Salvar a la familia es la operación estratégica fundamental para librar a la sociedad de la grave descomposición a la que se encamina.Es preciso recuperar, junto a ella, el valor del hombre y la presencia de Dios.  La familia hoy es víctima de la “nueva cultura” en la cual existe un predominio absoluto de la tecnología y cuyas características son: el rechazo a la búsqueda de la verdad en favor de la novedad; la creación en vez de la creatividad, la síntesis de la experiencia más que la racionalidad.

Saving the family is a fundamental deed in order to save society from the grievous decomposition to which it goes.  It is necessary to recuperate, with it, the value of man and the presence of God.  Today the family is the victim of the “new culture” in which there is an absolute preponderance of technology and whose characteristics are: rejection of the search for truth in favour of novelty: creation instead of creativity, synthesis of experience rather than rationality.

¡”Familia”!  La palabra sagrada durante siglos, rica de un significado misterio pero cautivador, expresión de un profundo y estrecho vínculo de amor capaz de manifestarse en el don de la vida y en la educación auténticamente humana de los hijos, parece perder, hoy, su grandeza, al verse desvalorizada.  Lo subrayaba con angustia el Papa Juan Pablo II el 27 de agosto de 1999 a los participantes en la Semana Internacional de Estudio promovida por el Pontificio Instituto para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia: “con respecto a hace dieciocho años, cuando comenzó nuestro camino académico, el desafío planteado por la mentalidad secularista a la verdad sobre la persona, el matrimonio y la familia se ha vuelto, en cierto sentido, aún más radical.  Ya no se trata solamente de una puesta en tela de juicio de algunas normas morales de ética sexual y familiar.  A la imagen de hombre y mujer, propia de la razón natural, y particularmente del cristianismo, se opone una antropología alternativa que rechaza el dato, inscrito en la corporeidad, según el cual la diferencia sexual posee un carácter identificante para la persona.  Como resultado de ello, entra en crisis el concepto de familia fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, como célula natural y fundamental de la sociedad.  La paternidad y la maternidad son concebidas sólo como un proyecto privado, realizable incluso mediante la aplicación de técnicas biomédicas que pueden prescindir del ejercicio de la sexualidad conyugal.  De ese modo, se postula una inaceptable “división entre libertad y naturaleza”, que, por el contrario, “están armónicamente relacionadas entre sí e íntima y mutuamente aliadas” (Veritatis splendor, 50)”[1].

La “tercera cultura”

Era de esperarse la pérdida de este inmenso valor, en una sociedad deslumbrada por las conquistas científicas y tecnológicas que han ido aumentando de modo exponencial en los últimos treinta años.  Conquistas que han favorecido, sin lugar a dudas, y seguirán favoreciendo, la superación de muchas difíciles condiciones humanas; pero que, habiendo hecho surgir en los científicos y en los tecnólogos un “sentido de omnipotencia”, y en la sociedad una tendencia incontenible a la “calidad de la vida”, han contribuido a opacar -hasta borrarlos- el sentido del “hombre” y el sentido de “Dios”.La familia de hoy es víctima de la “nueva cultura” que ha invadido y está desmoronando, en lo más profundo y fundamental, cada una de las capas sociales.  Cultura a la que hemos llegado casi sin darnos cuenta, y en la que nos hemos sumergido.  Cultura -así comienza J. Brockman en un libro reciente- “dominada por científicos y otros pensadores del mundo empírico que, a través de su trabajo y sus escritos, están reemplazando a los intelectuales tradicionales para dar visibilidad a los significados más profundos de nuestra vida, volviendo a definir quiénes y qué somos[2]. Cultura en la que tiene un predominio absoluto la tecnología, cuyas características esenciales, según un agudo análisis de K. Kelly[3], son las siguientes: el rechazo a la búsqueda de la “verdad” para buscar la “novedad”; la “creación” en vez de la “creatividad”; la “síntesis de la experiencia” más que la “racionalidad”. Cultura, “cuya fuerza consiste, precisamente, en ser capaces de tolerar el desacuerdo acerca de cuáles ideas son las que se deben tomar en serio”[4], y que ha creado rápidamente una impresionante y preocupante situación, definida por L. Pati como “obnubilación axiológica”, que “influye fuertemente en la organización jerárquica de los valores que presiden la vida familiar y conyugal”[5].

El rostro de esta “tercera cultura” aparece en toda su esencia real si se examinan los principios generales o axiomas que representan la base de su acción.  Son cuatro los principios que apenas se mencionarán, pero su crudeza y generalidades están confirmadas en una literatura muy amplia.

1.- No existe nada fuera del Universo. La afirmación de Brockman es clara.  En la tercera cultura -dice él- “se afrontan preguntas fundamentales: ¿De dónde procede el universo? ¿De dónde ha llegado la vida? ¿De dónde ha venido nuestra mente?”.  Sus respuestas “implican el postulado indiscutible según el cual los sistemas más complejos -el organismo, el cerebro, la bioesfera y el universo mismo- no han sido construidos según un designio, sino que todo ha ido evolucionando”[6].  E. Severino insiste: “La filosofía está demostrando, desde hace dos siglos, que no puede existir ninguna realidad eterna: por este motivo todo puede ser dominado por la técnica”[7].  C. Piancastelli urge: “en el mundo, en realidad, no hay ninguna huella de Dios […] el punto crítico sigue siendo el de la inexistencia de Dios en el espacio de una racionalidad del discurso del que ya no podemos prescindir”[8].

2.- En la escala animal no hay saltos de calidad. “La hipótesis asombrosa -afirmaba el Premio Nobel F. Crick- es que “tú”, tus alegrías, tus dolores, tus recuerdos, tus ambiciones, tu sentido de la identidad personal y libre voluntad, en realidad no son sino el comportamiento de una gran cantidad de células nerviosas y de moléculas asociadas a ellas”[9].  El hombre no es nada más que cualquier otro animal.

3.- La ética no tiene principios inmutables.  Según E. Mayr, se ha ido desarrollando gradualmente, favorecida por el desarrollo cerebral, y sus normas “deben ser, por tanto, suficientemente flexibles y versátiles para adaptarse a las condiciones que han cambiado”[10].  He aquí la postura decidida, adoptada por el presidente del 2° Workshop internacional sobre los aspectos éticos del “proyecto genoma humano”, al inaugurar los trabajos: “recordemos que la ética no es una disciplina objetiva […] Representa y refleja las costumbres aceptadas por la sociedad.  Así, pues, el desarrollo casi exponencial de la ciencia y de su impacto en la sociedad modifica y, sin lugar a dudas, seguirá modificando los conceptos éticos”[11].

4.- Ciencia y tecnología son neutras.  Nadie puede entrometerse en la actividad del científico, ni en la del tecnólogo.  A ellos les pertenece, por principio, la total libertad de elección y de decisión. Muy explícitamente, J. Ziman, profesor emérito de física teórica en la Universidad de Bristol y presidente del Council for Science and Society, en un análisis riguroso sobre la ciencia y la tecnología, hoy, observaba: “Aún en la actualidad, muchos científicos refinados sienten instintivamente la intrusión de este elemento perturbador [la ética] en su ordenado y consagrado estilo de vida”; y “la ciencia industrial no posee el término “ético” en su algoritmo social”.  Y continuaba: “La ciencia, en su totalidad, ha sido separada de la ética por dos motivos distintos.  Por un lado, los científicos académicos se consideran indiferentes a las consecuencias potenciales de su propio trabajo.  Por el otro, los científicos industriales realizan un trabajo cuyas consecuencias se estiman demasiado serias para dejarlas en sus manos”[12].

En fin de cuentas, se trata se un sistema que excluye toda relación con otras formas de pensamiento que investigan más allá y por fuera de lo “cuantificable”, en busca de la “verdad”, sobre todo de la verdad sobre el “hombre”.  Es decir, se trata de un sistema operativo incapaz de recibir y transportar mensajes de otros sistemas con función superior capaces de dirigir, controlar y reglamentar su actividad; y depauperado, además, de los estímulos catalizadores.  En otras palabras, es un sistema cerrado, destinado tendencialmente -como todo otro sistema cerrado- a la patología, hasta llegar a la autodestrucción.  Para aclarar lo anterior, es útil la analogía con el destino de una célula, pequeño pero complejo sistema; también ella, cuando se alteran o se le priva de sus receptores que la comunican con el sistema más amplio al que pertenece -tejido, órgano y organismo- o se despoja de las proteínas indicadoras o catalizadoras cuya función es, respectivamente, la de transporte de señales o la de actividad estimuladora, es una célula que pronto se enfermará y está destinada a la descomposición.

Lo más grave es que este sistema axiomático operativo se ha impuesto, y está penetrando siempre más profundamente en la sociedad, hasta transformarse en su estructura ideológica fundamental.  Tanto para la sociedad, como para la ciencia y la tecnología, la ética, que permite distinguir el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo lícito y lo ilícito, y de comprender el verdadero valor del bien, de lo justo y de lo lícito, ya no tiene razón de ser.  La consecuencia está expresada claramente en un reciente ensayo: “Nessun Dio ci puó salvare” (ningún Dios puede salvarnos), de U. Galimberti: “La religión -afirma él- morirá.  No es un auspicio, ni mucho menos una profecía.  Es ya un hecho, que espera su cumplimiento […], porque el orden del mundo que en otros tiempos seguía el ritmo de sus mandamientos [de Dios], ahora está reglamentado por las leyes férreas de la técnica que ya no se remiten a Dios, porque no sólo han perdido el nombre de Dios, sino también el sentido, el origen, la huella […] ahora el hombre sucumbe bajo la hegemonía de la técnica, que no reconoce como propio límite la naturaleza, ni a Dios, ni al hombre, sino sólo el resultado obtenido, que puede ser transformado hasta lo infinito, sin otro objeto que el de la autopotenciación de la técnica como fin de sí misma”[13].

He aquí la atmósfera cultural predominante en la Europa postmoderna y, en general, en el “primer mundo”: triunfo de la tecnología, aniquilamiento del pensamiento que busca la verdad.  El fundamento de la ética se ha derrumbado.  Sin lugar a dudas, la ciencia postmoderna que tiende cada vez más hacia la “novedad”, y la tecnología avanzada, siempre más refinada y poderosa, son la expresión de las grandes capacidades de la mente humana de investigar en la naturaleza, revelar sus misterios, arrancarle sus secretos y dominarla.  Todo esto forma parte de los derechos y de la gloria del hombre.  Pero la ciencia y la tecnología, encerradas en sí mismas, en su modo de pensar mecanicista y narcisista, aunque siguen agigantándose y encontrando y preparando nuevos caminos para un mejor bienestar -desafortunadamente sólo para una parte privilegiada de la humanidad, hasta el momento[14] -están creando en la sociedad espacios de una gran inestabilidad, a la que siguen, inexorablemente, abandonos peligrosos, hasta la aniquilación no sólo de las estructuras más débiles, sino de los mismos cimientos, los únicos que pueden dar estabilidad a todo el sistema social: los valores.

