas en una religión mundanizada, haría surgir un mundo nuevo de hermandad, el Reino de Dios.  Se llegó a una politización radical de la religión y a una correspondiente ideologización de la política, puesto que la religión politizada es ideología.  El impulso vital de entonces terminó en colapso debido a los subsecuentes desengaños.  Los propios regímenes marxistas hubieron de reconocer la fragilidad de su ideología y refugiarse cada vez más en métodos pragmáticos, lisa y llanamente en aras de la propia subsistencia. ¿Qué quedó en la teología? Por lo pronto hay que dejar en claro que la fe no se recupera de la incredulidad automáticamente a través de los desengaños, del mismo modo que no se adquiere la alegría en el bien a través de la repugnancia que inspira el vicio.  Tanto la fe como el bien, exigen que el comienzo sea positivo; no provienen de negaciones, sino de un magno Sí.  Por esta razón, los desengaños de las teologías marxistas no han suscitado automáticamente una alegría nueva en la fe, sino que han engendrado más bien compromisos resignados, tibios, con los cuales por cierto nadie puede entusiasmarse.  Donde no hay un atrevido, nuevo y animoso Sí a la fe, reina un estado de espíritu en el que imperan el malestar y el desánimo.

Se tiene la sensación que ciertas teologías procuran camuflar con discursos sesudos la silenciosa apostasía que hay tras ellas, y pese a un despliegue de erudición, no nos dicen nada.

La buena teología exige una conversión como punto de partida.  Se percibe, especialmente en la generación joven, el principio de un Sí decidido e indiviso a la fe; esto nos permite tener esperanzas también en lo que respecta a la teología.

-¿Qué inconveniente ve V. E. en la ilusión de “teologizar” la política?

-Creo que con todo lo dicho anteriormente ya he dado respuesta.  Por cierto, que Jesús no era Barrabás; Él no organizó ninguna resistencia, ni política, ni militar.  Sigue siendo válido que: “Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera, mis súbditos combatirían por mí…” (Jn 18, 36).  Esto no significa en modo alguno que el mensaje de Cristo deja al mundo entregado a sí mismo: A fin de cuentas, se le ajustició a Él, no a Barrabás, porque el reino que no es de este mundo, pero que en él empieza, cuestiona al mundo en forma mucho más profunda que lo que puede hacer cualquier agrupación política.  Es por eso que, finalmente, se produce siempre la coalición de fuerzas políticas antagónicas contra Jesús: Pilatos y Herodes se reconcilian en el proceso contra Él.  La medida del Reino de Dios es algo diferente a la lucha de un partido contra otro.  Nos exige resistir toda clase de mentira y de injusticia.  “Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Ac 5,29).  Es esta nueva obediencia la que fija límites al arbitrio de los políticos dándoles su justa medida; y es la Iglesia quien debe enseñarla.

-¿En qué sentido se entiende la afirmación formulada por V. E. en términos de que el núcleo de nuestra crisis cultural reside en la desestabilización actual de lo ético?

-También he dicho ya lo principal respecto a esto. Prescindir de la cuestión de la verdad también liquida la norma ética.  Sin no sabemos lo que es verdad, tampoco podemos saber lo que está bien y ni siquiera si existe el bien en absoluto.  El bien es reemplazado por “lo mejor”, vale decir, por el cálculo de las consecuencias de una acción.  En realidad, para decirlo sin adornos, esto significa que el bien se ve desplazado, favoreciéndose lo útil en su reemplazo.  El hombre vive, por así decir, con los ojos y los oídos cerrados al mensaje de Dios en el mundo.  Pero si consideramos que la verdad y el bien constituyen el corazón de toda cultura, es fácil deducir las consecuencias que se siguen de la progresiva difusión de una postura tal.

Deformaciones litúrgicas

-La vida litúrgica ha tomado en los últimos años diversas inclinaciones no siempre bien avenidas con su sentido original. ¿Qué puede decirnos de aquellos desarrollos litúrgicos envueltos hoy por un sentido de la esperanza que se confunde con una militancia ideológica terrena?

-La liturgia cristiana es, por esencia, el conjunto de respuestas a la presencia del Dios viviente.  Su fundamento es la fe en que Dios está ahí y que es justo presentarse ante Él con acciones de gracias, alabanza y súplica.  Es por eso que la liturgia tiene su objetivo por lo pronto, en sí misma: si Dios es Dios, entonces nada hay que sea más importante que entablar con Él la relación adecuada.  Todas las demás relaciones reposan entonces sobre esta relación fundamental.  Pero si llega a perderse la fe en un Dios que realmente habla, oye y actúa, entonces hay que asignarle a la liturgia otros objetivos.  Pasa en consecuencia a desempeñar la función que le fuera atribuida desde el siglo pasado por los sociólogos: se convierte en la autoafirmación y en la autofundamentación de una comunidad. La comunidad se representa a sí misma en el ritual; se moviliza de acuerdo a sus propios fines.  Pero ya no se produce lo que convierte a la liturgia en algo precioso e insustituible: la presencia del Señor, que nos otorga lo que nosotros mismos no podríamos darnos.

-“No es por razones estéticas ni por un estrecho espíritu de restauración, ni por inmovilismo histórico, sino que por razones de fondo, que un género de música como rock debe ser excluido de la Iglesia” señalaba V. E. en un trabajo reciente.  ¿Cuáles son esas razones de fondo?

-Allí habría que preguntarse qué es la música en esencia.  En ella el ser humano convierte el fenómeno sensible del sonido en expresión de sí mismo.  Hay, en consecuencia, siempre una determinada conexión entre lo sensible y lo espiritual, que puede ir, sin embargo, en direcciones muy diferentes.  Por esta razón, la música no es neutra desde el punto de vista antropológico.  Puede sensualizar al ser humano o puede espiritualizarlo, puede purificarlo o convertirlo en un ser violento.

El interés del rock está ante todo puesto en la colectivización del ser humano; se “celebra” en la masa, no puede vivir sin ella.  El rock “libera” al ser humano de sí mismo, desde el momento en que lo desinhibe, arrastrándolo al salvaje éxtasis de la propia enajenación, en medio del palpitante tumulto de la masa.  Aquí ocurre el fenómeno exactamente inverso al producido por el coral gregoriano: No se elevan los sentidos convirtiéndose en una nueva dimensión de lo espiritual, de lo personal, sino que lo personal se disuelve en el vértigo orgiástico.  Surge una vivencia de liberación desbocada: El ser humano se siente libre de la responsabilidad de ser persona en el éxtasis del bullicio y del ritmo.  Pero esto es exactamente lo contrario de la liberación cristiana.  Esto es lo que hace que sea totalmente imposible “adaptar” el rock al cristianismo; si se insiste en hacerlo, o se renuncia a lo cristiano o se renuncia al rock.

Democracia y mayorías

-En un país como Chile, en el cual el imperio de cierta mayoría relativa, radicalmente ideologizada, condujo en el pasado al colapso de la democracia, muchos se preguntan cómo se manejaran las categorías de mayoría y minoría en la democracia hacia la cual transitamos.  Existe siempre el peligro -como en otros países que transitaron desde un régimen de libertad protegida a una plena democracia- de que se imponga un “totalitarismo legal”, por el cual nuevas mayorías ocasionales, apoyadas incluso desde el extranjero, quieran imponer al resto lo que es contrario por una parte al consenso profundo, entendido como tradición cultural, y por otra la propia ley natural ¿Cuál corresponde que sea el enfoque y la respuesta ética de una católico frente a una situación así, que se viene dando en tantos países?

