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- Jean-Louis Bruguès
Pasados apenas quince años de la promulgación de la encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II, el 25 de marzo de 1995, el campo de observación de las consecuencias de este texto magisterial fundamental no permite apreciarlo en los múltiples frutos que resultan de su publicación. Es posible en cambio detectar algunas “tendencias pesadas” originadas en la acogida del mensaje. Es lo que pretende el presente artículo junto con rendir un homenaje a Benedicto XVI, entonces el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe, quien tuvo una participación fundamental en la redacción de la encíclica.
After only years of the promulgation of John Paul II encyclical Evangelium vitae, March the 25th, 1995, the consequences of this magisterial text can not yet he assessed in the plenitude fruits resulting from its publication. On the other hand it is possible to detect some “strong tendencies” stemmed from the reception of the message. This is what this article pretends together with paying homage to Benedict XVI, then Prefect for the Congregation for the Doctrine of the Faith, who had a decisive collaboration in the writing of the encyclical.
A pesar de los atajos que a veces toma la historia, las mentalidades siguen evolucionando lentamente, incluso hoy día. La encíclica Evangelium vitae fue promulgada por el Papa Juan Pablo II el 25 de marzo de 1995. Un aniversario de quince años ofrece un campo de observación demasiado corto para apreciar los frutos múltiples que resultan de la publicación de ese importante texto magisterial.
En cambio, quizás no es tan difícil poner de relieve lo que podríamos denominar algunas “tendencias pesadas” en la acogida de la encíclica. El presente artículo se propone ese objetivo, en homenaje al Papa Benedicto XVI, quien, entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, desempeñó un papel de primer plano en su redacción.
¿Cuáles eran las intenciones del Papa Juan Pablo II al ofrecer esta encíclica al mundo?
Probablemente los historiadores considerarán la más rica y decisiva, en la enseñanza del pontificado anterior, la década de los años 90, y en especial los años 1992 a 1998, que se presentarán como el período de madurez magisterial. De hecho, en un espacio de seis años solamente, fueron publicados cuatro textos que iban a marcar la doctrina por largo tiempo. El primero es, desde luego, el Catecismo de la Iglesia Católica. Así como las novedades del Concilio de Trento se habían puesto al alcance del pueblo cristiano en un catecismo que iba a establecer el marco de la catequesis durante más de cuatro siglos, asimismo el catecismo publicado en 1992 se propone dar a comprender a todos las perspectivas abiertas por el Vaticano II. En varios países de Europa y del continente americano, el éxito de librería fue excepcional: se compraron centenares de miles de ejemplares en el espacio de unas pocas semanas. La verdad obliga a reconocer que, en algunos de esos mismos países, una buena parte del clero, obispos y sacerdotes, así como laicos comprometidos en las responsabilidades diocesanas, mantuvieron una cierta reserva, por no decir más, respecto a esta constitución de la catequesis moderna. La resistencia no ha disminuido.
Tampoco fue más favorable la acogida que se dio a otro gran texto que siguió. Más que otros, sin lugar a dudas, la encíclica Veritatis splendor interesaba muchísimo a Juan Pablo II. Había escrito las primeras versiones de su puño y letra y puso especial atención en la magnífica meditación del encuentro de Jesús con el joven rico, que ocupa la primera parte. La encíclica VS pone de relieve los vínculos entre la verdad y la libertad, la ley y la conciencia personal[1]. La tercera parte pone en tela de juicio, sin nombrarla, aquella que los anglosajones han denominado la “ética procedimental”, en la que las convenciones de ética comunitaria se obtienen siguiendo el procedimiento democrático utilizado en los países occidentales, que implica el debate y el voto, pero sin hacer referencia a ninguna trascendencia de orden religioso o metafísico. Pro primera vez en la historia de la Iglesia un texto magisterial intervenía en el campo de la teología moral fundamental.