La alteración de la familia

La familia no podía dejar de experimentar la presión de esta cultura y por causa de esta cultura, la familia está atravesando, bajo distintas formas, un serio y amplio proceso patológico que podría llegar hasta su des-estructuración total.  Esto resulta, con una evidencia preocupante, de serias investigaciones sociológicas[15].

El primer paso de este proceso fue, y sigue siendo, la alteración de la actividad que era considerada esencial en la familia: la procreación, acontecimiento con un significado insondable por los miles de efectos que lleva consigo para la pareja, para el concebido, para la familia y para la sociedad, se ha transformado -citando las expresiones del conocido sociólogo P. Donati- en un “bien de consumo relativo a otros bienes de consumo”; se ha degradado hasta llegar a ser una “mera construcción de individuos”, un “acontecimiento con riesgos que se han de evitar y, por tanto, debe ser ultracontrolado”, porque el hijo, “objeto que hay que poseer, tiene que corresponder a los criterios de mercado o del propio agrado” y, por consiguiente, es sometido a selección.  De aquí la modernización de los comportamientos procreativos para tener el hijo cuando y como se quiere.  El primero ha sido, y sigue siendo, el aborto voluntario, la mayor afrenta contra el hijo no deseado o rechazado; afrenta contra el hijo no deseado o rechazado; afrenta que, considerada en sí misma, así como la enorme proporción que ha alcanzado -sólo en Italia 136.715 en 2004, según datos del ministerio de salud-, constituye un verdadero acto de terrorismo contra el inocente, como quiera que se piense disimularlo y justificarlo.  El segundo es la reproducción técnicamente asistida[16], un procedimiento de mercado, hipócrita y éticamente censurable, mediante el cual se fabrican “hijos” a un precio muy caro, el 90 por ciento de los cuales destinados a la muerte, y los supervivientes podrán satisfacer sólo al 20 por ciento de las mujeres que lo han solicitado, incluso después de varios intentos.  El segundo paso, todavía más grave, de este proceso, es la desintegración.  La primera estructura de la célula-familia, alrededor de la cual se producen la desorientación, el abandono de los vínculos y la ruptura de los equilibrios es el hijo.  Lo expresa claramente y sin vacilaciones P. Donati: “de los estudios sobre la pareja italiana se desprende la tendencia -no poco significativa- a que el hijo no aparezca como algo importante para la pareja misma. […] el tema del hijo posible se hace latente. En esa latencia se puede observar que, en las nuevas generaciones, el hijo se estima como un elemento que transforma a la pareja en algo distinto. […] ayer, la pareja se consideraba como familia.  Hoy, la pareja y la familia se vuelven cosas substancialmente distintas.  Y el niño, que ayer era un “producto natural” de la pareja, se convierte en la expresión de algo que la pareja considera no poder dominar. […] en todo el debate sobre la procreación, incluso aquella artificial, no obstante la apariencia contraria, los “grandes ausentes” son, precisamente, los niños.  Las parejas pueden desear y hablar con inmenso cariño de los niños, pero lo hacen desde su propio punto de vista, no desde el punto de vista del niño”[17].  Lo demuestran los datos del ISTAT (instituto nacional de estadística italiano) en Italia: en 2002, 1,1 hijo por pareja de casados, respecto a los 2,4 de 1971.

La segunda estructura del sistema célula-familia, víctima de la desorientación y del abandono de los vínculos, bajo una tensión disolvente, es la pareja misma.  Se observa -nota nuevamente P. Donati- un “aflojamiento del vínculo familia- procreación”, la una puede existir sin la otra; una separación entre “identidad de pareja” e “identidad de padres”, con una tendencia siempre más fuerte hacia la pérdida de la segunda; la “desnaturalización” del concepto de “concepción”, vuelto asexual y pasado a manos de los técnicos; una “alteración de las relaciones de pareja”, de la que es síntoma la siempre más frecuente esterilidad, debida más a estilos de vida que a causas biológicas; y, en fin, “una separación entre el sistema pareja y el sub-sistema padres-hijos", acompañada de la desintegración de las relaciones interindividuales, hasta la despersonalización de los elementos constitutivos de la familia, padres e hijos.  Aún, más: “la separación de la misma pareja”; y, peor todavía, “la atribución de derechos de la familia a “uniones” que contradicen el significado, además del valor de la familia”.

Una de las consecuencias de esta grave patología de la familia es, obviamente, la crisis general de la sociedad.  Ha sucedido, y se sigue acentuando, lo que se produce en un organismo en el cual una subpoblación de células, alterada por la acción de un virus, como en el caso del sida, no logra realizar sus propias funciones: todo el organismo se resiente y tiende a una alteración total.  Situación descrita en términos que expresan el sufrimiento, en un reciente estudio de P. Keilholz sobre la familia americana.  “La familia existirá -escribe él- en el siglo XXI.  Pero cómo se presentará es otra cosa.  ¿de qué modo tenemos que considerar la actual situación de nuestra nación, y en ella la de la familia? ¿Nos hallamos en medio de un ‘tercer cambio’, un tiempo de ‘destrucción’, ‘una era deprimente de individualismo revitalizado y de instituciones debilitadas, en el que el antiguo orden cívico decae y se establece un nuevo régimen de valores?. ¿Se encuentran las familias, en Estados Unidos, en semejante estado de ‘ruina’? en biología, el proceso se denomina deterioro y descomposición”[18].

El llamamiento de Juan Pablo II

Ante esta situación de una sociedad que, en el llamado “primer mundo”, se está disolviendo a pesar de todas las apariencias de gran prosperidad, se levantó la voz autorizada del sumo pontífice Juan Pablo II, a quien había sido encomendada la guía del pueblo cristiano.  Pueblo esparcido en todo el mundo que, en gran parte, se ha dejado arrastrar por el torbellino creado por una mentalidad de autogestión de la propia vida según criterios de absoluta libertad moral, con miras a un supremo bienestar: criterios propuestos y difundidos intensamente a través de los medios de comunicación de masas.  El Papa dirigió a este pueblo sus palabras, especialmente fuertes, en 1995, a través de la encíclica Evangelium vitae[19].

La primera: “estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la “cultura de la muerte” y la “cultura de la vida”.  Estamos no sólo “ante”, sino necesariamente “en medio” de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida” (n. 28).  En estas expresiones se siente el dolor y la angustia por la actual situación.  La segunda: “ante las innumerables y graves amenazas contra la vida en el mundo contemporáneo, podríamos sentimos como abrumados por una sensación de impotencia insuperable: ¡el bien nunca podrá tener la fuerza suficiente para vencer el mal!” (n. 29).  E insiste: “es ciertamente enorme la desproporción que existe entre los medios, numerosos y potentes, con que cuentan quienes trabajan al servicio de la “cultura de la muerte” y los de que disponen los promotores de una “cultura de la vida y del amor”.  Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien nada es imposible” (n. 100).

La tercera: “es urgente una movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida.  Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la vida del hombre; nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y activa por todos los cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos” (n. 95).  Es un fuerte estímulo a la acción.

Salvar la familia

Es la operación estratégica fundamental para salvar a la sociedad de la inexorable y grave descomposición a la que se está encaminando rápidamente: volver a curar y revitalizar su célula principal, la familia, cuyo diagnóstico es preocupante, pero no parece todavía mortal.  Este es el compromiso de toda familia verdaderamente cristiana y de toda otra familia que, bajo la presión de la revolución tecnológica, se ve llevada -como decía el gran economista estadounidense J. Rifkin- “a considerar muy atentamente nuestros valores más profundos, y a plantearnos nuevamente la pregunta fundamental sobre el significado y el objeto de la existencia”[20].  En realidad, precisamente estos valores son los que se han ido ofuscando en una sociedad deslumbrada por las conquistas científicas y tecnológicas que seguirán aumentado y, al mismo tiempo, precipitada en la oscuridad de un pensamiento dominado por un nihilismo y un relativismo que abren el camino a un subjetivismo más exagerado aún, que se opone a cualquier reflexión sobre los valores.

Con tal objeto, es preciso recuperar tres valores: el valor “Hombre”, el valor “Familia”, y el valor “Dios”, de los cuales depende el equilibrio de todo el sistema.

El valor “Hombre”. En el sistema científico-tecnológico que hoy domina en la sociedad se ha eliminado -como ya hemos afirmado- el valor de esta constante fundamental, indispensable para una ciencia y una tecnología que respeten la sociedad.  Reconocer y definir nuevamente el verdadero valor de esta constante y, por tanto, la dignidad y los derechos del “hombre”, es la exigencia fundamental para volver a una ciencia, a una tecnología y a una sociedad “humanas”.  Juan Pablo II llamaba a este reconocimiento, al dirigirse, en 1994, a los participantes en la reunión plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias: “No hay que dejarse engañar por el mito del progreso, como si la posibilidad de realizar una investigación o de aplicar una técnica bastara para calificarlas inmediatamente como moralmente buenas.  La bondad moral de todo progreso se mide en relación con el bien auténtico que proporciona al hombre, considerado según su doble dimensión corporal y espiritual… dado que se trata del hombre, los problemas rebasan el marco de la ciencia, que no puede explicar la trascendencia de la persona ni dictar normas morales que nacen del lugar central y de la dignidad primordial que le corresponde en el universo” (nn. 5,6)[21].  Sin embargo, el valor de esta constante no puede ser calculado por la ciencia y la tecnología, ni estimado con sus metodologías.  Aunque la ciencia y la tecnología conserven, cada una, sus propias prerrogativas, los científicos y los tecnólogos, que hoy día tienen un gran poder en la orientación y en la realización del desarrollo social, no deben permanecer encerrados en el sistema axiomático reductivo que les es peculiar. Y ante todo, el resto de la sociedad debe abrirse a los estímulos de un “sistema sapiencial” que refleja un pensamiento que se ve interrogado críticamente desde lo más profundo de nosotros mismos y se desarrolla a través de la razón que busca la verdad[22].  Sólo esto podrá hacer volver a una correcta visión del “Hombre” y sugerir el correcto sentido de responsabilidad en toda relación con él.

