Clase Magistral durante el Acto de celebración de los 125 Años de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Santiago, 6 de junio de 2013.

Quisiera iniciar esta reflexión recordando una frase de un santo que ocupa un lugar privilegiado en el corazón de los chilenos: San Alberto Hurtado (1901-1952), quien “al final de sus días, entre los fuertes dolores de la enfermedad, aún tenía fuerzas para repetir: ‘Contento, Señor, contento’, expresando así la alegría con la que siempre vivió” [1]. Él nos dijo: “Nuestro amor ha de ser más que pura filantropía, más que benevolencia, que educación y respeto, ha de ser caridad, don de sí mismo al prójimo por amor de Cristo. Esta caridad es la más preciosa y la más indispensable de las virtudes, con tal que sea piedra verdadera y no falsificada” [2].

El Padre Hurtado nos recuerda, entonces, que la caridad puede ser falsificada; puede ser presentada como un simple altruismo que, lejos de envolver a la persona, actúa por beneficencia social. La caridad, para ser reconocida como tal, requiere algunas exigencias y motivaciones, pues no toda acción que se presenta como buena puede ser considerada inmediatamente como acto de caridad.

Tres preguntas, entonces, vienen a mi mente, las cuales me servirán para desarrollar mi reflexión: Primero, ¿qué define a la verdadera caridad?; en segundo lugar, en el mundo universitario, ¿qué lugar tiene la caridad?; por último, ¿cómo se puede vivir la caridad en una Universidad Católica? Trataré de acercarme con cuidado a cada una de estas dudas, quintándome las sandalias de los pies, pues la caridad es un tema primordial para todos nosotros, quienes sabemos que al atardecer de nuestras vidas, toda acción realizada por nosotros será juzgada según la caridad (cf. Mt 25,31-46).

La verdadera caridad

¿Qué define a la verdadera caridad? Una excelente síntesis sobre la caridad la encontramos en las dos Cartas Encíclicas de Benedicto XVI, relacionadas con esta virtud: Deus caritas est (25 de diciembre de 2005) y Caritas in veritate (29 de junio de 2009).

En efecto, si tomáramos ambas encíclicas, podríamos elaborar un tratado completo sobre la caridad, pues el Papa nos hace un recorrido que abarca desde la etimología, la repercusión en los Evangelios, en los Padres de la Iglesia, en la Tradición, la relación de la caridad con las otras virtudes, hasta la vivencia de la caridad en los diferentes espacios de la vida eclesial y social, etc. Inclusive se nos habla de la caridad en relación con la razón y con la verdad.

Es en este último punto que quisiera, pues, detenerme, ya que la verdadera caridad está en estrecha relación con la verdad. Dice, en efecto, Benedicto XVI: “Solo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y comunión” [3]. (…) Cuando la verdad no está presente, la caridad se convierte, o en sentimentalismo, o en fideísmo, o en individualismo, de modo que ni la persona ni la sociedad crecen en la verdad [4]. (…) Esto trae como consecuencia una dañina actitud individual y social de bonachones donde todo se permite, todo se acepta, nada se juzga y, todo esto, en nombre de la caridad.

Ahora bien, si la caridad necesita de la verdad para ser verdadera, valga la redundancia, ¿de qué verdad estamos hablando? La respuesta no es del todo fácil, pues, como denunciaba el Beato Juan Pablo II: “La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. Se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo se reduce a opinión” [5]. La verdad como tal desaparece.

Sumado a esto, si la verdad está unida a la razón, surge otro inconveniente, a saber, la modernidad, la cual le colocó límites a la razón y, con ello, anuló cualquier intento de trascendencia. En efecto, Benedicto XVI nos ha invitado a superar “la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y […] a abrir sus horizontes en toda su amplitud” [6]. Vivimos bajo la dictadura del relativismo que “mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede conocer nada con certeza más allá del campo científico positivo” [7]. Con la dictadura del relativismo la única medida del hombre es su propio yo y sus apetencias; a ningún hombre se le permite mirar más allá de esa medida.

La situación, entonces, se nos presenta desafiante, pues, para llegar a vivir la caridad verdadera, se nos pide iniciar un iter formativo que tenga como objetivo alargar la razón, en donde lo trascendental, la fe, encuentre su espacio justo y equilibrado. Un camino que busque ampliar los horizontes de la razón para que la verdad vuelva a retomar su carácter exclusivo. De este modo, se podrá confiar en la verdad única, esa que permite que la caridad sea como una piedra preciosa, no falsificada. Por eso, ante la medida limitada del relativismo, nuestra medida es el Hijo de Dios; de hecho “en Cristo coinciden la verdad y la caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida la verdad y la caridad se funden. La caridad sin la verdad sería ciega; la verdad sin la caridad sería como ‘címbalo que retiñe’ (1 Co 13, 1)” [8]. Hoy más que nunca necesitamos fundamentar la verdad en Cristo.

Con estas premisas, y subrayando de nuevo que nuestra medida es Cristo, podemos ahora definir la verdadera caridad, inspirados en las majestuosas palabras de Benedicto XVI: “La caridad es amor recibido y ofrecido. Es ‘gracia’ (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y ‘derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo’ (Rm 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad” [9].

La verdadera caridad, entonces, es aquella que encuentra en Cristo su verdad y su razón. De allí la invitación constante de San Alberto Hurtado que decía: “Hacer en Cristo la unidad de mis amores: riqueza inmensa de las almas plenamente en la luz, y de las otras, como la mía, en luz y en tinieblas. Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que revienta el pecho; movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva mi caridad; movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo” [10].

La caridad en el mundo universitario

Habiéndonos imbuido en el tema de la verdadera caridad, podríamos ahora dar respuesta a la segunda pregunta: en el mundo universitario, ¿qué lugar tiene la caridad?

El punto de partida, sin duda alguna, es muy importante, pues si la Universidad es vista solo como una institución que otorga títulos de estudios superiores o como una Casa de estudios que prepara para la excelencia académica, la caridad tiene poco espacio o es casi nula. En cambio, si la Universidad es concebida, principalmente, como aquello que realmente es, una universitas, una comunidad cuyo único objetivo es la búsqueda de la verdad, en este caso la caridad ocupa un lugar privilegiado. Como nos decía el Beato Juan Pablo II: “La universidad es una institución que, por su misma naturaleza, tiende -o por lo menos debería tender- a superar los particularismos de los sujetos y los de los objetos de estudio y de enseñanza: ‘Universitas Studiorum’, la llamaban los medievales, pero también ‘Universitas Docentium et Discentium’, todos y todo ensamblados en una armónica, si bien dinámica, unidad. La universidad, por su naturaleza, representa y es este proyecto de fundamental búsqueda de la verdad, que atrae y sobrepasa a todos y que tiende a armonizar los aspectos particulares de las varias especializaciones” [11].