En este caso también, el éxito de librería fue inesperado: en Francia, más de doscientos mil ejemplares fueron vendidos en sólo tres semanas. El olvido fue aún más compacto. Juan Pablo II no ignoraba esas resistencias. Tuvo entonces la idea de proponer un tercer documento de lectura más fácil, en el que el Magisterio se comprometía de manera más clara y evidente (la encíclica Veritatis splendor no incluía una prescripción magistral propiamente dicha) sobre cuestiones que se habían vuelto fundamentales para el futuro de nuestras sociedades, principalmente en los países occidentales, cuestiones de vida o muerte. En cierto modo, la encíclica Evangelium vitae (indicada en adelante con la sigla EV) no aporta elementos nuevos fundamentales respecto a los dos textos anteriores; se refiere a ellos constantemente y se presenta como una prolongación natural y una aplicación práctica de ellos[2]; pero retoma la doctrina en tres prescripciones que, enunciadas con toda la solemnidad necesaria, debían golpear las mentes de todos, tanto las de los hombres políticos como las de los fieles del pueblo de Dios. La primera prescripción es general: “Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral” (EV 57). Las otras dos se presentan como una aplicación del principio, primero al aborto: “Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesore, en comunión con todos los Obispos que en varias ocasiones han condenado el aborto (…), declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente” (EV 62); y luego a la eutanasia: “…de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una Persona humana” (EV 66). Dejemos a los especialistas la tarea de comparar los términos utilizados en cada una de esas condenaciones, y de calcular el alcance de las diferencias. Dejemos a los eclesiólogos la preocupación de mostrar que el Magisterio ordinario es apto para asumir prescripciones definitivas y no reformables en el ámbito de la fe y de la moral[3]. Por parte nuestra, nos contentaremos con apreciar el impacto de la encíclica Evangelium vitae a partir de la doble experiencia de maestro y obispo.
La tesis que quisiéramos sostener en estas líneas se refiere a una proposición simple. La publicación de la encíclica Evangelium vitae fue un choque para las sociedades occidentales, y sus ondas de resonancia, lejos de agotarse, repercutirán durante muchos años más. Repetimos que el choque provocado no se debió a la novedad de la doctrina: la encíclica no agrega nada, en ese campo, al Catecismo (cf. 2770-2774 en lo que respecta al aborto; 2280-2283 en lo referente al suicidio; 277 y 2324 en lo que concierne a la eutanasia; 226, 2269, 2296 por lo que se refiere a provocar la muerte) y se funda en el argumento filosófico de la Veritatis splendor (cf. EV 18-20); cómo una cierta libertad individual legitima los crímenes contra la vida humana). La originalidad del texto se basa principalmente en una fórmula que encierra una sencillez genial: existe una “cultura de la muerte”; habría que reemplazarla por una “cultura de la vida”.
La “cultura de la muerte” se apoya en una concepción utilitarista de la sociedad, que prevalece sobre la solidaridad entre todos sus miembros, comenzando por los menos favorecidos, los niños aún no nacidos y los ancianos que llegan al fin de su existencia (EV 12). Dicha cultura fomenta el aborto, el suicidio y la eutanasia. ¿A quién se dirige esta expresión? Desde luego, existen semillas mortíferas en todas las culturas, pero el texto no disimula sus principales destinatarios: en primer lugar, las sociedades occidentales de Europa y del continente americano, que han despenalizado o incluso legalizado el aborto y se preparan a seguir el mismo camino con la eutanasia.
El choque consistió en un juego con un espejo. El Papa mostró un espejo a esas sociedades, el de la “cultura de la muerte”, y las invitó a reconocerse en él.
Cuando lanzamos un guijarro en un estanque, vemos que se forma una serie de ondas concéntricas a partir del punto de caída y se dirige hacia las orillas. La expresión “cultura de la muerte” logró una toma de conciencia que no habían podido provocar los documentos anteriores. Las ondas comenzaron a propagarse. Constituyen, dijéramos, unas “tendencias pesadas” para su recepción. Cuatro de ellas se pueden identificar ya.
La primera onda fue la reacción de las opiniones públicas de nuestras sociedades. Los textos romanos anteriores habían sido mal recibidos porque se juzgaba demasiado severa y negativa la descripción que daban de las sociedades modernas. La Evangelium vitae dio escándalo.