El valor “Familia”.  Un gran valor que ha ido perdiendo cota, sin interrupción, en los últimos cincuenta años, hasta romperse y disolverse.  Algunos signos evidentes de esta crisis, tomados de datos estadísticos demográficos en Italia, son los siguientes: 1) el aumento siempre creciente de separaciones y divorcios, que han pasado de 50.813, en 1985, a 93.623, en 1998 – lo que corresponde al 33,8% de los 277.000 matrimonios contraídos en ese mismo año-, con un número total de 94.000 hijos implicados, de los cuales 58.000 son menores; y 2) la enorme disminución del promedio de hijos por cada mujer, sobre el total de las mujeres casadas, bajado en 2001 a 1,1.

Es enorme el trabajo de recuperación de este valor indispensable para una sociedad verdaderamente humana. Ésta, a merced, ahora, de un pluralismo ético alimentado por la diferencia de bagaje cultural -sobre el cual cada individuo o los distintos grupos sociales fundamentan los principios éticos del comportamiento de la persona humana- puede vivir únicamente en un estado de continua tensión.  Un elemento esencial para disminuir esta tensión en todo el organismo, es decir la sociedad, consiste en que cada una de sus células, es decir, cada familia, se reconozca, como lo observa Juan Pablo II en la Evangelium vitae, “por su propia naturaleza, como comunidad de vida y de amor, fundada sobre el matrimonio”, con la misión de “custodiar, revelar y comunicar el amor” (n. 92).  Meta quizás inalcanzable para toda la comunidad humana, pero que podría representar un importante signo y un gran estímulo para una recuperación general, si se lograra en toda comunidad cristiana[23].  Aún más, dirigiéndose en la misma Evangelium vitae de manera especial a las mujeres, que en este viraje cultural tienen “un campo de pensamiento y de acción singular”, les formula una “llamada apremiante: vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de acogida del otro que se realizan de modo específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier relación interpersonal” (n. 99).

Serán estas las familias que, como escribe Juan Pablo II en la carta apostólica Novo Millennio Ineunte, “en un momento histórico como el presente, en el que se está constatando una crisis generalizada y radical de esta institución fundamental” […] ofrecerán “un ejemplo convincente de la posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al proyecto de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana: tanto la de los cónyuges como, sobre todo, la de los más frágiles que son los hijos” (n. 47)[24].

El valor “Dios”.  Es el valor fundamental para la recuperación.  Un conocimiento de antropología cultural, aunque superficial, permite afirmar que el pensamiento de lo “Trascendente” -sea cual fuere su forma y naturaleza- ha estado siempre presente en la mente humana. Es una exigencia viva en todo hombre, también para quien lo niega y se hace dios a sí mismo.  Hay que reconocer, sin embargo, que la fuerza del bagaje cultural que llevó a la negación de Dios, no podía dejar de menoscabara esa intensa tendencia natural a lo trascendente y ofuscar su luz.  Lo reconocía y lo señalaba, con agudeza y preocupación, ya F. Nietzsche[25]: “el mayor acontecimiento, entre los más recientes –“Dios ha muerto y la fe en el Dios cristiano se ha vuelto inaceptable- comienza a lanzar las primeras sombras sobre Europa”.  Y M. Heidegger daba una correcta interpretación: “La expresión “Dios ha muerto” significa que el mundo ultrasensible carece de fuerza real, no proporciona vida alguna”.  Y además agregaba: el nihilismo “revela un curso tan profundamente subterráneo, que su desarrollo podrá determinar sólo catástrofes mundiales. […] mientras comprendamos la expresión “Dios ha muerto” sólo como la fórmula de la incredulidad, no hacemos sino pensar de modo teológico-apologético, renunciando a aquello hacia lo cual tendía el pensamiento de Nietzsche”.  En realidad, subraya G. D. Mucci, “se asume como símbolo del nihilismo y significa la pérdida del sentido de la trascendencia, la anulación de los valores relacionados con él, la irrelevancia de la realidad metafísica, o sea, de los ideales y valores supremos, la negación de que el mundo metasensible, concebido como ser en sí mismo, causa y fin, es y tiene que ser el que da significado a la vida terrera y a la vida del hombre”[26].  Es, pues, comprensible, como se comprueba en un estudio muy cuidadoso[27] procedente de un sondeo realizado con 350 estudiosos e investigadores en campos avanzados de la investigación en Italia -en tres sectores: física, genética e inteligencia artificial- que se declaren: el 47 por ciento ateo o agnóstico: el 16 por ciento en fase de búsqueda; el 18 por ciento, que cree en un ser superior sin poderlo definir bien, y sólo el 18 por ciento que cree en el Dios de la tradición cristiana.  De estos últimos, solo el 40 por ciento cree en el origen divino y humano de Jesucristo y el 26 por ciento en el origen divino de la iglesia.  Desde luego, no debe sorprender el “vacío moral” en el que se debate la sociedad del “primer mundo”.

Hacer brotar y florecer nuevamente en la sociedad estos tres valores: Hombre, Familia y Dios, es la exigencia más urgente para salvarla, en esta era de las biotecnologías dominada y trastornada por la sofocante y prepotente “tercera cultura”.


Notas

[1]  Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, edic. en lengua española, 3 de sept., 1999, n. 4
[2] J. Brockman, The Third Culture, Beyond the Scientific Revolution, Simon and Schuster, New York  1995, p. 17 (cursive nuestra).
[3]  K. Kelly, The Third Culture, Science 1998, 279, pp. 992-993 (cursive nuestra).
[4] J. Brockman, The Third Culture, cit., p. 19 (cursive nuestra).
[5] L. Pati, Pedagogía familiare e denatalitá. Per il ricupero educativo della societá fraterna. Editrice La Scuola, Brescia 1998, p. 10.
[6] J. Brockman, The Third Culture, cit., 20-21.
[7]   E. Severino, Quando la técnica e suprema, Corriere della Sera, 11 abril, 1999.
[8]  C. Piancastelli, Giande Allégre. Dio e l’impresa scientifica, Uomini e idee, 2000, 7, p. 148.
[9]  F. Crick, The astonishing hypothesis. The scientific search for the soul, Simon an Schuster, London, 1994.
[10] E. Mayr, Toward a New Philosophy of Biology, Observations of an Evolutionist, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts) 1988, p. 85.
[11] S. Grisolia, Introduction, en Fundación BBV documenta. Human Genóme Project: Ethics. Foundation BBV, Bilbao 1992, p. 14 (cursiva nuestra).
[12]   J. Ziman, Why must scientists become more ethically sensitive than they used to be?. Science 1998. 282, p. 1813.
[13]   U. Galimberti, Nessun Dio ci puó salvare, Micromega 2000, n. 2, pp. 187-198.
[14] D. Kennedy, Science and Development: What can First World Sciencie do, notfor the West butfor the Rest?, Science 2001. 294, p. 2053.  Es la primera  vez que, después del terrible 11 de septiembre 2001, en una gran revista científica se habla de una “inequitable global distribution of resources”, y de un gran proyecto que “seeks to align the scientific enterprises of the West with the needs  of the Rest”.
[15] A. Etzioni, Science and the future of the family, Science 1977, 196. P. 487; P. Donati, Trasformazioni Socio-culturali Della famiglia ecomportamenti relative alta procreazione, Medicina e Morale 1993, n. 43, pp. 117-163; G. Rossi Sciumé, Problemi sociología emergente nel mérito del dibattito sulla procreazione assitita, Ivi, pp. 175-181: Carnegie Council on Adolescent Development, Great Transitions: Preparing Adolescente for a New Century, Science 1995. 270, p. 895; N. Galli, Verso II tramonto della mora le pubblica (editoriale), Pedagogía e Vita 1999, n, 1. 9-11; R. Brunos. M. Postiglione (eds.), The family of the Future ante The Future of the Family, ITEST Faith/Science Press, St. Louis (MI) 1999; H. A. Vavallara, Variazioni storiche nei modelli di genitorialitá, Editrice La Scuola, Brescia 2005, pp. 11-33.
[16] A. Serra, Deontología medica e “procreazione medicalmente assistita”, La Civiltá Cattolica, 2004 II, pp. 425-438; R. M. L. Winston, K. Hardy, Are we ignoring potential dangers of in vitro fertilization and related treatments? Fertility, supplement to Nature Cell Biology and Nature Medicine, October 2002, pp. 51-528.
[17] P. Donati, cit., p, 132.
[18] P. Keilhoiz, Families in the 21st century: some speculation about families of the future, Proceedings of ITEST Workshop on: “The family of the Future, the Future of the family”, ITEST Press, St. Louis  (MI). 1999.
[19] Juan Pablo II, Evangelium vitae. Carta encíclica, Librería Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano, 1995.
[20] J. Rifkin, The Biotech Century, Penguin Putman, New York, 1998, trad. It., // Secolo Biotech, Baldini e Castoldi, Milano 1998, p. 370.
[21] Juan Pablo II, Discurso del S. Padre a los participantes en la Plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias, 28 de octubre, 1994 (cursiva nuestra), en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XVII-2, 1994.  Librería Editrice Vaticana, Citta del Vaticano, 1996, Traducción: L’Osservatore Romano, edic., en lengua española, 4 de nov., 1994. Nn. 5-6.
[22]  A. Bausola, Tra Ética e Política, Vita e Pensiero, Milano, 1998: en particular el c. XI: Ética e trasformazioni tecnologiche, pp. 197-215; G. Tanzella-Niti, Passione per la verita e Responsabilita del Sapere, Edizioni PIEMME, Cásale Monferrato 1998; G. Bresciani, L’Humanm nelle situazioni di confie e di bioética, Anthropotes 1999, 15/1, pp, 105-121; R. Lucas Lucas, Antropología e problema di bioética, Edizioni S. Paolo, Cinisello Balsamo (MI), 2001
[23] D. Tettamanzi, La familia di fronte alle sfide dett’attuale situazione socio-cultura le edecclesiale, en: Atti del XII Convegno Nazionale, Riscoprire la Famiglia alle Soglie del Nuovo Millennio, Consultori Familiari Oggi, 2000, n. 3, pp. 19-34; N. Galli, Occasionaliá/Progettualitá, Temporanietá/Continutá: II bisogno del valori nella vita conlugale e familiare, ib. Pp. 74-88.
[24] Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2001.
[25] G. D. Mucci, Le origini de nichilismo, La Civiltá Cattolica, 1999, u. pp. 31-44.  Las citas de Nietzsche y Heidegger aparecen en el texto.
[26]  Ibid., p. 38.
[27] A. Ardigó, F. Garelli, Valori, Scienza e Trascendenza, vol. I, Una ricerca empírica sulla dimensione ética e religiosa fra gli scienziati italiani, Edizioni Fondazione Giovanni Agnelli, Tormo 1989, pp. 192-193. 

