I

1. Reflexiones preliminares sobre la naturaleza del poder

La palabra ‘poder’ encierra para nosotros, hombres contemporáneos, simultáneamente algo fascinante y amenazador: En cada hombre dormita el sueño de determinar todas las cosas según su propia voluntad, de vivir libre y sin miedo en medio de este mundo.  Pero para la mayoría se trata siempre de un sueño.  Ese poder lo vemos en manos de otros; peor todavía, se nos presenta como un poder anónimo cuyos verdaderos portadores no se muestran.  Un poder así se toma pesadilla y amenaza, y en ningún caso motivo de esperanza.  El miedo, que en sus diferentes manifestaciones traspasa nuestro tiempo, es generado por ese poder anónimo que se sustrae a toda posibilidad de control: miedo ante la amenaza ecológica de las raíces de la vida, atacadas por la dinámica inherente a la misma técnica.  Una técnica creada por el hombre para dominar la naturaleza, la cual amenaza transformarse en un poder enemigo que se escapa de sus manos.  Técnica que lo vuelve en esclavo de sus propias conquistas, en vez de conferirle al hombre mayor poder.  A este miedo se agrega el terror frente a la amenaza de los arsenales de armas que la humanidad posee.  Ellos han sido creados como forma de dominio de un estado sobre otros.  En la actualidad parecen crecer al ritmo de una dinámica forzada de tal modo que la pregunta referente a un control de los mismos, a través de los gobiernos, se hace urgente.  Las actuales esperanzas de desarme no llegan a vencer el terror ante automatismo de la maquinaria y el riesgo de que ella se desencadene por sí misma.  Existe todavía el miedo frente al dominio de la industria y de la economía, que amenazan reducir al individuo a una pura función.

Frente a estas formas de poder que nos aniquilan; ¿dónde está el poder de Dios? ¿Poseerá Él realmente algún poder sobre este mundo? ¿Puede su poder generar esperanza en medio del terror causado por estos poderes, o estará Dios reducido a la impotencia? Quizá sea de provecho recordar que antiguamente se albergaban sentimientos semejantes frente al poder de Dios; los mismos que nos embargan hoy frente a los poderes creados por el hombre, poderes que ahora se ha vuelto anónimos.  Los imprevistos de la naturaleza y del destino daban al hombre la sensación de estar expuesto a un poder indefinido, misterioso, aparentemente arbitrario.  Había que intentar apaciguarlo, venerándolo; o mantenerlo a distancia, defendiéndose de él.  La magia es una tentativa de encontrar una llave de acceso a aquellas fuerzas desconocidas, de penetrar en su misterio para no permanecer totalmente indefenso frente a ellas.  Traduciendo en términos racionales la misma tentativa, la técnica ha intentado captar el funcionamiento de la naturaleza, con el fin de someterla.  Este proceso supone evidentemente la desmitificación cristiana del mundo, a través de la cual le fue dado al hombre la certeza de no vivir bajo las amenazas de fuerzas divinas ocultas, sino más bien en un mundo creado por Dios según criterios racionales.  Aquel mundo que Dios nos confió para que con nuestra inteligencia intentemos reflexionar los pensamientos de su inteligencia y aprendamos a gobernarlo, a ordenarlo y a impregnarlo a partir de sus pensamientos.  Pero según este esquema, Dios aparece cada vez más superfluo y finalmente hasta incómodo y obstaculizante.  Para Dios quedó solamente la subjetividad y, dentro de lo poco que aún a Dios le resta, Él es reducido a un simple sentimiento casi vacío de significado, o en su defecto también aparece como un espía que me observa por el agujero de la cerradura de mi existencia, cortando mi libertad.  Así se le ha disminuido y aún más: Él continúa siendo el peligro que impide el desarrollo completo de mi libertad.  De aquí que comienza, en forma más sutil aún, el mismo proceso que la magia había intentado en relación a la naturaleza:  hay que defenderse de ese Dios, hay que aniquilarlo, hay que penetrarlo para poder luchar contra él.  El psicoanálisis y la psicoterapia son esa magia de lo interior que el hombre utiliza para conquistar el dominio sobre su alma y liberarse de la amenaza que Dios representa.  Mas el alma así develada pierde su libertad, y el dominio contra Dios así adquirido se rebela contra el hombre.

¿Es el poder de Dios, en último término amenaza o esperanza?  Son pocos los que todavía ven el Él una amenaza; demasiada es la distancia que nos separa de Dios, y hay otras amenazas que actualmente se hacen mucho más concretas.  El otro lado de este proceso es que aun para la persona que cree se va haciendo más difícil ver en Dios la esperanza de su vida, la esperanza de nuestra historia, de forma que edifique su vida en base a ella.  Por eso, es necesario plantearse concretamente la pregunta: ¿Tiene Dios realmente poder en el mundo?  Y si lo tienen, ¿qué tipo de poder es ese? ¿Dónde o cómo se manifiesta? ¿De qué manera se hace concreto y accesible? ¿Qué significado tiene para nuestra vida? ¿Qué significa concretamente para el sacerdote y para sus colaboradores, aquí y ahora?

2. Dos textos bíblicos relacionados con el poder: El monte de la tentación y el monte de la misión

Voy a responder a esta pregunta a partir de dos textos bíblicos que muestran de modo antitético lo que no es y lo que es el poder de Dios.  De este modo se esclarece al mismo tiempo lo verdadera naturaleza del poder y de la esperanza.  El primer texto narra la tercera tentación de Jesús (Mt 4,8-10).  Satanás lo lleva a la cumbre de una gran montaña y le muestra todos los reinos de la Tierra y su esplendor.  Satanás se presenta como el verdadero soberano del mundo, poseedor del poder y capaz de conferirlo.  Le ofrece a Jesús este poder y “su esplendor” -palabras éstas que se encuentran también en el rito bautismal cuando, para poder ser cristiano, se renuncia no sólo a Satanás, sino también concretamente a su esplendor-.  Esplendor del poder significa hacer lo que uno quiere, gozar, disponer de todo, ocupar en todas partes los primeros lugares, no rehusar ningún placer, ninguna aventura, que todos se arrodillen ante ti.  Todo lo que se quiere le es permitido y se encuentra en su poder.  Es esa la ilusoria mentira de “ser como Dios”, caricatura del ser imagen y semejanza de Dios, mentira utilizada constantemente por el demonio para engañar al hombre y parodiar la libertad de Dios.  Satanás ofrece poder exigiendo su precio:  poder que se construye sobre la base del terror, del miedo, del egoísmo; poder que radica en la opresión del prójimo y en la idolatría del propio yo.  Satanás pareciera afirmar que son éstas justamente las características del poder que, de otro modo no se puede adquirir.  Quien quiere dominar, tiene que oprimir, necesita la amenaza del poder y, por otro lado, tiene que gozar de sus ventajas.  Y ¿cómo ha de ser redimido el mundo si el Redentor no tiene este poder?  Es obvio que el Salvador, si es verdad que quiere lograr algo, tiene que aceptar la oferta del poder y someterse a las reglas del juego.  Y esta tentación recorre toda la historia.  Los poderosos de este mundo nunca dejarán de ofrecer el poder a la Iglesia y, por supuesto, sus reglas de juego.  Pero la vocación de la Iglesia no consiste en erigir un reino mesiánico donde el poder humano se hace pasar y adorar por el poder de Dios.  Lo que caracteriza el poder de la Iglesia no puede ser nunca el tipo de poder de la soberanía política o del dominio de la técnica.  Tal afirmación no intenta condenar el poder político como tal; tampoco condena la espada de la justicia que aparece en la Carta a los Romanos 13,1-7.  Lo que se condena es la identificación del poder de la Iglesia con el poder político; del poder de Dios con el poder político, así como la implícita absolutización de todo tipo de poder humano, como si éste, por sí mismo, pudiese traer salvación.  Lo que se rechaza es también una determinada idea de la redención, una imagen falsa del hombre y de Dios, imagen que transforma a Dios en una caricatura, porque ha reducido al hombre simplemente al esplendor del poder y, por consiguiente, a una humanidad ficticia.

Interrumpamos aquí nuestras reflexiones para considerar un segundo texto del evangelio de San Mateo que muestra a Jesús en la cumbre de una alta montaña y retoma el tema del poder.  Es el último pasaje del evangelio: El Resucitado llamó a los once a lo alto de la montaña para confiarles su misión y su promesa para la historia futura.  Sube nuevamente al monte, no por la magia de Satanás, sino gracias al poder de Dios.  Sube nuevamente al monte donde no contempla sólo los reinos de este mundo y su esplendor; no, ahora puede afirmar: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra”.  Su poder no abarca solamente la tierra, sino también el cielo y, por eso, es “todo poder”.  Lo que Él rehusó recibir del poder del demonio, es suyo en realidad, pero de un modo totalmente diferente porque proviene de otra fuente.  Ahora Él es el Señor del cielo y de la tierra, que envía a sus discípulos como mensajeros y portadores de su poder.  Mas ¿de dónde le viene este poder? ¿Cuál es su naturaleza?

