VIAJE APOSTÓLICO A COLONIA 
CON MOTIVO DE LA XX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

VIGILIA CON LOS JÓVENES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Colonia - Explanada de Marienfeld
Sábado 20 de agosto de 2005

Queridos jóvenes:  

En nuestra peregrinación con los misteriosos Magos de Oriente hemos llegado  al  momento  que  san  Mateo  describe así en su evangelio:  "Entraron en la casa (sobre  la  que  se  había detenido la estrella), vieron al niño con María, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). El camino exterior de aquellos hombres terminó. Llegaron a la meta. Pero en este punto comienza un nuevo camino para ellos, una peregrinación interior que cambia toda su vida. Porque seguramente se habían imaginado de modo diferente a este Rey recién nacido. Se habían detenido precisamente en Jerusalén para obtener del rey local información sobre el Rey prometido que había nacido. Sabían que el mundo estaba desordenado y por eso estaban inquietos. Estaban convencidos de que Dios existía, y que era un Dios justo y bondadoso. Tal vez habían oído hablar también de las grandes profecías en las que los profetas de Israel habían anunciado un Rey que estaría en íntima armonía con Dios y que, en su nombre y de parte suya, restablecería el orden en el mundo. Se habían puesto en camino para encontrar a este Rey; en lo más hondo de su ser buscaban el derecho, la justicia que debía venir de Dios, y querían servir a ese Rey, postrarse a sus pies, y así servir también ellos a la renovación del mundo. Eran de esas personas que "tienen hambre y sed de justicia" (Mt 5, 6). Un hambre y sed que les llevó a emprender el camino; se hicieron peregrinos para alcanzar la justicia que esperaban de Dios y para ponerse a su servicio. 

Aunque otros se quedaran en casa y les consideraban utópicos y soñadores, en realidad eran seres con los pies en tierra, y sabían que para cambiar el mundo hace falta disponer de poder. Por eso, no podían buscar al niño de la promesa sino en el palacio del Rey. No obstante, ahora se postran ante una criatura de gente pobre, y pronto se enterarán de que Herodes -el rey al que habían acudido- le acechaba con su poder, de modo que a la familia no le quedaba otra opción que la fuga y el exilio. El nuevo Rey ante el que se postraron en adoración era muy diferente de lo que se esperaban. Debían, pues, aprender que Dios es diverso de como acostumbramos a imaginarlo.
Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero debían aún interiorizar estos gozosos gestos. 
Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y así cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto:  el poder de Dios es diferente del poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerlo también a él. En este mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales del poder. No contrapone sus ejércitos a otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto de los olivos, Dios no le envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf. Mt 26, 53). Al poder estridente y prepotente de este mundo, él contrapone el poder inerme del amor, que en la cruz -y después siempre en la historia- sucumbe y, sin embargo, constituye la nueva realidad divina, que se opone a la injusticia e instaura el reino de Dios. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios. 

Habían venido para ponerse al servicio de este Rey, para modelar su majestad sobre la suya. Este era el sentido de su gesto de acatamiento, de su adoración. Una adoración que comprendía también sus presentes -oro, incienso y mirra-, dones que se hacían a un Rey considerado divino. La adoración tiene un contenido y comporta también una donación. Los personajes que venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer a este niño como su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían servir junto a él a la causa de la justicia y del bien en el mundo. En esto tenían razón. Pero ahora aprenden que esto no se puede hacer simplemente a través de órdenes impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden que deben entregarse a sí mismos:  un don menor que este es poco para este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia. Ya no se preguntarán:  ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien:  ¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de Jesús.

Queridos amigos, podemos preguntarnos lo que todo esto significa para nosotros. Pues lo que acabamos de decir sobre la naturaleza diversa de Dios, que ha de orientar nuestra vida, suena bien, pero queda algo vago y difuminado. Por eso Dios nos ha dado ejemplos. Los Magos que vienen de Oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en su vida han buscado constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han buscado al Dios que está cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica el camino. Es la muchedumbre de los santos -conocidos o desconocidos- mediante los cuales el Señor nos ha abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas; y lo está haciendo todavía. En sus vidas se revela la riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela luminosa que Dios ha dejado en el transcurso de la historia, y sigue dejando aún. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, que está aquí con nosotros en este momento, beatificó y canonizó a un gran número de personas, tanto de tiempos recientes como lejanos. Con estos ejemplos quiso demostrarnos cómo se consigue ser cristianos; cómo se logra llevar una vida del modo justo, cómo se vive a la manera de Dios. Los beatos y los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo. 

