El Cardenal Caro ejercitó con dedicación su oficio de maestro de la fe. Siempre que había una ocasión la aprovechaba para predicar y enseñar a quienes lo escuchaban, de cualquier condición que fueran. Y nunca, a no ser por motivos ajenos a su voluntad, dejaba de celebrar con fervor la Santa Misa. Lo hacía con profunda piedad y con delicada exactitud en el cumplimiento de las normas litúrgicas establecidas por la Iglesia.

La nupcialidad del celibato eclesiástico, precisamente por esta relación entre Cristo y la Iglesia que el sacerdote está llamado a interpretar y a vivir, debería dilatar su espíritu, iluminando su vida y encendiendo su corazón. El celibato debe ser una oblación feliz, una necesidad de vivir con Cristo para que él derrame en el sacerdote las efusiones de su bondad y de su amor que son inefablemente plenas y perfectas.

De estas Iglesias no católicas podría decirse que son verdaderas Iglesias precisamente por lo que tienen de católicas: su eclesialidad se fundamenta en el hecho de que la única Iglesia de Cristo tiene en ellas una presencia operativa; y no son plenamente Iglesias –su eclesialidad está herida– por lo que tienen de no católicas.

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Entre el 22 y 23 de septiembre el Papa visitó Marsella donde participó en la sesión conclusiva de los “Encuentros del Mediterráneo”, cuyo tema central fue el fenómeno migratorio. Se trata de la primera vez que un Obispo de Roma viaja a la ciudad después de cinco siglos.
Paisajes insospechados, cultura milenaria, tradición y mucha fe es lo que ha encontrado el Papa Francisco en su 43° viaje apostólico fuera de Italia y el país número 61 que visita como pontífice. Estuvo ahí del 1 al 4 de septiembre para encontrarse con la muy pequeña, pero creciente, comunidad católica y para reunirse con otros líderes religiosos del país.
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