I. ¿Por qué hablar de filosofía?

¿Por qué el Papa Juan Pablo II siente la necesidad de hablar ahora acerca de la filosofía y nada menos que en una Encíclica, en una carta circular a todos los Obispos, es decir, a los pastores de la comunidad creyente? ¿No parecieran tener más vigencia y ser más urgentes cuestiones que pertenecen a otras disciplinas? ¿No es, acaso, la filosofía un saber refinado y complejo, más bien ajeno a las vicisitudes diarias del hombre y, desde luego, por debajo de la que se mira como palabra de Dios? ¿Por qué, entonces, ocuparse de ella con tanto relieve en la culminación de un glorioso pontificado?

Cuestiones que pertenecen a las ciencias humanas y a las ciencias naturales golpean en la conciencia moral y también en la conciencia intelectual del hombre contemporáneo.  Ellas suficientemente podrían acaparar toda la atención de quien está llamado a guiar la marcha de la vasta comunidad humana por la que velan los ojos del Papa.  Pensemos, por ejemplo, en la biología, que ha invadido las zonas más íntimas de la vida, renovando el conocimiento de las relaciones entre el alma y el cuerpo.  En la física, que internándose en los últimos reductos de la materia plantea una cosmología capaz de abordar la cuestión de los orígenes del universo, asunto que importa a una concepción religiosa que habla de un Dios creador.  En la economía y en las ciencias políticas y sociales, que en las últimas décadas parecieran haber agotado sus recursos ideológicos dejando con las manos vacías la más alta voluntad política de la sociedad humana.  En la psicología, que explora tan a tientas, por no decir a ciegas, los mundos íntimos del alma en donde radica el destino personal del hombre.  En fin, en la misma teología, que con frecuencia pareciera asumir el papel de “sierva” que otrora asignara a la filosofía, haciéndose ella misma sierva, a veces, de la última novedad filosófica o científica? ¿Por qué ocuparse prioritariamente de la filosofía?

Por otra parte, ¿no ha sido, acaso, la misma filosofía la que ha querido abdicar de sí en nuestro tiempo? ¿no ha apelado a palabras que han adquirido valor de cambio en el lenguaje de nuestra cultura intelectual, como “superación de la metafísica”, “eliminación de la metafísica”, “postmetafísica”, “destrucción de la ontología”, “dialéctica de la filosofía”, en fin, “muerte de Dios”, que desde los escritos de Nietzsche o Heidegger, de positivistas, marxista, estructuralistas y postmodernos, llenan la cabeza de intelectuales sujetos a la orden del día, y con las cuales la filosofía pareciera aspirar sólo a su negación? ¿No es ésta la hora de sofistas y escépticos, es decir, de quienes desde siempre han hecho profesión de negar la filosofía aparentemente desde dentro de ella? ¿Tendrá la filosofía otro destino, entonces, que no sea renunciar a sí misma oyendo la voz desesperanzada de sus marineros sin rumbo?

II. Parálisis en el sistema nervioso del saber

El panorama aludido permite entrever un significativo rasgo que caracteriza el estado de todas las disciplinas del saber de rango superior -el estado de la ciencia actual- por uno de sus costados, el que seguramente más importa al hombre y su destino.

El desarrollo casi explosivo de las ciencias, que ha caracterizado a nuestro siglo, simultáneamente ha conducido a todas las disciplinas del saber a cuestiones últimas que brotan en cada una de ellas, pero que no crecen dentro de ellas.  Ninguna, tal vez, se salva; ninguna puede sentirse definitivamente instalad en su nicho y en condiciones autárquicas.  Y todas parecieran quedar, entonces, en una especie de paradojal perplejidad: por una parte, llenas de orgullo y satisfacción en la consideración de sus propios poderes.  Y, no obstante, vacilantes y desarmadas en los umbrales de lo que divisan como un vasto horizonte que las desborda.  ¿Por qué ha ocurrido esto?

Los poderes fáusticos que las ciencias han exhibido en la época moderna han legitimado sus pretensiones de autonomía y su emancipación respecto de la que fuera vista como reina de las ciencias: la filosofía.  Pero no son las ciencias quienes la han destronado.  Ella misma abdicó; consumó su energía en una mirada narcisista, en una contemplación de sí que ha sido una renuncia, una pérdida de sí misma.

Entonces, entre la filosofía y la ciencia, entre la filosofía y la poesía, entre la filosofía y la fe, como si hubiera ocurrido un vasto cortocircuito, o un proceso de degeneración del sistema nervioso del saber, se abrieron espacios que pronto se resquebrajaron y abandonaron, como esas tierras resecas y erosionadas que se convierten en desiertos.  Cada uno de esos numerosos ámbitos del saber y de la actividad del espíritu creyó que podía vivir de sí plena y autónomamente.  La conciencia intelectual, que se proyecta en un haz de disciplinas disparadas en todas direcciones, pareciera tocar en cada una de ellas graves cuestiones humanas para dejarlas, no obstante, vibrando a la espera de un sentido.  Esta ruptura y dispersión ha alcanzado caracteres de naufragio.  Entonces, como dijera Nietzsche: el desierto crece en la periferia del saber.

Este no es un problema científico o epistemológico, una cuestión que a nivel de las ciencias pudiera despacharse.  Se trata, en realidad, de la filosofía.  De un asunto que figura en el ámbito de la filosofía desde sus mismos orígenes.  No es vano hasta el siglo XVII, por lo menos, “filosofía” fue el nombre del corpus íntegro del saber.  Es lo que el Papa ha llamado en su Encíclica la cuestión del sentido; más precisamente, de la “crisis del sentido”.

Pero si el asunto atañe esencialmente a la filosofía, la filosofía de nuestro tiempo, deseosa quizá de abordarlo, en definitiva, parece eludirlo.  Pareciera querer realizar nada más que ejercicios con los saberes de las ciencias, transformándolos en invasores de sus propios dominios, es decir, del campo propio de la filosofía.  Uno se pregunta, entonces, si está hoy la filosofía a la altura de su tiempo y de su cometido, si vive de sí o está llevando una existencia entre parasitaria y epigonal.

