Jesús tuvo corazón porque fue un verdadero hombre, como nosotros, y nosotros podemos ser verdaderos cristianos sólo restituyendo a Él nuestro corazón.

Estoy convencido, apoyado en mi propia experiencia y en aquella de la Iglesia que conocemos como Tradición, de que todas las circunstancias en que nos encontremos, no importa lo penosas que sean, tienen un propósito salvífico en la economía divina.

La afirmación de esta convicción es especialmente relevante en relación al complejo fenómeno que abordo, y que considero uno de los mayores retos a los que el cristianismo ha tenido que hacer frente en los veinte siglos de nuestra historia, solamente comparable en extensión y en peligro a las crisis gnóstica y arriana. Si tales crisis (y las disputas cristológicas que las siguieron) se entienden bien precisamente como diferentes fases de una misma dificultad para expresar y vivir la novedad del acontecimiento cristiano en el contexto completamente inadecuado de la racionalidad helenística, entonces las analogías con nuestra situación se ven bajo una luz más intensa. Y con todo, en el largo trayecto, a través de ese conflicto, el cristianismo fue el que salvó lo mejor del helenismo y de la cultura helenística. Y también tal aspecto es significativo para nosotros hoy.

1. Liberalismo o razón secular

He aquí el reto que tengo en mente: Uno de sus nombres es “liberalismo”, y para ser breve, entiendo por ese nombre lo que el filósofo Alasdair MacIntyre llama también “liberalismo” en sus trabajos, especialmente en Whose Justice? What Rationality? [1] Es (con su contrapartida económica, el capitalismo) el sistema dominante de creencias en los niveles político, económico y cultural , que ha sobrevivido en el mundo después de la caída del comunismo (excepto, quizás, en los países islámicos). Considero que este sistema de creencias es un peligro de primer orden para la libertad de la Iglesia y para el futuro del mundo. En cierto sentido, es un peligro que podría demostrar ser peor que el comunismo, porque se enmascara, permanece oculto, y por esa razón no crea resistencias. Bien pudiera ocurrir que el liberalismo llegara a tener éxito donde el comunismo ha fracasado, es decir, en destruir a la Iglesia como pueblo real con una cultura y una tradición, y en vaciar al cristianismo de su sustancia humana.

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En lugar de “liberalismo” podríamos decir, refiriéndonos con generalidad al mismo fenómeno, la “Ilustración”, o la “modernidad”. Estos nombres designan el ideal de un mundo que sería completamente humano domesticando primero, y después rechazando y sustituyendo, el mundo cristiano. El mismo MacIntyre ha hablado de la cultura de la Ilustración como de “la cultura precedente”. Queda como una de las “tres versiones rivales” de la indagación moral y la filosofía, pero queda cada vez más como el único lenguaje de la cultura oficial. En realidad es precisamente el sustrato necesario para entender la cultura en la que de hecho vivimos, que más bien podría ser caracterizada como la herencia de Nietzsche.

Ya que MacIntyre ha demostrado también que, con toda su apelación a la razón universal, la cultura de la Ilustración es únicamente una tradición más, nacida de circunstancias particulares en la historia del cristianismo europeo. Además, es una tradición que: 1) enmascara, y sobre todo ante sí misma, su carácter de tradición; 2) es constitutivamente intolerante, entre otras razones, como necesaria consecuencia de la falta de conciencia de su carácter tradicional; 3) con todo su predicamento y poder como cultura oficial en lo que fue una vez el mundo cristiano, es ya una cultura intelectualmente muerta, porque crea un tipo alienado de humanidad, se desintegra a sí misma, y está obligada a disolverse a sí misma en nihilismo. De hecho, su triunfo coincide con su destrucción [2].

MacIntyre, por supuesto, no es el único pensador serio que ha contemplado como destino de la Ilustración su disolución en el nihilismo, paradójicamente paralela a su triunfo. Sin tener en cuenta a los grandes críticos cristianos de la Ilustración [3], o las intuiciones de un ilustrado honesto como Alexis de Tocqueville en De la Démocratie en Amérique [4], hay otras voces. Pensamos en los trabajos de Hannah Arendt, por ejemplo, o de Alain Finkielkraut. Desde una perspectiva diferente, Marx Horkheimer y Theodor W. Adorno habían discutido convincentemente ya en 1947 la “incesante auto-destrucción de la Ilustración” [5].

Un nombre que me gusta particularmente para la totalidad de este fenómeno es el de “razón secular”, que aparece en el encabezamiento de este trabajo, y que he tomado prestado del título del que yo considero un importante libro del teólogo anglicano John Milbank, Theology and social Theory. Beyond secular reason [6]. La “razón secular” incluye lo que MacIntyre llamaría “liberalismo”, pero tiene un alcance más amplio: tiene la ventaja de incluir también las varias posiciones fragmentarias en las que el liberalismo y el proyecto de la Ilustración se han desintegrado. También subraya el hecho de que tales posiciones posteriores a la Ilustración comparten muchos de sus presupuestos básicos con el liberalismo tradicional. Otra ventaja del término es que clarifica con solo dos palabras que “razón secular” no es precisamente “razón como tal”, sino solo un modo, condicionado históricamente y contingente, de entender la “razón”, y un modo particularmente limitado y reductor. Y precisamente a causa de su carácter reductor, la “razón secular” no puede fundar una realidad social, una verdadera humanidad, y termina en violencia.

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Mi primera afirmación es por tanto, después de todo, bastante simple, y no es especialmente original. La razón secular está a la vez intelectual y moralmente agotada. Su carácter mítico y su falta de fundamento están desenmascarados ya. Tiene todo el poder, pero el poder es todo lo que tiene; derrotada por ella misma, ha perdido ya de hecho la causa de la racionalidad, como también ha perdido todas las causas que solía enarbolar en el pasado, como la de la libertad, la del gozo por la vida y la del amor, de este mundo. Incluso decir que lo que viene después del liberalismo es el nihilismo es solo una parte de la verdad, porque el término “nihilismo”, en su forma de “posmodernidad” o con alguna otra pose filosófica, parece prestar algo así como un respetable halo profesoral al fenómeno. Lo que viene tras el liberalismo, si es abandonado a su propia dinámica auto-destructiva, es la sustitución de la polis por la barbarie. Podría ser bajo una forma de anarquía, o podría ser bajo nuevas formas, ni siquiera imaginadas todavía, de totalitarismo. MacIntyre, de nuevo, habla de “la nueva Edad Oscura, que ya se nos echa encima” [7].

El nihilismo no es hoy una filosofía, es ante todo una praxis, y una praxis del suicidio aunque sea un suicidio blando. Es el suicidio del deprimido. Es también una praxis de la violencia. La sociedad secular vive en una violencia diaria, violencia contra la realidad. Esta violencia demuestra que el nihilismo no puede corresponderse y no se corresponde con nuestro ser. Pero también demuestra, en una forma muy concreta, cómo la sociedad secular se aniquila a sí misma engendrando los mismísimos monstruos que más la aterrorizan y a los que más odia: los monstruos gemelos del fundamentalismo y del terrorismo. Después del 11 de septiembre de 2001 y del 11 de marzo de 2004, es cada vez más obvio que el terrorismo islámico, como el fundamentalismo islámico, con todo su colorido musulmán y cierta vaga conexión con las ideas y costumbres tradicionales musulmanas, no es entendible ni pensable sin Occidente. Es incluso, en gran medida, una criatura de las ideologías seculares occidentales. Es el nihilismo pragmático que usa instrumentalmente al Islam, en una forma muy parecida a como las modernas naciones-estado emergentes usaron en su propio interés político una institución de la Iglesia como la Inquisición [8].

2. El destino del Cristianismo dentro de la razón secular

Tenemos que reconocer que en general, al menos en Occidente, la Iglesia no ha tenido éxito en adoptar una postura que le permita reconocer, no digamos ya vencer, las estrategias de la “razón secular”. Ha habido, sin duda, muchas reacciones al liberalismo, al secularismo, al laicismo, etc. Pero la mayor parte de esas reacciones, al margen de su intensidad, comparten con la cosmovisión secular tantos presupuestos que, en una parte significativa, colaboran en última instancia en la implantación de “lo secular”, y muy a menudo sin ninguna conciencia de ese hecho por parte de sus defensores [9].

Y esa es la razón principal que me lleva a desconfiar del ansia que tantos sienten hoy en día en ciertos países de arrastrar a la Iglesia como Iglesia a la arena política para luchar contra propuestas que ofenden en su totalidad a la concepción cristiana de la vida humana (el llamado “matrimonio” de homosexuales, otras destrucciones obvias del matrimonio, los experimentos con embriones humanos, la “liberalización” de la eutanasia y el aborto, etc.). El mismo interés que los defensores de estas monstruosidades parecen tener en la provocación me hace extremadamente receloso. Por otro lado, me es imposible imaginar a la Iglesia del segundo o del tercer siglo intentando echar abajo y controlar el Imperio Romano para hacerlo cristiano, en lugar de convertirlo. Para nosotros cristianos, ese tipo de “batalla” es siempre una distracción y una trampa. En primer lugar, nos hará olvidar cuánto hemos contribuido nosotros y todavía contribuimos al mismo estado de cosas que ahora nos ofende tanto. Por poner solo un ejemplo, la moral sexual y la llamada “bioética” de las sociedades capitalistas avanzadas está obviamente ligada a los intereses económicos de industrias particulares y depende de ellos en múltiples maneras, y de los mismos presupuestos profundos sobre el significado de la vida humana que son comunes a la mentalidad capitalista. Es patético ver a algunos cristianos rasgar sus vestiduras ante las pro-puestas sobre vida sexual que llegan desde la sociedad secular mientras que al mismo tiempo defienden de todo corazón la au-tonomía moral de la economía o de la política modernas [10].

No creo, por lo tanto, que ninguna estrategia para conquistar influencia o poder en nuestras sociedades haga ningún bien a la Iglesia o a la causa del cristianismo en ningún sentido. No podemos sentir como cristianos ninguna nostalgia de los días del pasado y, menos aún, de las mismas condiciones que han condu-cido a la invención de lo secular como reacción contra una imagen decadente y ya reductora del cristianismo. Una estrategia de búsqueda de influencia solo continuará ocultando a la mayoría de los cristianos el hecho de que el “enemigo” real no está en verdad fuera de nosotros, sino dentro de nosotros, en la exacta medida (que es una medida muy grande) en que compartimos aquellos mismos presupuestos cuyas consecuencias censuramos tan severamente en las decisiones de algunos políticos (pero generalmente solo en las de algunos).

En consecuencia, esa estrategia solo nos distraerá de la única “política” que se necesita en la presente situación, y la única que realmente puede marcar una diferencia en el mundo: ser el cuerpo de Cristo, viviendo en la comunión del Espíritu Santo en esta hora concreta de la historia. En otras palabras, la “política” que más necesitamos es la conversión en orden a construir la Iglesia de nuevo como un estandarte entre las naciones, como “una nación hecha de todas las naciones”. Un efecto de esa distracción es que permite que la inmensa energía que el cristianismo libera sea usada instrumentalmente en favor de programas políticos que no se identifican ni pueden ser identificados, de ninguna manera, con la vida que el Señor nos ha dado. Esa vida habita en la Iglesia, y no en un partido político, ni siquiera en uno que eventualmente se presentara a sí mismo como al servicio de los “valores cristianos”. El círculo se cierra cuando uno se da cuenta de que la instrumentalización de la Iglesia en favor de un programa político se convierte por sí misma —con completa independencia de los con-tenidos de ese programa— en un obstáculo para la libertad de la Iglesia y para la fe del mundo en Jesucristo.

H41 Javier Martinez 03Volvamos a la pregunta de qué le ocurre a la Iglesia cuando acepta comprenderse a sí misma en el marco establecido por la “razón secular”. En el comienzo mismo del libro ya mencionado de John Milbank, describe él conmovedoramente esa situación en lo que se refiere a la teología:

«El pathos de la teología moderna —dice Milbank— es su falsa humildad. Para la teología, eso debe ser una enfermedad fatal, porque una vez que la teología renuncia a su pretensión de ser un metadiscurso, no puede ya articular la palabra del Dios creador, sino que queda limitada a convertirse en la voz oracular de algún ídolo finito, como erudición histórica, psicología humanista, o filosofía trascendental. Si la teología ya no busca situar, calificar o criticar otros discursos, entonces es inevitable que sean tales discursos los que sitúen a la teología; pues la necesidad de una lógica organizadora última no puede ser desechada. Una teología “situada” por la razón secular sufre dos formas características de confinamiento. O de forma idólatra enlaza el conocimiento de Dios con algún campo particular del conocimiento —causas cosmológicas “últimas”, o necesidades subjetivas y psicológicas “últimas”—. O de otro modo se limita a insinuaciones de una sublimidad más allá de la representación, sirviendo así para confirmar negativamente la discutible idea de un ámbito secular autónomo, completamente transparente a la comprensión racional» [11].

El sujeto de las frases de este párrafo podría ser, en lugar de la teología, la Iglesia, y serían igualmente verdaderas. Dentro del marco de la razón secular la Iglesia solo puede sobrevivir de una de las dos formas indicadas por Milbank. En el primer confina-miento, “ratio” y “fides” son líneas paralelas que nunca se cruzan, aunque pueda admitirse que no se contradicen una a otra [12]. Ahora bien, la separación entre “ratio” y “fides” es precisamente el reflejo de muchas otras divisiones, y en última instancia de la división entre Dios y la realidad. Y así, el primer confinamiento acaba siempre en el segundo. Al final, solo existe la “ratio”: la “fides” se desvanece entre las fantasías de la mente humana.

