Un auténtica educación debe permitir que al sujeto y a la sociedad crecer y realizarse como comunidad de hombres, que procuran vivir su existencia cada vez con mayor humanidad

En un ensayo reciente sobre educación, publicado en el Oxford Handbook of Philosophy of Education, Martha Nussbaum lanza un afligido llamado contra lo que a su juicio es el inminente final de la educación liberal y los estudios humanistas en general. Semejante término sería producto de la lógica de la utilidad, ya prevaleciente en los sistemas escolares y universitarios de todo el mundo, y la preferencia otorgada a los sectores tecnológicos y científico-prescriptivos, considerados “la clave del éxito económico y financiero de una nación”, con respecto a las disciplinas especulativas, filosóficas y literarias, relegadas a ámbitos marginales y consideradas residuales. A esto se agregaría, en la vertiente pedagógica, el vaciamiento de las grandes visiones educativas, sustituidas por metodologías didácticas aparentemente neutrales y por técnicas de aprendizaje y de enseñanza aceptadas de manera acrítica y puestas en práctica ingenuamente. Así, con amargura, Nussbaum se percata, después de un encuentro con el personal docente de la LabSchool de Chicago, que Dewey es prácticamente un desconocido y Tagore es sólo un vago recuerdo para los responsables de las escuelas de la India [1].

El aporte de esta erudita estadounidense —que merecería analizarse en las soluciones proyectadas— es estimulante y enfoca debidamente la situación de la instrucción y la educación en nuestro siglo. Hoy asistimos, en todas partes del mundo, a un replanteamiento de la instrucción y la educación. En muchos países, no sólo occidentales, se han puesto en marcha procesos de reforma, que están modificando el rostro de la escuela, a veces sobre la base de principios válidos, como ocurre en los países de la ex Europa Oriental. Sin embargo, a menudo esos proyectos están apoyados por una visión aséptica de la educación, concebida, paradójicamente, como variante neutral de un sistema orientado a la formación y a la preparación profesional, a la reducción de los costos sociales de adiestramiento, a la adquisición de competencias más que conocimientos, y a la reducción de estos últimos puramente a información y nociones.

Podría decirse que la educación se encuentra, después de casi 70 años, en la misma encrucijada que Jacques Maritain indicara en 1943, en Education at the Crossroads [2]: o la integración del individuo en la vida social, con la adquisición de las competencias necesarias para su rol en la sociedad, o la consideración del hombre en su carácter integral y el desarrollo de sus facultades, en todas las dimensiones que lo constituyen. Son visiones diferentes, que corresponden a distintas concepciones del hombre: en la primera es visualizado como individuo que surge de la evolución natural y social; en la segunda es considerado como “persona que se posee mediante la inteligencia y la libertad”.

La educación reducida a “training”

Sin embargo, la situación contemporánea es distinta a la que podía percibir el filósofo francés, ya consciente de la tragedia de los totalitarismos y del peso negativo de las ideologías. Mientras el hombre del siglo XX vivió en estrecho contacto con las ideologías, y después de advertir su fascinación experimentó su violencia, el hombre del tercer milenio ha querido separarse netamente no sólo de las doctrinas y los sistemas —que sin poner jamás en discusión sus supuestos, se afirmaban contra toda evidencia, prefiriendo reducir la realidad a la teoría en vez de modificar a esta última en función de la primera—, sino también de toda visión que tuviese indicios de la totalidad y la plenitud, prefiriendo vivir del detalle, de lo fragmentario, de lo propio individual, con temor a caer nuevamente en los errores del pasado.

De este modo se dio muerte definitivamente al ideal de toda educación, que es crear un “hombre nuevo”, y ésta se redujo a training, a formación cada vez más especializada y sectorial, a preparación tecnológica para tareas sociales que proporcionarán el ingreso necesario para vivir y tal vez para formar una familia.