Las ciencias pasan, entonces, a asumir por separado, por cuenta propia y más allá de sus propios recursos, gestos invasores de los dominios filosóficos.  Intentan, así, suplir una carencia.  Hacen de esta manera gestos de orfandad.  Son los signos de una pérdida del sentido del universo al que las ciencias pertenecen.  Las ciencias crecen entonces desordenadamente, con límites imprecisos, cargadas de incógnitas que no gobiernan; usando una expresión popular, como plantas que se van de vició, a la espera de la próxima “revolución” que vendría a reconstruirlas.  Matemática o lingüística; física, biología, psicología o historia; economía o sociología, simulan a tientas la filosofía.

Reina, entonces, lo que el Papa ha llamado una “desconfianza en la verdad”.  Desconfianza que parece ligada a un resentimiento de la inteligencia -o con la inteligencia- cultivado en la filosofía contemporánea.

Bien mirada, no obstante, ésta ha sido como una perversión constante de la filosofía.  Fue puesta en práctica, desde sus orígenes, por sofistas y escépticos.  En los sofistas prevalece una voluntad imperiosa que se complace en sí misma.  Nietzsche y Heidegger lo pusieron más claro: voluntad de “nada”.  Así se genera el nihilismo.  Los escépticos, a su vez, no creen en la verdad.  Afirman que nada es verdadero, que nada se sabe de verdad, sino lo que cada cual interpreta a su modo.  Aman, en el fondo, lo que antiguamente llamaron ataraxia, es decir, una especie de imperturbable tranquilidad que creían conquista mediante la abstención de todo juicio; una forma de egoísmo hedonista que seguimos practicando.

El Papa muestra todas las variaciones que esas actitudes constantes toman en el mundo contemporáneo.  Relativismo, Agnosticismo, Pluralismo, Eclecticismo, Historicismo, Positivismo, Pragmatismo, Existencialismo, indefinidas Hermenéuticas y Análisis del lenguaje.  El sentido de la verdad tiende a borrarse, a perderse en rebuscadas faenas, a ocultarse detrás del dato, de una estructura lógica, de la eficacia técnica, de un puro contexto histórico, del abuso retórico; es decir, detrás de las que no son sino instancias secundarias del conocimiento real.  La voz del Papa, entonces, clama por un mundo a la medida de la inteligencia humana en donde el saber tenga sentido.  Y habla de filosofía justamente porque reclama la manera de edificarlo y de situarse en él.

III. Modernidad y Nihilismo

Esta crisis que atraviesa el universo del saber y que lo deja constituido en un archipiélago del cual las aguas parecieran evaporarse, se mira como si fuera una crisis de la modernidad o de alguna gran etapa histórica.  Una excesiva inclinación historicista tiende a explicar todas las cosas pintando frescos históricos de gran tamaño.  Léase Spengler o Toynbee, Foucault o Fukuyama, léase a los postmodernos.  Obsérvese cómo construyen sus hipótesis, tácitamente, sobre la creencia, un tanto pretenciosa, de estar inaugurando una nueva época.  Como si bastara con golpearse la cabeza contra el muro de la historia para que se abrieran las puertas de una nueva era.

Quienquiera lea con un mínimo grado de lealtad intelectual a los grandes pensadores modernos, a Descartes, Kant o Hegel -por ejemplo- comprenderá que no es propiamente en una crisis de la edad moderna donde nos hallamos.  Lo que hay en esos hombres, vigías de su época, es una poderosa visión filosófica íntimamente ligada a una gran tradición.  Pero ocurre que esas visiones muy rápidamente se desfiguran en el tiempo.  Así, la penetrante metafísica cartesiana a poco andar se torna conceptualismo racionalista; la crítica kantiana de la razón en su dimensión teórica y práctica, se torna positivismo unidimensional; la filosofía hegeliana del espíritu, rica en teología y metafísica, se convierte en marxismo ramplón. ¿Qué destino es éste de la filosofía que la hace encenderse y apagarse, sucesivamente, como Heráclito decía del logos, según un extraño ritmo histórico?

No es precisamente a la modernidad, a este tópico ambiguo que pretende demasiado y dice poco, al que hay que acudir para explicarse lo que hoy ocurre.  En las primeras décadas de nuestro siglo la idea de modernidad fue analizada por pensadores como Weber, Husserl o Maritain.  En ese marco, Husserl criticó la concepción del mundo en la impronta del racionalismo de índole físico-matemático, Weber analizó las estructuras sociales y Maritain, la ruptura con el orden metafísico y religioso. Pero el fresco histórico al que hoy se acude arranca, en rigor, de Nietzsche y se proyecta como nihilismo.  El diagnóstico de Nietzsche, que fue un juicio un tanto salvaje acerca de la genealogía de la moral, sobre el trasfondo de la cultura de Occidente, se ha convertido en una especie de virus intelectual que contamina todo: el mundo de la literatura y de la política, de la ciencia y de la conducta cotidiana.

Sospecho, no obstante, que también la interpretación nietzscheana hizo crisis y que ha caído bajo esa rutina del mundo histórico que rápidamente condena a la filosofía y la rebaja; que le pierde el rumbo y la banaliza.  La pretensión a la grandeza, al superhombre y a la transmutación de los valores, del nihilismo nietzscheano, se ha tornado frívolo escepticismo, anarquismo retórico, del que ya se puede salir y, como de ciertas enfermedades, fortificado.