De hecho, solo existe un confinamiento, en dos fases. Tan pronto como la esfera de lo religioso, en la que se ubica al cristianismo como un todo, designa una esfera particular de la actividad humana próxima a otras esferas (filosofía, moralidad, ciencias, artes, etc.), queda desgajada por esa razón de cualquier otra realidad humana; se hace autónoma, pero tiene que hacerse irreal también, puesto que cada parcela de la realidad se corresponde con su propia esfera de conocimiento conforme al cual es completamente transparente, con la implicación de que las diferentes esferas del conocimiento exigen un dominio completo de la parcela asignada del mundo real [13].

H41 Javier Martinez 04Para la religión no existe realidad al margen, y por tanto no puede ni siquiera ser un tipo de conocimiento, tiene que pertenecer al ámbito puramente privado y subjetivo de los sentimientos y las preferencias. Su asunto, si se admite que atañe a algo “real”, tiene que ser una “realidad” enteramente de otro mundo. Y puesto que esa realidad no tendrá relación o contacto con nada de este mundo, al final no tendrá tampoco realidad fuera de la imaginación puramente subjetiva (religión de Feuerbach). Como Henri de Lubac señaló hace muchos años y nosotros veremos en lo que sigue, ese “otro” mundo, precisamente porque tiene que haber nacido en la imaginación del sujeto creyente, no puede ser realmente “sobrenatural”, no puede aportar ninguna novedad a esta vida, no puede sino ser una réplica de este mundo, de sus motivaciones, y de sus estructuras sociales. No puede ser sino una institución humana enteramente conser-vadora (religión de Durkheim).

Aunque el confinamiento del cristianismo por la “razón secular” ha tenido lugar más o menos y en diferentes formas en todas las tradiciones cristianas, en el catolicismo se ha dado mediante la exasperación de la necesaria distinción entre “natural” y “sobre-natural” en dos órdenes separados y completos de la “realidad”. Henri de Lubac ha denunciado esta posición dualista, que ha dominado “un amplio segmento de la teología moderna” dentro de la Iglesia Católica. Aunque ya no es prestigiosa en las escuelas de teología (al menos en su forma clásica), no obstante todavía conforma y determina en gran medida el pensamiento y la praxis católicos. Ya en 1965, De Lubac vio en este dualismo algo similar a las dos formas de confinamiento mencionadas por Milbank. Primero, al compartimentarse lo sobrenatural se le hace perder su propio carácter sobrenatural; y ese hecho se convierte en una de las causas más profundas de secularización y ateísmo dentro de la Iglesia Católica. En lo que concierne al primer punto, escribió:

«[Este “amplio segmento de la teología católica”] ve la naturaleza y la sobrenaturaleza como yuxtapuestas en algún sentido, y a pesar de las intenciones en sentido contrario, como contenidas en el mismo género, del cual forman parte como si fueran dos especies. Las dos serían como dos organismos completos; separadas con bastante perfección como para estar realmente diferenciadas, se han desplegado en paralelo la una a la otra, con tipos fatalmen-te similares. Bajo tales circunstancias, lo sobrenatural ya no es propiamente hablando otro orden, algo sin precedentes, arrollador y transfigurador: no es más que una “sobre-naturaleza”, como hemos dado en llamarla, contrariamente a toda tradición teológica; una “sobrenaturaleza” que reproduce, en lo que se ha llamado un grado “superior”, todas las particularidades que caracterizan a la misma naturaleza» [14].

Y de nuevo:

«Por tanto el orden sobrenatural pierde su esplendor único; y (…) por una lógica cuyo imparable curso no podemos detener, acaba a menudo por convertirse en nada más que una sombra de lo que se supone es el orden natural» [15].

Hay una cercanía reconocible entre esta “especie de sombra” y las tesis de Feuerbach y Durkheim sobre el origen de la religión. El argumento de De Lubac ayuda a explicar lo que había de verdad en aquellas tesis, y en otras críticas de la religión que las han seguido después. Esas críticas no tienen por qué ser la verdad completa acerca de la religión, pero, como MacIntyre dice sobre la crítica marxista de la religión, “contienen verdad acerca de mucha religión, y en particular acerca de mucha de la religión del siglo diecinueve” [16]. De hecho, como ya se dijo, De Lubac vio este “dualismo” como causa de ateísmo:

«Por una parte, aunque la tesis dualista —o, quizás, separatista— ha terminado su curso [en las escuelas de teología], puede estar meramente empezando a dar sus más amargos frutos. Tan rápidamente como la teología profesional se aparta de ella, tanto más se difunde en la esfera de la acción práctica. Deseando proteger lo sobrenatural de cualquier contaminación, de hecho la gente lo había exiliado del todo —tanto de lo intelectual como de la vida social— dejando el campo libre para que el secularismo se adueñara de él. Hoy ese secularismo, siguiendo su curso, está empezando a introducirse en las mentes incluso de los cristianos. También ellos buscan hallar una armonía con todas las cosas basada en una idea de la naturaleza que podría ser aceptable para un deísta o un ateo: todo lo que viene de Cristo, todo lo que debiera conducir a él, es arrinconado en el fondo para desaparecer aparentemente para siempre. La última palabra en el progreso cristiano y la entrada en la edad adulta parecería consistir en una secularización total que expulsara a Dios no únicamente de la vida de la sociedad, sino de la cultura e incluso de las relaciones personales» [17].

Estas palabras fueron proféticas, y se han visto más que cumplidas en las tendencias dominantes del catolicismo del siglo veinte, ya sean de carácter “progresista”, más inclinadas a aceptar ciertos principios marxistas como instrumento de comprensión de la naturaleza y de la historia, ya sean de carácter más “conservador”, que (paradójicamente) usan el “liberalismo” [18] y la ideología liberal con exactamente la misma función que los católicos y los teólogos “progresistas” acostumbraron a usar el marxismo: como una herramienta necesaria para interpretar la realidad. La fe cristiana, simplemente, puesto que no tiene nada que ver con nada “de este mundo”, no podría ser empleada para tal tarea.

La pregunta obvia e inevitable es por tanto: ¿Cuál sería en ese caso el interés de una fe que no puede dar significado a la realidad, y solo puede ser instrumental para un sistema filosófico social, moral y político ya existente? Hacerse esta pregunta arroja una luz intensa sobre el ateísmo implícito (pero no escondido del todo) en ambas posiciones, la “progresista” y la “conservadora”, y la gran magnitud de la base común que comparten estas dos posiciones, a pesar de todo el encarnizamiento de algunos de sus debates a lo largo de una buena parte del siglo veinte.

La combinación, por tanto, de la moderna compartimentización, bajo la forma de dualismo o bajo otras formas, con esa ya mencionada metamorfosis de lo sobrenatural en un “doble” de este mundo causa dos fenómenos principales:

El primero de ellos es la “desaparición” de la Iglesia, que deja de ser entendida como “el cuerpo de Cristo” y por consiguiente como Su “sacramento”, como el lugar humano carnal donde encontrarse con Él, y se convierte por el contrario en un agregado de individuos que comparten (más o menos) las mismas “creencias” y los mismos “valores” (“valores” que generalmente se entienden en sentido kantiano o relativista) [19]. La Iglesia pierde a la vez la ontología y el misticismo. Cualquier cosa que quede de estos aspectos de la realidad (y lo que queda son principalmente fragmentos aislados y dislocados) es funcional para los tópicos vacíos de la “ética” liberal. En correlación estricta con esta metamorfosis aparece la sustitución de la lógica sacramental que ha sido la característica del logos cristiano en relación con la realidad por el tipo de lógica formal, instrumental y empresarial propia del capitalismo tardío, de los que están repletos tantos “planes pastorales” y otros documentos producidos por las curias diocesanas o por las conferencias episcopales. La sagrada liturgia permanece, por supuesto, pero permanece principalmente como un fragmento extraño y bastante falto de significado de un mundo ya pasado. Ahora bien, una Iglesia así concebida y vivida de esta forma “no es” más que un hecho residual: no es solo que no tenga continuidad real con el cristianismo histórico, es que ya no existe. Y, puesto que comunidad y tradición son en cualquier lugar el único espacio para la racionalidad y la moralidad, ni la fe cristiana ni la moralidad cristiana sobreviven mucho tiempo en esta situación.

El segundo fenómeno, consecuencia del anterior, es la completa identificación del cristianismo con el pensamiento secular, de manera que ser cristiano deja de ser significativo, y no conforma ninguna diferencia en la vida real. David L. Schindler ha expresado de esta forma cómo se da este fenómeno en América:

«Mi argumento, en lo que se refiere a los cristianos, es que el problema del laicismo en América comienza de forma significativa dentro de las mismas iglesias (protestante y católica) y de su teología y sus prácticas religiosas. Expresándolo en términos más radicales y que de hecho a mí me parecen los más precisos, la desaparición o de hecho la muerte de Dios es un fenómeno que se da no solo en el 5 por ciento de americanos que no creen en Dios, sino también y de forma más relevante en el 95 por ciento que sí creen» [20].

El fenómeno al que David L. Schindler alude aquí no es un fenómeno particularmente americano. Aunque los porcentajes de creyentes puedan no ser los mismos en América y en España (o en otros países europeos), la realidad descrita por Schindler es exactamente la misma que la de la mayoría de los católicos españoles, o solo ligeramente diferente. Y eso es porque el problema que describe es el problema de una Iglesia que ha aceptado desaparecer al aceptar comprenderse a sí misma en el marco del liberalismo, o, lo que es igual, de la “razón secular”.

Al final, la paradoja de la Iglesia en la sociedad secular es la misma que, de nuevo, MacIntyre expresaba hace muchos años como un dilema para la teología (protestante), de la siguiente manera:

«Podemos ver el cruel dilema de una teología que pretende ser con-temporánea: (1) El teólogo empieza en la ortodoxia, pero la ortodoxia que ha sido aprendida en Kierkegaard y Barth se convierte con demasiada facilidad en un círculo cerrado, en el cual el creyente habla solo para el creyente, en el que todo el contenido humano queda disimulado. (2) Apartándose de esta árida teología endogámica, los teólogos más perceptivos quieren traducir lo que tienen que decir a un mundo ateo. Pero están condenados a uno de estos dos fracasos. O bien [a] tienen éxito en su traducción: en cuyo caso lo que ellos mismos se encuentran diciendo se ha transformado en el ateísmo de sus oyentes. O bien [b] fracasan en su traducción: en cuyo caso nadie escucha lo que tienen que decir excepto ellos mismos» [21].

Esta condena no aparece solo en la teología protestante actual. Es en todas partes el dilema de los medios de comunicación cristianos, de la moral cristiana, de la educación cristiana. Es el dilema de la presencia cristiana actual en el mundo en general [22]. Y sin embargo, a pesar de toda esta crítica de la razón secular como una tradición particular más, y a pesar de la observación de las consecuencias mortales que tiene para la Iglesia y para ella misma su aceptación acrítica, tengo que reconocer, y es esencial señalarlo en este momento de nuestra argumentación, para que no sea malentendida, que al menos un aspecto de la “razón secular” es herencia directa del cristianismo: el apego a la razón como tal (como a la libertad como tal, o a la dignidad humana como tal) es de tal manera característica del cristianismo y de la tradición cristiana que solo el cristianismo es capaz de aceptar cualquier verdad aunque esté contenida incluso en la crítica “secular” de la religión. De hecho, la crítica secular de la religión, sea de Feuer-bach, Marx, Durkheim o Nietzsche, no podría haberse dado o florecido fuera de un sustrato cristiano.

3. “Retorno al centro”

No se puede distinguir el desierto salvo que uno esté en algún otro lugar. No se puede criticar racionalmente una posición o percibir sus límites salvo que uno haya visto algo distinto. Y por supuesto, nosotros hemos visto algo distinto. Hemos visto a los mártires, a los santos. Vemos su humanidad resplandeciente, y sabemos dos cosas: primero, que una tal nación de santos no puede estar construida sobre una falsedad, y segundo, que la promesa de Cristo “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 28) es cierta. Podemos hacer nuestras las palabras de Newman al final de su ahora célebre “Biglietto Speech”, en el que expresó muy enérgicamente los peligros del liberalismo para la religión como enemigo con el que había luchado durante toda su vida:

«El cristianismo ha estado tan a menudo en lo que parecía un peligro mortal, que debiéramos temer ahora cualquier nueva prueba. Hasta aquí esto es cierto; por otra parte, lo que es incierto, y en esos grandes combates es habitualmente incierto, y lo que es habitualmente una gran sorpresa, cuando se es testigo, es el modo particular con el que, en el acontecimiento, la Providencia rescata y salva a Su heredad elegida. Algunas veces nuestro enemigo se transforma en un amigo; algunas veces es despojado de esa especial virulencia del mal que era tan amenazadora; algunas veces cae hecho añicos; algunas veces actúa precisamente mientras es beneficioso, y después es eliminado. Habitualmente la Iglesia no tiene otra cosa que hacer que continuar con las tareas que le son propias, con confianza y paz; estarse quieta y ver la salvación de Dios. Mansueti hereditabunt terram. Et delectabuntur in multitudine pacis» [23].

Este es un testimonio fantástico de fe y confianza en la promesa de Cristo. “La Iglesia no tiene otra cosa que hacer que continuar con las tareas que le son propias, con confianza y paz”. Hoy en día, sin embargo, el “liberalismo religioso” ha llegado tan lejos en el engaño de las mentes cristianas que incluso “las tareas que le son propias”, desde la predicación hasta los sacramentos, se entien-den (o mejor, se malentienden) en el marco de la “razón secular”. El mismo Newman, viendo este peligro, en el mismo discurso, dijo también: “La Santa Iglesia nunca necesitó defensores contra él con más urgencia que ahora, cuando, ¡ay!, es un error que se extiende, como una insidia, por toda la tierra”. Él sabía que el liberalismo (o la “razón secular”), y no solo en la religión, tiene una inmensa capacidad para disfrazarse y enmascararse, para presentarse a sí mismo como “la vía natural”, la vía por que las cosas siempre han discurrido, y siempre deberían discurrir. Es por tanto necesario un gran esfuerzo, a la vez intelectual y moral, para desenmascarar sus estrategias, para mostrar su carácter ideológico, a la vez fuera y dentro de la Iglesia, y volver de nuevo a la Santa Tradición, liberándola de las ligaduras que la han atado y paralizado, en orden a proponerla de nuevo, con toda su frescura, al hombre de hoy.