¿Cómo era posible atreverse a invocar una cultura de la muerte, al hablar de sociedades que se presentan a la vanguardia del transcurso del tiempo, y de democracias tan sumamente convencidas de su propia excelencia, que se esfuerzan por exportar su propio modelo a todos los países de la tierra e incluso se imaginan que representan una especie de “fin de la Historia”, ya que después ya no se podría esperar ninguna otra innovación social y política (F. Fukuyama), y a invocar también dicha cultura a propósito de las filosofías que se fundan en los derechos humanos y tienen en cuenta, ante todo, la adquisición más apreciada: la libertad personal, la libre disposición del propio cuerpo y, por tanto, de la propia vida? La herida al narcisismo provocada por la encíclica era intolerable. Las protestas llegaron de todas partes, pero las palabras siguieron su camino. El texto lo había previsto: “El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos (…) pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad” (EV 101). De hecho, la doble expresión cultura de la muerte / cultura de la vida ha penetrado en muchas mentes, incluso en quienes no participan de la fe cristiana. Tiende a pasar al vocabulario común. Los periodistas la mencionan de buen grado. Incluso a veces los políticos la utilizan en sus discursos. La batalla de las ideas se gana raramente con las ideas, más bien con las palabras[4]. Hagan pasar su propio vocabulario a la boca de sus adversarios: no dejará de llegar a sus mentes, y quizá incluso a sus corazones. En el Comité Consultivo Nacional de Ética, donde me había nombrado el Presidente de la República francesa en 1998, no era raro que nos preguntáramos ante una innovación de la ciencia biológica y de la técnica médica:”¿Favorecerán una cultura de la muerte o una cultura de la vida”?. La segunda onda de choque se produjo, como debe ser, un poco más adelante. En la mayoría de las diócesis de Francia existían asociaciones cuyos miembros militaban a favor de los derechos de la familia. No siempre recibieron la bienvenida en los servicios diocesanos de pastoral familiar. Se desconfiaba de su característica demasiado “clásica”, por no decir tradicional. Se temía aparecer, por causa de ellas, vinculados a las clases más pudientes y más conservadoras de la sociedad francesa. Se vivía mal l oposición cultivada por muchas de esas asociaciones, desde luego no sin malicia, entre una Roma que se consideraba más segura, más clara y más valiente, y un episcopado francés considerado más indeciso o timorato sobre las cuestiones de moral familiar. Varios de esos grupos tomaron muy en serio la enseñanza y las recomendaciones de la encíclica[5]. “Su fin fundamental -escribía Juan Pablo II- es suscitar en las conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia…” (EV 85). Esos grupos se han comportado, en Francia por ejemplo, como si fueran la conciencia viva de la Iglesia. Han solicitado que se redacten oraciones por la familia y por los niños aún no nacidos. Y han propuesto que el ciclo litúrgico esté marcado por el Evangelio de la vida (EV 84). Han logrado que el día de la fiesta de la madre, muy popular entre nosotros, sea también día de la “fiesta de la vida”. Invitan a los obispos, y especialmente a la comisión episcopal de la familia, a intervenir públicamente cada vez que se trata de otorgar el “derecho” al aborto. Hicieron presión en el episcopado cuando las circunstancias políticas lo exigían, como, por ejemplo, en el momento de examinar proyectos de ley sobre la eutanasia, por parte de los parlamentos nacionales, difundiendo comunicados que recordaban la dignidad de todo ser humano, incluso disminuido por la enfermedad y por los años. En resumen, esos grupos dieron como un latigazo a la conciencia cristiana. Y también abrieron un espacio a la postura de los obispos. Comienza entonces a esbozarse una evolución que constituye quizás una tercera onda de choque. Los obispos franceses habían sufrido una doble desestabilización, en 1968 y en 1974. El “espíritu del 68”, recordamos, rechazaba las nociones de ley, de obligación y de prohibición, y produjo una especie de reticencia durante toda una generación de clérigos y de laicos que no indicaron la falta por temor de herir al pecador. La publicación de la encíclica Humanae vitae, en ese mismo año, provocó un desacuerdo de una parte del clero y de la opinión católica, y sus efectos todavía no se han dispersado del todo[6]. Los obispos debían tenerlo en cuenta: muchos sacerdotes ya no adherían a la moral sexual y familiar enseñada por la Iglesia y no admitían que pudieran existir normas morales absolutas que se impusieran como tales a la conciencia personal. Otra sacudida estremeció al episcopado francés con los debates que precedieron a la adopción de la primera ley de despenalización del aborto, denominada “ley Veil”, en 1974. Esta vez, algunos teólogos tomaron públicamente sus distancias respecto de la postura tradicional de la Iglesia. Algunos hombres políticos de inspiración cristiana se dejaron convencer por sus argumentos y votaron a favor del proyecto de ley.