Por este motivo son cada vez más escasos quienes apoyan una escuela en condiciones de educar e instruir, un lugar de cultura y juicio crítico, mientras cada día aumentan los que piensan que la escuela debe limitarse a adiestrar y formar profesionalmente, centrándose en saberes prescriptivos y funcionales, abriendo así un surco cada vez más profundo entre “una educación que cultiva al ser humano y su humanidad”, para usar una expresión también de Nussbaum, y una educación “que produce generaciones de máquinas útiles” [3].

La reducción de la educación a mero aprendizaje de adiestramiento, apoyada también por una gestión tecnocrática de la escuela y de las entidades establecidas para la formación de los jóvenes, y la pérdida dentro de la misma de toda referencia a una visión antropológica declarada y compartida no son, en todo caso, fenómenos casuales ni mucho menos inevitables y necesarios. Son más bien consecuencias de cambios y —por así decir— de “temores” que la cultura y la historia del siglo XX ha impreso en la conciencia de los hombres, marcando profundamente y a veces de manera inconsciente su estructura de fondo. Dos de estas causas merecen consideración: la forma de la racionalidad y la ideología.

Racionalidad reductivamente “técnico-científica”

En cuanto a la primera, que abre un tema de absoluta importancia, en la vertiente filosófica y científica, así como en la religiosa —y a la cual la Iglesia Católica está prestando considerable atención—, nos limitaremos a algunas observaciones en relación con el problema educativo.

Partamos del juicio, ampliamente difundido, sobre la forma técnicocientífica de la racionalidad moderna. Sin negar el indudable y fundamental valor de la ciencia y de la técnica, dicha forma representa una reducción del valor verdadero del conocimiento a un paradigma exclusivo, el paradigma físico-matemático y en cierta medida lógico-deductivo. Semejante forma encuentra sus supuestos en la objetivación del mundo y en la reconducción de aquello que de éste podemos saber a su mensurabilidad. Lo que es válido para algunas ciencias se adopta como criterio único de validez de conocimiento, relegándose todo cuanto cae fuera del mismo al ámbito de la opinión individual, del sentimiento y de las emociones. La esencia del cálculo es “devoradora” —escribía Heidegger—, si bien la aparente productividad del pensamiento calculador parece esconderla [4]. Karl Otto Apel, retomando a Jürgen Habermas, analiza el concepto de “racionalidad estratégica”, entendida como organización racional —o sea, lógica y justificada— de objetos, materiales y conceptuales, en vista de un fin por alcanzar en sectores específicos y delimitados de la vida, imputándole la fragmentación y la particularización del conocimiento [5]. En la reflexión de MacIntyre sobre las universidades estadounidenses, los reflejos de ese planteamiento se visualizan en la estructura misma de los sistemas formativos, en su forma piramidal y sectorial, en la pérdida total de relación entre las acciones y entre éstas y las ideas, o sea, en la pérdida del sentido del propio proceder y, más en general, de la existencia [6]. Se ha observado oportunamente que esta forma de proceder ha conducido al alejamiento del objeto del conocimiento —la verdad— hasta volver irrelevante la pregunta sobre lo que es ésta y cómo es posible conocerla, operando de este modo un ajuste de cuentas, más allá de las intenciones, con aspectos del irracionalismo y del conformismo de las sociedades de masa modernas [7]. Ahora bien, así como en algunos ámbitos —por ejemplo, de la comunicación— esa forma de racionalidad no puede aplicarse, sino que debe ser transformada —ya que no es un fin estratégico determinado por quienes rigen los destinos políticos y económicos de un determinado contexto, al cual apunta la razón, aun cuando sea el proceder comunicativo, el entendimiento entre los sujetos implicados en la relación, o sea, el comprenderse mediante el lenguaje y el comprender el munus que se tiene en común—, en el ámbito de la educación es preciso encontrar una forma de racionalidad que respete la naturaleza propia de la acción educativa y no limite su alcance dentro de esquemas y categorías ajenas. Se podría decir en síntesis que la forma de la racionalidad educativa se basa en una relación asimétrica que apunta al crecimiento de quienes participan en ella, mediante la expresión y el desarrollo del conocimiento, adquirido argumentativamente, y de la adhesión personal al mundo. Volveremos más adelante a este punto.