De este modo, nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar la obra de la creación:  "Y era muy bueno". Basta pensar en figuras como san Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo; en los fundadores de las órdenes religiosas del siglo XIX, que animaron y orientaron el movimiento social; o en los santos de nuestro tiempo:  Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa, padre Pío. Contemplando estas figuras comprendemos lo que significa "adorar" y lo que quiere decir vivir a medida del Niño de Belén, a medida de Jesucristo y de Dios mismo. 

Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún:  sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor? 

Queridos amigos, permitidme que añada sólo dos breves ideas. Muchos hablan de Dios; en el nombre de Dios se predica también el odio y se practica la violencia. Por tanto, es importante descubrir el verdadero rostro de Dios. Los Magos de Oriente lo encontraron cuando se postraron ante el niño de Belén. "Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre", dijo Jesús a Felipe (Jn 14, 9). En Jesucristo, que por nosotros permitió que su corazón fuera traspasado, se ha manifestado el verdadero rostro de Dios. Lo seguiremos junto con la muchedumbre de los que nos han precedido. Entonces iremos por el camino justo. 

Esto significa que no nos construimos un Dios privado, un Jesús privado, sino que creemos y  nos postramos ante el Jesús que nos muestran las sagradas Escrituras, y que en la gran comunidad de fieles llamada Iglesia se manifiesta viviente, siempre con nosotros y al mismo tiempo siempre ante nosotros. Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos, y el Señor mismo nos lo dijo:  es una red con peces buenos y malos, un campo con trigo y cizaña. El Papa Juan Pablo II, que nos mostró el verdadero rostro de la Iglesia en los numerosos beatos y santos que proclamó, también pidió perdón por el mal causado en el transcurso de la historia por las palabras o los actos de hombres de la Iglesia. De este modo, también a nosotros nos ha hecho ver nuestra verdadera imagen, y nos ha exhortado a entrar, con todos nuestros defectos y debilidades, en la muchedumbre de los santos que comenzó a formarse con los Magos de Oriente. En el fondo, consuela que exista la cizaña en la Iglesia. Así, no obstante todos nuestros defectos, podemos esperar estar aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado precisamente a los pecadores. La Iglesia es como una familia humana, pero es también al mismo tiempo la gran familia de Dios, mediante la cual él establece un espacio de comunión y unidad en todos los continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a esta gran familia que vemos aquí; de tener hermanos y amigos en todo el mundo. Justo aquí, en Colonia, experimentamos lo hermoso que es pertenecer a una familia tan grande como el mundo, que comprende el cielo y la tierra, el pasado, el presente y el futuro de  todas  las  partes de la tierra. En esta gran comitiva de peregrinos, caminamos junto con Cristo, caminamos con la estrella que ilumina la historia. 

"Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). Queridos amigos, esta no es una historia lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12, 24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe. 

Amén.

MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI 
PARA LA XXVIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 

2013

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Id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19)

Queridos jóvenes:

Quiero haceros llegar a todos un saludo lleno de alegría y afecto. Estoy seguro de que la mayoría de vosotros habéis regresado de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,7). En este año hemos celebrado en las diferentes diócesis la alegría de ser cristianos, inspirados por el tema: «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Y ahora nos estamos preparando para la próxima Jornada Mundial, que se celebrará en Río de Janeiro, en Brasil, en el mes de julio de 2013.

Quisiera renovaros ante todo mi invitación a que participéis en esta importante cita. La célebre estatua del Cristo Redentor, que domina aquella hermosa ciudad brasileña, será su símbolo elocuente. Sus brazos abiertos son el signo de la acogida que el Señor regala a cuantos acuden a él, y su corazón representa el inmenso amor que tiene por cada uno de vosotros. ¡Dejaos atraer por él! ¡Vivid esta experiencia del encuentro con Cristo, junto a tantos otros jóvenes que se reunirán en Río para el próximo encuentro mundial! Dejaos amar por él y seréis los testigos que el mundo tanto necesita.

Os invito a que os preparéis a la Jornada Mundial de Río de Janeiro meditando desde ahora sobre el tema del encuentro: Id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19). Se trata de la gran exhortación misionera que Cristo dejó a toda la Iglesia y que sigue siendo actual también hoy, dos mil años después. Esta llamada misionera tiene que resonar ahora con fuerza en vuestros corazones. El año de preparación para el encuentro de Río coincide con el Año de la Fe, al comienzo del cual el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos a «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Por ello, queridos jóvenes, me alegro que también vosotros os impliquéis en este impulso misionero de toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más precioso que podéis dar a los demás.