La voz del Papa es un llamado.  No es, por supuesto, la voz de un filósofo.  Es la voz de un Pastor que mira con generosidad la suerte de su rebaño, en el que reconoce a la humanidad toda.  Y que siente la necesidad de hablar acerca de la filosofía porque su sensibilidad moral y su elevada visión de los tiempos le permiten presentir aquí un nudo, una cuestión esencial y también un camino.  El Papa no habla como filósofo, ni canoniza ninguna filosofía.  Habla acerca de la filosofía.  Habla de lo que la filosofía representa para el hombre y de lo que significa para la presencia de la fe en Jesucristo en el mundo de hoy.  Es así como debemos oírle.

IV. Sentido y verdad

El Papa no habla de la filosofía como una nueva doctrina, ni como una vieja doctrina.  El Papa habla de lo que ha sido la más profunda experiencia intelectual de la humanidad.  Habla de lo que considera un núcleo constante de conocimientos que integran el patrimonio espiritual originario de la humanidad del que forman parte concepciones fundamentales, como la que corresponde a la idea de un sujeto libre e inteligente capaz de conocer a Dios, principios intelectuales, como la no contradicción o la causalidad y normas morales básicas comúnmente aceptadas.  Todo ello forma una especie de filosofía implícita, universalmente compartida y que pareciera constituir lo que los antiguos llamaron un ortos logos, una recta ratio.

El Papa lee ese patrimonio ya en los grandes libros que son como los cimientos de la cultura humana.  Desde luego en la Biblia; pero no sólo ahí.  También en los Veda y los Avesta, o en los escritos de Confucio y Lao-Tze, en la predicación de Buda, en los poemas de Homero y en los trágicos griegos, en fin, en los filósofos clásicos, Platón y Aristóteles.  Este es el humus sobre el cual el Papa ve florecer la filosofía.  ¿Cuál es, entonces, el carácter que el Papa reconoce en la filosofía y que pone de relieve en Fides et Ratio?.  El Papa descubre en la filosofía una fuente de “sentido”.  Echa mano, así, de una idea clave del pensamiento contemporáneo, que está en la fenomenología de Husserl, como en la analítica existenciaria de Heidegger, en la semántica de Frege, de Wittgenstein y de los analíticos del significado y la verdad en el pensamiento anglosajón de este siglo.  Podría ponérsela en breve con palabras de Wittgenstein: “el pensamiento es el enunciado con sentido”.  Extrae, pues, esta noción fundamental suya y que está en el centro de su Encíclica, del centro mismo de la filosofía contemporánea.

“Desde siempre una necesidad de sentido acucia el corazón del hombre”, dice la Encíclica.  Sentido es la dirección hacia la que un conduce, la intencionalidad que se diseña sobre un fondo, algo que se indica, a lo que se apunta.  Se habla del sentido de la propia vida, del sentido de una expresión o del sentido de un acontecimiento, del sentido de la existencia humana, del sentido de la historia.  Se nombra así cierta unidad todavía invisible, pero latente ya en lo que vemos.  De una estructura virtual que reúne y completa una figura, una forma, un acontecimiento, una realidad, una historia.  Aquí se trata del hombre, de la existencia humana.  Pues bien, la filosofía es búsqueda del sentido de la existencia humana.  Y a lo que apunta es a la verdad.

V. Verdad

¿Qué significa “verdad”?  Con esta pregunta entramos en el núcleo de la filosofía.  Y, al parecer, en terreno conocido. ¿Quién no usa o no oye usar corrientemente esta noción, dándola por entendida? “Quiero saber la verdad de lo ocurrido”, “juro decir la verdad” “no es verdad lo que dijo”, son giros ordinarios de nuestro lenguaje.  Pero, ¿entendemos qué significa “verdad”? Habría que decir lo que San Agustín decía respecto del “tiempo”: cuando no me lo pregunto ya no lo sé.

Cuando decimos que algo es verdad, queremos decir que eso es así como lo decimos.  De tal manera que, respecto de la verdad, se ha hablado, por eso, de “adecuación”, de “correspondencia”, de “redundancia” entre lo que se dice y lo que es.  Decir “es verdad que César fue asesinado” no sería otra cosa que decir “César fue asesinado”; y punto.  La verdad de la afirmación “César fue asesinado”, en definitiva, sería el hecho mismo del asesinato.  La verdad de lo que decimos consistiría en lo que es.  Cuando decimos “la nieve es blanca”, como oración que escribimos entre comillas, decimos una verdad, si y sólo si la nieve es blanca cuando la vemos caer en un frío invierno, o la miramos en Los Andes.  Verdad y ser, decían los medievales, se convierten recíprocamente.  La cuestión de la verdad y del sentido de la inteligencia y del pensar -del sentido de la filosofía- transporta de inmediato a los principios de la metafísica.

En lo poco que recién ha sido dicho hay tres problemas filosóficos de mucha envergadura, en los que si bien no cabe entrar ahora, es necesario distinguirlos para apreciar la cuestión.  El primero es la clase de “decir” que la verdad convoca y que pareciera establecer esa correspondencia o adecuación que podría considerarse redundante.  No cualquier decir apunta a la verdad, pero en alguna medida todos dependen de ella.  El segundo problema cabe plantearlo sencillamente así:  de qué hablamos al decir “lo que es”.  Y, finalmente, el tercero: ¿cómo se ligan las dos cosas, el “decir” y “lo que es”?  He ahí un complejo de cuestiones propias del saber metafísico.

Por momentos este género de cuestiones ha quedado subsumido en nuestra época bajo las pretensiones exclusivistas de un análisis del conocimiento en las formas del lenguaje y de la lógica.  Que la palabra “verdad” nombre el “ser”, pareciera haber perdido vigencia.  Un distinguido filósofo contemporáneo de la lógica y la matemática, el norteamericano Quine, ha dicho, no obstante, lo justo.  “Verdad”, como predicado, dijo Quine “sirve para recordar que, aunque estamos mencionado oraciones, todo lo que importa es la realidad”.

Podríamos decir: cuando hablamos, lo que importa es aquello de lo que hablamos, es decir, las cosas, la realidad.  Y éste es el tema originario de la metafísica: la cuestión del ser y de la verdad del ser en el conocimiento verdadero que la inteligencia humana alcanza.