Ahora bien, en la Universitas Docentium et Discentium, la caridad recibe un nombre especial, se llama caridad intelectual.

Antes de definirla, veamos, en primer lugar, un poco sobre la historia de este término, subrayando sus principales autores. Según nos dicen los historiadores, el precursor, indirecto, del término caridad intelectual -aunque jamás lo usó como tal- fue San Agustín (354-430). De hecho, “en san Agustín, la conexión entre la Verdad y el sumo Bien exige la misma forma de actividad. La Verdad es el bien último de la inteligencia y de la voluntad. Y aquí se inserta en el movimiento cognoscitivo el impulso de la caridad o del amor” [12]. La caridad y la inteligencia están íntimamente ligadas.

El primero que usa propiamente el nombre de caridad intelectual es el Beato Antonio Rosmini (1797-1855) [13]. Para Rosmini, “los oficios de caridad, en relación al bien del prójimo, al cual tienden directamente, son de tres especies. La primera especie comprende aquellos oficios que tienden a ayudar inmediatamente al prójimo en lo relacionado con la vida temporal: esta se puede llamar caridad temporal. La segunda especie comprende aquellos oficios que tienden a ayudar inmediatamente al prójimo en la formación de su intelecto y en el desarrollo de sus facultades intelectuales: esta se puede llamar caridad intelectual. La tercera especie comprende los oficios de caridad que tienden a ayudar al prójimo en lo que respecta a la salvación de las ánimas: y esta se puede llamar caridad moral y espiritual” [14]. Con la caridad intelectual, Rosmini proponía liberar la mente del hombre de las tinieblas de la ignorancia e iluminarla con la luz de la verdad.

Luego de Rosmini, el término caridad intelectual fue casi totalmente desplazado. Será Mons. Juan Bautista Montini (1897-1978) -el futuro Papa Pablo VI-, siendo Asistente eclesiástico nacional de la Federación Universitaria Católica Italiana (FUCI), quien en 1930 escribirá un artículo sobre la caridad intelectual [15]. Según Montini, la caridad más alta es aquella que consiste en transmitir la verdad [16]. Por ello, quien trabajando con las actividades del pensamiento y de la pluma busca difundir la verdad, cumple un servicio a la caridad. Montini, proponiendo la caridad intelectual a la FUCI, buscaba “una reconstrucción de la ‘unidad interior’, es decir, de la armonía entre doctrina y vida, entre fe y razón, entre Evangelio y cultura, para sanar el divorcio de la Iglesia con el mundo moderno” [17].

Pasados los años 30, el término caridad intelectual toma de nuevo una pausa de aislamiento, hasta que el Beato Juan Pablo II (1978-2005), hablando a los intelectuales europeos, en 1983, les pedirá ofrecer toda su preparación científica, filosófica, literaria, histórica, profesional a sus colegas, a los estudiantes, a la sociedad y a la Iglesia como un servicio de auténtica caridad intelectual [18]. Posteriormente, en 1998, les encomendará a los estudiantes seguir la vía de la caridad intelectual. Les decía: “Avanzad con generosidad por el camino de la caridad intelectual, para ser promotores de una auténtica renovación social, que contrarreste las graves formas de injusticia que amenazan la vida de los hombres. Amad vuestro estudio, sed humildes al aprender, y estad dispuestos a poner al servicio de todos los conocimientos adquiridos durante los valiosos años de vuestro itinerario universitario” [19]. En ese mismo discurso, el Beato Juan Pablo II nos ofrecerá dos características importantes de la caridad intelectual -las cuales desarrollaré más adelante-; estas son: el saber y la experiencia que se transforman en dones que se comunican; y en segundo lugar, la caridad intelectual como fuente de relaciones interpersonales significativas en la Universidad [20].

Con Benedicto XVI, la caridad intelectual ocupará un lugar privilegiado en sus discursos al mundo universitario. Serán numerosas las intervenciones donde el Pontífice invitará a la Universitas Docentium et Discentium a vivir la caridad intelectual. En esta reflexión no pretendo presentar cada una de ellas, pues sería muy extenso. Tratemos solo, desde el pensamiento de nuestro amado Pontífice, de definir la caridad intelectual. Dice el Papa que la caridad intelectual es aquella “fuerza del espíritu humano, capaz de unir los itinerarios formativos de las nuevas generaciones, [de] unir el camino existencial de jóvenes que, aun viviendo a gran distancia unos de otros, logran sentirse vinculados en el ámbito de la búsqueda interior y del testimonio” [21]. La caridad intelectual es esa virtud que permite a los profesores universitarios redescubrir “su vocación primordial a formar a las generaciones futuras, no solo con la enseñanza, sino también con el testimonio profético de su vida” [22]; es “reconocer que la profunda responsabilidad de llevar a los jóvenes a la verdad no es más que un acto de amor” [23].

Habiendo, entonces, entendido que la caridad intelectual es una virtud que abarca tanto a los profesores como a los estudiantes de una Universidad, tratemos ahora de responder a la tercera pregunta que nos hemos hecho al inicio de esta reflexión: ¿cómo se puede vivir la caridad en una Universidad Católica?

