I. ¿Por qué hablar de filosofía?

¿Por qué el Papa Juan Pablo II siente la necesidad de hablar ahora acerca de la filosofía y nada menos que en una Encíclica, en una carta circular a todos los Obispos, es decir, a los pastores de la comunidad creyente? ¿No parecieran tener más vigencia y ser más urgentes cuestiones que pertenecen a otras disciplinas? ¿No es, acaso, la filosofía un saber refinado y complejo, más bien ajeno a las vicisitudes diarias del hombre y, desde luego, por debajo de la que se mira como palabra de Dios? ¿Por qué, entonces, ocuparse de ella con tanto relieve en la culminación de un glorioso pontificado?

Cuestiones que pertenecen a las ciencias humanas y a las ciencias naturales golpean en la conciencia moral y también en la conciencia intelectual del hombre contemporáneo.  Ellas suficientemente podrían acaparar toda la atención de quien está llamado a guiar la marcha de la vasta comunidad humana por la que velan los ojos del Papa.  Pensemos, por ejemplo, en la biología, que ha invadido las zonas más íntimas de la vida, renovando el conocimiento de las relaciones entre el alma y el cuerpo.  En la física, que internándose en los últimos reductos de la materia plantea una cosmología capaz de abordar la cuestión de los orígenes del universo, asunto que importa a una concepción religiosa que habla de un Dios creador.  En la economía y en las ciencias políticas y sociales, que en las últimas décadas parecieran haber agotado sus recursos ideológicos dejando con las manos vacías la más alta voluntad política de la sociedad humana.  En la psicología, que explora tan a tientas, por no decir a ciegas, los mundos íntimos del alma en donde radica el destino personal del hombre.  En fin, en la misma teología, que con frecuencia pareciera asumir el papel de “sierva” que otrora asignara a la filosofía, haciéndose ella misma sierva, a veces, de la última novedad filosófica o científica? ¿Por qué ocuparse prioritariamente de la filosofía?

Por otra parte, ¿no ha sido, acaso, la misma filosofía la que ha querido abdicar de sí en nuestro tiempo? ¿no ha apelado a palabras que han adquirido valor de cambio en el lenguaje de nuestra cultura intelectual, como “superación de la metafísica”, “eliminación de la metafísica”, “postmetafísica”, “destrucción de la ontología”, “dialéctica de la filosofía”, en fin, “muerte de Dios”, que desde los escritos de Nietzsche o Heidegger, de positivistas, marxista, estructuralistas y postmodernos, llenan la cabeza de intelectuales sujetos a la orden del día, y con las cuales la filosofía pareciera aspirar sólo a su negación? ¿No es ésta la hora de sofistas y escépticos, es decir, de quienes desde siempre han hecho profesión de negar la filosofía aparentemente desde dentro de ella? ¿Tendrá la filosofía otro destino, entonces, que no sea renunciar a sí misma oyendo la voz desesperanzada de sus marineros sin rumbo?

II. Parálisis en el sistema nervioso del saber

El panorama aludido permite entrever un significativo rasgo que caracteriza el estado de todas las disciplinas del saber de rango superior -el estado de la ciencia actual- por uno de sus costados, el que seguramente más importa al hombre y su destino.

El desarrollo casi explosivo de las ciencias, que ha caracterizado a nuestro siglo, simultáneamente ha conducido a todas las disciplinas del saber a cuestiones últimas que brotan en cada una de ellas, pero que no crecen dentro de ellas.  Ninguna, tal vez, se salva; ninguna puede sentirse definitivamente instalad en su nicho y en condiciones autárquicas.  Y todas parecieran quedar, entonces, en una especie de paradojal perplejidad: por una parte, llenas de orgullo y satisfacción en la consideración de sus propios poderes.  Y, no obstante, vacilantes y desarmadas en los umbrales de lo que divisan como un vasto horizonte que las desborda.  ¿Por qué ha ocurrido esto?

Los poderes fáusticos que las ciencias han exhibido en la época moderna han legitimado sus pretensiones de autonomía y su emancipación respecto de la que fuera vista como reina de las ciencias: la filosofía.  Pero no son las ciencias quienes la han destronado.  Ella misma abdicó; consumó su energía en una mirada narcisista, en una contemplación de sí que ha sido una renuncia, una pérdida de sí misma.