Estas breves consideraciones nos permiten situarnos en la profundidad de los que el Papa ha dicho acerca de la filosofía.  Cuando habla de la filosofía no habla de una doctrina, ni de un sistema ya hecho y sabido.  El habla de lo que llama el “pensar” filosófico.  En su escritura destaca el verbo: la prioridad la tiene, dice, el “pensar filosófico”.  Y afirma, entonces, que el sentido del pensar filosófico es la verdad.

El Papa asigna a la verdad sentido metafísico porque en ella de lo que en definitiva se habla es del ser.  Se trata de lo que las cosas son en su propia e ineludible realidad.  Pero ésta no termina en ellas mismas, sino más allá.  Ahí donde todas las cosas se encuentran justamente por el hecho de ser.  De esta dimensión universal habla la metafísica.

Por eso el Papa reclama lo que llama “una filosofía de alcance auténticamente metafísico” que no es ni una escuela específica, ni una corriente histórica particular, sino el sentido mismo de la filosofía.  Un sentido que a su entender aparece ya en la reflexión de Israel donde se constituye como un camino sin descanso, que no es meramente fruto de una conquista personal y que se abre, en el “temor de Dios”, a una trascendencia soberana y a un amor providente en el gobierno del mundo.  Si con los griegos la filosofía adquiere su verdadero rostro, queda claro para el Papa que en este rostro están todos los signos de la cultura humana universal.

La inteligencia del hombre apunta a una verdad última de ese estilo.  El Papa dice: “se puede definir al hombre como aquel que busca la verdad”.  Poseer un logos, ser racional, en el sentido clásico, es esto, justamente.  Tenemos esta insaciable e infinita curiosidad que nos mueve a cada paso: queremos saber qué pasas, qué hay, qué es lo que es y fundamentalmente quién soy.  Porque es en la realidad donde el hombre se conoce a sí mismo.  Por eso el hombre busca la verdad como algo decisivo y absoluto.

No se trata meramente de una definición abstracta en la que el Papa se aventure.  La suya es una comprensión precisa de lo que es la filosofía.  No es que el Papa intente sentar una nueva teoría en los dominios de una filosofía acerca de la filosofía.  Lo que hace es descubrir el nervio central del pensar filosófico, su proyección hacia la verdad y el ser.  Y esto por una razón concreta: porque, dice, prescindir de la verdad, desconocerla, quedar indiferente ante ella, “comprometería la existencia del hombre”.  Esto es lo que importa al Papa: la existencia del hombre y su destino.  Acerca de esto su palabra tiene altísima autoridad.

VI. El alado cuerpo de la existencia humana

¿Qué se entiende cuando se habla de lo que es, de lo que existe, de lo que hay? Existencia, ser, realidad ¿qué significan?  Estamos en los dominios de la filosofía en su dimensión metafísica.  No obstante, el asunto pareciera estar claro a primera vista.  Hay tierra y agua, hay animales y estrellas; hay instituciones y teoremas; hay palabras y números; y las ciencias respectivas.  También se cree que hay ovnis, vida en Marte, fantasmas y otras entidades.  Y que no hay sirenas, éter o flogisto.

Lo que no está claro son los límites y la manera de trazarlos.  El astronauta soviético declaró que Dios no existía porque no se había topado con él en el cielo en su viaje interespacial.  Los límites de lo que existe eran harto estrechos en el mundo al que él pertenecía.  ¿Por qué ser y no más bien nada? ¿Qué es lo que existe y qué significa existencia?

El 97% de los encuestados recientemente en Chile han dicho creer que Dios existe.  Y me atrevo a sospechar que con el 3% restante se podría llegar a un acuerdo.  Pero, claro, ¿qué contiene esa creencia?  Aquí el asunto se complica.  Hay en ella una afirmación de la existencia en sus mismos límites.  Y se trata de una manera de ser, que es la de Dios.  La Encíclica propone un para de cosas que vienen a aclarar tales cuestiones.

La primera fue afirmada categóricamente por San Pablo en el principio de su Epístola a los Romanos: lo invisible de Dios puede ser conocido por la inteligencia del hombre a través de las creaturas del mundo.  La filosofía lo ha afirmado a todo lo largo de su historia con impresionante fuerza; desde Heráclito y Platón hasta Kant y Hegel, por lo menos.  Y cuando modernamente ha querido decir que Dios no existe lo ha hecho a costa de cerrar el ámbito del pensar o de invertir los argumentos de Kant y Hegel.  Heidegger tiene razón cuando dice que la filosofía tiene una dimensión ontoteológica; en ella, diría Ortega, Dios está a la vista.

El Papa ha querido situarse en este horizonte, en este límite al que la filosofía claramente conduce.  Y ha querido mostrar, primero, que la inteligencia conduce hasta ahí.  Es lo que afirma cuando dice en su Encíclica Intellego ut Credam. Tanto los libros sapienciales de la Biblia como la filosofía a lo largo de su historia, lo confirman categóricamente.

Pero inmediatamente dice, desde una perspectiva más propia suya, algo más decisivo.  La “circularidad” -afirma el Papa- que va de la palabra de Dios, como fuente original de conocimiento, a una inteligencia de la fe.  El Papa la expresa con antiguas palabras agustinianas: Credo ut Intellegam.