Posturas de ese tipo no podían sino colocar al episcopado en una situación embarazosa. En una declaración pública, los obispos reiteraron la oposición de la Iglesia a toda forma de aborto directo y voluntario; y remitieron a los cristianos al juicio de su propia conciencia. Pues antes de ser responsable ante su propia conciencia, cada uno de nosotros es responsable de su conciencia. En otras palabras, la conciencia no es esa “roca de bronce”, de la que hablaba el Cardenal Joseph Ratzinger, contra la cual tropezarían y fracasarían las prescripciones de la Iglesia[7]; no es ese parlamento interior que se reúne a puerta cerrada, tan amado por Jean-Jacques Rousseau. Por su misma naturaleza, está abierta a la palabra del Otro[8]. Ejerce su magisterio sólo si antes ha sido bien formada y bien informada”[9]. Remitir al juicio de la conciencia era una actitud impecable a nivel teológico; en la coyuntura de la época, indicaba algo como una indecisión por parte del episcopado francés.
A dicha indecisión siguió un gran desaliento. Desde luego, el episcopado francés tomaba la palabra cada vez que el aborto veía ampliar su campo de aplicación, como, por ejemplo, con la fecundación in vitro que sacrifica generalmente varios embriones, o con la definición del embrión, por el Comité Consultivo Nacional de Ética, como una “persona humana potencial”[10]. Sus posturas no carecieron de coraje, pero se adivinaba en él una especie de inquietud dubitativa: ¿para qué? ¿Cómo es posible seguir recordando la ilegitimidad moral del aborto si las mentes se alejan siempre más de esta convicción fundamental? ¿Cómo penetrar en la sombra creciente, en la que parece encerrarse la conciencia de la mayoría de nuestros conciudadanos?
Es preciso subrayar muy bien, aquí, las grandes diferencias que separan la situación estadounidense de la europea, en particular de la francesa. En Estados Unidos las leyes que liberalizan el aborto se consideran como convenciones sociales que nacen de una relación entre partidarios y adversarios y, por tanto, pueden ser revisadas indefinidamente. Un tribunal puede pronunciarse en un momento dado a favor de la liberalización; más adelante, al cambiar sus miembros, es mismo tribunal puede decidir lo contrario, a favor de una restricción. La situación europea y la francesa es más ideológica. La Evangelium vitae dio un estímulo espectacular a los partidarios de “Pro life”. La liberalización del aborto ha sido interpretada por muchos como una liberalización de la condición femenina y un progreso en humanidad. ¿Cómo es posible retroceder? Algunos episcopados viven con dificultad la etiqueta de “conservadores” y “retrógrados” que los media y cierta opinión pública suelen colgarles. ¿Se están comenzando a esbozar algunas evoluciones? Los grupos que han elegido la Evangelium vitae como línea de conducta principal realizan un trabajo de “lobbying” eficaz. algunos obispos, nombrados más recientemente, parecen querer sacudirse el desaliento. Varios de ellos invitan a los cristianos que lo solicitan, a interpretar antes de las elecciones a los candidatos para preguntarles cómo piensan afrontar las cuestiones del aborto y de la eutanasia. Si, como se prevé, las nuevas generaciones en los episcopados intervienen con una mayor determinación sobre las cuestiones de vida y muerte que afectan a nuestra sociedad, esta evolución se tendrá que interpretar como un efecto retrasado de la publicación de la encíclica de 1995. En fin, esa misma evolución podría lograrla, en nuestros días, el mundo político. Sería una cuarta onda de choque. El cuadragésimo Sínodo de los Obispos celebrado en Roma dio lugar a varios debates. Uno de los más animados trataba del vínculo que se h de establecer entre la eucaristía y las posturas de los hombres políticos que manifiestan sus convicciones cristianas sobre la cultura de la muerte. En este caso también los panoramas son muy distintos entre los Estados Unidos y Europa. No obstante, el Sínodo estimó entonces oportuno dirigir una proposición al Santo Padre, redactada en los siguientes términos: “Los políticos y legisladores católicos deben sentirse especialmente interpelados en su conciencia, rectamente formada, sobre la grave responsabilidad social de presentar y apoyar leyes inicuas. No hay coherencia eucarística cuando se promueven leyes que van contra el bien integral del hombre, contra la justicia y el derecho natural. No se puede separar la opción privada y la pública, poniéndose en contradicción con la ley de Dios y la enseñanza de la Iglesia, y esto debe ser considerado también respecto a la realidad eucarística (cf. 1 Co 11, 27-29)” (40° Sínodo de obispos, n 46). Es demasiado pronto para calcular el impacto de ese texto. Podemos, sin embargo, adelantarnos y afirmar que una proposición como ésta nunca hubiera salido a luz si no hubiera sido por una encíclica que estimulara, con la fuerza que sabemos, a los miembros de la Iglesia a comprometerse decididamente al servicio de la cultura de la vida.
