La publicación de Mater Populi fidelis, Nota doctrinal del Dicasterio para la Doctrina de la Fe sobre algunos títulos marianos referidos a la cooperación de María en la obra de la salvación (4 de noviembre de 2025), representa un momento de particular importancia para la vida de la Iglesia.
La publicación de Mater Populi fidelis, Nota doctrinal del Dicasterio para la Doctrina de la Fe sobre algunos títulos marianos referidos a la cooperación de María en la obra de la salvación (4 de noviembre de 2025), representa un momento de particular importancia para la vida de la Iglesia. Se trata de un documento que, tras varias décadas de estudio y consultas, busca preservar el equilibrio esencial entre la única mediación de Cristo y la cooperación de María en la salvación. Su relevancia no es menor, ya que en esta Nota la Iglesia ofrece una clarificación amorosa, pero necesaria.
Ahora bien, no es poco habitual que documentos de esta naturaleza, por su fineza terminológica y su tratamiento de temas sensibles, requieran una cierta mediación que facilite su recepción eclesial. Especialmente urgente es abordar aquellos puntos donde la Nota establece límites que podrían sorprender a algunos fieles, por ejemplo, respecto del uso del título “corredentora”, las dificultades del título “mediadora de todas las gracias” y ciertas representaciones que, inadvertidamente, se usan más o menos frecuentemente en ámbito pastoral, pero que, en definitiva, pueden oscurecer la centralidad de Cristo para la economía de la salvación. Estas clarificaciones, lejos de atacar la devoción mariana, buscan refinarla y orientarla hacia su auténtico fin, que es conducirnos a Cristo.
En este breve texto quisiera ofrecer insumos para una recepción fructífera de la Nota, poniendo el foco precisamente en sus aspectos más críticos y en las preguntas pastorales que podría suscitar. Comenzaré mostrando el valor y la necesidad del documento, luego explicaré los principales “nudos” doctrinales que la Nota desata con delicadeza y contundencia. A continuación, abordaré algunas preguntas prácticas sobre su aplicación pastoral y, finalmente, destacaré cómo esta Nota se inscribe en la tradición viva de la Iglesia. Mi objetivo es simple: ayudar a que este documento, fruto de una profunda reflexión eclesial, ilumine y fortalezca la auténtica devoción mariana, aquella que conduce, como María misma nos pide, a hacer “lo que Él nos diga” (Jn 2,5).
Un documento necesario
¿Puede la devoción mariana oscurecer el camino a Cristo en lugar de conducirnos a Él? ¿Es posible que el amor a la Madre de Jesús termine, paradójicamente, traicionando aquello que ella misma nos pide: hacer “lo que Él [n]os diga” (Jn 2,5)? Estas preguntas, que pudieran parecer incómodas para algunas personas, están en el corazón de la Nota doctrinal sobre algunos títulos marianos referidos a la cooperación de María en la obra de la salvación.
Esta Nota, titulada Mater Populi fidelis (“Madre del pueblo fiel”, aunque también podría traducirse como “Madre fiel del pueblo”), no busca ser una corrección severa ni un manual de prohibiciones que busca suprimir una de las devociones más esenciales del pueblo católico. Se trata, más bien, de una clarificación amorosa y necesaria, fruto de “treinta años” de estudio en “Congresos, Asambleas ordinarias” y de atención cuidadosa a “numerosas consultas y propuestas” llegadas a la Santa Sede (cf. Presentación). Su tono es pastoral, su método es riguroso y su objetivo claro: preservar “el equilibrio necesario que, dentro de los misterios cristianos, debe establecerse entre la única mediación de Cristo y la cooperación de María en la obra de la salvación” (n. 3).
Lo que hace especialmente valioso este documento es su fineza terminológica e histórica. No se trata de reflexiones descontextualizadas, ni de innovaciones doctrinales, ni de rupturas con la milenaria tradición de ideas marianas. Al contrario, la Nota se sostiene sobre un “amplio desarrollo bíblico” acompañado por “textos de los Padres y Doctores de la Iglesia y de los últimos Pontífices” (cf. Presentación). Así, la Nota teje una argumentación que muestra cómo “la auténtica devoción mariana no aparece solamente en la rica Tradición de la Iglesia sino ya en las Sagradas Escrituras” (cf. Presentación). En este sentido, es muy valioso que lo que es conocimiento común en las facultades de teología pase, ahora, a todo el pueblo fiel y, sobre todo, a su pastoral, mediante una Nota del Dicasterio para la Doctrina de la Fe.
Ciertamente, aunque la Nota trata sobre María, su valor es eminentemente cristológico. Como advierte desde su introducción, el “principal problema, en la interpretación de estos títulos aplicados a la Virgen María, es cómo se entiende la asociación de María en la obra redentora de Cristo” (n. 3). No se honra a María colocándola en un lugar que no le corresponde; se le honra, precisamente, reconociendo que “ella, como ‘esclava del Señor’ (Lc 1,38), nos señala a Cristo y nos pide hacer ‘lo que Él [n]os diga’ (Jn 2,5)” (n. 22). La grandeza de María no está en ser una alternativa a Cristo, sino en ser su primera y más perfecta discípula.