-Su pregunta aborda la crisis del principio democrático ante la cual nos hallamos hoy.  Alexis de Tocqueville señalaba ya, hace aproximadamente 150 años, que la democracia sólo puede subsistir si antes ella va precedida por un determinado ethos.  Los mecanismos democráticos funcionan sólo si éste es, por así decir, obvio e indiscutible y sólo así se convierten tales mecanismos en instrumentos de justicia.  El principio de mayoría sólo es tolerable si esa mayoría tampoco está facultada para hacer todo a su arbitrio, pues tanto mayoría como minoría deben unirse en el común respeto a una justicia que obliga a ambas.  Hay, en consecuencia, elementos fundamentales previos a la existencia del Estado que no están sujetos al juego de mayoría y minoría y que deben ser inviolables para todos.

La cuestión es: ¿quién define tales “valores fundamentales”? ¿Y quién los protege? Este problema, tal como Tocqueville lo señalara, no se planteó en la primera democracia americana como problema constitucional, porque existía un cierto consenso cristiano básico -protestante-absolutamente indiscutido y que se consideraba obvio.  Este principio se nutría de la convicción común de los ciudadanos, convicción que estaba fuera de toda polémica.  ¿Pero qué pasa si ya no existen tales convicciones? ¿Es que es posible declarar, por decisión de mayoría, que algo que hasta ayer se consideraba injusto ahora es de derecho y viceversa?  Orígenes expresó al respecto en el siglo tercero: Si en el país de los escitas se convirtiere la injusticia en ley, entonces los cristianos que allí viven deben actuar contra la ley.  Resulta fácil traducir esto al siglo XX: Cuando durante el gobierno del nacional-socialismo se declaró que la injusticia era ley, en tanto durara tal estado de cosas un cristiano estaba obligado a actuar contra la ley.  “Se debe obedecer a Dios antes que a los hombres.”  ¿Pero cómo incorporar este factor al concepto democracia?

En todo caso, está claro que una constitución democrática debe cautelar, en calidad de fundamento, los valores provenientes de la fe cristiana declarándolos inviolables, precisamente en nombre de la libertad.  Una tal custodia del derecho sólo subsistirá, por cierto, si está resguardada por la convicción de gran número de ciudadanos.  Esta es la razón por la cual es de suprema importancia para la preparación y conservación de la democracia preservar y profundizar aquellas convicciones morales fundamentales, sin las cuales ella no podrá subsistir.  Estamos ante una enorme labor educadora a la cual deben abocarse los cristianos de hoy.

JAIME ANTÚNEZ ALDUNATE

El Mercurio, 12 de junio de 1988

 

El significado del sacramento de la confirmación nos sugiere la Iglesia a través de los signos con los cuales este sacramento es conferido. Siguiendo atentamente el desarrollo de la administración de la confirmación, se puede constatar fácilmente que toda la ceremonia se subdivide en tres momentos. El primero está constituido por las promesas de la confirmación; sigue después la oración recitada por el Obispo con los brazos extendidos en nombre de la Iglesia, a la cual sigue la confirmación propiamente dicha que comprende la unción, la imposición de las manos, el abrazo de paz.  Vamos a considerar un poco más de cerca cada una de estas partes.

1. Al principio encontramos unas preguntas que requieren una respuesta

¿Renunciáis a Satanás, creéis en Dios, Padre omnipotente, en Jesucristo su único Hijo, en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia? Las preguntas unen recíprocamente la confirmación y el bautismo.  Fueron hechas en el momento del bautismo y en la mayoría de vosotros las respuestas fueron dadas por los padres o padrinos que os prestaron su fe de la misma manera en que habían puesto a vuestra disposición una parte de su vida para que pudieran nacer y desarrollarse cuerpo, alma y espíritu.  Pero ahora lo que se os prestó tiene que llegar a ser vuestro: ciertamente, como hombres siempre vivimos en reciprocidad, no solamente de lo que se nos ha prestado, más también de lo que se nos da.  Lo uno conlleva lo otro.  Pero tenemos que decidirnos por nosotros mismos; el don nos pertenece solamente desde el momento en que lo aceptamos.  De esta manera en la confirmación continúa lo que se inició en el bautismo.  La confirmación es el complemento del bautismo.  Este es el auténtico sentido de la palabra “Confirmación”; significa refuerzo, una palabra tomada del vocabulario del derecho, que se utilizaba para indicar el procedimiento por el cual un pacto entra definitivamente en vigor.

De hecho, la promesa con la cual comienza la ceremonia de la confirmación está concebida como la conclusión de un pacto.  Recuerda la conclusión de la alianza entre Dios e Israel en Sinaí.  Entonces, Dios había puesto ante Israel una opción: “Yo te he puesto delante la vida y la muerte… escoge pues la vida para que vivas” (Dt 30,19).  La confirmación es vuestro Sinaí.  El Señor está delante de vosotros y os dice: “Escoge la vida”.  Cada uno quiere vivir, sacar mucho de la vida, aprovechar la oferta de la vida en el modo mejor.  ¡Escoge la vida! Habremos escogido verdaderamente la vida solamente cuando estamos en alianza con aquel que es Él mismo la vida.  La renuncia a Satanás significa renunciar al dominio de la mentira que nos engaña con el espejismo de la vida y nos lleva así al desierto.  El que, por ejemplo, se deja coger por la droga busca una extensión de la vida en el reino fantástico e ilimitado y al principio cree encontrarla.  En realidad, se engaña y al final no puede soportar la vida real; y la otra, la falsa, en la cual había sido atrapado, se hace pedazos. ¡Escoge la vida! Las preguntas y las respuestas de la promesa son una especie de introducción a la vida; son las señales del camino para llegar a la vida, que no siempre es cómoda.  Pero lo cómodo no es lo verdadero y sólo lo verdadero es vida.  Ya hemos dicho que esta promesa es una especie de contrato, una alianza.  Podríamos decir también: hay una semejanza con el matrimonio.  Ponemos nuestras manos en las de Cristo.  Nos decidimos a recorrer nuestro camino junto con Él porque sabemos: Él es la vida (Jn 14,6).

2. La existencia cristiana supone decisión, Pero no es solamente un sistema de mandamientos que exija de nosotros prestaciones morales.  En nuestra existencia cristiana nosotros somos ante todo los beneficiarios, es decir, somos acogidos en una comunidad, la Iglesia, que nos sostiene.  Esto resulta visible en el segundo momento de la confirmación, en la oración recitada por el obispo en fuerza de su consagración, en nombre de toda la Iglesia.  Al hacerla, el obispo alarga los brazos como Moisés, mientras Israel combatía (Ex 17,1 Is.). Estas manos extendidas son como un techo que nos cubre y defiende del sol y de la lluvia; son también como una antena que nos hace presente lo que está lejos.  Lo lejano, la fuerza del Espíritu Santo, se hace nuestra, al entrar dentro del radio de acción de esta oración.  Para el que vive en la Iglesia son válidas y hermosas las palabras dirigidas por el padre en la parábola del hijo pródigo al hijo mayor: “Todo lo mío es tuyo” (le 15,31).  Lo mismo que al principio de nuestra vida los padres nos han asegurado su vida y su fe, así la Iglesia nos consolida en su fe y en su oración, las cuales nos pertenecen por cuento nosotros mismos pertenecemos a la Iglesia.  De esta manera las palabras altisonantes y en cierto modo extrañas reciben un sentido: la oración para obtener el espíritu de sabiduría, fortaleza, piedad y temor de Dios.  Nadie puede construir por sí solo la vida; para esto no bastan la sabiduría, la ciencia, la fuerza del más fuerte.  Nos basta mirar los periódicos para constatar que precisamente los más fuertes, los hombres de suceso, al fin no saben qué hacer de la vida y llegan a la desesperación.  Por el contrario, cuando miramos el misterio de hombres que tal vez han sido muy simples, pero han encontrado la paz y la plenitud, constatamos que la clave de su misterio está aquí: no estaban solos.  No tenían necesidad de descubrir la vida por sí solos.  Aceptaron “el consejo” del que realmente tenía para darlo y así pudieron utilizar lo que ellos no tenían: la sabiduría, la fuerza, el consejo: “Todo lo mío es tuyo”.  Estaban bajo un techo que protege, que se extiende hasta el umbral de la eternidad, el umbral de la vida a la que nos junta.  Las manos del obispo nos indican dónde se encuentra este techo del que todos tenemos necesidad.  Son una indicación y una promesa: bajo el techo de la confirmación, bajo el techo de la Iglesia orante vivimos al mismo tiempo protegidos y abiertos; en el radio de acción del Espíritu Santo.