La Caridad intelectual en la Universidad Católica

Si sintetizamos el pensamiento de cada uno de los autores que hasta el momento hemos nombrado, podemos decir que en una Universidad Católica la caridad intelectual puede ser vivida bajo tres aspectos, a saber: primero, concebir el saber y la experiencia como dones de comunicación, reconciliando la fe con la razón. En segundo lugar, defender la unidad del conocimiento, iluminando la inteligencia y conjugando la fe con la cultura. Por último, propiciar relaciones interpersonales significativas, promoviendo comunidades académicas en las que se madura y se practica la caridad a ejemplo del Evangelio. Resumámoslo en tres acciones: de la comunicación a la comunión; de la integración a la unión; de la promoción de la hermandad a la evangelización. Veamos cada una de ellas.

a. De la comunicación a la comunión

La comunicación es una realidad que se hace presente en la Universidad de diferentes formas. No solo comunica el profesor que enseña, también lo hace el estudiante que participa activamente en la vida universitaria. Sin comunicación, la Universidad Católica no podría lograr su objetivo de la búsqueda de la verdad. Sin embargo, bajo la vivencia de la caridad intelectual, la comunicación del saber y de la experiencia obtiene otro sentido y alcanza mayores objetivos. Cuando el profesor o el estudiante experimentan la fuerza de la virtud de la caridad intelectual, la comunicación va más allá de lo real y se convierte en comunión. Esta comunión se refuerza si la comunicación es concebida y dirigida por el justo y verdadero equilibrio entre la fe y la razón. Dice la Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiæ: “En la comunicación del saber se hace resaltar cómo la razón humana en su reflexión se abre a cuestiones siempre más vastas y cómo la respuesta completa a las mismas proviene de lo alto a través de la fe” (n. 20).

Decía Juan Pablo II: “La fe pone en la mente una especie de inclinación connatural a la verdad, que consiente ir más allá de los estratos intermedios y provisionales de lo real para llegar al nivel donde cada significado alcanza su propia plenitud. Aquí la comunicación se desarrolla hasta llegar a ser comunión, donación de sí mismo, intercambio recíproco, participación profunda y vital en la que uno se da, y recibe del otro. […] Comunicar, pues, es aprender a vivir según la lógica de la entrega personal, es decir, del amor. La verdad plena de la comunicación se encuentra en la comunión[24].

Se hace necesario, entonces, concebir la Universidad Católica como una comunidad que más allá de comunicar el don del saber y de la experiencia, crea y fomenta la comunión en la caridad, reconciliando la fe y la razón. La presencia de grandes profesores o de grandes maestros en la Universidad marca la vida de los estudiantes. “La experiencia enseña cuán importantes son las figuras de verdaderos maestros para comunicar no solo el contenido de los conocimientos y el método de estudio, sino también la íntima pasión por la verdad, el esfuerzo moral que anima la investigación. [A los verdaderos profesores,] el conocimiento no se les ha dado para que lo guarden como posesión exclusiva o como medio de prestigio personal, sino para que lo compartan y comuniquen; y experimenta un gozo profundo quien, al comunicar un bien espiritual como el saber, comprueba que no mengua ni se agota, sino que se multiplica y gana cada vez más en esa sencillez y claridad que es signo de la verdad” [25].

Recordaba Juan Pablo II, allá por los años 80: “La comunión deberá implicar también a los alumnos que, encauzados y edificados antes por el ejemplo de sus profesores, estarán llamados a colaborar ante todo con la diligencia en los compromisos académicos, luego también con la asunción y ejecución de tareas particulares. Si toda la comunidad de los profesores sabe mostrar un fuerte espíritu de comunión eclesial, resultará de ello un testimonio del que se beneficiarán especialmente los alumnos” [26].

b. De la integración a la unión

Otro de los aspectos principales que se propone la caridad intelectual es la unidad del conocimiento. Dicha unidad es llamada por la Ex corde Ecclesiæ integración del saber. Al respecto, citando una precedente afirmación de Juan Pablo II, dice que “una universidad, y especialmente una Universidad Católica, debe ser una «unidad viva» de organismos, dedicados a la investigación de la verdad... Es preciso, por lo tanto, promover tal superior síntesis del saber, en la que solamente se saciará aquella sed de verdad que está inscrita en lo más profundo del corazón humano” (n. 16). Con esto se deduce que para lograr la integración del saber, es necesario, sin duda alguna, que la Universidad se sienta unida en la búsqueda de la verdad, a pesar de poseer diferentes campos de estudio e investigación.

Es, entonces, la preocupación por la investigación de la verdad la que propiciará la unión del conocimiento en toda la Universitas Docentium et Discentium. Para ello se requiere iluminar la inteligencia, o como lo ha llamado Benedicto XVI, ensanchar los horizontes de la razón, frente a una razón limitada. Dijo el Pontífice: “la propuesta de ‘ensanchar los horizontes de la racionalidad’ no debe incluirse simplemente entre las nuevas líneas de pensamiento teológico y filosófico, sino que debe entenderse como la petición de una nueva apertura a la realidad a la que está llamada la persona humana en su uni-totalidad, superando antiguos prejuicios y reduccionismos, para abrirse también así el camino a una verdadera comprensión de la modernidad” [27].

Para esto, la Universidad Católica, citando al Papa, debe: “hacer ciencia en el horizonte de una racionalidad verdadera, diversa de la que hoy domina ampliamente, según una razón abierta a la cuestión de la verdad y a los grandes valores inscritos en el ser mismo y, por consiguiente, abierta a lo trascendente, a Dios” [28]. Es en este último aspecto que se puede lograr la unidad del conocimiento, pues, sin ninguna apertura de la razón a lo trascendental, la enseñanza continuará siendo fragmentada, perjudicando, sin duda, al hombre y a la sociedad. Es, sobre todo, redescubrir que “entre los criterios que determinan el valor de una cultura, están, en primer lugar, el significado de la persona humana, su libertad, su dignidad, su sentido de la responsabilidad y su apertura a la trascendencia” [29].

c. De la promoción de la hermandad a la evangelización

Cuando el otro es para mí un hermano, la vida, la formación y la misma Universidad son vividas de una manera muy diferente. En una Universidad Católica, la hermandad no viene dada por la pertenencia al grupo de profesores o por la mera inscripción del estudiante. Cuando afirmamos que -a diferencia del relativismo, cuya única medida es el hombre y sus apetencias-, nuestra medida es Cristo, lo dijimos en sentido pleno. En Cristo se fundamenta la verdad, pero también en Cristo se origina nuestra hermandad. De hecho, el autor de la carta a los Hebreos, hablando de la obra de Cristo, no tiene duda en afirmar: “el que santifica y los que son santificados tienen todos un mismo origen. Por eso, él no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hb 2,11). Como declara, igualmente, San Pedro en su carta: “ustedes se han purificado para amarse sinceramente como hermanos. Ámense constantemente los unos a los otros con un corazón puro” (1P 1,22).