Primero, hagamos una constatación: quien habla así es el Resucitado. Quiere decir: el que pasó por la muerte, el que, sólo a través de la muerte, a partir de esa otra dimensión y en vista de ella posee el poder.  Un poder que, por esta misma razón, abarca todo, no sólo lo visible, sino el cielo y la tierra, los tiempos hasta su fin y aún más allá.  En otras palabras: esta última aparición “en lo alto del monte” fue precedida por una experiencia en otro monte, experiencia que se sitúa entre los dos grandes acontecimientos de la montaña que los separa y los relaciona entre sí.  Jesús había subido al monte de la crucifixión, como antaño Isaac escalara el monte Moriah.  El demonio había conducido a Jesús anteriormente a la cúspide del templo y a la cima de la montaña, pero ahora Jesús está en realidad totalmente “elevado” en la cumbre.  Esta “elevación” alcanzada ahora es diametralmente opuesta a las “alturas” de Satanás, las cuales son alturas del propio poder, de autodeterminación arbitraria que todo quiere poseer y realizar.  Poder que no pasa de ser una continua mentira sin sentido.  Aquel “todo”, el querer tenerlo y gozar de él, nunca pasará de ser algo muy ínfimo; es más una nada que un algo.  El hombre, verdaderamente creado para el “todo”, experimenta el tremendo vacío de aquel otro “todo”.  La altura del monte de la crucifixión consiste en la renuncia total de Jesús a posesiones y al poder, para llegar al aniquilamiento completo, a la desnudez total, al no tener nada, ni siquiera un lugar en el suelo.  Al decirle al Padre: “Que se haga tu voluntad”, renunció a todo esto.  Renunció hasta llegar a identificar su voluntad totalmente con la voluntad del Padre.

Llegó así al “todo” real de la cumbre más alta del ser: “ser uno” con Dios verdadero, quien no es déspota ni usurpador, sino Verdad eterna y Amor eterno.  Así se restaura la verdadera imagen de Dios y del hombre: negando aquella imagen falsa contenida en la satánica propuesta del “ser como Dios”.  En su aniquilamiento terreno, Jesús identificándose con la voluntad del Padre, resiste al poder de la fuerza arbitraria a la cual todo se le permite.  El se une con Dios, y así se une al verdadero poder que abarca el cielo, la tierra, el tiempo y la eternidad.  Su unión con Dios es tan grande, que el poder de Él se hace suyo.  En lo alto del monte de la transfiguración, Jesús anuncia un poder que nace de la fuente de la cruz, poder que es la contradicción absoluta de aquel otro poder arbitrario que todo quiere poseer, gozar y realizar.

3. La naturaleza del poder de Jesús: poder en la obediencia; poder asumido con responsabilidad

Preguntémonos aún más concretamente: ¿Cuál es en realidad la naturaleza de este poder? ¿Se trata realmente de poder? ¿Qué podemos esperar de él? Todo lo que hemos dicho resulta lejano a nuestras experiencias existenciales de hoy.  Tenemos, por eso, que aproximarnos lentamente, paso a paso, a la realidad que constituye este poder, tanteando para intentar comprenderla.  Como primer paso me parece útil hacer una observación lingüística; para designar el poder de Jesús, el Nuevo Testamento no emplea una palabra que signifique la fuerza inherente del hombre, un poder que existe en naturaleza.  Utiliza la palabra “exusia”, que se usa en la lengua griega para expresar el derecho de hacer algo, derecho que a la vez está anclado en la legislación de un Estado.  Esta palabra señala la posibilidad que la ley da de obrar con plenos poderes: derecho, licencia, libertad[1].  Se trata de un poder conferido, que proviene de un todo de derecho, de una forma de justicia.  Es un pleno poder, derivado de un poder superior y que, por eso, tiene autoridad.  Es poder que proviene de la obediencia, un poder responsable frente a un orden interior y enraizado en él.  La palabra que la Biblia usa para hablar del poder de Jesús ofrece ya en sí misma una interpretación profunda acerca de la naturaleza de este poder, el cual no consiste en fuerza física o técnica.  El poder de Jesús no es el de un viejo Goliath como tampoco el de un Goliath moderno, sino es un poder que nace de la obediencia, de una relación que es responsabilidad por el ser y responsabilidad de la Verdad y del Bien.  Es un poder humilde, tal como está descrito en el himno cristológico de la Carta a los Filipenses (2,5-11).  Cristo no defiende su identidad divina como el ladrón que defiende su botín, que es un poder por fin conquistado, con el cual puede gozar la vida.  Esa actitud del ladrón corresponde al concepto corriente de poder y, en realidad, es señal de impotencia: el botín no le pertenece, por eso le da uso y lo defiende codiciosamente, Romano Guardini describe en términos muy hermosos el valor del acto más personal y propio de Jesús -el himno de la Carta a los Filipenses habla de ello-, la crucifixión, y la exaltación que contiene.  “La vida entera de Jesús es expresión del poder en la humildad… en la obediencia a la voluntad del Padre.  Para Jesús la obediencia no es algo secundario.  Ella constituye el núcleo de su ser…”[2]  Asimismo, su poder no conoce “límites impuestos desde afuera, conoce un solo límite que le viene del propio interior…: la voluntad del Padre aceptada en libertad”.  Ya habíamos afirmado: Es un poder que se autoposee soberanamente hasta el punto de “poder renunciar a sí mismo”.[3]  El poder de Jesús es, como el término exusia lo indica, poder que nace de la obediencia.  Esto significa también que es poder en un conjunto global de derecho, el cual es en sí mismo poder.  Pero el cuerpo de derecho que lo apoya y del cual él proviene no es, en último término, un conjunto de preceptos, sino que es la voluntad de Dios, que es el orden del Bien y de la Verdad, del Amor personificado.  El poder de Jesús es poder fundamentado en el amor, es el amor que se hace poder.  Es poder que de lo tangible y visible nos conduce a lo invisible y verdaderamente real del poderoso amor de Dios.  Es un poder que es camino, camino cuya meta es hacer avanzar al hombre, de modo que se trascienda a sí mismo y entre en el Amor.  Aquí podemos anticipar brevemente un tercer aspecto que se deriva de éste: Jesús confirió exusia a su Iglesia.  Ella participa del pleno poder de Jesús y todo su poder no es otra cosa sino la participación en el pleno poder de Jesús y, como tal, sumisión a su criterio y participación en su naturaleza.

4. Los dos modos de poder: poder de dominio y poder de obediencia

Resumiendo lo dicho, podemos afirmar: El poder de Dios se manifiesta visiblemente en el mundo en el poder de Jesucristo.  Este nace de la identificación de la voluntad de Jesús con la voluntad del Padre, y tiene sus raíces más profundas en la cruz.  El poder de Jesús estableció su morada en el mundo a través de los plenos poderes conferidos a la Iglesia.  Antes de continuar con estos pensamientos y entrar a analizar nuestra vida práctica, como también la vida de la Iglesia y del sacerdote hoy, quiero recordar todavía otro pasaje de las Escrituras que expone de manera nuclear la naturaleza del falso poder y muestra definitivamente lo que significa y lo que no significa el poder de Dios en el mundo y para el hombre.  Me refiero a la narración del primer pecado (Gen 3).  Adán “toma el fruto que le promete el conocimiento del bien y del mal.  Mas él no quiere conocer por conocer, para percibir la realidad, para someterse a ella y vivir en sintonía con ella a partir de esta percepción.

El deseo que despierta el diálogo con la serpiente es precisamente contrario a esta perspectiva: Adán quiere conocer para conquistar poder.  Este conocimiento no pretende ser un entender mejor el lenguaje del ser, tampoco un purificar sus capacidades auditivas para escuchar y así obedecer mejor.  Adán quiere conocer y saber porque el poder de Dios se le ha hecho sospechoso y pretenden enfrentarlo con un poder igual.  Adán quiere conocer porque está convencido que el hombre solo encuentra la libertad en la rebelión.  Él mismo quiere ser un Dios, y para él esto significa no tener que escuchar, sino ejercer poder.  Conocer permite reinar, permite dominar.  Se trata de un saber puramente funcional, que quiere usufructuar y subyugar.  El poder visto de esta manera parece consistir precisamente en no tener a nadie sobre él, en referir todo a sí mismo y a sus propios intereses, para transformarse en “gloria del poder”.