Ideología, adoctrinamiento y “Progressive Education”

Pasemos ahora al tema de la ideología. El uso instrumental de la educación en los regímenes totalitarios del siglo XX es algo demasiado conocido como para tener que hablar: desde la formación del perfecto fascista, mediante “libro y mosquete”, hasta la idea bolchevique de la escuela como “arma ideológica de la revolución”, desde la mística nazista hasta los cambios de reeducación camboyanos, generaciones completas de hombres y mujeres, en sus años de la infancia y la adolescencia, fueron sometidas a formas de adoctrinamiento, que marcaron indeleblemente su manera de pensar y su carácter. Mientras eso llevó a poner en discusión y refutar ideas pedagógicas que se consideraban los supuestos de dichos sistemas —por ejemplo, en Italia, la oposición, en la segunda posguerra, a la idea “educativa” de escuela, proveniente de Gentile, y la consiguiente separación entre “instrucción” y “educación”—, también hay aspectos de estas experiencias anteriores que merecen ser considerados, sobre todo por la forma en que todavía se manifiestan en la actualidad. Así ocurre, por ejemplo, con la relación entre la Progressive Education estadounidense y el Great Experiment de la escuela revolucionaria soviética, como lo definía John Dewey, ya que la pedagogía de izquierda se inspirará principalmente en él —y no en las doctrinas totalitarias comunistas— para promover las reformas de la escuela y de la instrucción.

Ahora bien, durante un viaje a la URSS, en 1928 [8], el gran teórico de la pedagogía estadounidense logró constatar que esa transformación del ser humano, de su mentalidad y de sus comportamientos, auspiciada por sus doctrinas, encontraba su realización en las escuelas de este país, donde “están totalmente encarnadas nuestras ideas declaradamente progresistas y democráticas, y de las cuales, si queremos, podemos aprender mucho más que de los sistemas de cualquier otro país”. Si “todo lo que siempre he creído a partir de bases teóricas” —escribirá Dewey en sus impresiones sobre la URSS— se confirmó en “lo que he visto en las escuelas rusas”, eso se debió a dos motivos principales: la estrecha conexión entre la organización escolar y la “vida”, es decir, el contexto social y económico, y la oposición de la escuela a la familia y a los contextos tradicionales de pertenencia, considerados fuente de comportamientos “egoístas y antisociales”. Estos motivos encontraron buena acogida —si bien no me parece que por vía directa— también en otro gran inspirador de la pedagogía moderna como es Antonio Gramsci [9], el cual identificaba en la escuela el principal instrumento de superación de la cultura popular, radicada en las familias y en las comunidades tradicionales, hacia una nueva visión del hombre y de la sociedad, basada en la ciencia y en la cultura, de carácter universal o hegemónico.

Educación y control social

Con todo, más aún que estos motivos ciertamente fundamentales, para Dewey las razones de la estimación del experimento humano soviético —que, como confesaba él cínicamente, era preferible que se hiciese en Rusia más bien que en Estados Unidos, dados los riesgos que se podían correr— residían en la idea de “control social”, principio fundamental de su pedagogía, que definía sus objetivos y sus métodos.

Como escribe en una de sus obras principales (My Pedagogic Creed, de 1897), su interés por este tipo de “control” surge de considerar que puede llegar a ser “un método que realizará prácticamente para la sociedad humana lo que la ciencia física ha hecho para el control de la naturaleza o de la materia” [10]. Así como los objetos físicos pueden someterse al control de quienes conocen las leyes de la física, del mismo modo los seres humanos, una vez conocidas las leyes de las dinámicas de la sociedad, pueden ser regulados de tal manera que se salvaguarden la sociedad y su bienestar. El supuesto evidente de este tipo de “creencia” es que el ser humano no sólo es parte, sino una parte de la sociedad, y de tal modo debe concebirse y proceder en las relaciones con los demás, con las instituciones e incluso consigo mismo. Ciertamente, Dewey no auspiciaba una forma de control violento y autoritario; para él, el único control aceptable era de tipo democrático, siendo la democracia el único horizonte político en el cual es posible situar legítimamente la vida y el proceder del hombre. Y ese horizonte exigía que las normas se basaran en el respeto por la diversidad, en la relativización de las opiniones, en el pluralismo y en la distribución de los poderes. Sin embargo, eso se visualizaba como el horizonte final en el cual situar —al menos en su dimensión pública— la existencia humana, con un cambio radical de carácter antropológico —ya que se negaba al hombre una subjetividad última, siendo un elemento y un producto de la configuración social— y educativo: la pedagogía, de ser un arte que brota de la conciencia de la experiencia humana y procura indicar los pasos de un desarrollo humano pleno, se convierte en “ciencia de la educación”, una especie de algoritmo benthamiano para producir beneficios y evitar sufrimientos a toda la sociedad.