La presente reflexión en torno a la encíclica Evangelium vitae se ocupa de la doctrina social inscrita en ella.  En particular se concentra en la cuestión del aborto, punto especialmente ilustrativo al no representar hoy una discusión meramente médica, sino que un debate ideológico y social. La encíclica da testimonio de una doctrina que no se funda en el poder, el conflicto y la manipulación.  La verdadera dinámica de la sociedad humana tal como es querida por Dios en vistas de la paz auténtica no se reduce a no matar o sólo a respetar, sino que puede expresarse en estas palabras: “El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida a otro”.  Don y acogida son más perfectos en su gratuidad y por tanto más próximos al desvalido, al nascituro, el recién nacido y el enfermo terminal.

This commentary deals with the social doctrine contained in the encyclical Evangelium vitae. It concentrates in the issue of abortion, that has become an ideological and social debate, not just a medical discussion. The encyclical conveys not based on power, conflict or manipulation. The true dynamics of human society as wished by God for an authentic peace is not reduced to thou shall not kill or merely respecting our neighbour , it can be stressed in these words: “The Lord of the Alliance has entrusted the life of each man to another man, his brother, according the law of reciprocity of giving and taking, of the gift of oneself and the embracing of the other”. Gift and acceptance are more perfect in its gratitude and for that matter more in tune with the destitute, the nascituro, the newborn and the terminally ill.

La presente reflexión en torno a la encíclica Evangelium vitae apunta a la doctrina social en ella inscrita.  En orden a simplificar este análisis, cabe concentrarse en la cuestión del aborto, asunto muy ilustrativo por cuanto él no es hoy día tanto un problema médico como ideológico y social.

El juicio del pueblo cristiano sobre el aborto ha sido siempre negativo, pero por mucho que la frecuencia de su ocurrencia fuera alta, no se solía pensar que su práctica afectara a la estructura de la sociedad más que lo que la del hurto al derecho de propiedad.

La significación social del aborto ha cambiado cualitativamente en estos años.  Ese es un hecho fundamental y de extrema importancia del que la encíclica se hace cargo, y que en cierta forma constituye su razón de ser.  Me parece que frente al aborto tal como era entendido hace cuarenta años, no se habría justificado un documento tan extenso y enérgico dirigido a la Iglesia Universal y destinado a reiterar la condenación de hechos que la conciencia común de los cristianos reprobaba desde siempre enérgica y casi unánimemente.

En diversos pasajes, Juan Pablo II esboza una nueva significación social de los delitos contra la vida.  Podríamos ordenar una breve revisión de esos pasajes recordando sucesivamente la mención del cambio cultural, del rol de las ciencias biomédicas y las consecuencias sociales y políticas.

En cuanto a lo primero -el cambio cultural-, la Evangelium vitae[1] acentúa lo novedoso de la situación: “…se va delineando y consolidando una nueva situación cultural que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito, y, podría decirse aun más inicuo…” (n°3).  La novedad parece radicar en que “…opciones antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el sentido común moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables…” (n°3), de modo que “…tienden a perder en la conciencia colectiva el carácter de delito y a asumir paradójicamente el de derecho…” (n°11), creándose en la opinión pública una cultura que presenta aquellas opciones como ”…un signo de progreso y conquista de la libertad…” (n°17), pidiendo en consecuencia para ellas que como expresiones legítimas de libertad individual, lleguen a “…reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos…”. (n°18)

En cuanto al rol de los adelantos biomédicos, él merece especial atención por cuanto su impacto social es un rasgo muy propio de este siglo.  A ello alude la encíclica con fuerza y concisión: “…la misma medicina que por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen…” (n°3).  Es sabido que este apoyo médico no se manifiesta solamente en el plano de la investigación científica o de la práctica médica, sino también por la implicación del personal sanitario (n°17) y en la intervención gratuita de estos agentes sanitarios amparados por el reconocimiento legal (n°11).

En lo que se refiere a los aspectos jurídicos, hay que anotar que los cambios en la conciencia colectiva junto al progreso científico-técnico inducen alteraciones importantes en las costumbres y legislaciones, las que son causa de que los males mencionados adquieran por así decirlo carta de ciudadanía, y vicien en su base la convivencia humana.  Expresa así la encíclica Evangelium vitae que “…se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría…” (n°69).  Pero entonces podemos llegar y llegamos de hecho “…ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases…” (n°20).  En consecuencia “…la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental…” (n°20).  Pero reivindicar atentados contra la vida en nombre de la libertad, significa atribuirle a ésta un significado perverso e inicuo, de poder absoluto sobre los demás, y eso “…es la muerte de la verdadera libertad…” (n° 20).  La legitimación jurídica obliga finalmente a someterse (n° 69) a quienes no estén de acuerdo con mayorías arbitrarias.  “Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente, al mismo tiempo que el valor de la vida pueda sufrir hoy (n° 20) “una especie de eclipse…” (n° 11).

La difusión del aborto en la última generación en el mundo occidental no está tan ligada a los estudios científicos o filosóficos sobre el embrión cuanto al florecimiento de ideologías sobre los llamados derechos reproductivos de la mujer.  La facultad de abortar ha sido reclamada por muchos movimientos extremos como un derecho incuestionable.

Se argumenta, así por ejemplo, que la penalización del aborto implica forzar a toda mujer llevar su embarazo a término aun cuando ella no lo desee.  Ahora bien, la naturaleza discriminatoria contra la mujer que tiene esta obligación se haría evidente desde el momento en que la mayor parte de las legislaciones conceden que hay ciertas condiciones bajo las cuales el aborto es admisible.  En otras palabras el derecho a la vida del nascituro (unborn life) no es ningún absoluto; y las limitaciones que se le imponen estarían revelando el sustrato ideológico de la legislación que las sustenta.

En un estudio de Siegel[2] se presenta un análisis de la legislación en el estado de Utah que es ilustrativo sobre este punto de vista.  La mencionada legislación establece excepciones “cuando el aborto es necesario para salvar la vida de la mujer embarazada”; en casos en que la “preñez sea el resultado de la violación”, o “resultado del incesto” y también “para impedir el nacimiento de una criatura que sería portadora de graves defectos”.  El Estado, comenta Siegel, no actúa entonces en forma consistente para proteger la vida del nascituro, desde el momento en que se halla de acuerdo en subordinar el bienestar del fruto de la concepción al bienestar de la mujer, pero sólo en aquellos casos en los que ésta sufrirá grave daño físico por el embarazo.  De esta manera, el estado de Utah limitará su interés en la libertad de la mujer al interés en su mera supervivencia física, como si las mujeres carecieran de identidad social, intelectual o emocional que trascendiera su capacidad fisiológica de portar criaturas en su seno.

Análoga crítica le merecen a Siegel las disposiciones que permiten el aborto luego de violación o de incesto. Si se admite entonces que existan algunas condiciones bajo las cuales el aborto sería aceptable, parecería inevitable la conclusión de que cualquier conjunto de reglas de admisibilidad reflejaría un juicio sobre la importancia relativa de las actividades de la mujer, y una restricción de sus derechos, la que no es aplicable al varón, y expresaría por lo tanto una discriminación ilegítima.  Así, refiriéndose con el mismo criterio a otro caso legal práctico, Siegel hace ver que no sería constitucionalmente lícito impedir a las mujeres en edad fértil el trabajo en condiciones en que arriesgan la salud del feto por emanaciones de plomo, ya que la interesada debería tener siempre abierto el recurso al aborto.  De hecho, lo que la legislación hace recurrir a esta prohibición aparentemente benévola es preferir la condición “natural” de la maternidad a la libertad de trabajo y de aprovechamiento de oportunidades de progreso individual de la mujer.

Estas cuestiones nos ponen cerca de la verdadera dimensión social del problema, la que ha sido caracterizada pro Kristin Luker diciendo “(…) el debate sobre el aborto es tan apasionado y duro porque él es un referéndum sobre el sitio y significado de la maternidad (…)”[3].  Nótese que no habla de un referéndum sobre la condición o “status” del embrión o feto, sino sobre las condiciones o estado de la mujer.

Esta perspectiva ha sido históricamente determinante.  En ella aparece como secundario el que la vida que se está destruyendo pudiera pertenecer a su ser humano.  Lo esencial es que al “forzar a la mujer a tener su hijo”, se la está obligando a estrechar el horizonte de sus posibles decisiones de vida, y por lo mismo, se le está reconociendo un estado de inferioridad frente al varón: se le está imponiendo “la biología como destino”.

Aquí se percibe la dimensión social del conflicto, la cual no radica en la determinación biológica o filosófica del status del embrión o feto, sino en el derecho de la mujer a no verse privada por el hecho de ser tal, de ninguna de las presuntas ventajas del otro sexo.Eso es a mi entender lo que quiere decir Kristin Luker, y ello coloca a la polémica sobre el aborto dentro del grupo de los grandes conflictos sociales.

Vale la pena preguntarse de dónde saca su fuerza esta postura.  Yo respondería que al menos una parte de ella proviene de que ella se coloca en la línea de una interpretación de la sociedad que hacer radicar la estructura básica de la historia y su dinámica de progreso en el conflicto.

Siegel[4], comentando el libro de Kristin Luker Abortion and the Politics of Motherhood, dice que ella “demuestra que los conflictos sobre el aborto reflejan puntos de vista divergentes sobre el verdadero rol de la sexualidad, el trabajo y los compromisos familiares (…)” y que en ellos se oponen “(…) aquellos que ven a la maternidad como el rol más importante y más satisfactorio que se le abre a la mujer, y aquellos para quienes la maternidad es uno de los roles posibles, pero que es una carga cuando es definido como el único”.  Se cree reconocer aquí el eco de las palabras de León Trotzky cuando habla del “antiguo hogar familiar, institución arcaica en la que la mujer del pueblo languidecía condenada a trabajos forzados de la infancia a perpetuidad (…)”, a lo cual agregaba, “…es justamente por eso que el poder revolucionario ha conferido a la mujer el derecho al aborto, como uno de sus derechos (…) esenciales”[5].  En lo cual no hacía sino aplicar las palabras tan conocidas de Engels: “…el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide con la aparición del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino (…)”[6].

La gran interpretación filosófica de esta condición humana había sido adelantada en la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel[7].  En el fondo de ella late la separación de lo humano en dos categorías, por medio del dominio y la sujeción.

