1. La encíclica Fides et ratio: ¿fin o comienzo?

El mal que ha marcado al “siglo breve” llevó a hablar de “muerte de Dios” y de “silencio de Dios”.  Más allá de su diferencia radical -la expresión nietzscheana de la muerte de Dios conserva el sabor de una metáfora no carente de artificio[1], mientras la expresión silencio de Dios no puede ser una figura definitiva[2]-ambas fórmulas se proponen como clave de lectura de las trágicas experiencias que han marcado las últimas décadas de nuestra historia[3].  ¿Existe, con todo, un hilo conductor que permita de alguna manera unificar la interpretación nietzscheana y la de los pensadores hebreos posteriores a Auschwitz?  Tal vez sea posible descubrirlo en un tema que ya había angustiado en gran medida a San Agustín, y al cual no puede substraerse la lógica de la encíclica Fides et ratio: ¿por qué no se ven los efectos de la Redención si el Crucificado ha Resucitado y ha vencido el mal?.  “Post Christum nihil in melius, Omnia in peius, mutata sunt?”[4] ¿Acaso la historia no nos documenta sobre la permanencia de la cruz del Nazareno como experiencia dolorosa y solidaria del fracaso del hombre? ¿No sigue ocupando el mal, en todas sus formas, casi todas las luces del proscenio en el escenario del gran teatro del mundo?  El tema leibniziano de la teodicea sigue siendo el punto crucial que aún no logra apagar la interrogante entre las interrogantes.  Para plantearla con el mismo Leibniz: “¿Por qué no existe la nada?”.  ¿No sería entonces prudente atenerse a un sensato agnosticismo, que mientras se encuentra lejos de todo ateísmo teórico -siempre dogmático, incluso al ser elaborado con los instrumentos conceptuales más sofisticados-, no arriesga al pensamiento en presuntuosa afirmaciones “objetivas” sobre la realidad, la razón, la fe y la relación entre ambas, en una palabra, sobre la verdad?

Indudablemente, el pensamiento hoy predominante -y se lo ha visto incluso en las no pocas críticas hechas a la encíclica Fides et ratio por los partidarios del trabajo, veladas tras una sincera satisfacción por el relanzamiento de la filosofía que provocó Juan Pablo II con la publicación de su Encíclica[5]- tiende a asumir la perspectiva del fin del cristianismo, suministrando una interpretación de la postmodernidad como liquidación de la “victoria” de Jesucristo sobre el mal y la muerte[6]. Como lo sugiere Fides et ratio, los motivos de esta opción son complejos y están íntimamente vinculados con la historia de la relación entre filosofía y teología a partir de la época moderna[7], lo cual no impide que, en definitiva, se desemboque en la convicción de la ineficacia histórica de la victoria de Jesucristo.  Por otro parte, en el ámbito mismo de la reflexión exegético-teológica, al dogma de la Resurrección del Nazareno en su mismo cuerpo -prueba decisiva de Su operar eficazmente en la historia a través del testimonio sacramental de los creyentes- con frecuencia se le pone hoy en día sordina[8].

Para responder a esta objeción radical, no es conveniente elegir el atajo de quienes consideran el llamado pensamiento débil como más conforme con la proposición del acontecimiento de Jesucristo[9].  En todo caso, Fides et ratio objeta abiertamente esa vía[10].  En efecto, Jesucristo no es un Dios para tapar agujeros, en cuanto no es en sí mismo -si bien no de modo formal-negativo, pero no sustantivamente-positivo-respuesta a las interrogantes no resueltas por el hombre ni objeto de su deseo de realización (felicidad).  Tampoco el hombre, en cuanto ser libre, es propiamente hablando un producto de Dios a partir de la nada.  Cuando la reflexión adopta este camino, no logra evitar aquellas aporías mediante las cuales se ha criticado, no sin razón, un pensamiento considerado “demasiado fuerte”, en el cual se confunde la ineludible necesidad de pasar del “fenómeno al fundamento”[11] con la pretensión naturalista de pensar que la verdad -a partir de su nivel elemental de adequatio intellectus et rei- conduzca a considerar la realidad como un objeto al alcance inmediato de la razón y por consiguiente inmediatamente deducible de la misma como un simple predicado[12].

Fides et ratio, dentro de los límites objetivos de una conciencia clara de la naturaleza diferente del “discurso” del magisterio respecto al del filósofo y del teólogo, recuerda a propósito que “la Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con menoscabo de otras[13], llegando a afirmar que el hecho de señalar a Santo Tomás como guía para los estudios teológicos no significa “tomar posiciones sobre cuestiones propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares”[14].  Así, cuando habla de la necesidad de “una filosofía de alcance auténticamente metafísico”[15], Juan Pablo II precisa que con esto no pretende optar por “una escuela específica o una corriente histórica particular[16]”, sino más bien afirmar que “el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber”[17], fundada “en la capacidad del hombre de llegar al conocimiento de la verdad”[18].  La irrenunciable instancia de la verdad es propuesta con claridad, y con ella la “capacidad de la persona, como sujeto libre e inteligente de conocer a Dios, la verdad, el bien[19]; pero se reconoce a la libre reflexión la prerrogativa de encontrar el camino para alcanzar el objetivo.  Así, el Magisterio emprende, una vez más, la preciosa labor crítica de señalar, en forma negativa, las actitudes filosóficas que perjudican esta libertad, en cuanto cierran arbitrariamente la posibilidad de elaborar el imprescindible “paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento[20] (la instancia de la verdad).  De ello se desprende la crítica sintética, pero eficaz, a los “ismos” -eclecticismo[21], historicismo[22], cientificismo[23], pragmatismo[24], nihilismo[25], a los que no son ajenos el racionalismo y el fideísmo[26]- manifestando la preocupación no ciertamente de imponer al pensamiento tesis capacidad de verdad propia del hombre.  Ya la parte crítica de Fides et ratio se revela así compatible con la conquista más significativa de la modernidad-contemporaneidad: la afirmación de la instrascendibilidad de la diferencia ontológica.  Sin tratar las categorías de “verdad”, “fundamento” y “ontología” como sinónimos, esta afirmación -que bien interpretada garantiza la diferencia teológica inscrita en la misma naturaleza creatural del hombre- ha sido asumida con precisión, también por la teología contemporánea más perspicaz.  En oposición a Heidegger, que ve en la diferencia ontológica la “cosa” del pensamiento, manteniéndolo así en una oscilación indefinida entre el ser y el ente, es posible -con un método adecuado y al margen de la tendencia “débil” de ciertas corrientes postmodernas- llegar a un pensamiento sobre la verdad[27].

Pero también la parte poietica de la Encíclica abre el camino a la labor positiva del filósofo y el teólogo, con miras a la rigurosa elaboración del paso del fenómeno al fundamento.  En efecto, se lee en Fides et ratio: “La reflexión filosófica puede contribuir mucho a clarificar la relación entre verdad y vida, entre acontecimiento y verdad doctrinal y, sobre todo, la relación entre verdad trascendente y lenguaje humanamente inteligible”[28]. Tampoco faltan señales positivas de valorización de determinadas instancias propias de la filosofía contemporánea (como la lingüística, la praxis, el discurso científico) en la medida en que no renuncian a la verdad[29].  En otra parte se subraya la importancia de la dimensión ética (vinculada con el ejercicio concreto de la libertad humana) en la búsqueda del fundamento mismo[30].  Esto confirma el hecho de que la estructura originaria de la verdad, en su integralidad humana y cristiana, exige un reconocimiento que es imposible sin una decisión.

Sin más, la Encíclica de Juan Pablo II, junto con actualizar la gran tradición del magisterio, abre un nuevo punto de partida para la reflexión acerca de la relación entre filosofía y verdad revelada y acerca de las relaciones supeditadas a ella (fe-razón, filosofía-teología).  Confirma esta convicción, aun cuando sea en forma extrínseca, la acogida extraordinariamente positiva que ha tenido la Encíclica en el mundo mismo de los no creyentes, incluso entre quienes han estimado necesario tomar distancia respecto de algunas de sus afirmaciones.  Este nuevo punto de partida ha sido posible precisamente por la capacidad, documentada a lo largo de la historia de la Iglesia en las intervenciones más significativas del magisterio[31], de llevar a cabo un ressourcement en las fuentes originarias de la traditio catholica, ante todo, recurriendo a la Sagrada Escritura.  Lejos de querer poner límites, fijando así de alguna manera un término a la indagación, con Fides et ratio Juan Pablo II ha liberado el terreno para la auténtica investigación filosófico-teológica.  La Encíclica Fides et Ratio no representa un fin, sino un comienzo.

En esta óptica, quisiéramos abordar sintéticamente tres temas centrales de la Encíclica, en los cuales el Papa, impregnado especialmente del carisma filosófico propio de Karol Wojtyla, ha concentrado eficazmente su franca y afligida invitación a una recuperación sapiencial de la actividad de pensar[32], tarea que es siempre de carácter tanto filosófico como religioso[33], y que, por consiguiente, en el ámbito cristiano, se confía a los filósofos y teólogos y -¿por qué no?- a los hombres de ciencia[34].

Una vez identificados los términos críticos y poieticos con los cuales Fides et Ratio propone una adecuada relación entre fe y razón (2), quisiéramos decir algo sobre necesidad e historia en la Revelación cristiana (3), para terminar con consideraciones sintéticas sobre la relación entre Jesucristo y el hombre en la búsqueda de la verdad (4).

2. Razón y fe: superar el extrinsecismo

Una de las características propias de nuestra época, que el Papa señala con frecuencia a lo largo de la Encíclica[35], es una especie de retirada de la razón con el fin de cumplir “funciones meramente instrumentales[36].  Esta orientación es indicadora de las “transformaciones culturales” que han conducido al “ofuscamiento de la auténtica dignidad de la razón[37], marcada por una “crisis de sentido”[38].

Para comprender este último desarrollo de la evolución de la filosofía occidental, es preciso enfocar el “drama de la separación entre la fe y la razón[39], emblemático de la época marcada por el colapso de la síntesis medieval[40].  Con una afirmación sintética, Juan Pablo II nos ofrece la posibilidad de captar el núcleo originario de semejante drama en la baja Edad cuando afirma: “Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y absolutamente autónoma respecto a los contenidos de la fe.  Entre las consecuencias de esta separación está el recelo cada vez mayor hacia la razón misma.  Algunos comenzaron a profesar una desconfianza general, escéptica y agnóstica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar cualquier referencia racional posible a la misma.  En resumen, lo que el pensamiento patrístico y medieval había concebido y realizado como unidad profunda, generadora de un conocimiento capaz de llegar a las formas más altas de la especulación, fue destruido de hecho por los sistemas que asumieron la posición de un conocimiento racional separado de la fe o alternativo a ella”[41].

La Encíclica describe luego, en una breve síntesis, el desarrollo histórico de este proceso[42].  En este punto es de interés abordar el núcleo -por así decir- teórico del problema, que abarca todo el arco de la modernidad para llegar a la llamada, con un término no pacífico, “postmodernidad”[43].  Fe y razón se conciben como dos realidades mutuamente extrínsecas, cuando no se presentan en competencia o directamente en abierta oposición[44].

El presupuesto dogmático y acrítico que se encuentra en la base de semejante concepción parte por considerar absoluta la razón, porque al mismo tiempo está separada y es totalizadora[45].  En nombre de la claridad y distinción de la “idea”, la razón es ante todo separada del acto articulado con el cual la conciencia “intenciona” lo real.  En segundo lugar, a esta razón separada y concebida como medida solar de lo real se le atribuye una fuerza totalizadora.  Se concibe como el horizonte acabado de todo conocimiento.

Se puede, entonces, comprender bien cómo la fe se considera en sí misma “fuera” del ámbito racional y, por consiguiente, incapaz de un conocimiento adecuado.  Y esta lógica no cambia con la sustitución de las distintas formas de la relación razón-fe.  La fe puede presentarse ora como a-racional, es decir, como otra cosa en relación con la razón, ora como supra-racional y por lo tanto más allá de la razón humana, ora directamente como ir-racional y, por consiguiente, contradictoria en sí misma con la razón.  En cualquier caso, se llegará necesariamente a la conclusión de que se trata de una realidad extrínseca por su propia naturaleza.

Semejante dogmatismo acrítico en la forma de concebir la razón, acogido ampliamente, aunque a menudo en forma inconsciente, por la práctica eclesiástica y el pensamiento teológico, relega la fe a un carácter puramente superadditum.  Si un hombre desea vivir de acuerdo a la razón, deberá prescindir de esta dimensión “sobreañadida”.

Son evidentes las consecuencias de tal planteamiento en la teología: la visión extrínseca de la relación razón-fe encierra a los teólogos en una especie de “reserva”, marginándolos, en lo substancial, de una relación fecunda con la filosofía[46].  Tampoco podrá evitar este estado de cosas una apologética lógicamente rigurosa que procure justificar racionalmente el carácter suprarracional de la fe, desde el momento que en la relación dialéctica con el interlocutor ha asumido esta lógica, dejándose determinar por ella incluso en los aspectos metodológicos vinculados, precisamente, con la concepción de la razón y de la fe y de su mutua relación.

El discurso teológico se vuelve estructuralmente carente de homogeneidad en relación con el discurso propiamente racional.  Por consiguiente, será necesario transcribir sus contenidos religiosos en términos de la "sola razón".  Así, resulta imposible hablar de “razón teológica” -como lo hace en cambio Fides et ratio[47]-del mismo modo como será muy difícil evitar un grave divorcio entre la filosofía y la teología”[48].