1. Una llamada apremiante

La historia nos ha mostrado cuántos jóvenes, por medio del generoso don de sí mismos y anunciando el Evangelio, han contribuido enormemente al Reino de Dios y al desarrollo de este mundo. Con gran entusiasmo, han llevado la Buena Nueva del Amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo, con medios y posibilidades muy inferiores con respecto a los que disponemos hoy. Pienso, por ejemplo, en el beato José de Anchieta, joven jesuita español del siglo XVI, que partió a las misiones en Brasil cuando tenía menos de veinte años y se convirtió en un gran apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso también en los que os dedicáis generosamente a la misión de la Iglesia. De ello obtuve un sorprendente testimonio en la Jornada Mundial de Madrid, sobre todo en el encuentro con los voluntarios.

Hay muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea un don y no ven con claridad su camino. Ante las dificultades del mundo contemporáneo, muchos se preguntan con frecuencia: ¿Qué puedo hacer? La luz de la fe ilumina esta oscuridad, nos hace comprender que cada existencia tiene un valor inestimable, porque es fruto del amor de Dios. Él ama también a quien se ha alejado de él; tiene paciencia y espera, es más, él ha entregado a su Hijo, muerto y resucitado, para que nos libere radicalmente del mal. Y Cristo ha enviado a sus discípulos para que lleven a todos los pueblos este gozoso anuncio de salvación y de vida nueva.

En su misión de evangelización, la Iglesia cuenta con vosotros. Queridos jóvenes: Vosotros sois los primeros misioneros entre los jóvenes. Al final del Concilio Vaticano II, cuyo 50º aniversario estamos celebrando en este año, el siervo de Dios Pablo VI entregó a los jóvenes del mundo un Mensaje que empezaba con estas palabras: «A vosotros, los jóvenes de uno y otro sexo del mundo entero, el Concilio quiere dirigir su último mensaje. Pues sois vosotros los que vais a recoger la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia. Sois vosotros quienes, recogiendo lo mejor del ejemplo y las enseñanzas de vuestros padres y maestros, vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella». Concluía con una llamada: «¡Construid con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores!» (Mensaje a los Jóvenes, 8 de diciembre de 1965).

Queridos jóvenes, esta invitación es de gran actualidad. Estamos atravesando un período histórico muy particular. El progreso técnico nos ha ofrecido posibilidades inauditas de interacción entre los hombres y la población, mas la globalización de estas relaciones sólo será positiva y hará crecer el mundo en humanidad si se basa no en el materialismo sino en el amor, que es la única realidad capaz de colmar el corazón de cada uno y de unir a las personas. Dios es amor. El hombre que se olvida de Dios se queda sin esperanza y es incapaz de amar a su semejante. Por ello, es urgente testimoniar la presencia de Dios, para que cada uno la pueda experimentar. La salvación de la humanidad y la salvación de cada uno de nosotros están en juego. Quien comprenda esta necesidad, sólo podrá exclamar con Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9,16).

2. Sed discípulos de Cristo

Esta llamada misionera se os dirige también por otra razón: Es necesaria para vuestro camino de fe personal. El beato Juan Pablo II escribió: «La fe se refuerza dándola» (Enc. Redemptoris Missio, 2). Al anunciar el Evangelio vosotros mismos crecéis arraigándoos cada vez más profundamente en Cristo, os convertís en cristianos maduros. El compromiso misionero es una dimensión esencial de la fe; no se puede ser un verdadero creyente si no se evangeliza. El anuncio del Evangelio no puede ser más que la consecuencia de la alegría de haber encontrado en Cristo la roca sobre la que construir la propia existencia. Esforzándoos en servir a los demás y en anunciarles el Evangelio, vuestra vida, a menudo dispersa en diversas actividades, encontrará su unidad en el Señor, os construiréis también vosotros mismos, creceréis y maduraréis en humanidad.

¿Qué significa ser misioneros? Significa ante todo ser discípulos de Cristo, escuchar una y otra vez la invitación a seguirle, la invitación a mirarle: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Un discípulo es, de hecho, una persona que se pone a la escucha de la palabra de Jesús (cf. Lc 10,39), al que se reconoce como el buen Maestro que nos ha amado hasta dar la vida. Por ello, se trata de que cada uno de vosotros se deje plasmar cada día por la Palabra de Dios; ésta os hará amigos del Señor Jesucristo, capaces de incorporar a otros jóvenes en esta amistad con él.