Con todo esto, la vivencia de la caridad intelectual en la Universidad Católica impulsa a promover relaciones interpersonales que se fundamenten en Cristo y que se refuercen en un maduro sentido de hermandad. La Ex corde Ecclesiæ invita a que en las Universidades Católicas se establezcan y se mantengan “relaciones estrechas, personales y pastorales, […] caracterizadas por la confianza recíproca, colaboración coherente y continuo diálogo” (n. 28). Pero, ¿cómo se podría establecer este tipo de relaciones humanas en una Universidad Católica? A mi parecer, una válida respuesta nos la ofrece Benedicto XVI. Dijo el Pontífice: “El hombre necesita amor, el hombre necesita verdad, para no perder el frágil tesoro de la libertad […] La fe cristiana no hace de la caridad un sentimiento vago y compasivo, sino una fuerza capaz de iluminar los senderos de la vida en todas sus expresiones […] de transformar la vida de las personas y las estructuras mismas de la sociedad. Este es un compromiso específico que la misión en la Universidad os llama a realizar como protagonistas, convencidos de que la fuerza del Evangelio es capaz de renovar las relaciones humanas y penetrar en el corazón de la realidad” [30]. Es esta -para mí- la respuesta: será la fuerza del Evangelio la que permitirá que en la Universidad se vivan relaciones humanas de fraternidad, fundadas en la caridad.

En esta perspectiva de la hermandad animada por la caridad, se debe tener presente que el don más grande con el cual se puede enriquecer a otra persona, don de valor trascendente, es acercarla a Cristo, que es “camino, verdad y vida” (Jn 14,6), o reforzar su relación con Cristo. Este es el más grande acto de caridad. Es necesario, entonces, pasar de la promoción de la hermandad a la evangelización. Esta labor debe impregnar toda la universidad. Por ello, la Palabra de Dios no puede estar reservada para las Facultades Eclesiásticas; ella debe impregnar los estudios en las diversas facultades, aun en aquellas donde su presencia podría parecer inverosímil. El Evangelio, por una parte, no solo ayuda a la Universidad Católica a lograr la integración del saber, construyendo una ‘unidad viva’, dedicada a la investigación de la verdad, sino también, “guiados por las aportaciones específicas de la filosofía y de la teología, los estudios universitarios se esforzarán constantemente en determinar el lugar correspondiente y el sentido de cada una de las diversas disciplinas en el marco de una visión de la persona humana y del mundo iluminada por el Evangelio y, consiguientemente, por la fe en Cristo-Logos, como centro de la creación y de la historia” [31].

La presencia del Evangelio permitirá que en la Universidad Católica se edifiquen relaciones interpersonales maduras, hasta establecer la hermandad en Cristo, cuyo único objetivo es la búsqueda de la verdad que salva. Para ello, se requiere una renovada pastoral universitaria, que según el Documento de Aparecida, “acompañe la vida y el caminar de todos los miembros de la comunidad universitaria, promoviendo un encuentro personal y comprometido con Jesucristo, y múltiples iniciativas solidarias y misioneras” (n. 343).

En consecuencia, los profesores y los estudiantes católicos de las universidades deben permanecer siempre en una estrecha unión con Cristo, deben alimentar su estudio y su enseñanza con la oración. En efecto, sin la oración, sin la contemplación, no podemos ni siquiera comprender rectamente la verdad de la fe [32]. De este modo, testimoniando la propia fe, ayudarán a los otros a acercarse a Cristo. Como Universidad Católica, llamados a evangelizar educando y a educar evangelizando, “debemos preocuparnos de que el hombre no descarte la cuestión sobre Dios como cuestión esencial de su existencia; preocuparnos de que acepte esa cuestión y la nostalgia que en ella se esconde” [33].

Conclusión

Habiendo, finalmente, profundizado algunas notas sobre la caridad intelectual, quisiera concluir recordando un bellísimo texto de San Pablo: “el amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas. Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto. Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí. En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor” (1 Cor 13,8-13).

Auguro que esta Pontificia Universidad continúe escuchando la voz de la caridad intelectual, la cual la llama a ser parte activa de la Nueva Evangelización en Chile y en el mundo. Que el Dios del amor nos bendiga.


Notas 

[1] Benedicto XVI, Homilía en la solemne Conclusión de la XI Asamblea del Sínodo de Obispos, del año Eucarístico y canonización de cinco beatos, 23 de octubre de 2005.
[2] San A. Hurtado, «Vivir en caridad», en Id., Escritos de San Alberto Hurtado, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2012, p. 352.
[3] Benedicto XVI, Carta Encíclica Caritas in veritate, 29 de junio de 2009, n. 3.
[4] Cf. Ibid., n 3-5.
[5] Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, 14 de septiembre de 1998, n. 5.
[6] Benedicto XVI, Discurso con el mundo de la cultura en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006.
[7] Benedicto XVI, Audiencia General, 05 de agosto de 2009.
[8] J. Ratzinger, Homilía de la misa pro eligendo Papa, 18 de abril de 2005.
[9] Benedicto XVI, Carta Encíclica Caritas in veritate, 29 de junio de 2009, n. 5.
[10] San A. Hurtado, «Amar», en Id., Escritos de San Alberto Hurtado, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2012, p. 333.
[11] Juan Pablo II, Discurso a los profesores y estudiantes de la Universidad de Perugia, 26 de octubre de 1986, n. 2.
[12] V. Capanaga, «Introducción», en Id., Obras completas de San Agustín, 1982, p. 196
[13] G.M. Vian, «Carità Intellettuale», en L’Osservatore Romano, Anno CLIII, n. 50 (46.294), 11 marzo 2013, p. 4.
[14] A. Rosmini, Constitutiones Societatis a Charitate nuncupatae, Torino 1974, p. 593-595..
[15] Cf. M. Marmocchi, «Introduzione», en G.B. Montini, Scritti fucini (1925-1933), Brescia 2004, pp. VII-LXVIII.
[16] Cf. G.M. Vian, «Carità Intellettuale», en L’Osservatore Romano, Anno CLIII, n. 50 (46.294), 11 marzo 2013, p. 4.
[17] N. Mazza, La FUCI di Montini. Frammenti di storia nell’unità di un progetto, Quaderni del Ludovicianum, 2005, p. 55. Traducción del autor.
[18] Cf. Juan Pablo II, Discurso a los intelectuales europeos, 15 de diciembre de 1983, n.5.
[19] Juan Pablo II, Discurso a los profesores y alumnos de la Universidad LUISS de Roma, 17 de noviembre de 1998, n.5.
[20] Cf. Ibid., n. 2.
[21] Benedicto XVI, Discurso al final del rezo del Santo Rosario en la V Jornada Europea de jóvenes universitarios, 10 de marzo de 2007.
[22] Benedicto XVI, Discurso a los participantes del Encuentro europeo de profesores universitarios, 23 de junio de 2007.
[23] Benedicto XVI, Discurso a los educadores católicos, Washington, 17 de abril de 2008.
[24] Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes participantes al Congreso UNIV’96, 2 de abril de 1996, n. 2.
[25] Juan Pablo II, Discurso a los profesores universitarios en el Centro cultural anexo al Convento Santo Domingo, 18 de abril de 1982, n. 5.
[26] Juan Pablo II, Discurso a los profesores y alumnos de la Pontificia Universidad Lateranense, 16 de febrero de 1980, n.6.
[27] Benedicto XVI, Discurso a los participantes al VI Simposio europeo de profesores universitarios, 7 de junio de 2008.
[28] Benedicto XVI, Discurso durante la Inauguración del 85° Curso académico en la Universidad Católica del Sagrado Corazón, Milán, 25 de noviembre de 2005.
[29] Juan Pablo II, Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiae, 15 de agosto de 1990, n. 45.
[30] Benedicto XVI, Discurso a la comunidad de la Universidad Católica del Sagrado Corazón de Jesús, 21 de mayo de 2011.
[31] Juan Pablo II, Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiae, 15 de agosto de 1990, n. 16.
[32] Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 6 de enero de 2001, n. 20.
[33] Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana con ocasión del intercambio de felicitación navideña, 21 de diciembre de 2009.