Asimismo, aparece un nexo interno entre esta escena y los tres pasajes de la Escritura que ya meditamos: el monte de las promesas de Satanás, el monte del crucificado que resucitó y, finalmente, la referencia de la Carta a los Filipenses sobre Adán como contrafigura de Cristo.  La narración del primer pecado muestra lo que sucede cuando se acepta la oferta de poder de Satanás: El poder se opone a la obediencia, la libertad a la responsabilidad.  En este caso, el saber se valoriza según el poder que efectúa y se priva el saber de sus componentes éticos.  Sin pretender considerar las ciencias naturales y la técnica como obras del demonio, en necesario reconocer que las formas actuales de dominio sobre la naturaleza reflejan algo de este espíritu.[4] En este sentido es significativa una afirmación de Thomas Hobbes: “Conocer un objeto significa saber lo que uno puede hacer con él cuando lo tiene”.[5]  Parece evidente que no es éste el “dominio” sobre la creación que Dios confirió al hombre. (Gen 1,28-30)  Ya mucho antes de las controversias ecológicas, Romano Guardini había descrito el verdadero dominio en términos precisos: “El hombre es señor por la gracia y tiene que ejercer su dominio con responsabilidad frente a Aquel que es Señor por esencia… Dominar no significa que el hombre imponga su voluntad a la naturaleza, sino que su poseer, su configurar y su trabajo deben provenir de su conocimiento y deben estar en sintonía con él.  Su saber debe acoger la verdad de lo que el ser es en sí…”.[6]

Intentemos ahora recoger lo que hasta aquí hemos ido meditando.  Preguntémonos nuevamente: ¿Tiene Dios poder sobre el mundo? ¿Es su poder esperanza para nosotros? De antemano hay que reconocer la existencia de un tipo de poder que nos es muy conocido: el poder que se opone a Dios, que intenta prescindir de Él hasta eliminarlo. La característica esencial de ese poder consiste en considerar a las personas como meros objetos y puras funciones, sometiéndolas al servicio de la propia voluntad.  No reconoce a las personas ni a las cosas como realidades vivas con derechos propios, cuya forma de ser exige respeto, sino las personas se tratan como funciones, como máquinas, como algo sin vida. Tal poder, en último término, es poder de muerte.  Quien lo utiliza está forzado inevitablemente a entrar en la dinámica de las leyes de la muerte.  La norma que impone a los otros se transforma en ley propia; así se realiza lo que Dios le dijo a Adán: “Si comieres de este fruto morirás”. (Gen 2,17)   Esto no puede de suceder cuando el poder se usa contra la obediencia .  El hombre no es Señor del ser, aunque le ha sido posible desmontarlo y montarlo en grandes fragmentos, como si se tratara de una máquina.  El hombre no puede vivir en oposición al ser, y cuando cree convencerse de lo contrario, cae en el poder de la mentira, es decir, del “no-ser”, del ser ficticio, en fin, del dominio de la muerte.

A veces este poder presenta características muy tentadoras que logran atraer.  Es verdad que estos sucesos son pasajeros, mas pueden ser también duraderos, y su brillo puede cegar.  Sin embargo, este poder no es el verdadero y real.  Pero el poder inherente al ser es más fuerte, y quien lo ejerce gana.  El poder que radica en el ser, no es un poder propio, sino poder del Creador.  Sabemos por la fe que el Creador no es solamente la Verdad, sino también el Amor.  Esta afirmación podría sonar melancólica si supiéramos muchas cosas que pasan en el mundo, de las cuales no nos damos cuenta en el radio de nuestra vida y de nuestras experiencias.  Pero a la luz de la nueva relación con Dios y con el mundo que Él mismo nos ofrece en Jesucristo, tal afirmación se transforma en expresión de una esperanza triunfal.  Ahora podemos invertir los términos: La verdad y el amor son idénticos al poder de Dios, pues Él no posee únicamente esa verdad y ese amor, sino que El mismo es Verdad y Amor.  La verdad y el amor son y constituyen entonces en el mundo el poder verdadero y definitivo.  En ellos se fundamenta la esperanza de la Iglesia, la esperanza de los cristianos.  Más aun, son la verdad y el amor los que hacen que la existencia cristiana sea esperanza.  A la Iglesia se le pueden quitar muchas cosas en este mundo.  Ella puede sufrir grandes y dolorosas derrotas.

Constantemente surgen en ella muchas cosas que la apartan de lo que ella realmente es.  Son precisamente estas cosas las que le son arrancadas de las manos.  Mas ella no perece; al contrario, su ser emerge siempre renovado y retoma nuevas fuerzas.  El barco de la Iglesia es la nave de la esperanza.  A ella podemos subirnos sin miedo.  Quien la guía y la protege es el mismo Señor del mundo.

II

En la primera parte hemos tratado de comprender lo que es el poder de Dios y la razón por la cual ese poder significa para nosotros esperanza y no una amenaza.  En la segunda etapa de reflexión intentaremos aplicar lo dicho a la vida de la Iglesia en general y del sacerdote y sus colaboradores en particular.  Preguntémonos: ¿Cómo puede penetrar este poder en nuestra vida? ¿Cómo puede llegar a ser, de forma concreta, esperanza para nosotros y para los hombres en este momento histórico? ¿Cuáles son las condiciones para que tal esperanza llegue a nosotros y se torne posesión nuestra? Las preguntas fundamentales de la primera parte sobre la naturaleza del poder las traté más bien con ejemplos y referencias que de modo exhaustivo y sistemático.  Mucho menos quisiera pretender ahora el desarrollo de una doctrina global de la vida cristiana y sacerdotal en relación al poder de la esperanza de Dios.  Simplemente intentaré, a partir de las reflexiones realizadas, iluminar sin mucha sistematización un par de pensamientos que se imponen.

1. La fe como puerta para el poder de Dios

La constatación fundamental de la primera parte la podemos sintetizar así:  El poder -en el sentido de la plenitud del poder de Jesucristo- es poder que procede de una relación mutua, es poder conferido a quien es obediente y, con responsabilidad, devuelve a Cristo lo recibido.  Conforme a esto, tanto el sacerdote como el cristiano en general tienen que ser personas que viven esencialmente de y en una relación con Dios.  El sacerdote debe ser un creyente, aquel que permanece en diálogo con Dios.  De no ser así, es inútil toda su actividad.  Lo más grande que un sacerdote puede hacer por los hombres es ser lo que es: un hombre de fe.  Gracias a lo que es, posibilita la entrada de Dios, de este Otros en el mundo.  Y si el Otro no actúa, es nuestro actuar muy poca cosa.  Sin embargo, donde los hombres intuyen, ‘Aquí hay uno que cree, que vive con y a partir de Dios’, su intuición genera esperanza.  La fe del sacerdote les abre una puerta a los hombres: Verdaderamente es posible creer aun hoy.  Cada acto humano de fe es un creer-con-el-otro, y por eso es tan importante aquel que me precede en la fe.  Desde todo punto de vista la fe del sacerdote, más que la de cualquier creyente, está expuesta a la lucha, pues los demás se apoyan en la fe suya.  En un momento histórico tiene él que vencer y superar en sí mismo las luchas de fe que los hombres sufren.  Por eso las crisis de la Iglesia y de fe se hacen con frecuencia más agudas y se manifiestan primero entre sacerdotes y religiosos que entre el resto del pueblo de Dios.  También corre el peligro el sacerdote de considerar el mundo de la fe como algo natural que incomoda y cansa, tal como sucedió primero con el hermano menor y más tarde con el mayor.  Cuando sucede esto, los que están en medio del mundo -sobre todo aquellos que, a partir de la experiencia de su vacío, reencontraron la fe- son capaces de ayudar al sacerdote, así como el regreso del hermano menor a la casa paterna ayudó al hermano mayor.  Estos han experimentado los desiertos del mundo y han redescubierto la belleza del hogar, belleza que se había transformado en carga para los que permanecieron en casa.  Así sucede el mutuo dar y recibir que hay en la fe, donde sacerdote y laicos se regalan mutuamente la cercanía de Dios.  Es necesario que el sacerdote cultive la humildad correspondiente a lo donado.  Él no debe permitir que en su corazón despierte el orgullo del hermano mayor que piensa: Este inútil que goza del cobijamiento del hogar no tiene idea del peso que es la fidelidad.  En nosotros se manifiesta este orgullo muchas veces como una especie de complejo de superioridad que dice entre sí: ¿Qué pueden saber laicos en el mundo acerca de los problemas de la interpretación crítica de la Biblia y de todas las otras críticas? ¿Qué saben ellos del abuso del poder en la Iglesia y de toda la miseria de su historia? La soberbia de los especialistas en materia de fe no es más que una obsesión ciega, típica de quien cree saberlo todo mejor.  La fe que en el desierto de un mundo sin Dios, incluso en la batea de cerdos que es la conversación vacía y sin alma, redescubre el agua fresca de la palabra de Dios, puede saber menos que el especialista sobre la crítica del texto bíblico.  Sin embargo, esta fe puede superarlo todo por la clarividencia con que reconoce la esencia en lo profundo del pozo de la palabra de Dios.  El cansancio del hermano mayor se dará siempre de nuevo, pero este no debe transformarse en obstinación que no es capaz de escuchar las hermosas palabras del Padre: Todo lo mío es tuyo.  En su creer el sacerdote debe preceder, pero también debe ser lo suficientemente humilde para seguir y acompañar a los demás en la fe.  Él los fortalece en la fe, pero también la recibe de ellos.