No nos equivocamos: la proposición de los padres sinodales plantea nuevamente una distinción famosa, muy clásica y firmemente establecida en la mente de los hombres políticos que reivindican su pertenencia al cristianismo. Sabemos que esta distinción se remonta a Max Weber. El sociólogo alemán explicaba que toda persona dependía de dos esferas éticas: la de las convicciones forjadas en la conciencia individual, y la de las responsabilidades ejercidas por la persona en la sociedad. Esas dos esferas no coincidían forzosamente y podían incluso hallarse en una situación de rivalidad. Las convicciones propias podían llevar a un hombre político a juzgar malas algunas prácticas a las que él, sin embargo, daba un reconocimiento público si estimaba que constituían un mal menor. Recordamos que el Presidente de la República francesa había declarado, en 1974, que personalmente era contrario al aborto, pero que sus responsabilidades como jefe de Estado lo obligaban a apoyar un proyecto de ley, presentado por su ministro de salud, que se proponía despenalizar un mal social para poder circunscribirlo mejor. Quince años después, en marzo de 1990, en circunstancias idénticas, el rey de los belgas había preferido abdicar durante treinta y ochos horas para no tener que promulgar una ley de “descriminalización” que él juzgaba ofensiva para su conciencia[11]. La Evangelium vitae, después de la Veritatis splendor, había dado como ejemplo el segundo comportamiento, sin indicarlo expresamente. Nunca está permitido tomar una decisión, por importante que sea, sobre la cual la conciencia personal tenga una objeción absoluta.
“Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia” (EV 73). La encíclica recordaba el deber de los responsables de la vida política “de tomar decisiones valientes a favor de la vida” (EV 90).
Los obispos franceses habían invitado a los políticos elegidos a armonizar sus opciones públicas con sus convicciones personales. El Sínodo va más lejos. Propone que se vuelva la espalda a la distinción de Max Weber y se insista en la coherencia necesaria entre las convicciones personales y las opciones políticas. No es seguro que el mundo político haya calculado bien aquello que se puede denominar una “revolución de las conciencias”[12]. La cuarta onda de choque se encuentra sólo en sus orígenes.
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Desde hace mucho tiempo, sabemos que los profetas nunca son populares. Juan Pablo II nos lo había advertido: “Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo” (EV 82). Sólo después de largo tiempo se verifica la pertinencia de esas advertencias. Hemos tratado de mostrar que si el carácter profético de la encíclica chocó en un primer momento con la hostilidad de una opinión molesta por la descripción de la cultura de la muerte que en ella se daba, terminó por hacer entrar, progresivamente, categorías, reflejos y convicciones favorables a una cultura de la vida, primero en la conciencia de los católicos, listos a movilizarse hoy más que ayer, y luego, sin lugar a dudas, en la de muchos hombres de buena voluntad.