Fides et ratio percibe claramente la consecuencia paradójica de este proceso de absolutización de la razón moderna en el “recelo cada vez mayor hacia la razón misma[49].  Me referí en otro lugar al iluminismo insatisfecho para aludir precisamente a este resultado histórico de la modernidad[50].  En efecto, al identificar la evidencia de una razón separada y absoluta con toda la evidencia, la modernidad ha pretendido demasiado de la razón, y decepcionada ante el resultado de esta violencia ejercida sobre la verdad, terminó por desconfiar de las propias capacidades efectivas de la razón[51].  El final de la parábola moderna es un debilitamiento tal de la razón que ha conducido al pensamiento occidental a agotarse en un problematicismo de índole cada vez más nihilista[52].

¿Cómo dar respuesta al drama de la separación de la fe y la razón? El Magisterio no pretende “indicar a los teólogos determinadas metodologías[53], sino instarlos a asumir en profundidad, en su labor teológica, las exigencias provenientes de la Revelación, entre las cuales se encuentra la recuperación del fundamento de la verdad.  Es lo que Fides et ratio denomina “la dimensión metafísica de la realidad”[54]… “Sólo deseo afirmar -dice el Papa- que la realidad y la verdad trascienden lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica”[55].  No faltan preciosas sugerencias invitando a revisar el realismo clásico, asumiendo los significativos aportes modernos a los temas de la antropología[56] y de la historia[57], sin renunciar a la “necesidad”. Fides et ratio abre en cierto modo el camino para la elaboración de una ontología antropológica[58], capaz de considerar el carácter de evento histórico propio de la verdad que incluye intrínsecamente la libertad (factual)[59].

Para llevar a cabo semejante tarea, será necesario superar el pernicioso extrinsecismo entre la fe y la razón.  Ya no deberán enfocarse en una competencia extrínseca, sino como dos dimensiones provenientes de la misma energía cognoscitiva, respetando plenamente el elemento gratuito propio de la fe cristiana.  En particular, será preciso mostrar cómo la fe, sin confundirse con la razón, representa el fundamento crítico, y cómo la razón teológica[60] se construye con fisonomía autónoma en relación con la razón filosófica sin disminuir por esto el intercambio necesario entre filosofía y teología.  Tal vez la alusión ya sugerida por Scheeben[61] a la analogía nupcial -en cuanto permite mantener la diferencia sin destruir la unidad- podría iluminar de mejor manera también la relación fe-razón.  Esta analogía puede encontrar su plena legitimación en el magisterio original de Juan Pablo II -y antes en el pensador Karol Wojtyla- sobre el hombre y la mujer[62].

Además de reformular las categorías de razón y fe, Fides et ratio anima a filósofos y teólogos a redefinir nociones decisivas tales como verdad, evento, Revelación, necesidad, historia y libertad en la perspectiva unitaria de la “dimensión metafísica” que permite el paso “del fenómeno al fundamento”.

3. La verdad como evento

En estricta coherencia con el replanteamiento, en clave de unidad dual[63], de la relación fe-razón como condición implícita de la necesidad “de reflexionar sobre la verdad[64] y ante la exigencia de la evolución histórica del pensamiento a partir de la modernidad, Fides et ratio acomete la tarea de la indagación sobre la verdad.  Y no lo hace partiendo de un terreno por así decir “neutral”, como si fuera necesario abrir para la vedad un espacio intermedio inexistente entre la indagación filosófica y la teológica.  La Encíclica, en cambio, reivindica para la fe el carácter cognoscitivo[65], para el intellectus fidei[66] el del saber y para la teología el carácter de ciencia crítica y sistemática[67].  Así se plantea claramente la naturaleza de la “razón teológica”.  En segundo lugar, ésta se visualiza en significativo diálogo con la razón filosófica en cuanto está ligada con la raíz misma del pensamiento[68].  La Encíclica cita a San Agustín: “Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando… Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula[69].  En suma, la descripción, hecha con especial acuciosidad, de los diferentes estados de la filosofía[70] en sí misma y en relación con la teología, prepara el terreno en el cual Fides et ratio elabora su profundización del concepto de verdad, refiriéndose directamente a la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II.

Es conocido el progreso que, en continuidad con la encíclica Dei Filuis propuso el documento conciliar[71]: además del carácter universal de la verdad[72], se reconoció su importancia para la salvación y su carácter histórico[73].  En la base de la concepción de la verdad de Dei Verbum, se encuentra la consideración del misterio de Jesucristo[74].  El cardenal De Lubac describe esto con precisión al afirmar que la encíclica Dei Verbum sustituye una “idea abstracta de la verdad por la idea de una verdad tan concreta como sea posible, es decir, la idea de la verdad personal, que aparece en la historia y desde el seno mismo de la historia es capaz de sostener toda la historia; la idea de esta verdad en persona que es Jesús de Nazaret, plenitud de la Revelación”[75].

La categoría de evento es fundamental para comprender mejor el desarrollo propuesto por Fides et ratio a la concepción de verdad propia de Dei Verbum.  Si no nos equivocamos, esta categoría aparece nueve veces en el texto magisterial[76], y se reconoce ante todo su carácter central para la Revelación cristiana[77].  Ella se presenta, en efecto, como teológicamente adecuada para identificar el hecho de Jesucristo, plenitud de la revelación[78], en su triple valor de acontecimiento histórico[79], de salvación[80] y universal[81].  Antes de describir brevemente la naturaleza del evento-verdad que es Jesucristo, mediante una rápida revisión de estas tres propiedades, es conveniente señalar el valor filosófico de la categoría de evento.  Esto confirmará, entre otras cosas, cómo Fides et ratio, superando el extrinsecismo fe-razón y sin perder de vista la necesaria distinción y la autonomía propia de las dos dimensiones, invita a buscar una concepción integral de la verdad.  La misma Encíclica invita además a esta profundización cuando afirma: “La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre.  La verdad expresada en la Revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia[82].  Si Jesucristo, como se ha dicho con agudeza[83], es la respuesta que antecede a la pregunta constitutiva del enigma del hombre lanzado al ser, es posible comprender la profunda correspondencia existente entre la realidad (el ser) en su estado natural y Cristo como plenitud de la realidad[84], y esto sin eliminar ni siquiera una coma a la absoluta gratuidad del evento de Cristo, que jamás es deducible.

El ser no es aprehendido en forma inmediata por el concepto humano.  Esto no significa que el acto de conciencia que intenciona lo real no alcance lo real en sí mismo; únicamente da cuenta de su complejidad.  La forma originaria del saber no es de tipo conceptual, sino una intuición de carácter simbólico en el sentido kantiano (antepredicativa).  Cuando interviene el concepto (intelección predicativa), siempre va precedido por un saber, en sí mismo no reflejo, pero que hace posible la reflexión.  No es posible superar esta dialéctica recurriendo a un concepto superior capaz de adecuar su objeto.  El juicio comprende su objeto a través de un objeto distinto que por lo tanto funciona como signo.  Inmediato es únicamente este objeto distinto que anticipa al originario[85].  Se comprende por qué el fundamento es evento (e-venio) que se da y muestra sólo donándose, haciendo, al mismo tiempo, existir al “sujeto”[86].  El ser se da así en el signo (signo real, en cierto sentido, sacramental[87]) y pone inmediatamente en juego al sujeto, dando consistencia a su libertad irreducible a todo a priori de tipo racional (una teoría que lo justifique) o “trascendental” (autoposición de la subjetividad). Así, razón y voluntad/libertad están originariamente implicados en el conocimiento porque el ser se muestra sólo donándose.  Juicio y justicia son por lo tanto una endíadis para decir “verdad” y la fe se revela como la forma crítica radical de la razón, que justifica el carácter insostenible de cualquier extrinsecismo entre ambas.  Cuando surge por gracia, la fe cristiana revela el sentido profundo de la verdad como evento: en realidad indica que para ir al fundamento (Trinidad) que llama libremente, es preciso decidirse al seguimiento del evento que realiza históricamente la evidencia (simbólica) del fundamento mismo: Jesucristo.  Se manifiesta así la correspondencia profunda -jamás exigible a la razón- entre la naturaleza de realidad y la Revelación y, por consiguiente, entre la razón misma y la fe como base de un saber crítico de la fe (teología).  La afirmación de Colosenses- “La realidad en cambio es Cristo[88]- o la perspectiva de Corintios[89]-o la perspectiva de Corintios –“Dios todo en todos”- lejos de despojar a lo real de su consistencia propia, revelan toda su positividad.  Contra todo fideísmo, pero también contra la pretensión racionalista[90]-retorno constante de Scilla y Cariddi en la historia del cristianismo- el evento-verdad hace valer toda su fuerza.  Una ontología del signo real salva hasta el fondo al realismo clásico, reconociendo al mismo tiempo a la libertad finita el poder-deber dramático que le es propio: decidirse por el fundamento que la instituye como tal, es decir, como libertad efectivamente libre.  Esto es inmediatamente exigido por el “conocer”, precisamente, porque el ser se muestra en cuanto donado.  Las aporías vinculadas con la necesidad y la historicidad o aquellas que son producto de la pretensión de deducir la diferencia ontológica, pueden encontrar solución sin caer en derivaciones problematicistas o relativistas, que impiden al hombre alcanzar el terreno sólido de la cosa en sí.

No corresponde aquí, obviamente, preguntarse si Fides et ratio autoriza semejante fundamentación del concepto de verdad.  ¡no es su objetivo! Un tal intento debe apoyarse solamente en su capacidad de exhibir rigurosamente sus razones. ¡La Encíclica no pareciera excluir esto!   En todo caso, formulada esta hipótesis (¡sólo eso es posible!), conviene ahora ilustrar brevemente lo dicho por la Encíclica sobre Jesucristo como evento, mediante una breve descripción de las características que le atribuye Fides et ratio.

La categoría evento pone en primer plano la importancia de la historia (espacio y tiempo).  Los números 11 y 12 de Fides et ratio abordan con particular vigor este dato.  Para la reflexión cristiana, la historia constituye un factor fundamental por dos motivos.

En primer lugar, si la verdad es, en último término, identificable con un hecho histórico, este evento posee un carácter definitivo.  Es el caso del acontecimiento de Jesucristo[91].  En realidad, en el misterio de Jesús de Nazareth, la verdad se ofreció al hombre de una vez y para siempre: no es posible esperar una revelación ulterior.  Toda búsqueda de la verdad está objetivamente destinada a una comparación con el evento histórico de Jesucristo[92]; sólo en el Misterio pascual de Cristo es posible conocer la verdad en plenitud[93].  Por otra parte, es en la historia donde este evento permanece y va al encuentro de todos los hombres de todos los tiempos: la categoría de evento indica un hecho que comienza en el pasado y llega hasta hoy, haciéndose presente aquí y ahora[94].  La Encíclica propone, implícitamente, la contemporaneidad del evento cuando habla del ofrecimiento que Jesucristo, que es la Verdad, hace de Sí mismo al hombre en términos de encuentro[95]: sólo es posible encontrarse con una realidad si está de algún modo presente.  La reflexión teológica es llamada a profundizar sobre la naturaleza de esta doble historicidad característica del evento (ocurrido en el pasado y al mismo tiempo presente).  El texto magisterial nos ofrece al respecto dos preciosas sugerencias: ante todo, cuando enuncia el tema significativo de la “lógica de la encarnación[96], para luego hablar, en segundo lugar, del “horizonte sacramental de la revelación[97].

El carácter histórico del evento arroja mayor luz sobre su naturaleza universal.  En oposición a la objeción de Lessing[98], la Encíclica puede señalar con vigor la posibilidad de que esta verdad, ocurrida en la historia, constituya la Verdad concreta universal: “el misterio de la Encarnación será siempre el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo”[99].  Poniéndonos en guardia frente al peligro del historicismo[100], la Encíclica indica el camino real para superar la perniciosa objeción de Lessing, que todavía siembra el escepticismo entre los mismos cristianos.  La consideración de la verdad como evento, a la cual nos referimos anteriormente, puede proporcionar otros motivos para mostrar el carácter rigurosamente pertinente de esta respuesta.

El tercer carácter del evento que plantea la Encíclica es el valor salvífico de la verdad que acontece en la historia.  Afirmar que Jesucristo, la verdad en persona, es contemporáneo de todos los hombres de todos los tiempos, significa señalar su carácter de salvador.  La permanente búsqueda de sentido, es decir, de respuesta a las preguntas fundamentales, que caracteriza al hombre como ser que busca la verdad[101], se plantea al comienzo de Fides et ratio: “… cuanto más conoce la realidad y el mundo… le resulta más urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia”[102].  La respuesta a la interrogante sobre el sentido constituye la única garantía de una vida vivida humanamente[103] y por consiguiente, cuando el hombre la encuentra por gracia, encuentra la salvación.  La verdad como evento que -como se ha dicho- “instituye” la libertad, encuentra en Jesucristo, por gracia de la Revelación, su nombre realizado: Él es la comunicación misericordiosa de los Tres que son el Único originario Amor[104].

En este punto podría presentarse una dificultad (sobre todo si consideramos lo ocurrido en la teología después del Concilio Vaticano II).  ¿Se corre el riesgo, al presentar la verdad revelada como “evento”, de debilitar la necesidad de recurrir a rigurosas formulaciones dogmáticas? ¿No ha conducido la crítica al intelectualismo, al conceptualismo y al doctrinarismo, implícita en las tesis de la verdad como evento, a un grave debilitamiento de la referencia a la formulación dogmática de las mismas verdades de fe? La respuesta de Fides et ratio es clara: “…la Verdad divina, ‘como se nos propone en las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la Iglesia’, goza de una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que se propone como un saber auténtico[105].  Por consiguiente, no es en absoluto lícita una posición por así decir “anti-intelectualista” que niegue la necesidad de “expresiones conceptuales, formuladas de modo crítico y comunicables universalmente”[106], cuyo ejemplo eminente es la formulación dogmática[107].  Por lo tanto, no se puede poner en duda “la perenne validez del lenguaje conceptual usado en las definiciones conciliares[108].

