Homilía de su Santidad Benedicto XVI durante Santa Misa, imposición del palio y entrega del anillo del pescador en el solemne inicio del ministerio petrino del obispo de Roma

Plaza de San Pedro. 24 de abril 2005

Señor Cardenales, venerables Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, distinguidas Autoridades y Miembros del Cuerpo diplomático, queridos Hermanos y Hermanas

Por tres veces nos ha acompañado en estos días tan intensos el canto de las letanías de los santos: durante los funerales de nuestro Santo Padre Juan Pablo II; con ocasión de la entrada de los Cardenales en Cónclave, y también hoy, cuando las hemos cantado de nuevo con la invocación: Tu illum adiuva, asiste al nuevo sucesor de San Pedro. He oído este canto orante cada vez de un modo completamente singular, como un gran consuelo. ¡Cómo nos hemos sentido abandonados tras el fallecimiento de Juan Pablo II! El Papa que durante 26 años ha sido nuestro pastor y guía en el camino a través de nuestros tiempos. Él cruzó el umbral hacia la otra vida, entrando en el misterio de Dios. Pero no dio este paso en solitario. Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni tampoco en la muerte. En aquellos momentos hemos podido invocar a los santos de todos los siglos, sus amigos, sus hermanos en la fe, sabiendo que serían el cortejo viviente que lo acompañaría en el más allá, hasta la gloria de Dios. Nosotros sabíamos que allí se esperaba su llegada. Ahora sabemos que él está entre los suyos y se encuentra realmente en su casa. Hemos sido consolados de nuevo realizando la solemne entrada en cónclave para elegir al que Dios había escogido. ¿Cómo podíamos reconocer su nombre? ¿Cómo 115 Obispos, procedentes de todas las culturas y países, podían encontrar a quien Dios quería otorgar la misión de atar y desatar? Una vez más, lo sabíamos; sabíamos que no estamos solos, que estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios. Y ahora, en este momento, yo, débil siervo de Dios, he de asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo? Todo vosotros, queridos amigos, acabáis de invocar a toda la muchedumbre de los santos, representada por algunos de los grandes nombres de la historia que Dios teje con los hombres. De este modo, también en mí se reaviva esta conciencia: no estoy solo. No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me acompañan, queridos amigos, vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y vuestra esperanza. En efecto, a la comunidad de los santos no pertenecen sólo las grandes figuras que nos han precedido y cuyos nombres conocemos. Todo nosotros somos la comunidad de los santos; nosotros, bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; nosotros, que vivimos del don de la carne y la sangre de Cristo, por medio del cual quiere transformarnos y hacernos semejantes a sí mismo. Sí, la Iglesia está viva; ésta es la maravillosa experiencia de estos días. Precisamente en los tristes días de la enfermedad y la muerte del Papa, algo se ha manifestado de modo maravilloso ante nuestros ojos: que la Iglesia está viva. Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos.

La Iglesia está viva; está viva porque Cristo está vivo, porque él ha resucitado verdaderamente. En el dolor que aparecía en el rostro del Santo Padre en los días de Pascua, hemos contemplado el misterio de la pasión de Cristo y tocado al mismo tiempo sus heridas. Pero en todos estos días también hemos podido tocar, en un sentido profundo, al Resucitado. Hemos podido experimentar la alegría que él ha prometido, después de un breve tiempo de oscuridad, como fruto de su resurrección. La Iglesia está viva: de este modo saludo con gran gozo y gratitud a todos vosotros que estáis aquí reunidos, venerables Hermanos Cardenales y Obispos, queridos sacerdotes, diáconos, agentes de pastoral y catequistas. Os saludo a vosotros, religiosos y religiosas, testigos de la presencia transfigurante de Dios. Os saludo a vosotros, fieles laicos, inmersos en el gran campo de la construcción del Reino de Dios que se expande en el mundo, en cualquier manifestación de la vida. El saludo se llena de afecto al dirigirlo también a todos los que, renacidos en el sacramento del Bautismo, aún no están en plena comunión con nosotros; y a vosotros, hermanos del pueblo hebreo, al que estamos estrechamente unidos por un gran patrimonio espiritual común, que hunde sus raíces en las irrevocables promesas de Dios. Pienso, en fin –casi como una onda que se expande– en todos los hombres de nuestro tiempo, creyente y no creyentes.

¡Queridos amigos! En este momento no necesito presentar un programa de gobierno. Algún rasgo de lo que considero mi tarea, la he podido exponer ya en mi mensaje del miércoles, 20 de abril; no faltarán otras ocasiones para hacerlo. Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia. En lugar de exponer un programa, desearía más bien intentar comentar simplemente los dos signos con los que se representa litúrgicamente el inicio del Ministerio petrino; por lo demás, ambos signos reflejan también exactamente lo que se ha proclamado en las lecturas de hoy.

El primer signo es el palio, tejido de lana pura, que se me pone sobre los hombros. Este signo antiquísimo, que los Obispos de Roma llevan desde el siglo IV, puede ser considerado como una imagen del yugo de Cristo, que el Obispo de esta ciudad, el Siervo de los Siervos de Dios, toma sobre sus hombros. El yugo de Dios es la voluntad de Dios que nosotros acogemos. Y esta voluntad no es un peso exterior, que nos oprime y nos priva de la libertad. Conocer lo que Dios quiere, conocer cuál es la vía de la vida, era la alegría de Israel, su gran privilegio. Ésta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios, en vez de alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica –quizás a veces de manera dolorosa– y nos hace volver de este modo a nosotros mismos. Y así, no servimos solamente Él, sino también a la salvación de todo el mundo, de toda la historia. En realidad, el simbolismo del Palio es más concreto aún: la lana de cordero representa la oveja perdida, enferma o débil, que el pastor lleva a cuestas para conducirla a las aguas de la vida. La parábola de la oveja perdida, que el pastor busca en el desierto, fue para los Padres de la Iglesia una imagen del misterio de Cristo y de la Iglesia. La humanidad –todos nosotros– es la oveja descarriada en el desierto que ya no puede encontrar la senda. El Hijo de Dios no consiente que ocurra esto; no puede abandonar la humanidad a una situación tan miserable. Se alza en pie, abandona la gloria del cielo, para ir en busca de la oveja e ir tras ella, incluso hasta la cruz. La pone sobre sus hombros, carga con nuestra humanidad, nos lleva a nosotros mismos, pues Él es el buen pastor, que ofrece su vida por las ovejas. El Palio indica primeramente que Cristo nos lleva a todos nosotros. Pero, al mismo tiempo, nos invita a llevarnos unos a otros. Se convierte así en el símbolo de la misión del pastor del que hablan la segunda lectura y el Evangelio de hoy. La santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción. La Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud. El símbolo del cordero tiene todavía otro aspecto. Era costumbre en el antiguo Oriente que los reyes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pastor podía disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor [...]. Yo doy mi vida por las ovejas”, dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14s.). No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.

Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. “Apacienta mis ovejas”, dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Queridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros.

El segundo signo con el cual la liturgia de hoy representa el comienzo del Ministerio petrino es la entrega del anillo del pescador. La llamada de Pedro a ser pastor, que hemos oído en el Evangelio, viene después de la narración de una pesca abundante; después de una noche en la que echaron las redes sin éxito, los discípulos vieron en la orilla al Señor resucitado. Él les manda volver a pescar otra vez, y he aquí que la red se llena tanto que no tenían fuerzas para sacarla; había 153 peces grandes y, “aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). Este relato al final del camino terrenal de Jesús con sus discípulos, se corresponde con uno del principio: tampoco entonces los discípulos habían pescado nada durante toda la noche; también entonces Jesús invitó a Simón a remar mar adentro. Y Simón, que todavía no se llamaba Pedro, dio aquella admirable respuesta: “Maestro, por tu palabra echaré las redes”. Se le confió entonces la misión: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 1.11). También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera. Los Padres han dedicado también un comentario muy particular a esta tarea singular. Dicen así: para el pez, creado para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital para convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo.

Quisiera ahora destacar todavía una cosa: tanto en la imagen del pastor como en la del pescador, emerge de manera muy explícita la llamad a la unidad. “Tengo , además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor” (Jn 10, 16), dice Jesús al final del discurso del buen pastor. Y el relato de los 153 peces grandes termina con la gozosa constatación: “Y aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). ¡Ay de mí, Señor amado! ahora la red se ha roto, quisiéramos decir doloridos. Pero no, ¡no debemos estar tristes! Alegrémonos por tu promesa que no defrauda y hagamos todo lo posible para recorrer el camino hacia la unidad que tú has prometido. Hagamos memoria de ella en la oración al Señor, como mendigos; sí, Señor, acuérdate de lo que prometiste. ¡Haz que seamos un solo pastor y una sola grey! ¡No permitas que se rompa tu red y ayúdanos a ser servidores de la unidad!

En este momento mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la Plaza de San Pedro. Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!” El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, él ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa. Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes. ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él–, miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén.


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1. La encíclica Fides et ratio: ¿fin o comienzo?

El mal que ha marcado al “siglo breve” llevó a hablar de “muerte de Dios” y de “silencio de Dios”.  Más allá de su diferencia radical -la expresión nietzscheana de la muerte de Dios conserva el sabor de una metáfora no carente de artificio[1], mientras la expresión silencio de Dios no puede ser una figura definitiva[2]-ambas fórmulas se proponen como clave de lectura de las trágicas experiencias que han marcado las últimas décadas de nuestra historia[3].  ¿Existe, con todo, un hilo conductor que permita de alguna manera unificar la interpretación nietzscheana y la de los pensadores hebreos posteriores a Auschwitz?  Tal vez sea posible descubrirlo en un tema que ya había angustiado en gran medida a San Agustín, y al cual no puede substraerse la lógica de la encíclica Fides et ratio: ¿por qué no se ven los efectos de la Redención si el Crucificado ha Resucitado y ha vencido el mal?.  “Post Christum nihil in melius, Omnia in peius, mutata sunt?”[4] ¿Acaso la historia no nos documenta sobre la permanencia de la cruz del Nazareno como experiencia dolorosa y solidaria del fracaso del hombre? ¿No sigue ocupando el mal, en todas sus formas, casi todas las luces del proscenio en el escenario del gran teatro del mundo?  El tema leibniziano de la teodicea sigue siendo el punto crucial que aún no logra apagar la interrogante entre las interrogantes.  Para plantearla con el mismo Leibniz: “¿Por qué no existe la nada?”.  ¿No sería entonces prudente atenerse a un sensato agnosticismo, que mientras se encuentra lejos de todo ateísmo teórico -siempre dogmático, incluso al ser elaborado con los instrumentos conceptuales más sofisticados-, no arriesga al pensamiento en presuntuosa afirmaciones “objetivas” sobre la realidad, la razón, la fe y la relación entre ambas, en una palabra, sobre la verdad?

Indudablemente, el pensamiento hoy predominante -y se lo ha visto incluso en las no pocas críticas hechas a la encíclica Fides et ratio por los partidarios del trabajo, veladas tras una sincera satisfacción por el relanzamiento de la filosofía que provocó Juan Pablo II con la publicación de su Encíclica[5]- tiende a asumir la perspectiva del fin del cristianismo, suministrando una interpretación de la postmodernidad como liquidación de la “victoria” de Jesucristo sobre el mal y la muerte[6]. Como lo sugiere Fides et ratio, los motivos de esta opción son complejos y están íntimamente vinculados con la historia de la relación entre filosofía y teología a partir de la época moderna[7], lo cual no impide que, en definitiva, se desemboque en la convicción de la ineficacia histórica de la victoria de Jesucristo.  Por otro parte, en el ámbito mismo de la reflexión exegético-teológica, al dogma de la Resurrección del Nazareno en su mismo cuerpo -prueba decisiva de Su operar eficazmente en la historia a través del testimonio sacramental de los creyentes- con frecuencia se le pone hoy en día sordina[8].