Os aconsejo que hagáis memoria de los dones recibidos de Dios para transmitirlos a su vez. Aprended a leer vuestra historia personal, tomad también conciencia de la maravillosa herencia de las generaciones que os han precedido: Numerosos creyentes nos han transmitido la fe con valentía, enfrentándose a pruebas e incomprensiones. No olvidemos nunca que formamos parte de una enorme cadena de hombres y mujeres que nos han transmitido la verdad de la fe y que cuentan con nosotros para que otros la reciban. El ser misioneros presupone el conocimiento de este patrimonio recibido, que es la fe de la Iglesia. Es necesario conocer aquello en lo que se cree, para poder anunciarlo. Como escribí en la introducción de YouCat, el catecismo para jóvenes que os regalé en el Encuentro Mundial de Madrid, «tenéis que conocer vuestra fe de forma tan precisa como un especialista en informática conoce el sistema operativo de su ordenador, como un buen músico conoce su pieza musical. Sí, tenéis que estar más profundamente enraizados en la fe que la generación de vuestros padres, para poder enfrentaros a los retos y tentaciones de este tiempo con fuerza y decisión» (Prólogo).

3. Id

Jesús envió a sus discípulos en misión con este encargo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16,15-16). Evangelizar significa llevar a los demás la Buena Nueva de la salvación y esta Buena Nueva es una persona: Jesucristo. Cuando le encuentro, cuando descubro hasta qué punto soy amado por Dios y salvado por él, nace en mí no sólo el deseo, sino la necesidad de darlo a conocer a otros. Al principio del Evangelio de Juan vemos a Andrés que, después de haber encontrado a Jesús, se da prisa para llevarle a su hermano Simón (cf. Jn 1,40-42). La evangelización parte siempre del encuentro con Cristo, el Señor. Quien se ha acercado a él y ha hecho la experiencia de su amor, quiere compartir en seguida la belleza de este encuentro que nace de esta amistad. Cuanto más conocemos a Cristo, más deseamos anunciarlo. Cuanto más hablamos con él, más deseamos hablar de él. Cuanto más nos hemos dejado conquistar, más deseamos llevar a otros hacia él.

Por medio del bautismo, que nos hace nacer a una vida nueva, el Espíritu Santo se establece en nosotros e inflama nuestra mente y nuestro corazón. Es él quien nos guía a conocer a Dios y a entablar una amistad cada vez más profunda con Cristo; es el Espíritu quien nos impulsa a hacer el bien, a servir a los demás, a entregarnos. Mediante la confirmación somos fortalecidos por sus dones para testimoniar el Evangelio con más madurez cada vez. El alma de la misión es el Espíritu de amor, que nos empuja a salir de nosotros mismos, para «ir» y evangelizar. Queridos jóvenes, dejaos conducir por la fuerza del amor de Dios, dejad que este amor venza la tendencia a encerrarse en el propio mundo, en los propios problemas, en las propias costumbres. Tened el valor de «salir» de vosotros mismos hacia los demás y guiarlos hasta el encuentro con Dios.

4. Llegad a todos los pueblos

Cristo resucitado envió a sus discípulos a testimoniar su presencia salvadora a todos los pueblos, porque Dios, en su amor sobreabundante, quiere que todos se salven y que nadie se pierda. Con el sacrificio de amor de la Cruz, Jesús abrió el camino para que cada hombre y cada mujer puedan conocer a Dios y entrar en comunión de amor con él. Él constituyó una comunidad de discípulos para llevar el anuncio de salvación del Evangelio hasta los confines de la tierra, para llegar a los hombres y mujeres de cada lugar y de todo tiempo.¡Hagamos nuestro este deseo de Jesús!

Queridos amigos, abrid los ojos y mirad en torno a vosotros. Hay muchos jóvenes que han perdido el sentido de su existencia. ¡Id! Cristo también os necesita. Dejaos llevar por su amor, sed instrumentos de este amor inmenso, para que llegue a todos, especialmente a los que están «lejos». Algunos están lejos geográficamente, mientras que otros están lejos porque su cultura no deja espacio a Dios; algunos aún no han acogido personalmente el Evangelio, otros, en cambio, a pesar de haberlo recibido, viven como si Dios no existiese. Abramos a todos las puertas de nuestro corazón; intentemos entrar en diálogo con ellos, con sencillez y respeto mutuo. Este diálogo, si es vivido con verdadera amistad, dará fruto. Los «pueblos» a los que hemos sido enviados no son sólo los demás países del mundo, sino también los diferentes ámbitos de la vida: las familias, los barrios, los ambientes de estudio o trabajo, los grupos de amigos y los lugares de ocio. El anuncio gozoso del Evangelio está destinado a todos los ambientes de nuestra vida, sin exclusión.