3. Al fin sigue la administración personal de la Confirmación

a) El rito comienza con la llamada personal a cada uno de los confirmados.  Ante Dios nosotros no somos masa.  Por ello los sacramentos no se administran nunca colectivamente, sino personalmente.  Para Dios toda persona tiene su propio rostro, su propio nombre, Dios nos llama personalmente.  Nosotros no somos muestras cambiables de una mercancía; somos amigos, conocidos, queridos, amados.  Dios tienen para cada uno un plan propio.  Nos ama a cada uno.  Nadie es superfluo, ninguno un puro caso.  Al oír vuestro nombre, os debería entrar al corazón la convicción: Dios me quiere, ¿qué quiere de mí?

b)La imposición de las manos es la aplicación del gesto de las manos extendidas en la esfera de lo personal.  La imposición de las manos, en primer lugar, es el gesto de la toma de posición.  Cuando pongo las manos sobre alguna cosa, quiero decir: esto es mío.  El Señor pone las manos sobre nosotros.  Nosotros somos suyos.  Mi vida no me pertenece.  No puedo decir: esta vida es mía, puedo hacer de ella lo que quiero, puedo malgastarla si se me antoja.  No, Dios me ha reservado una tarea dentro de un conjunto.  Si yo destruyo mi vida o la malgasto, falta algo al conjunto.  De una vida fallida emana algo de negativo para los demás.  Nadie vive solamente para sí.  Mi vida no es mía.  Un día se me preguntará: ¿qué has hecho de la vida que te di? Su mano se pone sobre mí…

la imposición de las manos es también un gesto de afecto, de amistad.  Si no puedo decir ya nada a un enfermo porque está demasiado decaído o incluso sin conciencia, entonces le impongo las manos y él experimenta una cercanía -que la ayuda-.  Siente que no está solo.  La imposición de las manos significa al mismo tiempo el afecto que Dios tiene hacia nosotros.  Por esta imposición de las manos siento que me sostiene un amor al cual puedo abandonarme incondicionalmente.  Me acompaña un amor que no engaña nunca y no me abandona tampoco en mis fracasos.  Me asegura comprensión incluso cuando ningún otro quiere comprenderme.  Él ha puesto su mano sobre mí: es el Señor.

La imposición de las manos significa igualmente protección.  El Señor se compromete en mi favor.  Él no me ahorra viento y tempestad, pero me protege del mal verdadero que normalmente olvidamos en todos nuestros aparatos defensivos:  la pérdida de la fe, la pérdida de Dios.  Si pongo mi confianza sólo en Él y no me alejo yo mismo de sus manos.

c) Después la frente viene signada con la señal de la cruz.  Es la señal de Jesucristo, con la cual a su tiempo Él volverá.  También ésta es un signo de posesión: apropiación de Cristo, como habíamos ya prometido en la primera parte.  Es un cartel para indicar el camino.  De hecho, en el camino suele haber carteles para poder orientarse hacia la meta cuando se viaja.  Nuestros padres habían puesto con amor sobre los caminos la imagen del Crucifijo, que era como un cartel o señal.  Ellos querían decir: no nos dirigimos solamente de una población a otra, de esta ciudad a otra.  En todos estos viajes se pierde o se realiza nuestra vida.  En todos estos caminos viene vivida nuestra vida y no solamente debemos encontrar algunos pueblos, sino la misma vida.  Tal era el mensaje de este extraño cartel: atención, no sea que termines tu vida en un sendero sin salida.  Sigue este cartel, encontrarás la vida, porque Él es el camino (Jn 14,6).  Pero la cruz es igualmente una invitación a la oración.  Con la señal de la cruz iniciamos nuestras oraciones, con esta señal comienza la Eucaristía, con ella se pronuncia la absolución sacramental de la penitencia.  La cruz de la confirmación nos invita a la oración, sea la personal, sea la grande oración comunitaria de la Eucaristía.  Ella nos dice: repitiendo esta señal puedes repetir la confirmación, la cual no es el rito de un momento, sino un comienzo que quiere madurar durante toda la vida.  Tú penetras en el bautismo y en la confirmación todas las veces que penetras en esta señal.  De esta manera se cumple paso a paso la oración y la promesa de este día: la venida del Espíritu de sabiduría, entendimiento, consejo y fortaleza.  Este espíritu no se puede meter en el bolsillo y sacarlo en un momento de necesidad.  Se recibe solamente viviendo en Él, en el punto de contacto con Él mismo nos es dado: el signo de la cruz.

d) La cruz nos es signada en la frente con el aceite santo consagrado el Viernes Santo para todo del año y para toda la diócesis. En los tiempos antiguos, el aceite era un producto de belleza; un elemento fundamental de nutrición; una medicina importante; la protección del cuerpo contra los ardores y al mismo tiempo refuerzo, elemento de fuerza y de mantenimiento de la vida. De esta manera vino a ser expresión de fuerza y belleza para la vida y, en consecuencia, señal del Espíritu Santo.  Profetas, reyes y sacerdotes eran ungidos con aceite; así que el aceite vino a ser le símbolo de estos misterios.  En la lengua de Israel el rey se decía simplemente el “ungido”; la palabra griega que traduce la hebrea es “Cristo”.  De este modo la unción significa otra vez que Cristo mismo nos coge de la mano; significa que Él nos ofrece la vida, el Espíritu Santo.  “Escoge la vida”: no es solamente una orden, es también un don.  “Aquí tienes”, nos dice el Señor con el signo de la cruz trazado con aceite.  Pero también es importante lo que hemos oído: el aceite se consagra para todo el año y para todas las parroquias de la diócesis el Viernes Santo.  Proviene de la decisión de amor manifestada definitivamente por Cristo en la última cena.  Esta decisión abraza el espacio y el tiempo.  El que quiere pertenecer a Él, no puede cerrarse en un grupo, en una comunidad, en un pueblo, en un partido.  Solamente cuando nos abrimos a la fe común de todos los lugares y de todos los tiempos, estamos con Él.

Solamente cuando convivimos la fe de toda la Iglesia, sometiéndonos a la misma sin pretender imponer nuestras ideas, estamos dentro de la gran corriente de su vida.  La confirmación es también la superación de todos los confines.  Nos exige el abandono de nuestras ideas y deseos limitados, de nuestra pretendida ciencia para llegar a ser verdaderamente “católicos”: para vivir, pensar y obrar con la Iglesia universal.

Esto debe desarrollarse como ejemplo de nuestra responsabilidad hacia los pobres del mundo entero; debe desarrollarse en nuestra oración en la cual debemos seguir la liturgia de la Iglesia universal, ajustando a ella nuestras tendencias; debe desarrollarse en la forma de nuestra fe que debe modelarse sobre la palabra de la Iglesia universal y de la tradición.  Él se nos da.  La cruz trazada con el aceite santo es una garantía de que Él no coge de la mano, que dentro de la Iglesia su Espíritu nos toca y nos guía.