Para responder a esta objeción radical, no es conveniente elegir el atajo de quienes consideran el llamado pensamiento débil como más conforme con la proposición del acontecimiento de Jesucristo[9].  En todo caso, Fides et ratio objeta abiertamente esa vía[10].  En efecto, Jesucristo no es un Dios para tapar agujeros, en cuanto no es en sí mismo -si bien no de modo formal-negativo, pero no sustantivamente-positivo-respuesta a las interrogantes no resueltas por el hombre ni objeto de su deseo de realización (felicidad).  Tampoco el hombre, en cuanto ser libre, es propiamente hablando un producto de Dios a partir de la nada.  Cuando la reflexión adopta este camino, no logra evitar aquellas aporías mediante las cuales se ha criticado, no sin razón, un pensamiento considerado “demasiado fuerte”, en el cual se confunde la ineludible necesidad de pasar del “fenómeno al fundamento”[11] con la pretensión naturalista de pensar que la verdad -a partir de su nivel elemental de adequatio intellectus et rei- conduzca a considerar la realidad como un objeto al alcance inmediato de la razón y por consiguiente inmediatamente deducible de la misma como un simple predicado[12].

Fides et ratio, dentro de los límites objetivos de una conciencia clara de la naturaleza diferente del “discurso” del magisterio respecto al del filósofo y del teólogo, recuerda a propósito que “la Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con menoscabo de otras[13], llegando a afirmar que el hecho de señalar a Santo Tomás como guía para los estudios teológicos no significa “tomar posiciones sobre cuestiones propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares”[14].  Así, cuando habla de la necesidad de “una filosofía de alcance auténticamente metafísico”[15], Juan Pablo II precisa que con esto no pretende optar por “una escuela específica o una corriente histórica particular[16]”, sino más bien afirmar que “el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber”[17], fundada “en la capacidad del hombre de llegar al conocimiento de la verdad”[18].  La irrenunciable instancia de la verdad es propuesta con claridad, y con ella la “capacidad de la persona, como sujeto libre e inteligente de conocer a Dios, la verdad, el bien[19]; pero se reconoce a la libre reflexión la prerrogativa de encontrar el camino para alcanzar el objetivo.  Así, el Magisterio emprende, una vez más, la preciosa labor crítica de señalar, en forma negativa, las actitudes filosóficas que perjudican esta libertad, en cuanto cierran arbitrariamente la posibilidad de elaborar el imprescindible “paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento[20] (la instancia de la verdad).  De ello se desprende la crítica sintética, pero eficaz, a los “ismos” -eclecticismo[21], historicismo[22], cientificismo[23], pragmatismo[24], nihilismo[25], a los que no son ajenos el racionalismo y el fideísmo[26]- manifestando la preocupación no ciertamente de imponer al pensamiento tesis capacidad de verdad propia del hombre.  Ya la parte crítica de Fides et ratio se revela así compatible con la conquista más significativa de la modernidad-contemporaneidad: la afirmación de la instrascendibilidad de la diferencia ontológica.  Sin tratar las categorías de “verdad”, “fundamento” y “ontología” como sinónimos, esta afirmación -que bien interpretada garantiza la diferencia teológica inscrita en la misma naturaleza creatural del hombre- ha sido asumida con precisión, también por la teología contemporánea más perspicaz.  En oposición a Heidegger, que ve en la diferencia ontológica la “cosa” del pensamiento, manteniéndolo así en una oscilación indefinida entre el ser y el ente, es posible -con un método adecuado y al margen de la tendencia “débil” de ciertas corrientes postmodernas- llegar a un pensamiento sobre la verdad[27].

Pero también la parte poietica de la Encíclica abre el camino a la labor positiva del filósofo y el teólogo, con miras a la rigurosa elaboración del paso del fenómeno al fundamento.  En efecto, se lee en Fides et ratio: “La reflexión filosófica puede contribuir mucho a clarificar la relación entre verdad y vida, entre acontecimiento y verdad doctrinal y, sobre todo, la relación entre verdad trascendente y lenguaje humanamente inteligible”[28]. Tampoco faltan señales positivas de valorización de determinadas instancias propias de la filosofía contemporánea (como la lingüística, la praxis, el discurso científico) en la medida en que no renuncian a la verdad[29].  En otra parte se subraya la importancia de la dimensión ética (vinculada con el ejercicio concreto de la libertad humana) en la búsqueda del fundamento mismo[30].  Esto confirma el hecho de que la estructura originaria de la verdad, en su integralidad humana y cristiana, exige un reconocimiento que es imposible sin una decisión.

Sin más, la Encíclica de Juan Pablo II, junto con actualizar la gran tradición del magisterio, abre un nuevo punto de partida para la reflexión acerca de la relación entre filosofía y verdad revelada y acerca de las relaciones supeditadas a ella (fe-razón, filosofía-teología).  Confirma esta convicción, aun cuando sea en forma extrínseca, la acogida extraordinariamente positiva que ha tenido la Encíclica en el mundo mismo de los no creyentes, incluso entre quienes han estimado necesario tomar distancia respecto de algunas de sus afirmaciones.  Este nuevo punto de partida ha sido posible precisamente por la capacidad, documentada a lo largo de la historia de la Iglesia en las intervenciones más significativas del magisterio[31], de llevar a cabo un ressourcement en las fuentes originarias de la traditio catholica, ante todo, recurriendo a la Sagrada Escritura.  Lejos de querer poner límites, fijando así de alguna manera un término a la indagación, con Fides et ratio Juan Pablo II ha liberado el terreno para la auténtica investigación filosófico-teológica.  La Encíclica Fides et Ratio no representa un fin, sino un comienzo.

En esta óptica, quisiéramos abordar sintéticamente tres temas centrales de la Encíclica, en los cuales el Papa, impregnado especialmente del carisma filosófico propio de Karol Wojtyla, ha concentrado eficazmente su franca y afligida invitación a una recuperación sapiencial de la actividad de pensar[32], tarea que es siempre de carácter tanto filosófico como religioso[33], y que, por consiguiente, en el ámbito cristiano, se confía a los filósofos y teólogos y -¿por qué no?- a los hombres de ciencia[34].

Una vez identificados los términos críticos y poieticos con los cuales Fides et Ratio propone una adecuada relación entre fe y razón (2), quisiéramos decir algo sobre necesidad e historia en la Revelación cristiana (3), para terminar con consideraciones sintéticas sobre la relación entre Jesucristo y el hombre en la búsqueda de la verdad (4).

2. Razón y fe: superar el extrinsecismo

Una de las características propias de nuestra época, que el Papa señala con frecuencia a lo largo de la Encíclica[35], es una especie de retirada de la razón con el fin de cumplir “funciones meramente instrumentales[36].  Esta orientación es indicadora de las “transformaciones culturales” que han conducido al “ofuscamiento de la auténtica dignidad de la razón[37], marcada por una “crisis de sentido”[38].

Para comprender este último desarrollo de la evolución de la filosofía occidental, es preciso enfocar el “drama de la separación entre la fe y la razón[39], emblemático de la época marcada por el colapso de la síntesis medieval[40].  Con una afirmación sintética, Juan Pablo II nos ofrece la posibilidad de captar el núcleo originario de semejante drama en la baja Edad cuando afirma: “Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y absolutamente autónoma respecto a los contenidos de la fe.  Entre las consecuencias de esta separación está el recelo cada vez mayor hacia la razón misma.  Algunos comenzaron a profesar una desconfianza general, escéptica y agnóstica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar cualquier referencia racional posible a la misma.  En resumen, lo que el pensamiento patrístico y medieval había concebido y realizado como unidad profunda, generadora de un conocimiento capaz de llegar a las formas más altas de la especulación, fue destruido de hecho por los sistemas que asumieron la posición de un conocimiento racional separado de la fe o alternativo a ella”[41].

La Encíclica describe luego, en una breve síntesis, el desarrollo histórico de este proceso[42].  En este punto es de interés abordar el núcleo -por así decir- teórico del problema, que abarca todo el arco de la modernidad para llegar a la llamada, con un término no pacífico, “postmodernidad”[43].  Fe y razón se conciben como dos realidades mutuamente extrínsecas, cuando no se presentan en competencia o directamente en abierta oposición[44].

El presupuesto dogmático y acrítico que se encuentra en la base de semejante concepción parte por considerar absoluta la razón, porque al mismo tiempo está separada y es totalizadora[45].  En nombre de la claridad y distinción de la “idea”, la razón es ante todo separada del acto articulado con el cual la conciencia “intenciona” lo real.  En segundo lugar, a esta razón separada y concebida como medida solar de lo real se le atribuye una fuerza totalizadora.  Se concibe como el horizonte acabado de todo conocimiento.

Se puede, entonces, comprender bien cómo la fe se considera en sí misma “fuera” del ámbito racional y, por consiguiente, incapaz de un conocimiento adecuado.  Y esta lógica no cambia con la sustitución de las distintas formas de la relación razón-fe.  La fe puede presentarse ora como a-racional, es decir, como otra cosa en relación con la razón, ora como supra-racional y por lo tanto más allá de la razón humana, ora directamente como ir-racional y, por consiguiente, contradictoria en sí misma con la razón.  En cualquier caso, se llegará necesariamente a la conclusión de que se trata de una realidad extrínseca por su propia naturaleza.

Semejante dogmatismo acrítico en la forma de concebir la razón, acogido ampliamente, aunque a menudo en forma inconsciente, por la práctica eclesiástica y el pensamiento teológico, relega la fe a un carácter puramente superadditum.  Si un hombre desea vivir de acuerdo a la razón, deberá prescindir de esta dimensión “sobreañadida”.

Son evidentes las consecuencias de tal planteamiento en la teología: la visión extrínseca de la relación razón-fe encierra a los teólogos en una especie de “reserva”, marginándolos, en lo substancial, de una relación fecunda con la filosofía[46].  Tampoco podrá evitar este estado de cosas una apologética lógicamente rigurosa que procure justificar racionalmente el carácter suprarracional de la fe, desde el momento que en la relación dialéctica con el interlocutor ha asumido esta lógica, dejándose determinar por ella incluso en los aspectos metodológicos vinculados, precisamente, con la concepción de la razón y de la fe y de su mutua relación.

El discurso teológico se vuelve estructuralmente carente de homogeneidad en relación con el discurso propiamente racional.  Por consiguiente, será necesario transcribir sus contenidos religiosos en términos de la "sola razón".  Así, resulta imposible hablar de “razón teológica” -como lo hace en cambio Fides et ratio[47]-del mismo modo como será muy difícil evitar un grave divorcio entre la filosofía y la teología”[48].

Fides et ratio percibe claramente la consecuencia paradójica de este proceso de absolutización de la razón moderna en el “recelo cada vez mayor hacia la razón misma[49].  Me referí en otro lugar al iluminismo insatisfecho para aludir precisamente a este resultado histórico de la modernidad[50].  En efecto, al identificar la evidencia de una razón separada y absoluta con toda la evidencia, la modernidad ha pretendido demasiado de la razón, y decepcionada ante el resultado de esta violencia ejercida sobre la verdad, terminó por desconfiar de las propias capacidades efectivas de la razón[51].  El final de la parábola moderna es un debilitamiento tal de la razón que ha conducido al pensamiento occidental a agotarse en un problematicismo de índole cada vez más nihilista[52].

¿Cómo dar respuesta al drama de la separación de la fe y la razón? El Magisterio no pretende “indicar a los teólogos determinadas metodologías[53], sino instarlos a asumir en profundidad, en su labor teológica, las exigencias provenientes de la Revelación, entre las cuales se encuentra la recuperación del fundamento de la verdad.  Es lo que Fides et ratio denomina “la dimensión metafísica de la realidad”[54]… “Sólo deseo afirmar -dice el Papa- que la realidad y la verdad trascienden lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica”[55].  No faltan preciosas sugerencias invitando a revisar el realismo clásico, asumiendo los significativos aportes modernos a los temas de la antropología[56] y de la historia[57], sin renunciar a la “necesidad”. Fides et ratio abre en cierto modo el camino para la elaboración de una ontología antropológica[58], capaz de considerar el carácter de evento histórico propio de la verdad que incluye intrínsecamente la libertad (factual)[59].