Pero eso no es evidente que afirmemos: Es creyendo me permitimos que la fuerza de Dios penetre en el mundo.  El primer ‘trabajo’ que le corresponde a un sacerdote es ser creyente, siempre de nuevo y cada vez más.  La fe nunca se da por sí sola: debe ser vivida.  Ella nos lleva al diálogo con Dios, diálogo que comprende tanto el hablar como el escuchar.  La oración es inseparable de la fe.  El tiempo que el sacerdote dedica a la oración y a escuchar la Sagrada Escritura nunca es tiempo perdido para su trabajo pastoral ni tiempo que le roba a los hombres.  Ellos detectan si acaso la actividad y el hablar de su párroco proceden de la oración o de su trabajo intelectual.  Él debe conducir a su comunidad, más allá de toda su actividad, a través de la oración, debe incluirla en su oración y entregarla así al poder de Dios.  Naturalmente, también aquí se repite el dar y recibir mutuo: Toda oración es oración con la Iglesia orante, y escuchar debidamente a la Escritura es posible sólo en sintonía con la Iglesia.

Antes de profundizar en ese pensamiento, quisiera tocar otro aspecto del tema ‘fe’ que se nos presenta a partir del núcleo de la primera parte de la conferencia: Fe es obediencia. Es unión de nuestra voluntad con la voluntad de Dios y, precisamente por eso, imitación de Cristo, ya que lo esencial del camino de Cristo es su caminar hacia la fusión de su voluntad con la voluntad de Dios.  La redención del mundo tiene su raíz en la oración en el Huerto de los Olivos -No mi voluntad, sino la tuya- en esta oración que, como centro de la fe vivida, nos entregó el Señor en el Padrenuestro.  Al mismo tiempo tocamos aquí la dimensión más mariana de la fe y de la existencia cristiana.  “Feliz tú que has creído”, así saluda Elizabeth a María.  El acto de fe por el cual ella llegó a ser puerta de Dios para el mundo, abriendo en él un espacio de esperanza, de ‘bienaventuranza’, es -en su esencia- un acto de obediencia: Hágase en mí tu voluntad; todo mi ser se orienta en una relación de servicio frente a ti.  Fe significa para Ella ponerse a disposición, decir su sí.  En este acto de fe Ella entrega su propia existencia a Dios como lugar de su actuar.  Fe no es una actitud al lado de otras, sino la subordinación del propio ser a la voluntad de Dios y, de esta manera, a la voluntad de la Verdad y del Amor.  En su encíclica mariana el Papa ha interpretado la fe de María de un modo hermosamente profundo.  Y el año mariano debería impulsarnos a seguir a María en la meditación para aprender de nuevo de y con María la fe que es obediencia de toda nuestra existencia[7]. Quisiera elegir solamente dos de los elementos de la encíclica que nos pueden conducir a una más profunda comprensión de la fe de María y con ello de la fe como obediencia.  Se trata de la referencia al Salmo 40,68, al cual alude la Carta a los Hebreos (10,5-7) como una interpretación de aquel acto de obediencia de Jesús frente al Padre, realizado en la encarnación y en la cruz: “No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo… sí, vengo para hacer tu voluntad”.  En su sí al nacimiento del Hijo de Dios por la fuerza del Espíritu Santo en su seño, María pone a disposición su cuerpo, todo su ser, como lugar para el actuar de Dios.  En esa palabra la voluntad de María se identifica con la voluntad del Hijo.  En la sintonía de ese sí “me has preparado un cuerpo” se hace posible la encarnación y el nacimiento de Dios.  Para que Dios pueda entrar en el mundo, pueda nacer, en el mundo, es necesario que se repita ese sí mariano, esa conformidad de nuestra voluntad con la voluntad de Dios.

En la cruz se reactualiza nueva y definitivamente esa situación.  Ya no se vislumbra nada de la gloria del Padre David de la cual hablaba la promesa.  La situación de fe de Abraham se revive en su extrema oscuridad.  “Me has preparado un cuerpo… aquí estoy” -palabra de disponibilidad aceptada totalmente.  La oscuridad en la cual se encuentra María es la plena identificación con la voluntad de Dios.  La fe es la comunión en la cruz, y sólo en ella llega a la plenitud: El lugar de la no-redención es el inicio de la redención.  Creo que debemos redescubrir esta espiritualidad de la cruz.  Esta nos pareció demasiado pasiva, pesimista y sentimental.  Pero si no nos ejercitamos en subir a la cruz, ¿cómo podremos cargarla cuando nos sea impuesta?  Un amigo mío que durante años tuvo que someterse a una diálisis renal y que veía cómo la vida se le escapaba cada vez más de las manos, contó una vez que como niño le gustaba mucho el Vía crucis y que luego también lo rezaba con gusto.  Cuando supo de su terrible diagnóstico se quedó como paralizado.  Pero de repente pensó: Ahora se hace realidad lo que siempre rezaba, ahora puedo acompañarlo de verdad; Él me ha incluido en su Vía crucis.  Así volvió a ser alegre, una alegría que irradió hasta el último momento, haciendo visible el resplandor de su fe.  Utilizo una expresión de Guardini: Debemos reaprender “qué fuerza libertadora contiene el dominio de sí mismo; cómo el sufrimiento aceptado interiormente transforma al hombre; y cómo todo crecimiento real no depende únicamente del trabajo, sino también del sacrificio hecho libremente”.[8]

2. La Escritura como lugar del poder de Dios, fuente de nuestra esperanza

Fe es obediencia.  Esta significa redescubrir la forma esencial de nuestro ser -la creatureidad- y, de acuerdo con ello, llegar a ser auténticos.  Significa reconocer la relación de responsabilidad como forma fundamental de nuestra existencia, de modo que la amenaza se torne en poder; el peligro, en esperanza.  Esa obediencia la debemos a Dios: Obediencia que presupone y posibilita una relación viva y dinámica con Dios, pues sólo el obediente percibe a Dios.  Pero para que nuestra obediencia sea concreta, para que no confundamos involuntariamente a Dios con la proyección de nuestros propios deseos, Dios mismo se hizo concreto de muchas maneras:

En primer lugar en su palabra.  Por lo tanto, la obediencia frente a Dios es relación de obediencia frente a su palabra.  Debemos recuperar la relación de respeto y de obediencia frente a la Biblia, actitud que hoy día con frecuencia corre el peligro de perderse.  Tanto individualmente como en grupos se tiende a crear una biblia propia a base de diferenciación de fuentes y con crítica de la tradición, biblia propia que contrapone a la totalidad de la Escritura de la Iglesia.  Tal actitud ya no es obediencia frente a la palabra de Dios, sino afirmación de la propia posición, hecha con ayuda de un montaje de textos seleccionados u omitidos, en último término según los deseos de la propia posición.  La exégesis histórico-crítica puede ser una ayuda inmensa para una comprensión mejor de la Biblia cuando sus instrumentos científicos se utilizan con aquel amor respetuoso que se esfuerza por captar el don de Dios lo más exacta y cuidadosamente posible.  pero tal exégesis se equivoca en su tare cuando deja de ser camino hacia un escuchar más atento, sometiendo el texto a una especie de tortura -por así decirlo- hasta arrancarle forzosamente las respuestas que él nos quería negar.  En su polémica con el teólogo racionalista Eunomius, Gregorio de Niza trató estos problemas, ya en el siglo IV, en forma que aún tiene validez.  Eunomius afirmaba que era posible formarse un concepto de Dios lo suficientemente perfecto como para captar realmente su ser y describirlo exactamente.  Al respecto Gregorio comentó que Eunomius trataba “de encerrar la inconmensurabilidad de la naturaleza de Dios en la mano de un niño”.  Obviamente, el pensar científico aspira a este modo de comprensión que trata de tomar las cosas en la mano para poder utilizarlas.  “Transforma cada misterio en una ‘cosa’.  Gregorio habla de xxxxxx; ´tratar a manera de las ciencias naturales’.  Pero el misterio de la teología es una cosa, la ciencia de la naturaleza otra”.[9]  ¿No habrá, en nuestra exégesis, en nuestro moderno trato con la Escritura, demasiado xxxxx? ¿No la tratamos en realidad así como trataríamos materia del laboratorio? ¿No la transformamos de hecho en una cosa muerta que montamos y desmontamos arbitrariamente? ¿Y dónde queda lo esencial de la interpretación que no percibe la palabra únicamente como una colección de textos sin vida, sino que percibe en ella más bien a la persona viva que habla? Si ya la palabra humana se trasciende infinitamente a sí misma y remite más allá de la palabra material a lo indecible e inagotable, ¿no debería aplicarse esto mucho más a aquella palabra cuyo objeto último y verdadero creemos que es el mismo Dios? ¿No deberíamos desarrollar nuevamente métodos que respeten esa capacidad de las palabras de trascenderse, métodos que respeten esta trascendencia de la palabra de Dios? ¿Métodos, abiertos a esa realidad, que acogen la experiencia de los santos con esa palabra, experiencias de aquellos que no solamente han leído la palabra, sino que han penetrado con la propia vida su sentido más profundo?

Quisiera citar nuevamente a Gregorio de Niza.  Encontré una imagen que él aplica al uso correcto de la Escritura.  A primera vista nos puede hacer sonreír por su contenido alegórico, pero si meditamos su profundidad, nos puede decir muchísimo.  Esa imagen la encontramos en su interpretación de los preceptos para la cena pascual de los judíos.  Gregorio parte del principio que la palabra de Dios es nuestro alimento y, desde allí, se permite aplicar los preceptos de la cena al trato con la Biblia.  Son dos los preceptos que le parecen especialmente dignos de reflexión: El alimento se debe comer al salir directamente del fuego; los huesos no deben ser quebrados.  El fuego es imagen del Espíritu Santo: ¿No significa entonces ese precepto que no debemos apartar el alimento divino del fuego vivo, que no debemos permitir que se enfríe? ¿No significa que la lectura debe realizarse en el fuego, es decir, en comunidad con el Espíritu Santo, en la fe viva que nos une con el origen del alimento?  Y a la inversa, contiene huesos de los cuales no podemos disponer, grandes interrogantes que se nos imponen y que no podemos resolver.  “¿Cuál es la naturaleza de Dios? ¿Qué existía antes de la creación? ¿Qué hay más allá del mundo visible? ¿Qué causalidad determina los acontecimientos de la historia?”.  Hoy día agregaríamos un sinfín de preguntas que nos inquietan aún más?.  “No quiebres los huesos”, es decir, “Saber que todo esto corresponde únicamente al Espíritu Santo…” “No quiebres los huesos”.  Gregorio interpreta ese versículo con un apotegma del libro de Sabiduría: “Lo que está sobre tus fuerzas no lo procures” (Eclo 3,23)[10]   También podría haber citado a Pablo: “No os sobreestiméis más de lo que conviene estimaros, sino estimaos moderadamente, cada uno según Dios le repartió la medida de la fe”. (Rom 12,3)[11]  ¿No nos dedicamos muchas veces hoy día a quebrar los huesos de la Escritura, desmembrándola mucho más allá de medida lícita? Con frecuencia ¿no estamos muy lejos del fuego del Espíritu Santo, de la fe viva, de modo que recibimos la palabra como un alimento frío e indigerible?

Si nos detenemos un momento en la palabra de Pablo de la Carta a los Romanos, descubrimos un nuevo aspecto.  La justa medida en la propia reflexión sobre los misterios divinos, es para el apóstol, sobre todo, una adhesión a la medida de la fe del Cuerpo de Cristo: la Iglesia[12].  En la actualidad se utiliza la Escritura -también entre católicos- como un arma en contra de la Iglesia.  Ciertamente, como palabra de Dios está por encima de la Iglesia que, siempre de nuevo, debe dejarse conducir y purificar por ella.  Pero la palabra no queda fuera del Cuerpo de Cristo.  Su lectura ´privatizada´ nunca puede penetrar su sentido más profundo.  Una adecuada lectura bíblica presupone que la leamos donde hizo y hace historia, donde no es testimonio del pasado, sino fuerza viva del presente: en la Iglesia del Señor y con los ojos de la Iglesia, ojos de fe.  En este sentido la obediencia a la Escritura es siempre obediencia a la Iglesia.  Pero cuando se intenta descartar a la Iglesia de la Biblia -o incluso ponerla en contradicción con ella-, la obediencia se vuelve abstracta.  La Escritura viva en la Iglesia viva es fuerza del Dios presente en el mundo -aun hoy-, fuerza que permanece para todas las generaciones como manantial inagotable de esperanza…

3. La plenitud del poder de la Iglesia y el poder de Dios

De ahí que tocamos otro aspecto del tema ‘obediencia’: la obediencia frente a la Iglesia.  Hoy día se nos hace particularmente difícil aceptarla.  Al comienzo hemos dicho que lo inquietante de los potentados actuales, de las grandes instituciones estatales y económicas, es su anonimidad e inaccesibilidad.  Les tenemos miedo a las poderosas instituciones estatales, políticas y económicas que se levantan frente a nosotros como pulpos gigantescos que, de forma inevitable, agarran con sus tentáculos a los hombres.  Hoy la opinión pública ve aun las grandes iglesias como tales mecanismos de un poder anónimo, de modo que no señalan esperanza sino peligro.  El hombre considera estas iglesias como parte integrante de ese mundo organizado, como cómplice en la conspiración de los poderes.  Frente a la progresiva anonimización y uniformización del mundo se busca refugio en grupos pequeños.

Aquí se experimenta cercanía humana; no dominan las leyes sino el consenso.  Aquí pareciera surgir el pequeño oasis humano que nace del espíritu de Jesús, pero lamentablemente es perturbador por las exigencias inaceptables y las manifestaciones de la Iglesia universal.  Esta utiliza su poder y, con sus conceptos arcaicos, aplasta cruelmente el hermoso mundo del grupo.  Así queda el grupo en contradicción con la Iglesia, la comunidad con la institución.  Mientras la comunidad constituye un lugar de esperanza, la institución representa la amenaza de los poderosos.  Aquí valen dos verdades distintas: la Iglesia necesita experiencias vitales en células pequeñas donde se concretiza la fe y surge un oasis de humanidad.  Las formas cambian: en la Edad Media hubo las fraternidades y las terceras órdenes; la época barroca vigorizó ambas; hoy día surgen nombres y formas nuevas.  Esta formación de comunidades puede llegar a ser conflictiva, pero la Iglesia nunca ha querido renunciar por completo a ellas, e incluso el nuevo derecho canónico les da impulso.  También es cierto que en los últimos decenios la Iglesia se ha institucionalizado excesivamente, tanto así que da de pensar.  El deseo legítimo de participar ha dado origen a nuevos cuerpos organizativos.  De tal modo que quien trata de vivir en su Iglesia simplemente como cristiano corriente, buscando en ella sólo comunidad de la palabra y del sacramento, se siente desvalorizado.  Debido a esta estructuración surge un caos de tareas que inevitablemente despierta la sensación de estar confrontado con la propia impotencia frente a lo impenetrable, un caos que fácilmente hace ocultar lo esencial.  Es por eso que las reformas futuras deben apuntar a una reducción de instituciones y no a su multiplicación.