Entonces, entre la filosofía y la ciencia, entre la filosofía y la poesía, entre la filosofía y la fe, como si hubiera ocurrido un vasto cortocircuito, o un proceso de degeneración del sistema nervioso del saber, se abrieron espacios que pronto se resquebrajaron y abandonaron, como esas tierras resecas y erosionadas que se convierten en desiertos.  Cada uno de esos numerosos ámbitos del saber y de la actividad del espíritu creyó que podía vivir de sí plena y autónomamente.  La conciencia intelectual, que se proyecta en un haz de disciplinas disparadas en todas direcciones, pareciera tocar en cada una de ellas graves cuestiones humanas para dejarlas, no obstante, vibrando a la espera de un sentido.  Esta ruptura y dispersión ha alcanzado caracteres de naufragio.  Entonces, como dijera Nietzsche: el desierto crece en la periferia del saber.

Este no es un problema científico o epistemológico, una cuestión que a nivel de las ciencias pudiera despacharse.  Se trata, en realidad, de la filosofía.  De un asunto que figura en el ámbito de la filosofía desde sus mismos orígenes.  No es vano hasta el siglo XVII, por lo menos, “filosofía” fue el nombre del corpus íntegro del saber.  Es lo que el Papa ha llamado en su Encíclica la cuestión del sentido; más precisamente, de la “crisis del sentido”.

Pero si el asunto atañe esencialmente a la filosofía, la filosofía de nuestro tiempo, deseosa quizá de abordarlo, en definitiva, parece eludirlo.  Pareciera querer realizar nada más que ejercicios con los saberes de las ciencias, transformándolos en invasores de sus propios dominios, es decir, del campo propio de la filosofía.  Uno se pregunta, entonces, si está hoy la filosofía a la altura de su tiempo y de su cometido, si vive de sí o está llevando una existencia entre parasitaria y epigonal.

Las ciencias pasan, entonces, a asumir por separado, por cuenta propia y más allá de sus propios recursos, gestos invasores de los dominios filosóficos.  Intentan, así, suplir una carencia.  Hacen de esta manera gestos de orfandad.  Son los signos de una pérdida del sentido del universo al que las ciencias pertenecen.  Las ciencias crecen entonces desordenadamente, con límites imprecisos, cargadas de incógnitas que no gobiernan; usando una expresión popular, como plantas que se van de vició, a la espera de la próxima “revolución” que vendría a reconstruirlas.  Matemática o lingüística; física, biología, psicología o historia; economía o sociología, simulan a tientas la filosofía.

Reina, entonces, lo que el Papa ha llamado una “desconfianza en la verdad”.  Desconfianza que parece ligada a un resentimiento de la inteligencia -o con la inteligencia- cultivado en la filosofía contemporánea.

Bien mirada, no obstante, ésta ha sido como una perversión constante de la filosofía.  Fue puesta en práctica, desde sus orígenes, por sofistas y escépticos.  En los sofistas prevalece una voluntad imperiosa que se complace en sí misma.  Nietzsche y Heidegger lo pusieron más claro: voluntad de “nada”.  Así se genera el nihilismo.  Los escépticos, a su vez, no creen en la verdad.  Afirman que nada es verdadero, que nada se sabe de verdad, sino lo que cada cual interpreta a su modo.  Aman, en el fondo, lo que antiguamente llamaron ataraxia, es decir, una especie de imperturbable tranquilidad que creían conquista mediante la abstención de todo juicio; una forma de egoísmo hedonista que seguimos practicando.

El Papa muestra todas las variaciones que esas actitudes constantes toman en el mundo contemporáneo.  Relativismo, Agnosticismo, Pluralismo, Eclecticismo, Historicismo, Positivismo, Pragmatismo, Existencialismo, indefinidas Hermenéuticas y Análisis del lenguaje.  El sentido de la verdad tiende a borrarse, a perderse en rebuscadas faenas, a ocultarse detrás del dato, de una estructura lógica, de la eficacia técnica, de un puro contexto histórico, del abuso retórico; es decir, detrás de las que no son sino instancias secundarias del conocimiento real.  La voz del Papa, entonces, clama por un mundo a la medida de la inteligencia humana en donde el saber tenga sentido.  Y habla de filosofía justamente porque reclama la manera de edificarlo y de situarse en él.