“Creo”: desde esta actitud esencial e inspiradora, que es la fe, la inteligencia filosófica vuela poderosamente y purifica lo que la creencia contiene, elimina de ella lo que haya de gnosis, de superstición o mitología, y hace resplandecer la fe en su luz originaria, como hace brillar todo lo que la realidad le ofrece.  La revelación ilumina así toda realidad, porque en ella aparece como su fuerza creadora.  Creo para entender.  Pero, a la vez, entiendo para creer.  La inteligencia me aproxima a lo que creo.  Limpia la mirada a la visión de la fe.  ¿Por qué creo? Creo, porque Dios mismo ha querido revelarse, como decía San Pablo a los Efesios, y su gracia ha llegado hasta mi propia fe; es decir, hasta esta elección fundamental de mi propia vida.  No obstante, y aquí entramos en el misterio más oculto de la fe, lo que por esta vía llegó a poseer, en definitiva, es una “sabiduría de la Cruz”, contrapuesta, como dijera también San Pablo, a la “sabiduría de este mundo”.  Aunque una “sabiduría” que proyectará intensa luz sobre los lugares más oscuros de la existencia, como son el mal, el dolor y la muerte.

Esta sabiduría del Hijo de Dios crucificado es un acontecimiento que “desafía toda la filosofía”.  El Papa dice: “contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del sentido de la existencia”.

¿Tengo, acaso, una razón decisiva para acoger esta verdad?: No. Si la tuviera, la fe no sería ni una gracia, ni una elección.  Tengo, sí, poderosas razones que me dejan en el umbral de esta gracia y de esta elección.  Quizá la más poderosa sea la filosofía.  Y tengo también para creer unas razones, débiles en sus posibilidades cognoscitivas, pero ricas desde otros puntos de vista humanos, que brotan de nuestra capacidad de confiar en otro.  De establecer “una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro” y acoger lo que dice, a la que el Papa llama “evidencia de un amor”.  El mártir es su más auténtico testigo.  La persona de Cristo se yergue ante la fe con esta fuerza, como Verbo de Dios y como hombre.  La Encíclica es, entonces, una exhortación a la filosofía.  A un pensar abierto a la fe y capaz de nutrirse de ella.  Exhortación que la propia filosofía ha debido hacer en sus polémicos orígenes, como lo acreditan ya los Diálogos de Platón y el Protréptico de Aristóteles.  Desde Sócrates, Platón y Aristóteles, a San Agustín y Santo Tomás de Aquino, a Descartes y los grandes filósofos modernos, a Heidegger o Wittgenstein, la filosofía ha debido navegar contra corriente de un mundo de apariencias, prejuicios y mentiras, en resuelta búsqueda de la verdad.  La filosofía ha sido un ejercicio radical y crítico de la inteligencia, abierta a lo que de verdad es real.

La filosofía abre el horizonte de la fe no de otro modo a como se abre el ojo a la contemplación del mundo.  Fe y razón son las alas que elevan a la contemplación de la verdad.  De una verdad que esclarece realmente el misterio de la existencia humana.

“La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad.  Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo” (Fides et ratio n. 1).

Así comienza esta Encíclica que, a más de un siglo de la Aeterni Patris, de León XIII (4 de agosto 1879), plantea de nuevo el tema de la relación entre fe y razón y, por lo tanto, entre teología y filosofía.

La relación entre la teología y la filosofía, siempre afirmada por la Iglesia, radica en el deseo innato en el hombre de conocer la verdad.  El hombre no puede vivir sin la verdad.  Desde el despertar de su conciencia necesita saber lo que son las cosas, el porqué de lo que sucede.  Basta escuchar a un niño desde que empieza a hablar, a comunicarse y a maravillarse frente al mundo que lo rodea, y a interrogarse sobre lo que hay que hacer o no hacer.  Esa inquietud termina por ir dirigida hacia sí mismo: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y adónde voy?.  Es decir, el hombre se pregunta acerca de su identidad, ya que, como Adán, no puede menos que sentirse diferente de todo lo que lo rodea, incluidos los animales, acerca de su origen y su destino.  Pero junto con estas interrogantes están las que se refieren a circunstancias que afectan su existencia de manera muy especial, como la existencia del mal; del mal físico y del mal moral.  De ahí las preguntas acerca del sentido de los actos humanos.  Qué es lo que los hace buenos y qué es lo que los hace malos.

Tener una respuesta a estas interrogantes es lo que le permite al hombre sentirse en posesión de una vida propiamente humana.  Desde que el hombre es hombre no hay grupo humano, por primitivo que sea, que no tenga respuestas precisas acerca de esas interrogantes, que, en el desarrollo multisecular del pensamiento, han alimentado la reflexión sapiencial y las diversas escuelas de filosofía.  Como dice la Encíclica, “el hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo que puede hacer cada vez más humana la propia existencia” (n. 3).  Entre esos medios destaca la filosofía.  Ella, reconociendo la dignidad del acto de pensar que busca la verdad, ha conseguido, al margen de la diversidad de sistemas, llegar al reconocimiento de los principios básicos de un pensar que se encamine con seguridad al descubrimiento de la verdad.  La Encíclica recuerda, por ejemplo, los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, y también la concepción de la persona como sujeto libre e inteligente, capaz de conocer a Dios, la verdad y el bien (cfr. N.4).

La filosofía se encuentra con la teología

En este caminar, la filosofía no puede dejar de encontrarse con la teología, que razona a partir del hecho de la Revelación.