Así se sugiere que la pista para encontrar los orígenes de la mentalidad que defiende y propaga el aborto, pasa por esta interpretación de las relaciones sociales “en clave de conflicto”.  Ella nace junto a la conciencia que ha crecido a lo largo de la Edad Moderna, del rol del conflicto en la generación de una dinámica de progreso histórico y en la determinación de identidades nacionales y religiosas.  Aun ayer, después de la Segunda Guerra Mundial, el largo y amenazante enfrentamiento de la Guerra Fría delineaba un mundo con identidades definidas desde la perspectiva de un conflicto bipolar.  Esta visión se hallaba de tal modo internalizada, que los años posteriores a la caída del Muro de Berlín están como marcados por una especie de vacío: ninguna colectividad encuentra un enemigo natural que la ayude a establecer su propia identidad.

En la versión que ahora nos ocupa, el conflicto se halla radicado entre los esposos y entre éstos y los hijos.  Desde allí infiltra por completo a la sociedad, provocando una prueba de fuerzas dentro de la propia familia, la que llega a ser tan dura que exige la legitimación del sacrificio de algunos de sus miembros.Tal vez el aborto tenga en nuestras sociedades el significado del sacrificio humano en algunos conflictos primitivos.

Esta exaltación del conflicto, que ha marcado a nuestra época, se relaciona sin duda con el cuestionamiento de todo sentido para la acción humana, tal como fue planteado hace ya un siglo.  “El mundo (…) no tiene sentido tras de sí, sino incontables sentidos.  Perspectivismo.  Son nuestras necesidades las que explican (auslegen) el mundo; nuestras propensiones (impulsos…Triebe) y sus pros y sus contras.  Cada impulso es una búsqueda de dominio, cada cual tiene una perspectiva que quisiera imponer como norma de todos los demás”[8].

Como explicaba el mismo Nietzsche, en un mundo falto de sentido, el hombre puede vivir en la medida en que su voluntad le permita organizar un pedazo de él.  De este modo la voluntad de poder llegar a ser el sustrato de la realidad.

Para la encíclica, ésta es una raíz importante del fenómeno social que la ocupa. “(…) Cada vez que la libertad queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetivo y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones, no ya la verdad sobre el bien y el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso su interés egoísta y su capricho (…)” (n° 19).

Hay entonces una actitud muy difundida para la cual la determinación de la voluntad carece de referencia a la verdad, simplemente porque ésta no existe sino en la medida en que es establecida por la propia autoafirmación del hombre.  La última consecuencia ha de verse en esas formas del consenso social en las que la afirmación de la propia libertad no admite otro límite que el de la autoafirmación de los otros individuos, igualmente arbitraria que la mía, pero por lo mismo dotada de fuerzas similares.  Hay muchas formas de consenso que parecen simplemente un conflicto entre rivales cansados.  Pero en la forma de expandirse los consensos, se advierte sin dificultad el rol que les corresponde a las “grandes muchedumbres[9]” para empujar a los individuos a que lleguen a atreverse; y en ese sentido, si alguien hubiera de merecer el calificativo nietzscheano de superhombre en este tiempo, habrían de ser precisamente esas fuerzas de opinión que mueven a las multitudes a fabricar los valores por los cuales habrán de vivir las generaciones futuras[10].

El juicio social sobre la legitimidad del aborto tiene entonces un carácter algo paradójico.  Son numerosos los pronunciamientos éticos que le dan su aprobación, pero ellos aparecen inevitablemente como juicios “a posteriori” emitidos sobre un asunto que en el sentir de grandes grupos humanos estaba ya juzgado.  La praxis se adelantó a la teoría.

A pesar de esto, vale la pena detenerse sobre la lucha de ideas aportadas en torno a la legitimación del aborto, porque en ella se reflejan las incertidumbres que afligen a la sociedad de los consensos y del relativismo moral: “…es precisamente la problemática del respeto a la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura…” (n° 70).

Desde luego, el modo de valoración fundado en la voluntad de poder se enfrenta a otro, marcado por el humanismo de la ilustración, y para el cual la persona del hombre no puede ser considerada como un medio para nada, sino como un fin en sí misma[11].  La persona, aun en el simple sentido del Otro[12], de uno que desarrolla su propio ciclo de vida humana sin que yo lo haya inventado, y que no debe su existencia a ninguna forma de proyección de la mía propia ni de elaboración de mi inteligencia o postulado de mi voluntad, opone por su sola presencia un límite a mi voluntad de afirmación.  En esta perspectiva, cuestiones como la del aborto o la de la experimentación embrionaria, tienen la virtud de que obligan a definir en forma práctica la actitud ante la persona humana, y no sólo la concepción que se tenga del feto o del embrión.  Porque habida cuenta de lo que es la persona, mi comportamiento ante el feto o el embrión, aun en situación de incerteza, es una evidencia clara de la forma en la que yo la valoro.

En otras palabras, podría ser que el embrión fuera una persona y podría se que al mismo tiempo esta condición no fuera evidente.  ¿Cuál sería entonces la conducta a seguir? Si en una situación de incertidumbre, yo me comporto activamente como si el embrión no tuviera carácter personal y apruebo su manipulación o destrucción, entonces estoy diciendo que la persona humana en general -no sólo la de mi víctima- tiene poco valor para mí.  En caso contrario -si respeto su vida- estoy, o bien afirmando su condición de persona, o al menos, suspendiendo el juicio y dándole el beneficio de la duda en atención precisamente al valor inconmensurable de lo que puede estar en juego.  Si afirmo valorar altamente la persona, no parece consecuente decir al mismo tiempo que apruebo la manipulación y destrucción de embriones, que podrían tener calidad de tal.

Frente a una cuestión difícil de zanjar, es importante mirar cuál es la actitud que se observa ante la incerteza.  La encíclica Evangelium vitae es clara y simple: “Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal (…) está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano (…)” (n° 60).

Ya estas consideraciones sugieren que el aborto y la experimentación embrionaria no reflejan tanto una convicción de que el embrión no tiene la condición de persona, cuanto una franca indiferencia a la posibilidad de que la tenga, y por ende una claudicación en la valoración que se le otorga.  Particularmente instructivo es el hecho de la experimentación embrionaria.  Su sola práctica significa que se ha formulado un juicio sobre la naturaleza del objeto utilizado y se lo ha asimilado en lo principal a todos los objetos con que tratan la ciencia y la tecnología.  La tecnociencia tiende a ver en cada parte de la realidad un elemento disponible para la experimentación, la transformación y la sustitución y se siente incómoda frente a todo tipo de realidad que trascienda la mera realidad empírica como podría serlo una persona dotada de dignidad.  El ejercicio de un poder discrecional sobre el nascituro califica a éste de hecho como material que es utilizable también con discrecionalidad.

Pero -y esto es muy instructivo- frente a esta decisión tomada contra el nascituro, la conciencia moral queda irremediablemente inquieta.  Hay muchas indicaciones de este carácter de “espada que divide” que tiene la cuestión del aborto puesta frente a los fundamentos de la vida social.  La opción voluntarista enfrenta a una reacción afectiva humanitaria, que no por ser débil deja de ser significativa como testimonio moral.  Un ejemplo de ello lo dan las prolijas normas éticas desarrollas para el empleo de células fetales en el tratamiento de la enfermedad de Parkinson.  Para esto, se emplean células provenientes de un número de fetos que ha variado en las diversas técnicas publicadas, entre uno y cuatro. NECTAR, la Red Europea para el Trasplante y Restauración del Sistema Nervioso Central, ha fijado pautas éticas a las que deberían ajustarse los procedimientos.  Ellas han sido comentadas en 1994 por G. J. Boer a quien cito: “A causa de consideraciones éticas básicas de respeto hacia el ser humano, el uso de embriones o fetos vivos, aunque no sean viables, no es aceptable en general” (…) “Por causa del respeto hacia la vida humana, el embrión o el feto ex útero hacia la vida humana, el embrión o el feto no viables deben ser mirados como un bebé nacido prematuramente, y tratados como tal.  Esto no significa que no se puede hacer investigación en los embriones o fetos no viables, sino que en tales casos se ha de seguir las reglas éticas para experimentos humanos…[13]

Es indudable que se está llamando a alguna forma de “respeto” hacia el nascituro, y eso significa que se le reconoce alguna dignidad.  Son dos cosas notoriamente distintas el respeto que se le debe a un cuerpo humano como un todo y el que se da a los tejidos separados de él, y no es razonable equiparar el respeto a un feto muerto con el que es debido al cadáver de un adulto, a no ser que se concediera que el feto fue también una persona y que se aceptara entonces que fue muerto por el equipo sanitario.  “Respeto” significa que se le reconoce alguna “dignidad” y que se siente que es profundamente anómalo usarlo como medio para algo y negarle la posibilidad de mantenerse como un fin en sí mismo, y parece al mismo tiempo que el mínimo de respeto por alguien o por algo exige no privarlo de la existencia. Es importante recordar este “respeto instintivo” que merece el nascituro, porque, a pesar de expresarse de modo inconsecuente, él mantiene una luz de esperanza.  Hay en el alma humana una inclinación hacia el bien, y resulta alentador que esta no sea siempre sofocada por criterios como los sostenidos por Warren[14] de que el feto no tiene derecho a protección alguna mientras no sea viable.  Al mismo tiempo, y para no engañarse sobre el alcance de esta forma de respeto, hay que consignar que se lo suele pedir para no ofender el “sentimiento humano”[15], o sea, para evitar reacciones afectivas que provoquen grietas en el consenso social.

Para la encíclica, es otro el criterio que debe prevalecer: “(…) al fruto de la generación humana desde el primer instante de su existencia se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual (…)” (n° 60).

Frente al “respeto fuerte” que plantea Juan Pablo II en este y en otros pasajes, hay entonces un sector importante de la Medicina moderna que plantea la idea de un respeto “débil”.  Las razones expuestas me mueven a pensar que ella responde a una valoración “débil” de la dignidad humana en general.  La voluntad de poder, el materialismo, el humanismo, el humanitarismo, son fuerzas que juegan su rol importante en este asunto.  Pero no debe desconocerse la importancia de un cierto pragmatismo que es muy fuerte en los medios científicos y médicos, y que por extensión se ha propagado al público en general.  Para la mentalidad pragmática lo único claro, y ciertamente lo más expedito, es reconocer como titular de derechos sólo “(…) a quien se presenta con plena o al menos incipiente autonomía (…)” (n° 19), lo cual significa algún grado de desarrollo de la vida de relación.  Pero ni el más convencido empirismo podría evadir la cuestión acerca del momento en el que las etapas de desarrollo que son previas al establecimiento del proceso de comunicación forman ya un solo todo con él.  Por mucho que la comunicación sea la manifestación por excelencia de la persona, ella se encuentra implantada en un sustrato biológico que tiene sus raíces en funciones orgánicas y que se desarrolla en el tiempo.

Aunque la visión pragmática aludida, expresada en su forma más extrema, se encuentre presente en muchos de los pronunciamientos éticos y jurídicos sobre el aborto, ella es demasiado simple para ser convincente.