III. Modernidad y Nihilismo

Esta crisis que atraviesa el universo del saber y que lo deja constituido en un archipiélago del cual las aguas parecieran evaporarse, se mira como si fuera una crisis de la modernidad o de alguna gran etapa histórica.  Una excesiva inclinación historicista tiende a explicar todas las cosas pintando frescos históricos de gran tamaño.  Léase Spengler o Toynbee, Foucault o Fukuyama, léase a los postmodernos.  Obsérvese cómo construyen sus hipótesis, tácitamente, sobre la creencia, un tanto pretenciosa, de estar inaugurando una nueva época.  Como si bastara con golpearse la cabeza contra el muro de la historia para que se abrieran las puertas de una nueva era.

Quienquiera lea con un mínimo grado de lealtad intelectual a los grandes pensadores modernos, a Descartes, Kant o Hegel -por ejemplo- comprenderá que no es propiamente en una crisis de la edad moderna donde nos hallamos.  Lo que hay en esos hombres, vigías de su época, es una poderosa visión filosófica íntimamente ligada a una gran tradición.  Pero ocurre que esas visiones muy rápidamente se desfiguran en el tiempo.  Así, la penetrante metafísica cartesiana a poco andar se torna conceptualismo racionalista; la crítica kantiana de la razón en su dimensión teórica y práctica, se torna positivismo unidimensional; la filosofía hegeliana del espíritu, rica en teología y metafísica, se convierte en marxismo ramplón. ¿Qué destino es éste de la filosofía que la hace encenderse y apagarse, sucesivamente, como Heráclito decía del logos, según un extraño ritmo histórico?

No es precisamente a la modernidad, a este tópico ambiguo que pretende demasiado y dice poco, al que hay que acudir para explicarse lo que hoy ocurre.  En las primeras décadas de nuestro siglo la idea de modernidad fue analizada por pensadores como Weber, Husserl o Maritain.  En ese marco, Husserl criticó la concepción del mundo en la impronta del racionalismo de índole físico-matemático, Weber analizó las estructuras sociales y Maritain, la ruptura con el orden metafísico y religioso. Pero el fresco histórico al que hoy se acude arranca, en rigor, de Nietzsche y se proyecta como nihilismo.  El diagnóstico de Nietzsche, que fue un juicio un tanto salvaje acerca de la genealogía de la moral, sobre el trasfondo de la cultura de Occidente, se ha convertido en una especie de virus intelectual que contamina todo: el mundo de la literatura y de la política, de la ciencia y de la conducta cotidiana.

Sospecho, no obstante, que también la interpretación nietzscheana hizo crisis y que ha caído bajo esa rutina del mundo histórico que rápidamente condena a la filosofía y la rebaja; que le pierde el rumbo y la banaliza.  La pretensión a la grandeza, al superhombre y a la transmutación de los valores, del nihilismo nietzscheano, se ha tornado frívolo escepticismo, anarquismo retórico, del que ya se puede salir y, como de ciertas enfermedades, fortificado.

La voz del Papa es un llamado.  No es, por supuesto, la voz de un filósofo.  Es la voz de un Pastor que mira con generosidad la suerte de su rebaño, en el que reconoce a la humanidad toda.  Y que siente la necesidad de hablar acerca de la filosofía porque su sensibilidad moral y su elevada visión de los tiempos le permiten presentir aquí un nudo, una cuestión esencial y también un camino.  El Papa no habla como filósofo, ni canoniza ninguna filosofía.  Habla acerca de la filosofía.  Habla de lo que la filosofía representa para el hombre y de lo que significa para la presencia de la fe en Jesucristo en el mundo de hoy.  Es así como debemos oírle.

IV. Sentido y verdad

El Papa no habla de la filosofía como una nueva doctrina, ni como una vieja doctrina.  El Papa habla de lo que ha sido la más profunda experiencia intelectual de la humanidad.  Habla de lo que considera un núcleo constante de conocimientos que integran el patrimonio espiritual originario de la humanidad del que forman parte concepciones fundamentales, como la que corresponde a la idea de un sujeto libre e inteligente capaz de conocer a Dios, principios intelectuales, como la no contradicción o la causalidad y normas morales básicas comúnmente aceptadas.  Todo ello forma una especie de filosofía implícita, universalmente compartida y que pareciera constituir lo que los antiguos llamaron un ortos logos, una recta ratio.