En sus versiones totalitarias o en las más liberales y democráticas, la pedagogía del siglo pasado llegó a sancionar, en parte experimentándolo, pero en parte promoviéndolo, el gran olvido de nuestra época: el olvido del sujeto, o sea, del yo humano, dejado de lado, teórica y prácticamente, hasta quedar fuera del juego, como elemento irrelevante y no decisivo. Y este aspecto tiene relación con todos los hombres, no sólo quienes están en la edad del crecimiento y el desarrollo: tiene relación con el niño y el adolescente y también con el maestro que debe educarlo, con el padre y la madre que lo han generado y quieren ayudarlo a llegar a ser él mismo, y que no pueden olvidar quiénes son ellos, si realmente quieren llevar a cabo esta obra, una de las más grandes que un hombre pueda realizar.

El yo como interlocutor de la educación

Por ese motivo, para hablar de educación, es preciso ante todo hablar de persona [11]. La educación comienza cuando se reconoce el yo como subjetividad más allá de la realidad social e histórica. En la tradición cristiana y también liberal el carácter predominante de la educación no está dado por un determinado proyecto en relación con el hombre, por bueno que sea, sino por el reconocimiento del derecho y de la potencialidad de cada uno de realizarse a sí mismo en la relación con la vida real y en el desarrollo de las propias facultades y dotes. El ser indeterminado del ser humano con respecto a la determinación social es el descarte necesario, inicial y continuo para que la educación no se reduzca a un proceso de manipulación de la conciencia y de la conducta del hombre. La doctrina del “maestro interior” desde Agustín hasta Tomás, ha destacado, en distintas versiones, esta condición fundamental de la educación, por lo cual ésta no es un traspaso de conocimientos y costumbres de una conciencia a otra, sino un descubrimiento y una relación personal con la verdad y la realidad, en la acción propia y personal que marca cada rostro humano. Ir más allá del yo supera incluso los límites de la causalidad biológica y abre las puertas a esa insondabilidad última por la cual cada ser es misterio, no para velar un carácter enigmático equívoco, sino para la apertura a un más allá, que lo constituye, a Otro, que puede delinear su rostro. La experiencia de preguntas y exigencias que se encuentran en la naturaleza de cada ser humano (sentido religioso) constituye de este modo el interlocutor de la acción educativa [12] y al mismo tiempo el límite no traspasable contra cualquier abuso o violencia que un hombre pueda cometer contra un semejante.

Y eso se lleva a cabo en la esfera cognoscitiva y en la afectiva, tal vez con un predominio de la primera sobre la segunda, es decir, en la capacidad que el ser humano tiene de pensar con su propia cabeza y de formarse una “buena” cabeza para pensar.