Quisiera subrayar dos campos en los que debéis vivir con especial atención vuestro compromiso misionero. El primero es el de las comunicaciones sociales, en particular el mundo de Internet. Queridos jóvenes, como ya os dije en otra ocasión, «sentíos comprometidos a sembrar en la cultura de este nuevo ambiente comunicativo e informativo los valores sobre los que se apoya vuestra vida. […] A vosotros, jóvenes, que casi espontáneamente os sentís en sintonía con estos nuevos medios de comunicación, os corresponde de manera particular la tarea de evangelizar este “continente digital”» (Mensaje para la XLIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 mayo 2009). Por ello, sabed usar con sabiduría este medio, considerando también las insidias que contiene, en particular el riesgo de la dependencia, de confundir el mundo real con el virtual, de sustituir el encuentro y el diálogo directo con las personas con los contactos en la red.

El segundo ámbito es el de la movilidad. Hoy son cada vez más numerosos los jóvenes que viajan, tanto por motivos de estudio, trabajo o diversión. Pero pienso también en todos los movimientos migratorios, con los que millones de personas, a menudo jóvenes, se trasladan y cambian de región o país por motivos económicos o sociales. También estos fenómenos pueden convertirse en ocasiones providenciales para la difusión del Evangelio. Queridos jóvenes, no tengáis miedo en testimoniar vuestra fe también en estos contextos; comunicar la alegría del encuentro con Cristo es un don precioso para aquellos con los que os encontráis.

5. Haced discípulos

Pienso que a menudo habéis experimentado la dificultad de que vuestros coetáneos participen en la experiencia de la fe. A menudo habréis constatado cómo en muchos jóvenes, especialmente en ciertas fases del camino de la vida, está el deseo de conocer a Cristo y vivir los valores del Evangelio, pero no se sienten idóneos y capaces. ¿Qué se puede hacer? Sobre todo, con vuestra cercanía y vuestro sencillo testimonio abrís una brecha a través de la cual Dios puede tocar sus corazones. El anuncio de Cristo no consiste sólo en palabras, sino que debe implicar toda la vida y traducirse en gestos de amor. Es el amor que Cristo ha infundido en nosotros el que nos hace evangelizadores; nuestro amor debe conformarse cada vez más con el suyo. Como el buen samaritano, debemos tratar con atención a los que encontramos, debemos saber escuchar, comprender y ayudar, para poder guiar a quien busca la verdad y el sentido de la vida hacia la casa de Dios, que es la Iglesia, donde se encuentra la esperanza y la salvación (cf. Lc 10,29-37). Queridos amigos, nunca olvidéis que el primer acto de amor que podéis hacer hacia el prójimo es el de compartir la fuente de nuestra esperanza: Quien no da a Dios, da muy poco. Jesús ordena a sus apóstoles: «Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). Los medios que tenemos para «hacer discípulos» son principalmente el bautismo y la catequesis. Esto significa que debemos conducir a las personas que estamos evangelizando para que encuentren a Cristo vivo, en modo particular en su Palabra y en los sacramentos. De este modo podrán creer en él, conocerán a Dios y vivirán de su gracia. Quisiera que cada uno se preguntase: ¿He tenido alguna vez el valor de proponer el bautismo a los jóvenes que aún no lo han recibido? ¿He invitado a alguien a seguir un camino para descubrir la fe cristiana? Queridos amigos, no tengáis miedo de proponer a vuestros coetáneos el encuentro con Cristo. Invocad al Espíritu Santo: Él os guiará para poder entrar cada vez más en el conocimiento y el amor de Cristo y os hará creativos para transmitir el Evangelio.

6. Firmes en la fe

Ante las dificultades de la misión de evangelizar, a veces tendréis la tentación de decir como el profeta Jeremías: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que sólo soy un niño». Pero Dios también os contesta: «No digas que eres niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene» (Jr 1,6-7). Cuando os sintáis ineptos, incapaces y débiles para anunciar y testimoniar la fe, no temáis. La evangelización no es una iniciativa nuestra que dependa sobre todo de nuestros talentos, sino que es una respuesta confiada y obediente a la llamada de Dios, y por ello no se basa en nuestra fuerza, sino en la suya. Esto lo experimentó el apóstol Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Co 4,7).