No está prohibido a los profetas mostrar su habilidad. Sólo tres años después de la Evangelium vitae, el 14 de septiembre de 1998, el Papa publicaba su cuarto gran texto. La encíclica Fides et ratio mostraba hasta qué punto la Iglesia ha apreciado siempre los esfuerzos de la inteligencia humana. La fe necesita de la razón, la razón necesita de la fe[13].
Si la teología atraviesa en este momento un largo período de “pensamiento débil”, como dicen los italianos, ¿no será debido a la atonía de la filosofía? Los intelectuales, y en especial los filósofos, se vieron valorizados con su publicación. En ese reencuentro preparado con esmero. ¿Juan Pablo II no trataba acaso de poner la razón, y a aquellos que se consagran a su búsqueda, al servicio de la cultura de la vida (EV 98)?
Notas
[1] Cf. J. L. Brugués, o.p., Présentation d ‘encyclique Veritatis splendor, Paris Mame/Pion, 1995.
[2] Cf. J. Laffitte, Evangelium vitae: aspects théologiques et doctrinaux, en : “Nouvelle Revue Théologique” 117, 1995, 821-842.
[3] Cf. J. L. Brugués, o.p. Précis de théologie morale générale, Tome I, coll, “Cahiers de l’Ecole cathédrale n° 15, París, Mame, 1995 (pp. 41-45).
[4] Cf. J. L. Brugués i.p. Les idées heureuses. Conférences de caréme données á Notre Dame de París en 1996, París, Cerf, 1996 (Géme conférence: Rssemblances, pp. 143-145).
[5] En el marco de las Jornadas Mundiales de la Juventud, en Colonia, diecinueve grupos, movimientos y asociaciones comprometidas en el Evangelio de la vida, y algunos nacidos en el surco de la Evangelium vitae, se reunieron en la parroquia de Sankt Suitbertus de Dusseldorf. Habían construido una “Casa de la vida” que fue visitada por miles de peregrinos.
[6] Ese desacuerdo fue analizado en la Veritatis splendor 113 (cf. También nn. 56, 62 y 64).
[7] Cf. G. Cottier, Le refus moderne de la consciente morale, en “Nova et vetera”, 1994.
[8] Cf. J. L. Brugués o.p., Des combats de lumiére, Conférences de Caréme 1997 données a Notre Dame de París, París, Cerf. 1997 (3éme conférence: L’Une et l’autre voix. Pp. 61-84).
[9] Cf. J. L. Brugués o.p., Précis de théologie morale générale, Tome II, vol. 2, “Essais de l’école-cathédrale”, París, Parole et Silence, 2003 (pp. 161 ss).
[10] Cf. J. L. Brugués o.p., La Fécondation artificielle au crible de l’ethique chrétienne, París, Communio/Fayard, 1989.
[11] Cf. J. L. Brugués, o.p., Précis.., tome I, op. cit, (pp. 77-78).
[12] El trabajo había sido ampliamente preparado por la encíclica Veritatis splendor (cf. Nn. 96-98, 101).
[13] Por lo que se refiere a los lazos que unen las tres encíclicas, es interesante consultar; G. Cottier, La loi naturelle dans les encycliques: Fides et ratio, Veritatis splendor et Evangelium vitae, en: “Nova et Vetera”, 2002/2.
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- Benedicto XVI
Carta enviada por por S.S. Benedicto XVI a todos los sacerdotes del mundo al comenzar el Año Sacerdotal, que ha proclamado con motivo del 150º aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, conocido como el cura de Ars.