Los nudos que había que desatar
La Nota no elude las tensiones y es en ellas en las que quisiera centrar mi atención. De manera transparente, las nombra con claridad y ofrece orientaciones precisas sobre varios títulos marianos que han generado confusión o que, en palabras del Cardenal Ratzinger citado en el texto, se han alejado “demasiado del lenguaje de las Escrituras y de la patrística y, por tanto, provocan malentendidos” (n. 19).
El título de “Corredentora” recibe un tratamiento particularmente firme. El documento concluye que “es siempre inoportuno el uso del título de Corredentora” (n. 22). Y esto no porque se niegue la cooperación real de María en la obra salvífica, sino porque este título “corre el riesgo de oscurecer la única mediación salvífica de Cristo” (n. 22). El Papa Francisco lo dijo, ciertamente en la tradición de 1 Tim 2,5: “No. El Redentor es uno solo y este título no se duplica” (n. 21). La redención fue perfecta en Cristo y “no necesita añadido alguno” (n. 21). María coopera, sí, pero desde una posición radicalmente subordinada y receptiva: ella misma es la primera redimida por Cristo, la primera transformada por el Espíritu Santo (n. 14).
El título de “Mediadora de todas las gracias” presenta dificultades semejantes. Así, la Nota señala que tiene “límites que no facilitan la correcta comprensión del lugar único de María” (n. 67), porque “ella, la primera redimida, no puede haber sido mediadora de la gracia recibida por ella misma” (n. 67). Esto no es un detalle menor: manifiesta que también María “no ha merecido su justificación por alguna acción suya precedente” (n. 67). Su propia santidad es don gratuito de la Trinidad, “en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano” (n. 47).
Otro punto de tensión es la advertencia contra ciertos imaginarios populares que presentan a María como si tuviera “un depósito de gracia separado de Dios” (n. 45) o como “una distribuidora de bienes o energías espirituales en desconexión con nuestra relación personal con Jesucristo” (n. 68). Sobre esto, la Nota es muy clara: “ninguna persona humana, ni siquiera los apóstoles o la Santísima Virgen, puede actuar como dispensadora universal de la gracia” (n. 53). Sólo Dios puede infundir la gracia santificante, porque implica su “entrañamiento” (n. 50) en lo más íntimo del ser humano, algo que únicamente la Trinidad puede realizar.
La Nota también advierte contra descripciones neoplatónicas que imaginan “una especie de derramamiento de la gracia por etapas, como si la gracia de Dios fuese descendiendo a través de distintos intermediarios —como María— mientras su fuente última (Dios) quedase desconectada de nuestro corazón” (n. 55). Esta visión, aunque pueda parecer piadosa, “afecta negativamente la adecuada comprensión del encuentro íntimo, directo e inmediato que la gracia realiza entre el Señor y el corazón del creyente” (n. 55).
Finalmente, la Nota advierte acerca de expresiones que presenten a María como “una especie de ‘pararrayos’ ante la justicia del Señor, como si María fuese una alternativa necesaria ante la insuficiente misericordia de Dios” (n. 37b). Esta imagen, común en ciertas devociones, contradice la revelación bíblica de un Dios cuya misericordia es inagotable y que no necesita ser convencido por María para amarnos. Este es uno de los puntos más esenciales, y que, a veces, hallamos en la pastoral: un Padre severo, que no ahorra la justicia en un sentido que tiende al castigo, este se contrapone a María, una madre amable y cómplice, que, cuando Dios cierra la puerta, abre una ventana por la que invita a sus hijos a entrar trepando el rosario.
Preguntas prácticas (y pistas para responderlas)
Estas clarificaciones doctrinales, por necesarias que sean, plantean interrogantes pastorales concretos que no se pueden eludir. Quisiera proponer ahora algunas de estas preguntas y ofrecer algunas pistas para la reflexión personal o el diálogo comunitario.
¿Cómo aplicar esto a devociones y oraciones tradicionales ya establecidas? La clave está en el discernimiento. No se trata de eliminar devociones legítimas, sino de pensar críticamente acerca de algunas expresiones que usamos en la pastoral y que puedan generar confusión. La misma Nota nos recuerda que “la expresión ‘gracias’, referida a la materna ayuda de María en distintos momentos de la vida, puede tener un sentido aceptable” (n. 68) cuando se entiende como “auxilios, aun materiales, que el Señor puede regalarnos escuchando la intercesión de la Madre” (n. 68). Las oraciones tradicionales que invocan la intercesión maternal de María, que celebran su cooperación subordinada en la obra de Cristo, o que reconocen su papel colaborador ayudándonos a abrir el corazón a la gracia, conservan todo su valor. Lo que debe revisarse son aquellas formulaciones que, inadvertidamente, colocan a María en el lugar que corresponde únicamente a Cristo. Es esencial reflexionar y dialogar con espíritu abierto con nuestra comunidad.