El Papa lee ese patrimonio ya en los grandes libros que son como los cimientos de la cultura humana.  Desde luego en la Biblia; pero no sólo ahí.  También en los Veda y los Avesta, o en los escritos de Confucio y Lao-Tze, en la predicación de Buda, en los poemas de Homero y en los trágicos griegos, en fin, en los filósofos clásicos, Platón y Aristóteles.  Este es el humus sobre el cual el Papa ve florecer la filosofía.  ¿Cuál es, entonces, el carácter que el Papa reconoce en la filosofía y que pone de relieve en Fides et Ratio?.  El Papa descubre en la filosofía una fuente de “sentido”.  Echa mano, así, de una idea clave del pensamiento contemporáneo, que está en la fenomenología de Husserl, como en la analítica existenciaria de Heidegger, en la semántica de Frege, de Wittgenstein y de los analíticos del significado y la verdad en el pensamiento anglosajón de este siglo.  Podría ponérsela en breve con palabras de Wittgenstein: “el pensamiento es el enunciado con sentido”.  Extrae, pues, esta noción fundamental suya y que está en el centro de su Encíclica, del centro mismo de la filosofía contemporánea.

“Desde siempre una necesidad de sentido acucia el corazón del hombre”, dice la Encíclica.  Sentido es la dirección hacia la que un conduce, la intencionalidad que se diseña sobre un fondo, algo que se indica, a lo que se apunta.  Se habla del sentido de la propia vida, del sentido de una expresión o del sentido de un acontecimiento, del sentido de la existencia humana, del sentido de la historia.  Se nombra así cierta unidad todavía invisible, pero latente ya en lo que vemos.  De una estructura virtual que reúne y completa una figura, una forma, un acontecimiento, una realidad, una historia.  Aquí se trata del hombre, de la existencia humana.  Pues bien, la filosofía es búsqueda del sentido de la existencia humana.  Y a lo que apunta es a la verdad.

V. Verdad

¿Qué significa “verdad”?  Con esta pregunta entramos en el núcleo de la filosofía.  Y, al parecer, en terreno conocido. ¿Quién no usa o no oye usar corrientemente esta noción, dándola por entendida? “Quiero saber la verdad de lo ocurrido”, “juro decir la verdad” “no es verdad lo que dijo”, son giros ordinarios de nuestro lenguaje.  Pero, ¿entendemos qué significa “verdad”? Habría que decir lo que San Agustín decía respecto del “tiempo”: cuando no me lo pregunto ya no lo sé.

Cuando decimos que algo es verdad, queremos decir que eso es así como lo decimos.  De tal manera que, respecto de la verdad, se ha hablado, por eso, de “adecuación”, de “correspondencia”, de “redundancia” entre lo que se dice y lo que es.  Decir “es verdad que César fue asesinado” no sería otra cosa que decir “César fue asesinado”; y punto.  La verdad de la afirmación “César fue asesinado”, en definitiva, sería el hecho mismo del asesinato.  La verdad de lo que decimos consistiría en lo que es.  Cuando decimos “la nieve es blanca”, como oración que escribimos entre comillas, decimos una verdad, si y sólo si la nieve es blanca cuando la vemos caer en un frío invierno, o la miramos en Los Andes.  Verdad y ser, decían los medievales, se convierten recíprocamente.  La cuestión de la verdad y del sentido de la inteligencia y del pensar -del sentido de la filosofía- transporta de inmediato a los principios de la metafísica.

En lo poco que recién ha sido dicho hay tres problemas filosóficos de mucha envergadura, en los que si bien no cabe entrar ahora, es necesario distinguirlos para apreciar la cuestión.  El primero es la clase de “decir” que la verdad convoca y que pareciera establecer esa correspondencia o adecuación que podría considerarse redundante.  No cualquier decir apunta a la verdad, pero en alguna medida todos dependen de ella.  El segundo problema cabe plantearlo sencillamente así:  de qué hablamos al decir “lo que es”.  Y, finalmente, el tercero: ¿cómo se ligan las dos cosas, el “decir” y “lo que es”?  He ahí un complejo de cuestiones propias del saber metafísico.

Por momentos este género de cuestiones ha quedado subsumido en nuestra época bajo las pretensiones exclusivistas de un análisis del conocimiento en las formas del lenguaje y de la lógica.  Que la palabra “verdad” nombre el “ser”, pareciera haber perdido vigencia.  Un distinguido filósofo contemporáneo de la lógica y la matemática, el norteamericano Quine, ha dicho, no obstante, lo justo.  “Verdad”, como predicado, dijo Quine “sirve para recordar que, aunque estamos mencionado oraciones, todo lo que importa es la realidad”.