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-Palabras del Sr. Rector, Dr. Ignacio Sánchez, en la celebración del Sagrado Corazón de Jesús, patrono principal de la Universidad-

Vivimos unos momentos muy importantes para las Universidades Católicas. Es su gran hora. Si no existieran, habría que crearlas. Estamos viviendo en una sociedad y una cultura en las que imperan el relativismo y el escepticismo, la crisis de la razón y el pensamiento débil, la fragmentación de la verdad, el considerar dogmático e intolerante a quien la afirma, la sirve, la defiende; nos hallamos inmersos, al mismo tiempo, en un laicismo y en una secularización rampantes, con una quiebra de humanidad profunda. Pero inseparablemente nos encontramos con anhelo y necesidad de una humanidad nueva y renovada, de una cultura nueva, asentada en la verdad, que o será verdaderamente humana y religiosa o no será.

Todo esto nos hace pensar en el papel tan importante que está llamada a desempeñar la Universidad Católica, fiel a su misión, en el surgimiento de un nuevo humanismo para este tercer milenio. Para ello, se debería ofrecer en la Universidad Católica una verdadera “alternativa” universitaria, con identidad propia, y contribuir a una renovación de la sociedad desde la específica y humanizadora aportación del Evangelio. Sabemos que haciéndolo así no se contraviene, sino que se amplía y consolida lo humano y el bien común, como también la fe ensancha la razón.

No podemos tener miedo a ofrecer y defender con todas las consecuencias y exigencias la Universidad Católica, sabiendo que así estamos defendiendo además el derecho fundamental humano a la verdadera y plena libertad, en la que se incluye también la libertad de enseñanza. Tal vez se tenga que ir contracorriente; es el momento de remar juntos, a contracorriente o con vientos contrarios; pero ese remar propio de la verdad es absolutamente necesario por el bien de los alumnos y de la sociedad amenazada. Cuando está en juego el bien de la persona, el bien común el futuro de la sociedad, una verdadera y recta visión del hombre, habrá que remar mar adentro aun con vientos adversos, juntos. La fidelidad a los hombres y a la misma Universidad lo reclama: hay que ir a favor del hombre y no se puede ir en contra de la misma entraña de la Universidad Católica. Son varias las tareas que se imponen, a mi entender, hoy, a la Universidad Católica.

La Universidad Católica, ante el desafío de la cultura del relativismo, ha de buscar y ofrecer la verdad, fundamentar y fundamentarse en ella.  Por su propia naturaleza, tiene como misión básica la constante búsqueda y la permanente afirmación y transmisión de la verdad, mediante la investigación, el estudio, la docencia, la conservación y la comunicación del saber para el bien de la sociedad.  La Universidad se debe insobornablemente a la verdad.  Y está ligada exclusivamente a la autoridad de la verdad.  En ella debería darse “el gozo de la verdad” (S. Agustín).

El relativismo imperante y generalizado, el subjetivismo, el predominio absorbente y casi exclusivo de la razón práctico-instrumental, la fragmentación de la verdad, son enemigos radicales de la Universidad que hoy la acechan e incidían, la debilitan y destruyen. Debe vencerlos con la fuerza de la verdad y su servicio y entrega a la verdad. El relativismo y su dictadura son un verdadero cáncer que destruye la sociedad y la Universidad, imposibilita la educación y deshace la sociedad; este relativismo -con sus aliados- es el peligro más grande y grave al que se enfrenta la sociedad, la cultura, la educación y la Universidad. Muy principal desafío y reto para la Universidad es propiciar una cultura en la que se supone este insidioso relativismo demoledor. Para eso ha de buscar la verdad, fundamentarse en la verdad y servirla; ha de contribuir, en fidelidad a su naturaleza y misión, a que la sociedad y la nueva cultura que es preciso alumbrar se asienten en la verdad. Las Universidades Católicas habrán de esforzarse decididamente y sin ningún temor ni complejo por la verdad y ser así una fuerza viva contra la presión de los poderes, de los intereses y del dominio de la dictadura del relativismo, que bajo la capa de tolerancia y libertad omnímoda lleva a totalitarismos reales o encubiertos. Sólo la verdad nos hará libres (Jn 10).