Vamos a dar ahora una mirada retrospectiva a todo lo que ha sido objeto de nuestra reflexión.  Me parece que la construcción del rito de la confirmación en tres partes es también una alegoría de nuestra vida cristiana.  En la sucesión promesa-oración-unción, actuamos, ante todo, nosotros, después la Iglesia y en tercer lugar Cristo y el Espíritu Santo.  Podemos describir las tres partes también como palabra, respuesta y acción:  nosotros, la Iglesia, Cristo nos sustituimos sucediéndonos recíprocamente.  La forma de sacramento refleja el ritmo de la vida: al principio hay sobre todo el desafío para nuestro propio quehacer.  La existencia cristiana aparece como una decisión, como un desafío a nuestro coraje y a nuestra capacidad de renuncia y de decisión.  Aparece fatigosa y la vida de los demás parece más cómoda.  Pero cuando más entramos en la aceptación de las promesas del bautismo y de la confirmación, tanto más experimentamos el apoyo de toda la Iglesia.  Cuando comienza a fallar lo mío, mi deseo de obrar, de actuar, entonces comienza a manifestarse el fruto de la respuesta.  Mientras para el hombre sin Dios la vida se convierte en una envoltura vacía de la cual desea librarse, el fiel experimenta cada vez más la verdad de la frase: no estoy solo.  Y aunque a veces se hace oscuro, el camino conduce hacia aquel amor que nos abraza y nos sostiene, cuando ningún hombre nos apoya.  La fe es un fundamento sólido para la casa de nuestra vida; nos asegura sostén incluso para un futuro que nadie conoce de antemano (cfr. Mt 7,24-27).

De este modo, la confirmación es una promesa que llega hasta la eternidad.  Pero antes es una invitación a nuestro coraje y a nuestra constancia.  Invitación al coraje de edificar con Cristo nuestra vida en la disponibilidad de la fe en Él, incluso cuando otros encuentran esto ridículo y superado.  El camino conduce a la luz.  Tengamos el coraje de afrontarlo.  Digamos: sí.  A esta respuesta nos anima la administración del santo sacramento: “Escoge la vida”. Amén.

-ELEMENTOS PARA UNA DEVOCIÓN MARIANA-

Desde ahora todas las generaciones me llamarán “bienaventurada”.  Estas palabras de la Madre de Jesús, que Lucas (1,48) nos ha transmitido, constituyen a la vez profecía y tarea para la Iglesia de todos los tiempos.  Esta frase del Magnificat, entresacada de la inspirada alabanza de María al Dios vivo, es uno de los fundamentos esenciales de la devoción cristiana a María.  La Iglesia, cuando ha comenzado a ensalzar a María, no ha inventado nada nuevo; no ha descendido de las alturas de la adoración del único Dios a la alabanza de un ser humano.  Más bien cumple allí la tarea que le corresponde y que le ha sido encomendada desde el principio.

Cuando Lucas escribió este texto ya estaba viviendo la segunda generación cristiana, en la que a la “generación” de los judíos se había agregado la de los paganos que se habían incorporado a la Iglesia de Jesucristo.  Así, entonces, la expresión “todas las generaciones” comenzaba a llenarse de realidad histórica.  El evangelista ciertamente no habría transmitido la profecía de María si la hubiera considerado indiferente o superada.  En efecto, en su evangelio quiso establecer “con atención” lo que “los testigos oculares y los servidores de la Palabra desde el principio” (1,1-3) habían transmitido, para dar de esta manera indicaciones seguras a la fe del pueblo cristiano que estaba haciendo su entrada en la historia.[1]

La profecía de María pertenecía a los elementos que él había hallado “con atención” y que consideraba suficientemente importantes para ser transmitidos como parte del evangelio.  Esto presupone que aquella expresión no se había quedado sin tener un eco en la vida de la comunidad.  Efectivamente los dos primeros capítulos del evangelio de Lucas dejan entrever un ambiente de tradición, en el que se mantenía vivo el recuerdo de María y en el que la Madre del Señor era amada y alabada.

Estos capítulos también presuponen que el grito, un poco ingenuo, de aquella mujer desconocida: “Feliz el vientre que te llevó” (11,27), no se había apagado, sino que había encontrado una configuración mayormente pura y válida en la más profunda compresión que le dio Jesús.

Suponen además que el saludo de Isabel: “bendita tú eres entre todas las mujeres” (1,42), que Lucas caracteriza como una expresión pronunciada en el Espíritu Santo (1,41), no había quedado como un episodio aislado.  Por el contrario, la exaltación constante de María, por lo menos en un filón de la tradición primitiva, constituye el presupuesto de los relatos lucanos de la infancia. La inserción de esta explosión en el evangelio eleva la veneración a María de simple hecho a tarea para la Iglesia de todos los lugares y de todas las épocas.

Si la Iglesia no alaba a María, descuida algo que pertenece a su misión.  Si decae en ella la veneración a María, se aleja de la palabra bíblica y, entonces, tampoco honra a Dios como conviene.

De hecho, nosotros conocemos a Dios a través de su creación: “Desde que creó el mundo, podemos contemplarlo a través de sus obras y entender por ellas que él es eterno y poderoso, y que es Dios” (Rom. 1,20).  Pero también lo podemos conocer por medio de otra vía más transparente, es decir a través de la historia que Él ha realizado con los hombres.  Así como la realidad de un hombre se revela en la historia de su vida y de las relaciones que teje, asimismo Dios se hace visible en una historia, en unos hombres mediante los cuales manifiesta su propia naturaleza, hasta el punto de que en referencia a ellos puede ser “denominado” y ser reconocido: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.  Por su relación con las personas humanas y por medio de rostros humanos, Dios se ha manifestado y ha mostrado el propio rostro.  No podemos pretender tenerlo solamente a Él, en forma pura, olvidando esos rostros.  Esto equivaldría más bien a un Dios pensado por nosotros mismos en lugar del Dios verdadero, y sería una pretensión de soberbio “purismo” que consideraría más importantes los propios pensamientos que las acciones de Dios.

El versículo del Magnificat nos demuestra que María es una de aquellas personas humanas que pertenecen de modo muy particular al nombre de Dios, de tal manera que no lo podemos alabar debidamente, si dejamos aparte a María.  Esto sería olvidar algo de Él que no debe ser descuidado.  Pero, ¿concretamente qué? En una primera aproximación podríamos decir: su maternidad. En efecto, ésta se manifiesta en la Madre del Hijo de una manera más pura y directa que en cualquier otro lugar.  Sin embargo, esta indicación es demasiado genérica.  Para alabar a María como conviene y así también honrar a Dios de un modo justo, tenemos que ponernos a escuchar todo lo que nos dicen las Escrituras y la Tradición sobre la Madre del Señor y meditarlo en nuestro corazón.

La riqueza de la doctrina mariana ha llegado a ser casi ilimitada, gracias a la alabanza de “todas las generaciones”.  En esta breve meditación sólo quisiera ofrecer una ayuda para una renovada reflexión sobre algunas de las palabras más significativas que San Lucas nos ha puesto en las manos en el inagotable texto del relato de la infancia.

  1. María, la Hija de Sión, Madre de los creyentes

Comencemos con el saludo del ángel a María.  Si profundizamos en la teología lucana, allí se encuentra, como en embrión, la Mariología que Dios nos ha querido transmitir a través de su mensajero, el arcángel Gabriel.  Ese saludo, traducido literalmente, suena de la siguiente manera: “Alégrate, llena de gracia.  El Señor está contigo” (1,28).  “Alégrate, a primera vista, parecería tan sólo la fórmula habitual de saludo en el ambiente de la lengua griega, y por consiguiente la tradición la ha traducido “Te saludo”.  Sin embargo, si partimos de la base veterotestamentaria, dicha fórmula de saludo adquiere un significado mucho más profundo, ya que las cuatro veces que el texto griego del Antiguo Testamento utiliza esta misma expresión, constituyen un anuncio del gozo mesiánico (Sof. 3,13; Joel 2,21; Zac. 9,9; Lam. 4,21).[2]

Con este saludo comienza propiamente el Evangelio y su primera palabra es “Alegría”, es decir la nueva alegría que se origina en Dios y que irrumpe en medio de la antigua y perdurable tristeza del mundo.  María, por lo tanto, no es saludada de cualquier modo, pues el hecho de que Dios la salude personalmente, y en ella al expectante Israel y a la humanidad entera, es una invitación a la más profunda alegría.