Es cierto que “La verdad alcanzada a través de la reflexión filosófica y la verdad que proviene de la Revelación no se confunden”.  Como enseña el Concilio Vaticano I, “hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe divina; por su objeto también porque aparte de aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios, de los que, al no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia” (Const. Dei Filius, CIV, FR n.9). Sin embargo, también es cierto “que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe”.  “El Dios que se revela en la historia de la salvación no es otro que el que los hombres buscan conocer aunque sea a tientas, y que, al menos imperfectamente, llegan o deben llegar a conocer, como dice San Pablo en la epístola a los Romanos (1,19s).  La vida más allá de la muerte, que el hombre llega a intuir con su inteligencia, es la que se nos revela en plenitud por Jesucristo.  La felicidad que el hombre se esfuerza por alcanzar por sus actos buenos es, en definitiva, la que Dios le ofrece por su gracia.  Es verdad que la Revelación descubre misterios que el hombre nunca podría alcanzar por su sola razón.  Como dice lo Encíclica, no hay que olvidar que la revelación está llena de misterio (n.13): que el Dios que el hombre busca conocer es Trino; que Jesús es el Hijo de Dios encarnado; que la felicidad radica en la participación de una bienaventuranza que se consuma en el conocimiento y el amor de Dios en Jesucristo; que el misterio del mal alcanza su plena explicación sólo a la luz de la sabiduría de la Cruz.  Son verdades que superan lo que la mera razón humana puede alcanzar por sus fuerzas, porque se trata de conocer al mismo Dios como Él es y su plan de salvación tal como Él, en su infinita sabiduría y libérrima voluntad, lo ha decidido.  Pero no contradicen a la razón, que busca la verdad con sus propios modos de proceder, y que lo hace rectamente.  La verdad revelada acogida por la fe ilumina la razón desde lo más alto y la obliga a plantearse, como razón humana y respetando sus propias leyes, cuestiones que, sola, ni siquiera había sospechado: como el misterio de Dios en sí mismo, o el de la Encarnación.  Y también otras que sin ser en sí inaccesibles a la razón, ésta, dejada sola, tal vez nunca habría descubierto.  Entre éstas, el Papa menciona: “el concepto de un Dios personal, libre y creador, que tanta importancia ha tenido para el desarrollo del pensamiento filosófico y, en particular, para la filosofía del ser, (…) la realidad del pecado (…) la cual ayuda a plantear filosóficamente de modo adecuado el problema del mal. Incluso la concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la fe.  El anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de los hombres (…), el descubrimiento de la importancia que tiene también para la filosofía el hecho histórico, centro de la Revelación cristiana” (n.76).

La teología necesita de la filosofía

La teología, por su parte -recuerda la Encíclica-, requiere de la filosofía y recurre a ella.  La teología es una reflexión racional y crítica sobre la verdad revelada, a la luz de la fe. Presupone, por lo tanto, “una razón educada y formada conceptual y argumentativamente”.  La necesita además “para verificar la inteligibilidad y la verdad universal de sus aserciones” (n.77).  De ahí la necesaria relación entre ambas.  Esta es una de las conclusiones de la Encíclica a la que se debe poner especial atención en nuestros días.  Que los teólogos “dediquen particular atención a las implicaciones filosóficas de la palabra de Dios y realicen una reflexión de la que emerja la dimensión especulativa y práctica de la ciencia teológica”.  Y, en la formación sacerdotal, tanto académica como pastoral, “que cuiden (quienes tienen esa responsabilidad) con particular atención la preparación filosófica de los que habrán de anunciar el Evangelio al hombre de hoy” (ss.105).

La oportunidad de esta Encíclica, que prolonga la reflexión de la Veritatis splendor acerca del tema de la Verdad, resulta de la actual situación de divorcio que reina entre la filosofía y la teología.  A ella se refiere este documento, como un “drama”.  A partir de la Baja Edad Media, la legítima distinción reconocida por los grandes teólogos medievales, San Alberto Magno y Sto. Tomás de Aquino, se transforma en “una nefasta separación” debido al “excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores” (n.45).

Este proceso, descrito en la Encíclica, que ha llevado al pensamiento filosófico moderno a alejarse progresivamente de la Revelación cristiana, a través del idealismo, el humanismo ateo, el positivismo y el nihilismo, ha cambiado el papel mismo de la filosofía, reduciéndola de su carácter de sabiduría y saber universal a “una de tantas parcelas del saber humano”, papel -en algunos aspectos- del todo marginal.  Más aún, se ha llegado al “ofuscamiento de la auténtica dignidad de la razón”, negándole su capacidad de conocer lo verdadero y de buscar lo absoluto (cfr. N. 47).  Por otra parte la fe privada de la razón, “ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal” (n.48).

Credo ut intellegam

Así, la Iglesia defiende decididamente los fueros de la razón humana, y al hacerlo, defiende también la autenticidad y la validez de la fe porque, como dice la Encíclica, “es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición.  Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser” (n.48).  Es la fe la que obliga a la razón a mirar y a reflexionar acerca del ser absoluto, subsistente, a partir del conocimiento de Aquél que se presenta a sí mismo como “El que Es” (Ex 3,14s).

Estas advertencias resultan muy oportunas en nuestro tiempo, que ha visto una real desafección en los medios eclesiásticos y en los currículos de la formación sacerdotal por el estudio de la filosofía, y en particular de la metafísica, con un real peligro de fideísmo; y en que la acción pastoral ha sido entendida con frecuencia como contrapuesta a “lo doctrinal”, tomando lo último como el esfuerzo que la razón debe hacer por comprender las verdades de la fe con una inteligencia crítica.  Estas posturas, hasta donde puede ver, ya van pasando, pero en sus momentos más críticos significaban una literal renuncia a “enseñar”, pretextando que cada fiel cristiano, asistido por el Espíritu Santo y fundado en su propia experiencia, debía llegar al conocimiento de la voluntad de Dios, es decir, de la verdad práctica.  Porque la verdad dogmática era para ellos carente de significado pastoral.  Esta actitud desconocía evidentemente que Jesús apareció en primer lugar como un Maestro.  Que en la mayor parte de los Evangelios aparece enseñando, tratando de hacer accesible a la inteligencia no sólo la conducta que el hombre debe llevar, sino también el misterio del Reino, y de la naturaleza misma de Dios que Él vino a revelar como Padre.  Lo mismo puede decirse de San Pablo, que en cada una de sus Epístolas expone el misterio cristiano, cuya inteligibilidad presupone accesible a todo hombre de toda cultura, y del cual deduce el comportamiento moral correspondiente.  La enseñanza, la didajé, es así uno de los pilares sobre los que se asienta el cristianismo desde sus primerísimos orígenes (Hech 2,42).  Como dice la Encíclica: “La Sagrada Escritura presupone siempre que el hombre (…) es capaz de conocer y de comprender la verdad límpida y pura.  En los Libros Sagrados, concretamente en el Nuevo Testamento, hay textos y afirmaciones de alcance propiamente ontológico.  En efecto, los autores inspirados han querido formular verdaderas afirmaciones que expresan la realidad objetiva (n.82).  San Juan y San Pablo hacen afirmaciones sobre el ser de Cristo.  Y lo mismo es válido para los juicios de la conciencia moral que la Sagrada Escritura supone que pueden ser objetivamente verdaderos.