Esto es apostar por la razón, como ha hecho la Iglesia a lo largo de los siglos, porque es lo que está entrañado en su esencia y en su raíz más propia, que es el acontecimiento de la encarnación del Logos, del Verbo, de Dios. La Universidad debe tener el coraje de la verdad, que es el coraje y la fuerza de la razón llamada a atreverse siempre a buscar la verdad y dejarse conducir por su luz. Reafirmando la verdad de la razón -inseparable de la verdad de la fe, como tan destacadamente nos muestra el magisterio de Benedicto XVI y el de Juan Pablo II-, podremos devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas y devolver a la Universidad, y en ella, un estímulo para que el hombre pueda recuperar y desarrollar hoy su plena dignidad. Es necesario que la Universidad Católica tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido dados al hombre por su Creador y que se comprometa con renovado vigor en llevar a cabo una verdadera humanización. El tema de la verdad, en la que está enteramente implicada la realidad y dignidad de cada hombre, es una cuestión, a su vez, como el hombre mismo. Por la revelación cristiana, por la fe que ensancha la razón- que se ofrece a todos sin imponerla a nadie-, sabemos que el hombre es inseparable de Jesucristo, el Logos eterno, hecho carne, la Verdad, en la que se revela la plena Verdad (Cf FR 35), el que vino a traernos el don inestimable del conocimiento de la Verdad, a Dios mismo: de la verdad sobre Él, nosotros, sobre nuestro destino trascendente, sobre el mundo.

II

La Universidad Católica no puede estar indiferente a todo aquello que hace latir el corazón del hombre, al verdadero humanismo. Sin violentar para nada la Universidad ni la recta razón en ella presente y actuante, podemos afirmar y atestiguar que todo humanismo auténtico está estrechamente vinculado con Cristo. a este nuevo y auténtico humanismo, al que se debe la Universidad Católica, pertenece la búsqueda de la verdad y el acceso a la verdad, la realización en la verdad, inseparable de la caridad, del amor, el logro de la propia verdad del hombre y el alcance de su meta y de su destino definitivo. Excluir, en efecto, al hombre del acceso a la verdad es la raíz de toda alienación. Nadie puede, tampoco la Universidad, ser indiferente a todo aquello que hace latir el corazón del hombre, esto es, a todas sus inquietudes, a todas sus empresas y a todas sus esperanzas: la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia.

Al proponer y abordar el tema de la verdad, de la razón unida inseparablemente a ella, y su fundamentación como base de la Universidad Católica —sin ocultar su relación con la fe—, soy consciente de que ésta es una cuestión fundamental de la vida y de la historia de la humanidad y, por tanto, de la Universidad. El hombre tiene necesidad de una base sobre la cual construir la existencia personal y social, buscar la verdad que dé sentido a su existencia; en ello siente que está en juego su vida; no se puede ver satisfecho con propuestas que elevan lo efímero al rango de valor creando ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia, o que haga discurrir la vida hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que espera. De ahí la importancia decisiva de la cuestión de la verdad para la Universidad. Por eso mismo, el problema central de la Universidad, a mi entender, es la cuestión de la verdad, que no es una de las tantas cuestiones que el hombre debe afrontar, sino la cuestión fundamental, que no se puede eliminar y que atraviesa todos los tiempos y estaciones de la vida y de la historia de la humanidad.

No puede haber, por lo demás, ninguna contraposición ni “extrañeza” entre la fe cristiana y la razón humana, porque ambas, a pesar de su distinción, están unidas en la verdad, ambas desempeñan un papel de servicio a la verdad, ambas encuentran su fundamento originario en la verdad. Llegar a la Verdad es posible y necesario para el hombre. Para eso cuenta con dos caminos: el de la fe y el de la razón, no contrapuestos ni contradictorios, sino inseparables y complementarios. Los problemas de nuestra época a los que se ha de dar respuesta en la Universidad no hallarán salida más que caminando con decisión sobre estos dos rieles, o “alas”, que hacen posible el vuelo del espíritu humano hacia la verdad”, como enseñó Juan Pablo II en su importantísima Encíclica Fides et Ratio, decisiva, a mi entender, para las Universidades Católicas, o como aparece tan en el centro y tan clave en el magisterio de Benedictino XVI, antes ya de ser Papa, y ha mostrado tan lúcidamente en discursos como el mantenido ante la Universidad de Ratisbona o en el discurso nunca leído en la Universidad de “La Sapienza”, de Roma. La separación o la contraposición de fe y razón, negativa para ambas, constituyen uno de los riesgos y peligros para la Universidad, su servicio y su futuro.

Esto significa que “desde el punto de vista de la estructura de la universidad, existe el peligro de que la filosofía, no sintiéndose capaz de su verdadero cometido, se degrade en positivismo; y que la teología con su mensaje dirigido a la razón, venga confinada a la esfera privada de un grupo más o menos grande. Si, por el contrario, la razón —solícita de su presunta pureza— se hace sorda al gran mensaje que le llega de la fe cristiana, se seca como un árbol cuyas raíces no alcanzan las aguas que le dan vida. Pierde el coraje por la verdad y así no se hace más grande, sino más pequeña. Aplicado a nuestra cultura occidental, y a la Universidad, esto significa: si quiere construirse a sí misma en base al círculo de las propias argumentaciones y a lo que en el momento la convence y —preocupada de su laicidad— se destaca y distancia de las raíces de las que vive, entonces no se hace más razonable y más pura, sino que se descompone y quiebra… Es cometido de la Universidad Católica mantener esta sensibilidad por la verdad; invitar siempre de nuevo a la razón para que se ponga a la búsqueda de lo verdadero, del bien, de Dios, y, sobre este camino, invitarla a divisar las luces surgidas a lo largo de la historia de la fe cristiana y a percibir así a Jesucristo como la Luz que ilumina la historia y ayuda a encontrar el camino hacia el futuro” (Benedicto XVI).

La Universidad Católica, en este horizonte, no podrá dejar de lado las cuestiones fundamentales del hombre —como vivir y el morir—, ni podrá excluirlas del ámbito de la racionalidad, ni las dejará a la esfera de la subjetividad. Como consecuencia, si así fuera, al final desaparecería la cuestión que dio origen a la Universidad —la cuestión de la verdad y del bien— y sería sustituida por la cuestión de la factibilidad. “Por tanto, el gran desafío de las universidades católicas consiste en hacer ciencia en el horizonte de una racionalidad verdadera, diversa de la que hoy domina ampliamente, según una razón abierta a la cuestión de la verdad y a los grandes valores inscritos en el ser humano y, por consiguiente, abierta a lo trascendente, a Dios” (Benedicto XVI). Así se dará la primacía del ser sobre el tener, que tanto se necesita en nuestro tiempo.