El problema con la mayoría de las críticas al liberalismo, como ya hemos insinuado, es que se han hecho en nombre del marxismo (o desde una aceptación parcial de las perspectivas marxistas). Eso ha implicado la aceptación de las creencias comunes al mar-xismo y al liberalismo (ya que el marxismo fue, como MacIntyre dice, “en primera instancia una crítica del liberalismo y de la sociedad burguesa en sus propios términos” [24], y con ellas, la afirmación implícita o explícita de la indisponibilidad y la inutilidad del cristianismo para las “cosas de este mundo” [25]. Así, la mayor parte de las críticas al liberalismo, a largo plazo, han colaborado a favor del establecimiento de la misma cultura secular que estaba a la vez en la base del liberalismo y de sus críticos.

La crítica marxista a la sociedad liberal, sin embargo, era y es cierta en muchos aspectos, pero el fracaso del marxismo en términos de sus predicciones sobre la futura crisis del capitalismo y en términos de sus propios logros económicos y sociales ha de-jado al mundo sin otra alternativa ideológica que el liberalismo. Como MacIntyre reconoce, el debate intelectual y moral hoy en día (en la medida que existan todavía debates reales sobre los va-lores intelectuales y morales de los sistemas políticos, más allá de la charlatanería política y el mero consumismo nihilista) se limita a un debate dentro del liberalismo.

«El liberalismo (…) aparece por supuesto en los debates contemporáneos bajo gran número de disfraces y haciéndolo así consigue tomar ventaja en el debate reformulando los desacuerdos y conflictos con el liberalismo, para que aparenten ser debates dentro del liberalismo, cuestionando este o aquel conjunto particular de actitudes o políticas, pero no los principios fundamentales del liberalismo con respecto a los individuos y la expresión de sus preferencias. Así el llamado conservadurismo y el llamado radicalismo en esas apariencias contemporáneas son en general meros pretextos para el liberalismo: los debates contemporáneos dentro de los sistemas políticos modernos son casi exclusivamen-te entre liberal-conservadores y liberal-radicales» [26].

Ahora bien, si el liberalismo tiene éxito en todas partes (aunque su mismo éxito constituya la muerte de los ideales que profesa), y si representa un peligro de primer orden —y, en su mayor parte, un peligro oculto y no identificado— para la Iglesia cristiana, ¿qué podemos hacer?

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Lo que se necesita, en mi opinión, es, como dice el título de la versión francesa del librito que Hans Urs von Balthasar escribió en 1969, una “vuelta al centro” [27]. No al centro como en la política, como a una vía intermedia entre la derecha y la izquierda, sino al centro como el punto desde el que brota la novedad total del cristianismo. El “centro” es el don por el que el Dios Trino se da a sí mismo a través de Cristo en la creación y la redención, un don que se da todavía en la comunión de la Iglesia, un don que constituye el auténtico significado de toda la realidad, y que reconoce a Jesucristo como “el corazón del mundo” [28]. De hecho, los mejores logros teológicos de los siglos diecinueve y veinte, y los únicos que sobrevivirán a los devastadores efectos del tiempo, podrían ser descritos —al menos en Occidente— como intentos de recuperar la tradición, y de recuperar el significado de la tradición cristiana para la vida humana, más allá de las distorsiones dualistas o fragmentadoras de otro tipo creadas por la razón secular y las diversas variantes de la reinterpretación secular del cristianismo. En otras palabras, esos intentos tratan de recuperar la tradición evitando el dilema que MacIntyre había señalado y que nosotros subrayamos antes: comprar significado vendiendo tradición, es decir, haciéndole decir a la tradición lo que la razón secular ya dice sin necesidad de la fe.

4. En camino hacia el “centro”: panoramas/hitos

En la parte final de esta exposición llamaré la atención sobre algunos indicadores en este camino hacia el centro. Aunque me limite principalmente al campo de la teología, quiero señalar que la “recuperación” del “centro” involucra tres aspectos que están unidos entre ellos en una especie de “perichoresis”, que los hace pertenecerse unos a otros (y necesitarse unos a otros) en una forma única para la totalidad del cristianismo.

Me refiero a la enseñanza del magisterio de la Iglesia, al quehacer teológico y a la vida carismática del pueblo de Dios. Por supuesto, de esos tres aspectos de la vida del cuerpo de Cristo, uno tiene la misión particular, dada y garantizada por el mismo Señor, de preservar y de transmitir la Santa Tradición: y este es el ministerio apostólico. Pero ninguno de esos tres aspectos puede ser desgajado de los otros dos sin destrucción o grave daño para la totalidad del cuerpo de Cristo. Ello ocurre, por ejemplo, cuando el magisterio insiste en la enseñanza social de la Iglesia como parte esencial de la vida de la Iglesia: si la mayor parte del pueblo cristiano entiende su propia vida en el marco de la razón secular, esa enseñanza social permanece como una teoría abstracta, tomada en serio por unos pocos, desconocida para la mayoría. Y si ocurriera que la enseñanza de los pastores no fuera “teológica” (aceptando, por ejemplo, la muy moderna y letal división entre teología y pastoral), el pueblo cristiano quedará sin guía, la fe cristiana quedaría separada de la razón, y pronto ella misma se disolvería en el mundo, quizás en la forma de una religión con algún colorido cristiano. Recíprocamente, cuando la teología no representa la reflexión sistemática sobre la experiencia de la Iglesia, sin prestar suficiente atención al papel de autoridad de la tradición y el magisterio, se convierte entonces inevitablemente en instrumental para la ideología y para los poderes de este mundo.

Comencemos con la teología. Los trabajos de Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac, a quienes acabo de citar y a quienes considero con mucho los mayores teólogos católicos del siglo veinte, tienen que ser leídos claramente en el contexto de los asuntos que he planteado al comienzo de este ensayo. La transformación, por ejemplo, de una “teología estética” en una “estética teológica” expresa bien cierto movimiento del pensamiento en el que la teología no acepta el confinamiento y por tanto no se convierte en instrumental o es asimilada por otras áreas del conocimiento, sino que en vez de ello las permea y las juzga a todas ellas [29]. El mismo movimiento que se da aquí en relación con la belleza puede y debería darse en relación con otros “trascendentales”, verdad y bondad, y de esta forma, en la relación entre teología y conocimiento, entre teología y ética, y también economía, política, las llamadas “ciencias humanas”, o cualquier otra área de la actividad humana [30].

En cuanto a De Lubac, él escribió acerca de su propio trabajo, en una nota destinada a publicarse en la edición italiana de sus obras completas: “Mi tarea ha sido básicamente (…) ayudar a conocer mejor, y por tanto, a entender mejor y a amar más, los tesoros de la gran tradición católica —yo diría gozosamente, algunos de sus grandes lugares comunes— malentendidos por tantos, muy poco conocidos verdaderamente incluso por aquellos a los que les gustaría con toda sinceridad preservarla y defenderla” [31]. En su primer libro, Catholicism, publicado en 1938, un trabajo en el que quiso poner en primer plano “los aspectos sociales del dogma” tal y como se expresan en la tradición cristiana, De Lubac escribía: “Revelando al Padre y siendo revelado por él, Cristo completa la revelación del hombre a sí mismo” [32]. Esta frase fue tomada después casi literalmente por el Concilio Vaticano II en un pasaje ahora famoso porque ha sido citado muy frecuentemente por Juan Pablo II, y yo creo que puede considerarse como una de las claves para entender su propia enseñanza y su ministerio: “Cristo… en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, revela completamente el hombre ante sí mismo y saca a la luz su vocación más alta” [33]. Ahora bien, esto es, en cada sentido, exactamente lo que la tradición ha dicho siempre acerca de Cristo y la humanidad, y que estaba ya en el Credo de Nicea y en el Nuevo Testamento. Pero lo importante de esta cita es que, tomada en serio, imposibilita a un católico para mantener una posición liberal, y va más allá de cualquier dualismo o fragmentación secular: Cristo pertenece a la misma definición del hombre, de tal forma que pensar en el hombre sin Cristo es precisamente dejar incompleta la compren-sión del hombre, es errar en lo más importante, incluso para la construcción de la polis: el destino y la vocación de la humanidad a participar de la vida divina del Hijo de Dios. Podríamos decir que el significado completo del trabajo de De Lubac ha sido desenterrar la tradición y liberarla de su confinamiento en la razón secular.

Balthasar y De Lubac no son los únicos teólogos occidentales que han intentado independizar la experiencia y el lenguaje cristianos de las limitaciones y reducciones de la razón secular. Ciertamente hay otros, aunque tenemos que admitir que no hay muchos que relacionen ese “centro” del acontecimiento cristiano con las diferentes cuestiones de la antropología o de la vida moral cristianas sin caer en el dilema considerado por MacIntyre; no hay muchos que relacionen el mensaje cristiano con la experiencia humana en sus distintas dimensiones de conocimiento y acción siendo conscientes de las trampas del liberalismo secular. La mayoría de los que lo hacen así provienen de la tradición de Balthasar y De Lubac [34].

Otra vez, aunque no sea este el lugar para hacerlo, sería posible y quizás necesario mostrar que el significado profundo de la enseñanza del Concilio Vaticano II, y de hecho la clave misma para entender su enseñanza, es exactamente el intento de recu-perar la Santa Tradición de las ciénagas en las que la aceptación semi-consciente del liberalismo y de la “razón secular” la ha arrojado. Y lo mismo se podría decir de la enseñanza de los Papas des-pués del Concilio, especialmente de Juan Pablo II, desde la primera frase de su primera Carta Encíclica: “Jesucristo es el centro del cosmos y de la historia” [35]. La enseñanza papal sobre el cuerpo y sobre el amor en el matrimonio, basada sobre una percepción renovada del significado de la antropología cristiana, al igual que su insistencia en la importancia de la doctrina social de la Iglesia, son precisamente dos aspectos decisivos del encauzamiento de la Iglesia “más allá de la razón secular”.

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Un movimiento teológico reciente que no me gustaría dejar de mencionar, por ser un intento consciente de ir “más allá de la razón secular”, que involucra a varios teólogos anglicanos, protestantes y católicos (no del todo desligados tampoco de Balthasar y De Lubac), es el movimiento llamado por sus iniciadores “ortodoxia radical”. Cualesquiera sean los logros del movimiento, o el futuro del mismo movimiento, al menos en cuanto a sus intenciones, es pertinente para nuestra reflexión.

En el ensayo que introduce al volumen colectivo titulado Radical Orthodoxy, los tres editores del volumen, J. Milbank, C. Pickstock, G. Ward, observan que:

«los grandes críticos cristianos de la Ilustración (…) vieron de diferentes maneras que lo que el laicismo había arruinado principalmente y lo que de hecho había negado eran las mismas cosas que aparentemente celebraba: la vida encarnada, la auto-expresión, la sexualidad, la experiencia estética, la comunidad política humana. Su argumento, asumido por completo en este volumen, era que solo la trascendencia, que “suspende” esas cosas en el sentido de interrumpirlas, las “suspende” también en el otro sentido de man-tener su valor relativo sobre-contra el vacío» [36].

Por otro lado, habiendo reconocido que “la Ilustración era en efecto una crítica del decadente cristianismo moderno tem-prano”, pero también “siguiendo a los grandes visionarios de la literatura inglesa William Shakespeare y Thomas Nashe”, que los abusos y errores de esa decadencia eran “el resultado de un rechazo del verdadero cristianismo”, la ortodoxia radical intenta “articular un cristianismo más encarnado, más participativo, más estético, más erótico, más socializado, incluso ‘más platónico’” [37]. Tomando una perspectiva teológica centrada en el concepto de “participación”, acentúan de nuevo el valor de la tradición y de la unidad articulada de “fides et ratio”, pero en el sentido de que la “fides” es la que puede salvar a la “ratio”, y de que la teología es la que puede rescatar a la filosofía y a la vida intelectual de los terrenos poco profundos. Solamente esta vuelta a la tradición (“al cristianismo del credo y a la ejempla-ridad de su matriz patrística”), después de todo, puede ofrecer adecuadamente una verdadera alternativa al “materialismo desalmado, agresivo, abúlico y nihilista” en donde han acabado los ideales de la modernidad. Esta es la forma en que estos tres autores lo expresan:

«La perspectiva teológica de la participación salva de hecho las apariencias sobrepasándolas. Reconoce que el materialismo y el espiritualismo son falsas alternativas, puesto que si solo existe la materia finita, no existe ni siquiera eso, y que para que los fenómenos existan realmente deben más que existir. Por lo tanto, apelando a una procedencia eterna para los cuerpos, su arte, su lenguaje, su unión política y sexual, no dejamos etéreamente de considerar su densidad. Por el contrario, insistimos en que detrás de esa densidad reside una densidad aún mayor –más allá de todos los contrastes entre densidad y liviandad (así como más allá de todos los contrastes entre definición y ausencia de límites). Con esto queremos decir que todo lo que es solamente es porque es más de lo que es (…)».