El motivo de la tristeza consiste en la vanidad del amor; en la tiranía de la finitud, de la muerte, del dolor, del mal, de la mentira; en la situación de abandono que experimentamos en este mundo contradictorio, en el cual el poder de las tinieblas oscurece las misteriosas y luminosas señales de la bondad divina, que logran penetrar en el mundo a través de sus rendijas, induciéndolo a rechazar a Dios o, por lo menos, a hacerlo aparecer como impotente.

“Alégrate”. ¿Por qué debe alegrarse María de esa manera? La respuesta es: “El Señor está contigo”.  Para comprender el sentido de este anuncio, tenemos que volver de nuevo a los textos veterotestamentarios que le sirven de telón de fondo, particularmente a Sofonías.  Esos textos contienen siempre una doble promesa para Israel, la Hija de Sión: Dios vendrá como Salvador y habitará en ella.  El diálogo del ángel con María recoge esta promesa y la lleva a cumplimiento en una doble realización.  Lo que se dice en la profecía sobre la Hija de Sión, ahora vale para María, que viene equiparada a aquella: ella es la Hija de Sión en persona.  Paralelamente, Jesús, a quien María dará a luz, es equiparado a Yahvé, el Dios vivo.  La venida de Jesús es la venida del mismo Dios para habitar en medio de nosotros.  El significado del nombre de Jesús, que se revela a partir del corazón mismo de la promesa, es precisamente: él es el Salvador.

Rene Lauretin ha demostrado con agudos análisis que Lucas ha profundizado el tema de la inhabitación a través de discretas alusiones verbales.  En efecto, ya en las más antiguas tradiciones se hablaba del habitar de Dios “en el seno” de Israel, en el arca de la alianza.  Ahora ese habitar “en el seno” de Israel literalmente se vuelve plena realidad en la virgen de Nazaret, que se convierte en la verdadera arca de la alianza, de manera tal que el símbolo del arca adquiere una fuerza de inaudito realismo: la carne de un ser humano viene a ser ahora el lugar de la habitación de Dios en medio de la creación.[3]

El saludo del ángel -instrumento de comunicación de la mariología, no ideado por el hombre- nos ha conducido a sus fundamentos teológicos.  María se identifica con la Hija de Sión, con el Pueblo de Dios en su dimensión esponsal.  Todo lo que la Biblia dice acerca de la “Ecclesia” vale también para María, y viceversa: lo que la Iglesia es y debe ser lo llega a conocer concretamente mirándola a ellaEn efecto, María es su espejo, la perfecta medida de su ser, porque está plasmada plenamente a la medida de Cristo y de Dios y “totalmente habitada” por Él.  Y, para cuál otra cosa debería existir la Iglesia si no es para ser la habitación de Dios en el mundo? Dios no actúa con realidades abstractas. Él es persona y la Iglesia también.

Nosotros, y cada uno en particular, cuando más llegamos a ser persona -persona en el sentido de hacernos morada de Dios, es decir, Hija de Sión- tanto más nos hacemos uno, y tanto más somos Iglesia, y así ésta es más ella misma.

La identificación tipológica entre María y Sión conduce de esta manera a una mayor profundidad.  Esta forma de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento es mucho más que una interesante composición histórica, pues a través de ella el Evangelista conecta promesa y cumplimiento, reentendiendo la antigua alianza a la luz del acontecimiento de Cristo.  María es Sión en persona, lo cual significa que ella vive todo lo que se entiende por “Sión”.  Ella no constituye una individualidad cerrada, que dependa únicamente de la originalidad del propio yo; no quiere ser solamente un ser humano que defienda y proteja su yo.  No mira la vida como si ésta fuera simplemente una cantidad de cosas, de las cuales se quiere tener cuanto sea posible de manera egoísta.  Más bien, por el contrario, María vive de tal modo que resulta permeable, “habitable” por Dios; su vida es llevada en tal forma que se convierte en un lugar destinado a Dios.  Ella vive en la dimensión común de la historia sagrada, de tal manera que quien nos mira en ella no es el yo estrecho y angosto de un individuo aislado, sino el total y verdadero Israel.  La “identificación tipológica” es una realidad espiritual, una existencia vivida a partir del espíritu de la Sagrada Escritura; es radicarse en la fe de los padres y, al mismo tiempo, proyectarse hacia la altura y la amplitud de las promesas venideras.  Así se comprende entonces por qué la Biblia compara muchas veces al justo con un árbol cuyas raíces se bañan en las aguas vivas de lo eterno y cuya copa recoge y transforma la luz del cielo.

Volvamos una vez más al saludo del ángel. María viene llamada “la llena de Gracia”. El vocablo griego para designar Gracia (charis) tiene la misma raíz de la palabra alegría: alegrarse (chara, chairein).[4] Aquí se vuelve a manifestar de otro modo la misma correlación, que hemos encontrado a partir del parangón con el Antiguo Testamento.  La alegría viene de la Gracia.  Quien está en Gracia puede gozar de una alegría profunda y durable; y viceversa, la Gracia es la alegría.

¿Qué es la Gracia? Esta pregunta surge ante el texto que estamos comentando.  En nuestra reflexión religiosa hemos cosificado quizás un poco más de la cuenta este concepto, considerando la Gracia simplemente como algo sobrenatural que llevamos en el alma.  Y como no advertimos gran cosa de ella o incluso nada, poco a poco se nos vuelve insignificante, una palabra vacía del extraño léxico cristiano, que no parece tener ya relación alguna con la realidad de nuestra vida diaria.  Pero en realidad el concepto Gracia es relacional:  no expresa tanto una propiedad de un sujeto, sino más bien una relación del yo y del tú, de Dios y del hombre.  “Llena eres de Gracia” podemos traducirlo de la siguiente manera: Llena eres del Espíritu Santo.  Estás en relación vital con Dios.

Pedro Lombardo, que dio origen al Manual de teología que se utilizó comúnmente en la Edad Media durante cerca de trescientos años, formuló la tesis según la cual la Gracia y el amor son la misma cosa, siendo el amor “el Espíritu Santo”.  La Gracia, en su sentido propio y más profundo, no es algo que viene de Dios, sino que es Dios mismo.[5] La Redención significa que Dios, en su obrar propiamente divino con nosotros, no nos da algo que sea menos que Él. En efecto, el don de Dios es Dios mismo.  Él, que como Espíritu Santo, es comunión con nosotros.

“Llena eres de Gracia” significa también que María es un ser humano totalmente comunicado, que se ha abierto completamente, que se ha entregado audazmente y sin límites en las manos de Dios, sin temor por su propia suerte.  Significa que María vive plenamente a partir de su relación con Dios y que se basa en ésta.  Que es un ser humano en escucha y oración, cuyos sentidos y cuya alma están atentos a las múltiples y delicadas llamadas del Dios vivo.  Que es una persona que reza, totalmente proyectada hacia Dios y por eso mismo que ama con la amplitud y la magnanimidad del verdadero amor, pero también con su certera capacidad de discernimiento y con la disponibilidad para el sufrimiento, típica del amor.