Ahora bien, sabemos que esto es posible precisamente a la luz de la revelación de Jesucristo, que ha de ser el fundamento de la originalidad de la Universidad Católica y su gran e imprescindible aportación a los hombres.

III

Las Universidades Católicas tienen una misión humanizadora y social y han de contribuir, por ello, al verdadero desarrollo y a la paz. La Universidad lleva en su entraña una vocación de servir a la humanidad, centrando su atención y su preocupación en el hombre, el empeño en su promoción y desarrollo, el respeto de su dignidad y sus derechos. Vivimos momentos particularmente importantes para el futuro de la Universidad y para su vocación humanista y humanizadora. La Universidad, que nació en la época medieval con el impulso de la Iglesia católica, de alguna manera prolongando algunos aspectos de la obra de los monasterios, hoy necesita replantearse su papel y su función ante la difusión, cada vez más vasta y articulada, de los campos de investigación. Es preciso hacer frente a las exigencias y a los riesgos de un saber cada vez más especializado y fragmentado, a las difíciles aplicaciones de tecnologías cada vez más complejas y a las nuevas cuestiones, delicadisimas y cruciales, en las que se pone en juego la concepción misma de la vida, y aun la vida misma.

Es necesario poner la verdad, los valores y los “principios morales” del hombre y de la vida, en los que se asienta el hombre y la vida, la convivencia y solidaridad social, en el centro de las preocupaciones científicas y educativas de la Universidad. Sabemos que el saber, separado de su arraigo antropológico y ético, se vuelve contra el hombre y se convierte en instrumento de decadencia; en cambio, a la luz de la verdad integral, completa, se muestra como condición indispensable de progreso auténtico.

Para nada o para muy poco valdría la presencia de medios e instrumentos culturales, incluso los más prestigiosos, si no estuvieran acompañados de una clara visión de un objetivo esencial de la Universidad que es la formación integral de la persona humana, considerada en su dignidad constitutiva y originaria, así como en su fin para el que ha sido hecha “desde el principio”. La sociedad reclama de la Universidad no sólo especialistas doctos en sus campos específicos del saber, de la cultura, de la ciencia y de la técnica, sino sobre todo edificadores de humanidad, servidores de la comunidad de hombres, promotores de la justicia porque están orientados a la verdad y viven de ella. La causa del hombre será realmente atendida y servida si la ciencia se une y vincula a la conciencia; el hombre de ciencia ayudará verdaderamente a la humanidad si conserva el sentido de trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre él mismo.

Sabemos cómo la Iglesia comparte con la Universidad, salida de su corazón, esta misma solicitud primera y principalísima sobre el hombre, en toda su verdad, en su plena dimensión. Toda la solicitud de la Iglesia, y de la Universidad Católica como obra de la Iglesia, está empeñada en que el valor y la dignidad del hombre, de todo hombre, se realice plenamente, tal y como es querido por Dios y se ha hecho presente en Jesucristo, venido al mundo para “dar testimonio de la verdad”, la verdad del hombre inseparable de la verdad de Dios: “¡He aquí al Hombre!”. Ni la Iglesia ni la Universidad Católica tienen otra sabiduría, otra riqueza, ni ninguna otra palabra que ésta: Jesucristo, Redentor del mundo, Aquel que ha penetrado de modo único e irrepetible en el misterio del hombre. Cristo sabe lo que hay dentro del hombre, en el corazón del hombre. “¡Solo Él lo sabe!”. “En realidad el misterio del hombre se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado. Cristo, el nuevo Adán, en la revelación del misterio del Padre, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22). La Iglesia ciertamente no puede ser indiferente a todo aquello que hace latir el corazón del hombre, esto es, a todas sus inquietudes, a todas sus empresas y a todas sus esperanzas: la búsqueda de la verdad, la insaciable sed del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. La Universidad tampoco, como ya hemos dicho. Por eso Iglesia y Universidad se encuentran en algo muy vivo de la misión de ambas y están llamadas a colaborar estrechamente. Iglesia y Universidad no pueden, por ello, sentirse ni ser extrañas, sino vecinas y aliadas. Es el mensaje de las enseñanzas constantes de Benedicto XVI y del Beato Juan Pablo II, muy principalmente en su Carta Encíclica Fides et Radio, donde muestra cómo fe y razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad.

Por otra parte, la Universidad se define por su dedicación a la ciencia, por la investigación y docencia de la verdad que atañe al mundo, al hombre y a su destino último. El joven que llega a ella ha de encontrar en ella no sólo el ámbito donde capacitarse, formarse o habilitarse, para ejercer una determinada profesión, sino también el lugar donde, al menos, pueda asomarse a la verdad plena sobre el mundo, el hombre y su destino. En ese cometido de investigar y transmitir la verdad, la Universidad se constituye en defensora de la libertad del hombre y en conciencia crítica frente a cualquier poder destructivo. Todo intento de reducirla a mero instrumento de aprendizaje técnico y profesional lleva consigo a su propia aniquilación. La Universidad ha de trabajar para defender y promover la idea de un mundo más justo, un mundo que le ayude a cada hombre en sus necesidades materiales, morales y espirituales. Que sea capaz de recoger la herencia científica y cultural que ha recibido y la enriquezca, para ponerla al servicio del verdadero progreso y desarrollo de la humanidad, para la edificación de un mundo de justicia y dignidad de todos los hombres y de todos los pueblos, para la paz verdadera que entraña el respeto y la no exclusión de nadie. Esto no es un sueño ni un ideal evanescente. Es un imperativo moral, un deber sagrado, que el genio intelectual y espiritual del hombre puede afrontar mediante una nueva movilización de talentos y energías de cada uno y desarrollando todos los recursos técnicos y culturales.