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Esta perspectiva debería verse de muchas maneras como menoscabando algunos de los contrastes entre liberales y conservadores teológicos. Los primeros se inclinan a refrendar lo que ellos ven como la aceptación moderna de nuestra finitud, así el lenguaje, y los cuerpos eróticos y estéticamente placenteros, etc. Los conservadores, sin embargo, parecen aceptar aún una especie de distanciamiento nominal y etéreo de esas realidades y un desdén por ellas. La ortodoxia radical, por contra, ve la raíz histórica de la celebración de tales cosas en la filosofía de la participación y en la teología de la encarnación, aun cuando puede admitir que la tradición premoderna nunca llevó muy lejos tal celebración. La aparente aceptación moderna de lo finito la estima, tras examinarla, ilusoria, puesto que para detener la disolución finita de la modernidad debe interpretarla como un edificio espacial limitado por leyes claras, reglas y entramados. Si, por otro lado, siguiendo las opciones posmodernas, acepta el flujo de las cosas, es un flujo vacío que encubre y revela un vacío final. Por consiguiente, la modernidad ha oscilado entre el puritanismo (sexual o de otro tipo) y un erotismo completamente perverso, que está enamorado de la muerte y por tanto quiere la muerte de lo erótico, y no preserva lo eró-tico hasta el punto de una consumación eterna. De una forma extravagante, parece que la modernidad no quiere realmente lo que cree que quiere; pero por otra parte, para tener lo que cree que quiere, tendría que recuperar lo teológico. Así, por supuesto, descubriría también que eso que quiere es bastante distinto de lo que ha supuesto [38].

De esta forma, es la teología la que salvará a la razón (si bien no en su modalidad secular), y al resto de los ideales de la modernidad. Los ensayos, entonces, que forman el volumen Radical Orthodoxy “pretenden concebir de nuevo las esferas culturales particulares desde una perspectiva teológica que todos ellos contemplan como la única perspectiva no nihilista, y como la única perspectiva capaz de dar firmeza incluso a una realidad finita” [39].

No es necesario —no sería capaz de hacerlo— juzgar los méritos respectivos de los ensayos particulares contenidos en el volu-men Radical Orthodoxy, o de los volúmenes que han continuado la serie. Una lectura rápida y no científica de algunos me dice que yo no coincidiría hasta el final con todos ellos, y que en algunos casos, de las mismas premisas extraería conclusiones bastante diferentes [40]. Y con todo, por la melodía que he oído me parece que aun la discusión de los puntos particulares de desacuerdo no sería mal recibida. Refrendo entretanto, completamente y en su totalidad, las afirmaciones concretas citadas, y me parece que indican con notable precisión el reto teológico y la tarea que se presentan al cristianismo en esta hora.

Todos los “panoramas” mencionados hasta ahora son teológicos. Pero el periplo “más allá de la razón secular” no puede llevarse a cabo solo mediante la teología; no es primariamente un problema de teología. Porque la teología es una articulación intelectual de la experiencia de la Iglesia, y no puede hacerse más que desde la experiencia. Cuando se carece de esa experiencia, o es confusa, el pensamiento no puede ser otra cosa que confuso, y la teología se convierte exactamente en una variante de la razón secular, exactamente en la expresión de la perspectiva cultural dominante. Aun la enseñanza de la Iglesia, en solitario y por sí misma, no es suficiente. Porque “la insidia se ha extendido sobre toda la tierra” de tal forma que la enseñanza de la Iglesia se recibe y se lee en la mayoría de los casos, incluso por gentes cuya buena voluntad conocemos y no podemos negar, a través de los filtros de la razón secular: o es reducida de forma pietista, o es reducida a “valores liberales” y moralidad.

De hecho, me parece, el reto es tan colosal que nos afecta a todos, a cada simple cristiano, a cada familia cristiana y a cada comunidad cristiana, dondequiera que estemos, y sea cual sea nuestra historia, y sean cuales sean las heridas que nos podamos haber causado unos a otros a lo largo de esa historia. El reto no se puede plantear sin que nuestros seres estén abiertos a aprender unos de otros tanto los fracasos como los logros, y así ayudarnos unos a otros con la claridad que corresponde a miembros (miembros sufrientes, miembros heridos) del único Cuerpo de Cristo. La primera fragmentación de la experiencia cristiana es nuestra división, la primera fragmentación de la Iglesia (y la primera apertura al ascenso de la “razón secular”) ocurre cuando cesamos de comprendernos unos a otros como miembros del único Cuerpo de Cristo.

Una de las verdades que se han abierto para mí en diálogo con el trabajo de MacIntyre es la percepción de que la vida (la historia) no es aplicación de ideas, que existe siempre una interacción y una dependencia muy estrechas entre las praxis (política y económica, familiar, educativa, artística, cultural), y la teoría. Las praxis encarnan la teoría —no existe el más leve gesto humano que no implique una ontología completa—, pero también son capaces de crear y modificar la teoría, al igual que la teoría sirve a menudo para justificar, modificar o crear praxis. Este es un punto clave en el trabajo de MacIntyre, diseminado en él por todas partes [41]. La comunidad es anterior a la tradición, es el lugar de la tradición. Es el lugar de la racionalidad (tanto práctica como teórica), y por tanto es el lugar de la vida intelectual y moral. Es también el lugar para que “el individuo” pertenezca, y perteneciendo, se convierta en persona, consiga una identidad para sí mismo y para el mundo. Si esto es cierto, como creo que es, las consecuencias para el reto que he discutido en esta comunicación son de una gran significación. El asunto que tenemos ante nosotros, de hecho, no consiste en cambiar algunas de nuestras ideas, o algo en nuestro lenguaje. Lo que está en juego no es solo la teología, como lenguaje articulado de la fe. Es la fe misma. O antes bien, es la Iglesia como espacio humano creado por el Dios Trino para la culminación de la humanidad, y es la fe como reconocimiento de este hecho.

A la luz de esto, quizás podemos entender mejor el llamamiento de MacIntyre al final de After Virtue, citado ya anteriormente. Él compara nuestro tiempo con la época del declive del Imperio Romano: “lo que importa en esta etapa es la construcción de formas locales de comunidad dentro de las cuales la civilidad y vida intelectual y moral puedan ser sustentadas en la nueva Edad Oscura que ya se nos echa encima” [42]. Para John Milbank también, la tarea no es tanto una decisión voluntarista acerca de un nuevo giro del pensamiento, sino que tiene que ver con la construcción, o el resurgimiento, de una cierta comunidad —una nueva, única comunidad— llamada la Iglesia. Una comunidad, dice Milbank, que “ya es, necesariamente, por virtud de su institución, una ‘lectura’ de otras sociedades humanas’ [43].

Me gustaría terminar mencionando algunas características de este nuevo descubrimiento de la Iglesia. O quizás debería decir, de esta nueva apertura, o “revelación”, ya que el Padre, el Señor Resucitado y el Espíritu Santo son quienes una y otra vez recrean y regeneran la Iglesia en la historia, y nos permiten ver “lo que muchos profetas y reyes quisieron ver, pero no pudieron” (Lc 10, 24). Esas características pueden deducirse en su mayor parte de lo que ya ha sido dicho.

La Iglesia tiene necesidad de convertirse de nuevo, en todos sus niveles, en “la casa y la escuela de la comunión”, como Juan Pablo II nos ha recordado [44]. La Iglesia tiene que ser una vida de comunidad; en cierto sentido, una vida de “familia”, como la vida de “un cuerpo”. Necesita recuperar densidad “social”. No como un ghetto, sino como vida real de familia, abierta siempre a la vida y a la sociedad. “Familia”, “madre”, “casa”, “nación”, “cuerpo”, no son solo nombres para la Iglesia, son realidades sociales esenciales para la vida de la Tradición Cristiana. La Iglesia es una empresa para la vida, y para todo en la vida. En otras palabras, la Iglesia tiene que ser “rescatada”, si se puede decir así, de la sequedad y el poder inhumano de la lógica del manager, y tiene que recuperar la lógica sacramental, que es la que le es propia.

La Iglesia es una vida de comunidad centrada en la liturgia y en la Eucaristía. La Eucaristía, con todas sus dimensiones (sin ser reducida de forma pietista e individualista) es la praxis de la Iglesia, y por tanto, es una escuela: una escuela de vida en comunidad, una escuela que nos permite comprender en una única forma quién es Dios, quién es Cristo, quiénes somos nosotros; quiénes somos para Dios, y quiénes somos el uno para el otro; y qué es el mundo para nosotros. La Eucaristía es el único lugar de resistencia a la aniquilación del sujeto humano. Y la Eucaristía es también el lugar donde podemos aprender y experimentar una universalidad —no la abstracta y falsa universalidad de la modernidad— que no está en oposición a la realización local, a la identidad y a la plenitud [45].

En esa comunidad, el movimiento del corazón (de la mente y de todo) es un movimiento que va en la dirección de un redescubrimiento de la tradición cristiana, con toda la riqueza y las variaciones que tiene esta tradición, y no de una fuga de ella. Para nosotros cristianos, las diferencias no son un obstáculo, sino un tesoro, siempre y cuando esas diferencias sean entendidas a la luz de la lógica sacramental del Cuerpo de Cristo. Incluso los Evangelios son cuatro, y Dios es una comunión de Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La experiencia de vida en esa comunidad es una experiencia humana que, por ser una experiencia de Cristo, se convierte en una manera de mirar toda la realidad, esto es, se convierte en una fuente de racionalidad, y se refiere a todas las dimensiones de la experiencia humana y de la praxis humana (conocimiento, arte, y todas las clases de relaciones humanas, incluyendo las políticas o las económicas).

Por supuesto, hacer que tales cosas se den no está en nuestras manos. Incluso desearlas es ya una gracia. La Iglesia no es nuestra, sino del Señor, aunque sabemos que el Señor desea que su Iglesia brille en medio de la noche. A nosotros nos queda, ante todo, dar gracias por lo que tenemos —que ya es todo, puesto que tenemos a Cristo y al Espíritu Santo—, y por las gracias que el Señor no cesa de darnos. Y así podemos desear y pedir que cada uno de nosotros florezca y crezca “hasta que todos nosotros lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a la madurez, a la medida de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13).