En la Encíclica aborda esta verdad siempre conservada por la Iglesia citando el conocido texto de los Hechos de los Apóstoles, en el que se narra lo que podemos considerar el primer encuentro de la fe cristiana con la filosofía (Hech.17, 22-34).  Es claro que a los atenienses San Pablo no les argumenta como a los judíos.  No parte por el Dios de la Historia de la salvación, sino por el Dios creador, Aquel que trasciende todas las cosas y que ha dado vida a todo.  Pues bien, ese Dios creó todo el linaje humano con el fin de que buscasen a la divinidad, para ver si a tientas las buscaban y la hallaban (17, 26-27).  Es que el que cree en Jesucristo está cierto de que “en lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios” (n.24).  Esa nostalgia es la que aflora frente a Jesucristo en la forma de una súplica: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta” (Jn.14,8).  Por eso, aunque San Pablo acomode su argumentación a las premisas conocidas por las atenienses, su objetivo es anunciar el misterio de Cristo, en el que se encuentra la culminación de toda sabiduría humana.  La actitud del Apóstol de los gentiles prepara ya la de San Justino con su teoría del logos spermatikos, según la cual el Logos que se manifestó proféticamente (en figura) a los judíos en la Ley, también se manifestó, aunque parcialmente, bajo la forma de semillas de verdad a los griegos.  Por lo cual, si el Antiguo Testamento tiende a Cristo como la figura (typos) tiende a la propia realización (la alezeia, la verdad), o la verdad griega tiende a Cristo y al Evangelio como la parte (meros) tiende al todo.  En consecuencia, la filosofía griega no puede acudir a ella como si fuera un bien propio, porque “todo lo hermoso (kalos) que haya dicho cualquier persona, nos pertenece a los cristianos” (2 Apología, 13,4).

Buscar la sabiduría

Tocamos aquí un tema que el Papa desarrolla a lo largo de toda la Encíclica: el de la filosofía en su “dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida” (n.81).

Tal fue el objetivo de la sabiduría en la antigüedad, y sus preocupaciones fueron asumidas en la Revelación.  Con la Ley y los Profetas, los libros de Sabiduría asumen en el canon bíblico el esfuerzo del pensamiento antiguo para aprehender la verdad.  Sus preguntas son las que ya hemos mencionado: el origen y el sentido del hombre, del mundo, de las instituciones fundamentales (el matrimonio, la familia); el mal, la muerte, el destino último; en fin, cómo alcanzar la felicidad.  Las respuestas dadas por los mitos clásicos a partir de concepciones dualistas o panteístas, muestran bien la dificultad que tiene frente a esos temas la inteligencia humana para alcanzar la verdad plena, que supere un inmanentismo naturalista que, en definitiva, es incapaz de reconocer toda la dignidad del hombre.  Para el mito de Gilgamesh, por ejemplo, el hombre no merece ningún canto de admiración como el que entona el Ps.8 (“¿qué es el hombre…?  Apenas inferior a un dios le hiciste…”).  Pero el salmo está iluminado por la fe en un Dios que muestra un interés sorprendente por el bien, la felicidad, la vida del hombre.  Ese interés divino por el hombre es el que, en la plenitud de la Revelación, va a hacer exclamar a San Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoce a Él, queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos.  Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn.3,1-2).  Como vemos, San Juan habla de un “conocimiento” que el mundo debería alcanzar.  Es el conocimiento de quién es verdaderamente el hombre, y que no se puede alcanzar sino desde el conocimiento de Dios, o tal vez, de Jesucristo, que es, según el prólogo de su Evangelio, aquél que “el mundo no conoció” (Jn.1,10).  Ese conocimiento constituye una auténtica sabiduría cristiana que se cumple en la visión de la realidad del hombre en su perfecta realización, tal cual se manifiesta en Jesucristo glorioso. Nada de esto en Gilgamesh ni en los mitos en general, para los cuales el hombre es un ser trágico carente de verdadero sentido.  Incluso la filosofía griega, que llega a reconocer las cualidades más altas del hombre, plantea una cierta melancolía ante la conciencia, tanto más penosa, de su precariedad, de la fugacidad de la belleza y de las alegrías de esta vida.  Seguramente eso es lo que los griegos expresaban con la estatua al dios desconocido.  Los dioses que ellos conocían no conseguían darles la tranquilidad definitiva acerca del sentido de su propia existencia.  Pero este sentido lo esperaba de una fuente de conocimiento más alto, aunque aún desconocida.

Y si esto era así en una filosofía capaz de asumir la trascendencia, como se ve por el uso que de ella hizo la fe cristiana, ¿qué se puede esperar de ciertas corrientes modernas filosóficas que positivamente rechazan la posibilidad de conocer la verdad, lo que es, y se niegan a considerar cualquier dimensión del hombre y de los seres que transcienda lo puramente fenoménico (cfr. N.82).  Sus frutos no pueden ser sino el pesimismo y un pragmatismo que, como ya se ha visto, puede terminar en los peores excesos contra el hombre.