Para llevar a cabo semejante tarea, será necesario superar el pernicioso extrinsecismo entre la fe y la razón.  Ya no deberán enfocarse en una competencia extrínseca, sino como dos dimensiones provenientes de la misma energía cognoscitiva, respetando plenamente el elemento gratuito propio de la fe cristiana.  En particular, será preciso mostrar cómo la fe, sin confundirse con la razón, representa el fundamento crítico, y cómo la razón teológica[60] se construye con fisonomía autónoma en relación con la razón filosófica sin disminuir por esto el intercambio necesario entre filosofía y teología.  Tal vez la alusión ya sugerida por Scheeben[61] a la analogía nupcial -en cuanto permite mantener la diferencia sin destruir la unidad- podría iluminar de mejor manera también la relación fe-razón.  Esta analogía puede encontrar su plena legitimación en el magisterio original de Juan Pablo II -y antes en el pensador Karol Wojtyla- sobre el hombre y la mujer[62].

Además de reformular las categorías de razón y fe, Fides et ratio anima a filósofos y teólogos a redefinir nociones decisivas tales como verdad, evento, Revelación, necesidad, historia y libertad en la perspectiva unitaria de la “dimensión metafísica” que permite el paso “del fenómeno al fundamento”.

3. La verdad como evento

En estricta coherencia con el replanteamiento, en clave de unidad dual[63], de la relación fe-razón como condición implícita de la necesidad “de reflexionar sobre la verdad[64] y ante la exigencia de la evolución histórica del pensamiento a partir de la modernidad, Fides et ratio acomete la tarea de la indagación sobre la verdad.  Y no lo hace partiendo de un terreno por así decir “neutral”, como si fuera necesario abrir para la vedad un espacio intermedio inexistente entre la indagación filosófica y la teológica.  La Encíclica, en cambio, reivindica para la fe el carácter cognoscitivo[65], para el intellectus fidei[66] el del saber y para la teología el carácter de ciencia crítica y sistemática[67].  Así se plantea claramente la naturaleza de la “razón teológica”.  En segundo lugar, ésta se visualiza en significativo diálogo con la razón filosófica en cuanto está ligada con la raíz misma del pensamiento[68].  La Encíclica cita a San Agustín: “Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando… Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula[69].  En suma, la descripción, hecha con especial acuciosidad, de los diferentes estados de la filosofía[70] en sí misma y en relación con la teología, prepara el terreno en el cual Fides et ratio elabora su profundización del concepto de verdad, refiriéndose directamente a la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II.

Es conocido el progreso que, en continuidad con la encíclica Dei Filuis propuso el documento conciliar[71]: además del carácter universal de la verdad[72], se reconoció su importancia para la salvación y su carácter histórico[73].  En la base de la concepción de la verdad de Dei Verbum, se encuentra la consideración del misterio de Jesucristo[74].  El cardenal De Lubac describe esto con precisión al afirmar que la encíclica Dei Verbum sustituye una “idea abstracta de la verdad por la idea de una verdad tan concreta como sea posible, es decir, la idea de la verdad personal, que aparece en la historia y desde el seno mismo de la historia es capaz de sostener toda la historia; la idea de esta verdad en persona que es Jesús de Nazaret, plenitud de la Revelación”[75].

La categoría de evento es fundamental para comprender mejor el desarrollo propuesto por Fides et ratio a la concepción de verdad propia de Dei Verbum.  Si no nos equivocamos, esta categoría aparece nueve veces en el texto magisterial[76], y se reconoce ante todo su carácter central para la Revelación cristiana[77].  Ella se presenta, en efecto, como teológicamente adecuada para identificar el hecho de Jesucristo, plenitud de la revelación[78], en su triple valor de acontecimiento histórico[79], de salvación[80] y universal[81].  Antes de describir brevemente la naturaleza del evento-verdad que es Jesucristo, mediante una rápida revisión de estas tres propiedades, es conveniente señalar el valor filosófico de la categoría de evento.  Esto confirmará, entre otras cosas, cómo Fides et ratio, superando el extrinsecismo fe-razón y sin perder de vista la necesaria distinción y la autonomía propia de las dos dimensiones, invita a buscar una concepción integral de la verdad.  La misma Encíclica invita además a esta profundización cuando afirma: “La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre.  La verdad expresada en la Revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia[82].  Si Jesucristo, como se ha dicho con agudeza[83], es la respuesta que antecede a la pregunta constitutiva del enigma del hombre lanzado al ser, es posible comprender la profunda correspondencia existente entre la realidad (el ser) en su estado natural y Cristo como plenitud de la realidad[84], y esto sin eliminar ni siquiera una coma a la absoluta gratuidad del evento de Cristo, que jamás es deducible.

El ser no es aprehendido en forma inmediata por el concepto humano.  Esto no significa que el acto de conciencia que intenciona lo real no alcance lo real en sí mismo; únicamente da cuenta de su complejidad.  La forma originaria del saber no es de tipo conceptual, sino una intuición de carácter simbólico en el sentido kantiano (antepredicativa).  Cuando interviene el concepto (intelección predicativa), siempre va precedido por un saber, en sí mismo no reflejo, pero que hace posible la reflexión.  No es posible superar esta dialéctica recurriendo a un concepto superior capaz de adecuar su objeto.  El juicio comprende su objeto a través de un objeto distinto que por lo tanto funciona como signo.  Inmediato es únicamente este objeto distinto que anticipa al originario[85].  Se comprende por qué el fundamento es evento (e-venio) que se da y muestra sólo donándose, haciendo, al mismo tiempo, existir al “sujeto”[86].  El ser se da así en el signo (signo real, en cierto sentido, sacramental[87]) y pone inmediatamente en juego al sujeto, dando consistencia a su libertad irreducible a todo a priori de tipo racional (una teoría que lo justifique) o “trascendental” (autoposición de la subjetividad). Así, razón y voluntad/libertad están originariamente implicados en el conocimiento porque el ser se muestra sólo donándose.  Juicio y justicia son por lo tanto una endíadis para decir “verdad” y la fe se revela como la forma crítica radical de la razón, que justifica el carácter insostenible de cualquier extrinsecismo entre ambas.  Cuando surge por gracia, la fe cristiana revela el sentido profundo de la verdad como evento: en realidad indica que para ir al fundamento (Trinidad) que llama libremente, es preciso decidirse al seguimiento del evento que realiza históricamente la evidencia (simbólica) del fundamento mismo: Jesucristo.  Se manifiesta así la correspondencia profunda -jamás exigible a la razón- entre la naturaleza de realidad y la Revelación y, por consiguiente, entre la razón misma y la fe como base de un saber crítico de la fe (teología).  La afirmación de Colosenses- “La realidad en cambio es Cristo[88]- o la perspectiva de Corintios[89]-o la perspectiva de Corintios –“Dios todo en todos”- lejos de despojar a lo real de su consistencia propia, revelan toda su positividad.  Contra todo fideísmo, pero también contra la pretensión racionalista[90]-retorno constante de Scilla y Cariddi en la historia del cristianismo- el evento-verdad hace valer toda su fuerza.  Una ontología del signo real salva hasta el fondo al realismo clásico, reconociendo al mismo tiempo a la libertad finita el poder-deber dramático que le es propio: decidirse por el fundamento que la instituye como tal, es decir, como libertad efectivamente libre.  Esto es inmediatamente exigido por el “conocer”, precisamente, porque el ser se muestra en cuanto donado.  Las aporías vinculadas con la necesidad y la historicidad o aquellas que son producto de la pretensión de deducir la diferencia ontológica, pueden encontrar solución sin caer en derivaciones problematicistas o relativistas, que impiden al hombre alcanzar el terreno sólido de la cosa en sí.

No corresponde aquí, obviamente, preguntarse si Fides et ratio autoriza semejante fundamentación del concepto de verdad.  ¡no es su objetivo! Un tal intento debe apoyarse solamente en su capacidad de exhibir rigurosamente sus razones. ¡La Encíclica no pareciera excluir esto!   En todo caso, formulada esta hipótesis (¡sólo eso es posible!), conviene ahora ilustrar brevemente lo dicho por la Encíclica sobre Jesucristo como evento, mediante una breve descripción de las características que le atribuye Fides et ratio.

La categoría evento pone en primer plano la importancia de la historia (espacio y tiempo).  Los números 11 y 12 de Fides et ratio abordan con particular vigor este dato.  Para la reflexión cristiana, la historia constituye un factor fundamental por dos motivos.

En primer lugar, si la verdad es, en último término, identificable con un hecho histórico, este evento posee un carácter definitivo.  Es el caso del acontecimiento de Jesucristo[91].  En realidad, en el misterio de Jesús de Nazareth, la verdad se ofreció al hombre de una vez y para siempre: no es posible esperar una revelación ulterior.  Toda búsqueda de la verdad está objetivamente destinada a una comparación con el evento histórico de Jesucristo[92]; sólo en el Misterio pascual de Cristo es posible conocer la verdad en plenitud[93].  Por otra parte, es en la historia donde este evento permanece y va al encuentro de todos los hombres de todos los tiempos: la categoría de evento indica un hecho que comienza en el pasado y llega hasta hoy, haciéndose presente aquí y ahora[94].  La Encíclica propone, implícitamente, la contemporaneidad del evento cuando habla del ofrecimiento que Jesucristo, que es la Verdad, hace de Sí mismo al hombre en términos de encuentro[95]: sólo es posible encontrarse con una realidad si está de algún modo presente.  La reflexión teológica es llamada a profundizar sobre la naturaleza de esta doble historicidad característica del evento (ocurrido en el pasado y al mismo tiempo presente).  El texto magisterial nos ofrece al respecto dos preciosas sugerencias: ante todo, cuando enuncia el tema significativo de la “lógica de la encarnación[96], para luego hablar, en segundo lugar, del “horizonte sacramental de la revelación[97].

El carácter histórico del evento arroja mayor luz sobre su naturaleza universal.  En oposición a la objeción de Lessing[98], la Encíclica puede señalar con vigor la posibilidad de que esta verdad, ocurrida en la historia, constituya la Verdad concreta universal: “el misterio de la Encarnación será siempre el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo”[99].  Poniéndonos en guardia frente al peligro del historicismo[100], la Encíclica indica el camino real para superar la perniciosa objeción de Lessing, que todavía siembra el escepticismo entre los mismos cristianos.  La consideración de la verdad como evento, a la cual nos referimos anteriormente, puede proporcionar otros motivos para mostrar el carácter rigurosamente pertinente de esta respuesta.

El tercer carácter del evento que plantea la Encíclica es el valor salvífico de la verdad que acontece en la historia.  Afirmar que Jesucristo, la verdad en persona, es contemporáneo de todos los hombres de todos los tiempos, significa señalar su carácter de salvador.  La permanente búsqueda de sentido, es decir, de respuesta a las preguntas fundamentales, que caracteriza al hombre como ser que busca la verdad[101], se plantea al comienzo de Fides et ratio: “… cuanto más conoce la realidad y el mundo… le resulta más urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia”[102].  La respuesta a la interrogante sobre el sentido constituye la única garantía de una vida vivida humanamente[103] y por consiguiente, cuando el hombre la encuentra por gracia, encuentra la salvación.  La verdad como evento que -como se ha dicho- “instituye” la libertad, encuentra en Jesucristo, por gracia de la Revelación, su nombre realizado: Él es la comunicación misericordiosa de los Tres que son el Único originario Amor[104].