IV

Todo lo que he dicho hasta ahora acerca de la Universidad Católica tiene una razón de ser primordial: la Universidad Católica que busca la verdad y se pone a su servicio, que está llamada a ser instrumento de humanización de la cultura, no puede cerrarse a Dios. Su vocación y su último objetivo no son ajenos a lo que es el monacato en sus orígenes y en su historia: quaerere Deum, buscar a Dios. Como San Benito, en los momentos cruciales de desplome de la humanidad de su tiempo, esto es, la caída del Imperio, también la Universidad Católica, hoy, como universidad obra de la Iglesia, ha de fundarse y sustentarse —al tiempo que mostrar— el objetivo fundamental de la existencia humana: buscar la Verdad última en la que todo se fundamenta y asienta, buscar a Dios, quaerere Deum, sin anteponer nada a la obra de Dios, empeñarse en encontrar y ofrecer aquello que vale la pena y permanece siempre, ir a lo esencial, aquello que es importante y digno de confianza verdaderamente. “Esto no es menos necesario que en tiempos pasados. Una cultura “o una Universidad” meramente positivista que suprimiese en el campo subjetivo como no científica la pregunta acerca de Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más altas y, además, un decaimiento —un “crac”— del humanismo, cuyas consecuencias no pueden ser más que graves. Aquello que ha fundado la cultura de Occidente, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharlo, permanece también hoy fundamento de toda verdadera cultura” (Benedicto XVI, en Francia, 2008), a cuyo servicio se encuentra la Universidad Católica es fiel a su naturaleza, nunca debería ser impedimento para esa búsqueda de Dios, para ese encuentro de la Verdad última que es Dios: no posibilitar esta búsqueda y apertura, cerrar las puertas y los caminos para ese encuentro es la muerte de la Universidad que, lejos de servir al hombre, lo contradiría en su ser más propio. La Universidad Católica no sólo está obligada a no impedir ni cerrar, sino que ha de estar para abrir los caminos necesarios que abran a Dios: ahí está la verdad del hombre, la Razón, donde se asienta la verdadera civilización y nuestro único futuro, capaz de generar esperanza, paz y sosiego.

Esta es la verdad del hombre que “no se contenta con menos que Dios”, que en sólo Dios alcanza lo que en el fondo busca: la verdad, que llena de sabiduría y muestra el gozo del arte de vivir. ¡Qué grande es el hombre al que nada puede contentarle si no es Dios mismo, al que nadie le puede llenar como sólo Dios es capaz de hacerlo! Y ¡qué grande es la misión de una Universidad Católica: ¡el poder ofrecer esta riqueza y sabiduría, colaborar en esa grandeza y altura de humanidad!

Es oportuno recordar aquellas palabras que dijera el Beato Juan Pablo II a los universitario de Kazajastán, dos días después del terrible atentado del 11 de septiembre en Nueva York, que conmovió el mundo e influyó es su rumbo; el anciano Papa, lleno de fortaleza y coraje, salió al encuentro de aquellos jóvenes universitarios —musulmanes, ortodoxos y ateos— y, ante las grandes y graves preguntas del hombre, les dijo cosas como éstas, que deben hacernos pensar en la Universidad ante el drama de la humanidad: “Mi respuesta, queridos jóvenes, sin dejar de ser sencilla, tiene un alcance enorme: Mira, tú eres un pensamiento de Dios, tú eres un latido del corazón de Dios. Afirmar esto equivale a decir que tú tienes un valor en cierto sentido infinito, que cuentas a los ojos de Dios en tu irrepetible individualidad. Tenéis cada uno a vuestras espaldas distintos avatares, no exentos de sufrimientos, estáis aquí sentados, uno al lado de otro, y os sentís amigos no por haber olvidado el mal que ha habido en vuestra historia, sino porque, justamente, os interesa más el bien que juntos podréis construir. Y es que toda reconciliación auténtica desemboca en un compromiso común. Sed conscientes del valor único que cada uno de vosotros posee, y sabed aceptaros en vuestras convicciones respectivas, sin dejar por ello de buscar la plenitud de la verdad. Vuestro país sufrió la violencia mortificante de la ideología. Que no os toque ahora a vosotros caer presa de la violencia —no menos destructiva— de la “nada”. ¡Qué vacío asfixiante, cuando en la vida nada importa y en nada se cree! Es la nada la negación del infinito, es infinito que vuestra estepa ilimitada poderosamente evoca, de ese infinito al que el hombre irresistiblemente aspira. El Papa de Roma ha venido a deciros precisamente esto: hay un Dios que os pensó y os dio la vida. Que os ama personalmente y os encomienda el mundo. Que suscita en vosotros la sed de libertad y el deseo de conocer. Permitidme confesar ante vosotros con humildad y orgullo la fe de los cristianos: Jesús de Nazaret, Hijo de Dios hecho hombre, vino a revelarnos esta verdad con su persona y su enseñanza” (Juan Pablo II). Esto mismo es lo que ha de resonar todos los días del año en una Universidad Católica, sin desfigurar ni traicionar en modo alguno su propia naturaleza universitaria; todo lo contrario: para afirmarla y ensancharla, como la fe afirma y ensancha la razón. “La razón” sola “se vuelve fría y pierde sus criterios, se hace cruel porque ya no hay nada sobre ella. La limitada comprensión del hombre decide ahora por sí sola cómo se debe seguir actuando con la creación, quién debe vivir y quién ha de ser apartado de la mesa de la vida: vemos entonces que el camino, sin Dios, hacia la quiebra del hombre está abierto” (J. Ratzinger).

Pero eso es necesario que haya universidades en las que se dé la búsqueda de Dios, y tengan en la base de todo la afirmación de Dios como Dios, la confesión del Dios creador que hemos conocido en el rostro humano de su Hijo único, Logos eterno por el que han sido todas las cosas, que se ha hecho carne de nuestra carne.

La fe se propone, no se impone; pero no deja de proponerse. Tenemos el deber los cristianos, y la Iglesia de la que somos parte, de afirmar a Dios con la certeza y garantía de que así afirmamos y servimos al hombre. Esto no contradice la naturaleza de la Universidad, sino que la potencia y la engrandece. Todo esto implica una misión y una tarea evangelizadora de la Universidad Católica ineludible. La Universidad Católica, salida del corazón de la Iglesia, como la Iglesia misma, existe para evangelizar: para evangelizar la cultura, para evangelizar a los hombres que hacen la cultura nueva, para hacer posible una fe que se hace cultura.

La evangelización de la cultura a la que, por identidad y fundación, la Universidad Católica se debe y se siente urgida, de manera especial ante la crisis de nuestro tiempo, obliga a hablar de Dios y desde Él, en el mismo centro de ella. Ahí está el futuro y la pervivencia vigorosa de las universidades católicas.

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