La razón aparece como instancia complementaria y no contradictoria con la tradición

El fenómeno educativo tiene un interés objetivo para comprender una determinada tradición y sus implicaciones, así como para verificar su capacidad de ejercicio de la razón. En la acción educativa se alcanza a superar el quiebre –típicamente moderno– entre tradición y razón. El gesto educativo no puede explicarse en efecto ni como pura tradición ni como razón pura. Es imposible lograr el objetivo de educar si no hay, en primer lugar, una transmisión de un contenido por parte de otros y, simultáneamente, sin una asimilación racional y libre de parte del educando. La acción educativa, cuando ha alcanzado sus resultados, logra armonizar ambas dimensiones (tradición-razón) y de este modo nos muestra cómo se lleva a plenitud la experiencia humana elemental en el aspecto de la polaridad o tensión constitutiva entre el aspecto de “individuo” y el de “comunidad”. La experiencia humana exige, también en el ámbito del conocimiento, un fundamento que permita dar razón tanto de su dimensión comunitaria como de su dimensión individual. Proponemos una reflexión que permita considerar la situación del gesto educativo tanto en el surco de la tradición como en su valor de introducción al uso pleno de la razón. Al final del texto haremos una breve alusión a un ejemplo que nace de la experiencia española para indicar un valor universal.

Comenzamos nuestra exposición ocupándonos del valor de la tradición en el acto educativo. Las dimensiones comunitarias de la vida humana son fundamentales para la configuración de la identidad del hombre adulto. No existe otra manera de llegar a la existencia de un ser humano racional y libre. En este sentido, las tentativas de prescindir del padre y/o de la madre, de la familia o de la primera socialización a través del idioma, la cultura y la religión de la cual somos parte originariamente sólo producen aberraciones en nombre de la “técnica” reproductiva o del peor colectivismo, y ciertamente no difunden la dignidad y los derechos humanos. La valoración de la dimensión comunitaria de la vida humana debe ser inequívocamente positiva. La existencia de abusos reales y sumamente graves con los cuales se llega a manipular esta dimensión debe llevar a un claro rechazo de los mismos, pero no a disminuir su valor constitutivo para la humanidad. Sin reconocer, evaluar y eventualmente corregir la tradición de la cual procede, el hombre no podrá “hacerse” en la historia.

El concepto antropológico de tradición es una categoría central para comprender esta dimensión histórica y social del hombre [1]. Cada hombre “se va haciendo” en la realidad, conforme a una asimilación personal de lo que recibe, como aceptación o rechazo crítico de lo que se le comunica. Para que dicha transmisión tenga éxito, debe respetar y llevar a cabo la polaridad antropológica “individuo-comunidad”. En el hombre, ciertamente, no se pueden separar sus dos dimensiones constitutivas: es un individuo irreductible y es miembro de la comunidad humana en su totalidad. Tampoco es posible separar al hombre de la referencia a Dios, que se refleja en esta misteriosa unidad dual individuo-comunidad. Esta unidad se entrega a la persona como don y como tarea, y adquiere por consiguiente un valor ético para la persona tanto en la dimensión intersubjetiva “yo-tú” como en la dimensión social de bien común.

A la luz de la polaridad antropológica, es posible considerar más de cerca el concepto de tradición. Ésta es ante todo una transmisión de vida, entendida no como pura “fuerza” de la vida, sino como aquel conjunto de “formas de vida” basadas en el hecho de hacerse cargo de la realidad. Estas formas no están especificadas previamente, sino que se comunican sólo por transmisión, a través de un tradere (traditio). El intelecto del hombre de hecho no ha recibido puramente la inteligencia natural para partir de cero, sino también formas de vida en la realidad: en eso consiste el carácter histórico de la realidad humana, cuyo sujeto activo no es puramente el individuo en la sociedad, sino también la comunidad. En este marco se incluyen las distintas dimensiones de la transmisión de las formas de vida, y en otro contexto sería oportuno un examen más detallado de estos fenómenos, como el lenguaje, el pensamiento, el amor y el trabajo, en cuanto expresiones vivas de esta transmisión que hacen posible que cada uno “se vaya haciendo” en el arco de su vida.