Por ello os invito a que os arraiguéis en la oración y en los sacramentos. La evangelización auténtica nace siempre de la oración y está sostenida por ella. Primero tenemos que hablar con Dios para poder hablar de Dios. En la oración le encomendamos al Señor las personas a las que hemos sido enviados y le suplicamos que les toque el corazón; pedimos al Espíritu Santo que nos haga sus instrumentos para la salvación de ellos; pedimos a Cristo que ponga las palabras en nuestros labios y nos haga ser signos de su amor. En modo más general, pedimos por la misión de toda la Iglesia, según la petición explícita de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38). Sabed encontrar en la eucaristía la fuente de vuestra vida de fe y de vuestro testimonio cristiano, participando con fidelidad en la misa dominical y cada vez que podáis durante la semana. Acudid frecuentemente al sacramento de la reconciliación, que es un encuentro precioso con la misericordia de Dios que nos acoge, nos perdona y renueva nuestros corazones en la caridad. No dudéis en recibir el sacramento de la confirmación, si aún no lo habéis recibido, preparándoos con esmero y solicitud. Es, junto con la eucaristía, el sacramento de la misión por excelencia, que nos da la fuerza y el amor del Espíritu Santo para profesar la fe sin miedo. Os aliento también a que hagáis adoración eucarística; detenerse en la escucha y el diálogo con Jesús presente en el sacramento es el punto de partida de un nuevo impulso misionero.

Si seguís por este camino, Cristo mismo os dará la capacidad de ser plenamente fieles a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad y valor. A veces seréis llamados a demostrar vuestra perseverancia, en particular cuando la Palabra de Dios suscite oposición o cerrazón. En ciertas regiones del mundo, por la falta de libertad religiosa, algunos de vosotros sufrís por no poder dar testimonio de la propia fe en Cristo. Hay quien ya ha pagado con la vida el precio de su pertenencia a la Iglesia. Os animo a que permanezcáis firmes en la fe, seguros de que Cristo está a vuestro lado en esta prueba. Él os repite: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5,11-12).

7. Con toda la Iglesia

Queridos jóvenes, para permanecer firmes en la confesión de la fe cristiana allí donde habéis sido enviados, necesitáis a la Iglesia. Nadie puede ser testigo del Evangelio en solitario. Jesús envió a sus discípulos a la misión en grupos: «Haced discípulos» está puesto en plural. Por tanto, nosotros siempre damos testimonio en cuanto miembros de la comunidad cristiana; nuestra misión es fecundada por la comunión que vivimos en la Iglesia, y gracias a esa unidad y ese amor recíproco nos reconocerán como discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35). Doy gracias a Dios por la preciosa obra de evangelización que realizan nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias y nuestros movimientos eclesiales. Los frutos de esta evangelización pertenecen a toda la Iglesia: «Uno siembra y otro siega» (Jn 4,37).

En este sentido, quiero dar gracias por el gran don de los misioneros, que dedican toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Asimismo, doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados, que se entregan totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado. Deseo alentar aquí a los jóvenes que son llamados por Dios, a que se comprometan con entusiasmo en estas vocaciones: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35). A los que dejan todo para seguirlo, Jesús ha prometido el ciento por uno y la vida eterna (cf. Mt 19,29).

También doy gracias por todos los fieles laicos que allí donde se encuentran, en familia o en el trabajo, se esmeran en vivir su vida cotidiana como una misión, para que Cristo sea amado y servido y para que crezca el Reino de Dios. Pienso, en particular, en todos los que trabajan en el campo de la educación, la sanidad, la empresa, la política y la economía y en tantos ambientes del apostolado seglar. Cristo necesita vuestro compromiso y vuestro testimonio. Que nada –ni las dificultades, ni las incomprensiones– os hagan renunciar a llevar el Evangelio de Cristo a los lugares donde os encontréis; cada uno de vosotros es valioso en el gran mosaico de la evangelización.

8. «Aquí estoy, Señor»

Queridos jóvenes, al concluir quisiera invitaros a que escuchéis en lo profundo de vosotros mismos la llamada de Jesús a anunciar su Evangelio. Como muestra la gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, su corazón está abierto para amar a todos, sin distinción, y sus brazos están extendidos para abrazar a todos. Sed vosotros el corazón y los brazos de Jesús. Id a dar testimonio de su amor, sed los nuevos misioneros animados por el amor y la acogida. Seguid el ejemplo de los grandes misioneros de la Iglesia, como san Francisco Javier y tantos otros.