A las afirmaciones inequívocas con las cuales la Encíclica quiere, entre otras cosas, marcar la continuidad con el Magisterio anterior, sobre todo con Dei Filius[109], será suficiente añadir aquí una simple nota.  El recorrido teórico sugerido no niega el valor del lenguaje predicativo y sólo pide respetar su necesaria articulación a partir de la intelección (¡siempre se trata de intelección!) antepredicativa.  Así, en esta óptica -en la cual razón, voluntad, fe y libertad entran simultáneamente en juego- surge con vigor el carácter cognoscitivo de la fe, así como el carácter eminentemente crítico de la razón teológica.

Es oportuno citar al respeto una expresión precisa de la Encíclica: “Siendo obra de la razón crítica a la luz de la fe, el trabajo teológico presupone y exige en toda su indagación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente”.  Es función de la razón teológica exhibir las razones propias de la fe.  Es el médium quo; la teología elabora el conocimiento precrítico de la fe en conocimiento sistemático y crítico.  Por consiguiente, la scientia fidei[110] constituye el saber sistemático y crítico de la fe, construido mediante la razón teológica[111].

4. Gesto sacramental y acto de libertad

En Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia[112].  En este pasaje, en que la Encíclica retoma temas que aparecen muchas veces a lo largo de todo el texto, está concentrado el drama constitutivo del hombre.  Las preguntas imposibles de suprimir, que constituyen el tejido de su “corazón”[113], expresan el deseo de realización que el hombre, en cuanto capax Dei, tiene en su interior sin poder darse por sí mismo una respuesta satisfactoria.  Por este motivo, el deseo adquiere rasgos de nostalgia, no sólo de “algo” perdido (la Encíclica dedica breves, pero significativas alusiones al tema del pecado y su peso, que hace fatigosa la búsqueda de la verdad[114]), sino más que nada de “alguien” en quien confiar como fuente de “conocimiento verdadero y coherente[115]” en la cual “está guardada la respuesta satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta”[116].

De este modo se revela que hacerse cargo del drama del hombre es el objetivo de toda la Encíclica que, en cuanto expresión amorosa del Magisterio petrino, no puede prescindir de hacer explícita la naturaleza salvadora de la verdad.  Así, abordando un tema específico e incluso técnico, como es el de la fe y la razón, vinculado con el tema de la verdad, la enseñanza de Juan Pablo II viene al encuentro de la pregunta central de la contienda sobre lo humanum que marca el debate contemporáneo[117].

La vigorosa invitación a superar todo extrinsecismo entre fe y razón, así como la preocupación por captar la verdad en su articulada naturaleza universal, histórica y salvífica, muestran indirectamente lo que para Fides et ratio es el verdadero rostro del hombre, como misterio de gracia y libertad.  Me limitaré aquí a enunciar, a modo de conclusión, casi como un índice, algunos rasgos relevantes.

El primer rasgo implicado en la antropología de Fides et ratio tiene un sello estrictamente woytiliano y hace eco en forma muy especial a Redemptor hominis[118].  Tal vez pueda resumirse en la siguiente afirmación: “¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, si no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?”[199].  La pregunta iba precedida por una cita de la afirmación central de Gaudium et spes (“Con esta revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre la propia vida y el destino de la historia”)[120], acompañada de esta significativa glosa: “Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble”[121].  Enigma y drama son dos categorías totalmente distintas, pero íntimamente vinculadas, empleadas por el Santo Padre para penetrar en el misterio del hombre.  Cuando toma conciencia de sí mismo, el hombre advierte que existe, pero que no tiene en sí mismo el propio fundamento.  ¿Cómo no ver aquí el enigma en todo su sentido? Así, es inevitable que este enigma marque la vida de todos los días, que trae consigo “La urgencia de algunas preguntas esenciales y a la vez abriga en su interior al menos un atisbo de las correspondientes respuestas”[122]. ¡He aquí cómo se perfila la naturaleza dramática de la existencia humana! ¿Hay una respuesta satisfactoria al enigma? Y si ésta se propone, ¿qué ocurre con el drama del hombre? ¿Permanece o se disuelve? ¿Cuáles son las consecuencias de una u otra hipótesis?

En el ámbito de estas preguntas, siempre vinculadas con el tema de la verdad y de su conocimiento (a través de la fe y la razón), la Encíclica indica el segundo rasgo de una adecuada antropología: la reafirmación de su naturaleza cristocéntrica, en la estela de los famosos pasajes 14 y 22 de Gaudium et spes[123], que reaparecen en todos los documentos centrales de Juan Pablo II.

Jesucristo mismo entra en escena como protagonista, como el hombre en sentido propio y total.  De esto da testimonio la narración evangélica: Él se propone a los suyos como plenitud de lo humano, provocando la libertad en la fe, conocimiento confiado y conmovido, que anima en los corazones el seguimiento[124]. Cristo se ofrece por consiguiente como el camino hacia el fundamento de la verdad en el momento mismo en que revela su rostro.  Él, crucificado y resucitado, lleva a cabo una perfecta correspondencia (analogía) entre la Trinidad (fundamento) y la libertad finita.  En el “propter nos homines”, es decir, “en el ofrecimiento total de sí mismo en su verdadero cuerpo, sacramento de su persona singular”[125], Jesús manifiesta la realización efectiva de la libertad creada, cuya naturaleza consiste en ser para otro.  En la realidad de la libertad finita se manifiesta la naturaleza enigmática del hombre.  En realidad, su libertad, siempre determinada históricamente, es indeducible y -si bien se sabe que está destinada a ser para otro- requiere un evento de libertad / verdad para consumarse.  El acontecimiento de Cristo resuelve, por gracia, el enigma del hombre proponiéndose como el camino[126].

Y aquí se abre el espacio para el tercer rasgo distintivo de la antropología desarrollada por Fides et ratio: “Solamente en este horizonte de la verdad, (el hombre) comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo”[127]Tal vez se puede comentar este pasaje final de la Encíclica, que retoma el tema aludido otras veces de la relación verdad-libertad[128], recurriendo a una famosa y simple expresión de von Balthasar: Jesucristo resuelve el enigma del hombre, pero no decide previamente su drama[129].  Evitando el riesgo de cosificar la verdad, lo cual mortificará inexorablemente la gran dignidad de la libertad humana, pero también evitando la tentación[130] de dejar la libertad en manos de sí misma negándole el acceso al fundamento de la verdad, Fides et ratio abre equilibradamente una sólida vía: “ver” (fe) en la sustitución vicaria de Cristo el ofrecimiento al hombre de una libertad realmente liberada. ¿Cómo? En la mediación sacramental (expresión supremamente objetiva del médium intrínseco que es la Iglesia), en la cual Jesucristo concentra, el Jueves Santo, el memorial de Su pasión, cruz y Resurrección, se da objetivamente al hombre la posibilidad de consumar un acto de libre correspondencia con el fundamento de la verdad (trinitario).

Se comprende muy bien por qué la Encíclica introduce el tema “del horizonte sacramental de la Revelación” y en particular del signo eucarístico[131], llegando incluso a hablar de “lógica de la encarnación”. En realidad, sólo así se ve cómo el enigma humano se resuelve en Cristo, conservándose al mismo tiempo el carácter inevitablemente dramático de la libertad, como emblema de la totalidad del hombre y como expresión de su insuprimible anhelo del fundamento de la verdad.

La antropología adecuada proclama de este modo, sin poder exigirla, la demanda del evento cristológico como manifestación trinitaria.  Esto a su vez señala en la eclesiología, manifiesta en el sacramento (como núcleo de la traditio catholica y por consiguiente referido objetivamente a las escrituras interpretadas auténticamente por el Magisterio), el camino que puede recorrer efectivamente la libertad.  Acontecimiento eclesial -como lo entiende la lógica de la encarnación, es decir, como trama existencial de circunstancias y relaciones cuya forma, en sentido propio, es al Eucaristía- y acto de la libertad humana -siempre determinado históricamente y por lo tanto inalienable en sí mismo y por sí mismo, dispuesto a la obediencia de la fe [132]- describen la elevada dignidad del hombre.  Se muestra entonces cómo, en la óptica cristiana, cada fibra de lo humano exalta en grado sumo la insuprimible búsqueda de la verdad.  Por este motivo, Fides et ratio es un nuevo comienzo, que confía en la capacidad del hombre -de su razón y libertad- de llegar al fundamento de la verdad.