¿Cómo enseñar sobre estos límites en la pastoral sin desalentar la devoción mariana? Aquí la Nota ofrece un camino muy fructífero, enraizado en la tradición y en el vocabulario pastoral: presentar a María como “la primera discípula, la que ha aprendido mejor las cosas de Jesús” (n. 73). El Papa Francisco insistía en que María “es más discípula que madre” (n. 73). Esta perspectiva no empequeñece a María; al contrario, la sitúa en su auténtica grandeza, incluso desde una perspectiva de género. Como dice san Agustín, también citado en la Nota: “más es para María ser discípula de Cristo que haber sido madre de Cristo” (n. 73). La catequesis debe mostrar que amar a María significa, precisamente, aprender de ella a seguir a Cristo con una voluntad total volcada a Él, con el “hágase” (Lc 1,38) que abre las puertas de la redención.
El documento nos recuerda que “la piedad del Pueblo fiel de Dios que encuentra en María refugio, fortaleza, ternura y esperanza, no se contempla para corregirla sino, sobre todo, para valorarla, admirarla y alentarla” (cf. Presentación). La tarea pastoral no es apagar el fuego de la devoción mariana, sino orientarlo para que conduzca más plenamente a Cristo. Como enseña el Concilio Vaticano II, el culto dado a María debe ser “orientado al centro cristológico de la fe cristiana, de modo que ‘mientras es honrada la Madre, el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado’” (n. 37b).
¿Cómo manejar las reacciones de grupos que han promovido estos títulos o devociones? Con paciencia, claridad y caridad. La Nota reconoce la buena intención de muchos fieles que han promovido estos títulos, a la vez que sostiene que “cuando una expresión requiere muchas y constantes explicaciones, para evitar que se desvíe de un significado correcto, no presta un servicio a la fe del Pueblo de Dios y se vuelve inconveniente” (n. 22). La unidad de la Iglesia no se construye sobre el silencio ante confusiones doctrinales, pero tampoco sobre la imposición autoritaria, que lesione la fe que busca comprensión. Se construye sobre el diálogo que, con inteligencia, respeto y firmeza, muestra que “todo lo anteriormente dicho no ofende ni humilla a María, porque todo su ser está referido a su Señor” (n. 66). Una mirada dirigida a María que nos distraiga de Cristo “quedaría fuera de la dinámica propia de una fe auténticamente mariana” (n. 66), por lo que su corrección es urgente.
Conclusión. La tradición que nos sostiene
A mi juicio, lo más valioso de esta Nota es su profunda inserción en la tradición viva de la Iglesia. No inventa, no rompe, no innova caprichosamente. Recuerda. Y al recordar, ilumina.
Recuerda que María es “typos (modelo) de la Iglesia y del nuevo nacimiento que ha de acaecer en ella” (n. 36), pero que su grandeza está precisamente en señalar más allá de sí misma, hacia su Hijo. Recuerda que “la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente” (n. 28), pero que esta participación es siempre “subordinada”, “derivada” (n. 53) y radicalmente receptiva. Recuerda, sobre todo, la verdad bíblica incontestable: “Dios es uno y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos” (1 Tm 2,5-6, citado en n. 24). Esta sentencia no es negociable. No admite añadidos ni correcciones. Y precisamente por eso, honra a María en su verdadera dignidad: no como una diosa menor ni como una segunda mediadora, sino como la primera de los redimidos, la que más perfectamente acogió la gracia transformadora de Cristo.
Hay algo más que conviene subrayar. El lenguaje en que se expresa la fe es el lenguaje humano. Esto lo hace susceptible al cambio, a la confusión y, por tanto, a la necesidad de repensar cómo decimos las cosas. Lejos de ser una debilidad, esto muestra la confianza radical de Dios: no solamente se hace ser humano, sino que elige las palabras humanas para quedarse entre nosotros. La Encarnación no termina en Belén; se prolonga en cada generación que busca, con el lenguaje de su tiempo, proclamar el único Evangelio. Por eso esta Nota debe leerse con sentido histórico. Su tono no dogmático es una indicación de que es un capítulo más en la edificación de un cuerpo doctrinal y de un modelo de expresión acerca del rol de María para el pueblo fiel. No es punto final, sino que se plantea como un nuevo interlocutor en una historia que continúa. Es señal de un pueblo que camina y que va buscando cómo decir cada vez mejor aquello en lo que cree. La Tradición no es museo, algo terminado, sino que es como un organismo vivo.
La Nota cierra con una imagen hermosa, tomada de la Conferencia de Aparecida: el peregrino que llega al santuario mariano. “La decisión de partir hacia el santuario ya es una confesión de fe, el caminar es un verdadero canto de esperanza, y la llegada es un encuentro de amor. La mirada del peregrino se deposita sobre una imagen que simboliza la ternura y la cercanía de Dios. El amor se detiene, contempla el misterio, lo disfruta en silencio” (n. 80).
Que nuestra devoción mariana sea siempre así: un camino de esperanza que nos conduce al encuentro con Cristo. Que, al contemplar a María, veamos en ella el rostro de la misericordia del Padre, la eficacia redentora del Hijo, la acción santificadora del Espíritu. Y que nunca olvidemos que ella misma, la Madre del Pueblo fiel, no desea otra gloria que la de su Señor: “Proclama mi alma la grandeza del Señor” (Lc 1,46).
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