En este punto podría presentarse una dificultad (sobre todo si consideramos lo ocurrido en la teología después del Concilio Vaticano II).  ¿Se corre el riesgo, al presentar la verdad revelada como “evento”, de debilitar la necesidad de recurrir a rigurosas formulaciones dogmáticas? ¿No ha conducido la crítica al intelectualismo, al conceptualismo y al doctrinarismo, implícita en las tesis de la verdad como evento, a un grave debilitamiento de la referencia a la formulación dogmática de las mismas verdades de fe? La respuesta de Fides et ratio es clara: “…la Verdad divina, ‘como se nos propone en las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la Iglesia’, goza de una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que se propone como un saber auténtico[105].  Por consiguiente, no es en absoluto lícita una posición por así decir “anti-intelectualista” que niegue la necesidad de “expresiones conceptuales, formuladas de modo crítico y comunicables universalmente”[106], cuyo ejemplo eminente es la formulación dogmática[107].  Por lo tanto, no se puede poner en duda “la perenne validez del lenguaje conceptual usado en las definiciones conciliares[108].

A las afirmaciones inequívocas con las cuales la Encíclica quiere, entre otras cosas, marcar la continuidad con el Magisterio anterior, sobre todo con Dei Filius[109], será suficiente añadir aquí una simple nota.  El recorrido teórico sugerido no niega el valor del lenguaje predicativo y sólo pide respetar su necesaria articulación a partir de la intelección (¡siempre se trata de intelección!) antepredicativa.  Así, en esta óptica -en la cual razón, voluntad, fe y libertad entran simultáneamente en juego- surge con vigor el carácter cognoscitivo de la fe, así como el carácter eminentemente crítico de la razón teológica.

Es oportuno citar al respeto una expresión precisa de la Encíclica: “Siendo obra de la razón crítica a la luz de la fe, el trabajo teológico presupone y exige en toda su indagación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente”.  Es función de la razón teológica exhibir las razones propias de la fe.  Es el médium quo; la teología elabora el conocimiento precrítico de la fe en conocimiento sistemático y crítico.  Por consiguiente, la scientia fidei[110] constituye el saber sistemático y crítico de la fe, construido mediante la razón teológica[111].

4. Gesto sacramental y acto de libertad

En Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia[112].  En este pasaje, en que la Encíclica retoma temas que aparecen muchas veces a lo largo de todo el texto, está concentrado el drama constitutivo del hombre.  Las preguntas imposibles de suprimir, que constituyen el tejido de su “corazón”[113], expresan el deseo de realización que el hombre, en cuanto capax Dei, tiene en su interior sin poder darse por sí mismo una respuesta satisfactoria.  Por este motivo, el deseo adquiere rasgos de nostalgia, no sólo de “algo” perdido (la Encíclica dedica breves, pero significativas alusiones al tema del pecado y su peso, que hace fatigosa la búsqueda de la verdad[114]), sino más que nada de “alguien” en quien confiar como fuente de “conocimiento verdadero y coherente[115]” en la cual “está guardada la respuesta satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta”[116].

De este modo se revela que hacerse cargo del drama del hombre es el objetivo de toda la Encíclica que, en cuanto expresión amorosa del Magisterio petrino, no puede prescindir de hacer explícita la naturaleza salvadora de la verdad.  Así, abordando un tema específico e incluso técnico, como es el de la fe y la razón, vinculado con el tema de la verdad, la enseñanza de Juan Pablo II viene al encuentro de la pregunta central de la contienda sobre lo humanum que marca el debate contemporáneo[117].

La vigorosa invitación a superar todo extrinsecismo entre fe y razón, así como la preocupación por captar la verdad en su articulada naturaleza universal, histórica y salvífica, muestran indirectamente lo que para Fides et ratio es el verdadero rostro del hombre, como misterio de gracia y libertad.  Me limitaré aquí a enunciar, a modo de conclusión, casi como un índice, algunos rasgos relevantes.

El primer rasgo implicado en la antropología de Fides et ratio tiene un sello estrictamente woytiliano y hace eco en forma muy especial a Redemptor hominis[118].  Tal vez pueda resumirse en la siguiente afirmación: “¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, si no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?”[199].  La pregunta iba precedida por una cita de la afirmación central de Gaudium et spes (“Con esta revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre la propia vida y el destino de la historia”)[120], acompañada de esta significativa glosa: “Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble”[121].  Enigma y drama son dos categorías totalmente distintas, pero íntimamente vinculadas, empleadas por el Santo Padre para penetrar en el misterio del hombre.  Cuando toma conciencia de sí mismo, el hombre advierte que existe, pero que no tiene en sí mismo el propio fundamento.  ¿Cómo no ver aquí el enigma en todo su sentido? Así, es inevitable que este enigma marque la vida de todos los días, que trae consigo “La urgencia de algunas preguntas esenciales y a la vez abriga en su interior al menos un atisbo de las correspondientes respuestas”[122]. ¡He aquí cómo se perfila la naturaleza dramática de la existencia humana! ¿Hay una respuesta satisfactoria al enigma? Y si ésta se propone, ¿qué ocurre con el drama del hombre? ¿Permanece o se disuelve? ¿Cuáles son las consecuencias de una u otra hipótesis?

En el ámbito de estas preguntas, siempre vinculadas con el tema de la verdad y de su conocimiento (a través de la fe y la razón), la Encíclica indica el segundo rasgo de una adecuada antropología: la reafirmación de su naturaleza cristocéntrica, en la estela de los famosos pasajes 14 y 22 de Gaudium et spes[123], que reaparecen en todos los documentos centrales de Juan Pablo II.

Jesucristo mismo entra en escena como protagonista, como el hombre en sentido propio y total.  De esto da testimonio la narración evangélica: Él se propone a los suyos como plenitud de lo humano, provocando la libertad en la fe, conocimiento confiado y conmovido, que anima en los corazones el seguimiento[124]. Cristo se ofrece por consiguiente como el camino hacia el fundamento de la verdad en el momento mismo en que revela su rostro.  Él, crucificado y resucitado, lleva a cabo una perfecta correspondencia (analogía) entre la Trinidad (fundamento) y la libertad finita.  En el “propter nos homines”, es decir, “en el ofrecimiento total de sí mismo en su verdadero cuerpo, sacramento de su persona singular”[125], Jesús manifiesta la realización efectiva de la libertad creada, cuya naturaleza consiste en ser para otro.  En la realidad de la libertad finita se manifiesta la naturaleza enigmática del hombre.  En realidad, su libertad, siempre determinada históricamente, es indeducible y -si bien se sabe que está destinada a ser para otro- requiere un evento de libertad / verdad para consumarse.  El acontecimiento de Cristo resuelve, por gracia, el enigma del hombre proponiéndose como el camino[126].

Y aquí se abre el espacio para el tercer rasgo distintivo de la antropología desarrollada por Fides et ratio: “Solamente en este horizonte de la verdad, (el hombre) comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo”[127]Tal vez se puede comentar este pasaje final de la Encíclica, que retoma el tema aludido otras veces de la relación verdad-libertad[128], recurriendo a una famosa y simple expresión de von Balthasar: Jesucristo resuelve el enigma del hombre, pero no decide previamente su drama[129].  Evitando el riesgo de cosificar la verdad, lo cual mortificará inexorablemente la gran dignidad de la libertad humana, pero también evitando la tentación[130] de dejar la libertad en manos de sí misma negándole el acceso al fundamento de la verdad, Fides et ratio abre equilibradamente una sólida vía: “ver” (fe) en la sustitución vicaria de Cristo el ofrecimiento al hombre de una libertad realmente liberada. ¿Cómo? En la mediación sacramental (expresión supremamente objetiva del médium intrínseco que es la Iglesia), en la cual Jesucristo concentra, el Jueves Santo, el memorial de Su pasión, cruz y Resurrección, se da objetivamente al hombre la posibilidad de consumar un acto de libre correspondencia con el fundamento de la verdad (trinitario).

Se comprende muy bien por qué la Encíclica introduce el tema “del horizonte sacramental de la Revelación” y en particular del signo eucarístico[131], llegando incluso a hablar de “lógica de la encarnación”. En realidad, sólo así se ve cómo el enigma humano se resuelve en Cristo, conservándose al mismo tiempo el carácter inevitablemente dramático de la libertad, como emblema de la totalidad del hombre y como expresión de su insuprimible anhelo del fundamento de la verdad.

La antropología adecuada proclama de este modo, sin poder exigirla, la demanda del evento cristológico como manifestación trinitaria.  Esto a su vez señala en la eclesiología, manifiesta en el sacramento (como núcleo de la traditio catholica y por consiguiente referido objetivamente a las escrituras interpretadas auténticamente por el Magisterio), el camino que puede recorrer efectivamente la libertad.  Acontecimiento eclesial -como lo entiende la lógica de la encarnación, es decir, como trama existencial de circunstancias y relaciones cuya forma, en sentido propio, es al Eucaristía- y acto de la libertad humana -siempre determinado históricamente y por lo tanto inalienable en sí mismo y por sí mismo, dispuesto a la obediencia de la fe [132]- describen la elevada dignidad del hombre.  Se muestra entonces cómo, en la óptica cristiana, cada fibra de lo humano exalta en grado sumo la insuprimible búsqueda de la verdad.  Por este motivo, Fides et ratio es un nuevo comienzo, que confía en la capacidad del hombre -de su razón y libertad- de llegar al fundamento de la verdad.