El carácter irrepetible de la identidad personal

Entre todos los ejemplos que se podrían dar al respecto, señalo aquí uno, con el cual estoy familiarizado dados mis estudios. Se trata de la polémica de Tomás de Aquino contra Averroes y los averroístas, debida a esa interpretación árabe-latina del pensamiento de Aristóteles, que en Occidente —inicialmente en París y luego en Padua y otras ciudades— se había convertido en una corriente filosófica de notable consistencia. Ahora bien, contra la doctrina del intelecto separado y único, Tomás repite que “hic homo intelligit” y que es preciso salvaguardar la naturaleza pensante de cada ser humano en particular, correlato fundamental de ese principium intrinsecum scientiae sobre el cual había tratado en De magistro. Si existiera una sola inteligencia para toda la especie humana —dice Tomás refutando la doctrina de Averroes—, si existiera un pensamiento único y soberano, “uno solo, por consiguiente, sería el sujeto que desea y uno solo el que, con su talento, hace todo aquello por lo cual un individuo es distinto a otro. De eso se desprende, además, que ya no debería existir ninguna diferencia entre los hombres en cuanto a la libertad elegida por el querer; pero habría una misma voluntad en todos, si en todos los individuos humanos hubiese un solo intelecto idéntico, que domina sobre todas las demás facultades y a todas dirige, lo cual es manifiestamente falso y absurdo puesto que repugna a la evidencia y destruye enteramente la filosofía moral y lo que se exige a la convivencia social” [13].

Esta refutación ante litteram del pensamiento único es ciertamente un testimonio del sentido del hombre que la cultura occidental nos ha legado y que encontrará numerosos ejemplos en el curso de los años. Uno de esos ejemplos es ciertamente ofrecido por John Henry Newman, que en la formación intelectual de los jóvenes —tal que cada intelecto pueda disciplinarse por sí mismo para que conozca la verdad y adquiera su más elevada cultura [14]— había visto el punto de apoyo de la auténtica educación liberal.

Educar para la realidad en la tradición

En todo caso, poner de manifiesto al sujeto significa, para llevar a cabo la parábola educativa completa, considerar el fin último de la educación. ¿Para qué se educa? Una vez descartado que el fin sea la sociedad, y con mayor razón la familia, la escuela, y el docente, la administración o el partido político, ¿qué queda? Precisamente lo que queda, este aparente, pero fundamental resto, puede asumirse como fin último de la educación. En términos generales, puede llamarse “realidad”. Padre y madre, maestros y docentes, incluso la sociedad misma, son medios para llegar, a través del camino educativo, a conocer y prestar adhesión a la realidad, tanto aquella que nos rodea y en la cual vivimos como la que nosotros mismos representamos. Conocer y tener conciencia del mundo, estableciendo con el mismo una relación positiva y constructiva son dimensiones esenciales de la educación. Luigi Giussani, que al respecto emplea la expresión “introducción a la realidad total”, observa, en un texto suyo sobre la educación, que no se puede afirmar la realidad sin conocer su sentido y que, por ese motivo, una verdadera educación está dirigida a la conciencia del sentido de la vida, de las cosas, de las relaciones, de los demás.

Un aspecto fundamental del método educativo está dado por la tradición y por su función tanto cultural como existencial.

La relación con la tradición es una articulación esencial de todo discurso sobre la educación, independientemente de la forma en que se entienda y lleve a cabo dicha relación.
Esquemáticamente, se pueden identificar tres modelos, que podríamos definir como el modelo de la continuidad, el modelo de la ruptura y el modelo del uso crítico y heurístico de la tradición.

El primer modelo, típico de sociedades estables y homogéneas, apunta a la conservación y perpetuación de un patrimonio de conocimientos y valores adquiridos e indiscutibles, y a algunas de sus aplicaciones contingentes. Dicho patrimonio es fuente de seguridad e identidad, y tiene un valor indudable en el ámbito del conocimiento, el cual se construye, en sus expresiones y articulaciones, en el tiempo y con el concurso de muchos, a lo largo de cadenas de derivación y de influencia que determinan su sentido, así como la inteligibilidad y la interpretación. Si se omite esta dimensión histórica, resultaría difícil la comprensión de las teorías, del perfilamiento de las concepciones del hombre y de la vida, de los descubrimientos científicos y técnicos, del lenguaje mismo y del significado de las palabras. De acuerdo con este modelo, la educación se visualiza esencialmente como transmisión de una tradición con el fin de llevar a las nuevas generaciones a formar parte de la misma, asimilando sus valores y sus paradigmas conceptuales, así como los usos y costumbres.