Si se quiere ir más allá de los rasgos obvios de la persona, y buscar la aparición de ésta en algún punto temporal anterior a su plena manifestación, no queda otro recurso que estudiar las evidencias biológicas.  Como la noción misma de persona es ajena a las ciencias experimentales, los autores se limitan en general a explorar la aparición de las características “individuales” del embrión[16].  Se parte de la base de que, si bien la existencia individual no se acompañaría necesariamente de carácter personal, este último es impensable sin aquélla.  Personalmente creo que los esfuerzos de los últimos treinta años para definir el comienzo de un “individuo biológico perteneciente a la especie humana” en algún momento distinto del de la fecundación, han sido notablemente poco exitosos.  En realidad, el único instante en que sería imaginable hablar de un “individuo humano en potencia” es en la situación previa a la fertilización cuando hay un óvulo rodeado de espermios, de tal modo que de la interacción con alguno de ellos se habrá de originar algún individuo que no está determinado todavía.  Después de la fecundación, ya no se puede hablar de desarrollo hacia un individuo dado, sino de desarrollo de un individuo bien determinado.  Esta es la interpretación más simple de los experimentos de geminación o de clonación que han sido hechos en blastómeros de animales de laboratorio o en ganado.

El blastómero inicial es simplemente una etapa precoz del desarrollo final del individuo, y no una situación potencial del mismo: si dos individuos son gemelos univitelinos cuando adultos, es que lo eran desde el inicio de su desarrollo.  El hecho de que el cigoto pueda dar origen a gemelos no es argumento contra su condición de individuo, del mismo modo que una célula no deja de ser individuo porque sea capaz de reproducirse.  El argumento de Ford[17] de que “(…) una célula pierde su individualidad ontológica y deja de existir cuando resultan dos células hijas (…) el individuo originario deja de hecho de existir cuando empiezan a existir los dos nuevos…”, suena extraño en biología.  Hace ya más de un siglo que August Weissmann[18] introdujo como una de las características de la materia viviente, la “multiplicación por fisión”, y así como a un biólogo le resultaría extraño aceptar que la célula que estudia no es un individuo, más extraño aun le resultaría escuchar que ella se aniquila en su división.  Finalmente el hecho experimental de las quimeras es de compleja interpretación:  se sabe bien que se pueden obtener mosaicos genéticos no sólo por fusión de blastómeros, sino también por incorporación al embrión de células provenientes de carcinoma embrionario.  No creo que esto último afecte la individualidad del cigoto, ni menos que haga que éste participe de la del animal adulto que fue dador de la célula cancerosa.  Cuando no estaba aun en el tapete la cuestión del embrión humano, estas quimeras eran interpretadas como análogas de injertos hechos en edades tempranas de la vida. Habría que decir entonces que los intentos especulativos para situar el comienzo de la vida individual en algún punto más o menos alejando del comienzo del desarrollo embrionario no son convincentes y, en todo caso, van claramente a la zaga de la aceptación social del aborto.  Precisamente, dada la presión social favorable a éste, el peso de la prueba debería recaer sobre quienes quisieran negarle al embrión su condición humana, ya que, de estar equivocados, estarían justificando la destrucción de innumerables vidas humanas.  Esta falta de correlación entre la gravedad moral de una decisión y el peso de los argumentos que se puedan usar para defenderla, es típica de las opciones colectivas apoyadas en las grandes mayorías.  Es lo que expresaba Nietzsche cuando decía: “Afirmación fundamental: las multitudes fueron inventadas para hacer aquellas cosas para las que el individuo carece de valor.  Justamente por eso es que las colectividades, las sociedades son cien veces más francas y más ricas en enseñanzas sobre el ser del hombre que lo que lo es el individuo, que es demasiado débil para tener el coraje de sus deseos…”[19].

Hay que hacer notar que en su conjunto, las ideologías a las que me he referido, están reforzadas por una especial visión de la realidad que se impone hoy en muchos ambientes, y que es la que se expresa aquí en una concepción “débil” de la persona.

En efecto, se ha registrado en el tiempo un cambio progresivo de la relación entre la inteligencia que conoce y el objeto de su conocimiento.  En la misma medida en que se iba produciendo el “destierro” de Dios, desaparecieron para la inteligencia la garantía de la verdad y la justificación de la veracidad, y progresivamente fue introducido como único criterio de verdad el de la capacidad de predecir el comportamiento de las cosas y por lo tanto el ser capaz de moldearlas a la medida de la voluntad.  La realidad conocible pasó a ser material apto para la elaboración, según una acepción interesante de la palabra materialismo.  La nítida separación entre el objeto conocido y el cognoscente que se hallaba en el trasfondo de esta actitud, sufrió un duro golpe al comienzo de este siglo con los enunciados de la física cuántica.  Pero es mi impresión que ella persistió largo tiempo en otras ciencias, singularmente en la Biología.  Aquí, sin embargo, no podía evitarse que llegara a hacerse tema del estudio científico al más interesante de todos los objetos, que es el propio “yo”.  La psicología de profundidad en su versión freudiana representó un primer intento de grandes proyecciones de explorar al “yo” como si fuera asiento de mecanismos que explicaban su funcionamiento al margen de la propia conciencia.  Los clásicos estudios etológicos de Lorenz y de Timbergen abrieron los ojos sobre los factores genéticamente determinados que condicionan el modo de “conocer” y de actuar de los animales, y verosímilmente los del hombre.  En su conjunto, estos estudios mostraron lo fructífero que resulta analizar el “yo” como un objeto científico cualquiera, lo que significa prescindir de su singularidad para subsumirlo en el dinamismo del sistema de relaciones que describen las leyes de la naturaleza.  En esa orientación se ordena el vigoroso desarrollo de la neurofisiología del sistema nervioso central y singularmente de las llamadas “ciencias cognitivas”.  La ciencia, pues, que parecía suponer un “yo fuerte” enfrentado al objeto de su conocimiento, desarrolla y justifica una noción de “yo débil” que está codeterminado con las cosas.

Es claro que una evolución semejante guarda un estrecho paralelo con la “devaluación ontológica” del yo en la filosofía contemporánea.  No quisiera profundizar en este aspecto, pero lo menciono para hacer ver que la recepción social que se ha hecho en Occidente de la filosofía contemporánea se parece mucho a la aceptación de la persona como una pura libertad sin condicionantes objetivos.  Esta noción es estrictamente correlativa de la otra según la cual el modo propio de conocer la naturaleza es expresar sus leyes en la tecnología.  La mecanización de la vida humana y la transformación del hombre en un sujeto que sigue sus deseos son dos aspectos íntimamente ligados entre sí y conectados a la visión nihilista de la existencia[20].  Me atrevería a sugerir que la voluntad de poder junto con una especial dirección de desarrollo de la visión tecnocientífica del mundo ha conducido a una devaluación práctica de la persona, y que es esa devaluación, por más que ella carezca de una verdadera justificación teórica, la que permite el clima social dentro del cual se establece y se propaga la justificación del aborto.  Así puede decirse que “(…) el hombre no puede ya entenderse como misteriosamente otro respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes (…)” (n° 19) y, paralelamente, “(…) la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad…” (n° 22).  Así no es que se aborte porque se esté convencido de que el embrión no es persona, sino porque el hecho de que pueda serlo tendría una importancia bastante marginal.  La postura nihilista, hoy tan difundida, arranca de la idea de la muerte de Dios.  La construcción de un mundo en el que se prescinda de Dios ha tenido como costo el que ese mundo no será vivible para el hombre, quien no encuentra sin embargo modo de abandonarlo.  Como lo ha dicho Keiji Nishitani del mundo científico tecnológico indiferente al hecho del hombre: “Por más que sea el mundo en el que vivimos, y que está ligado a nuestra existencia de modo indisoluble, es un mundo en el cual nos encontramos incapaces de vivir humanamente, en el cual nuestro modo humano de vivir es empujado fuera o aun obliterado”[21].  Esta relación con la “muerte de Dios” hace que merezca particular atención la categoría afirmación de la encíclica: “La criatura sin el Creador desaparece” (n° 22).  Porque hoy día enfrentamos también al ateísmo como un problema social.  Se enfrenta la realidad terriblemente nueva de una sociedad atea.  En ella desaparece la coerción moral que una sociedad creyente puede imponerle al ateo individual, y que puede incluso conducir a que éste adopte con especial énfasis los principios morales que guían a la colectividad.  Una sociedad atea, por el contrario, engreída en un poder sin cortapisas, tiende a modelar la existencia humana como una consecuencia lógica de su decisión de ateísmo, y termina entendiendo su propia vida como una imposición de la fuerza contra los marginados y los débiles: “La creatura sin el Creador desaparece” (n° 22).

La encíclica Evangelium vitae dedica su primer capítulo a la contemplación del pecado de Caín.  Pecado social por excelencia, su marca se extiende por toda una descendencia, y cuatro generaciones más tarde lo encontramos en Lamec.  Pero allí donde Caín había tratado de disimular un solo crimen, Lamec se jacta de dos; y allí donde Caín pide a Yahvé que lo proteja, Lamec se fía en la protección y la venganza de los hombres: si la cólera de Dios había de herir a siete por Caín, la cólera propia herirá a setenta veces siete por Lamec[22].  Es como si el autor sagrado hubiera querido decir que la tentación del homicidio tiene una fuerza expansiva, al multiplicar con cada nuevo pecado la fuerza de la autoafirmación y el desdén por el otro.  La historia bíblica de Caín hasta Lamec nos deja material para pensar sobre la historia social del aborto en nuestro siglo.

La comentada encíclica de Juan Pablo II tiene una enseñanza profundamente evangélica y como tal consoladora.  Ella se expresa al recordar que “(…) ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio.  Es anuncio de un Dios vivo y cercano (…) es afirmación del vínculo indivisible que hay entre la persona, su vida y su corporeidad (…)”, y “(…) la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable (…) no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso (…)” (n° 81).

El anuncio del Evangelio tiene el poder de cambiar las vidas de los hombres.  Y la Evangelium vitae recoge los innumerables testimonios de actividades sociales, de acogida, defensa y promoción de la vida, de aceptación amorosa del otro, de su enfermedad, de su debilidad, de su minusvalidez.  La enumeración de las obras de caridad hechas en condiciones muy difíciles es hondamente alentadora.  Las palabras y las obras son los testigos esperanzadores de que el Espíritu sigue obrando, y tenemos que decir que por débiles y aisladas que parezcan a ratos esas voces, ellas se extienden a la distancia y son como un llamado hecho al despertar de la conciencia humana.