Notas

[1] Lo destaca muy bien  E.L. FACKENHEIM,  en La presenza di Dio nella storia (la presencia de Dios en la historia), Brescia, 1977, 67. Para Fackenheim, las dos fórmulas no pueden compararse porque la “muerte” nietzscheana de Dios conserva un “grado de verdad” que no va mucho más allá de ser un slogan, Ibid., 72-73.
[2] Si bien por carácter intolerable siempre permanecerá en el recuerdo, Auschwitz es efímero en relación con el pacto, con el contrato de reaseguro de Dios con su pueblo perseguido” G. STEINER, Errata, Una vita sotto esame (Errata, Una vida sometida a examen), Milán, 1998, 63. Para el tema del silencio de Dios en Auschwitz, ver la reciente obra antológica de M. GIULIANI, Auschwitz nel pensiero ebraico. Frammenti della teología dell’Olocausto  (Auschwitz en el pensamiento hebraico, Fragmentos de la teología del Holacausto), Brescia, 1998, donde se presentan las posiciones de los principales pensadores hebreos contemporáneos sobre Dios con posterioridad a Auschwitz. Además de Fackenheim, podemos citar, entre los más significativos. A R. Rubenstein, Maybaum, E.Wiesel, Berkovits, Jacobovits, Jonas y K. Shapiro.
[3]  Cfr FR 91.
[4] El Cardenal Joseph Ratzinger procuró dar respuesta a esto en una intervención informal en 1993: “Iterum atque iterum meditando hanc quaestionem mihi visum est, responsionem solummodo in notiones libertatis recte cogitata inveniri posse. Donum libertatis solummodo libere accipi potest. Qua de causa redemptio nullo modo factum quoddan elmpiricum praecedens libertatem nostram fieri potest”.
[5]  Cfr R. RIGHETTO, I laici contro l’enciclica (Los laicos contra la encíclica), en Awenire 27-XI-98, 27, donde se citan las posiciones adoptadas por Paolo Flores d’Arcais, Eugenio Scalfari, Gianni Vattimo, Emanuele Severino, Carlo Bernardi, Salvatore Natolim, Giulio Giorello, Luc Ferry, Alain Finklelkratu y Jean-Luc Marion.
[6]  A propósito de la postmodernidad, la Encíclica afirma: “Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe” FR91.
[7]  Cfr FR46.
[8] Heinrich Schlier respondió sintéticamente a esta tentación de la exégesis contemporánea en el precioso volumen H.SCHLIER, La risurrezione di Ges “(La resurrección de Jesús), Brescia, 1994 (3ª.ed.). Siguen teniendo actualidad: C.M. MARTINI, II problema della risurrezione negli studi recenti (El problema de la resurrección en los estudios recientes), Roma, 1959; G. GHIBERTI, I racconti pasquali del cap. 20 di Giovanni, confrontati con le altri traduzioni neotestamentarie (Los relatos pascuales del capt. 20 de Juan, comparados con las otras traducciones neotestamentarias), kBrescia, 1982. Bibliografía actualizada en : S. DAVIS-D. KENDALL-G. O’COLLINS (EDD.). The resurrection, Oxford, 1997.
[9] Se presenta esta posición en : D.ANTISERI. Le sfide del sexolarismo e l’awenire della fede (Los desafíos del secularismo y el porvenir de la fe). Ciudad del Vaticano, 1996; ID., Teoría della razionalita e ragioni della fede (kTeoría de la racionalidad y razones de la fe), Cinisello Balsamo, 1994.
[10] “Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad”, Fr 48.
[11] Fr 83.
[12] Sobre el problema, es posible observar puntos de vistas diferentes, pero convergentes, en H. U. VON BALTHASAR, La mia opera ed epilogo (Mi obra y epílogo), Milán, 1994, 115-141, que responde a Heidegger, y J, SEUFERT, Back to Things in themselves, Nueva York, 1987, 1-215, que “integra” a Husserl. Es útil para comprender el tema en la filosofía moderna y contemporánea: J, L. MARION, L’idolo e la distanza (El ídolo y la distancia), Milán, 1979; ID., Dio senza essere (Dios sin ser), Milán 1987. Sobre la importancia del tema en la teología : G. COLOMBO, La ragione teológica (la razón teológica), Milán, 1995; A. BERTULETTI, La “ragione teológica” di Giuseppe Colombo (La razón teológica “ de Giuseppe Colombo), Teología 21 (1996), 18-39; ID., Sapere e libert (Saber y libertad), en AA.W., Lévidenza e la fede (La evidencia y la fe), Milán, 1988, 444-465.
[13] FR49.
[14] FR78.
[15] FR.83.
[16] Ibid.
[17 ]FR85.
[18] FR82.
[19] FR4. En realidad, la misma Encíclica, refiriéndose a las tareas de la teología fundamental, señala el hecho de que a la luz del, conocimiento por la fe surgen “algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda (…) Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento natural de Dios, en la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana” FR67.
[20] FR83
[21 ]Cfr FR86.
[22] Cfr FR87.
[23 ]Cfr FR88.
[24 ]Cfr FR89.
[25] Cfr FR 90.
[26] Cfr FR52,55.
[27]  Cfr H.U. VIB BALTHASAR, La mía opoera…(Mi obra…), op.cit.k 146-147
[28] Cfr FR48,91.
[29]  Cfr FR48,91.
[30]  Cfr FR98. A propósito, cfr. T.STYCZEN, un filósofo cristiano legge la “Fides et ratio” (Un filósofo cristiano lee “Fides et ratio”), en L’Osservatore Romano, 9-I-1999.
[31] Bastes citar como ejemplos recientes las constituciones Lumen Gentium y Dei Verbum del Concilio Vaticano II.
[32] Cfr FR81.
[33] Cfr H.U.VON BALTHASAR, La mia opera (Mi obra…)), op.cit., 88.
[34]  Cfr FR105-106.
[35] FR 47; “Estas formas de racionalidad, en vez de tener a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la vida, están orientadas o, al menos, pueden orientarse como “razón instrumental”, al servicio de fines utilitaristas, de placer o de poder”.  Hay otras referencias a esta lógica tecnocrática en: FR5, 15,46,81,88-89.
[36] FR81.
[37] FR47.
[38] Cfr FR81.
[39] Cfr. FR.45 ss; G. SALA, II dramma della separazione  tra fede e ragiones (El drama de la separación de la fe y la razón), en L’Osservatore Romano, 21-XI-98.
[40] Cfr FR45: “A partir de la baja Edad Media la legítima distinción entre los dos saberes se transformó progresivamente en una nefasta separación”. Cfr también P.GILBERT, La ricchezza della scolastica (La riqueza de la escolástica), L’Osservatore Romano, 18-XI-98.
[41] FR45.
[42] Cfr FR 45-48.
[43] Cfr FR91.
[44] Cfr A.SCPÑA, La forma testimoniale del progetto culturale (La forma testimonial del proyecto cultural), en AA.W., Fede, LIbertt, intelligenza (Fe, libertad, inteligencia), Casale Monferrato, 19998, 107-114.
[45]  A propósito, cfr; G. COLOMBO, La ragione teológica (La razón teológica), op. Cit., 191 ss; AA.W., L’evidenza e la fede (La evidencia y la fe), op.cit.
[46]  FR61: “Con sorpresa y pena debe constatar que no pocos teólogos comparten este desinterés por el estudio de la filosofía”.
[47] Cfr FR86.
[48] Cfr FR69.
[49] FR 45.
[50] Cfr. A. SCOLA, Ragioni per credere (Razones para creer), en Nuntium n. 1 (1997), 42-45.
[51] Cfr. FR84. 
[52] Cfr. FR90. Puede observarse el influjo de este resultado final de la parábola moderna en la difusión de una especie de fideísmo, extremo opuesto del racionalismo iluminista, en la experiencia y la teología cristianas: cfr. A. LEONARD, L’uomo in camino verso la fede. Credenza e fede (El hombre en camino hacia la fe. Creencia y fe), en L’Osservatore Romano, 7-XI-98.
[53] FR64. Fr83.
[54] Cfr M-SANCHEZ SORONDO, Per una istanza metafísica aperta allá fede (Para una instancia metafísica abierta a la fe), en L’Osservatore Romano, 16-XII-98.
[55] FR83.
[56] Cfr ibidem.
[57] Cfr FR95.
[58] La expresión se encuentra también en G. COLOMBO, La ragione teológica (La razón teológica), op. Cit., 56.
[59] Una tentativa esquemática y provisoria de proponer sintéticamente una antropología similar con referencia a los autores de los cuales es abiertamente deudor puede encontrarse en: A. SCOLA, Questioni di Antropología Teológica), Roma, 1997, 163-166.
[60] Esta expresión altamente instructiva, como hemos visto, se emplea explícitamente en FR 86.
[61] Cfr M. J. SCHEEBEN, I misteri del cristianesimo (Los misterios del cristianismo), Brescia, 1960, 793-806.
[62] Cfr A SCOLA, II mistero nuziale. 1 Uomo-donna (El misterio nupcial. 1 Hombre-mujer) Roma, 1998.
[63] La expresión unidad dual se refuerza con Juan Pablo II (Mulieris dignitatem6). Para profundizar este tema en clave antropológica cfr. HU.VON BALTHASAR, Teodrammatica t. 2, Milán 1982. 327-370; A SCOLA, II mistero nupcial…), op.cit., 31-41.
[64] FR6. El Cardenal Ratzinger afirma en su intervención presentando la Encíclica:… el problema central  de la Enciclica Fides et ratio es en realidad el problema de la verdad, que no es con todo una de las múltiples interrogantes que el hombre debe enfrentar, sino el tema fundamental e ineludible de todos los tiempos y estaciones de la vida y la historia de la humanidad”, en L’Osservatore Romano, 16-X-98, 25.
[65] FR15: “…la verdad que la Revelación nos hace conocer no es el fruto maduro o el punto culminante de un pensamiento elaborado por la razón.  Por el contrario, ésta se presenta con la característica de la gratuidad, genera pensamiento y exige ser acogida como expresión de amor”.
[66] Cfr FR66.
[67] Cfr Ibidem.
[68] Cfr FR77.
[69] FR 79. La afirmación agustiniana se encuentra en : De praedestinatione sanctorum, 2,5; PL 44, 963.
[70] Cfr FR 75-79.
[71] Tanto la encíclica Dei Fillus como la Dei Verbum están presentes con frecuencia en el texto de esta Encíclica.  Sobre su relación, cfr. R. FISICHELLA, Rivelazione, fede e ragione (Revelaición, fe y razón), en L’Osservatore Romano, 28_X-98, I. 7.
[72] Esta característica es señalada con fuerza por Fides et ratio, especialmente en relación con los contenidos de la fe: cfr FR69.
[73] Al respecto afirma Betti: “… en cuanto a la Revelación, la enseñanza doctrinal de fondo, de la cual todo depende, señala que es un hecho histórico, es decir, ubicado en el tiempo, del mismo modo como en el tiempo nace y evoluciona la reflexión filosófica.  Así, la Revelación se manifiesta en el hecho de la encarnación de Dios en Jesucristo, que habiendo sido siempre Dios, también se convirtió en hombre para siempre, uniéndose de este modo en forma indisoluble la eternidad de Dios y el carácter temporal del hombre”, en U. BETTI, Una riflessione sull’enciclica “Fides et ratio” (Una reflexión sobre la encíclica “Fides et ratio”), en L’Osservatore Romano, 23-X-98, 6.
[74] DV 4.
[75] Cfr. H. DE LUBAC, La rivelazione divina e il censo dell’uomo: Opera Omnia (La revelación divina y el sentido del hombre: Opera Omnia), t 14, Milán, 1985, 49.
[76] En realidad, para describir la encarnación de Jesucristo, premisa de la revelación, el Papa afirma: “A dos mil años de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que ‘en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental’”, FR11. Hay otras referencias a la categoría de evento, empleada de distintas formas, en : FR 10,16,22,23,71,76,94,99.
[77] Cfr FR 76: “Se puede mencionar, como más cercano a nosotros, el descubrimiento dela importancia que tiene también para la filosofía el hecho histórico, centro de la Revelación cristiana”.
[78] Cfr DV 4: FR11.
[79] Cfr FR 9.
[80] Cfr FR94.
[81] Cfr FR92.
[82] FR12.
[83] Cfr H.U. VON BALTHASAR, Teodrammatica t. 3 Milán, 1983, 23-53; A SCOLA, Questioni di Antropologia… (problemas de Antropología…), op.cit., 29-41.
[84] Cfr Col 2,17.
[85] Cfr A. BERTULETTI, Sapere e liberta (Saber y libertad), op. Cit., 448.
[86] Jean Luc Marion llega a afirmar que el sujeto nunca posee el centro de la escena, “desde el momento que su función consiste únicamente en recibir lo que se da”. J.L. MARION, …tant donné, París, 1997, 442.
[87] Es conveniente señalar aquí que la misma Encíclica habla de lógica sacramental: cfr FR 13. En cuanto a la noción de señal aquí empleada, véase S. UBBIALI, II segno sacro (La señal sagrada), Milán, 1992.
[88] Cfr Col 2, 17.
[89] Cfr I Cor 15,28.
[90] Cfr FR55. 
[91] Cfr FR93.
[92] Cfr FR80.
[93] FR 99: “El anuncio o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de Cristo que culmina en su Misterio pascual.  En efecto, sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de la verdad que nos salva (cfr. At 4,12; I Tm 2,4-6)” Además, cfr FR22.
[94] En este sentido, Ratzinger ha hablado de la revelación como un “evento ocurrido en el pasado que continúa ocurriendo en la fe, evento de una nueva relación entre Dios y el hombre”, J. RATZINGER, Natura e compito della teología (Naturaleza y tarea de la teología), Milán, 1993, 19.
[95] FR 32: “Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza”.  Además, FR 7,38,41.
[96] Cfr, FR94.
[97] Cfr FR 13. Sobre estos dos temas también se puede encontrar algo en A. Scola, La realta del movimenti nella Chiesa universale en ella Chiesa locale (La realidad de los movimientos en la Iglesia universal y en la Iglesia local). Actas de la Reunión Internacional sobre movimientos eclesiásticos (27-29 de mayo de 1998), en vías de publicación; ID., Logica dell’incamazione como lógica sacramentale: awenimento ecclesiale e liberta umana (La lógica de la encarnación como lógica sacramental: hecho eclesiástico y libertad humana), en AA.W. Hans Urs von Balthasar, Wer i dei Kirhce? Actas del Simposio, 16-18 de septiembre de 1998 (Friburgo, Suiza), en vías de publicación.
[98] “Verdades contingentes de tipo histórico nunca pueden llegar a ser pruebas de verdades necesarias de tipo racional /…). Es ésta precisamente la maldita zanja ancha que no logro atravesar”, G.E. LESSING, Sopra la prova dello Spirito e della forza (Sobre la prueba del Espíritu y de la fuerza), en M. F. SCIACCA – M. SCHIAVONE, Grande antología filosófica t. 15, Milán, 1968, 1557-1559.
[99] FR 80. Cfr además A. VANHOYE, II discorso nel areópago e l’universalita della verita (El discurso en el Areópago y el carácter universal de la verdad), en L’Osservatore Romano, 4-XI-98.
[100] Cfr FR87.
[101] Cfr FR 16, 28, Cfr F. VIOLA, L’uomo como esploratore della verita (El hombre como exploradore de la verdad), en LÓsservatore Romano, 12-XII-98.
[102] FR1.
[103] Cfr FR26, donde se destacan las preguntas fundamentales de la existencia personal.
[104] Cfr FR 33: “La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda.  En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino”.
[105] FR66.
[106] Ibidem.
[107] El mismo De Lubac condenaba esta interpretación equivocada en su comentario a la encíclica Dei Verbum: cfr H. DE LUBAC, La rivelazione divina… (La revelación divina…), op. cit., 31
[108] FR96.
[109] Pero también con Aeterni Patris y Humani generis.
[110] Cfr FR65-66.
[111] Cfr J. MCDERMOTT, La teología dogmatica ha bisogno della filosofía (La teología dogmática necesita a la filosofía), en L’Osservatore Romano, 28-XI-98. No se puede mostrar aquí cómo el método de indagación sobre el fundamento sugerido por nosotros permite una comprensión más adecuada de los temas característicos de la llamada teología fundamental. P.SEQUERI ofrece una tentativa en ese sentido en Il Dio affidablile. SAggio di teología fondmentale (El Dios confiable. Ensayo de teología fundamental), Brescia, 1962, que desarrolla los temas ya clásicos de la búsqueda articulada de la Facultad de Teología de Milán.
[112] FR33.
[113] Cfr FR 1: “Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre”.
[114] Cfr FR22.
[115] FR 33.
[116] FR17.
[117] Cfr JUAN PABLO II, In occasione dell’apertura del nuevo Anno Accademico della Pontificia Universita Lateranense (Con ocasión de la inauguración del nuevo Año Académico de la Pontificia Universidad Lateranense), en Nuntium n. 1 (1997), 15.
[118] Cfr FH19.
[119] FR12.
[120] GS22.
[121]  FR12.
[122] FR29.
[123] GS14: “Con todo, el hombre no se equivoca al reconocerse superior a las cosas materiales y considerarse algo más que una simple partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad humana. En realidad, en su interioridad trasciende el universo: en esta interioridad profunda, cuando se vuelve hacia el corazón, regresa al lugar donde lo espera Dios, que escruta los corazones, donde bajo la mirada de Dios el hombre decide su destino…”. GS22: “En realidad, el misterio del hombre sólo encuentra verdadera luz en el misterio del Verbo encarnado…”.
[124] FR7: “En el origen de nuestro ser como creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un misterio oculto en los siglos  (…) Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer, y el conocimiento que el hombre tiene de …I culmina cualquier otro conocimiento verdadero sobre el sentido de la propia existencia”.
[125] Cfr A. SCOLA, Logica dell’incamazione come lógica sacramentale (Lógica de la encarnación como lógica sacramental), op. Cit. El vínculo cristología-antropología está desarrollando también en A. SCOLA , Questioni di Antropologia (Problemas de Antropología), op. Cit., 19-41. Cfr además: N. REALI, La ragione e la forma, II sacramento nella teología di Hans Urs von Balthasar (La razón y la forma. El sacramento en la teología de Hans Urs von Balthasar), manuscrito en publicación.
[126] Cfr FR34.
[127] FR107.
[128] Cfr FR90: “En efecto, verdad y libertad o bien van juntas o juntas perecen miserablemente” Cf además FR 5, 78,89,98.
[129] Cfr FR12. Balthasar  ha desarrollado esta temática en: H.U.VON BALTHASAR, Teodrammatica t. 3. Op. Cit., 1983, 25-53.
[130] Causa de no pocos errores llenos de consecuencias para la humanidad, sobre todo en la época moderna y contemporánea (reaparece aquí la imagen de Auschwitz O Gulag, pero también, en todos los demás niveles, la necesidad urgente de un diálogo interreligioso, constituyendo el diálogo ecuménico una condición metodológica imprescindible). Sobre el diálogo interreligioso, cfr: A.SCOLA, Questioni di Antropologia…(Problemas de Antropología…). Op. Cit., 155-173.
[131] Cfr FR94.
[132] Cfr FR13: “Por esto el acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elección fundamental, en la cual está implicada toda persona, inteligencia y voluntad desarrollan su máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno.  En la fe, pues, la libertad no sólo está presente, sino que es necesaria.  Más aún, la fe es la que permite a cada uno expresar mejor la propia libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no se realiza en las opciones contra Dios. En efecto, ¿cómo podría considerarse un uso auténtico de la libertad la negación a abrirse hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona al creer lleva a cabo el acto más significativo de la propia existencia; en él, en efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma”.

