El Papa León acaba de proclamar a John Henry Newman, Doctor de la Iglesia. Es el número treinta y ocho de una lista de nombres memorables por santidad y sabiduría de Dios. Después del último Concilio fueron incorporadas las primeras cuatro mujeres en esta lista: santa Teresa de Ávila y santa Catalina de Siena (ambas en 1970 por Pablo VI), santa Teresa de Lisieux (por Juan Pablo II en 1997) y santa Hildegarda de Bingen (en 2012 por Benedicto XVI). Benedicto había nombrado a Juan de Ávila en 2012 y Francisco a Gregorio de Narek en 2015 e Ireneo de Lyon en 2022.
El reconocimiento de Doctor de la Iglesia significa que alguien agrega a su santidad de vida, la eminencia en su doctrina y enseñanza (eminens doctrina) hasta el punto de que pueden considerarse maestros seguros de la fe, aunque no necesariamente autoritativos en todo aquello que han enseñado o escrito.
Tal reconocimiento ha recaído en el cardenal Newman (1801-1890), profesor, teólogo y pastor anglicano convertido al catolicismo por fidelidad a la tradición y a la continuidad apostólica de la Iglesia, y –considerado por muchos– precursor del Concilio Vaticano II por la importancia que le concedió a la libertad de conciencia.
Newman resuena entre nosotros sobre todo por lo que escribió sobre la misión de la universidad a propósito del encargo que recibiera para fundar una universidad católica en Irlanda. La universidad, decía Newman, es el lugar donde el conocimiento es un fin en sí mismo. No hay otro lugar semejante en la sociedad. En cualquier otro lugar el conocimiento es un medio para realizar fines ulteriores, sobre todo fines prácticos y útiles. La sociedad reserva, sin embargo, este espacio precioso y único en que una comunidad de personas se aboca al descubrimiento de la verdad sin ninguna otra pretensión que encontrarla en la medida de las fuerzas y posibilidades de cada cual. Newman le agrega otras cosas a su idea de universidad, pero éste es el meollo: una orientación primordial hacia la verdad por encima de cualquier otro objetivo.
Las universidades traicionan su misión cuando se dejan llevar por objetivos adicionales, el más importante de los cuales es el conocimiento útil o públicamente relevante. Newman escribió cuando comenzaban a asomar los resultados técnicos del conocimiento científico que en el siglo venidero serán asombrosos. Mucho del conocimiento teórico acumulado en las universidades dio origen a aplicaciones técnicas de grandes consecuencias, casi siempre beneficiosas para la humanidad y, por lo mismo, muy apreciables.
Por eso la tentación de validar el conocimiento por su relevancia técnica ha sido la principal y creciente amenaza a la idea newmaniana de universidad. ¿Qué importa que el conocimiento no tenga esta relevancia? La universidad es el único lugar donde alguien podría dedicar toda su vida a estudiar a Plotino sin que nadie lo moleste. Y además hacerlo remuneradamente. Newman llamaba filosofía a este lugar preciso donde se aprecia por encima de cualquier otra cosa el conocimiento inútil, y por esta razón hacía descansar la misión de la universidad en la filosofía, no porque fuera una ciencia superior o unitiva, como a veces se ha pretendido, sino porque es la disciplina que conserva en su corazón la orientación incondicional hacia la verdad al margen de cualquier utilidad; no solo la pregunta acerca de qué es algo, que es propia de la ciencia positiva, sino la pregunta metafísica de por qué existe algo en vez de nada, anterior a la pregunta de para qué sirve.
Hoy en día la utilidad no es solamente la técnica, sino la relevancia pública de lo que se hace. Es frecuente escuchar la queja de que los artículos científicos los leen solo unos pocos especialistas, que la tarea de la universidad es divulgar el conocimiento e impactar en el medio. Una nueva tentación para desviarse de la idea newmaniana de universidad. Un especialista en Plotino será leído apenas por un puñado, pero probablemente apreciado por toda una institución que le concede valor único y especial al conocimiento, por lo demás perfectamente inútil y socialmente irrelevante.
Todavía peor es la pretensión de la universidad moderna de dedicarse a promover la justicia y la equidad, y a autoproclamarse la conciencia esclarecida de la sociedad, como ha sucedido con algunas universidades norteamericanas que han cambiado derechamente su misión y subordinan el conocimiento al imperativo de construir una sociedad más justa y solidaria.
Al igual que el progreso técnico, no puede haber objetivo más loable que la justicia social. Pero la universidad no es el lugar para promover ni una ni otra cosa, es la sede del conocimiento entendido como un fin en sí mismo, que se antepone a cualquier otra consideración. Colóquele usted a la universidad un objetivo adicional y, sobre todo, anterior al conocimiento, y desfigura completamente su sentido y su misión más propia. Se ha dicho que los debates que promovía el malogrado activista Charlie Kirk correspondían al meollo del espíritu universitario porque supuestamente controvertía con vehemencia, pero con respeto, en materias de interés público. Pero la universidad no es tampoco la arena de la controversia pública, sino de la búsqueda serena, paciente y mancomunada de la verdad, el lugar de la ciencia y de la filosofía.
Newman dice muchas cosas más sobre la universidad. Destaquemos dos. El lugar de la ciencia es ineludible en la universidad. No existe en Newman absolutamente nada de la repulsión a la ciencia que se ha vuelto tan corriente en el medio católico universitario. Pero también la universidad es el lugar de la literatura, donde importan las palabras, es decir, la forma cómo se dicen las cosas, no solamente la cosa que se dice. La ciencia positiva está al abrigo de cualquier consideración subjetiva, las verdades de la matemática o de la naturaleza (y podríamos agregar hoy, con algunos matices, las verdades de la sociedad y del individuo) valen para todos, cualesquiera sean sus convicciones o intereses, son verdades que existen por lo menos hasta cierto punto con independencia de quien conoce. No existe una ciencia católica ni nada que se le parezca. La literatura es algo diferente, pero tampoco es el dominio de la arbitrariedad, porque reposa en la tradición de una comunidad de hablantes, en la manera cómo se han dicho las cosas antes. La literatura existe como literatura inglesa y la pretensión de ignorar a Shakespeare porque era protestante (decía el Newman ya católico) o, como diríamos hoy en día, porque era colonialista, es vana y superflua.
Newman escribió cuando las ciencias se enseñoreaban en las universidades y despreciaban no solamente a la literatura, sino que correteaban a la teología y, por esta razón, insistirá en que la verdad revelada forma parte también de la verdad. “Yo soy el camino, la verdad y la vida” dice el Señor. Esa verdad contenida en la religión forma parte del conocimiento de lo humano susceptible de investigación escrupulosa y comprensión cabal. La verdad consiste en captar la realidad en todas sus determinaciones y exige la variedad disciplinaria y la apertura epistemológica. Precisamente por esto, el núcleo de la experiencia universitaria es lo que hoy llamamos interdisciplina, el contacto con la multiplicidad de los saberes. “Así concibo la universidad”, dice Newman con su sencillez y moderación habitual: “la unión de hombres sabios y letrados, cada uno apasionado por su disciplina, reunidos en un trato familiar, en busca de una armonía intelectual, intentando conciliar las afirmaciones de sus respectivas áreas de saber y buscando estrechar las relaciones de sus investigaciones particulares”.
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