Notas

[1] Cf. Alasdair MacIntyre, Whose Justice? What Rationality? University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1988. Cf. especialmente el capítulo XVII: «Liberalism Transformed into a Tradition».
[2] Alasdair MacIntyre, After Virtue. A Study in Moral Theory, edición americana, University of Notre Dame Press: Notre Dame, Indiana, 1981. La «cultura precedente» es mencionada en el título del capítulo 4 de este trabajo: «La cultura precedente y el proyecto de la Ilustración de justificar la moral». En el capítulo 5 de After Virtue MacIntyre muestra «Por qué fracasó necesariamente el proyecto de la Ilustración de justificar la moral». Entonces explica las diferentes consecuencias de ese fracaso, que llevan a la cultura de la Ilustración al punto final del nihilismo de Nietzsche. MacIntyre ha desarrollado ese pensamiento también en otro trabajo, Three rival Versions of Moral Enquiry. Encyclopedia, Genealogy and Tradition, University of Notre Dame Press: Notre Dame, Indiana, 1990. En cuanto al carácter del liberalismo como una «tradición», y la necesidad que tiene de enmascarar precisamente su condición de tradición, cf. Whose Justice? What Rationality? (supra, note 1). Sobre la alienación como lo característico del hombre creado por el liberalismo, y su definición, cf. también MacIntyre, «Marxist Mask and Romantic Face: Lukács on Thomas Mann». Este texto fue publicado primeramente en la revista Encounter (Abril, 1965), y después de nuevo en Against the Self-Images of the Age. Essays on Ideology and Philosophy. Duckworth: London, 1971. Cf. especialmente p. 66.
[3] Como S. Kierkegaard o J. H. Newman, o escritores como G. K. Chesterton, T. S. Eliott, o C. S. Lewis en el área de habla inglesa, o L. Bloy, Ch. Péguy y G. Bernanos en Francia, por no mencionar otros críticos cristianos tempranos de la modernidad (Gianbattista Vico, Johann Georg Hamman, Franz Heinrich Jacobi). Entre los rusos, deberíamos mencionar al menos a F. M. Dostoievsky, V. Soloviev y N. Berdjaev. De hecho, considero la novela de Dostoievsky Demonios como una de las descripciones más poderosas y proféticas que conozco de la «parábola» de la modernidad secular.
[4] Cf. Alexis De Tocqueville, Democracy in America, The Library of America, New York, 2004.
[5] Cf. M. Horkheimer – Th. W. Adorno, Dialektik der Aufklärung, 2nd. ed. (Adorno’s Gesammelte Schriften 3), Suhrkamp: Frankfurt a. Main, 1984 , p. 11. Me llamó la atención hacia este libro el trabajo de J. Ratzinger, Svolta per l’Europa? Chiesa e modernità nell’Europa dei rivolgimenti, Edizioni Paoline: Cinisello Balsamo (Milano), 1992, p. 140. Afirma Ratzinger que «la autodestrucción del iluminismo» tiene lugar, según Horkheimer y Adorno, «donde la instancia iluminista se afirma incondicionalmente y no quiere reconocer sino la dimensión cuantificable, que puede explicarse negando al mismo tiempo la existencia de aquello de lo cual no se puede disponer o reduciéndolo puramente a la esfera privada. Dicho en otros términos: una sociedad que en su fisonomía institucional se construye sobre bases agnósticas y materialistas y autoriza la existencia de todas las posibles convicciones restantes únicamente con la condición de que permanezcan confinadas bajo el umbral de todo cuanto es público y tiene relevancia civil, no sobrevive largo tiempo» (ibidem).
[6] J. Milbank, Theology and Social Theory: Beyond Secular Reason (Blackwell: Oxford, 1990). Aunque yo no suscribiría todas las posiciones de este libro, estoy completamente de acuerdo con sus tesis fundamentales y las acojo calurosamente, así como la mayor parte de los juicios que contiene.
[7] Alasdair MacIntyre, After Virtue. A Study in Moral Theory, edición americana, University of Notre Dame Press: Notre Dame, Indiana, 1981, p. 245. Una valiosa descripción de la presente «Edad Oscura» puede leerse en G. Lipovetsky, L’ère du vide. Essais sur l’individualisme contemporain, Gallimard, Paris, 1983. [No dispongo de una edición inglesa de este trabajo, publicado también en español por Anagrama, Barcelona, 1986.]
[8] Muy recientemente, hay al menos tres libros, procedentes de muy distintas perspectivas, que sostienen la idea de que el terror islámico es un fenómeno occidental. Cf. Ian Buruma y Avishai Margalit, Occidentalism. The West in the Eyes of its Enemies, The Penguin Press, New York, 2004; John Gray, Al-Qaeda and What It Means to Be Modern, New Press, New York, 2003; Paul Berman, Terror and Liberalism, W. W. Norton & Co., New York/London, 2004.
[9] No debería aquí omitirse la cita de una espléndida confesión que hace MacIntyre en la Introducción a la segunda edición de Marxism and Christianity, Duckworth, London, 1995, p. xv. Aunque se formule en otro contexto, la reflexión es pertinente para la cuestión que discutimos. Dice: «Entre mis presupuestos no cuestionados hasta ahora estaba la creencia de que la única política posible que podría responder con eficacia a las injusticias del capitalismo económico y del orden social era una que diera por supuestas las formas institucionales del Estado moderno y que tuviera como fin la conquista del poder del Estado, mediante elecciones u otros medios; y entre tanto (...) aquellos que hasta ahora hacen de la conquista del poder del Estado su meta son siempre a la larga conquistados por él y, convirtiéndose en instrumentos del Estado, ellos mismos se convierten a un tiempo en los instrumentos de una de las varias versiones del capitalismo moderno».
[10] Una enérgica expresión de la inseparabilidad de la concepción capitalista de la vida y de la comprensión puramente «utilitaria» del sexo se encuentra en Wendell Berry, a quien David Schindler considera «uno de los escritores americanos más juiciosos e imaginativos». Cf. W. Berry, Sex, Economy, Freedom and Community, Pantheon Books, Random House: New York, 1993. No es ninguna objeción a sus reflexiones el hecho de que la destrucción del matrimonio y de la familia haya sido mucho mayor en los países bajo gobierno comunista, ya que la mayor parte de su historia, no ha sido otra cosa que una forma de capitalismo de Estado. Si acoplamos las reflexiones de Wendell Berry con el certero análisis que hace MacIntyre al comienzo de After Virtue sobre los interminables debates y desacuerdos morales en el escenario contemporáneo, y las causas de esa situación (cf. «The Nature of Moral disagreement Today and the Claims of Emotivism», cap. 2 de Alasdair MacIntyre, After Virtue. A Study in Moral Theory, edición americana, University of Notre Dame Press: Notre Dame, Indiana, 1981, pp. 6-21), podemos obtener algunas conclusiones importantes acerca de cómo conducir este debate en nuestros días. Porque se hace obvio que, aun cuando siempre nos es necesario manifestar tan claramente como sea posible (y de la forma más positiva y significativa posible) las posiciones morales de la Iglesia, esas manifestaciones no se encuentran, en la presente situación, en el lugar del debate real, que tiene lugar a nivel de los presupuestos antropológicos y ontológicos que están detrás de las posiciones morales y políticas, e implica necesariamente reflexiones acerca de cómo resolver la «inconmensurabilidad conceptual» tanto de esos presupuestos como de los argumentos y conclusiones derivados de ellos. Para nuestros propósitos, eso significa que el verdadero debate es acerca del significado de la fe cristiana para el destino del hombre, y por lo tanto, para el significado de la realidad, y acerca de las maneras de constatar la verdad de sus aseveraciones, si la fe tiene que ser un acto humano. Solamente la reflexión a este nivel puede evitar que las afirmaciones sobre la moral, sin importar la fuerza con la que son hechas, pudieran ser entendidas por sus receptores (y quizás también por los que las hacen) en un marco «emotivista», simplemente como expresiones de preferencia y deseo. Solamente la reflexión a este nivel puede evitar que tomemos posiciones que están en plena contradicción con las premisas de las que tratamos de deducirlas (como cuando tratamos de justificar la moralidad cristiana desde premisas kantianas o utilitaristas), o de nuevo, que están en contradicción con posiciones que tomamos en otras áreas de la vida (como cuando apelamos a algún tipo de premisas de «ley natural» para reflexionar sobre el matrimonio, y después usamos las ideas puramente capitalistas de maximizar el beneficio, o los argumentos utilitaristas, cuando hablamos de economía o política).
[11] Milbank, Theology and Social Theory, p. 1.
[12] Quizás sea interesante señalar de pasada que existe una revista teológica española, llamada Razón y Fe, que nació probablemente para expresar la unidad de ambas en el espíritu del Concilio Vaticano I. Pero «y» es una expresión de unidad y también de yuxtaposición, y la yuxtaposición está obligada a entenderse en el marco del dualismo moderno y del confinamiento de la «fides». Razón y Fe es ahora en España, de hecho, un instrumento para la secularización interna de la Iglesia. En este contexto, me gustaría simplemente recordar que el título de la Carta Encíclica de Juan Pablo II invierte el orden de los términos (Fides et Ratio), y que es difícil que ése sea un detalle inocente.
[13] La descripción de MacIntyre pone de relieve que compartimentar es parte esencial de la ideología liberal clásica: «La sociedad burguesa del siglo diecinueve se articuló a sí misma en términos de conceptos y creencias que, aunque adoptaban diferentes formas teóricas, formaban todas parte del aparato del liberalismo secular. El liberalismo es el espejo teórico en el que el siglo diecinueve pudo verse su propia cara; y así como las estructuras sociales del siglo diecinueve dependen de la división y de los compartimentos, de forma similar la teoría liberal desarrolla una visión del mundo como dividido y hecho compartimentos. La distinción fundamental inherente al liberalismo es entre lo político y lo económico. Exactamente como en la praxis social actual el objetivo de la burguesía es el de una relación puramente negativa, no intervencionista, entre el Estado –estrechamente concebido como un dispositivo para proteger al ciudadano de la invasión extranjera y del desorden interno y para defender la santidad del contrato– y la economía de libre mercado, así en la teoría política liberal se entiende como posible el divorcio del status político de un hombre de su status económico. De ese modo el liberalismo puede combinar dentro de sí una tendencia hacia los ideales de la igualdad política con una promoción de hecho de la desigualdad económica. Y exactamente como lo político se separa de lo económico, así la moralidad, también, tiende a convertirse en un dominio aparte, un dominio relativo a las relaciones privadas» (Alasdair MacIntyre, Marxism and Christianity, 2nd. edition, Duckworth, London, 1995, pp. 132-3). Las dos observaciones que se pueden hacer a este texto son, primero, que la tendencia hacia la división y la compartimentización, aunque alcanzó su auge en el siglo diecinueve, y entonces también se convirtió en la expresión especular de su vida social, existía ya mucho antes como fenómeno relevante, desde los comienzos de la modernidad (fin del siglo dieciséis y comienzos del diecisiete). Este amor a la división y la compartimentización es una de las particularidades más características de la razón secular, y nació con ella. Implica la presunción de que la realidad, una vez desenmarañada de la religión y la moral, se ofrece completamente al conocimiento y poder humanos. Dentro del uso ideológico de la teología para justificar este dominio autónomo de la tierra se dice a menudo que la humanidad «cumple» de esta forma el mandato del Génesis sobre el sometimiento de la tierra. Por supuesto, esta referencia al Génesis es hipócrita: es simplemente un pretexto para el proyecto moderno de una explotación ilimitada de la tierra, aunque también es lo que queda de liberalismo en la antropología cristiana, o más bien, el fragmento dislocado de ella que encaja en la antropología liberal. La segunda observación es que, aunque MacIntyre en este párrafo no menciona la religión, en el liberalismo, a la religión como a la moral, se le asigna un «campo», una esfera de lo suyo propio. El mismo concepto de «religión», entendido y usado de esta manera, tuvo que ser inventado, como de hecho se inventó en el comienzo de la modernidad, para someter a la religión al emergente Estado moderno absolutista. Cf. William T. Cavanaugh, «A Fire Strong Enough to Consume the House: The Wars of Religion and the Rise of the State». Modern Theology 11 (1995), pp. 397-420. También Idem, Theopolitical Imagination, T & T Clark, Edinburgh/New York, 2002, pp. 20-42.
[14] Henri De Lubac, Le mystère du Surnaturel (Théologie, 64), Aubier: Paris, 1965, p. 61. Versión inglesa: The Mystery of the Supernatural. With an Introduction by David L. Schindler, Crossroad/Herder: New York, 1998, p. 37.
[15] Ibid. p. 60. Versión inglesa, p. 36.
[16] Alasdair MacIntyre, Marxism and Chrsitianity (2nd.edition), Duckworth, London, 1995, p. 108.
[17] Henri De Lubac, Le mystère du Surnaturel, p. 15. versión inglesa, p. xxxv.
[18] Es curioso que el «liberalismo», que en el mundo anglosajón es un término usado para describir una actitud laxa o desdeñosa hacia el dogma y la tradición cristianas, y por tanto, el enfoque psicológico e intelectual del cristianismo típico de la «Ilustración», en el uso español habitual ha venido a designar un tipo de posición más bien «conservadora», porque el término se define principalmente en referencia al marxismo. Por supuesto, este factor, como veremos después, oculta a los liberales católicos conservadores en qué medida se ha perdido la tradición y la visión del mundo cristianas en su comprensión de la fe católica y de la praxis católica.
[19] Una fortísima descripción, en un contexto dramático, de la desaparición de la Iglesia y de las razones para que ello ocurra, se encuentra en el trabajo de William T. Cavanaugh, Torture and Eucharist. Theology, Politics and the body of Christ (Challenges in Contemporary Theology), Blackwell, Oxford, 1998. Cf. especialmente el capítulo 3, «The Ecclesiology of a Disappearing Church» (pp. 121-150), y el capítulo 4, sobre la influencia de la «distinción de planos» en el pensamiento de Maritain en esa desparición (pp. 151-202). La insistencia en la «distinción de planos» no es sólo cosa de Maritain: una insistencia semejante se encuentra en Yves Congar, como reacción a una posición católica «integrista» clerical, cf. J. Milbank, Theology and Social Theory, p. 207.
[20] Cf. David L. Schindler, «Religion and Secularity in a Culture of Abstraction: On the Integrity of Space, Time, Matter and Motion», en Carl E. Braaten y Robert W. Jenson (eds.), The Strange New Word of the Gospel. Re-Evangelizing in the Postmodern World, Eerdmans, Grand Rapids, Michigan, 2002, pp. 32-54. El pasaje citado está tomado de las pp. 33-34.
[21] A. MacIntyre, «God and the Theologians», publicado en Against the Self-Images of the Age, University of Notre Dame Press: Notre Dame, Indiana, 1978, pp. 12-26. La cita es de las pp. 19-20.
[22] El teólogo metodista americano Stanley Hauerwas ha percibido este mismo dilema (hasta el punto de que considero que el intento de ayudar a la Iglesia a responder a este dilema es uno de los principales mottos de su proyecto teológico total), y lo ha expresado de varias formas. Ésta es una: «Los cristianos, en la medida que se esfuerzan en permanecer como actores en la política, deben intentar traducir sus convicciones a un idioma no teológico. Pero una vez que tal traducción se ha llevado a cabo resulta muy poco claro para qué necesitaban el idioma teológico en primera instancia» (Stanley Hauerwas, «On Keeping Theological Ethics Theological», en Stanley Hauerwas y Alasdair MacIntyre (eds.), Revisions, University of Notre Dame Press: Notre Dame, Indiana, 1983, pp. 16-42, cf. p. 30.
[23] El llamado «Biglietto Speech» es un texto brevísimo que leyó el día que fue designado cardenal por el Papa León XIII, el 12 de mayo de 1879, publicado en el Times (y en versión italiana) en el L’Osservatore Romano al día siguiente. Este texto contiene una definición muy sintética del «liberalismo en la religión». Aunque de forma obvia sería insuficientemente crítico identificar sin más salvedad lo que Newman llama «liberalismo en la religión» con el liberalismo político o económico, sería igualmente ingenuo no tener en cuenta los muchos lazos que ligan entre ellas las diferentes clases de «liberalismo».
[24] Alasdair MacIntyre, Marxism and Christianity (2nd.edition), Duckworth, London, 1995, p. 133. El énfasis es mío.
[25] Éste ha sido el defecto principal de la llamada «teología de la liberación» latinoamericana. En su concepción de libertad, y del papel del estado, y de la liberación, había demasiados presupuestos tomados de las modernas ideas seculares liberales sobre la vida. El vocabulario cristiano se convertía, por tanto, en instrumental para la ideología. Cf. Stanley Hauerwas, «Some Theological Reflections on Guttierrez’s Use of ‘Liberation’ as a Theological Concept», Modern Theology 3 (1986), pp. 67-76; Idem, After Christendom? How the Church Is to Behave If Freedom, Justice, and a Christian Nation Are Bad Ideas. With a New Preface by the Author, Abingdon Press, Nashville, Tennessee, 1999, pp. 50-58; John Milbank, Theology and Social Theory, pp. 207-209. 232-252; Daniel M. Bell, Jr., Liberation Theology After the End of History. The Refusal to Cease Suffering (Radical Orthodoxy Series), Routledge, London and New York, 2001, pp. 42-84.
[26] Alasdair MacIntyre, Whose Justice? Which Rationality? University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1988, p. 392.
[27] Hans Urs von Balthasar, Einfaltungen. Auf Wegen der christlicher Einigung, Kösel Verlag, München, 1969. La versión francesa apareció en 1971 en Desclée de Brouwer, Paris, con el título Retour au Centre. El título de este trabajo en inglés es Convergences: To the Source of the Christian Mystery, Ignatius Press: San Francisco, 1983. Aunque la temática en el libro no es exactamente la misma que la nuestra aquí, está claramente relacionada.
[28] Cf. Hans Urs von Balthasar, Heart of the World, Ignatius Press: San Francisco, California, 1979.
[29] Cf. Hans Urs von Balthasar, The Glory of the Lord. A Theological Aesthetics. Vol. I: Seeing the Form. Ignatius Press: San Francisco, California, 1982. En la Introducción, el capítulo 6 (pp. 79-117) es titulado: «From an Aesthetic Theology to a Theological Aesthetics». Sobre la teología de Balthasar, cf. A. Scola: Hans Urs von Balthasar: Uno stile theologico, Jaca Book, Milano, 1991.
[30] El mismo Balthasar ha hecho esto en muchos aspectos en su Theo-Drama y en su Theo-Logic, las otras dos partes de su gran proyecto teológico, y en algunos otros trabajos, como en Love Alone is Credible, Ignatius Press: San Francisco, 2004. Desde otra perspectiva, distinta de la católica, Stanley Hauerwas ha desarrollado una temática similar con relación a la ética y a la política, este último campo de menor interés dentro de las preocupaciones inmediatas de Balthasar. Cf. especialmente, entre la vasta producción de Hauerwas, lo siguiente: Against the Nations: War and Survival in a Liberal Society, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1992; In Good Company: The Church as Polis, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1995; After Christendom? How the Church Is to Behave If Freedom, Justice, and a Christian Nation Are Bad Ideas. With a New Preface by the Author, Abingdon Press, Nashville, Tennessee, 1999; A Better Hope. Resources for a Church Confronting Capitalism, Democracy, and Postmodernity, Brazos Press, Grand Rapids, Michigan, 2000.
[31] Cf. Henri De Lubac, La Posterità spirituale di Gioacchino da Fiore. I. Dagli Spirituali a Schelling (Opera omnia, vol. 27), Jaca Book, Milano, 1981, p. 10.
[32] Henri De Lubac, Catholicism, London, 1950, p. 185. En la versión inglesa ahora normalmente asequible, el título es Catholicism. Christ and the Common Destiny of Man, Ignatius Press, San Francisco, California, 1988, y la cita referida se encuentra en la p. 339. En el original francés, el título es: Catholicisme. Les aspects sociaux du dogme (7th edition), Les Éditions Du Cerf: Paris, 1983, p. 295
[33] Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes, n. 22.
[34] David L. Schindler y A. Scola son dos nombres a mencionar a este respecto dentro de la tradición católica. Ambos han trabajado en distintas áreas de la vida humana relacionando el mensaje de la Iglesia con la experiencia humana conscientes de las trampas de la razón secular, y yendo más allá de ellas. Cf. especialmente David L. Schindler, Heart of the World, Center of the Church. «Communio» Ecclesiology, Liberalism and Liberation, T & T Clark / Eerdmans, Edinburgh/Grand Rapids, Michigan, 1996; A. Scola, Il mistero nuziale (2 vols): I. Uomo-Donna; II. Matrimonio-Famiglia, Pontificia Università Lateranense, 1998, 2000.
[35] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), n. 1. De nuevo, es un texto que, si se recibe de una manera intelectualmente honesta y se toma en serio, va «más allá de la razón secular», y clarifica la profunda incompatibilidad de la fe católica con los modos liberales de pensamiento. Cf. también el espléndido n. 10 de esta misma Encíclica.
[36] J. Milbank, C. Pickstock, G. Ward (eds.), Radical Orthodoxy. A new Theology, Routledge, London/New York, 1999, pp. 1-20, cf. p. 3. En el primer párrafo mismo de este ensayo introductorio, los tres editores advierten que «hoy la lógica del secularismo está desplomándose», e insisten: «la presente colección de ensayos intenta reivindicar el mundo situando sus intereses y actividades dentro de un armazón teológico. Sin volver simplemente a la nostalgia de lo premoderno, visita lugares en los que el laicismo ha invertido mucho –la estética, la política, el sexo, el cuerpo, la personalidad, la visibilidad, el espacio– y los resitúa desde un punto de vista cristiano: es decir, en términos de la Trinidad, de la Cristología, de la Iglesia y de la Eucaristía» (p. 1).
[37] Ibidem.
[38] Radical Orthodoxy, 4.
[39] Ibidem.
[40] Para una valoración preliminar desde el punto de vista católico, tanto del volumen del manifiesto de Radical Orthodoxy como del movimiento teológico, cf. Laurence Paul Hemming (ed.), Radical Orthodoxy? –A Catholic Enquiry, Ashgate, Aldershot, UK, 2000.
[41] Ya en su primer trabajo, Marxism: An Interpretation (SCM Press: London, 1953, había un capítulo sobre filosofía y praxis omitido en la ulterior edición de 1968, bajo el título Marxism and Christianity. En la nueva Introduction escrita para la reedición de 1995 de Marxism and Christianity MacIntyre comenta: «Ese capítulo fue incluido originalmente porque intentaba plantear lo que yo había reconocido correctamente como el problema fundamental. Fue omitido después porque yo había aprendido por entonces que no sabía cómo plantear el problema adecuadamente, y mucho menos resolverlo». Una prueba vívida tanto de esta dificultad admitida como de la permanencia de la problemática sobre la relación entre praxis y creencia se encuentra en las Riddell Memorial Lectures dadas en 1964, y publicadas en 1967 por Oxford University Press bajo el título Secularization and Moral Change. En la tercera de esas conferencias MacIntyre rebatió la «tesis familiar» de que «el declive de la creencia religiosa es la causa primaria de los cambios morales (los defensores de esta tesis dirían a menudo, del declive moral), y de que el declive de la creencia religiosa es causado a su vez por el escepticismo intelectual». Por el contrario él sostenía «el punto de vista de que la historia moral de la sociedad inglesa es, si acaso, más bien una causa que un efecto de la secularización» (Secularization and Moral Change, p. 37). En 1995, todavía insiste en la suprema importancia de la praxis, incluso para la teología. Hablando de la evolución de su pensamiento tras el redescubrir el funcionamiento del «punto de vista de Aristóteles sobre la praxis y la teoría morales», y cómo a través de este descubrimiento «yo había descartado en consecuencia presupuestos filosóficos que habían estado en la raíz de mis dificultades con una parte sustancial de la ortodoxia cristiana», algo que fue «una, aun cuando sólo una, de las etapas necesarias de mi llegada al reconocimiento de la verdad del cristianismo bíblico de la Iglesia católica», MacIntyre escribe: «También entendí mejor que antes no sólo lo que había de correcto en las condenas oficiales católicas del marxismo, sino también cuánto había de erróneo e inveterado en las ofuscantes y reaccionarias actitudes sociales. Parte de lo que los teólogos católicos –y más generalmente los teólogos cristianos– no han acertado a señalar suficientemente fue la insistencia tanto de Marx como de los marxistas sobre las estrechas conexiones entre teoría y praxis, sobre cómo toda teoría, incluyendo toda teología, es la teoría de algún modo o modos de praxis. Así como las proposiciones de las teorías científicas no son entendidas ni evaluadas abstracción hecha de sus conexiones con las praxis de la investigación científica dentro de las que se proponen, se revisan y se aceptan o se rechazan, así ocurre también con otros cuerpos de proposiciones. Desgajemos cualquier tipo de teorización de los contextos prácticos en los que se siente legítimamente en casa, ya sea científica, teológica o política, y permitamos que se convierta en un cuerpo de pensamiento a la deriva y será asimismo apta para transformarse en una ideología » (Alasdair MacIntyre, Marxism and Christianity, 2nd. edition, Duckworth, London, 1995, pp. XXVIII-XXIX.
[42] Alasdair MacIntyre, After Virtue. A Study in Moral Theory, American edition, University of Notre Dame Press: Notre Dame, Indiana, 1981, p.245.
[43] J. Milbank, Theology and Social Theory: Beyond Secular Reason, p. 380.
[44] Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millenio ineunte (6 de enero de 2001), n. 43.
[45] Cf. William T. Cavanaugh, «The World in a Wafer: A Geography of the Eucharist as Resistance to Globalization», Modern Theology 15 (1999), 181-196.