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Homilía de su Santidad Benedicto XVI durante Santa Misa, imposición del palio y entrega del anillo del pescador en el solemne inicio del ministerio petrino del obispo de Roma
Plaza de San Pedro. 24 de abril 2005
Señor Cardenales, venerables Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, distinguidas Autoridades y Miembros del Cuerpo diplomático, queridos Hermanos y Hermanas
Por tres veces nos ha acompañado en estos días tan intensos el canto de las letanías de los santos: durante los funerales de nuestro Santo Padre Juan Pablo II; con ocasión de la entrada de los Cardenales en Cónclave, y también hoy, cuando las hemos cantado de nuevo con la invocación: Tu illum adiuva, asiste al nuevo sucesor de San Pedro. He oído este canto orante cada vez de un modo completamente singular, como un gran consuelo. ¡Cómo nos hemos sentido abandonados tras el fallecimiento de Juan Pablo II! El Papa que durante 26 años ha sido nuestro pastor y guía en el camino a través de nuestros tiempos. Él cruzó el umbral hacia la otra vida, entrando en el misterio de Dios. Pero no dio este paso en solitario. Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni tampoco en la muerte. En aquellos momentos hemos podido invocar a los santos de todos los siglos, sus amigos, sus hermanos en la fe, sabiendo que serían el cortejo viviente que lo acompañaría en el más allá, hasta la gloria de Dios. Nosotros sabíamos que allí se esperaba su llegada. Ahora sabemos que él está entre los suyos y se encuentra realmente en su casa. Hemos sido consolados de nuevo realizando la solemne entrada en cónclave para elegir al que Dios había escogido. ¿Cómo podíamos reconocer su nombre? ¿Cómo 115 Obispos, procedentes de todas las culturas y países, podían encontrar a quien Dios quería otorgar la misión de atar y desatar? Una vez más, lo sabíamos; sabíamos que no estamos solos, que estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios. Y ahora, en este momento, yo, débil siervo de Dios, he de asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo? Todo vosotros, queridos amigos, acabáis de invocar a toda la muchedumbre de los santos, representada por algunos de los grandes nombres de la historia que Dios teje con los hombres. De este modo, también en mí se reaviva esta conciencia: no estoy solo. No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me acompañan, queridos amigos, vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y vuestra esperanza. En efecto, a la comunidad de los santos no pertenecen sólo las grandes figuras que nos han precedido y cuyos nombres conocemos. Todo nosotros somos la comunidad de los santos; nosotros, bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; nosotros, que vivimos del don de la carne y la sangre de Cristo, por medio del cual quiere transformarnos y hacernos semejantes a sí mismo. Sí, la Iglesia está viva; ésta es la maravillosa experiencia de estos días. Precisamente en los tristes días de la enfermedad y la muerte del Papa, algo se ha manifestado de modo maravilloso ante nuestros ojos: que la Iglesia está viva. Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos.
La Iglesia está viva; está viva porque Cristo está vivo, porque él ha resucitado verdaderamente. En el dolor que aparecía en el rostro del Santo Padre en los días de Pascua, hemos contemplado el misterio de la pasión de Cristo y tocado al mismo tiempo sus heridas. Pero en todos estos días también hemos podido tocar, en un sentido profundo, al Resucitado. Hemos podido experimentar la alegría que él ha prometido, después de un breve tiempo de oscuridad, como fruto de su resurrección. La Iglesia está viva: de este modo saludo con gran gozo y gratitud a todos vosotros que estáis aquí reunidos, venerables Hermanos Cardenales y Obispos, queridos sacerdotes, diáconos, agentes de pastoral y catequistas. Os saludo a vosotros, religiosos y religiosas, testigos de la presencia transfigurante de Dios. Os saludo a vosotros, fieles laicos, inmersos en el gran campo de la construcción del Reino de Dios que se expande en el mundo, en cualquier manifestación de la vida. El saludo se llena de afecto al dirigirlo también a todos los que, renacidos en el sacramento del Bautismo, aún no están en plena comunión con nosotros; y a vosotros, hermanos del pueblo hebreo, al que estamos estrechamente unidos por un gran patrimonio espiritual común, que hunde sus raíces en las irrevocables promesas de Dios. Pienso, en fin –casi como una onda que se expande– en todos los hombres de nuestro tiempo, creyente y no creyentes.
¡Queridos amigos! En este momento no necesito presentar un programa de gobierno. Algún rasgo de lo que considero mi tarea, la he podido exponer ya en mi mensaje del miércoles, 20 de abril; no faltarán otras ocasiones para hacerlo. Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia. En lugar de exponer un programa, desearía más bien intentar comentar simplemente los dos signos con los que se representa litúrgicamente el inicio del Ministerio petrino; por lo demás, ambos signos reflejan también exactamente lo que se ha proclamado en las lecturas de hoy.