Ahora bien, decir que la historia es tradición no significa decir que la historia consiste en adecuarse simplemente a lo que se ha recibido, ya que tradición no equivale a conformismo. Si bien es lícito modificar lo que se recibe, también es cierto que sin tradición no existe historia, porque precisamente en la tradición se transmiten radicalmente las formas de autoposesión propias de cada uno de los hombres. Por este motivo es inevitable recurrir a una “comprobación histórica” de las tradiciones consideradas como hechos en la historia. Dicha comprobación requiere la valentía y la inteligencia para identificar qué conservar y qué abandonar por el bien de la vitalidad de la tradición [2]. A la luz del criterio antropológico señalado anteriormente, podemos sugerir la conservación de los aspectos de la tradición gracias a los cuales el hombre –como unidad dual de individuo y comunidad– se “va haciendo” en el presente. Se valoran especialmente los aspectos culturales de la tradición que favorecen principalmente la interpretación “última” del hombre basada en su trascendencia. Si la categoría de traditio se relaciona genéticamente con las de cultura y de cultus, cada tradición antropológica que hoy llegue a ser objeto de debate público deberá evaluarse racionalmente teniendo presentes estos dos criterios: la capacidad de superar la dialéctica entre particularidad y universalidad, y la capacidad de seguir un ideal plenamente respetuoso de la trascendencia del hombre.

Valor del maestro

La tradición es una condición ineludible para “poderse hacer”, para poder llegar a ser lo que podemos/debemos ser. En realidad, nadie puede alcanzar este objetivo decisivo “abstractamente”, en sentido etimológico, es decir, desligado del contexto humano que lo precede. Entre los ejemplos citados anteriormente de fenómenos vinculados con la tradición, tal vez el del lenguaje es el más significativo. Ningún hombre aprende a hablar por sí solo, puesto que la relación con el otro que transmite el significado de las palabras es constitutiva. No es una función puramente natural, tanto que sin el lenguaje no existiría un acceso humano a la realidad. Por este motivo, la dimensión comunitaria o social, transmitida por otros que nos preceden, es constitutiva de la maduración del yo, como se ve en el lenguaje. Para la tarea de educar, resulta evidente la necesidad de esta dimensión de traditio, donde el que educa debe preceder al educando, no sólo de facto, sino también de iure. Y esta exigencia es válida, en mi opinión, no sólo en la relación entre el adulto y el joven, sino también en todas las etapas de la vida, como se advierte en el caso en que un adulto sabe reconocer el valor determinante de un “maestro” suyo (en el ámbito universitario, social, moral…) para su camino personal.

¿Cómo actúa la tradición en la educación? Ofrece ante todo una hipótesis de significado que se debe verificar, es decir, que se debe someter a la valoración crítica personal. ¡Aquí aparece la razón como instancia complementaria y no contradictoria con la tradición! Ciertamente, la historia del pensamiento occidental, a partir de Aristóteles y Platón, ha reivindicado una preeminencia del “saber” (adquirido por el individuo de manera inmediata) sobre el “creer” (adquirido por transmisión de otros), pero no sin vacilaciones en cuanto a la modalidad de la relación entre ambos. Se podrá debatir en otro contexto sobre cuáles son las características específicas de la episteme griega y posteriormente de la scientia medieval o moderna, pero indudablemente el deseo profundo de este saber ilimitado nos constituye, como muy bien lo vio Tomás de Aquino, que habló por eso de un desiderium naturale vivendi Deum. En nuestra perspectiva, resulta claro que semejante conocimiento es inalcanzable sin la tradición y la memoria, pero ambas –tradición y memoria– no sustituyen el saber. Por el contrario, hacen posible la introducción personal del hombre en la totalidad de lo real, es decir, hacen posible su conocimiento.

La educación expresa la relación orgánica de tradición y razón, en cuanto el joven, contando con la propuesta de significado que le ha ofrecido el educador, está en condiciones de conocer lo real en conformidad con la totalidad de sus factores. La educación revela el yo en relación con la realidad y da comienzo a la fascinante aventura del conocimiento. Un proceso de educación tendrá éxito cuando sitúe a cada uno de los educandos en condiciones de compararse con todo lo real, a partir de las cosas tal como se nos presentan, como se manifiestan ante nuestra percepción.