Aun así, no puedo dejar de denunciar el error fundamental que encuentro con frecuencia en el modo de expresarse de buenos y celosos sacerdotes que dicen: El cristianismo, así como nosotros los presentamos, atrae a la juventud, pero la impresión que da la Iglesia oficial nos destruye todo de nuevo.  No quisiera detenerme en lo absurdo de la expresión ‘Iglesia oficial’; aún más absurdo y peligroso es la contraposición de esta afirmación.  Es absolutamente normal que el sacerdote responsable por un grupo de juventud le sea más simpático que el obispo.  Lo que no es normal es que de allí nazca la contraposición de dos conceptos de Iglesia.  Si la adhesión al cristianismo ya no apunta a la Iglesia en su totalidad, sino a lo simpático del sacerdote o dirigente laico, se construye sobre arena… sobre el dirigente que habla en su propio nombre.  En tal caso se valoriza más la capacidad del animador que la plenitud del poder que le fue conferido.  Él le da al propio poder -tal vez inconscientemente- el lugar de la plenitud del poder, considera la propia capacidad más que el poder conferido, el cual debe ser restituido, devuelto a Aquel que lo confirió.  Se abandona así la estructura de exusia, de la cual hablamos en la primera parte, y se pierde lo esencial.  El valor intrínseco de la Iglesia no consiste en las personas simpáticas que hay en ella, lo cual no deja de ser deseable, y lo que seguramente siempre se dará.  Lo intrínseco es su exusia: A ella le fue conferido el poder, la plenitud del poder para pronunciar palabras salvíficas y realizar actos salvíficos que el hombre necesita y que él nunca podrá darse a sí mismo.  Nadie puede apropiarse del Yo de Cristo o del Yo de Dios.  Sin embargo, es con este Yo que habla el sacerdote cuando dice: “Este es mi cuerpo” o “Yo te perdono tus pecados”.  No los perdona el sacerdote -eso tendría poco valor-. Es Dios quien perdona; en realidad eso cambia todo.  ¡Es tremendamente impresionante el hecho de que un hombre pueda servirse del Yo de Dios! Lo puede exclusivamente gracias a la plenitud del poder que el Señor ha conferido a su Iglesia.  Sin esa plenitud de poder el sacerdote no sería más que un asistente social.  Sin duda eso no dejaría de ser positivo, pero en la Iglesia buscamos una esperanza mayor que nace de un poder mayor.  En el momento en que estas palabras, que fluyen de la plenitud del poder, dejan de ser pronunciadas o pierden la transparencia que señala hacia su origen, ayuda muy poco la cercanía humana del grupo pequeño.  Se ha perdido lo esencial, y muy pronto el grupo se dará cuenta de ello.  Sin embargo, el grupo no debe dispensarse del dolor que implica la conversión, que exige de nosotros lo que en sí no nos gusta, pero que conduce a aquel radio de acción del poder de Dios, nuestra verdadera esperanza.

La plenitud del poder de la Iglesia es la transparencia del poder de Dios, y por eso es nuestra esperanza.  Por eso, la vinculación interior con la autoridad de la Iglesia en un acto de profunda obediencia constituye la decisión fundamental en la vida del sacerdote.  Una comunidad que no se ama a sí misma no puede existir.  Y un ministro ordenado que se opone a la raíz de su misión no puede ni servir al prójimo ni realizarse.  La verdadera realidad de la Iglesia, que en la segunda década del siglo parecía despertar en las almas, aparece actualmente como una gigantesca institución alienada y alienante.  Ya hemos dicho que causas diversas determinan este hecho.  Una de las causas decisivas entra en acción cada vez que el ministro ordenado, llamado a personalizar la institución y hacerla presente en su propia persona, llega a ser muro en vez de ventana.  Alienación se repite cada vez que él está en contra de la Iglesia en vez de despertar en los demás la confianza en ella, precisamente en el sufrimiento de su propia lucha la fe.  Tal contradicción extrema no es -gracias a Dios- un caso frecuente.  La Iglesia continúa existiendo porque tiene, hoy día en particular, tantos sacerdotes buenos que la representan como lugar de esperanza.  Pero estamos expuestos a la tentación.  Por eso, alertos y siempre disponibles, debemos luchar contra los poderes que nos quieren forzar en la dirección errónea.

Hablando sobre el tema de la obediencia abarqué mucho más de lo que me había propuesto.  En realidad me hubiese gustado tocar unas cuantas actitudes por las cuales se hace presente en la Iglesia el poder de Dios como esperanza: la ascética, la humildad, la penitencia; las virtudes naturales y sobrenaturales, como también las grandes formas fundamentales de servicio: Martyria, Diaconia, Liturgia; y por sobre todo, el amor y las formas concretas que éste asume en la vida de la comunidad.  No me es posible hacerlo, pero, de alguna manera, todo lo que acabo de decir contiene los elementos básicos para desarrollar estos temas.  En último término, se trata siempre de interpretar lo que es el amor, porque la esencia del poder de Dios es el amor.  Por eso, es esperanza para nosotros su poder.  Puede suceder que el sacerdote y también la Iglesia oculten la manifestación visible de esa esperanza.  Es esa la culpa que debemos confesar; para vencerla tenemos que pedir a Dios que nos ayude.  Pero Dios es el más fuerte.  Él no retira de la Iglesia la plenitud de su poder, y esa plenitud de poder que se nos acerca en la palabra y en el sacramento, es aún hoy día la luz que nos ilumina, la esperanza que promete vida y futuro.

 


Notas

[1] Cfr. W. Foerster. En : ThW-NT II 559-571, en modo particular 559s. y 563.
[2] R. Guardini, Die Macht, Versuch einer Wegweisiung (Würzburg 1952) 38.
[3] Ibid. 39.
[4] Importantes reflexiones al respecto en CS. Lewis, Die Abschaffung des Menschen (Einsiedein 1979, en modo particular 72ss.
[5] Citato según R. Spaemann. Die Unantastbarkeit des menschichen Lebens (Kommentar zur Instruktion der Kongregation für die Glaubensiehre uber ethische Fragen der Biomedizin, Herder Freiburg 1987) 71.
[6] Ioc. Cit. 26s.
[7] Cojo aquí pensamientos que desarrolló detalladamente en mi comentario de la encíclica, publicado por Herder: Gottes Ja zum Menschen, Papst Johannes Paul II, Enzykika #Mutter des Eriösers” (Freiburg 1987) 116ss.
[8] Ioc. Cit. 99 T. Goritschewa explica en su nuevo libro de manera impresionante la relación entre sufrimiento y gracia, entre sufrimiento y redención: Die Kraft der Ohnmächtigen. Weisshelt aus dem Leiden  (Wuppertal 1987) especialmente 21-25.
[9] H. U. von Balthasar en su introducción a Gregorio de Niza, Der Versiegelte Quell, Auslengung des Hohen Liedes (Einsiedein 1984 f) 17.
[10] Gregorio de Niza, De vita Moysis, PG 44, 357 B-D; traducción alemana: Der Aufstieg des Moses, traducción e introducción de M. Blum (Freiburg 1963) 76s.
[11] Cfr. H. Schlier, Der Römerbrief (Freiburg 1977) 363-369.
[12] Schlier, loc. Cit 368.

Imagen de portada: Cardenal Joseph Ratzinger junto al Cardenal Fresno, Monseior Piñera y Monseñor Contreras.

¡Estimados y queridos hermanos!

En primer lugar, querría agradecer de corazón su invitación tan amable para visitar vuestro país y también por ofrecerme esta ocasión de encuentro y diálogo fraterno.  No me hago la ilusión de que se pueda conocer un país en una estadía de pocos días, sin embargo, es muy importante para mí la oportunidad de poder ver los lugares donde ustedes trabajan, y tener en alguna medida la experiencia de un ambiente de vida en la iglesia en esta tierra.

El fin de mis palabras es encarecer el diálogo que queremos tener mutuamente.  De modo general, suelo aprovechar la ocasión que me brinda este encuentro, para exponer brevemente alguna de las cuestiones de mayor importancia del trabajo en la Congregación.  Sin embargo, el cisma, que parece abrirse con las ordenaciones de obispos del 30 de junio, me lleva a apartarme, por esta vez, de esa costumbre.  Hoy, querría simplemente comentar algunas cosas sobre el caso que concierne a Monseñor Lefebvre.  Más que detenerse en lo ocurrido, me parece que puede tener mayor trascendencia valorar las enseñanzas que puede sacar la Iglesia, para hoy y para el día de mañana, del conjunto de los acontecimientos.  Para ello, querría anticipar, en primer lugar, algunas observaciones sobre la actitud de la Santa Sede, en los coloquios con Monseñor Lefebvre, y continuar después con una reflexión sobre las causas generales que originan esta situación y que, por encima del caso particular, nos atañen a todos.