Al final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, bendije a algunos jóvenes de diversos continentes que partían en misión. Ellos representaban a tantos jóvenes que, siguiendo al profeta Isaías, dicen al Señor: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). La Iglesia confía en vosotros y os agradece sinceramente el dinamismo que le dais. Usad vuestros talentos con generosidad al servicio del anuncio del Evangelio. Sabemos que el Espíritu Santo se regala a los que, en pobreza de corazón, se ponen a disposición de tal anuncio. No tengáis miedo. Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).

Esta llamada, que dirijo a los jóvenes de todo el mundo, asume una particular relevancia para vosotros, queridos jóvenes de América Latina. En la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en Aparecida en 2007, los obispos lanzaron una «misión continental». Los jóvenes, que en aquel continente constituyen la mayoría de la población, representan un potencial importante y valioso para la Iglesia y la sociedad. Sed vosotros los primeros misioneros. Ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa a América Latina, exhorto a todos los jóvenes del continente: Transmitid a vuestros coetáneos del mundo entero el entusiasmo de vuestra fe.

Que la Virgen María, Estrella de la Nueva Evangelización, invocada también con las advocaciones de Nuestra Señora de Aparecida y Nuestra Señora de Guadalupe, os acompañe en vuestra misión de testigos del amor de Dios. A todos imparto, con particular afecto, mi Bendición Apostólica.

Vaticano, 18 de octubre de 2012

BENEDICTUS PP. XVI

MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS JÓVENES DEL MUNDO CON OCASIÓN 
DE LA XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2008

«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, 
que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos»
 (Hch 1, 8)

 

Queridos jóvenes:

1. La XXIII Jornada Mundial de la Juventud

Recuerdo siempre con gran alegría los diversos momentos transcurridos juntos en Colonia, en el mes de agosto de 2005. Al final de aquella inolvidable manifestación de fe y entusiasmo, que permanece impresa en mi espíritu y en mi corazón, os di cita para el próximo encuentro que tendrá lugar en Sydney, en 2008. Será la XXIII Jornada Mundial de la Juventud y tendrá como tema:«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8). El hilo conductor de la preparación espiritual para el encuentro en Sydney es el Espíritu Santo y la misión. En 2006 nos habíamos detenido a meditar sobre el Espíritu Santo como Espíritu de verdad, en 2007 quisimos descubrirlo más profundamente como Espíritu de amor, para encaminarnos después hacia la Jornada Mundial de la Juventud 2008 reflexionando sobre el Espíritu de fortaleza y testimonio, que nos da el valor de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo. Por ello es fundamental que cada uno de vosotros, jóvenes, en la propia comunidad y con los educadores, reflexione sobre este Protagonista de la historia de la salvación que es el Espíritu Santo o Espíritu de Jesús, para alcanzar estas altas metas: reconocer la verdadera identidad del Espíritu, escuchando sobre todo la Palabra de Dios en la Revelación de la Biblia; tomar una lúcida conciencia de su presencia viva y constante en la vida de la Iglesia, redescubrir en particular que el Espíritu Santo es como el “alma”, el respiro vital de la propia vida cristiana gracias a los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía; hacerse capaces así de ir madurando una comprensión de Jesús cada vez más profunda y gozosa y, al mismo tiempo, hacer una aplicación eficaz del Evangelio en el alba del tercer milenio. Con mucho gusto os ofrezco con este mensaje un motivo de meditación para ir profundizándolo a lo largo de este año de preparación y ante el cual verificar la calidad de vuestra fe en el Espíritu Santo, de volver a encontrarla si se ha extraviado, de afianzarla si se ha debilitado, de gustarla como compañía del Padre y del Hijo Jesucristo, gracias precisamente a la obra indispensable del Espíritu Santo. No olvidéis nunca que la Iglesia, más aún la humanidad misma, la que está en torno a vosotros y que os aguarda en vuestro futuro, espera mucho de vosotros, jóvenes, porque tenéis en vosotros el don supremo del Padre, el Espíritu de Jesús.

2. La promesa del Espíritu Santo en la Biblia

La escucha atenta de la Palabra de Dios respecto al misterio y a la obra del Espíritu Santo nos abre al conocimiento cosas grandes y estimulantes que resumo en los siguientes puntos.

Poco antes de su ascensión, Jesús dijo a los discípulos: «Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido» (Lc 24, 49). Esto se cumplió el día de Pentecostés, cuando estaban reunidos en oración en el Cenáculo con la Virgen María. La efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente fue el cumplimiento de una promesa de Dios más antigua aún, anunciada y preparada en todo el Antiguo Testamento.