Lucas ha ilustrado además esta situación existencial a partir de otro campo temático: en su delicado modo de presentar el relato sobre María, propone, a través de una serie de alusiones, un paralelismo entre Abraham, el padre de los creyentes, y ella, la madre de los mismos.[6] Estar en Gracia significa entonces ser creyente.  La fe implica en sí misma los elementos de la solidaridad, de la confianza, del don de sí mismo; pero también la oscuridad.  Si con la palabra “fe” se designa la relación del hombre con Dios, la abertura del alma a Él, esto significa que, en la relación del yo humano con el Tú divino, la distancia infinita entre Creador y creatura no se anula.  Significa asimismo que el modelo de la amistad entre iguales (partnership), que nos es tan querido, no se puede aplicar en el caso de Dios, porque no llega a expresar suficientemente su majestad y lo misterioso de su obrar.

La persona totalmente abierta a Dios es precisamente la que logra acoger la alteridad divina, lo misterioso de su voluntad, lo cual puede convertirse en la espada afilada de nuestro querer.  El paralelismo entre María y Abraham comenzó con el gozo de la promesa del hijo, pero se prolonga hasta la hora oscura de la subida del monte Moriah, o sea, hasta la crucifixión de Cristo y luego, ciertamente, hasta el milagro de la salvación de Isaac y la resurrección de Jesucristo.  Abraham, padre de la fe: con este título se designa el papel único del patriarca en la piedad de Israel y en la fe de la Iglesia, pero no hay que extrañarse de que ahora al comienzo del nuevo pueblo, sin restar importancia al papel de Abraham, haya una “Madre de los creyentes” en cuya pura y alta figura nuestra fe encuentre continuamente su modelo y la indicación del camino a seguir.

2. María profeta

Con la exégesis espiritual del saludo del ángel a María hemos determinado el lugar teológico, por así decirlo, de la mariología, respondiendo a la pregunta: ¿qué significado tiene la figura de María en la estructura de la fe y de la piedad cristiana? Ahora quisiera ilustrar esta reflexión de fondo, refiriéndome a otros dos aspectos de María que se encuentran igualmente en el evangelio de Lucas.  El primero de ellos se refiere a la oración de María, a su carácter contemplativo, podríamos decir al elemento místico de su ser, que los Padres unían estrechamente al profético.

Pienso aquí en tres textos, en los que se resalta claramente dicho aspecto.  El primero se encuentra en el contexto de la escena de la anunciación: María se turba por el saludo del ángel: es el temor sagrado que invade a los hombres cuando son sorprendidos por la cercanía de Dios, del Dios totalmente Otro.  María se turbó y “se preguntaba qué quería decir este saludo” (1,29).  La palabra “preguntarse” utilizada por el evangelista está formada por la raíz griega con la que se designa “diálogo”; esto significa entonces que María entra interiormente en diálogo con la Palabra.  Ella dialoga en su interior con la Palabra que le viene propuesta, la interpela y se deja al mismo tiempo interpelar por ella para tratar de comprender su sentido.

El segundo texto que nos interesa se encuentra después del relato de la adoración de Jesús por parte de los pastores.  Allí se nos dice que María “conservaba”, “tenía juntos”, “reunía” en su corazón todas estas palabras o eventos (2,19).  El evangelista aquí atribuye a María aquel tipo de memoria que llega a la comprensión por medio de la meditación, la cual adquiere gran importancia, en el evangelio de Juan, para la profundización del mensaje de Jesús por obra del Espíritu Santo en el tiempo de la Iglesia.  María descubre un evento lleno de sentido en los acontecimientos-palabras, que proceden de la voluntad de Dios que es creadora de significado; traduce los acontecimientos en palabras y penetra en ellas en la medida en que los acoge en el “corazón”, es decir, en aquel campo de la comprensión en el que el sentido y el espíritu, la razón y el sentimiento, la visión exterior e interior están íntimamente unidos, de manera que la totalidad resulta visible más allá de los particular y su mensaje puede ser comprendido.

María “reunía”, “mantenía juntos”, es decir, insertaba lo particular en la totalidad, lo confrontaba, lo contemplaba, y lo conservaba.  La palabra se convierte en semilla al caer en tierra buena.  No se la puede recibir con prisas, no se la puede encerrar en una primera comprensión superficial para luego olvidarla; más bien lo que sucede exteriormente debe lograr un espacio en el corazón para permanecer y para poder abrirse lentamente en su profundidad, sin que la singularidad del acontecimiento sea anulada.

Más adelante, en conexión con la escena de Jesús adolescente en el templo, se expresa nuevamente algo similar.  Primero se dice: “ellos no comprendieron las palabras que les dijo” (2,50).  En efecto, incluso para el creyente, para la persona totalmente abierta a Dios, las palabras divinas no son comprensibles y claras desde el primer momento.  Quien exigiera del mensaje cristiano la superficial comprensión inmediata, se saldría del camino de Dios.  Donde no hay humildad para acoger el misterio, paciencia para aceptar lo que no se comprende, para conservarlo y permitirle que lentamente se abra, quiere decir que la semilla de la palabra ha caído sobre piedra y que no ha encontrado tierra buena.  Igualmente, la madre tampoco comprende al hijo en este momento, pero una vez más conserva “todas estas palabras en su corazón” (2,51).  La palabra “conservar”, que se encuentra en la escena de los pastores, no es exactamente la misma desde el punto de vista lingüístico: si allí se subrayaba el “conjunto”, la mirada unificante, ahora en cambio lo que se pone en relieve es el “a través de”, el aspecto de llevarlo en, a través de algo, y de custodiarlo.

Detrás de esta presentación de María se hace visible la figura del piadoso israelita del Antiguo Testamento, según lo describen los salmos, y en particular el 119, el gran salmo de la palabra de Dios.  Lo característico del pío israelita que se encuentra allí es que ama a la palabra de Dios, la lleva en su corazón, reflexiona sobre ella, la medita día y noche y se deja penetrar por ella a lo largo de su vida.  Los Padres han sintetizado todo esto en una hermosa y expresiva imagen, que se encuentra formulada de la siguiente manera, por ejemplo, en Teodoro de Ancira: “Ha dado a luz la virgen… como ‘profeta?... ha dado a luz… María, ´profeta ‘, por medio de la escucha concibió al Dios vivo.  En realidad, la vía natural de la palabra es al escucha”.[7] La maternidad divina y la abertura permanente a la palabra de Dios se consideran aquí íntimamente unidas: prestando atención al saludo del ángel, la Virgen acoge en sí misma al Espíritu Santo; haciéndose totalmente “escucha atenta”, acoge de manera tan plena la Palabra, que ésta se hace carne en ella.

Esta profundización del nexo existente entre escucha, meditación y acogida, puede ser abordada y repensada ahora a partir del concepto y de la realidad de lo profético: María es “profeta” en la medida en que escucha en el fondo del corazón y, por consiguiente, interioriza la Palabra para entregarla a su vez al mundo.

Alois Grillmeier ha hecho el siguiente comentario sobre las anteriores reflexiones de los Padres: “En la figura de María ‘profeta’ por ejemplo, no vemos traza alguna de la divina pagana.  María no es una pitonisa.  Cuando se yuxtaponen la escena de la Anunciación y el encuentro en la casa de Zacarías, se nota un cambio del centro de gravedad de los profético, que va de lo estético a la interioridad marcada por la intervención de la Gracia… Si a María le corresponde un puesto en la historia de la mística, es porque tiene esta conformación… este único significado, pues en ella todo tiende desde la periferia hacia lo esencial y lo interior”.[8] “De esta manera en ella se hace evidente la nueva y específica comprensión cristiana de la realidad profética: vivir en el esplendor de la verdad, que es la verdadera directriz abierta al futuro y la única clarificación válida de todo lo presente.  Igualmente en ella se hace visible la verdadera grandeza y la profunda simplicidad de la mística cristiana, la cual no consiste en lo extraordinario, en los éxtasis y en las visiones, sino en el continuo intercambio de la creatura con el Creador, de suerte que se vuelva siempre más permeable a Él, uniéndose realmente a Dios en santa nupcialidad y maternidad.  Para ello no tenemos que tratar de releer la Biblia en clave psicológica; más bien, quizás, podemos buscar algunos rastros que aunque están solamente sugeridos, sin embargo concretizan esta manera de ser de la imagen bíblica de María.