Podríamos decir: cuando hablamos, lo que importa es aquello de lo que hablamos, es decir, las cosas, la realidad.  Y éste es el tema originario de la metafísica: la cuestión del ser y de la verdad del ser en el conocimiento verdadero que la inteligencia humana alcanza.

Estas breves consideraciones nos permiten situarnos en la profundidad de los que el Papa ha dicho acerca de la filosofía.  Cuando habla de la filosofía no habla de una doctrina, ni de un sistema ya hecho y sabido.  El habla de lo que llama el “pensar” filosófico.  En su escritura destaca el verbo: la prioridad la tiene, dice, el “pensar filosófico”.  Y afirma, entonces, que el sentido del pensar filosófico es la verdad.

El Papa asigna a la verdad sentido metafísico porque en ella de lo que en definitiva se habla es del ser.  Se trata de lo que las cosas son en su propia e ineludible realidad.  Pero ésta no termina en ellas mismas, sino más allá.  Ahí donde todas las cosas se encuentran justamente por el hecho de ser.  De esta dimensión universal habla la metafísica.

Por eso el Papa reclama lo que llama “una filosofía de alcance auténticamente metafísico” que no es ni una escuela específica, ni una corriente histórica particular, sino el sentido mismo de la filosofía.  Un sentido que a su entender aparece ya en la reflexión de Israel donde se constituye como un camino sin descanso, que no es meramente fruto de una conquista personal y que se abre, en el “temor de Dios”, a una trascendencia soberana y a un amor providente en el gobierno del mundo.  Si con los griegos la filosofía adquiere su verdadero rostro, queda claro para el Papa que en este rostro están todos los signos de la cultura humana universal.

La inteligencia del hombre apunta a una verdad última de ese estilo.  El Papa dice: “se puede definir al hombre como aquel que busca la verdad”.  Poseer un logos, ser racional, en el sentido clásico, es esto, justamente.  Tenemos esta insaciable e infinita curiosidad que nos mueve a cada paso: queremos saber qué pasas, qué hay, qué es lo que es y fundamentalmente quién soy.  Porque es en la realidad donde el hombre se conoce a sí mismo.  Por eso el hombre busca la verdad como algo decisivo y absoluto.

No se trata meramente de una definición abstracta en la que el Papa se aventure.  La suya es una comprensión precisa de lo que es la filosofía.  No es que el Papa intente sentar una nueva teoría en los dominios de una filosofía acerca de la filosofía.  Lo que hace es descubrir el nervio central del pensar filosófico, su proyección hacia la verdad y el ser.  Y esto por una razón concreta: porque, dice, prescindir de la verdad, desconocerla, quedar indiferente ante ella, “comprometería la existencia del hombre”.  Esto es lo que importa al Papa: la existencia del hombre y su destino.  Acerca de esto su palabra tiene altísima autoridad.

VI. El alado cuerpo de la existencia humana

¿Qué se entiende cuando se habla de lo que es, de lo que existe, de lo que hay? Existencia, ser, realidad ¿qué significan?  Estamos en los dominios de la filosofía en su dimensión metafísica.  No obstante, el asunto pareciera estar claro a primera vista.  Hay tierra y agua, hay animales y estrellas; hay instituciones y teoremas; hay palabras y números; y las ciencias respectivas.  También se cree que hay ovnis, vida en Marte, fantasmas y otras entidades.  Y que no hay sirenas, éter o flogisto.

Lo que no está claro son los límites y la manera de trazarlos.  El astronauta soviético declaró que Dios no existía porque no se había topado con él en el cielo en su viaje interespacial.  Los límites de lo que existe eran harto estrechos en el mundo al que él pertenecía.  ¿Por qué ser y no más bien nada? ¿Qué es lo que existe y qué significa existencia?

El 97% de los encuestados recientemente en Chile han dicho creer que Dios existe.  Y me atrevo a sospechar que con el 3% restante se podría llegar a un acuerdo.  Pero, claro, ¿qué contiene esa creencia?  Aquí el asunto se complica.  Hay en ella una afirmación de la existencia en sus mismos límites.  Y se trata de una manera de ser, que es la de Dios.  La Encíclica propone un para de cosas que vienen a aclarar tales cuestiones.