Notas

[1] Lo destaca muy bien  E.L. FACKENHEIM,  en La presenza di Dio nella storia (la presencia de Dios en la historia), Brescia, 1977, 67. Para Fackenheim, las dos fórmulas no pueden compararse porque la “muerte” nietzscheana de Dios conserva un “grado de verdad” que no va mucho más allá de ser un slogan, Ibid., 72-73.
[2] Si bien por carácter intolerable siempre permanecerá en el recuerdo, Auschwitz es efímero en relación con el pacto, con el contrato de reaseguro de Dios con su pueblo perseguido” G. STEINER, Errata, Una vita sotto esame (Errata, Una vida sometida a examen), Milán, 1998, 63. Para el tema del silencio de Dios en Auschwitz, ver la reciente obra antológica de M. GIULIANI, Auschwitz nel pensiero ebraico. Frammenti della teología dell’Olocausto  (Auschwitz en el pensamiento hebraico, Fragmentos de la teología del Holacausto), Brescia, 1998, donde se presentan las posiciones de los principales pensadores hebreos contemporáneos sobre Dios con posterioridad a Auschwitz. Además de Fackenheim, podemos citar, entre los más significativos. A R. Rubenstein, Maybaum, E.Wiesel, Berkovits, Jacobovits, Jonas y K. Shapiro.
[3]  Cfr FR 91.
[4] El Cardenal Joseph Ratzinger procuró dar respuesta a esto en una intervención informal en 1993: “Iterum atque iterum meditando hanc quaestionem mihi visum est, responsionem solummodo in notiones libertatis recte cogitata inveniri posse. Donum libertatis solummodo libere accipi potest. Qua de causa redemptio nullo modo factum quoddan elmpiricum praecedens libertatem nostram fieri potest”.
[5]  Cfr R. RIGHETTO, I laici contro l’enciclica (Los laicos contra la encíclica), en Awenire 27-XI-98, 27, donde se citan las posiciones adoptadas por Paolo Flores d’Arcais, Eugenio Scalfari, Gianni Vattimo, Emanuele Severino, Carlo Bernardi, Salvatore Natolim, Giulio Giorello, Luc Ferry, Alain Finklelkratu y Jean-Luc Marion.
[6]  A propósito de la postmodernidad, la Encíclica afirma: “Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe” FR91.
[7]  Cfr FR46.
[8] Heinrich Schlier respondió sintéticamente a esta tentación de la exégesis contemporánea en el precioso volumen H.SCHLIER, La risurrezione di Ges “(La resurrección de Jesús), Brescia, 1994 (3ª.ed.). Siguen teniendo actualidad: C.M. MARTINI, II problema della risurrezione negli studi recenti (El problema de la resurrección en los estudios recientes), Roma, 1959; G. GHIBERTI, I racconti pasquali del cap. 20 di Giovanni, confrontati con le altri traduzioni neotestamentarie (Los relatos pascuales del capt. 20 de Juan, comparados con las otras traducciones neotestamentarias), kBrescia, 1982. Bibliografía actualizada en : S. DAVIS-D. KENDALL-G. O’COLLINS (EDD.). The resurrection, Oxford, 1997.
[9] Se presenta esta posición en : D.ANTISERI. Le sfide del sexolarismo e l’awenire della fede (Los desafíos del secularismo y el porvenir de la fe). Ciudad del Vaticano, 1996; ID., Teoría della razionalita e ragioni della fede (kTeoría de la racionalidad y razones de la fe), Cinisello Balsamo, 1994.
[10] “Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad”, Fr 48.
[11] Fr 83.
[12] Sobre el problema, es posible observar puntos de vistas diferentes, pero convergentes, en H. U. VON BALTHASAR, La mia opera ed epilogo (Mi obra y epílogo), Milán, 1994, 115-141, que responde a Heidegger, y J, SEUFERT, Back to Things in themselves, Nueva York, 1987, 1-215, que “integra” a Husserl. Es útil para comprender el tema en la filosofía moderna y contemporánea: J, L. MARION, L’idolo e la distanza (El ídolo y la distancia), Milán, 1979; ID., Dio senza essere (Dios sin ser), Milán 1987. Sobre la importancia del tema en la teología : G. COLOMBO, La ragione teológica (la razón teológica), Milán, 1995; A. BERTULETTI, La “ragione teológica” di Giuseppe Colombo (La razón teológica “ de Giuseppe Colombo), Teología 21 (1996), 18-39; ID., Sapere e libert (Saber y libertad), en AA.W., Lévidenza e la fede (La evidencia y la fe), Milán, 1988, 444-465.
[13] FR49.
[14] FR78.
[15] FR.83.
[16] Ibid.
[17 ]FR85.
[18] FR82.
[19] FR4. En realidad, la misma Encíclica, refiriéndose a las tareas de la teología fundamental, señala el hecho de que a la luz del, conocimiento por la fe surgen “algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda (…) Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento natural de Dios, en la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana” FR67.
[20] FR83
[21 ]Cfr FR86.
[22] Cfr FR87.
[23 ]Cfr FR88.
[24 ]Cfr FR89.
[25] Cfr FR 90.
[26] Cfr FR52,55.
[27]  Cfr H.U. VIB BALTHASAR, La mía opoera…(Mi obra…), op.cit.k 146-147
[28] Cfr FR48,91.
[29]  Cfr FR48,91.
[30]  Cfr FR98. A propósito, cfr. T.STYCZEN, un filósofo cristiano legge la “Fides et ratio” (Un filósofo cristiano lee “Fides et ratio”), en L’Osservatore Romano, 9-I-1999.
[31] Bastes citar como ejemplos recientes las constituciones Lumen Gentium y Dei Verbum del Concilio Vaticano II.
[32] Cfr FR81.
[33] Cfr H.U.VON BALTHASAR, La mia opera (Mi obra…)), op.cit., 88.
[34]  Cfr FR105-106.
[35] FR 47; “Estas formas de racionalidad, en vez de tener a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la vida, están orientadas o, al menos, pueden orientarse como “razón instrumental”, al servicio de fines utilitaristas, de placer o de poder”.  Hay otras referencias a esta lógica tecnocrática en: FR5, 15,46,81,88-89.
[36] FR81.
[37] FR47.
[38] Cfr FR81.
[39] Cfr. FR.45 ss; G. SALA, II dramma della separazione  tra fede e ragiones (El drama de la separación de la fe y la razón), en L’Osservatore Romano, 21-XI-98.
[40] Cfr FR45: “A partir de la baja Edad Media la legítima distinción entre los dos saberes se transformó progresivamente en una nefasta separación”. Cfr también P.GILBERT, La ricchezza della scolastica (La riqueza de la escolástica), L’Osservatore Romano, 18-XI-98.
[41] FR45.
[42] Cfr FR 45-48.
[43] Cfr FR91.
[44] Cfr A.SCPÑA, La forma testimoniale del progetto culturale (La forma testimonial del proyecto cultural), en AA.W., Fede, LIbertt, intelligenza (Fe, libertad, inteligencia), Casale Monferrato, 19998, 107-114.
[45]  A propósito, cfr; G. COLOMBO, La ragione teológica (La razón teológica), op. Cit., 191 ss; AA.W., L’evidenza e la fede (La evidencia y la fe), op.cit.
[46]  FR61: “Con sorpresa y pena debe constatar que no pocos teólogos comparten este desinterés por el estudio de la filosofía”.
[47] Cfr FR86.
[48] Cfr FR69.
[49] FR 45.
[50] Cfr. A. SCOLA, Ragioni per credere (Razones para creer), en Nuntium n. 1 (1997), 42-45.
[51] Cfr. FR84. 
[52] Cfr. FR90. Puede observarse el influjo de este resultado final de la parábola moderna en la difusión de una especie de fideísmo, extremo opuesto del racionalismo iluminista, en la experiencia y la teología cristianas: cfr. A. LEONARD, L’uomo in camino verso la fede. Credenza e fede (El hombre en camino hacia la fe. Creencia y fe), en L’Osservatore Romano, 7-XI-98.
[53] FR64. Fr83.
[54] Cfr M-SANCHEZ SORONDO, Per una istanza metafísica aperta allá fede (Para una instancia metafísica abierta a la fe), en L’Osservatore Romano, 16-XII-98.
[55] FR83.
[56] Cfr ibidem.
[57] Cfr FR95.
[58] La expresión se encuentra también en G. COLOMBO, La ragione teológica (La razón teológica), op. Cit., 56.
[59] Una tentativa esquemática y provisoria de proponer sintéticamente una antropología similar con referencia a los autores de los cuales es abiertamente deudor puede encontrarse en: A. SCOLA, Questioni di Antropología Teológica), Roma, 1997, 163-166.
[60] Esta expresión altamente instructiva, como hemos visto, se emplea explícitamente en FR 86.
[61] Cfr M. J. SCHEEBEN, I misteri del cristianesimo (Los misterios del cristianismo), Brescia, 1960, 793-806.
[62] Cfr A SCOLA, II mistero nuziale. 1 Uomo-donna (El misterio nupcial. 1 Hombre-mujer) Roma, 1998.
[63] La expresión unidad dual se refuerza con Juan Pablo II (Mulieris dignitatem6). Para profundizar este tema en clave antropológica cfr. HU.VON BALTHASAR, Teodrammatica t. 2, Milán 1982. 327-370; A SCOLA, II mistero nupcial…), op.cit., 31-41.
[64] FR6. El Cardenal Ratzinger afirma en su intervención presentando la Encíclica:… el problema central  de la Enciclica Fides et ratio es en realidad el problema de la verdad, que no es con todo una de las múltiples interrogantes que el hombre debe enfrentar, sino el tema fundamental e ineludible de todos los tiempos y estaciones de la vida y la historia de la humanidad”, en L’Osservatore Romano, 16-X-98, 25.
[65] FR15: “…la verdad que la Revelación nos hace conocer no es el fruto maduro o el punto culminante de un pensamiento elaborado por la razón.  Por el contrario, ésta se presenta con la característica de la gratuidad, genera pensamiento y exige ser acogida como expresión de amor”.
[66] Cfr FR66.
[67] Cfr Ibidem.
[68] Cfr FR77.
[69] FR 79. La afirmación agustiniana se encuentra en : De praedestinatione sanctorum, 2,5; PL 44, 963.
[70] Cfr FR 75-79.
[71] Tanto la encíclica Dei Fillus como la Dei Verbum están presentes con frecuencia en el texto de esta Encíclica.  Sobre su relación, cfr. R. FISICHELLA, Rivelazione, fede e ragione (Revelaición, fe y razón), en L’Osservatore Romano, 28_X-98, I. 7.
[72] Esta característica es señalada con fuerza por Fides et ratio, especialmente en relación con los contenidos de la fe: cfr FR69.
[73] Al respecto afirma Betti: “… en cuanto a la Revelación, la enseñanza doctrinal de fondo, de la cual todo depende, señala que es un hecho histórico, es decir, ubicado en el tiempo, del mismo modo como en el tiempo nace y evoluciona la reflexión filosófica.  Así, la Revelación se manifiesta en el hecho de la encarnación de Dios en Jesucristo, que habiendo sido siempre Dios, también se convirtió en hombre para siempre, uniéndose de este modo en forma indisoluble la eternidad de Dios y el carácter temporal del hombre”, en U. BETTI, Una riflessione sull’enciclica “Fides et ratio” (Una reflexión sobre la encíclica “Fides et ratio”), en L’Osservatore Romano, 23-X-98, 6.
[74] DV 4.
[75] Cfr. H. DE LUBAC, La rivelazione divina e il censo dell’uomo: Opera Omnia (La revelación divina y el sentido del hombre: Opera Omnia), t 14, Milán, 1985, 49.
[76] En realidad, para describir la encarnación de Jesucristo, premisa de la revelación, el Papa afirma: “A dos mil años de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que ‘en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental’”, FR11. Hay otras referencias a la categoría de evento, empleada de distintas formas, en : FR 10,16,22,23,71,76,94,99.
[77] Cfr FR 76: “Se puede mencionar, como más cercano a nosotros, el descubrimiento dela importancia que tiene también para la filosofía el hecho histórico, centro de la Revelación cristiana”.
[78] Cfr DV 4: FR11.
[79] Cfr FR 9.
[80] Cfr FR94.
[81] Cfr FR92.
[82] FR12.
[83] Cfr H.U. VON BALTHASAR, Teodrammatica t. 3 Milán, 1983, 23-53; A SCOLA, Questioni di Antropologia… (problemas de Antropología…), op.cit., 29-41.
[84] Cfr Col 2,17.
[85] Cfr A. BERTULETTI, Sapere e liberta (Saber y libertad), op. Cit., 448.
[86] Jean Luc Marion llega a afirmar que el sujeto nunca posee el centro de la escena, “desde el momento que su función consiste únicamente en recibir lo que se da”. J.L. MARION, …tant donné, París, 1997, 442.
[87] Es conveniente señalar aquí que la misma Encíclica habla de lógica sacramental: cfr FR 13. En cuanto a la noción de señal aquí empleada, véase S. UBBIALI, II segno sacro (La señal sagrada), Milán, 1992.
[88] Cfr Col 2, 17.
[89] Cfr I Cor 15,28.
[90] Cfr FR55. 
[91] Cfr FR93.
[92] Cfr FR80.
[93] FR 99: “El anuncio o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de Cristo que culmina en su Misterio pascual.  En efecto, sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de la verdad que nos salva (cfr. At 4,12; I Tm 2,4-6)” Además, cfr FR22.
[94] En este sentido, Ratzinger ha hablado de la revelación como un “evento ocurrido en el pasado que continúa ocurriendo en la fe, evento de una nueva relación entre Dios y el hombre”, J. RATZINGER, Natura e compito della teología (Naturaleza y tarea de la teología), Milán, 1993, 19.
[95] FR 32: “Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza”.  Además, FR 7,38,41.
[96] Cfr, FR94.
[97] Cfr FR 13. Sobre estos dos temas también se puede encontrar algo en A. Scola, La realta del movimenti nella Chiesa universale en ella Chiesa locale (La realidad de los movimientos en la Iglesia universal y en la Iglesia local). Actas de la Reunión Internacional sobre movimientos eclesiásticos (27-29 de mayo de 1998), en vías de publicación; ID., Logica dell’incamazione como lógica sacramentale: awenimento ecclesiale e liberta umana (La lógica de la encarnación como lógica sacramental: hecho eclesiástico y libertad humana), en AA.W. Hans Urs von Balthasar, Wer i dei Kirhce? Actas del Simposio, 16-18 de septiembre de 1998 (Friburgo, Suiza), en vías de publicación.
[98] “Verdades contingentes de tipo histórico nunca pueden llegar a ser pruebas de verdades necesarias de tipo racional /…). Es ésta precisamente la maldita zanja ancha que no logro atravesar”, G.E. LESSING, Sopra la prova dello Spirito e della forza (Sobre la prueba del Espíritu y de la fuerza), en M. F. SCIACCA – M. SCHIAVONE, Grande antología filosófica t. 15, Milán, 1968, 1557-1559.
[99] FR 80. Cfr además A. VANHOYE, II discorso nel areópago e l’universalita della verita (El discurso en el Areópago y el carácter universal de la verdad), en L’Osservatore Romano, 4-XI-98.
[100] Cfr FR87.
[101] Cfr FR 16, 28, Cfr F. VIOLA, L’uomo como esploratore della verita (El hombre como exploradore de la verdad), en LÓsservatore Romano, 12-XII-98.
[102] FR1.
[103] Cfr FR26, donde se destacan las preguntas fundamentales de la existencia personal.
[104] Cfr FR 33: “La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda.  En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino”.
[105] FR66.
[106] Ibidem.
[107] El mismo De Lubac condenaba esta interpretación equivocada en su comentario a la encíclica Dei Verbum: cfr H. DE LUBAC, La rivelazione divina… (La revelación divina…), op. cit., 31
[108] FR96.
[109] Pero también con Aeterni Patris y Humani generis.
[110] Cfr FR65-66.
[111] Cfr J. MCDERMOTT, La teología dogmatica ha bisogno della filosofía (La teología dogmática necesita a la filosofía), en L’Osservatore Romano, 28-XI-98. No se puede mostrar aquí cómo el método de indagación sobre el fundamento sugerido por nosotros permite una comprensión más adecuada de los temas característicos de la llamada teología fundamental. P.SEQUERI ofrece una tentativa en ese sentido en Il Dio affidablile. SAggio di teología fondmentale (El Dios confiable. Ensayo de teología fundamental), Brescia, 1962, que desarrolla los temas ya clásicos de la búsqueda articulada de la Facultad de Teología de Milán.
[112] FR33.
[113] Cfr FR 1: “Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre”.
[114] Cfr FR22.
[115] FR 33.
[116] FR17.
[117] Cfr JUAN PABLO II, In occasione dell’apertura del nuevo Anno Accademico della Pontificia Universita Lateranense (Con ocasión de la inauguración del nuevo Año Académico de la Pontificia Universidad Lateranense), en Nuntium n. 1 (1997), 15.
[118] Cfr FH19.
[119] FR12.
[120] GS22.
[121]  FR12.
[122] FR29.
[123] GS14: “Con todo, el hombre no se equivoca al reconocerse superior a las cosas materiales y considerarse algo más que una simple partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad humana. En realidad, en su interioridad trasciende el universo: en esta interioridad profunda, cuando se vuelve hacia el corazón, regresa al lugar donde lo espera Dios, que escruta los corazones, donde bajo la mirada de Dios el hombre decide su destino…”. GS22: “En realidad, el misterio del hombre sólo encuentra verdadera luz en el misterio del Verbo encarnado…”.
[124] FR7: “En el origen de nuestro ser como creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un misterio oculto en los siglos  (…) Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer, y el conocimiento que el hombre tiene de …I culmina cualquier otro conocimiento verdadero sobre el sentido de la propia existencia”.
[125] Cfr A. SCOLA, Logica dell’incamazione come lógica sacramentale (Lógica de la encarnación como lógica sacramental), op. Cit. El vínculo cristología-antropología está desarrollando también en A. SCOLA , Questioni di Antropologia (Problemas de Antropología), op. Cit., 19-41. Cfr además: N. REALI, La ragione e la forma, II sacramento nella teología di Hans Urs von Balthasar (La razón y la forma. El sacramento en la teología de Hans Urs von Balthasar), manuscrito en publicación.
[126] Cfr FR34.
[127] FR107.
[128] Cfr FR90: “En efecto, verdad y libertad o bien van juntas o juntas perecen miserablemente” Cf además FR 5, 78,89,98.
[129] Cfr FR12. Balthasar  ha desarrollado esta temática en: H.U.VON BALTHASAR, Teodrammatica t. 3. Op. Cit., 1983, 25-53.
[130] Causa de no pocos errores llenos de consecuencias para la humanidad, sobre todo en la época moderna y contemporánea (reaparece aquí la imagen de Auschwitz O Gulag, pero también, en todos los demás niveles, la necesidad urgente de un diálogo interreligioso, constituyendo el diálogo ecuménico una condición metodológica imprescindible). Sobre el diálogo interreligioso, cfr: A.SCOLA, Questioni di Antropologia…(Problemas de Antropología…). Op. Cit., 155-173.
[131] Cfr FR94.
[132] Cfr FR13: “Por esto el acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elección fundamental, en la cual está implicada toda persona, inteligencia y voluntad desarrollan su máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno.  En la fe, pues, la libertad no sólo está presente, sino que es necesaria.  Más aún, la fe es la que permite a cada uno expresar mejor la propia libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no se realiza en las opciones contra Dios. En efecto, ¿cómo podría considerarse un uso auténtico de la libertad la negación a abrirse hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona al creer lleva a cabo el acto más significativo de la propia existencia; en él, en efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma”.