En relato de las bodas de Caná, por ejemplo, constituye para mí uno de estos casos.  María es rechazada.  La hora del Señor no ha llegado todavía; la hora presente, el tiempo de la actividad pública de Jesús, exige que ella se retire, que calle.  Parece extraño, casi contradictorio, que ella, sin embargo, se dirija a los servidores: “Haced lo que Él os dice” (Jn 2,5).  No se trata sencillamente de la disponibilidad interior para dejarle obrar, de la sensibilidad interior ante el misterio escondido de la hora).

El segundo ejemplo es Pentecostés.  El tiempo de la actividad pública de Jesús había sido el tiempo de las negativas y de mantenerse aparte.  La escena de Pentecostés, por el contrario, se empalma de nuevo con los momentos iniciales de Nazaret, estableciendo una conexión de conjunto.  Así como entonces Cristo había sido generado por obra del Espíritu Santo, de la misma manera ahora la Iglesia es engendrada por medio del mismo Espíritu.  Igualmente, en esa escena María se encuentra en medio de los que oran y atienden (Act. 1,14): este hecho nos muestra que el recogimiento de la oración, que habíamos encontrado como característica de su naturaleza, vuelve a aparecer de nuevo como el ambiente en el que el Espíritu Santo puede entrar y puede dar lugar a una nueva creación.

Como una síntesis de todos estos aspectos quisiera referirme una vez más al Magnificat.  Según los Padres es sobre todo allí en donde María se manifiesta llena del Espíritu profético, particularmente cuando predice que será alabada por todas las generaciones.[9] Sin embargo, esta oración profética está tejida íntegramente con hilos del Antiguo Testamento.  En qué medida se encuentren en ella elementos precristianos o hasta qué punto el evangelista haya contribuidos a su formulación, en el fondo es una cuestión del todo secundaria.  Lucas y la tradición que está detrás perciben en esta oración la voz de María, la Madre del Señor.  Ellos saben que así ha hablado ella[10].  En efecto, María ha vivido tan profundamente la palabra de la antigua alianza que ésta, de un modo totalmente espontáneo, se ha convertido en su propia palabra.  La Biblia era meditada y vivida por ella, era “rumiada” de tal manera en su corazón, que veía su propia vida y la vida del mundo en esa palabra; era tan suya que con esa misma palabra podía responder a cada instante.  La palabra de Dios se había convertido en su propia palabra, y ésta se había transformado en aquella: los confines habían caído, porque al contacto con la palabra, su existencia era ya una vida en el Espíritu Santo.

“Mi alma engrandece al Señor” no porque nosotros podamos añadir algo a Dios, comenta al respecto San Ambrosio, sino porque le dejamos que sea grande en nosotros.  Engrandecer al Señor no significa querer hacernos grandes a nosotros mismos, al propio nombre, al propio yo, extendernos y exigir espacio, sino dar lugar a Dios, para que Él está más presente en el mundo.  Esto quiere decir que debemos llegar a ser lo que realmente somos: imagen de Dios y no una mónada cerrada, que solamente se representa a sí misma.  Significa que debemos liberarnos del polvo y del moho que opaca y recubre la imagen, para que en ese reflejo de Dios lleguemos a ser verdaderos hombres.

3. María en el misterio de la cruz y de la resurrección

Abordaremos ahora un último aspecto de la imagen de María que todavía quisiera tratar.  Engrandecer a Dios, como decíamos, es hacernos libres para Él; significa el verdadero y auténtico éxodo, aquel salir de sí mismo, que Máximo el Confesor ha descrito incomparablemente en su explicación de la pasión de Cristo: “el paso de la oposición de dos voluntades a la comunión”, lo cual “transcurre a través de la cruz, de la obediencia”.

Para María tienen una dimensión de cruz la Gracia, la profecía y la mística, que viene expresada en el evangelio de Lucas particularmente en el relato del encuentro con el anciano Simeón, el cual proféticamente dice a María: “este está puesto para la caída y la elevación de muchos en Israel y para ser señal de contradicción y a ti misma una espada que atravesará el alma…” (2, 34s).  ante este texto me viene a la mente la profecía de Natan a David después de su pecado:  tú has matado a Urias con la espada de los Amonitas. “pues bien”, jamás se apartara la espada de tu casa” (2 San 12,9s).  La espada que pende sobre la casa de David hiere ahora su corazón.  Cristo, el verdadero David, y su madre, la Virgen pura, toman sobre si esa maldición y en consecuencia esta es vencida.

“Una espada atravesará tu corazón”: se trata de una alusión a la pasión.  Esta comienza propiamente ya desde la visita al templo, en donde María debe aceptar la preeminencia del verdadero Padre y de su casa, el templo; tiene que aprender a dejar libre al que ella ha engendrado.  Tiene que llevar a término aquel sí a la voluntad de Dios, que le ha hecho ser madre, quedándose a un lado y dejándole su misión.

En los rechazos que recibe durante la vida pública y en ese quedarse a un lado se realiza un paso importante, que llegará a su culmen junto a la cruz, cuando escucha las palabras: “Ahí tienes a tu hijo” -referidas ya no a Jesús mismo, sino al discípulo que viene ahora a ser su hijo-.  La acogida y la disponibilidad es el primer paso que se le pide; el dejar y el abandonar es el segundo.  Sólo así se realiza su maternidad: las palabras “dichoso el vientre que te llevó” sólo se vuelven verdaderas plenamente cuando se transforman en otra bienaventuranza: “Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la observan” (Lc II, 27s).  De esta manera María se encuentra preparada para el misterio de la cruz, que no termina simplemente en el Gólgota.  Su Hijo continúa siendo signo de contradicción, y ella por lo tanto sigue implicada en el sufrimiento de esta contradicción, en el sufrimiento de su maternidad mesiánica.

Precisamente la imagen de la Madre Dolorosa, convertida en pura compasión, teniendo en sus brazos a su Hijo muerto, ha sido muy apreciada por la piedad cristiana.  En esta Madre compasiva han encontrado los atribulados de todos los tiempos el reflejo más puro de la compasión divina, que constituye la única consolación verdadera. En efecto, todo dolor, todo sufrimiento, en última instancia es aislamiento, pérdida de amor, felicidad aniquilada por falta de acogida.  Solamente el estar “con”, puede sanara el dolor.

En Bernardo de Claraval se encuentra una frase admirable: Dios no puede padecer, pero puede compadecer.[11] De este modo Bernardo en cierto sentido pone término a la discusión de los Padres sobre la novedad del concepto cristiano de Dios.  Según el pensamiento antiguo, hacía parte de la naturaleza divina la impasibilidad propia del puro razonamiento.  Para los Padres resultaba difícil rechazar esta concepción y pensar en una “pasión” en Dios; pero veían claramente que “la revelación bíblica revoluciona… todo lo que el mundo había pensado acerca de Dios”.  Comprendieron que en Él existe una pasión íntima, el amor, que llega a constituir su esencia peculiar.  Y porque Él ama, por ello mismo no le es extraño padecer bajo la forma de compadecer.  Al respecto escribe Orígenes: “En su amor hacia los hombres, el que no puede padecer ha padecido la compasión de la misericordia”.[12]

Se podría decir: la cruz de Cristo constituye la compasión de Dios con el mundo.  En el hebreo del Antiguo Testamento se expresa el compadecer de Dios con el hombre, no con un término tomado del campo psicológico, sino más bien utilizado un vocablo de acuerdo con el modo concreto del pensamiento semítico, que en su significado fundamental viene a indicar una parte física del cuerpo, el “rahamim”, que usado en singular se refiere al vientre, al seno materno.