En extrema síntesis, el iter educativo comienza con el impacto lleno de estupor ante lo real o –dicho en términos más vulgares– con las cosas tal como se presentan ante nosotros. Un hombre no podría comprender la belleza estudiando ese concepto en la enciclopedia si no pudiese además describir las cosas más bellas que ha visto [3]. Sin la experiencia concreta de una cosa bella, la precisión teórica sobre la belleza como propiedad trascendental del ser no tendría asidero existencial. Por cuanto el adulto es aquel que tiene experiencia sobre las cosas bellas, podrá introducir a los jóvenes en la comprensión de sus propias experiencias hasta alcanzar la precisión conceptual, y más aún, la asimilación personal del pulchrum en la profundidad de su humanidad. En este recorrido habrá un segundo paso de gran interés para nuestra reflexión. El hombre impactado hasta el fondo por el estupor de las cosas bellas no está plenamente satisfecho, no agota su capacidad de percibir y gozar con la Belleza que se revela detrás y dentro de cada cosa bella. El recorrido de la razón consiste precisamente en indagar sobre estas propiedades de la realidad que provocan la fascinación ante un atractivo innegable y al mismo tiempo revelan una inagotable exigencia de ir más allá de lo que en el presente parece señal contingente y efímera, pero indeleble, de algo misterioso, que trasciende al hombre mismo. En este cotejo nacen interrogantes que podríamos llamar “últimos”. A este respecto, el Canto nocturno de un pastor errante de Asia, de Giacomo Leopardi, es un ejemplo no superado [4]. Cuando un joven, acompañado por un adulto, descubre en el cotejo con lo real estos interrogantes últimos, como expresión de su condición de criatura abierta a lo Infinito, se puede decir que la educación está obteniendo sus mejores frutos. Toda civilización y cultura realmente humana siempre ha sabido provocar y acompañar estas preguntas, al mismo tiempo filosóficas y religiosas en cuanto abren la razón a su dimensión de trascendencia propiamente tal.

En síntesis, los criterios hasta ahora expuestos pueden traducirse en tres factores esenciales de un método educativo [5]: a) se parte de la oferta viva de la tradición a la cual se pertenece, como primera hipótesis de interpretación de la realidad mediante la cual ir al encuentro con los jóvenes; b) la consideración de dicha tradición debe hacerse a partir del presente, comprobando su capacidad de respuesta a las necesidades y a las exigencias propias del joven en todos los aspectos de la vida; c) el resultado es el desarrollo de la capacidad crítica, es decir, del uso completo de la razón como introducción a la realidad en todas sus dimensiones.

La fuerza del ideal en el caso de la educación para la paz

Si hay un aspecto de la vida personal y social en el que sea decisiva la educación de los jóvenes es el de la paz. Ofrecemos a continuación algunos criterios que permitan comprobar lo expuesto hasta ahora a partir de un caso concreto [6].

La madurez de juicio moral sobre la convivencia en paz consta sin duda de muchos aspectos, de los cuales nos limitamos a indicar tres, que pueden brindarnos un ejemplo de itinerario educativo.

Ante todo, no puede haber una verdadera educación para una convivencia en paz si no se educa a los jóvenes a descubrir con sorpresa y gratitud a Dios como factor real de su existencia. El testimonio de los cristianos más allá de denunciar el carácter “idólatra” de los falsos absolutos, está llamado a hacer reconocible en medio del mundo la fuerza humanizadora del verdadero ideal. En un contexto tan opresivo para la libertad personal como es el que da origen a la violencia, es urgente educar a los jóvenes para una experiencia de auténtica libertad, proveniente únicamente de Dios, que nos ha liberado; de lo contrario, se impondrían con la violencia quienes desprecian la dignidad humana. La libertad es la señal inconfundible de la presencia de Dios acogida, como muy bien lo sabía San Pablo (ver Ga 5, 1 ss.). En segundo lugar, la fe muestra que es madura cuando sabe discernir entre el valor de una tradición y el contravalor de lo que podemos llamar “mentalidad dominante”. De hecho, no basta que ciertas convicciones o valoraciones se respiren en el ambiente social o sean propuestas insistentemente por los medios de comunicación para que se constituyan como la primera hipótesis de la tarea educativa, o sea, la tradición. Es preciso que la tarea educativa estimule constantemente la capacidad crítica ante el dato transmitido, mediante una confrontación personal entre lo que se propone (en la familia, en la escuela, en las realidades eclesiales, en los medios de comunicación) y las exigencias originarias del corazón humano en toda su profundidad como deseo de lo infinito: exigencia de verdad, de bien, de justicia.