Tomando la palabra en San Juan de Letrán, la mente corre a una basílica, lugar de oración, sede de la comunidad y espacio de investigación, donde lo divino y lo humano, la fe y la razón se encuentran y reconocen: pueden y deben reconocerse.  En este acto, nunca dado por sentado, nunca a nuestras espaldas como hecho adquirido, la filosofía tiene algo que decir, tiene su genio que la impulsa, ese genio o demonio de Sócrates, que es llamado de la conciencia y también señal divina.  El primer movimiento de la filosofía no es arrodillarse ante la fe: va a su encuentro, la interroga y a veces la acoge, buscando en tal caso el entendimiento y la cooperación.  Fe y filosofía deberían ser dos amigas, pero cierto diferentes e incluso heterogéneas, pero que se estiman y reconocen.  Después de todo, tienen el mismo objetivo, aun cuando por distintos caminos: conocer la verdad y de ella obtener alegría y satisfacción.  El objetivo de la filosofía es conocer la realidad y el ser al final de este movimiento conocer a Dios.  Esta disciplina llega a percibir su existencia y conocer algo de Él, pero no puede alcanzarlo: lanza una mirada hacia lo que es al mismo tiempo lo Trascendente y el más allá, pero no puede llevarnos a este ámbito.  Es preciso que alguien venga de “más allá del mundo” a darnos la mano para que podamos hacer el viaje.

En mi intervención, que es la de un filósofo, enunciaré algunas consideraciones que emanan de una razón filosófica dispuesta a escuchar con amplitud.  Es abierta aquella filosofía que mediante un procedimiento racional y controlable reconoce su incapacidad de ofrecer una visión completa, consciente de sus propios límites e inclinada espontáneamente a completar con los elementos de la fe lo alcanzado por la razón.  Semejante actitud de apertura y diálogo no despoja de autonomía a la filosofía.  Ésta no es ancilla de nadie. Así como en el curso de los siglos se objetaron las expresiones que consideraban a la filosofía ancilla de la teología, hoy en día existe el temor de que la filosofía se haya convertido en ancilla scientiarum: cada vez con más frecuencia, las ciencias le asignan los temas de reflexión, el perímetro dentro del cual ha de moverse y el terreno de las cosas disputables.  La ciencia es sobre todo mucho más poderosa que la filosofía en lo concerniente a su capacidad de modificar la vida; pero sus teorías son más inciertas y cambiantes en comparación con ciertas adquisiciones cognoscitivas fundamentales de la filosofía.  En el fondo de mi discurso estará la enseñanza de la encíclica Fides et ratio, en la cual se encuentran expresiones profundamente positivas sobre la filosofía, como en la actualidad tal vez ningún individuo o ninguna institución del mundo pronunciarían.  Las condiciones de dificultad, abandono y con frecuencia de radical marginamiento de la filosofía en la cultura están a la vista de todos.  Pienso que en este sentido los filósofos, tanto creyentes como no creyentes, deberían estar agradecidos con Juan Pablo II y la Iglesia por el gran homenaje que han rendido a la filosofía.  La encíclica recuerda que el hombre es naturalmente filósofo y presenta la filosofía “como una de las tareas más nobles de la humanidad” (n.3).

Considerando la fe y la razón en el sentido más amplio de estos términos, aun cuando sea genérico, la relación entre ambas no es un tema de interés únicamente para la Iglesia Católica o el cristianismo.  Es un tema universal propio de todas las culturas y religiones, especialmente en Occidente, desde el momento en que la secularización se ha adueñado del alma, el pensamiento y la filosofía, que ya no están al servicio de Dios, sino de las cosas.  El espíritu de la secularización divide.  El caso límite y emblemático de la separación de la fe y la filosofía es la tentativa de proceder como si Dios no existiese (etsi Deus non daretur) a partir de una suposición muy común en nuestros días, en torno a la cual se configura al menos un ateísmo metodológico.  Si nos circunscribimos a Occidente, la apertura recíproca de la fe y la razón, en el sentido de una mutua cooperación entre ambas, ha sido y sigue siendo objeto de vigorosas críticas.  Los dos caminos que más se han seguido son el que dice “sólo la fe” y el que afirma “sólo la razón”.  Fideísmo y racionalismo representan sistemas mutuamente excluyentes y no de colaboración.  En el marco del racionalismo, sobresalen dos posiciones: por una parte, la idea bastante difundida en los siglos XVII y XVIII de que la razón -considerada fuerte y triunfante, y enorgullecida con los éxitos de la ciencia- estaría en condiciones de resolver los enigmas de la existencia; por otra parte, la posición actual, el acceso a una razón que provoca escepticismo, de carácter incierto, problemático y falible, que exalta la inquietud permanente y aun cuando reconoce sus propios límites, está cerrada a la fe.  Así, el camino que afirma “sólo la razón” acoge dos significados opuestos y un único “no”.

El tema en juego es la verdad (y su vínculo con la libertad)

Tanto adoptando el sistema de exclusión recíproca (aut-aut) como el de la coordinación (et-et), el tema en juego es uno solo: la verdad. ¿Qué es la verdad? ¿Cómo podemos conocerla? ¿Cuáles son sus fuentes? Ante estas preguntas, reconocemos sin dificultad el carácter originario de las mismas, a partir de las cuales comenzó la filosofía, sobre todo de orden especulativo.  Vinculada con ellas está la interrogante humana sobre el bien y la felicidad.  Al respecto, la encíclica viene a nuestro encuentro con un mensaje claro: su eje no es en primera instancia la felicidad ni en sentido estricto la fe y la razón, sino la verdad, en la cual se coordinan tanto el conocimiento recibido de la revelación como el conocimiento filosófico.  Como sabemos, son dos formas distintas de conocimiento, por muchos motivos, a partir del evento primordial por el cual en la fe lo esencial es entregado desde lo alto, mientras en la filosofía todo debe conquistarse fatigosamente.  En el solemne íncipit de la encíclica, leemos, confirmando el hecho de que el texto gira en torno al tema de la verdad: “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”.  Al parecer, un primer título de la encíclica, luego descartarlo, habría sido Veritatis cognoscendae studium: el deseo o pasión por conocer la verdad.

Al abordar estos temas, un filósofo que pretenda hablar con sensatez debe mirar dentro de sí mismo, hacia los demás y el mundo, buscando dondequiera ayuda para su tarea, consistente en alcanzar la verdad.  Dice una de las expresiones más vividas del libro eterno, que transmite una enseñanza de Jesús: “Conoceréis la verdad, y la verdad os librará” (Jn 8, 32).  Según los Evangelios, la libertad y la liberación son un fruto que madura bajo el sol de la verdad.  Por consiguiente, la verdad tiene un carácter anterior natural, necesario y espontáneo en relación con la libertad, ante lo cual gran parte de la cultura que impregna las sociedades occidentales tuerce los labios manifestando perplejidad.  Hay una tendencia a invertir la idea, afirmando: “Practicad la libertad, y la libertad os hará veraces”.  Así parece ser la fórmula central de un nuevo evangelio secularizado, agnóstico, a veces ateo, en el cual la libertad tiene primacía absoluta.  Aun cuando sólo sea en la vida civil, la afirmación sin límites de la libertad es fuente de numerosas actitudes que hacen ingobernable el Estado e imposible llegar a una sociedad justa.

La gran confianza atribuida a la libertad es un hecho espiritual que llama a la reflexión.  Precisamente en un momento en que se propaga la desconfianza en la verdad, llegándose no pocas veces a un nivel de escepticismo agudo y de una desperatio de veritate universal -el más inquietante de los huéspedes y la última vía de acceso del nihilismo que llama a la puerta -la libertad se eleva hasta las estrellas.  Su interrogante tal vez ha constituido el programa central del pensamiento moderno desde Descartes hasta Fichte y Schelling, desde Kant hasta Sartre.  Estos nombres son grandes e inspiran respeto.  En todo caso, es lícito agregar que indiscutiblemente todos los hombres buscan la libertad, sobre todo si con este término se entiende algo más complejo y rico que la mera libertad de elección, a la cual desde hace algún tiempo limitan ciertas direcciones filosóficas y políticas de dialéctica de la libertad, olvidando que ésta no puede abarcar únicamente la autodeterminación.  Sin embargo, el hombre igualmente desea conocer la verdad y no el error.  En el vínculo entre la verdad y la liberad, tiene primacía la primera.  Existe un carácter anterior de la verdad en relación con la libertad, la cual es radicalmente incapaz de constituir la verdad; puede reconocerla y “realizarla”, acogiéndola en su propia acción.  La nobleza del hombre se mide considerando la verdad alcanzada por el mismo, en relación con la semilla o huella del Logos que se encuentra en cada individuo y llamamos la luz natural de la mente.

Si visualizamos la fe y la razón como dos caminos hacia el conocimiento de la verdad, desaparece la competencia de base entre ambas, concebida en el régimen de la separación.  Competencia significa sustraer a una todo lo atribuido a la otra: si una adquiere, la otra no puede sino perder.  El racionalismo y luego el ateísmo han considerado de este modo el vínculo hombre-Dios: mientras más eleva el hombre a Dios, más se enajena y se priva de lo esencial.  El mismo esquema de pensamiento se encuentra en el problema del vínculo entre la libertad humana creada y la libertad divina increada.  todo lo otorgado a la primera es descartado en la otra por el racionalismo.  No se acepta la idea de que ambas libertades pueden cooperar en la producción del bien, la divina como causa primera y la humana como causa segunda, proviniendo así la buena acción en su totalidad de Dios como causa primera y en su totalidad del hombre como causa segunda.

Las experiencias de las cuales nace la filosofía

Si nos ubicamos en el área de la filosofía, es natural preguntarnos si la razón humana, limitada y falible, está en condiciones de alcanzar la verdad, al menos sus elementos más significativos, si no es toda la verdad.  Tal vez la filosofía pueda hacerlo si logramos tomar contacto con las experiencias originarias a partir de las cuales tuvo sus comienzos, si somos capaces de “repetirlas”.  Ahora bien, la filosofía desciende de dos grandes fenómenos: el sentido del asombro ante el ser y la vida y el sentido del temor, entendido no como miedo, sino como pausa y meditación sobre todo aquello que existiendo se desvanece, sobre la declinación de la vida y las cosas hacia la desaparición.

Del mismo modo que el asombro o la maravilla, la meditatio mortis hace surgir en nosotros el deseo de filosofar.  Así como en el libro de los Proverbios y en el de la Sabiduría leemos “Initium sapientiae timor Domini”, a menos una parte de la filosofía podría decir “Initium philosophiae meditatio mortis”.

El filosofar entra en una zona de peligro cuando el hombre deja de sorprenderse ante el ser con un asombro que ponga en movimiento un estrato profundo en su interior; o cuando no siente el desafío de lo absurdo, que se alejan de la certeza de la muerte, apartando cuanto puede de su vista y de la ciudad el espectáculo de la muerte.  Considerada con los esquemas de la ciencia, la muerte se entiende únicamente como un evento puramente biológico, que no plantea ulteriores interrogantes.  Esos dos grandes aspectos del filosofar no eran desconocidos para los antiguos: la mente se activa en Aristóteles y Platón, que en el Fedon entiende la filosofía como meditatio / praeparatio mortis. Cuando es escaso el asombro ante el ser y la vida -que en todas partes sobreabundan y se dan-, cuando no está presente la meditatio mortis, hay fundados motivos para sospechar que la razón humana se ha vuelto anémica y perezosa.  La razón débil de la cual tanto se habla parece una razón cansada, incapaz de explorar nuevamente las experiencias cardinales de la existencia del vivir y el morir. La gran provocación que nace de la fe puede otorgarle nuevo vigor y un horizonte pleno.  Una de las frases fundamentales de la encíclica, tal vez la más fecunda y característica, dice: “La Revelación introduce en nuestra historia una verdad universal y única, que incita a la mente a no detenerse jamás” (n.14).

Hablando de la razón, desearía no dar lugar a equívocos y hacer pensar que la razón es puramente aquella de orden lógico, conceptual, argumentativo y demostrativo.  Evidentemente, ésta ocupa un lugar inmenso e irremplazable, puesto que el conocimiento que busca la filosofía es un conocimiento de modo perfecto, que alcanza la verdad y la conoce en forma estable, a prueba de golpes y sorpresas.  Con todo, la razón y la filosofía sólo constituyen una parte de la compleja vida del espíritu, equivalente a una habitación entre muchos pabellones.  Si aludimos a la totalidad de la vida intencional del espíritu, junto a la filosofía encontraremos como hermanas el arte, la poesía, la música y la literatura.  A menudo, en estas grandes producciones nos sorprende en las formas más inesperadas una adivinación de lo espiritual en lo sensible, que trasluce en lo bello.  Quizás no es absolutamente verdadero lo dicho por Dostoievski, según el cual la belleza salvará al mundo.  En todo caso, la filosofía sabe que uno de los nombres más elevados de Dios, tal vez el más secreto y rodeado de misterio, es “Bello”.  El Simposio platónico puede leerse como un itinerario de ascenso hacia la contemplación de lo bello.  Dios es supremamente bello.  En la meditación metafísica, reconocemos lo bello como el fulgor o el resplandor de todos los trascendentales juntos.  Si no queremos limitarnos al ámbito importante, pero parcial, del saber estable y no desmentible, debemos reconocer que razón y fe pueden comunicarse en el tema de la belleza.  La filosofía tiende a lo bello, que es el rostro más elevado y oculto del ser, y la fe tiende a Dios, suprema belleza.

En la relación entre fe y razón, la belleza entra a hurtadillas y nos sorprende: huésped no esperado, pero grato, que por un lado transmite un Nombre de Dios y por otro, con su fragilidad, la fragilidad de las cosas bellas, nos recuerda el más allá y la muerte, que el racionalismo actual quisiera alejar de la mirada de la mente.