Se puede ver una posible y fácil degeneración de este modelo en el tradicionalismo, que consiste en anular el presente en beneficio de un pasado que se desea hacer durar y de un statu quo que no se quiere modificar, sino de hecho reforzar. El carácter repetitivo, a veces mecánico, de valores y comportamientos, y la impermeabilidad a instancias y situaciones actuales pueden ser rasgos ulteriores de una forma negativa de este modelo.

Relación dinámica con la tradición

El segundo modelo es típico de las épocas de crisis y opone el presente —o mejor aún el futuro— al pasado, considerado como obstáculo y causa del malestar individual y social. La fuerte carga utópica que acompaña dicha actitud destaca ulteriormente el desplazamiento del centro de gravedad —cognoscitivo, ético y existencial— de lo “ya sido” a lo “no aún”, claramente diferenciados y separados. Se pueden encontrar ejemplos en este sentido, en el siglo pasado, tanto en la vertiente filosófica —como búsqueda de un nuevo comienzo ante el final de parábolas seculares tanto en el ámbito ontológico o metafísico como en el ámbito gnoseológico— como en la vertiente político-social —las generaciones del 68, que determinaron la historia de las últimas décadas más de lo que se puede imaginar, surgieron en clara oposición con el pasado y en gran parte proliferaron sobre su negación— como en la vertiente educativa —toda pedagogía progresista, desde el pragmatismo deweyano hasta las actuales teorías cognitivas, siempre ha mostrado una fuerte aversión hacia lo que se consideraba established.

En este caso también puede existir fácilmente una degeneración de la instancia innovadora, traducida en veleitarismo, voluntarismo, o en ideologías que desembocan en la violencia. Además, paradojalmente, precisamente en el rechazo de la tradición se encuentra la causa remota de un “pasado que no quiere pasar” y que siempre se vuelve a asomar en la escena del presente, como piedra obstructora. Una posible y difundida versión de la educación, de acuerdo con este modelo, es su concepción procesal, como conjunto de prácticas “con miras a” un fin —para citar una famosa expresión de Dewey— que progresivamente se aleja y siempre deja abierta la búsqueda y la experiencia.

Otra versión de rechazo de la tradición es su “musealización”. Ésta consiste en la conservación y exhibición del pasado como algo que ya no pertenece al presente: un pasado que es preciso mantener como realidad irrepetible e imposible de proponer, como palabra muerta en el tiempo, como visión del mundo descartada y perteneciente a una época que ya no se repetirá. El objeto del museo es aquello que ha sido y no puede seguir siendo. Es preciso preguntarse en qué medida esta obra de musealización es más fuerte y deletérea que la destrucción misma del pasado. Una forma de musealización, en nuestros tiempos, ha sido realizada por el medio televisivo. En una breve, pero intensa filmación sobre la televisión, titulada La homologación, Pier Paolo Pasolini vio en el medio televisivo y en su lenguaje la actuación más sutil del conformismo, que se inicia a partir de las palabras que definen la realidad como estática, carente de verdad y de vida, como palabras que confirman “algo que ha sido”, pero que no puede ser y suceder. La televisión es una forma de musealización que esteriliza la tradición y la vuelve inactual, la despoja de poder, hasta anularla. El tercer modelo se basa en una relación dinámica con la tradición, la cual no se visualiza como una realidad exterior a la persona, sino como el patrimonio del cual está dotado el ser humano, que lo califica en sus relaciones con la realidad. Es el conjunto de actos lingüísticos, de inteligencia y sensibilidad, de conocimientos y valores, de maneras de hacer y de costumbres, que mediante la experiencia común y la instrucción se han comunicado a un individuo y constituyen, por así decir, el rostro y la mirada con que se presenta al mundo y lo vive. Newman hablaba, al respecto, de las inevitables presumptions que marcan al hombre, históricamente considerado, las cuales se ponen en juego en su interpretación y por tanto su comprensión del mundo. Giussani, a propósito de una tradición así entendida, la considera “la gran hipótesis mediante la cual la naturaleza lanza al individuo a la comparación con el todo”. En ambos casos, la tradición se visualiza como lo que ha penetrado constitutivamente en el individuo —en algunos aspectos de manera inextirpable, como el idioma— y que sin embargo no es un dato estático e inerme, si bien por una parte constituye un objeto de indagación y evaluación, y por otra es motivo e impulso para el juicio. En ese sentido, la tradición se somete a una verificación continua, que consiste: a) en “cribarlo todo y retener lo que vale”, según la expresión paulina, es decir, considerar el valor, abandonando formas y contenidos ligados al propio tiempo y a determinadas circunstancias; b) en hacer verdadero lo que el pasado nos ha dado mediante su actualización en el presente en cuanto fuente de juicio y de acción correspondiente con las exigencias y las problemáticas que se plantean históricamente.