Todo ese conjunto da testimonio de una doctrina que es distinta de la que se funda en el poder, el conflicto y el manejo.  No se trata sólo de no matar, ni siquiera sólo de respetar.  La verdadera dinámica de la sociedad humana, tal como ella es querida por Dios y como puede conducir a una auténtica paz social, se halla expresada en estas palabras: “(…) El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida a otro…” (n° 76).

Don y acogida que son más perfectos cuanto más gratuitos, y por lo tanto cuanto más próximos se hallen del desvalido: del nascituro, del recién nacido, del enfermo terminal.


Notas 

[1] Encíclica Evangelium vitae. Las citas de la encíclica en el presente artículo van acompañadas por el número de su ubicación en el texto de la misma.
[2] Reva Siegel, Rasoning from the Body: A Historical Perspective on Abortion Regulation and Questions of Equal Protection, Stanford Law Review vol. 44, pp. 261-381, 1992 
[3] Siegel, loc. Cit.
[4] Siegel, loc. Cit.
[5] León Trotzky, La Revolución Traicionada, Editorial Yunque, Buenos Aires.
[6] Federico Engels, El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, Premia Editora, Ciudad de Mëxico, 1989
[7] G. H. F., Hegel, Phanomenologie des Geistes, Ullstein, 1972.
[8]  Friedrich Nietzsche, Wille zur Macht n. 208.  Las referencias a la obra de Nietzsche usan la edición de Alfred Kröner, Stutgart 1930: Friedrich Nietzche, Werke in zwei Bänden.
[9] Nietzsche, Wille Zur Macht n 326.
[10] Nietzsche, Wille Zur Macht n 460.
[11] Emmanuel Kant, Kritk  der Praktisceh Vernunf, herausgegeben von Joachim Kopper, Philip Reclam Jun., Stuttgart 1978. Es interesante consultar: Gabriel Chalmeta. Il Principio Personalista, Acta Philosophica, Fascicolo I, vol. 3. 1994.
[12] Emmanuel Levinas, Totalité et infini. Kluwer Academic Publishers. 1988.
[13] J.G. Boer, Ethical guidelines for the use of human embryonic or fetal tissue for experimental and clinical neurotrasplantation and research. J. Neurol. (1994) 242; 1-13.
[14] J. G. BOER, Ethical guidelines for the use of human embryonic or fetal tissue for experimental and clinical neurotransplantation and research. J: Neurol. (1994) 242; 1-13. 
[15] G. J. Boer loc. Cit.
[16] Clifford Grobstein, Biological characteristics of the preembryo. Ann. N.Y. Acad. Sci (1998) 541: 679-682. Norman Ford, When did I Begin? Cambridge University Press, 1988.
[17] Norman Ford, loc. Cit.
[18] August Weissmann, The Germ Plasm, p. 40 London, 1893.
[19] Nietzsche, Wille Zur Macht, n 326. 
[20] Keiji Nishitani, Religion and Nothingness. Univ. of California Press, 198.
[21] Kelji Nishitani, loc. Cit..
[22] Gén. 4, 17-24-2.

Aunque la inviolabilidad de la vida humana e inocente es una verdad constantemente enseñada por el Magisterio de la Iglesia, el anuncio de la encíclica Evangelium vitae presenta una postura jurídica original respecto a la tradición.  Su novedad no se inscribe en un horizonte filosófico-conceptual, sino que apunta a una diferencia de tipo hermenéutico.  En su base se encuentra la referencia a la inocencia, sin la cual la experiencia jurídica pierde su significado intrínseco, adquiriendo al mismo tiempo una dirección completamente opuesta de estructura de dominio.  Esta es la puesta en juego de cuya gravedad la encíclica llama la atención.  Tras las actitudes de antipatía despertadas por el texto se oculta una orientación interpretativa que ninguna reformulación de la encíclica podría alterar nunca en sus principios fundamentales.  Rechazar la encíclica Evangelium vitae equivale a adoptar una visión desencantada del mundo, a pensar que constituye un enigma inexplicable y, por consiguiente, a considerar que no es posible pensar que el hombre posee una cierta dignidad intrínseca.  Es finalmente asumir una actitud fría respecto al mundo; considerarlo a priori carente de significado intrínseco.

Although the inviolability of innocent human life is a truth constantly taught by the Magistery of the Church, the announcement of the Evangelium vitae encyclical offer an original judicial view, in relation to tradition. Its novelty does not belong to a philosophical-conceptual scope, it points out to a hermeneutic difference.  In its base it has a reference to innocence, without which the judicial experience looses its intrinsic meaning, at the same time acquiring a completely opposite direction of power structure.  This is the grievous flaw that the encyclical warns us about.  Behind the negative reactions the text has aroused, there is a tuype of interpretation that no rewording of the Encyclical can alter in its fundamental principles.  To reject the Evangelium vitae encyclical amounst adopting a disenchanted view of the world, considering it an inexplicable enigma and, accordingly, to consider that it is impossible that man may posses an intrinsic dignity.  It is, finally, to assume a cold attitude regarding the world, a priori considering it devoid of intrinsic meaning.

1.- L encíclica Evangelium vitae se propone ofrecer al lector un significado, no una especulación de carácter teórico.  Esto explica por qué no está dotada, ante todo, de un carácter teológico-especulativo, sino bíblico; y el planteamiento bíblico del discurso no posee evidentemente un valor lógico-argumentativo, sino explicativo, de la imagen del hombre que se pretende sacar de la encíclica.  Esta imagen es presentada al lector no como fruto de una elaboración conceptual (que habría que evaluar partiendo de elaboraciones conceptual contrapuestas y llegaría a ser, supuestamente y muy pronto, presa y víctima de pesadas logomaquias), sino porque está dotada de un intrínseco y exigente significado.  El lector está invitado a medirse con él.

Este significado se puede articular en tres puntos esenciales, que corresponden a tres momentos esenciales, del kerygma evangélico y entre los cuales existe una estrecha correlación.  El primero consiste en que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; por consiguiente, posee una propia e irreductible dignidad que da un significado intrínseco a su vida, que otorga a su vida un carácter sagrado específico. En segundo lugar, el hombre ha sido creado, en Adán, como miembro de una única familia humana; por consiguiente, la igualdad fraterna entre los hombres tiene primacía respecto a cualquier posible diferencia, y les impone como principal virtud social la compasión y la solidaridad.  En fin, por haber sido querido y creado de tal modo por Dios, el hombre tiene el don de la razón que -incluso con sus límites no trascendentes por ser criatura- lo hace capaz de conocer la realidad según la verdad y de percibir la positividad intrínseca; por consiguiente, el hombre está abierto a la verdad y no debe desconfiar de la razón, ni mucho menos dejar de esperar en las posibilidades de esta última, sino más bien utilizarla con rigor y según su conciencia.

La esencia de este anuncio es, desde luego, sólida, y no se puede reducir a un genérico paréntesis.  Pero, al mismo tiempo, es un anuncio no dogmático: no pretende un consentimiento con prejuicios, o irracional, o fundado en las tradiciones o creencias ancestrales.  Es un anuncio que se remite -utilizando las palabras de la encíclica- a “una ley natural inscrita en el corazón del hombre” (n. 70), es decir, un anuncio que supone hallar una correspondencia en exigencias profundas cuya presencia todo hombre puede descubrir en su interior.  Se trata de un mensaje que lanza un desafío hermenéutico radical a distintos paradigmas conceptuales presentes y dominantes en el mundo actual.  Voy a tener en cuenta uno solo, el más destacado.

2.- “El absoluto carácter inviolable de la vida humana- leemos en la encíclica- es una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por su Magisterio […]  Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral” (n. 57).  Con absoluta coherencia respeto a esta sólida proclamación, en un párrafo sucesivo, la encíclica afirma que “las leyes que, como el aborto y o la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos e inocentes, están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley” (n. 72).

La insistencia en la inocencia es muy interesante, desde distintos planos: en primer lugar, como es evidente, desde el ámbito estrictamente teológico, con la clara referencia que se hace en la encíclica a la autoridad de Pedro y de sus sucesores y al fundamento que la alimenta.  Observemos, sin embargo, cómo la argumentación teológica que se utiliza en la encíclica se extralimita, en ciertos casos, con relación a la argumentación cultivada generalmente en la tradición.  No hay duda de que es absolutamente cierto que la inviolabilidad de la vida humana e inocente es una verdad constantemente enseñada por el Magisterio de la Iglesia, a partir de los datos unívocos de la Escritura y de la tradición.  Pero es verdad también que el anuncio de la Evangelium vitae presenta un carácter de novedad respecto a la tradición y, precisamente por ese carácter, tiene, además de un interés estrictamente teológico y magisterial, una indudable importancia antropológica y hermenéutica.  Hay que considerar, por ej., la frialdad con que Sto. Tomás discute utrum sit limitum occidere homines peccatores (Sum. Theol., Ila-Ilae, q. 64, art. 2): un texto que resume con una lucidez incríble siglos de reflexión teológica.  Sto. Tomás, junto a otras, anota la objeción más grave a la licitud del homicidio (loc. Cit. N. 3): “illud quod est secundum se malum nullo bono fine fieri licet … sed occidere hominem secundum se est malum, quia a omnes homines debemos caritatem habere…ergo nullo modo licet hominem peccatorem interficere”.

Para superar esta objeción, Sto. Tomás se ve obligado a negar que el homicidio es un mal secundum se.  En efecto, su respuesta, bajo este aspecto, es muy clara: “homo, peccando, ab ordine rationis recedit, ei ideo decidit a dignitate humana… et ideo, quamvis hominem in sua dignitate manentem occidere sit secundum se malum, tamen hominem peccatorem occidere potest ese bonum, Sicut occidere bestiam: peior enim est Malus homo quam bestia et plus nocet”. (ad 3).