Para que la razón no huya ante estos aspectos, es preciso no pensar en lo divino únicamente con un modelo utilitarista, científico, instrumental y agnóstico.

El modelo de razón y el edificio de la sabiduría

Precisamente a este respecto la encíclica de Juan Pablo II entrega uno de los aportes más notables, que hasta ahora ha permanecido un poco en el fondo de los diversos comentarios.  En realidad, una de las principales preguntas que deberían plantearse en cuanto a la relación entre fe y razón es: ¿qué modelo de razón? Fides et ratio amplía considerablemente el modelo habitual de la razón occidental, a menudo recalcado en los hábitos de la ciencia y el racionalismo incluso en la actualidad, a pesar de que este último tiene bastante menos confianza en sí mismo y el conocimiento científico pareciera estar sobre palafitos, es decir, en una situación precaria.  La encíclica amplía el marco con una riqueza de referencias al pensamiento griego, al mundo bíblico y hebraico (son notables las alusiones a los libros sapienciales), e incluso con alusiones al Oriente.  Esto sugiere que el modelo de razón predominante hoy día en la cultura occidental se encuentra algo debilitado: el impulso hacia la existencia parece en declinación, si bien nuestro conocimiento actual es en último análisis un conocimiento del ser.  Reconozco como un hecho plausible que la actual crisis de la verdad y en suma la desperatio de veritate son producto de un modelo anémico, formal y débil de razón.  Cuando este tipo de razón se vuelve hacia el cristianismo, difícilmente ve en el mismo algo más que una ética.  Así se dan la mano dos formas de no prestar atención: ante el esplendor del ser y ante el evento cristiano, reducido a enseñanza moral, como deseaba Kant.  Su principal obra de filosofía de la religión, La religión dentro de los límites de la mera razón, es una tentativa explícita de echar el vino nuevo del cristianismo en los odres algo agrietados de la mera moral.  Es una tentativa de circunscribir al cristianismo en un recinto donde la Encarnación, la Cruz y la Resurrección se amansan y digieren dentro del orden del sistema.  La superación del racionalismo, el irracionalismo y el fideísmo sólo puede tener lugar en el ámbito de la búsqueda humana de sentido y sabiduría.  La sabiduría es un conocer gustoso, luminoso y sintético.  Para vivir, necesitamos tanto del agua como del aire.  En la cultura contemporánea, el elemento de la sabiduría se encuentra en condición bastante precaria.  El tema sapiencial parece así haberse perdido en la cultura, en la filosofía y tal vez en la teología, y con él también ha desaparecido el tema de la sabiduría cristiana, como un edificio que en su unidad diferenciada introduce en orden ascendente la sabiduría filosófica, la teología y la de los santos o del Espíritu Santo.  Sería importante, pero está fuera del alcance de mi intervención, recorrer las etapas fundamentales en la cuales -bajo el lema de una creciente separación de la fe y la razón en el pensamiento moderno- tuvo lugar la crisis del edificio intelectual de la sabiduría cristiana, dentro de la cual también la filosofía (y en ella especialmente la metafísica) tiene valor de sabiduría: humilde, pero necesaria.  Permitidme agregar, sin poder documentarlo aquí, que ésta se construyó como saber desplegado y solar, en un largo camino desde los griegos hasta nosotros, en el cual los autores cristianos marcan una profundización fundamental.  Su filosofía podría llamarse filosofía del ser dado el esfuerzo siempre renovado por conocer la existencia e ir a la raíz de las cosas.

Sin este anclaje cognoscitivo, la luz natural de la mente no encuentra otro de igual fuerza y termina dudando de sí misma y fragmentándose.  La proliferación de saberes tendencialmente anárquicos propia de la fragmentación es la tentación específica de la cultura contemporánea, con un quiebre inevitable de la visión global.  Este proceso se remonta en el tiempo y no se requiere mucha imaginación para darse cuenta del gran esfuerzo que será necesario para corregirlo.  Hegel ya observaba que el remedio para el iluminismo es tarea “regional”.  Hemos perdido la gran ventaja de la unidad intelectual de una civilización.  Su recuperación no puede darse recorriendo los dos caminos opuestos de "sólo la fe" o "sólo la razón".

Con esta serie de desarticulaciones, a las cuales se agregan otras, que han intervenido en la teología reciente, ha disminuido en la filosofía y en la vida creyente la importancia de “dar razón” (logon didonai), en el primer caso por el debilitamiento de las percepciones primarias y en el segundo en homenaje a una primacía atribuida al testimonio y a la experiencia.  Por consiguiente, el cristianismo ha llegado a entenderse puramente como experiencia y no como saber y sabiduría.  En esta restricción de horizontes, existe, con distintos grados de conciencia, una idea bastante limitada del saber, entendido únicamente como competencia técnica y funcional, como destreza útil, que a menudo en la escuela y la cultura parece haber llegado a ser el único paradigma del concepto del saber, en detrimento del aspecto sapiencial, ahora de carácter basilar.

¿La filosofía (postmoderna) como praeparatio evangelica?

Jesús y Pilatos; Sócrates y Abraham

Frente el tema del saber, nos acosa una interrogante de gran importancia, pero que hoy podría parecer extraña y disonante: ¿podemos en general concebir la filosofía como preparación evangélica (praeparatio evangelica), es decir, como un área del conocimiento que predispone a escuchar en forma abierta, positiva y sin prejuicios el anuncio cristiano? ¿Y podemos considerar en particular a la filosofía postmoderna en este horizonte? La formulación misma de la pregunta produce asombro.  Se objeta: ¿no provienen del pensamiento moderno y contemporáneo, que ha influido tanto en el postmoderno, las refutaciones más radicales al cristianismo, a Dios y a Cristo? ¿Y no ha pretendido ese pensamiento presentarse en muchas de sus expresiones como ateo y antiteísta? ¿Y no está en camino dicho pensamiento hoy día hacia el nihilismo o al menos a bordearlo?  Muchos indicios llevarían a dar una respuesta afirmativa a estas preguntas.  Por otra parte, el filósofo no prepara recetas para el futuro: le basta soportar la fatiga del concepto.  Será ya un buen paso determinar qué se entiende por praeparatio evangelica.  Al recurrir a este término, se emplea un concepto antiguo, al cual recurrió Clemente Alejandrino, concibiendo a la filosofía griega como camino de preparación para recibir el Evangelio.  Algo parecido se encuentra en Agustín en relación con la filosofía platónica (cfr. De civitate Dei).  Para Clemente, el “Testamento” para uso de los Gentiles fue la filosofía, que justificaba a los griegos, los cuales según el autor percibían las dos verdades fundamentales sobre el Dios creador y remunerador.  No está demás agregar que a esta tesis se oponía en esa época la de los gnósticos y los marcionistas, que entendían la filosofía como sabiduría demoníaca entregada a los hombres por los ángeles caídos: la filosofía o el conocimiento como fruto de la serpiente.

La idea de Clemente puede ser válida en nuestros días siempre que sepamos identificar la forma más apremiante de preparación evangélica que la filosofía puede ofrecer.  Si me interrogo al respecto, vislumbro que dicha preparación debería incluir en primer lugar la reconquista del sentido de la verdad y de Dios.  Buscar la verdad con la filosofía es buscar a Dios.

Con todo, para que la filosofía pueda nuevamente llevar a cabo la tarea de preparar el camino a la Revelación, debería superar y disolver al nihilismo, sobre todo aquel de carácter teórico y especulativo, del cual proviene en la actualidad el mayor riesgo para la integridad del hombre y su intelecto.  Es notable el hecho de que con el nihilismo, además de perderse la idea del valor de la filosofía como praeparatio evangelica, también ha entrado en la zona oscura otra función “tradicional” de la filosofía: la idea del valor del filosofar como cuidado y medicina del alma.  Absortas en el enfrentamiento secular con las culturas modernas de la acción, sobre todo el marxismo, la teología y la filosofía cristianas han dirigido en menor media su mirada crítica hacia el nihilismo, acusando cierto retraso en este aspecto.

Debemos ahora preguntarnos si la filosofía puede servir como praeparatio evangelica y de qué manera.  Pareciera ser una pretensión desenfrenada, aun cuando la concibamos únicamente en relación con el sentido de la verdad y no con la justificación y la salvación.  Tal vez estemos más convencidos que Clemente de que la filosofía no salva ni justicia y sólo puede preparar.  Para comprender en alguna medida el vínculo entre la fe y la filosofía y la mutua colaboración posible entre ambas, citaremos cuatro figuras en forma emblemática ante la mirada de la mente -Sócrates, Jesús, Pilatos y Abraham- y las observaremos en su acción.

Siempre se reconoció a Sócrates como el representante y en cierto modo el padre de la filosofía, digno del amor que el joven Platón tuvo por él durante toda su vida, recordando con nostalgia el asombro que un día experimentó al conocerlo.  El mismo Nietzsche, a pesar de ser tan contrario al gran ojo ciclópeo de Sócrates, al cual atribuía la disolución de la tragedia griega y el nacimiento con la filosofía de un desconsiderado optimismo teórico, reconoce su importancia excepcional (cfr. El origen de la tragedia).  En Jesús reside la Palabra eterna encarnada, o en todo caso una personalidad excepcional, un gran maestro de moral, como reconocía Kant.  Si observamos atentamente a estos dos personajes, similares en no pocos aspectos, algo nos impresiona y nos llama a meditar.  Sócrates interroga y Cristo es interrogado.  El ateniense recorre la plaza pública, el ágora, haciendo preguntas y fastidiando no pocas veces a sus interlocutores, ante los cuales aparecía como un moscardón inoportuno.  Él pregunta qué es la justicia, qué es el bien, qué es la felicidad.  De estas preguntas y las anteriormente planteadas por los filósofos jónicos, nació la filosofía.  Sócrates interroga.  Jesús, en cambio, es interrogado en las calles de Galilea y Judea: es interrogado por los escribas y fariseos, por el joven rico, por el pueblo, por su madre, Pilatos, el sumo sacerdote, los apóstoles, los discípulos, etc.  Es interrogado porque respondiendo da testimonio de la verdad.

Sócrates no es la verdad y por eso interroga, pregunta para saber e incluso para corregir en el diálogo crítico las opiniones infundadas.  En Cristo, los interlocutores advierten algo grande y misterioso, tal vez la verdad misma, y por eso es interrogado.  Quien interroga no sabe, pero busca.  Quien es interrogado sabe y es interrogado sobre todo cuanto sabe.  Eso establece una diferencia entre ambos personajes, que es la diferencia entre la filosofía y lo divino.  La filosofía busca a Dios, pero no es divina, nunca sabe, sino procura saber; se despliega enteramente y se fatiga en el esfuerzo de la búsqueda; rara vez alcanza un estado de quietud.  Se desprende otra diferencia del carácter distinto de la interrogación: Sócrates hace preguntas con el fin de llegar a la verdad sobre los aspectos esenciales de la ética.  Cristo es interrogado en último término en cuanto a su propio ser. “¿Quién eres?” se le pregunta.  Con eso le están preguntando al mismo tiempo qué es la verdad.  La pregunta sobre la identidad de Jesús y la pregunta sobre la verdad se enlazan y se funden.  Durante el proceso de Jesús, la última pregunta de Pilatos fue precisamente “qué es la verdad” (quid est veritas?), pero él no esperó la respuesta.  Tenía demasiada prisa, prisa por cerrar de alguna manera el caso, por no producir demasiado descontento entre las partes que le interesaban, cuyo apoyo deseaba asegurar.  Tal vez es el prototipo de tantos personajes importantes, que siempre tienen pendiente algo urgente y jamás algo esencial qué hacer.  Pilatos está distraído y por eso no espera la respuesta y se vuelve hacia la multitud preguntando: ¿Qué queréis que haga con él? Él pregunta, pero no en lo tocante a la verdad.  La verdad no responde a quienes tienen prisa.  Si hay una enseñanza que desprender del diálogo entre Jesús y Pilatos, es la invitación a la quietud y la calma: reiterar la pregunta y esperar con paciencia y perseverancia la respuesta.  Sócrates, por su parte, pregunta sin cansancio y sin fingir.  No tiene prisa.  Tal vez es un contemplativo.  De hecho lo es, como lo demuestra el episodio de Potidea durante una campaña militar, cuando permaneció absorto sin interrupción, en estado de meditación, durante todo un día y toda una noche, maravillando a sus compañeros y a los soldados (cfr. Simposio, 220 c ss).

¿Qué debemos pensar de Jesús, Sócrates y Pilatos? Jesús, interrogado sobre su divinidad, está más allá de la filosofía y la fe.  Sócrates aparece ante nosotros como el representante de la filosofía.  Pilatos se presta para muchas interpretaciones, todas válidas: es la autoridad que no cumple su tarea; es el curioso que hace preguntas y se distrae; tal vez es también el intelectual múltiple que siempre tiene demasiadas cosas que hacer.  Aun cuando hemos encontrado el representante de la filosofía, todavía no ha venido a nuestro encuentro el representante de la fe, que no puede ser Pilatos ni el Verbo Encarnado.  Sin citar a Abraham, no puede comenzar el diálogo entre la filosofía y la fe.  Abraham es el padre de todos los creyentes.  Él creyó contra toda esperanza (spes contra spem). “Abraham creyó y por eso es joven, puesto que el hombre que siempre espera lo mejor envejece al decepcionarse de la vida y quien siempre está dispuesto a lo peor envejece prematuramente; pero quien cree conserva una eterna juventud”, escribió Kierkegaard en Temor y temblor.

Nuestra “puesta en escena” podría terminar en este punto, es decir, con la determinación del representante de la filosofía y el caballero de la fe.  Con todo, en honor a la lealtad y a la adhesión a los hechos, no queremos contentarnos con este resultado, si bien es significativo, preguntándonos ahora si en Sócrates, padre de la filosofía, y Abraham, padre de los creyentes, no hay actitudes análogas fundamentales que al acercar a ambas figuras también produzcan un acercamiento entre la filosofía y la fe.