Sobre el autor

Nacido en Madrid el 20 de diciembre de 1947. Cursó los estudios eclesiásticos en el Seminario diocesano de Madrid-Alcalá. Fue ordenado sacerdote en 1972. Es licen-ciado en Teología Bíblica por la Universidad Pontificia de Comillas. Es M.A. por la Universidad Católica de América (Washington), donde en 1985 obtuvo el doctorado en Filosofía y Lenguas Semíticas. Entre 1972 y 1975 fue párroco de Casarrubuelos (Madrid); entre 1976 y 1978, profesor en el Seminario Diocesano de Toledo; entre 1981 y 1983, profesor ayudante en la Universidad Católica de América, y entre 1984 y 1985, profesor en el Instituto Teológico de Madrid. Con 37 años de edad, fue nom-brado obispo de Voli y auxiliar de Madrid en 1985. En 1996 fue nombrado obispo de Córdoba. En 2003 fue nombrado arzobispo metropolitano de Granada.


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El hombre contemporáneo se debate entre tensiones y temores que envilecen y destruyen su humanidad. Cristo quiere hacerse presente en medio de estas necesidades y parece que hoy, más que nunca, se requiere dar culto a la misericordia divina implorando a Dios que salve a la humanidad pecadora. Sólo nos manda que le amemos y si le amamos también volveremos nuestro corazón hacia el prójimo para amarle como Él nos ha amado. Y en esto consiste el amor, en que Él nos amó primero.

María coopera en el sacrificio de la cruz presentando a la víctima y participa en él por la oblación dolorosa de sí misma –fuente derivada de la fuente primera y suficiente, que es Cristo– para la salvación de los hombres. No es posible imaginar una cooperación más estrecha y más fecunda en la obra de la Redención que la de la Santísima Virgen María, ya que su papel en el plan de salvación pertenece por voluntad del Padre y por gracia del Espíritu Santo, a la economía realizada por el Verbo encarnado, a través del sacrificio del Calvario.

* Extracto del artículo LA RISSURREZIONE DI GESU – I. Il fatto: Gesù «e veramente risorto», publicado en La Civiltà Católica n° 3466 y debidamente autorizado.

Jesús murió en la cruz alrededor de las tres de la tarde del viernes 14 de Nisán, vigilia de la Pascua del año 30 (7 de abril). Narra el Evangelio de Juan: «Como era el día de la Preparación de la Pascua, los judíos no querían que los cuerpos se quedaran en la cruz durante el sábado, pues aquel sábado era un día muy solemne. Pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas a los crucificados y retiraran los cuerpos. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas de los dos que habían sido crucificados con Jesús. Pero al llegar a Jesús vieron que ya estaba muerto, y no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante saltó sangre y agua» (Jn 19, 31-34).

Debería haberse retirado el cadáver de Jesús de la cruz y luego echarse a la fosa común; pero José de Arimatea, un personaje respetable, miembro del Sanedrín y discípulo de Jesús ocultamente, se presentó a Pilato y le pidió autorización para enterrarlo. Pilato se la concedió después de informarse y enterarse por el centurión asombrado de que Jesús ya había muerto. Junto con Nicodemo, también discípulo de Jesús, José bajó el cadáver de la cruz, lo envolvió en lienzos, después de untarlo con aceites aromáticos, y lo depositó en un sepulcro nuevo, cavado en una roca, en un huerto junto al lugar de la crucifixión. Todo se hizo con gran prisa, ya que al anochecer comenzaba el día de Pascua, en el cual estaba prohibido ocuparse de los cadáveres. Se cerró la entrada del sepulcro con una gran piedra. Algunas mujeres, que siguieron a Jesús hasta el Calvario sin poder hacer nada por él, se fijaron debidamente en el lugar del sepulcro, ya que tenían la intención de regresar pasado el sábado para rendir al cadáver de Jesús los honores que no fueron posibles en el momento de la sepultura debido al escaso tiempo disponible. Y de hecho pasado el sábado regresaron muy temprano en la mañana al lugar donde se encontraba el sepulcro de Jesús, pero lo encontraron vacío. ¿Qué había ocurrido? La piedra que cerraba la entrada había sido removida y el cadáver de Jesús había desaparecido; pero los lienzos que lo envolvían y el sudario, es decir, el paño que le cubría la cabeza, estaban en su lugar. ¿Y entonces? En el interior del sepulcro, un misterioso joven dijo a las mujeres asustadas por lo ocurrido: «Si ustedes buscan a Jesús Nazareno, el crucificado, no está aquí, ha resucitado» (Mc 16, 6).

***

«Jesús Nazareno, el crucificado, ha resucitado». Esta pequeña frase contiene el anuncio del hecho más increíble de la historia humana: la resurrección de Jesús de Nazaret, su triunfo sobre la muerte, en virtud del cual Jesús hoy está «vivo». Es un hecho increíble, porque si de algo estamos absolutamente seguros es que de la muerte no se vuelve a la vida, salvo mediante un milagro –hecho absolutamente excepcional– de Dios. Y sin embargo, por increíble que sea, el hecho de la resurrección se afirma a propósito de Jesús, y precisamente en eso se apoya el cristianismo desde hace veinte siglos, hasta el punto que si Cristo no ha resucitado, se derrumba enteramente la fe cristiana. Debemos preguntarnos entonces qué fundamento tiene el hecho de la Resurrección de la muerte de Jesús de Nazaret. ¿Hay argumentos serios –y cuáles– para afirmar, como lo hace la fe cristiana, que Jesús resucitó realmente?