El individuo y la comunidad están ligados recíprocamente en cuanto dimensiones de la polaridad (unidad dual) que refleja la misteriosa dependencia ontológica del hombre. Por tanto, tenemos la grave responsabilidad educativa de respetar este criterio, rechazando las formas de concepción del individuo proclives a disolver la dimensión comunitaria, o las formas de concepción de la comunidad que perjudican al hombre en su razón o en su libertad. La unidad dual es constitutiva y se halla inscrita en nuestro ser en profundidad, hasta en los corazones más manipulados y confundidos. Nunca se podrá erradicar completamente en cuanto su alteración requiere un permanente ejercicio de la violencia física y cultural en la persona y el pueblo. Y cuando esa presión violenta se debilita, renace la exigencia humana totalizadora de vivir como persona dentro de un pueblo [7]. Sin embargo, también es verdad que los daños provocados a las conciencias son muy profundos, y que esta vulnerabilidad hace moralmente necesaria la comunicación eficaz, en el tiempo y en el espacio, de la claridad de razón y de la energía afectiva que Dios revela para la felicidad de los hombres. Así, la Instrucción a la cual me he referido, además de denunciar la gravedad de la manipulación antropológica, indica el camino para la paz, “que nace del encuentro con el Señor y con la Iglesia” [8].

Un tercer aspecto del trabajo educativo, vinculado estrechamente con el anterior, es la constante atención crítica prestada al lenguaje. Cuando las palabras, en vez de ser vehículo de comunicación de la verdad, pasan a ser una máscara bajo la cual se oculta la mentira, se produce un grave peligro para la adecuada constitución de la persona y de la sociedad. Reconocemos todos, en nuestras vidas, esta perversión del lenguaje y sabemos cuánto daño hacen las palabras ambiguas, las verdades a medias, la agresividad verbal y el ocultamiento de la verdad detrás de las palabras a medias. Es necesario por tanto denunciar el engañoso uso del lenguaje en el orden social, donde precisamente la mentira multiplica su propio efecto con la fuerza de los medios de los cuales se vale. Así como el lenguaje posee una gran fuerza de configuración de la individualidad cuando es utilizado correctamente y constituye un instrumento sumamente válido de civilización, su deformación malintencionada es profundamente injusta y ofende gravemente a las personas y los pueblos. Resuena por consiguiente con carácter decisivo la palabra revelada: “Sea vuestro lenguaje: ‘Sí, sí’ ‘no, no’” (Mt 5, 37).


Notas:

[1] Ver XAVIER ZUBIRI, Sobre el hombre, Alianza, Madrid, 1986, 199-221, 205-268. Se puede ver también la reflexión antropológica sobre la tradición en JOSEPH RATZINGER, Elementi di teologia fondamentale , Morcelliana, Brescia, 1986, 46-51. Sobre el tema, remito más ampliamente a JAVIER PRADES, Nostalgia di Resurrezione. Ragione e fede in Occidente, Cantagalli, Siena, 2007; Occidente: l’ineludibile incontro , Cantagalli, Siena, 2008.
[2] Como muy bien captó el poeta, la experiencia de cada generación, entre el pasado y lo que todavía debe suceder, es siempre dramática: RAINER MARIA RILKE, Las elegías del Duino , Visor, Madrid 2002, elegía VII.
[3] Ver las agudas reflexiones de KENNETH L. SCHMITZ, The Recovery of Wonder. The New Freedom and the Asceticism of Power, McGill U.P., Montreal, 2005.
[4] “(…) Y cuando veo arder las estrellas en el cielo, me digo pensativo: ¿para qué tantas luces? ¿Qué hace el aire infinito, y la profunda calma infinita? ¿Qué nos dice esta inmensa soledad? ¿Y yo quién soy?”.
[5] La obra de LUIGI GIUSSANI, Educar es un riesgo (Encuentro, Madrid, 2006) desarrolla ampliamente esos principios.
[6] La reflexión que sigue nace de la lectura de la Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española, Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias (noviembre de 2002). Como es sabido, en España, la vida social ha estado marcada por el terrorismo durante los últimos 40 años. Con excepción de Irlanda, ningún otro país del occidente europeo ha conocido la violencia en la misma medida que la sociedad española. Por este motivo, los obispos españoles han intervenido en diversas oportunidades en apoyo de un pueblo cristiano a menudo confundido y extraviado en su conciencia crítica de la fe, pero que puede señalar en mérito propio el hecho de que en todas estas décadas nunca ha procurado ejercer una venganza violenta contra los terroristas y ha ofrecido ejemplos admirables de perdón y reconciliación. Lo que nace de la concreta experiencia española tiene sin duda rasgos propios de nuestra situación, pero permite abrirse a una reflexión de valor general sobre el valor de la educación para la paz.
[7] Ésta era la lúcida conclusión a la cual llegó, en un extraordinario relato, Vasili Grossman, después de confrontar simétricamente la violencia de los dos grandes totalitarismos nihilistas del siglo XX: el comunismo y el nazismo (véase VASILI GROSSMAN, Vida y destino Galaxia Gutenberg, Madrid, 2007).
[8] Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española, Valoración moral del terrorismo, n. 38.

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