Tomando la palabra en San Juan de Letrán, la mente corre a una basílica, lugar de oración, sede de la comunidad y espacio de investigación, donde lo divino y lo humano, la fe y la razón se encuentran y reconocen: pueden y deben reconocerse.  En este acto, nunca dado por sentado, nunca a nuestras espaldas como hecho adquirido, la filosofía tiene algo que decir, tiene su genio que la impulsa, ese genio o demonio de Sócrates, que es llamado de la conciencia y también señal divina.  El primer movimiento de la filosofía no es arrodillarse ante la fe: va a su encuentro, la interroga y a veces la acoge, buscando en tal caso el entendimiento y la cooperación.  Fe y filosofía deberían ser dos amigas, pero cierto diferentes e incluso heterogéneas, pero que se estiman y reconocen.  Después de todo, tienen el mismo objetivo, aun cuando por distintos caminos: conocer la verdad y de ella obtener alegría y satisfacción.  El objetivo de la filosofía es conocer la realidad y el ser al final de este movimiento conocer a Dios.  Esta disciplina llega a percibir su existencia y conocer algo de Él, pero no puede alcanzarlo: lanza una mirada hacia lo que es al mismo tiempo lo Trascendente y el más allá, pero no puede llevarnos a este ámbito.  Es preciso que alguien venga de “más allá del mundo” a darnos la mano para que podamos hacer el viaje.

En mi intervención, que es la de un filósofo, enunciaré algunas consideraciones que emanan de una razón filosófica dispuesta a escuchar con amplitud.  Es abierta aquella filosofía que mediante un procedimiento racional y controlable reconoce su incapacidad de ofrecer una visión completa, consciente de sus propios límites e inclinada espontáneamente a completar con los elementos de la fe lo alcanzado por la razón.  Semejante actitud de apertura y diálogo no despoja de autonomía a la filosofía.  Ésta no es ancilla de nadie. Así como en el curso de los siglos se objetaron las expresiones que consideraban a la filosofía ancilla de la teología, hoy en día existe el temor de que la filosofía se haya convertido en ancilla scientiarum: cada vez con más frecuencia, las ciencias le asignan los temas de reflexión, el perímetro dentro del cual ha de moverse y el terreno de las cosas disputables.  La ciencia es sobre todo mucho más poderosa que la filosofía en lo concerniente a su capacidad de modificar la vida; pero sus teorías son más inciertas y cambiantes en comparación con ciertas adquisiciones cognoscitivas fundamentales de la filosofía.  En el fondo de mi discurso estará la enseñanza de la encíclica Fides et ratio, en la cual se encuentran expresiones profundamente positivas sobre la filosofía, como en la actualidad tal vez ningún individuo o ninguna institución del mundo pronunciarían.  Las condiciones de dificultad, abandono y con frecuencia de radical marginamiento de la filosofía en la cultura están a la vista de todos.  Pienso que en este sentido los filósofos, tanto creyentes como no creyentes, deberían estar agradecidos con Juan Pablo II y la Iglesia por el gran homenaje que han rendido a la filosofía.  La encíclica recuerda que el hombre es naturalmente filósofo y presenta la filosofía “como una de las tareas más nobles de la humanidad” (n.3).

Considerando la fe y la razón en el sentido más amplio de estos términos, aun cuando sea genérico, la relación entre ambas no es un tema de interés únicamente para la Iglesia Católica o el cristianismo.  Es un tema universal propio de todas las culturas y religiones, especialmente en Occidente, desde el momento en que la secularización se ha adueñado del alma, el pensamiento y la filosofía, que ya no están al servicio de Dios, sino de las cosas.  El espíritu de la secularización divide.  El caso límite y emblemático de la separación de la fe y la filosofía es la tentativa de proceder como si Dios no existiese (etsi Deus non daretur) a partir de una suposición muy común en nuestros días, en torno a la cual se configura al menos un ateísmo metodológico.  Si nos circunscribimos a Occidente, la apertura recíproca de la fe y la razón, en el sentido de una mutua cooperación entre ambas, ha sido y sigue siendo objeto de vigorosas críticas.  Los dos caminos que más se han seguido son el que dice “sólo la fe” y el que afirma “sólo la razón”.  Fideísmo y racionalismo representan sistemas mutuamente excluyentes y no de colaboración.  En el marco del racionalismo, sobresalen dos posiciones: por una parte, la idea bastante difundida en los siglos XVII y XVIII de que la razón -considerada fuerte y triunfante, y enorgullecida con los éxitos de la ciencia- estaría en condiciones de resolver los enigmas de la existencia; por otra parte, la posición actual, el acceso a una razón que provoca escepticismo, de carácter incierto, problemático y falible, que exalta la inquietud permanente y aun cuando reconoce sus propios límites, está cerrada a la fe.  Así, el camino que afirma “sólo la razón” acoge dos significados opuestos y un único “no”.

El tema en juego es la verdad (y su vínculo con la libertad)

Tanto adoptando el sistema de exclusión recíproca (aut-aut) como el de la coordinación (et-et), el tema en juego es uno solo: la verdad. ¿Qué es la verdad? ¿Cómo podemos conocerla? ¿Cuáles son sus fuentes? Ante estas preguntas, reconocemos sin dificultad el carácter originario de las mismas, a partir de las cuales comenzó la filosofía, sobre todo de orden especulativo.  Vinculada con ellas está la interrogante humana sobre el bien y la felicidad.  Al respecto, la encíclica viene a nuestro encuentro con un mensaje claro: su eje no es en primera instancia la felicidad ni en sentido estricto la fe y la razón, sino la verdad, en la cual se coordinan tanto el conocimiento recibido de la revelación como el conocimiento filosófico.  Como sabemos, son dos formas distintas de conocimiento, por muchos motivos, a partir del evento primordial por el cual en la fe lo esencial es entregado desde lo alto, mientras en la filosofía todo debe conquistarse fatigosamente.  En el solemne íncipit de la encíclica, leemos, confirmando el hecho de que el texto gira en torno al tema de la verdad: “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”.  Al parecer, un primer título de la encíclica, luego descartarlo, habría sido Veritatis cognoscendae studium: el deseo o pasión por conocer la verdad.