Y éste es el sentido de la verificación que toda educación auténtica debe implicar y favorecer, para que el sujeto crezca, y creciendo permita a toda la sociedad crecer y realizarse como comunidad de hombres, que procuran vivir cada vez con mayor humanidad su existencia. Es una verificación que pone a prueba y permite evaluar y elegir; pero es también una verificación que, como dice la etimología, “vuelve verdadero”, o sea, cumple lo que cada uno desea y a lo cual aspira.


Notas:

[*] Palabras del autor en la Conferencia ítalo-rusa “Tradiciones intelectuales y espirituales en la sociedad de Rusia y de Italia” celebrada en Moscú el 25 y 26 de mayo de 2011.
[1] M. Nussbaum, Tagore, Dewey and the Imminent Demise of Liberal Education, en The Oxford Handbook, cit., pp. 52-64.
[2] J. Maritain, Education at the Crossroads, Yale University Press, New Haven, 1943.
[3] Nussbaum, Tagore, Dewey, cit., p. 63.
[4] M. Heidegger, Che cos’è la metafisica. Poscritto, a. c. de A. Carlini, Florencia, 1985, p. 51: “La esencia devoradora del cálculo puede esconderse detrás de su producto y dar al pensamiento calculador la apariencia de la productividad”.
[5] K. O. Apel, Etica della comunicazione, Jaca Book, Milán, 1994, J. Habermas, Etica del discorso, Laterza, RomaBari, 1985 (nueva edición 2009).
[6] A. MacIntyre, The End of Education: The Fragmentation of the American University, en “Commonwealth”, volumen CXXXIII, Número 18 (20 de octubre de 2006); Id., God, philosophy, universities: a selective history of the Catholic philosophical tradition, Sheed and Ward Book / Rowan & Littlefield Publisher, Lanham, Md. 2009.
[7] Ver A. Scola, C’è ancora l’università, en “Il Nuovo Areopago”, XVI (1997), fasc. 4, pp. 7-20.
[8] Ver al respecto E. Buzzi, Dewey e l’educazione sovietica, en “Il Nuovo Areopago”, XIX (2000), fasc. 4, pp. 79-92, publicado originalmente en idioma ruso en la revista “Novaja Evropa”, 13 (2000).
[9] Ver A. Gramsci, La formazione dell’uomo, Editori Riuniti, Roma, 1972.
[10] J. Dewey, My Pedagogic Creed, en Education today, Nueva York, 1940, pp. 15-16.
[11] Ver G. Chiosso, Teorie dell’educazione e della formazione, Mondadori, Milán, 2004, especialmente el c. 4 (“Educar a la persona”); Id., Elementi di pedagogia, Editrice La Scuola, Brescia, 2002, especialmente los cc. 1-2.
[12] Ver L. Giussani, Il senso religioso, Rizzoli, Milan, 2004; G. Chiosso (ed.), Sperare nell’uomo. Giussani, Morin, MacIntyre e la questione educativa, SEI, Turín, 2009.
[13] Tomás de Aquino, De unitate intellectus, IV, 84 (trad. B. Nardi, p. 160).
[14] J. H. Newman, L’idea di università. Discorso VII. Il sapere considerato in relazione alle competenze professionali, en Scritti sull’università, de cargo de M. Marchetto, Bombiani, Milán, 2008, p. 313. Ver Discorso V. Il sapere come fine a sé stesso, en ibid.

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