Así como el “corazón” equivale al sentimiento, y el lomo y los riñones al deseo y al dolor, así también el vientre materno sirve para expresar la cercanía con otro, indicando profundamente la capacidad que tiene el ser humano de existir para otro, de acogerlo, de llevarlo dentro de sí mismo y, de esa manera, de darle la vida.  El Antiguo Testamento, pues, con un término tomado del lenguaje corpóreo quiere significarnos de qué manera Dios nos guarda dentro de sí mismo y nos lleva en su interior con amor compasivo.[13]

Las lenguas con las que entró en contacto el evangelio en su paso al mundo pagano no conocían esa forma de expresión.  Sin embargo, la imagen de la Piedad, de la “Mater dolorosa” que abraza al Hijo muerto, se convirtió en la traducción viva de esa palabra: en ella se manifiesta la pasión maternal de Dios.  En ella se hace visible, palpable.  Ella constituye la “compassio” de Dios, que se ha hecho presente a través de un ser humano que se dejó atraer totalmente por el misterio divino.  Y puesto que la vida humana conlleva siempre el sufrimiento, la imagen de la “Mater dolorosa”, expresión de la misericordia (rahamim) de Dios, ha adquirido gran importancia para toda la cristiandad.  Sólo en ella la imagen de la cruz llega a la perfección, ya que la Madre dolorosa significa la cruz acogida, la cruz que se comunica en el amor y que nos permite en su compasión experimentar la compasión de Dios.  El sufrimiento de la Madre es entonces un sufrimiento pascual, que manifiesta desde ahora la transformación de la muerte en aquel “estar con” del amor redentor.

Sólo aparentemente nos hemos alejado con todo lo anterior del “alégrate”, con el que comienza la historia de María.  En efecto, el gozo que se le anuncia al principio no es el gozo banal, que se funda en el olvido de los abismos de nuestra existencia y que por consiguiente está condenado a caer en el vacío.  Más bien es la alegría verdadera que nos da la audacia de emprender el éxodo del amor para llegar a la ardiente santidad de Dios.  Es el gozo auténtico que no se destruye en el sufrimiento, sino que se madura.  De hecho solamente existe verdadera alegría cuando ésta resiste al sufrimiento y es más fuerte que él.

“Todas las generaciones me llamarán bienaventurada”.  Nosotros proclamamos bienaventurada a María con palabras que constituyen una síntesis del saludo del ángel y del saludo de Isabel, o sea, con palabras que no han sido inventadas por los hombres.  En efecto, el evangelista dice que el saludo de Isabel fue pronunciado estando ella llena del Espíritu Santo.  “Bendita tú eres entre todas las mujeres”, dijo Isabel, e imitándola a ella repetimos nosotros: Bendita tú eres.  Vuelve entonces a escucharse, al principio de la nueva alianza, la promesa hecha a Abraham, a quien Dios había dicho: “Tú serás una bendición… en ti serán benditas todas las generaciones de la tierra” (Gen 12, 2-3).

María, que acogió la fe de Abraham y la llevó a su perfección, es ahora la bendita. Ha llegado a ser la Madre de los creyentes, por cuyo medio todas las generaciones de la tierra serán benditas.  Nosotros hacemos parte de esta bendición cuando la alabamos.  Entramos en ella cuando juntamente con María nos hacemos creyentes y glorificamos a Dios, para que Él habite en medio de nosotros como el Dios con nosotros: Jesucristo, el verdadero y único redentor del mundo.


Notas

[1] Cfr. F. MUSSER, in E.E Ellis, E. Grässer (Hg.), Jesus and Paulus. Festschrift für H.G. Kummel (Göttingen 1975) 253-255.
[2] El primero que había llamado la atención al respecto fue ST. LYONNET.
[3] LAURENTIN, Ioc, cit, 79-82; IGLESIAS  183ss.
[4] Cfr. H. CONZELMANN, en: thWNT IX 363-366.
[5] PETRUS OMBARDUS. Sententiae 117 c.1. Esta identificación directa entre amor, gracias y Espíritu Santo ha sido rechazada, justamente, por otros grandes doctores de la escolástica, por ejemplo cf. San BUENAVENTURA, In Sent.1 d. 17 a. un.q.1; Santo TOMAS DE AQUINO, S. Theol. IHI q.23 a 2. Efectivamente la idea de una gracia creada es irrenunciable: una relación -en este caso la relación Dios-hombre- no deja invariado a quien entra en ella. El hecho de que sea acogida en el hombre mismo, que se convierta en una determinación de su propio ser, indica que la gracia es ante todo una relación auténtica. De esta manera lo que se ha dicho en el texto no debe entenderse como un regreso a Pedro Lombardo, fuera de Tomás y Buenaventura, ni tampoco debe entenderse en el sentido de la polémica de los Reformadores contra la gracias creada, sino más bien, en cambio, como una enérgica puntualización del carácter relacional de la gracia. Acerca del status questionis actual en el campo de la teología católica, cfr. J. AUER, Das Evangeilum der Gnade (KKD V, Regensburg 1970) 156-159; H SCHAUF, M.J. Scheeben de inhabitatione Spiritus Santi, in: AAW, M.J. Scheeben teólogo católico d’ispirazione tomista (Libr.Ed. Vaticana 1982) 237-249; indicaciones muy concisas se encuentran también en la nueva edición francesa de la Suma Teológica: TOMAS DE AQUINO, Somme Theologique III (Ed. Du Cerf 1985) 159ss.
[6] Cfr. LAURENTIN, LOC, CIT. 98; Cfr. También la encíclica mariana de Juan Pablo II: María-Gotees Ja zum Menschen (Herder 1987); en mi introducción p.117s y en el comentario de H.U. von Balthasar p. 134s.
[7] Omelia 4 in Deiparam et Simeonem e 2 PG 77, 1392 CD. Al respecto puede verse el importante estudio de A. GRILLMEIER, María Profetin, en: ID. Mit ihm und in ihm. Christologische  Forschungen und Perspektiven (Herder 1975) 198-216; cita en las pág. 270s.
[8] Ibid, 215s.
[9] GRILLMEIER, Ibid. 207-213.
[10] Para la discusión en relación con el Magnificat, cf. H. SCHURMANN, Das Lukasevangelium I (Herder 1969) 71-80; S.M IGLESIAS, Los cánticos del Evangelio de la Infancia según San Lucas (Madrid 1983) 61-117.
[11] In Cant. S.26 b 5, PL 183,906; Impassibillis est Deus, sed non incompassiblillis. Cfr. H. de LUBAC, Geist aus der Geschichte. Das Schriftverständnis des Origenes (Johannes Verlag 1968; original francés 1950) 285. Para este asunto es importante ver todo el capítulo “Der Gott des Origenes” pp. 269-289. Hans Urs von Balthasar varias veces ha tomado posición sobre el tema “el dolor es Dios”. Recientemente Theodramatik IV. Das Endspiel (Johannes Verlag 1983) 191-222.
[12] De LUBAC, Ioc. Cit. 286.
[13] Al respecto es importante la larga nota 52 de la encíclica de Juan Pablo II Dives in misericordia: cfr. También la nota 61. Cfr. Además H. KÖSTER, en: ThWNT VII 548-559. Es interesante ver que Orígenes en el párrafo que se ha citado, para indicar el “dolor de Dios” utiliza el término xxxx y lo caracteriza así como compasión, la cual no se encuentra en contradicción con la impasibilidad de Dios. Por lo demás Köster, Ioc. Cit. 550 llama la atención sobre el hecho que en los LXX la traducción corriente de rahamin no es xxxx sino сиктриос, abandonándose así la imagen, tenida como demasiado fuerte y se la constituye con su contenido (“compasión”.

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