Pero cuesta entender por qué cerrar la mente a una verdad que, aunque no se reciba en la fe, abre pistas de comprensión del hombre en primer lugar, y de Dios y la naturaleza que superan sin comparación lo que la pura razón sin los aportes de la Revelación ha podido alcanzar.  Esos temas, que el cristiano conoce en cuanto revelados, pueden, y deben ser considerados por la razón filosófica según sus propios métodos.  Ellos nos obligan a rechazar lo que la pura razón ha podido establecer como verdadero, pero ciertamente enriquecen la comprensión del hombre, del mundo, de Dios.  Desde luego, no se puede pensar un fundamento mejor para la comprensión de la dignidad humana que la enseñanza cristiana acerca del hombre. ¡Llamados a ser hijos de Dios en Jesucristo! ¡Participantes de la vida divina trinitaria! Y esta posibilidad de filosofar a partir de datos aportados por la Revelación, se cumple de hecho en relación a una serie de valores asumidos como “verdaderos” y racionales por la mentalidad contemporánea, incluso por los no creyentes, y que tienen su origen en la fe cristiana.  Por ejemplo, la valoración de la libertad del hombre (que no está sometido a la naturaleza o al poder que se funda en ella), la igualdad radical de todos los hombres, la igual dignidad del hombre y la mujer, y tantos otros.  Como contraprueba vale la comprobación de que el rechazo filosófico de la trascendencia fácilmente cae en regresiones que lesionan gravemente esos valores que una cultura cristiana considera inviolables.

Una metafísica iluminada por la Palabra de Dios

En definitiva, como concluye la Encíclica, la Palabra de Dios “contiene, de manera explícita o implícita una serie de elementos que permiten obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico” (n.80).

Que sólo Dios es el absoluto.  Que el hombre, por su condición de imagen de Dios posee cualidades que lo destacan sobre todo ser creado en cuanto a su ser, su libertad, su condición espiritual y, en cuanto tal, inmortal.  Que el ser creado, incluido el hombre, no es autónomo respecto a Dios.  Que el mal moral no es una realidad inevitable, indisoluble de la condición material del hombre o de su limitación.  Sobre todo, la Palabra de Dios afirma la certeza de que la existencia humana y del mundo tienen un sentido.

Hoy es necesario responder a lo que la Encíclica llama “crisis del sentido” (n.81).  Sufrimos las consecuencias de lo que se conoce como la “fragmentación del saber”.  No cabe duda de que la especialización ha permitido grandes avances científicos sectoriales, pero se ha oscurecido el “sentido” último de la totalidad y de esos mismos avances.

De ahí la conclusión de Juan Pablo II en esta importantísima Encíclica: “lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia” (n.102).  Y esto vale también para los juicios de la conciencia moral, que la Sagrada Escritura supone que pueden ser objetivamente verdaderos (cfr. N.82).  Esto en cuanto descansan en el conocimiento del sumo bien, que se alcanza mediante la reflexión propiamente metafísica.

El Papa expresa su convicción de que “es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico capaz de transcender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental” (n.83).  Falto de esa base metafísica, el pensamiento sucumbe fácilmente ante alguno de los riesgos que hoy afectan a la actividad filosófica (cfr. 86ss): el eclecticismo, el historicismo, el cientificismo, el pragmatismo y, por último, el nihilismo que “niega la humanidad del hombre y su misma identidad”, que desemboca en “una destructiva voluntad del poder” o en “la desesperación de la soledad” (n.90).

Para alcanzar esa base metafísica necesaria, el espíritu humano, debilitado por el pecado, necesita el estímulo y la luz de la fe.  Así lo demuestra, por lo demás, la historia de la filosofía.

En resumen, la intención del Santo Padre el entregarnos esta encíclica ha sido “subrayar el valor que la filosofía tiene para la comprensión de la fe y las limitaciones a las que se ve sometida cuando olvida o rechaza las verdades de la Revelación” (n.100).  Y concluye con un llamado a los teólogos y a los filósofos.  A los primeros: que dediquen particular atención a las implicaciones filosóficas de la palabra de Dios y realicen una reflexión de la que emerja la dimensión especulativa y práctica de la ciencia teológica” (n.105).  A los segundos, “que tengan la valentía de recuperar… las dimensiones de auténtica sabiduría y de verdad, incluso metafísica del pensamiento filosófico”, y “se dejen interpelar por las exigencias que provienen de la palabra de Dios”.

Así aparecerá la “armonía que existe entre la razón y la fe” y la complementariedad y mutua necesidad que existe entre la filosofía y la teología.

El 18 de enero pasado tenía lugar en el Aula Magna del Centro de Extensión de la Pontificia Universidad Católica de Chile la presentación del número trece de Revista HUMANITAS, ya en su cuarto año de existencia.  El acto, que congregó a numeroso público, consistió en el desarrollo de un foro en que se comentó la encíclica Fides et ratio, publicada por le Papa Juan Pablo II en septiembre de 1998 -tema central de dicho número de HUMANITAS- y en él tomaron parte Monseñor Antonio Moreno Casamitjana, Arzobispo de Concepción, y el profesor Juan de Dios Vial Larraín, decano de la Facultad de Filosofía de esta casa de estudios.

Hasta nuestra redacción llegaron asimismo, con posterioridad al número de enero, colaboraciones de gran valía en torno a la nueva encíclica.  Entre ellas una del Rector de la Pontificia Universidad Lateranense, S. E. Monseñor Angelo Scola, y otras de los filósofos español e italiano, Alejandro Llano y Vittorio Possenti.

Como lo mostró la concurrencia al mencionado acto de presentación y a otro solamente de estudiantes también organizado por la revista para comentar la Fides et ratio, ha sido inusual el interés despertado por este documento pontificio en los círculos culturales y especialmente en los universitarios de nuestro medio.

Es pues atendiendo a esta inquietud que, con el patrocinio del Programa de Antropología Cristiana de la Pontificia Universidad Católica de Chile, nace el Cuaderno Humanitas n° 14.  A través suyo ofrecemos a nuestros lectores tanto las ponencias de los dos expositores chilenos, como la de los tres autores extranjeros ya mencionados.  Abren ellas un amplio abanico, rico en reflexiones, que ayudarán a una más completa comprensión de este trascendental documento.

REVISTA HUMANITAS

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