Al abordar estos temas, un filósofo que pretenda hablar con sensatez debe mirar dentro de sí mismo, hacia los demás y el mundo, buscando dondequiera ayuda para su tarea, consistente en alcanzar la verdad.  Dice una de las expresiones más vividas del libro eterno, que transmite una enseñanza de Jesús: “Conoceréis la verdad, y la verdad os librará” (Jn 8, 32).  Según los Evangelios, la libertad y la liberación son un fruto que madura bajo el sol de la verdad.  Por consiguiente, la verdad tiene un carácter anterior natural, necesario y espontáneo en relación con la libertad, ante lo cual gran parte de la cultura que impregna las sociedades occidentales tuerce los labios manifestando perplejidad.  Hay una tendencia a invertir la idea, afirmando: “Practicad la libertad, y la libertad os hará veraces”.  Así parece ser la fórmula central de un nuevo evangelio secularizado, agnóstico, a veces ateo, en el cual la libertad tiene primacía absoluta.  Aun cuando sólo sea en la vida civil, la afirmación sin límites de la libertad es fuente de numerosas actitudes que hacen ingobernable el Estado e imposible llegar a una sociedad justa.

La gran confianza atribuida a la libertad es un hecho espiritual que llama a la reflexión.  Precisamente en un momento en que se propaga la desconfianza en la verdad, llegándose no pocas veces a un nivel de escepticismo agudo y de una desperatio de veritate universal -el más inquietante de los huéspedes y la última vía de acceso del nihilismo que llama a la puerta -la libertad se eleva hasta las estrellas.  Su interrogante tal vez ha constituido el programa central del pensamiento moderno desde Descartes hasta Fichte y Schelling, desde Kant hasta Sartre.  Estos nombres son grandes e inspiran respeto.  En todo caso, es lícito agregar que indiscutiblemente todos los hombres buscan la libertad, sobre todo si con este término se entiende algo más complejo y rico que la mera libertad de elección, a la cual desde hace algún tiempo limitan ciertas direcciones filosóficas y políticas de dialéctica de la libertad, olvidando que ésta no puede abarcar únicamente la autodeterminación.  Sin embargo, el hombre igualmente desea conocer la verdad y no el error.  En el vínculo entre la verdad y la liberad, tiene primacía la primera.  Existe un carácter anterior de la verdad en relación con la libertad, la cual es radicalmente incapaz de constituir la verdad; puede reconocerla y “realizarla”, acogiéndola en su propia acción.  La nobleza del hombre se mide considerando la verdad alcanzada por el mismo, en relación con la semilla o huella del Logos que se encuentra en cada individuo y llamamos la luz natural de la mente.

Si visualizamos la fe y la razón como dos caminos hacia el conocimiento de la verdad, desaparece la competencia de base entre ambas, concebida en el régimen de la separación.  Competencia significa sustraer a una todo lo atribuido a la otra: si una adquiere, la otra no puede sino perder.  El racionalismo y luego el ateísmo han considerado de este modo el vínculo hombre-Dios: mientras más eleva el hombre a Dios, más se enajena y se priva de lo esencial.  El mismo esquema de pensamiento se encuentra en el problema del vínculo entre la libertad humana creada y la libertad divina increada.  todo lo otorgado a la primera es descartado en la otra por el racionalismo.  No se acepta la idea de que ambas libertades pueden cooperar en la producción del bien, la divina como causa primera y la humana como causa segunda, proviniendo así la buena acción en su totalidad de Dios como causa primera y en su totalidad del hombre como causa segunda.

Las experiencias de las cuales nace la filosofía

Si nos ubicamos en el área de la filosofía, es natural preguntarnos si la razón humana, limitada y falible, está en condiciones de alcanzar la verdad, al menos sus elementos más significativos, si no es toda la verdad.  Tal vez la filosofía pueda hacerlo si logramos tomar contacto con las experiencias originarias a partir de las cuales tuvo sus comienzos, si somos capaces de “repetirlas”.  Ahora bien, la filosofía desciende de dos grandes fenómenos: el sentido del asombro ante el ser y la vida y el sentido del temor, entendido no como miedo, sino como pausa y meditación sobre todo aquello que existiendo se desvanece, sobre la declinación de la vida y las cosas hacia la desaparición.

Del mismo modo que el asombro o la maravilla, la meditatio mortis hace surgir en nosotros el deseo de filosofar.  Así como en el libro de los Proverbios y en el de la Sabiduría leemos “Initium sapientiae timor Domini”, a menos una parte de la filosofía podría decir “Initium philosophiae meditatio mortis”.

El filosofar entra en una zona de peligro cuando el hombre deja de sorprenderse ante el ser con un asombro que ponga en movimiento un estrato profundo en su interior; o cuando no siente el desafío de lo absurdo, que se alejan de la certeza de la muerte, apartando cuanto puede de su vista y de la ciudad el espectáculo de la muerte.  Considerada con los esquemas de la ciencia, la muerte se entiende únicamente como un evento puramente biológico, que no plantea ulteriores interrogantes.  Esos dos grandes aspectos del filosofar no eran desconocidos para los antiguos: la mente se activa en Aristóteles y Platón, que en el Fedon entiende la filosofía como meditatio / praeparatio mortis. Cuando es escaso el asombro ante el ser y la vida -que en todas partes sobreabundan y se dan-, cuando no está presente la meditatio mortis, hay fundados motivos para sospechar que la razón humana se ha vuelto anémica y perezosa.  La razón débil de la cual tanto se habla parece una razón cansada, incapaz de explorar nuevamente las experiencias cardinales de la existencia del vivir y el morir. La gran provocación que nace de la fe puede otorgarle nuevo vigor y un horizonte pleno.  Una de las frases fundamentales de la encíclica, tal vez la más fecunda y característica, dice: “La Revelación introduce en nuestra historia una verdad universal y única, que incita a la mente a no detenerse jamás” (n.14).

Hablando de la razón, desearía no dar lugar a equívocos y hacer pensar que la razón es puramente aquella de orden lógico, conceptual, argumentativo y demostrativo.  Evidentemente, ésta ocupa un lugar inmenso e irremplazable, puesto que el conocimiento que busca la filosofía es un conocimiento de modo perfecto, que alcanza la verdad y la conoce en forma estable, a prueba de golpes y sorpresas.  Con todo, la razón y la filosofía sólo constituyen una parte de la compleja vida del espíritu, equivalente a una habitación entre muchos pabellones.  Si aludimos a la totalidad de la vida intencional del espíritu, junto a la filosofía encontraremos como hermanas el arte, la poesía, la música y la literatura.  A menudo, en estas grandes producciones nos sorprende en las formas más inesperadas una adivinación de lo espiritual en lo sensible, que trasluce en lo bello.  Quizás no es absolutamente verdadero lo dicho por Dostoievski, según el cual la belleza salvará al mundo.  En todo caso, la filosofía sabe que uno de los nombres más elevados de Dios, tal vez el más secreto y rodeado de misterio, es “Bello”.  El Simposio platónico puede leerse como un itinerario de ascenso hacia la contemplación de lo bello.  Dios es supremamente bello.  En la meditación metafísica, reconocemos lo bello como el fulgor o el resplandor de todos los trascendentales juntos.  Si no queremos limitarnos al ámbito importante, pero parcial, del saber estable y no desmentible, debemos reconocer que razón y fe pueden comunicarse en el tema de la belleza.  La filosofía tiende a lo bello, que es el rostro más elevado y oculto del ser, y la fe tiende a Dios, suprema belleza.

En la relación entre fe y razón, la belleza entra a hurtadillas y nos sorprende: huésped no esperado, pero grato, que por un lado transmite un Nombre de Dios y por otro, con su fragilidad, la fragilidad de las cosas bellas, nos recuerda el más allá y la muerte, que el racionalismo actual quisiera alejar de la mirada de la mente.

Para que la razón no huya ante estos aspectos, es preciso no pensar en lo divino únicamente con un modelo utilitarista, científico, instrumental y agnóstico.

El modelo de razón y el edificio de la sabiduría

Precisamente a este respecto la encíclica de Juan Pablo II entrega uno de los aportes más notables, que hasta ahora ha permanecido un poco en el fondo de los diversos comentarios.  En realidad, una de las principales preguntas que deberían plantearse en cuanto a la relación entre fe y razón es: ¿qué modelo de razón? Fides et ratio amplía considerablemente el modelo habitual de la razón occidental, a menudo recalcado en los hábitos de la ciencia y el racionalismo incluso en la actualidad, a pesar de que este último tiene bastante menos confianza en sí mismo y el conocimiento científico pareciera estar sobre palafitos, es decir, en una situación precaria.  La encíclica amplía el marco con una riqueza de referencias al pensamiento griego, al mundo bíblico y hebraico (son notables las alusiones a los libros sapienciales), e incluso con alusiones al Oriente.  Esto sugiere que el modelo de razón predominante hoy día en la cultura occidental se encuentra algo debilitado: el impulso hacia la existencia parece en declinación, si bien nuestro conocimiento actual es en último análisis un conocimiento del ser.  Reconozco como un hecho plausible que la actual crisis de la verdad y en suma la desperatio de veritate son producto de un modelo anémico, formal y débil de razón.  Cuando este tipo de razón se vuelve hacia el cristianismo, difícilmente ve en el mismo algo más que una ética.  Así se dan la mano dos formas de no prestar atención: ante el esplendor del ser y ante el evento cristiano, reducido a enseñanza moral, como deseaba Kant.  Su principal obra de filosofía de la religión, La religión dentro de los límites de la mera razón, es una tentativa explícita de echar el vino nuevo del cristianismo en los odres algo agrietados de la mera moral.  Es una tentativa de circunscribir al cristianismo en un recinto donde la Encarnación, la Cruz y la Resurrección se amansan y digieren dentro del orden del sistema.  La superación del racionalismo, el irracionalismo y el fideísmo sólo puede tener lugar en el ámbito de la búsqueda humana de sentido y sabiduría.  La sabiduría es un conocer gustoso, luminoso y sintético.  Para vivir, necesitamos tanto del agua como del aire.  En la cultura contemporánea, el elemento de la sabiduría se encuentra en condición bastante precaria.  El tema sapiencial parece así haberse perdido en la cultura, en la filosofía y tal vez en la teología, y con él también ha desaparecido el tema de la sabiduría cristiana, como un edificio que en su unidad diferenciada introduce en orden ascendente la sabiduría filosófica, la teología y la de los santos o del Espíritu Santo.  Sería importante, pero está fuera del alcance de mi intervención, recorrer las etapas fundamentales en la cuales -bajo el lema de una creciente separación de la fe y la razón en el pensamiento moderno- tuvo lugar la crisis del edificio intelectual de la sabiduría cristiana, dentro de la cual también la filosofía (y en ella especialmente la metafísica) tiene valor de sabiduría: humilde, pero necesaria.  Permitidme agregar, sin poder documentarlo aquí, que ésta se construyó como saber desplegado y solar, en un largo camino desde los griegos hasta nosotros, en el cual los autores cristianos marcan una profundización fundamental.  Su filosofía podría llamarse filosofía del ser dado el esfuerzo siempre renovado por conocer la existencia e ir a la raíz de las cosas.

Sin este anclaje cognoscitivo, la luz natural de la mente no encuentra otro de igual fuerza y termina dudando de sí misma y fragmentándose.  La proliferación de saberes tendencialmente anárquicos propia de la fragmentación es la tentación específica de la cultura contemporánea, con un quiebre inevitable de la visión global.  Este proceso se remonta en el tiempo y no se requiere mucha imaginación para darse cuenta del gran esfuerzo que será necesario para corregirlo.  Hegel ya observaba que el remedio para el iluminismo es tarea “regional”.  Hemos perdido la gran ventaja de la unidad intelectual de una civilización.  Su recuperación no puede darse recorriendo los dos caminos opuestos de "sólo la fe" o "sólo la razón".