I. La actitud de la Santa Sede en los coloquios con Lefebvre

En los últimos meses, hemos invertido una buena cantidad de trabajo en el problema de Lefebvre, con el empeño sincero de crear para su movimiento un espacio vital adecuado en el interior de la Iglesia.  Se ha criticado a la Santa Sede por esto desde muchas partes.  Se ha dicho que había cedido a la presión del cisma; que no había defendido con la fuerza debida al Concilio Vaticano II; que, mientras actuaba con gran dureza con los movimientos progresistas, mostraba demasiada comprensión con la rebelión restauradora.  El desarrollo ulterior de los acontecimientos ha refutado suficientemente estas aseveraciones.  El mito de la dureza del Vaticano, cara a las digresiones progresistas, ha resultado una elucubración vacía.  Hasta la fecha, se han emitido fundamentalmente amonestaciones, y en ningún caso penas canónicas en el sentido propio.  El hecho de que Lefebvre haya denunciado al final el acuerdo firmado, muestra que la Santa Sede, a pesar de haber hecho concesiones verdaderamente amplias, no le ha otorgado la licencia global que deseaba.  En la parte fundamental de los acuerdos, Lefebvre había reconocido que debía aceptar el Vaticano II y las afirmaciones del Magisterio postconciliar, con la autoridad propia de cada documento.  Es una contradicción que sean precisamente aquellos que no han dejado pasar por alto ninguna ocasión para vocear en todo el mundo su desobediencia al Papa y a las declaraciones magisteriales de los últimos 20 años, los que juzgan esta postura demasiado tibia y piden que se exija una obediencia omnímoda hacia el Vaticano II.  También se pretendía que el Vaticano había concedido a Lefebvre un derecho al disenso, que se niega persistentemente a los componentes de tendencia progresista.  En realidad, lo único que se afirmaba en el convenio -siguiendo a la Lumen Gentium en su número 25- era el simple hecho de que no todos los documentos del Concilio tienen el mismo rango.  En el acuerdo se preveía también explícitamente que debía evitarse la polémica pública, y se solicitaba una actitud positiva de respeto a las medidas y declaraciones oficiales.  Se concedía asimismo que la confraternidad pudiera presentar a la Santa Sede -quedando intacto el derecho de decisión de ésta- sus dificultades en cuestiones de interpretación y de reformas en el ámbito jurídico y litúrgico.  Todo esto ciertamente muestra suficientemente que Roma ha unido, en este difícil diálogo, lo generosidad en todo lo negociable, con la firmeza en lo esencial.  Es muy reveladora la explicación que el mismo Monseñor Lefebvre ha dado de la retractación de su asentimiento.  Declaró que ahora había comprendido que el acuerdo suscrito apuntaba solamente a integrar su fundación en la “Iglesia del Concilio”.  La Iglesia Católica, en comunión con el Papa es, para él, la “Iglesia del Concilio” que se ha desprendido de su propio pasado.  Parece que ya no logra ver que se trata sencillamente de la Iglesia Católica con la totalidad de la Tradición, a la que también pertenece el Concilio Vaticano II.

2. Reflexiones sobre las causas más profundas del caso Lefebvre

El problema planteado por Lefebvre, sin embargo, no se termina con la ruptura del 30 de junio.  Sería demasiado cómodo dejarse llevar por una especie de triunfalismo, y pensar que este problema ha dejado de serlo desde el momento en que el movimiento de Lefebvre se ha separado netamente de la Iglesia.  Un cristiano nunca puede ni debe alegrarse de una desunión.  Aunque con toda seguridad la culpa no pueda achacarse a la Santa Sede, es nuestra obligación preguntarnos qué errores hemos cometido, qué errores estamos cometiendo.  Las pautas con que se valora el pasado, desde la aparición del decreto sobre el ecumenismo del Vaticano II, deben, como es lógico, tener valor también para el presente.  Uno de los descubrimientos fundamentales de la teología del ecumenismo, es que los cismas se pueden producir únicamente cuando, en la Iglesia, ya no se viven y aman algunas verdades y algunos valores de la fe cristiana.  La verdad marginada se independiza, queda arrancada de la totalidad de la estructura eclesial, y alrededor de ella se forma entonces el nuevo movimiento.  Nos debe hacer reflexionar el hecho de que no pocos hombres, más allá del círculo más restringido de los miembros de la confraternidad de Lefebvre, están viendo en este hombre una especie de guía o, por lo menos, un aleccionador útil.  No es suficiente remitirse a motivos políticos, o a la nostalgia y otras razones secundarias de tipo cultural.  Esas causas no serían suficientes para atraer también, y de modo especial, jóvenes, de muy diversos países, y bajo condiciones políticas o culturales, completamente diferentes.  Ciertamente, la visión estrecha, unilateral, se nota en todas partes; sin embargo, el fenómeno en su conjunto no sería pensable si no estuvieran también en juego elementos positivos, que generalmente no encuentran suficiente espacio vital en la Iglesia de hoy.  Por todo ello, deberíamos considerar esta situación primordialmente como una ocasión de examen de conciencia.  Debemos dejarnos preguntar en serio sobre las deficiencias en nuestra pastoral, que son denunciadas por todos estos acontecimientos.  De este modo podremos ofrecer un lugar a los que están buscando y preguntando dentro de la Iglesia, y así lograremos convertir el cisma en superfluo, desde el mismo interior de la Iglesia.  Querría nombrar tres aspectos que, según mi opinión, tienen un papel importante a este respecto.

a) Lo santo y lo profano

Hay muchas razones que pueden haber motivado que muchas personas busquen un refugio en la vieja liturgia.  Una primera e importante es que allí encuentran custodiada la dignidad de lo sagrado.  Con posterioridad al Concilio, muchos elevaron intencionadamente a nivel de programa la “desacralización”, explicando que el Nuevo Testamento había abolido el culto del Templo: la cortina del Templo desgarrada en el momento de la muerte de cruz de Cristo significaría -según ellos- el final de lo sacro.  La muerte de Jesús fuera de las murallas, es decir, en el ámbito público, es ahora el culto verdadero.  El culto, si es que existe, se da en la no-sacralidad de la vida cotidiana, en el amor vivido.  Empujados por esos razonamientos, se arrinconaron las vestimentas sagradas; se libró a las iglesias, en la mayor medida posible, del esplendor que recuerda lo sacro; y se redujo la liturgia, en cuanto cabía, al lenguaje y gestos de la vida ordinaria, por medio de saludos, signos comunes de amistad y cosas parecidas.

Sin embargo, con tales teorías y una tal praxis se desconocía completamente la conexión real entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; se había olvidado que este mundo todavía no es el Reino de Dios y que “el Santo de Dios” (Io 6,69) sigue estando en contradicción con el mundo; que necesitamos de la purificación para acercarnos a Él; que lo profano, también después de la muerte y resurrección de Jesús, no ha llegado a ser lo santo.  El Resucitado se ha aparecido sólo a aquellos cuyo corazón se ha dejado abrir para Él, para el Santo: no se ha manifestado a todo el mundo.  De este mundo se ha abierto el nuevo espacio del culto, al que ahora estamos remitidos todos; a ese culto que consiste en acercarse a la comunidad del Resucitado, a cuyos pies se postraron las mujeres y le adoraron (Mt 28,9).  No quiero en este momento desarrollar más este punto, sino sólo sacar directamente la conclusión: debemos recuperar la dimensión de lo sagrado en la liturgia.  La liturgia no es festival, no es una reunión placentera.  No tiene importancia, ni de lejos, que el párroco consiga llevar a cabo ideas sugestivas o elucubraciones imaginativas.  La liturgia es el hacerse presente del Dios tres veces santo entre nosotros, es la zarza ardiente, y es la Alianza de Dios con el hombre en Jesucristo, el Muerto y Resucitado.  La grandeza de la liturgia no se funda en que ofrezca un entretenimiento interesante, sino en que llega a tocarnos el Totalmente-Otro, q quien no podríamos hacer venir.  Viene porque quiere.  Dicho de otro modo, lo esencial en la liturgia es el misterio, que se realiza en el rito común de la Iglesia; todo lo demás la rebaja.  Los hombres lo experimentan vivamente, y se sienten engañados cuando el misterio se convierte en diversión, cuando el actor principal en la liturgia ya no es el Dios vivo, sino el sacerdote o el animador litúrgico.

  1. La no-arbitrariedad de la fe y de su continuidad

Defender el Concilio Vaticano II, en contra de Monseñor Lefebvre, como válido y vinculante en la Iglesia, es y va a seguir siendo una necesidad.  Sin embargo, existe una actitud de miras estrechas que aísla el Vaticano II y que ha provocado la oposición.  Muchas exposiciones dan la impresión de que, después del Vaticano II, todo haya cambiado y lo anterior ya no puede tener validez, o, en el mejor de los casos, sólo la tendrá a la luz del Vaticano II.  El Concilio Vaticano Segundo no se trata como parte de la totalidad de la Tradición viva de la Iglesia, sino directamente como el fin de la Tradición y como un recomenzar enteramente de cero.  La verdad es que el mismo Concilio no ha definido ningún dogma y ha querido de modo consciente expresarse en un rango más modesto, meramente como Concilio pastoral; sin embargo, muchos lo interpretan como si fuera casi el superdogma que quita importancia a todo lo demás.