***

H42 LCC Risurrezione 01

El único testimonio histórico que tenemos de la Resurrección de Cristo lo entrega el Nuevo Testamento (NT): todos los libros del NT se refieren a la Resurrección, y no como uno entre tantos hechos sobre Jesús, sino como el hecho central y constitutivo de la fe cristiana, como el corazón de la experiencia cristiana, y por ese motivo con entusiasmo y profunda alegría. Algunos textos son más recientes y elaborados, pero otros son bastante antiguos y primitivos. El testimonio más antiguo que tenemos de la Resurrección se encuentra en la Primera Epístola de San Pablo a los Corintios (1 Co 15, 1-11) (1). Esta Epístola, según la gran mayoría de los exegetas, fue escrita por San Pablo entre los años 55 y 57 d. C. En ella habla de los problemas de la comunidad cristiana de Corinto, una ciudad de Grecia a la cual llegó en los años 50-51 y donde construyó esa comunidad con gran esfuerzo. La resurrección de los creyentes constituye un problema bastante vivo. Así, San Pablo dice: «¿Cómo dicen algunos ahí que no hay resurrección de los muertos?» (1 Co 15, 12). Algunos corintios «iluminados» y «espiritualistas» creen haber llegado ya a la salvación «espiritual» y no necesitar una resurrección «corpórea»: para ellos la salvación cristiana es una realidad espiritual y actual, y por tanto no tiene sentido una resurrección corpórea y futura como culminación de la salvación. Para combatir estas ideas, San Pablo recuerda la Buena Nueva que les ha «anunciado» desde el comienzo de su apostolado y ellos han «recibido», mediante la cual «perseveran»: el Evangelio del cual –habiéndolo aceptado con fe– reciben la salvación, con la condición de mantenerlo puro, en la «forma» en que se les anunció, sin nada que suprimirle ni agregarle.

¿Qué «anunció» Pablo? No anunció ideas propias, personales, sino «transmitió» lo «recibido» por él mismo de la comunidad cristiana primitiva: lo que dijo a los corintios y todo cuanto le refirieron los «ministros de la Palabra» con los cuales estuvo en contacto tanto en su estadía en Antioquía (hacia los años 40-42) como hacia el año 35, en la época de su conversión, fecha por tanto sumamente cercana a los hechos, ya que Jesús muy probablemente fue crucificado el 7 de abril del año 30. Los escritos de Pablo fueron pues compuestos en una fecha distante sólo pocos años (5-10) de la muerte de Jesús y en que su recuerdo todavía estaba sumamente vivo.

H42 LCC Risurrezione 02

Ahora, ¿qué «recibió» San Pablo de la comunidad cristiana primitiva? Un brevísimo compendio de la fe cristiana, consistente en cuatro puntos: 1) Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; 2) Cristo fue sepultado; 3) Cristo resucitó al tercer día según las Escrituras; 4) Cristo se apareció a Cefás (= Pedro) y luego a los Doce. Destacamos aquí únicamente la secuencia de los hechos referidos: Cristo murió – fue sepultado – resucitó – se apareció a Cefás y a los Doce. Los dos «pilares» de esta secuencia son la muerte y la Resurrección. Cada uno de ellos tiene una confirmación: la muerte es confirmación de la sepultura; la Resurrección es confirmada por las apariciones, que son como «el sello puesto a la Resurrección» (H. Schlier, La Risurrezione di Gesù, Brescia, Morcelliana, 1994, 31). A una muerte «real», corresponde una Resurrección «real». En otras palabras, Jesús murió «realmente» y resucitó «realmente». Es ésta, en su forma más simple y primitiva, la fe cristiana profesada desde los primerísimos inicios del cristianismo, como se desprende del primer escrito cristiano que nos ha llegado, la Primera Epístola escrita por San Pablo (años 50-51) a los cristianos de Tesalónica: «¿No creemos que Jesús murió y resucitó?» (1 Tes 4, 14).

***

Examinemos ahora cada uno de los cuatro puntos en los cuales llegó el «credo» cristiano primitivo a San Pablo. El primero es: «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras». San Pablo une dos afirmaciones que requieren explicación. Dice en primer lugar que Cristo murió «por nuestros pecados». Ésta es una afirmación de fe, que subraya el valor salvador de la muerte de Jesús en cuanto precisamente en virtud de la muerte que Cristo sufrió «por nosotros», es decir, en favor nuestro, obtenemos el perdón de Dios y la reconciliación con Él. Con todo, esta afirmación de fe se apoya en la Sagrada Escritura, es «según las Escrituras», tanto en un sentido estrecho, en cuanto Jesús llevó a cabo la profecía de Isaías del «Servidor de Yavé», sobre el cual «el Señor descargó (...) la culpa de todos nosotros», pero por cuyas «llagas hemos sido sanados» (Is 53, 5-6), como en un sentido más amplio, en cuanto la totalidad de la Escritura, por su carácter profético, anuncia que en Cristo muerto y resucitado se lleva a cabo el designio de salvación concebido por Dios para todos los hombres.

En particular, la afirmación «murió por nuestros pecados» se apoya en una palabra de Jesús: «El Hijo del Hombre (...) ha venido (...) para (...) dar su vida como rescate por una muchedumbre» (Mc 10, 45). Jesús afirma aquí de manera explícita el valor de liberación del pecado que tiene su muerte. «Por una muchedumbre» no significa aquí que Jesús no haya muerto por todos, sino define efectivamente la totalidad de los hombres. Esta palabra, que ya la expresión «Hijo del Hombre», recurrente únicamente en boca de Jesús, no permite considerar como creación de la fe de la Iglesia primitiva, supera en gran medida profecías anteriores en cuanto contiene la explicación del significado y el fin de su muerte. Para el judaísmo era ajena no sólo la idea de la muerte del Mesías, sino también el pensamiento según el cual el pueblo necesitase ser liberado del pecado: únicamente los méritos de Abraham habrían servido como rescate para todos sus descendientes y sólo para ellos. Para los paganos, no existía posibilidad alguna de expiación, pero representaban el precio del rescate de Israel, porque en el día del juicio serían echados a la Gehenna en su lugar. Así, Jesús, al afirmar que da su vida por toda la humanidad, afirmó algo que debía parecer inaudito y absurdo a los judíos de su época (ver J. Schmid, Il Vangelo di Marco, Brescia, Morcelliana, 1955, 260 s.).

***

El segundo punto del «credo» cristiano primitivo es: Jesús «fue sepultado». Esta expresión indica el carácter definitivo de la muerte de Jesús. No fue la suya una muerte aparente de la cual podría haberse recobrado. Además de recibir de un soldado un lanzazo que le atravesó el corazón, fue bajado de la cruz, y después de ser envuelto en lienzos y cubierto su cuerpo con el sudario, fue depositado en un sepulcro: un sepulcro «nuevo», porque de lo contrario el cadáver de un ajusticiado habría contaminado los de otros difuntos.

La sepultura del cadáver expresa el carácter definitivo de la muerte, en el sentido de que con ella se pierde también el único vínculo –el cadáver– que une al difunto con el mundo de los vivos. Con la sepultura el hombre ya no está, ni siquiera en esa «cosa» fría e inanimada que ya no es su «cuerpo», pero que sin embargo lo evoca y lo representa. Ha muerto verdadera y definitivamente. Esta afirmación de San Pablo –Jesús fue sepultado– es históricamente cierta. De hecho es afirmada por los cuatro Evangelios con abundancia de detalles bastante precisos y discrepantes sólo en algunos puntos de escasa importancia.

***

El tercer punto del «credo» cristiano primitivo –«Cristo resucitó al tercer día según las Escrituras»– merece un examen más a fondo. Este punto plantea tres problemas: 1) ¿el verbo eghêghertai (pretérito perfecto pasivo de egheirô, resucitar) debe entenderse en sentido pasivo («fue resucitado») o en sentido intransitivo («resucitó»)? 2) ¿Las palabras «al tercer día» indican la fecha de la Resurrección o tienen un significado no «histórico», sino «metahistórico» y por tanto «teológico»? 3) ¿El inciso «según las Escrituras» se refiere al «tercer día» o a la palabra «resucitó»?

En cuanto al primer problema, las dos traducciones del verbo eghêghertai son igualmente aceptables desde el punto de vista gramatical; pero desde el punto de vista teológico tienen distinto sentido. Así, traducir «Cristo fue resucitado» significa atribuir la resurrección de Jesús a una acción de Dios; traducir «Cristo resucitó» significa atribuir la Resurrección al poder de Jesús. En realidad, en el NT, el verbo eghêghertai se usa en ambos sentidos; con todo, en la gran mayoría de los textos, la Resurrección de Jesús se atribuye a la acción del Padre. Así, Pedro dice a los jefes del pueblo hebreo después de la curación del paralítico en la Puerta Bella del Templo: «Este hombre que está aquí sano delante de ustedes ha sido sanado por el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien ustedes crucificaron, pero a quien Dios ha resucitado (o Theos êgheiren) de entre los muertos» (He 4, 10; ver 1 Tes 1, 10; Rom 4, 24; He 2, 32; 13, 37).

Así como hay fechas para la muerte, la sepultura y las apariciones, también hay una fecha para la resurrección, es decir, al insistir en el «tercer día», la Iglesia primitiva parece querer afirmar que la Resurrección es un hecho que realmente ocurrió, hasta el punto que es posible determinar la fecha: Jesús de Nazaret, al cual los judíos dieron muerte colgándolo en una cruz, fue resucitado por Dios al tercer día.

En todo caso, es el mismo Jesús quien en los Evangelios alude repetidamente al tercer día como plazo para su resurrección (ver Mt 16, 21; 17, 23; 20, 19; Lc 9, 22; 13, 32; 18, 33; 20, 19; Mc 9, 30; 10, 34).

En todo caso, lo más importante del tercer punto del credo –«Resucitó al tercer día según las Escrituras»– consiste en precisar el sentido del término «resurrección». Éste significa el despertar del sueño de la muerte y el retorno a la vida. Por este motivo, al afirmarse que Jesús resucitó, se quiere decir que, después de haber muerto realmente, su cuerpo que permaneció en el sepulcro fue revivificado por la acción omnipotente de Dios: en virtud de semejante acción absolutamente única de Dios, Jesús venció la muerte y volvió a la vida. ¿Pero de qué vida se trata? No de la vida precedente a su muerte y por tanto su vida de antes. Jesús no resucitó como Lázaro, al cual hizo volver a la vida, ni como el hijo de la viuda de Naín y la hijita del dirigente de la sinagoga. Estas personas fueron en efecto resucitadas, es decir, traídas nuevamente a su vida de antes.

Jesús, en cambio, con la Resurrección entró en una condición de vida absolutamente única: entró en la plenitud de la vida divina, y su cuerpo es sumamente real, es el cuerpo de Jesús de Nazaret que experimentó la crucifixión, pero es un «cuerpo de gloria», un cuerpo «espiritual», sustraído a las condiciones terrenales de espacio y tiempo, de sufrimiento y muerte, de tal manera que Jesús no puede morir nuevamente y la muerte ya no tiene poder sobre él. Es ahora «el que vive» (Ap 1, 18). En otras palabras, con la Resurrección Jesús entró definitivamente con toda su humanidad –cuerpo y alma– en la plenitud de la vida de Dios, es decir, en una condición de vida que está más allá de toda experiencia humana y no podemos describir sino valiéndonos de imágenes y conceptos que son puramente un reflejo sumamente débil de la realidad.

***

Aquí se plantea el problema capital: la Iglesia primitiva afirmó –y la Iglesia de hoy sigue afirmándolo– que Jesús resucitó de la muerte en el sentido ahora explicado. ¿Pero en qué elementos se basó para hacer esa afirmación? ¿Se basó en un acto de fe o en hechos históricos, experiencias históricamente documentables? En otras palabras, ¿es la Resurrección de Jesús un hecho histórico? Precisamos que la historicidad de la cual hablamos no se refiere al «modo» de la Resurrección, que para nosotros permanece siendo absolutamente misterioso e inalcanzable, sino al «hecho», al acontecimiento histórico en sí mismo. Precisamos además que al hablar de «hecho» histórico, queremos decir que Jesús resucitó objetivamente, en la realidad, y no sólo en la conciencia de quienes creyeron en su Resurrección; que algo objetivo y real sucedió en la persona de Jesús, por lo cual de la condición de muerto en la cruz y depositado en el sepulcro pasó a la Condición de Viviente y Señor de la historia, «exaltado a la diestra del Padre»...

Para responder a la pregunta, debemos distinguir entre lo que es histórico y directamente verificado y lo que siendo también histórico, no es directamente verificado. Es histórico y directamente verificado aquello que se puede situar en el ámbito de la experiencia y la verificabilidad humana, aquello que es posible alcanzar y conocer en sí mismo mediante los métodos propios de la investigación histórica. En cambio, es histórico, aun cuando no sea directamente verificado, lo que sin ser alcanzable en sí mismo directamente, lo es sin embargo sólo indirectamente, mediante la reflexión en hechos que ocurrieron históricamente y están vinculados con aquello. Ahora, la Resurrección de Jesús es un hecho histórico, aun cuando no es directamente verificado. Esto se debe al hecho de que no es puramente un acontecimiento de este mundo, porque Jesús no volvió a la vida de antes; su Resurrección es un acontecimiento «escatológico», definitivo, porque es la entrada a la vida eterna y definitiva de Dios. Por consiguiente, no puede situarse simplemente en el mismo nivel de todos los otros hechos históricos verificados directamente, que precisamente por eso son pasajeros. Decir que la Resurrección de Jesús es un hecho histórico no verificado directamente no significa que no sea un hecho «objetivo» y «real». En realidad, Jesús murió realmente, pero no podemos alcanzar el hecho real de la Resurrección directamente en sí mismo mediante los métodos propios de la investigación histórica. En este sentido, la Resurrección se sitúa por encima de las categorías de la historia humana: es «metahistórica»» y «transhistórica».