Con esta serie de desarticulaciones, a las cuales se agregan otras, que han intervenido en la teología reciente, ha disminuido en la filosofía y en la vida creyente la importancia de “dar razón” (logon didonai), en el primer caso por el debilitamiento de las percepciones primarias y en el segundo en homenaje a una primacía atribuida al testimonio y a la experiencia.  Por consiguiente, el cristianismo ha llegado a entenderse puramente como experiencia y no como saber y sabiduría.  En esta restricción de horizontes, existe, con distintos grados de conciencia, una idea bastante limitada del saber, entendido únicamente como competencia técnica y funcional, como destreza útil, que a menudo en la escuela y la cultura parece haber llegado a ser el único paradigma del concepto del saber, en detrimento del aspecto sapiencial, ahora de carácter basilar.

¿La filosofía (postmoderna) como praeparatio evangelica?

Jesús y Pilatos; Sócrates y Abraham

Frente el tema del saber, nos acosa una interrogante de gran importancia, pero que hoy podría parecer extraña y disonante: ¿podemos en general concebir la filosofía como preparación evangélica (praeparatio evangelica), es decir, como un área del conocimiento que predispone a escuchar en forma abierta, positiva y sin prejuicios el anuncio cristiano? ¿Y podemos considerar en particular a la filosofía postmoderna en este horizonte? La formulación misma de la pregunta produce asombro.  Se objeta: ¿no provienen del pensamiento moderno y contemporáneo, que ha influido tanto en el postmoderno, las refutaciones más radicales al cristianismo, a Dios y a Cristo? ¿Y no ha pretendido ese pensamiento presentarse en muchas de sus expresiones como ateo y antiteísta? ¿Y no está en camino dicho pensamiento hoy día hacia el nihilismo o al menos a bordearlo?  Muchos indicios llevarían a dar una respuesta afirmativa a estas preguntas.  Por otra parte, el filósofo no prepara recetas para el futuro: le basta soportar la fatiga del concepto.  Será ya un buen paso determinar qué se entiende por praeparatio evangelica.  Al recurrir a este término, se emplea un concepto antiguo, al cual recurrió Clemente Alejandrino, concibiendo a la filosofía griega como camino de preparación para recibir el Evangelio.  Algo parecido se encuentra en Agustín en relación con la filosofía platónica (cfr. De civitate Dei).  Para Clemente, el “Testamento” para uso de los Gentiles fue la filosofía, que justificaba a los griegos, los cuales según el autor percibían las dos verdades fundamentales sobre el Dios creador y remunerador.  No está demás agregar que a esta tesis se oponía en esa época la de los gnósticos y los marcionistas, que entendían la filosofía como sabiduría demoníaca entregada a los hombres por los ángeles caídos: la filosofía o el conocimiento como fruto de la serpiente.

La idea de Clemente puede ser válida en nuestros días siempre que sepamos identificar la forma más apremiante de preparación evangélica que la filosofía puede ofrecer.  Si me interrogo al respecto, vislumbro que dicha preparación debería incluir en primer lugar la reconquista del sentido de la verdad y de Dios.  Buscar la verdad con la filosofía es buscar a Dios.

Con todo, para que la filosofía pueda nuevamente llevar a cabo la tarea de preparar el camino a la Revelación, debería superar y disolver al nihilismo, sobre todo aquel de carácter teórico y especulativo, del cual proviene en la actualidad el mayor riesgo para la integridad del hombre y su intelecto.  Es notable el hecho de que con el nihilismo, además de perderse la idea del valor de la filosofía como praeparatio evangelica, también ha entrado en la zona oscura otra función “tradicional” de la filosofía: la idea del valor del filosofar como cuidado y medicina del alma.  Absortas en el enfrentamiento secular con las culturas modernas de la acción, sobre todo el marxismo, la teología y la filosofía cristianas han dirigido en menor media su mirada crítica hacia el nihilismo, acusando cierto retraso en este aspecto.

Debemos ahora preguntarnos si la filosofía puede servir como praeparatio evangelica y de qué manera.  Pareciera ser una pretensión desenfrenada, aun cuando la concibamos únicamente en relación con el sentido de la verdad y no con la justificación y la salvación.  Tal vez estemos más convencidos que Clemente de que la filosofía no salva ni justicia y sólo puede preparar.  Para comprender en alguna medida el vínculo entre la fe y la filosofía y la mutua colaboración posible entre ambas, citaremos cuatro figuras en forma emblemática ante la mirada de la mente -Sócrates, Jesús, Pilatos y Abraham- y las observaremos en su acción.

Siempre se reconoció a Sócrates como el representante y en cierto modo el padre de la filosofía, digno del amor que el joven Platón tuvo por él durante toda su vida, recordando con nostalgia el asombro que un día experimentó al conocerlo.  El mismo Nietzsche, a pesar de ser tan contrario al gran ojo ciclópeo de Sócrates, al cual atribuía la disolución de la tragedia griega y el nacimiento con la filosofía de un desconsiderado optimismo teórico, reconoce su importancia excepcional (cfr. El origen de la tragedia).  En Jesús reside la Palabra eterna encarnada, o en todo caso una personalidad excepcional, un gran maestro de moral, como reconocía Kant.  Si observamos atentamente a estos dos personajes, similares en no pocos aspectos, algo nos impresiona y nos llama a meditar.  Sócrates interroga y Cristo es interrogado.  El ateniense recorre la plaza pública, el ágora, haciendo preguntas y fastidiando no pocas veces a sus interlocutores, ante los cuales aparecía como un moscardón inoportuno.  Él pregunta qué es la justicia, qué es el bien, qué es la felicidad.  De estas preguntas y las anteriormente planteadas por los filósofos jónicos, nació la filosofía.  Sócrates interroga.  Jesús, en cambio, es interrogado en las calles de Galilea y Judea: es interrogado por los escribas y fariseos, por el joven rico, por el pueblo, por su madre, Pilatos, el sumo sacerdote, los apóstoles, los discípulos, etc.  Es interrogado porque respondiendo da testimonio de la verdad.

Sócrates no es la verdad y por eso interroga, pregunta para saber e incluso para corregir en el diálogo crítico las opiniones infundadas.  En Cristo, los interlocutores advierten algo grande y misterioso, tal vez la verdad misma, y por eso es interrogado.  Quien interroga no sabe, pero busca.  Quien es interrogado sabe y es interrogado sobre todo cuanto sabe.  Eso establece una diferencia entre ambos personajes, que es la diferencia entre la filosofía y lo divino.  La filosofía busca a Dios, pero no es divina, nunca sabe, sino procura saber; se despliega enteramente y se fatiga en el esfuerzo de la búsqueda; rara vez alcanza un estado de quietud.  Se desprende otra diferencia del carácter distinto de la interrogación: Sócrates hace preguntas con el fin de llegar a la verdad sobre los aspectos esenciales de la ética.  Cristo es interrogado en último término en cuanto a su propio ser. “¿Quién eres?” se le pregunta.  Con eso le están preguntando al mismo tiempo qué es la verdad.  La pregunta sobre la identidad de Jesús y la pregunta sobre la verdad se enlazan y se funden.  Durante el proceso de Jesús, la última pregunta de Pilatos fue precisamente “qué es la verdad” (quid est veritas?), pero él no esperó la respuesta.  Tenía demasiada prisa, prisa por cerrar de alguna manera el caso, por no producir demasiado descontento entre las partes que le interesaban, cuyo apoyo deseaba asegurar.  Tal vez es el prototipo de tantos personajes importantes, que siempre tienen pendiente algo urgente y jamás algo esencial qué hacer.  Pilatos está distraído y por eso no espera la respuesta y se vuelve hacia la multitud preguntando: ¿Qué queréis que haga con él? Él pregunta, pero no en lo tocante a la verdad.  La verdad no responde a quienes tienen prisa.  Si hay una enseñanza que desprender del diálogo entre Jesús y Pilatos, es la invitación a la quietud y la calma: reiterar la pregunta y esperar con paciencia y perseverancia la respuesta.  Sócrates, por su parte, pregunta sin cansancio y sin fingir.  No tiene prisa.  Tal vez es un contemplativo.  De hecho lo es, como lo demuestra el episodio de Potidea durante una campaña militar, cuando permaneció absorto sin interrupción, en estado de meditación, durante todo un día y toda una noche, maravillando a sus compañeros y a los soldados (cfr. Simposio, 220 c ss).

¿Qué debemos pensar de Jesús, Sócrates y Pilatos? Jesús, interrogado sobre su divinidad, está más allá de la filosofía y la fe.  Sócrates aparece ante nosotros como el representante de la filosofía.  Pilatos se presta para muchas interpretaciones, todas válidas: es la autoridad que no cumple su tarea; es el curioso que hace preguntas y se distrae; tal vez es también el intelectual múltiple que siempre tiene demasiadas cosas que hacer.  Aun cuando hemos encontrado el representante de la filosofía, todavía no ha venido a nuestro encuentro el representante de la fe, que no puede ser Pilatos ni el Verbo Encarnado.  Sin citar a Abraham, no puede comenzar el diálogo entre la filosofía y la fe.  Abraham es el padre de todos los creyentes.  Él creyó contra toda esperanza (spes contra spem). “Abraham creyó y por eso es joven, puesto que el hombre que siempre espera lo mejor envejece al decepcionarse de la vida y quien siempre está dispuesto a lo peor envejece prematuramente; pero quien cree conserva una eterna juventud”, escribió Kierkegaard en Temor y temblor.

Nuestra “puesta en escena” podría terminar en este punto, es decir, con la determinación del representante de la filosofía y el caballero de la fe.  Con todo, en honor a la lealtad y a la adhesión a los hechos, no queremos contentarnos con este resultado, si bien es significativo, preguntándonos ahora si en Sócrates, padre de la filosofía, y Abraham, padre de los creyentes, no hay actitudes análogas fundamentales que al acercar a ambas figuras también produzcan un acercamiento entre la filosofía y la fe.

En el comportamiento de Sócrates y Abraham, nos sorprende una cosa notable, que permite establecer una secreta afinidad entre ambos personajes, y es la obediencia a unan voz que a ellos se dirige, que al escucharla da origen a consecuencias sumamente diversas.  Dispuesto a obedecer la voz de la conciencia y no desobedecer las leyes de la polis, Sócrates permanece en la prisión de Atenas, bebiendo la cicuta y enfrentando la muerte.  Para obedecer a la voz de Dios, Abraham sale de su tierra natal y se va.  Uno permaneces y otro se va: uno se queda en la cárcel y el otro sale de su país.  Uno va al encuentro de la muerte y el otro hacia lo desconocido.

Ambos dejaron atrás una cosa y se llevaron consigo una cosa: Sócrates dejó atrás el deseo de seguir viviendo y se llevó consigo la esperanza de la inmortalidad; Abraham, dispuesto a sacrificar a Isaac, dejó atrás las pautas terrenales del sentido común y adoptó para sí la fe: fe pura y absoluta, puesto que a Sócrates no se le solicita nada parecido a un sacrificio de Isaac.  Sin embargo, ambos tienen en común el haber escuchado una voz interna y haber obedecido.  Es la voz que llama a todos los hombres y habla en ellos.  Ni Sócrates ni Abraham criticaron ni rechazaron el llamado dirigido a ellos: en la sumisión, procuraron comprender, lejos del orgullo de un pensamiento centrado en sí mismo, que aleja todo cuanto no corresponde con sus medidas.

En actos culminantes de su existencia, el representante de la filosofía y el caballero de la fe consideraron imposible sustraerse a la obediencia a una voz.  Escucharon y obedecieron.  También la filosofía postmoderna, a pesar de sus recodos escépticos y sus tentaciones formalistas, podrá ser válida como praeparatio evangelica si encuentra nuevamente un contacto con el testimonio de Sócrates y comienza a escuchar su lección, sin cerrar los ojos a la lección de Abraham.

 

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