Esta impresión se refuerza especialmente por hechos que ocurren en la vida corriente.  Lo que antes era considerado lo más santo -la forma transmitida por la liturgia-, de repente aparece como lo más prohibido y lo único que con seguridad debe rechazarse.  No se tolera la crítica a las medidas del tiempo postconciliar; pero donde están en juego las antiguas reglas, o las grandes verdades de la fe -por ejemplo, la virginidad corporal de María, la resurrección corporal de Jesús, la inmortalidad del alma, etc.-, o bien no se reacciona en absoluto, o bien se hace sólo de forma extremadamente atenuada.  Yo mismo he podido ver, cuando era profesor, cómo el mismo obispo que antes del Concilio había rechazado a un profesor irreprochable por su modo de hablar un poco tosco, no se veía capaz, después del Concilio, de rechazar a otro profesor que negaba abiertamente algunas verdades fundamentales de la fe.  Todo esto lleva a muchas personas a preguntarse si la Iglesia de hoy es realmente todavía la misma de ayer, o si no será que se la han cambiado por otra sin avisarles.  La única manera para hacer creíble el Vaticano II es presentarlo claramente como lo que es: una parte de la entera y única Tradición.

b) La unicidad de la verdad

Dejando ahora aparte la cuestión litúrgica, los puntos centrales del conflicto son, actualmente, el ataque contra el decreto sobre la libertad religiosa y contra el pretendido espíritu de Asís.  En ellos Lefebvre traza las fronteras entre su posición y la de la Iglesia Católica de hoy.  No es necesario añadir expresamente que no se pueden aceptar sus afirmaciones en este terreno.  Pero no vamos a ocuparnos aquí de sus errores, sino que queremos preguntarnos dónde está la falta de claridad en nosotros mismos.  Para Lefebvre, se trata de la lucha contra el liberalismo ideológico, contra la relativización de la verdad. Evidentemente, no estamos de acuerdo con él en que el texto del Concilio sobre la libertad religiosa o la oración de Asís, según las intenciones queridas por el Papa, son relativizaciones.  Sin embargo, es verdad que, en el movimiento espiritual del tiempo postconciliar, se daba muchas veces un olvido, incluso una supresión de la cuestión de la verdad; quizás apuntamos aquí al problema crucial de la teología y la pastoral de hoy. La “verdad” apareció de pronto como una pretensión demasiado alta, un “triunfalismo” que ya no podía permitirse.  Este proceso se verifica de modo claro en la crisis en la que han caído el ideal y la praxis misionera.  Si no apuntamos a la verdad al anunciar nuestra fe, y si esa verdad ya no es esencial para la salvación del hombre, entonces las misiones pierden su sentido.  En efecto, se deducía y se deduce la conclusión que, en el futuro, se debe buscar sólo que los cristianos sean buenos cristianos, los musulmanes buenos musulmanes, los hindúes buenos hindúes, etc.  Pero, ¿cómo se puede saber cuándo alguien es “buen” cristiano o “buen” musulmán?  La idea de que todas las religiosas son, hablando con propiedad, solamente símbolos de lo incomprensible en último término, gana terreno rápidamente también en la teología y ya entra profundamente en la praxis litúrgica.  Alí donde se produce ese fenómeno, la fe como tal queda abandonada, pues consiste precisamente en que yo me confío a la verdad en tanto que reconocida.  Así, ciertamente, tenemos todas las motivaciones para volver al buen sentido también en esto.  Si conseguimos mostrar y vivir de nuevo la totalidad de lo católico en estos puntos, entonces podemos esperar que el cisma de Lefebvre no será de larga duración.


 *Alocución a los Obispos de Chile, el miércoles 13 de julio, en la Casa de retiros de Caritas.

Hasta casi fines del siglo XX los anales de la historia de Chile registraban como un hecho único y casi irrepetible en nuestra vida como nación la visita que realizara al país, en la segunda década del siglo XX, un Soberano Pontífice.  Hablamos de la que tuvo lugar en los comienzos de la vida republicana, cuando Monseñor Juan María Mastai Ferreti -luego Papa Pío IX, hoy Beato Pío Nono- vino a Chile formando parte de la llamada Misión Muzi.  Diversas placas recordatorias en lugares de Santiago y del valle central registran su paso por estas tierras.  Una calle del barrio Bellavista en Santiago y uno de los más importantes puentes del río que cruza la capital, bautizados con el nombre “Pío Nono”, mantienen la memoria de ese notable episodio histórico.

Quienes crecieron en Chile antes de los años ochenta del siglo XX, no eran todavía capaces de imaginar lo que llegaría a ser el glorioso recorrido de seis días por toda nuestra geografía que habría de realizar el Siervo de Dios Juan Pablo II en abril de 1987.  Considerando la visita anterior del que luego sería Pío IX, fue ésta la segunda persona física de un Papa que pisó nuestro suelo.  El primero, entre tanto, como Papa reinante.  La memoria de aquellos momentos no se borrará jamás de los chilenos, pues marcó a fuego el alma nacional.

Un año y tres meses después de aquella apoteósica visita apostólica -hace ahora por tanto 20 años- viajaba por primera vez a Chile quien entonces actuaba como el más estrecho colaborador del Papa Juan Pablo II en cuestiones de fe y doctrina, el ya muy célebre Cardenal Joseph Ratzinger.

Su venida no pasó por cierto desapercibida para los medios de comunicación chilenos.  La figura del Cardenal Ratzinger era ya mundialmente reconocida como la de una gran autoridad en la Iglesia.  El contexto internacional y latinoamericano vivía en esos momentos las últimas tensiones de la guerra fría.  La influencia de alguna de las grandes ideologías del siglo se dejaba todavía sentir al interior de sectores eclesiásticos.  Permanecía muy vívido aún, el recuerdo del paso de Juan Pablo II entre nosotros.

Por espacio de una semana los chilenos pudieron entonces gozar, en ese mes de julio de 1988, del magisterio de una de las inteligencias más poderosas y preclaras de nuestro tiempo.  Diversos auditorios, entre los cuales el Salón de Honor de la Pontificia Universidad Católica de Chile, se repletaron para escucharlo.  La fuerte actualidad que el lector constatará en las enseñanzas que el Cardenal Ratzinger prodigó por aquellos días, nos hace una vez más presente el “nova et vetera” de lo que realmente nace del Evangelio.

Para afincar la memoria de ese inolvidable acontecimiento ocurrido dos décadas atrás, cuando otra vez la persona física de alguien que sería sucesor de Pedro caminó por nuestras calles y enseñó en nuestras aulas e iglesias -el Cardenal Joseph Ratzinger, desde abril de 2005 Papa Benedicto XVI-, hemos recuperado de los archivos sus palabras y se las ofrecemos hoy a nuestros lectores como un obsequio de Navidad.

Al hacerlo, Humanitas ha querido sobre todo rendir un humilde homenaje de fidelidad y agradecimiento a la cátedra de Pedro en la persona de su venerado sucesor, nuestro Papa Benedicto XVI.

Jaime Antúnez Aldunate

Director de Humanitas

Santiago de Chile, 25 de Diciembre 2008

Últimas Publicaciones

Leda Bergonzi, la llamada “sanadora de Rosario”, ya ha realizado dos visitas a Chile; la primera de ellas a comienzos de enero, donde congregó a miles de personas en el Templo Votivo de Maipú y en la Gruta de Lourdes; luego regresó al país a mediados de marzo, visitando las ciudades de Valdivia y Puerto Montt. El fenómeno ha llamado la atención tanto de creyentes como de no creyentes, haciendo surgir diversas preguntas: ¿por qué la Iglesia ha apoyado su visita prestando sus espacios para los eventos?, ¿no se trata de un peligroso líder carismático que quiere enriquecerse a costa del sufrimiento de las personas?, ¿por qué tantos acuden a verla?
Lo que queda claro tras escuchar las cifras y conocer ejemplos de lo que se vive en Ucrania, es que la guerra continúa siendo muy cruda y que las secuelas que ya está produciendo son profundas, extendidas y muy dolorosas. Mañana se cumplen dos años desde el inicio de la feroz invasión.
Mensaje del Santo Padre Francisco para la Cuaresma 2024 cuyo tema es «A través del desierto Dios nos guía a la libertad».
Revistas
Cuadernos
Reseñas
Suscripción
Palabra del Papa
Diario Financiero