El primer signo es el palio, tejido de lana pura, que se me pone sobre los hombros. Este signo antiquísimo, que los Obispos de Roma llevan desde el siglo IV, puede ser considerado como una imagen del yugo de Cristo, que el Obispo de esta ciudad, el Siervo de los Siervos de Dios, toma sobre sus hombros. El yugo de Dios es la voluntad de Dios que nosotros acogemos. Y esta voluntad no es un peso exterior, que nos oprime y nos priva de la libertad. Conocer lo que Dios quiere, conocer cuál es la vía de la vida, era la alegría de Israel, su gran privilegio. Ésta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios, en vez de alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica –quizás a veces de manera dolorosa– y nos hace volver de este modo a nosotros mismos. Y así, no servimos solamente Él, sino también a la salvación de todo el mundo, de toda la historia. En realidad, el simbolismo del Palio es más concreto aún: la lana de cordero representa la oveja perdida, enferma o débil, que el pastor lleva a cuestas para conducirla a las aguas de la vida. La parábola de la oveja perdida, que el pastor busca en el desierto, fue para los Padres de la Iglesia una imagen del misterio de Cristo y de la Iglesia. La humanidad –todos nosotros– es la oveja descarriada en el desierto que ya no puede encontrar la senda. El Hijo de Dios no consiente que ocurra esto; no puede abandonar la humanidad a una situación tan miserable. Se alza en pie, abandona la gloria del cielo, para ir en busca de la oveja e ir tras ella, incluso hasta la cruz. La pone sobre sus hombros, carga con nuestra humanidad, nos lleva a nosotros mismos, pues Él es el buen pastor, que ofrece su vida por las ovejas. El Palio indica primeramente que Cristo nos lleva a todos nosotros. Pero, al mismo tiempo, nos invita a llevarnos unos a otros. Se convierte así en el símbolo de la misión del pastor del que hablan la segunda lectura y el Evangelio de hoy. La santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción. La Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud. El símbolo del cordero tiene todavía otro aspecto. Era costumbre en el antiguo Oriente que los reyes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pastor podía disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor [...]. Yo doy mi vida por las ovejas”, dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14s.). No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.
Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. “Apacienta mis ovejas”, dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Queridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros.
El segundo signo con el cual la liturgia de hoy representa el comienzo del Ministerio petrino es la entrega del anillo del pescador. La llamada de Pedro a ser pastor, que hemos oído en el Evangelio, viene después de la narración de una pesca abundante; después de una noche en la que echaron las redes sin éxito, los discípulos vieron en la orilla al Señor resucitado. Él les manda volver a pescar otra vez, y he aquí que la red se llena tanto que no tenían fuerzas para sacarla; había 153 peces grandes y, “aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). Este relato al final del camino terrenal de Jesús con sus discípulos, se corresponde con uno del principio: tampoco entonces los discípulos habían pescado nada durante toda la noche; también entonces Jesús invitó a Simón a remar mar adentro. Y Simón, que todavía no se llamaba Pedro, dio aquella admirable respuesta: “Maestro, por tu palabra echaré las redes”. Se le confió entonces la misión: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 1.11). También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera. Los Padres han dedicado también un comentario muy particular a esta tarea singular. Dicen así: para el pez, creado para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital para convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo.
Quisiera ahora destacar todavía una cosa: tanto en la imagen del pastor como en la del pescador, emerge de manera muy explícita la llamad a la unidad. “Tengo , además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor” (Jn 10, 16), dice Jesús al final del discurso del buen pastor. Y el relato de los 153 peces grandes termina con la gozosa constatación: “Y aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). ¡Ay de mí, Señor amado! ahora la red se ha roto, quisiéramos decir doloridos. Pero no, ¡no debemos estar tristes! Alegrémonos por tu promesa que no defrauda y hagamos todo lo posible para recorrer el camino hacia la unidad que tú has prometido. Hagamos memoria de ella en la oración al Señor, como mendigos; sí, Señor, acuérdate de lo que prometiste. ¡Haz que seamos un solo pastor y una sola grey! ¡No permitas que se rompa tu red y ayúdanos a ser servidores de la unidad!
En este momento mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la Plaza de San Pedro. Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!” El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, él ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa. Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes. ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él–, miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén.
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