Debemos por tanto afirmar que la Resurrección es un hecho histórico aun cuando no es directamente verificado. Así, al reflexionar sobre los hechos históricos del sepulcro encontrado vacío, las apariciones de Jesús a sus discípulos y el cambio ocurrido en éstos en relación con lo que fueron durante la vida de Jesús y sobre todo durante y después de su pasión y muerte, del nacimiento y de la expansión de la Iglesia primitiva, podemos tener certeza moral sobre el hecho histórico de la Resurrección, es decir, ésta dejó en nuestra historia «huellas», «señales», y al reflexionar sobre éstas podemos tener la certeza moral, y por tanto histórica, de que Jesús resucitó realmente. Evidentemente, la certeza histórica o moral no es la certeza de la fe: ésta es de otro orden y tiene su origen y justificación en el testimonio que Dios mismo da al creyente, atrayéndolo con su gracia interior a llevar a cabo el acto de fe en Cristo resucitado. Precisamente por esto es absoluta la certeza del creyente. Sin embargo, la certeza moral que se obtiene a partir de la reflexión sobre las «señales» de la Resurrección constituye la justificación de la fe en el plano racional, con lo cual la adhesión a la fe en la Resurrección no será absurda ni infundada, sino razonable, racionalmente válida. Es preciso, en todo caso, destacar una cosa de suma importancia: para poder percibir las «señales» de la Resurrección, se requiere una mente y un corazón «purificados»: una mente purificada de prejuicios contra lo sobrenatural y abierta al misterio y un corazón purificado de las pasiones y el pecado. Aquel que de hecho fuese materialista y positivista a causa de sus prejuicios; aquel que ya estuviese convencido de que es imposible una intervención de Dios en la historia –un milagro, por ejemplo–; aquel que por otra parte estuviese de tal manera inmerso en el mal y dominado por el pecado hasta el punto de estar cerrado a Dios, se vería sumamente obstaculizado en la percepción de las «señales» de la Resurrección. No hay puramente una ceguera física; también existe la ceguera espiritual.

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Examinar las «señales» y las «huellas» de la Resurrección significa examinar las narraciones que nos han dejado los Evangelios sobre la Resurrección de Jesús. Es preciso advertir de inmediato que provienen de diversas fuentes, por lo cual, si bien convergen en las grandes líneas, divergen en muchos puntos en particular, de manera que no es posible armonizarlas en todos los detalles. No hay que dejarse impresionar negativamente por este hecho hasta pensar que debido a sus divergencias los relatos evangélicos de la Resurrección no son creíbles históricamente. La verdad es más bien lo contrario: en lo histórico, la convergencia en las cosas esenciales y la divergencia en los detalles es señal de historicidad, mientras un relato debidamente armonizado en todos sus detalles provoca ciertas sospechas de manipulación.

La primera «huella» de la Resurrección es el descubrimiento del sepulcro vacío: en Marcos 16, 1-8, se habla de tres mujeres que se dirigieron al sepulcro de Jesús muy temprano en la mañana y lo encontraron vacío. Descubren lo mismo María Magdalena en Juan 20, 1-2 y Pedro en Lucas 24, 12. Se trata, por consiguiente, de un dato tradicional perteneciente a un estrato antiguo de las tradiciones pascuales. Con todo, la historicidad del encuentro de la tumba vacía no puede negarse por los siguientes motivos:

1) en cuanto a la narración de la sepultura de Jesús, su tumba era conocida y de acuerdo con la costumbre de esa época, las mujeres visitaban la tumba de un difunto, de manera que no se puede negar que algunas mujeres hayan ido al sepulcro de Jesús, que conocían muy bien;

2) el descubrimiento del sepulcro vacío por las mujeres no puede atribuirse a un «hallazgo» apologético de la Iglesia primitiva con el fin de tener un testimonio de la Resurrección de Jesús, ya que en esa época las mujeres no se consideraban testigos dignos de consideración, por lo cual su testimonio habría sido inútil;

3) los enemigos de Jesús no negaron el hecho de que su tumba estuviese vacía, pero lo justificaron sosteniendo que sus discípulos habían venido de noche y sustrajeron el cadáver.

El encuentro de la tumba vacía es por tanto un hecho histórico debidamente fundado: no hay motivos serios para negarlo. ¿Pero qué significado tiene? No es una prueba histórica de la Resurrección de Jesús, porque también se podría pensar, aun cuando sea equivocadamente, que la desaparición del cadáver de Jesús se debió a otras causas; pero es una «huella», una «señal», que a pesar de ser ambigua en sí misma, «orienta» hacia la Resurrección. Esta señal indica de hecho que algo misterioso le ocurrió a Jesús, cuyo cadáver desapareció sin dejar huella alguna fuera de los lienzos y el sudario en que estaba envuelto. ¿Qué sucedió? El sepulcro vacío no lo dice, pero induce a pensar que Dios resucitó a Jesús de la muerte, trayéndolo nuevamente a la vida no sólo en el espíritu, sino también en el cuerpo; induce asimismo a pensar que el Resucitado es aquel que Pilato hizo crucificar y por tanto Jesús resucitado es el mismo Jesús que murió en la cruz: una vez resucitado, posee el mismo cuerpo, aun cuando se trata de un cuerpo «espiritual», revestido de la «gloria» de Dios e investido del «poder divinizador» del Espíritu Santo. Así, la tumba vacía nos pone en el camino de la Resurrección, es como una «señal del tránsito» que indica un camino.

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Con todo, la «señal» histórica más importante, más clara y más evidente dejada en la historia por la Resurrección de Jesús está constituida por sus «apariciones». Si bien efectivamente nadie vio resucitar a Jesús, sus discípulos lo vieron resucitado. En realidad, Jesús se apareció muchas veces a sus discípulos, en diversas circunstancias y distintos lugares.

De las apariciones de Jesús habla ante todo San Pablo en el texto antes citado de la Primera Epístola a los Corintios (cap. 15), trasmitiéndoles lo que ha sabido de la primera comunidad cristiana de Jerusalén: que Jesús resucitado se apareció a Cefás y luego a los Doce. Luego se apareció a más de 500 hermanos (= cristianos) en una sola oportunidad: la mayor parte de ellos vive aún, mientras algunos han muerto. Luego se apareció a Santiago, el «hermano de Jesús». Luego, a todos los apóstoles.

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Finalmente se apareció a él, Pablo. Al citar una cantidad tan grande de testigos, todos autorizados, ya sea por el lugar que ocupaban en la Iglesia (por este motivo no habla de las apariciones de Jesús a las mujeres, ya que en el ambiente hebraico el testimonio de ellas no tenía mucho valor), ya sea porque algunos de ellos, encontrándose aún vivos, pueden dar testimonio personalmente, su intención es mostrar que la fe de la Iglesia en la Resurrección de Cristo se funda sobre bases sólidas.

Es importante el hecho de que para hablar de estas apariciones de Jesús San Pablo emplee el verbo ôpothê (aoristo pasivo de horaô), que no debe traducirse como «fue visto» (sentido pasivo), sino como «apareció» (sentido intermedio), «se hizo ver», «se dejó ver», porque se construye con el dativo («a Cefás», «a los Doce», «a los 500», «a Santiago»). Al emplear ese verbo «apareció», San Pablo quiere decir que no ocurrió a Cefás, Santiago y los otros «ver» a Jesús resucitado, sino que Jesús se «apareció» a ellos: no se trató por tanto de una «visión» subjetiva de los discípulos, sino de una «aparición» objetiva, real de Jesús que se impuso a ellos. En otras palabras, Cefás y los otros y el mismo Pablo no vieron una creación de su fantasía, sino el cuerpo real, si bien espiritualizado, de Jesús.

El segundo testimonio de las apariciones de Jesús se encuentra en los Evangelios, los cuales narran que Jesús se hizo ver muchas veces por sus discípulos. Hay muchas diferencias entre los relatos, pero todos convienen en el hecho de que Jesús se hizo ver por sus discípulos, habló y hasta comió con ellos para convencerlos de la realidad de su Resurrección (2). A pesar de las diferencias de los relatos sobre las apariciones, en todos se pueden advertir dos elementos esenciales y permanentes. Ante todo, la iniciativa es siempre y únicamente de Jesús. Sus apariciones no ocurren luego de una espera espasmódica de los discípulos: de hecho se les aparece en las formas más imprevistas y cuando menos lo esperan. No son ellos quienes van a su encuentro, sino siempre él únicamente quien va al encuentro de ellos. Esto destaca el carácter no subjetivo, sino real de la apariciones. Ciertamente, son los discípulos quienes ven a Jesús, pero eso ocurre porque él «se hace ver». De hecho, así como se muestra cuando los discípulos no lo esperan, del mismo modo desaparece súbitamente. Pensemos en los discípulos de Emaús: «Y mientras [Jesús] estaba en la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. En ese momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció» (Lc 24, 30-31). Y sin embargo ellos querrían seguir departiendo con él. Esta libertad de iniciativa de parte de Jesús muestra en qué medida es inaceptable la tesis de quienes atribuyen las apariciones de Jesús al deseo intenso de los discípulos de verlo: en realidad, él aparece cuando ellos no piensan en él y desaparece cuando quisieran seguir viéndolo.

Un segundo elemento permanente de las apariciones de Jesús es el reconocimiento. En Aquel que se muestra a ellos en distintas formas, los discípulos reconocen al Jesús que estuvo con ellos y fue crucificado, pero no de inmediato y espontáneamente, sino lentamente y con mucha dificultad, tanto que el mismo Jesús debe reprocharles su lentitud para creer que se trata de él y convencerlos de que no es un fantasma, una alucinación, mostrando las manos y los pies perforados por clavos y el costado traspasado por la lanza y pidiéndoles comer. Así, están de tal manera desconcertados con las apariciones de Jesús que aún ante las pruebas más evidentes de que es precisamente él, siguen dudando y les cuesta creer: sienten que se encuentran ante un misterio, porque el Jesús que experimentan es ciertamente el Jesús con el cual vivieron durante más de dos años, pero también es distinto y algo más. Es un «más» y un «distinto» que no logran captar plenamente, pero en lo cual vislumbran, aun cuando les cuesta, la presencia de Dios. Así, ellos expresan lo que sienten con las palabras del discípulo Tomás: «Mi Señor y mi Dios» (Jn 20, 28) o con las del «discípulo al que Jesús amaba»: «Es el Señor» (Jn 21, 7).

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La tercera «señal» dejada por la Resurrección de Jesús en la historia es la radical transformación que se produjo en sus discípulos inmediatamente después de la Resurrección. Durante la vida de Jesús parecen mezquinos e interesados; durante la pasión temen compartir el destino de Jesús y lo abandonan, huyendo. Pedro lo sigue hasta el palacio de Caifás y niega tres veces conocerlo. Ninguno de ellos está presente en el Calvario, fuera del «discípulo al que Jesús amaba». Durante los días después de la muerte de Jesús, permanecen encerrados en una casa «por miedo a los judíos» (Jn 20, 19), hasta el punto de que los Doce no están presentes al bajarse a Jesús de la cruz y sepultarlo, sino José de Arimatea y Nicodemo, dos discípulos de Jesús, pero no conocidos como tales. Inmediatamente después de la Resurrección se produce en los discípulos de Jesús un cambio inexplicable. Ante todo, a diferencia de todo su pasado, aceptan la idea, para ellos absolutamente inconcebible y hasta absurda, de un Mesías crucificado; luego aceptan la idea, que para los hebreos en su rigidez monoteísta era una blasfemia, de que Jesús es el «Señor», enaltecido a la diestra de Dios, y el Juez de los vivos y los muertos; y además se dedican a predicar sobre Jesús como aquel que los judíos crucificaron, pero Dios resucitó de la muerte y constituyó en Señor y Salvador de los hombres, dándole poder total en el cielo y la tierra, y lo hacen con máxima valentía, enfrentando a los jefes del pueblo de Israel, experimentando torturas y siendo encarcelados, y teniendo la osadía de salir de Palestina para llevar a todo el mundo el Evangelio de Jesús.

¿Cómo se explica este cambio de los discípulos de Jesús, que llevó al nacimiento de la Iglesia y a la rápida difusión del cristianismo en todo el mundo entonces conocido? La única explicación posible reside en que ellos tuvieron la experiencia perturbadora y transformadora de la Resurrección de Jesús. Ese Jesús que vieron crucificado, lo vieron resucitado, y este hecho transformó su existencia y les infundió el valor para anunciar a Cristo resucitado al mundo entero y convertirse en garantes y «testigos» de su Resurrección.

***

En conclusión, la Resurrección de Jesús, aun cuando tuvo lugar en el más profundo misterio, dejó en la historia humana tres «señales»: el sepulcro vacío, las apariciones a los discípulos y la radical transformación de éstos. Reflexionando sobre semejantes «señales», podemos tener la certeza moral –que es la certeza propia de la historia– de que Jesús de Nazaret, el crucificado, resucitó realmente.

La Resurrección es por tanto un hecho real, no «mítico» ni «subjetivo», porque Jesús resucitó en la «realidad» de su ser corpóreo y no en la «fe» ni el «deseo» de sus discípulos.


NOTAS

(1) «Os traigo a la memoria, hermanos, el Evangelio que os he predicado, que habéis recibido, en el que os mantenéis firmes, y por el cual sois salvos, si lo retenéis tal cual yo os lo anuncié, a no ser que hayáis creído en vano. Pues a la verdad os he transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he recibido, que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que apareció a Cefas, luego a los Doce. Después se apareció una vez más a los quinientos hermanos, de los cuales muchos viven todavía, y algunos murieron; luego se apareció a Santiago, luego a todos los Apóstoles; y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque yo soy el menor de los Apóstoles, que no soy digno de ser llamado Apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios. Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me confirió no ha sido estéril, antes he trabajado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo. Pues, tanto yo como ellos, esto predicamos y esto habéis creído» (1 Co 15, 1-11).
(2) He aquí un relato sumamente «realista»: «Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: «Paz a ustedes». Quedaron atónitos y asustados [los discípulos], pensando que veían algún espíritu, pero él les dijo: «¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso? Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo». Y dicho esto les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dijo: «¿Tienen aquí algo que comer?». Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado; lo tomó y lo comió delante ellos» (Lc 24, 36-43).

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