La primera fue afirmada categóricamente por San Pablo en el principio de su Epístola a los Romanos: lo invisible de Dios puede ser conocido por la inteligencia del hombre a través de las creaturas del mundo.  La filosofía lo ha afirmado a todo lo largo de su historia con impresionante fuerza; desde Heráclito y Platón hasta Kant y Hegel, por lo menos.  Y cuando modernamente ha querido decir que Dios no existe lo ha hecho a costa de cerrar el ámbito del pensar o de invertir los argumentos de Kant y Hegel.  Heidegger tiene razón cuando dice que la filosofía tiene una dimensión ontoteológica; en ella, diría Ortega, Dios está a la vista.

El Papa ha querido situarse en este horizonte, en este límite al que la filosofía claramente conduce.  Y ha querido mostrar, primero, que la inteligencia conduce hasta ahí.  Es lo que afirma cuando dice en su Encíclica Intellego ut Credam. Tanto los libros sapienciales de la Biblia como la filosofía a lo largo de su historia, lo confirman categóricamente.

Pero inmediatamente dice, desde una perspectiva más propia suya, algo más decisivo.  La “circularidad” -afirma el Papa- que va de la palabra de Dios, como fuente original de conocimiento, a una inteligencia de la fe.  El Papa la expresa con antiguas palabras agustinianas: Credo ut Intellegam.

“Creo”: desde esta actitud esencial e inspiradora, que es la fe, la inteligencia filosófica vuela poderosamente y purifica lo que la creencia contiene, elimina de ella lo que haya de gnosis, de superstición o mitología, y hace resplandecer la fe en su luz originaria, como hace brillar todo lo que la realidad le ofrece.  La revelación ilumina así toda realidad, porque en ella aparece como su fuerza creadora.  Creo para entender.  Pero, a la vez, entiendo para creer.  La inteligencia me aproxima a lo que creo.  Limpia la mirada a la visión de la fe.  ¿Por qué creo? Creo, porque Dios mismo ha querido revelarse, como decía San Pablo a los Efesios, y su gracia ha llegado hasta mi propia fe; es decir, hasta esta elección fundamental de mi propia vida.  No obstante, y aquí entramos en el misterio más oculto de la fe, lo que por esta vía llegó a poseer, en definitiva, es una “sabiduría de la Cruz”, contrapuesta, como dijera también San Pablo, a la “sabiduría de este mundo”.  Aunque una “sabiduría” que proyectará intensa luz sobre los lugares más oscuros de la existencia, como son el mal, el dolor y la muerte.

Esta sabiduría del Hijo de Dios crucificado es un acontecimiento que “desafía toda la filosofía”.  El Papa dice: “contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del sentido de la existencia”.

¿Tengo, acaso, una razón decisiva para acoger esta verdad?: No. Si la tuviera, la fe no sería ni una gracia, ni una elección.  Tengo, sí, poderosas razones que me dejan en el umbral de esta gracia y de esta elección.  Quizá la más poderosa sea la filosofía.  Y tengo también para creer unas razones, débiles en sus posibilidades cognoscitivas, pero ricas desde otros puntos de vista humanos, que brotan de nuestra capacidad de confiar en otro.  De establecer “una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro” y acoger lo que dice, a la que el Papa llama “evidencia de un amor”.  El mártir es su más auténtico testigo.  La persona de Cristo se yergue ante la fe con esta fuerza, como Verbo de Dios y como hombre.  La Encíclica es, entonces, una exhortación a la filosofía.  A un pensar abierto a la fe y capaz de nutrirse de ella.  Exhortación que la propia filosofía ha debido hacer en sus polémicos orígenes, como lo acreditan ya los Diálogos de Platón y el Protréptico de Aristóteles.  Desde Sócrates, Platón y Aristóteles, a San Agustín y Santo Tomás de Aquino, a Descartes y los grandes filósofos modernos, a Heidegger o Wittgenstein, la filosofía ha debido navegar contra corriente de un mundo de apariencias, prejuicios y mentiras, en resuelta búsqueda de la verdad.  La filosofía ha sido un ejercicio radical y crítico de la inteligencia, abierta a lo que de verdad es real.

La filosofía abre el horizonte de la fe no de otro modo a como se abre el ojo a la contemplación del mundo.  Fe y razón son las alas que elevan a la contemplación de la verdad.  De una verdad que esclarece realmente el misterio de la existencia humana.

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