 El texto de la encíclica no contradice formalmente esta argumentación tomística.  Pero mientras Tomás llama la atención sobre el tema de la culpa (tema que, desde la perspectiva teológica propia de la Summa, coincide con el del pecado), la encíclica despierta el interés sobre el tema de la inocencia. A Tomás le interesa demostrar que eliminar al culpable puede ser lícito (con la condición -nos explica él en el siguiente art. 3 de la misma quaestio 64- de que la decisión sea tomada, no por privados, sino por una autoridad pública y con finalidades relacionadas con el bien común, y, sobre todo, que no la tomen los clérigos porque ellos, en virtud de su ministerio, están llamados a representar a Cristo, “qui cum percuteretu non repercutiebat”).  A la encíclica le interesa, en cambio, mostrar que la vida humana inocente es sagrada.  Nos hay contradicción, evidentemente, entre los dos horizontes.  Pero entre ellos existe una orientación hermenéutica muy distinta que, si, por un lado, dificulta la integración de la argumentación tomística en nuestro horizonte cultural, por el otro, da al anuncio de la encíclica un significado muy rico.  La referencia a la inocencia destaca, en primer lugar, que el anuncio de la encíclica no se refiere a la vida como mero hecho biológico.  El hecho obviamente biológico constituido por la vida se llena -en modo particular para el hombre- de un significado que parece perderse en la cultura dominante hoy, y sobre el cual la encíclica insiste con todo el vigor posible.  Como hecho biológico, la vida no es ni bien ni mal: es un mero dato que se presenta a nuestra constatación y, eventualmente, a nuestra capacidad de investigación científica.  Si se considera, en cambio, desde el punto de vista de la inocencia, la vida impone una inmediata referencia al bien.  Si no se puede disponer de la vida, incluso de la vida del feto, ni de la de los enfermos, ni de la del moribundo, es porque la vida es intrínsicamente buena, porque tiene intrínsecamente un significado: un significado que la maldad, el delito y la culpa pueden ciertamente alterar y deformar, pero que no logran nunca suprimir, y que la ley del Estado debe respetar en todo caso, porque, a partir de dicho respeto, la ley del Estado, a su vez, adquiere un significado (desde esta perspectiva hay que leer las muy sopesadas consideraciones de la encíclica sobre la pena de muerte en el n. 56).  La alternativa a este paradigma es, según el anuncio de la encíclica, extremamente clara y preocupante: cuando la ley civil se arroga el derecho de censurar el significado de la vida humana (en vez de ponerse a su servicio), lo que resulta no es un desarrollo, sino un empobrecimiento -hasta el límite de la destrucción- del significado.  Vemos hoy, con absoluta claridad, lo que Sto. Tomás, hombre de su tiempo, de ningún modo podía percibir: la dialéctica social vida / muerte ya no corresponde a una dialéctica culpa / inocencia.  La pérdida del tema de la inocencia (y del tema correlativo de la culpa) hace corresponder esta dialéctica, desde la perspectiva estrictamente sistémica, hoy triunfante, a un mero código binario, funcional para el equilibrio social y absolutamente para nada más.  Por eso el llamamiento de la encíclica al tema de la inocencia, aunque, por un lado, parece ser una mera confirmación de una doctrina tradicional, e incluso es presentado exactamente bajo ese aspecto, adquiere, en cambio, para quien tenga una adecuada sensibilidad hermenéutica, el valor de una clave, capaz de caracterizar en lo más profundo el significado de la existencia humana.

3.- Elaborar una correcta hermenéutica de la inocencia nos llevaría muy lejos.  Limitémonos, en todo caso, a observar cuán precioso es este llamamiento para la experiencia del jurista.  Si nos situamos en la perspectiva de significado que nos proporciona la encíclica, podemos comprender cómo es posible suponer y construir todo sistema jurídico a partir de dos paradigmas contrapuestos, cuya diversidad radical se puede percibir mejor, precisamente, asumiendo la categoría de la inocencia a manera de papeleta de tornasol, por decirlo así.

El primer paradigma es aquel por el cual el derecho es una estructura al servicio de la voluntad del poder, y con carácter funcional para llevarlo al máximo: esta es la perspectiva que ama definirse realista o positiva, y cuyo último objetivo es la reconstrucción del sistema jurídico como un anónimo sistema de fuerzas contrapuestas, gobernando, no por la referencia a la justicia (que se considera como un ideal irracional), sino por la efectividad del poder, un poder que, al ser jurídico, se reconoce y descubre sus propias capacidades únicamente en la dimensión de la sanción.  Es este horizonte, el tema de la inocencia no puede encontrar ningún espacio; la inocencia ya no es en sí, ya no es el valor que el derecho está llamado a tutelar con vigor; se reduce, en cambio, a una cualificación subjetiva realizada a partir de las categorías normativas del sistema mismo y, por consiguiente, intrínsecamente vacía e insignificante, una benévola concesión que se remite a la arbitrariedad soberana e impersonal con que el mismo sistema puede, a su propia discreción, calificar de culpable a un propio súbdito: entre la culpa y la inocencia no se da, en resumen, ningún salto axiológico; se trata de dos dimensiones, en fin de cuentas, simplemente diversas, por los distintos efectos sociales que se les atribuyen.  El éxito de este paradigma se puede sintetizar con las palabras utilizadas por André Gide en su reelaboración dramática del Proceso de Kafka: “La demostración de tu culpa ¿no está acaso en tu pena?  Tienes que reconocer tu error y convencerte de lo siguiente: soy castigado; luego, soy culpable”.

El segundo paradigma lee, en cambio, el derecho como estructura cuyo significado último es la defensa de la inocencia.  Como garantía de la coexistencia, como sistema de coordinación de las acciones, como administración de la justicia, el sistema del derecho tiene en la inocencia su propio presupuesto, su propia estrella polar, su propio baricentro: los hombres se relacionan recíprocamente porque se entregan los unos a los otros y confían en la recíproca inocencia.  La inocencia es, pues, siempre relacional; implica una confianza recíproca; presupone que los hombres conviven y coexisten dentro del respeto de reglas compartidas, objetivas, fundadas no en la prevaricación del más fuerte, sino en el común reconocimiento de lo que corresponde a cada uno.  La inocencia, pues, se remite a la verdad de la relación interpersonal. Por eso no existe nada más injusto que la violencia contra el más débil, y nada más desagradable que el engaño cuyo objeto es hacer parecer culpable al inocente.  Si a la experiencia jurídica se le quita la referencia a la inocencia, pierde su significado intrínseco, adquiriendo, al mismo tiempo, el significado completamente opuesto de estructura de dominio.  Esta es la puesta en juego de cuya gravedad la encíclica llama la atención del lector.

4.- Son distintas, obviamente, las posibles reacciones de carácter general al leer la encíclica (por lo que se refiere a las reacciones de carácter particular, a veces muy útiles, tanto para el consenso como para el disenso, no es el caso de detenerse aquí).  Muchas de estas reacciones, como ya se ha dicho, se ven falseadas por una errónea comprensión hermenéutica de su mensaje, por el injusto temor de que simpatizar con él implique una especie de “entrega” al Magisterio, considerado como autoridad -una especie de subrogado de la autoridad paterna- de la que hay que liberarse y estar lejos a toda costa.  Son temores que deberían definirse por lo que son, o sea infantiles, y el único modo para superarlos es leer la encíclica con espíritu libre, como una oportunidad preciosa para hallar en ella una Zeitkritik extremamente lúcida y cabal.  Reacciones como la que acabamos de describir son, al fin y al cabo, poco interesantes, aunque muy frecuentes.  Exigen una mayor reflexión, en cambio, otras reacciones: sobre todo aquellas que, al calificarse precisamente a partir de una lectura atenta de la encíclica y de una comprensión plena de su anuncio, terminan con la total intención de rechazarlo.  Este rechazo, como ya se ha dicho, puede estar motivado por la no aceptación del paradigma conceptual al que se remite la encíclica.  Es posible, desde luego, quedarse perplejos ante la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, a la que se refiere la encíclica (n. 72), como ante una formulación conceptual que adopta un lenguaje muy poco hábil, dotado hoy de un escaso impacto cultural, y estimar, por tanto, que sería no sólo posible, sino muy útil, e incluso un deber, formulario nuevamente.  Un jusnaturalismo más sutil que el que parece salir de la encíclica habría utilizado categorías conceptuales distintas; probablemente se habría remitido, más que a la ley civil, al sistema del derecho positivo; y más que a la ley moral, a los principios estructurales del derecho.  Es decir, habría renunciado a establecer una dialéctica, en fin de cuentas extrínseca, como la que ve contrapuestas la ética, por un lado, y el derecho, por el otro (considerados, ambos, según una formalización legalista), y habría insistido en mostrar que se debe exigir al derecho, no una fidelidad extrínseca a un sistema normativo distinto como el ético, sino una coherencia intrínseca respecto a los propios principios intrínsecos.

Pero el verdadero problema del rechazo a la encíclica, si las consideraciones manifestadas hasta el momento son consistentes, es, en realidad, muy distinto.  No se trata de un problema filosófico-conceptual, sino -como se ha notado reiteradamente- de un problema hermenéutico.  Tras las actitudes de antipatía despertadas por la encíclica se oculta, en la mayoría de los casos una orientación hermenéutica que ninguna reformulación de la encíclica podría alterar nunca en sus principios fundamentales.  Quisiera llamar brevemente la atención, ahora, precisamente acerca de las hipótesis de este tipo.

Rechazar la encíclica equivale, en este último sentido, a considerar sin fundamento el horizonte de significado que ella anuncia.  Si éste carece de fundamento, quiere decir que no se puede hacer con él una argumentación racional (esto es fácil de sostener, sobre todo por parte de aquellos que se adhieren a una visión muy estrecha de la racionalidad, es decir, de los que estiman que las argumentaciones, o son estrictamente factuales, o no se pueden fundar racionalmente), sino que cualquier opción en su favor lleva inevitablemente la marca de la mistificación.  Rechazar la encíclica equivale, pues, a adoptar una visión desencantada del mundo, a pensar que constituye un enigma inexplicable (es decir, que más que un cosmos constituye un caos, que más que un Universum constituye un multiversum).  Y, por consiguiente, a considerar que no es posible pensar (si no se vuelve a caer en las mistificaciones de la metafísica y de la religión) que el hombre posee una cierta dignidad intrínseca (y, por tanto, que la dignidad, sin no es concedida benignamente por quien tiene el poder de hacerlo, cada uno tiene a lo sumo que conquistarla, pero sólo, naturalmente, si tiene el valor de hacerlo…).  Equivale a pensar que no sólo la fraternidad, sino la misma igualdad, son mitos e ilusiones (y los mitos, tarde o temprano, se ven desmitificados…).  Y coherentemente, que la democracia es un mito, así como la misma ciencia del derecho, por lo menos cuando está llamada a defender la vida inocente como objetivo principal propio.  Rechazar la encíclica significa, al fin y al cabo, asumir una actitud fría respecto al mundo; considerarlo a priori carente de significado intrínseco; pensar que todo intento de donación de significado (como el que hace continuamente la Iglesia, para permanecer fiel a su misión) sea indebido.  No quiero decir, desde luego, que todos los que rechazan la encíclica comparten plenamente todas estas conclusiones; pero creo que el hecho de que muy pocos, entre los “laicos”, reconocen que este es el objetivo último y necesario de su perspectiva (o -como dice Alasdair MacIntyre- que entre Aristóteles y Nietzsche no hay nada intermedio), es una clara manifestación de la fragilidad de la cultura dominante a fines del segundo milenio.

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