En el comportamiento de Sócrates y Abraham, nos sorprende una cosa notable, que permite establecer una secreta afinidad entre ambos personajes, y es la obediencia a unan voz que a ellos se dirige, que al escucharla da origen a consecuencias sumamente diversas.  Dispuesto a obedecer la voz de la conciencia y no desobedecer las leyes de la polis, Sócrates permanece en la prisión de Atenas, bebiendo la cicuta y enfrentando la muerte.  Para obedecer a la voz de Dios, Abraham sale de su tierra natal y se va.  Uno permaneces y otro se va: uno se queda en la cárcel y el otro sale de su país.  Uno va al encuentro de la muerte y el otro hacia lo desconocido.

Ambos dejaron atrás una cosa y se llevaron consigo una cosa: Sócrates dejó atrás el deseo de seguir viviendo y se llevó consigo la esperanza de la inmortalidad; Abraham, dispuesto a sacrificar a Isaac, dejó atrás las pautas terrenales del sentido común y adoptó para sí la fe: fe pura y absoluta, puesto que a Sócrates no se le solicita nada parecido a un sacrificio de Isaac.  Sin embargo, ambos tienen en común el haber escuchado una voz interna y haber obedecido.  Es la voz que llama a todos los hombres y habla en ellos.  Ni Sócrates ni Abraham criticaron ni rechazaron el llamado dirigido a ellos: en la sumisión, procuraron comprender, lejos del orgullo de un pensamiento centrado en sí mismo, que aleja todo cuanto no corresponde con sus medidas.

En actos culminantes de su existencia, el representante de la filosofía y el caballero de la fe consideraron imposible sustraerse a la obediencia a una voz.  Escucharon y obedecieron.  También la filosofía postmoderna, a pesar de sus recodos escépticos y sus tentaciones formalistas, podrá ser válida como praeparatio evangelica si encuentra nuevamente un contacto con el testimonio de Sócrates y comienza a escuchar su lección, sin cerrar los ojos a la lección de Abraham.

 

I. ¿Por qué hablar de filosofía?

¿Por qué el Papa Juan Pablo II siente la necesidad de hablar ahora acerca de la filosofía y nada menos que en una Encíclica, en una carta circular a todos los Obispos, es decir, a los pastores de la comunidad creyente? ¿No parecieran tener más vigencia y ser más urgentes cuestiones que pertenecen a otras disciplinas? ¿No es, acaso, la filosofía un saber refinado y complejo, más bien ajeno a las vicisitudes diarias del hombre y, desde luego, por debajo de la que se mira como palabra de Dios? ¿Por qué, entonces, ocuparse de ella con tanto relieve en la culminación de un glorioso pontificado?

Cuestiones que pertenecen a las ciencias humanas y a las ciencias naturales golpean en la conciencia moral y también en la conciencia intelectual del hombre contemporáneo.  Ellas suficientemente podrían acaparar toda la atención de quien está llamado a guiar la marcha de la vasta comunidad humana por la que velan los ojos del Papa.  Pensemos, por ejemplo, en la biología, que ha invadido las zonas más íntimas de la vida, renovando el conocimiento de las relaciones entre el alma y el cuerpo.  En la física, que internándose en los últimos reductos de la materia plantea una cosmología capaz de abordar la cuestión de los orígenes del universo, asunto que importa a una concepción religiosa que habla de un Dios creador.  En la economía y en las ciencias políticas y sociales, que en las últimas décadas parecieran haber agotado sus recursos ideológicos dejando con las manos vacías la más alta voluntad política de la sociedad humana.  En la psicología, que explora tan a tientas, por no decir a ciegas, los mundos íntimos del alma en donde radica el destino personal del hombre.  En fin, en la misma teología, que con frecuencia pareciera asumir el papel de “sierva” que otrora asignara a la filosofía, haciéndose ella misma sierva, a veces, de la última novedad filosófica o científica? ¿Por qué ocuparse prioritariamente de la filosofía?

Por otra parte, ¿no ha sido, acaso, la misma filosofía la que ha querido abdicar de sí en nuestro tiempo? ¿no ha apelado a palabras que han adquirido valor de cambio en el lenguaje de nuestra cultura intelectual, como “superación de la metafísica”, “eliminación de la metafísica”, “postmetafísica”, “destrucción de la ontología”, “dialéctica de la filosofía”, en fin, “muerte de Dios”, que desde los escritos de Nietzsche o Heidegger, de positivistas, marxista, estructuralistas y postmodernos, llenan la cabeza de intelectuales sujetos a la orden del día, y con las cuales la filosofía pareciera aspirar sólo a su negación? ¿No es ésta la hora de sofistas y escépticos, es decir, de quienes desde siempre han hecho profesión de negar la filosofía aparentemente desde dentro de ella? ¿Tendrá la filosofía otro destino, entonces, que no sea renunciar a sí misma oyendo la voz desesperanzada de sus marineros sin rumbo?

II. Parálisis en el sistema nervioso del saber

El panorama aludido permite entrever un significativo rasgo que caracteriza el estado de todas las disciplinas del saber de rango superior -el estado de la ciencia actual- por uno de sus costados, el que seguramente más importa al hombre y su destino.

El desarrollo casi explosivo de las ciencias, que ha caracterizado a nuestro siglo, simultáneamente ha conducido a todas las disciplinas del saber a cuestiones últimas que brotan en cada una de ellas, pero que no crecen dentro de ellas.  Ninguna, tal vez, se salva; ninguna puede sentirse definitivamente instalad en su nicho y en condiciones autárquicas.  Y todas parecieran quedar, entonces, en una especie de paradojal perplejidad: por una parte, llenas de orgullo y satisfacción en la consideración de sus propios poderes.  Y, no obstante, vacilantes y desarmadas en los umbrales de lo que divisan como un vasto horizonte que las desborda.  ¿Por qué ha ocurrido esto?

Los poderes fáusticos que las ciencias han exhibido en la época moderna han legitimado sus pretensiones de autonomía y su emancipación respecto de la que fuera vista como reina de las ciencias: la filosofía.  Pero no son las ciencias quienes la han destronado.  Ella misma abdicó; consumó su energía en una mirada narcisista, en una contemplación de sí que ha sido una renuncia, una pérdida de sí misma.

Entonces, entre la filosofía y la ciencia, entre la filosofía y la poesía, entre la filosofía y la fe, como si hubiera ocurrido un vasto cortocircuito, o un proceso de degeneración del sistema nervioso del saber, se abrieron espacios que pronto se resquebrajaron y abandonaron, como esas tierras resecas y erosionadas que se convierten en desiertos.  Cada uno de esos numerosos ámbitos del saber y de la actividad del espíritu creyó que podía vivir de sí plena y autónomamente.  La conciencia intelectual, que se proyecta en un haz de disciplinas disparadas en todas direcciones, pareciera tocar en cada una de ellas graves cuestiones humanas para dejarlas, no obstante, vibrando a la espera de un sentido.  Esta ruptura y dispersión ha alcanzado caracteres de naufragio.  Entonces, como dijera Nietzsche: el desierto crece en la periferia del saber.

Este no es un problema científico o epistemológico, una cuestión que a nivel de las ciencias pudiera despacharse.  Se trata, en realidad, de la filosofía.  De un asunto que figura en el ámbito de la filosofía desde sus mismos orígenes.  No es vano hasta el siglo XVII, por lo menos, “filosofía” fue el nombre del corpus íntegro del saber.  Es lo que el Papa ha llamado en su Encíclica la cuestión del sentido; más precisamente, de la “crisis del sentido”.

Pero si el asunto atañe esencialmente a la filosofía, la filosofía de nuestro tiempo, deseosa quizá de abordarlo, en definitiva, parece eludirlo.  Pareciera querer realizar nada más que ejercicios con los saberes de las ciencias, transformándolos en invasores de sus propios dominios, es decir, del campo propio de la filosofía.  Uno se pregunta, entonces, si está hoy la filosofía a la altura de su tiempo y de su cometido, si vive de sí o está llevando una existencia entre parasitaria y epigonal.

Las ciencias pasan, entonces, a asumir por separado, por cuenta propia y más allá de sus propios recursos, gestos invasores de los dominios filosóficos.  Intentan, así, suplir una carencia.  Hacen de esta manera gestos de orfandad.  Son los signos de una pérdida del sentido del universo al que las ciencias pertenecen.  Las ciencias crecen entonces desordenadamente, con límites imprecisos, cargadas de incógnitas que no gobiernan; usando una expresión popular, como plantas que se van de vició, a la espera de la próxima “revolución” que vendría a reconstruirlas.  Matemática o lingüística; física, biología, psicología o historia; economía o sociología, simulan a tientas la filosofía.

Reina, entonces, lo que el Papa ha llamado una “desconfianza en la verdad”.  Desconfianza que parece ligada a un resentimiento de la inteligencia -o con la inteligencia- cultivado en la filosofía contemporánea.

Bien mirada, no obstante, ésta ha sido como una perversión constante de la filosofía.  Fue puesta en práctica, desde sus orígenes, por sofistas y escépticos.  En los sofistas prevalece una voluntad imperiosa que se complace en sí misma.  Nietzsche y Heidegger lo pusieron más claro: voluntad de “nada”.  Así se genera el nihilismo.  Los escépticos, a su vez, no creen en la verdad.  Afirman que nada es verdadero, que nada se sabe de verdad, sino lo que cada cual interpreta a su modo.  Aman, en el fondo, lo que antiguamente llamaron ataraxia, es decir, una especie de imperturbable tranquilidad que creían conquista mediante la abstención de todo juicio; una forma de egoísmo hedonista que seguimos practicando.

El Papa muestra todas las variaciones que esas actitudes constantes toman en el mundo contemporáneo.  Relativismo, Agnosticismo, Pluralismo, Eclecticismo, Historicismo, Positivismo, Pragmatismo, Existencialismo, indefinidas Hermenéuticas y Análisis del lenguaje.  El sentido de la verdad tiende a borrarse, a perderse en rebuscadas faenas, a ocultarse detrás del dato, de una estructura lógica, de la eficacia técnica, de un puro contexto histórico, del abuso retórico; es decir, detrás de las que no son sino instancias secundarias del conocimiento real.  La voz del Papa, entonces, clama por un mundo a la medida de la inteligencia humana en donde el saber tenga sentido.  Y habla de filosofía justamente porque reclama la manera de edificarlo y de situarse en él.

III. Modernidad y Nihilismo

Esta crisis que atraviesa el universo del saber y que lo deja constituido en un archipiélago del cual las aguas parecieran evaporarse, se mira como si fuera una crisis de la modernidad o de alguna gran etapa histórica.  Una excesiva inclinación historicista tiende a explicar todas las cosas pintando frescos históricos de gran tamaño.  Léase Spengler o Toynbee, Foucault o Fukuyama, léase a los postmodernos.  Obsérvese cómo construyen sus hipótesis, tácitamente, sobre la creencia, un tanto pretenciosa, de estar inaugurando una nueva época.  Como si bastara con golpearse la cabeza contra el muro de la historia para que se abrieran las puertas de una nueva era.

Quienquiera lea con un mínimo grado de lealtad intelectual a los grandes pensadores modernos, a Descartes, Kant o Hegel -por ejemplo- comprenderá que no es propiamente en una crisis de la edad moderna donde nos hallamos.  Lo que hay en esos hombres, vigías de su época, es una poderosa visión filosófica íntimamente ligada a una gran tradición.  Pero ocurre que esas visiones muy rápidamente se desfiguran en el tiempo.  Así, la penetrante metafísica cartesiana a poco andar se torna conceptualismo racionalista; la crítica kantiana de la razón en su dimensión teórica y práctica, se torna positivismo unidimensional; la filosofía hegeliana del espíritu, rica en teología y metafísica, se convierte en marxismo ramplón. ¿Qué destino es éste de la filosofía que la hace encenderse y apagarse, sucesivamente, como Heráclito decía del logos, según un extraño ritmo histórico?

No es precisamente a la modernidad, a este tópico ambiguo que pretende demasiado y dice poco, al que hay que acudir para explicarse lo que hoy ocurre.  En las primeras décadas de nuestro siglo la idea de modernidad fue analizada por pensadores como Weber, Husserl o Maritain.  En ese marco, Husserl criticó la concepción del mundo en la impronta del racionalismo de índole físico-matemático, Weber analizó las estructuras sociales y Maritain, la ruptura con el orden metafísico y religioso. Pero el fresco histórico al que hoy se acude arranca, en rigor, de Nietzsche y se proyecta como nihilismo.  El diagnóstico de Nietzsche, que fue un juicio un tanto salvaje acerca de la genealogía de la moral, sobre el trasfondo de la cultura de Occidente, se ha convertido en una especie de virus intelectual que contamina todo: el mundo de la literatura y de la política, de la ciencia y de la conducta cotidiana.

Sospecho, no obstante, que también la interpretación nietzscheana hizo crisis y que ha caído bajo esa rutina del mundo histórico que rápidamente condena a la filosofía y la rebaja; que le pierde el rumbo y la banaliza.  La pretensión a la grandeza, al superhombre y a la transmutación de los valores, del nihilismo nietzscheano, se ha tornado frívolo escepticismo, anarquismo retórico, del que ya se puede salir y, como de ciertas enfermedades, fortificado.

La voz del Papa es un llamado.  No es, por supuesto, la voz de un filósofo.  Es la voz de un Pastor que mira con generosidad la suerte de su rebaño, en el que reconoce a la humanidad toda.  Y que siente la necesidad de hablar acerca de la filosofía porque su sensibilidad moral y su elevada visión de los tiempos le permiten presentir aquí un nudo, una cuestión esencial y también un camino.  El Papa no habla como filósofo, ni canoniza ninguna filosofía.  Habla acerca de la filosofía.  Habla de lo que la filosofía representa para el hombre y de lo que significa para la presencia de la fe en Jesucristo en el mundo de hoy.  Es así como debemos oírle.

IV. Sentido y verdad

El Papa no habla de la filosofía como una nueva doctrina, ni como una vieja doctrina.  El Papa habla de lo que ha sido la más profunda experiencia intelectual de la humanidad.  Habla de lo que considera un núcleo constante de conocimientos que integran el patrimonio espiritual originario de la humanidad del que forman parte concepciones fundamentales, como la que corresponde a la idea de un sujeto libre e inteligente capaz de conocer a Dios, principios intelectuales, como la no contradicción o la causalidad y normas morales básicas comúnmente aceptadas.  Todo ello forma una especie de filosofía implícita, universalmente compartida y que pareciera constituir lo que los antiguos llamaron un ortos logos, una recta ratio.

El Papa lee ese patrimonio ya en los grandes libros que son como los cimientos de la cultura humana.  Desde luego en la Biblia; pero no sólo ahí.  También en los Veda y los Avesta, o en los escritos de Confucio y Lao-Tze, en la predicación de Buda, en los poemas de Homero y en los trágicos griegos, en fin, en los filósofos clásicos, Platón y Aristóteles.  Este es el humus sobre el cual el Papa ve florecer la filosofía.  ¿Cuál es, entonces, el carácter que el Papa reconoce en la filosofía y que pone de relieve en Fides et Ratio?.  El Papa descubre en la filosofía una fuente de “sentido”.  Echa mano, así, de una idea clave del pensamiento contemporáneo, que está en la fenomenología de Husserl, como en la analítica existenciaria de Heidegger, en la semántica de Frege, de Wittgenstein y de los analíticos del significado y la verdad en el pensamiento anglosajón de este siglo.  Podría ponérsela en breve con palabras de Wittgenstein: “el pensamiento es el enunciado con sentido”.  Extrae, pues, esta noción fundamental suya y que está en el centro de su Encíclica, del centro mismo de la filosofía contemporánea.

“Desde siempre una necesidad de sentido acucia el corazón del hombre”, dice la Encíclica.  Sentido es la dirección hacia la que un conduce, la intencionalidad que se diseña sobre un fondo, algo que se indica, a lo que se apunta.  Se habla del sentido de la propia vida, del sentido de una expresión o del sentido de un acontecimiento, del sentido de la existencia humana, del sentido de la historia.  Se nombra así cierta unidad todavía invisible, pero latente ya en lo que vemos.  De una estructura virtual que reúne y completa una figura, una forma, un acontecimiento, una realidad, una historia.  Aquí se trata del hombre, de la existencia humana.  Pues bien, la filosofía es búsqueda del sentido de la existencia humana.  Y a lo que apunta es a la verdad.

V. Verdad

¿Qué significa “verdad”?  Con esta pregunta entramos en el núcleo de la filosofía.  Y, al parecer, en terreno conocido. ¿Quién no usa o no oye usar corrientemente esta noción, dándola por entendida? “Quiero saber la verdad de lo ocurrido”, “juro decir la verdad” “no es verdad lo que dijo”, son giros ordinarios de nuestro lenguaje.  Pero, ¿entendemos qué significa “verdad”? Habría que decir lo que San Agustín decía respecto del “tiempo”: cuando no me lo pregunto ya no lo sé.

Cuando decimos que algo es verdad, queremos decir que eso es así como lo decimos.  De tal manera que, respecto de la verdad, se ha hablado, por eso, de “adecuación”, de “correspondencia”, de “redundancia” entre lo que se dice y lo que es.  Decir “es verdad que César fue asesinado” no sería otra cosa que decir “César fue asesinado”; y punto.  La verdad de la afirmación “César fue asesinado”, en definitiva, sería el hecho mismo del asesinato.  La verdad de lo que decimos consistiría en lo que es.  Cuando decimos “la nieve es blanca”, como oración que escribimos entre comillas, decimos una verdad, si y sólo si la nieve es blanca cuando la vemos caer en un frío invierno, o la miramos en Los Andes.  Verdad y ser, decían los medievales, se convierten recíprocamente.  La cuestión de la verdad y del sentido de la inteligencia y del pensar -del sentido de la filosofía- transporta de inmediato a los principios de la metafísica.

En lo poco que recién ha sido dicho hay tres problemas filosóficos de mucha envergadura, en los que si bien no cabe entrar ahora, es necesario distinguirlos para apreciar la cuestión.  El primero es la clase de “decir” que la verdad convoca y que pareciera establecer esa correspondencia o adecuación que podría considerarse redundante.  No cualquier decir apunta a la verdad, pero en alguna medida todos dependen de ella.  El segundo problema cabe plantearlo sencillamente así:  de qué hablamos al decir “lo que es”.  Y, finalmente, el tercero: ¿cómo se ligan las dos cosas, el “decir” y “lo que es”?  He ahí un complejo de cuestiones propias del saber metafísico.

Por momentos este género de cuestiones ha quedado subsumido en nuestra época bajo las pretensiones exclusivistas de un análisis del conocimiento en las formas del lenguaje y de la lógica.  Que la palabra “verdad” nombre el “ser”, pareciera haber perdido vigencia.  Un distinguido filósofo contemporáneo de la lógica y la matemática, el norteamericano Quine, ha dicho, no obstante, lo justo.  “Verdad”, como predicado, dijo Quine “sirve para recordar que, aunque estamos mencionado oraciones, todo lo que importa es la realidad”.

Podríamos decir: cuando hablamos, lo que importa es aquello de lo que hablamos, es decir, las cosas, la realidad.  Y éste es el tema originario de la metafísica: la cuestión del ser y de la verdad del ser en el conocimiento verdadero que la inteligencia humana alcanza.

Estas breves consideraciones nos permiten situarnos en la profundidad de los que el Papa ha dicho acerca de la filosofía.  Cuando habla de la filosofía no habla de una doctrina, ni de un sistema ya hecho y sabido.  El habla de lo que llama el “pensar” filosófico.  En su escritura destaca el verbo: la prioridad la tiene, dice, el “pensar filosófico”.  Y afirma, entonces, que el sentido del pensar filosófico es la verdad.

El Papa asigna a la verdad sentido metafísico porque en ella de lo que en definitiva se habla es del ser.  Se trata de lo que las cosas son en su propia e ineludible realidad.  Pero ésta no termina en ellas mismas, sino más allá.  Ahí donde todas las cosas se encuentran justamente por el hecho de ser.  De esta dimensión universal habla la metafísica.

Por eso el Papa reclama lo que llama “una filosofía de alcance auténticamente metafísico” que no es ni una escuela específica, ni una corriente histórica particular, sino el sentido mismo de la filosofía.  Un sentido que a su entender aparece ya en la reflexión de Israel donde se constituye como un camino sin descanso, que no es meramente fruto de una conquista personal y que se abre, en el “temor de Dios”, a una trascendencia soberana y a un amor providente en el gobierno del mundo.  Si con los griegos la filosofía adquiere su verdadero rostro, queda claro para el Papa que en este rostro están todos los signos de la cultura humana universal.

La inteligencia del hombre apunta a una verdad última de ese estilo.  El Papa dice: “se puede definir al hombre como aquel que busca la verdad”.  Poseer un logos, ser racional, en el sentido clásico, es esto, justamente.  Tenemos esta insaciable e infinita curiosidad que nos mueve a cada paso: queremos saber qué pasas, qué hay, qué es lo que es y fundamentalmente quién soy.  Porque es en la realidad donde el hombre se conoce a sí mismo.  Por eso el hombre busca la verdad como algo decisivo y absoluto.

No se trata meramente de una definición abstracta en la que el Papa se aventure.  La suya es una comprensión precisa de lo que es la filosofía.  No es que el Papa intente sentar una nueva teoría en los dominios de una filosofía acerca de la filosofía.  Lo que hace es descubrir el nervio central del pensar filosófico, su proyección hacia la verdad y el ser.  Y esto por una razón concreta: porque, dice, prescindir de la verdad, desconocerla, quedar indiferente ante ella, “comprometería la existencia del hombre”.  Esto es lo que importa al Papa: la existencia del hombre y su destino.  Acerca de esto su palabra tiene altísima autoridad.

VI. El alado cuerpo de la existencia humana

¿Qué se entiende cuando se habla de lo que es, de lo que existe, de lo que hay? Existencia, ser, realidad ¿qué significan?  Estamos en los dominios de la filosofía en su dimensión metafísica.  No obstante, el asunto pareciera estar claro a primera vista.  Hay tierra y agua, hay animales y estrellas; hay instituciones y teoremas; hay palabras y números; y las ciencias respectivas.  También se cree que hay ovnis, vida en Marte, fantasmas y otras entidades.  Y que no hay sirenas, éter o flogisto.

Lo que no está claro son los límites y la manera de trazarlos.  El astronauta soviético declaró que Dios no existía porque no se había topado con él en el cielo en su viaje interespacial.  Los límites de lo que existe eran harto estrechos en el mundo al que él pertenecía.  ¿Por qué ser y no más bien nada? ¿Qué es lo que existe y qué significa existencia?

El 97% de los encuestados recientemente en Chile han dicho creer que Dios existe.  Y me atrevo a sospechar que con el 3% restante se podría llegar a un acuerdo.  Pero, claro, ¿qué contiene esa creencia?  Aquí el asunto se complica.  Hay en ella una afirmación de la existencia en sus mismos límites.  Y se trata de una manera de ser, que es la de Dios.  La Encíclica propone un para de cosas que vienen a aclarar tales cuestiones.

La primera fue afirmada categóricamente por San Pablo en el principio de su Epístola a los Romanos: lo invisible de Dios puede ser conocido por la inteligencia del hombre a través de las creaturas del mundo.  La filosofía lo ha afirmado a todo lo largo de su historia con impresionante fuerza; desde Heráclito y Platón hasta Kant y Hegel, por lo menos.  Y cuando modernamente ha querido decir que Dios no existe lo ha hecho a costa de cerrar el ámbito del pensar o de invertir los argumentos de Kant y Hegel.  Heidegger tiene razón cuando dice que la filosofía tiene una dimensión ontoteológica; en ella, diría Ortega, Dios está a la vista.

El Papa ha querido situarse en este horizonte, en este límite al que la filosofía claramente conduce.  Y ha querido mostrar, primero, que la inteligencia conduce hasta ahí.  Es lo que afirma cuando dice en su Encíclica Intellego ut Credam. Tanto los libros sapienciales de la Biblia como la filosofía a lo largo de su historia, lo confirman categóricamente.

Pero inmediatamente dice, desde una perspectiva más propia suya, algo más decisivo.  La “circularidad” -afirma el Papa- que va de la palabra de Dios, como fuente original de conocimiento, a una inteligencia de la fe.  El Papa la expresa con antiguas palabras agustinianas: Credo ut Intellegam.

“Creo”: desde esta actitud esencial e inspiradora, que es la fe, la inteligencia filosófica vuela poderosamente y purifica lo que la creencia contiene, elimina de ella lo que haya de gnosis, de superstición o mitología, y hace resplandecer la fe en su luz originaria, como hace brillar todo lo que la realidad le ofrece.  La revelación ilumina así toda realidad, porque en ella aparece como su fuerza creadora.  Creo para entender.  Pero, a la vez, entiendo para creer.  La inteligencia me aproxima a lo que creo.  Limpia la mirada a la visión de la fe.  ¿Por qué creo? Creo, porque Dios mismo ha querido revelarse, como decía San Pablo a los Efesios, y su gracia ha llegado hasta mi propia fe; es decir, hasta esta elección fundamental de mi propia vida.  No obstante, y aquí entramos en el misterio más oculto de la fe, lo que por esta vía llegó a poseer, en definitiva, es una “sabiduría de la Cruz”, contrapuesta, como dijera también San Pablo, a la “sabiduría de este mundo”.  Aunque una “sabiduría” que proyectará intensa luz sobre los lugares más oscuros de la existencia, como son el mal, el dolor y la muerte.

Esta sabiduría del Hijo de Dios crucificado es un acontecimiento que “desafía toda la filosofía”.  El Papa dice: “contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del sentido de la existencia”.

¿Tengo, acaso, una razón decisiva para acoger esta verdad?: No. Si la tuviera, la fe no sería ni una gracia, ni una elección.  Tengo, sí, poderosas razones que me dejan en el umbral de esta gracia y de esta elección.  Quizá la más poderosa sea la filosofía.  Y tengo también para creer unas razones, débiles en sus posibilidades cognoscitivas, pero ricas desde otros puntos de vista humanos, que brotan de nuestra capacidad de confiar en otro.  De establecer “una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro” y acoger lo que dice, a la que el Papa llama “evidencia de un amor”.  El mártir es su más auténtico testigo.  La persona de Cristo se yergue ante la fe con esta fuerza, como Verbo de Dios y como hombre.  La Encíclica es, entonces, una exhortación a la filosofía.  A un pensar abierto a la fe y capaz de nutrirse de ella.  Exhortación que la propia filosofía ha debido hacer en sus polémicos orígenes, como lo acreditan ya los Diálogos de Platón y el Protréptico de Aristóteles.  Desde Sócrates, Platón y Aristóteles, a San Agustín y Santo Tomás de Aquino, a Descartes y los grandes filósofos modernos, a Heidegger o Wittgenstein, la filosofía ha debido navegar contra corriente de un mundo de apariencias, prejuicios y mentiras, en resuelta búsqueda de la verdad.  La filosofía ha sido un ejercicio radical y crítico de la inteligencia, abierta a lo que de verdad es real.

La filosofía abre el horizonte de la fe no de otro modo a como se abre el ojo a la contemplación del mundo.  Fe y razón son las alas que elevan a la contemplación de la verdad.  De una verdad que esclarece realmente el misterio de la existencia humana.

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