En efecto, ya desde las primeras páginas, la Biblia evoca el espíritu de Dios como un viento que «aleteaba por encima de las aguas» (cf. Gn 1, 2) y precisa que Dios insufló en las narices del hombre un aliento de vida, (cf. Gn 2, 7), infundiéndole así la vida misma. Después del pecado original, el espíritu vivificante de Dios se ha ido manifestando en diversas ocasiones en la historia de los hombres, suscitando profetas para incitar al pueblo elegido a volver a Dios y a observar fielmente los mandamientos. En la célebre visión del profeta Ezequiel, Dios hace revivir con su espíritu al pueblo de Israel, representado en «huesos secos» (cf. 37, 1-14). Joel profetiza una «efusión del espíritu» sobre todo el pueblo, sin excluir a nadie: «Después de esto –escribe el Autor sagrado– yo derramaré mi Espíritu en toda carne... Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (3, 1-2).

En la «plenitud del tiempo» (cf. Ga 4, 4), el ángel del Señor anuncia a la Virgen de Nazaret que el Espíritu Santo, «poder del Altísimo», descenderá sobre Ella y la cubrirá con su sombra. El que nacerá de Ella será santo y será llamado Hijo de Dios (cf. Lc 1, 35). Según la expresión del profeta Isaías, sobre el Mesías se posará el Espíritu del Señor (cf. 11, 1-2; 42, 1). Jesús retoma precisamente esta profecía al inicio de su ministerio público en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí –dijo ante el asombro de los presentes–, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la Buena Noticia a los pobres. Para anunciar a los cautivos la libertad y, a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; y para anunciar un año un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). Dirigiéndose a los presentes, se atribuye a sí mismo estas palabras proféticas afirmando: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír » (Lc 4, 21). Y una vez más, antes de su muerte en la cruz, anuncia varias veces a sus discípulos la venida del Espíritu Santo, el «Consolador», cuya misión será la de dar testimonio de Él y asistir a los creyentes, enseñándoles y guiándoles hasta la Verdad completa (cf. Jn 14, 16-17.25-26; 15, 26; 16, 13).

3. Pentecostés, punto de partida de la misión de la Iglesia

La tarde del día de su resurrección, Jesús, apareciéndose a los discípulos, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20, 22). El Espíritu Santo se posó sobre los Apóstoles con mayor fuerza aún el día de Pentecostés: «De repente un ruido del cielo –se lee en los Hechos de los Apóstoles–, como el de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (2, 2-3).

El Espíritu Santo renovó interiormente a los Apóstoles, revistiéndolos de una fuerza que los hizo audaces para anunciar sin miedo: «¡Cristo ha muerto y ha resucitado!». Libres de todo temor comenzaron a hablar con franqueza (cf. Hch 2, 29; 4, 13; 4, 29.31). De pescadores atemorizados se convirtieron en heraldos valientes del Evangelio. Tampoco sus enemigos lograron entender cómo hombres «sin instrucción ni cultura» (cf. Hch 4, 13) fueran capaces de demostrar tanto valor y de soportar las contrariedades, los sufrimientos y las persecuciones con alegría. Nada podía detenerlos. A los que intentaban reducirlos al silencio respondían: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Así nació la Iglesia, que desde el día de Pentecostés no ha dejado de extender la Buena Noticia «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).

4. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia y principio de comunión

Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al Cenáculo donde los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando con María, la «Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente. La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados y «eficientes», sino el fruto de la oración comunitaria incesante (cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 75). La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén dispuestas a dar testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). El Siervo de Dios Juan Pablo II escribió que antes de ser acción, la misión de la Iglesia es testimonio e irradiación (cf. Enc. Redemptoris missio, 26). Así sucedía al inicio del cristianismo, cuando, como escribe Tertuliano, los paganos se convertían viendo el amor que reinaba entre los cristianos: «Ved –dicen– cómo se aman entre ellos» (cf. Apologético, 39, 7).

Concluyendo esta rápida mirada a la Palabra de Dios en la Biblia, os invito a notar cómo el Espíritu Santo es el don más alto de Dios al hombre, el testimonio supremo por tanto de su amor por nosotros, un amor que se expresa concretamente como «sí a la vida» que Dios quiere para cada una de sus criaturas. Este «sí a la vida» tiene su forma plena en Jesús de Nazaret y en su victoria sobre el mal mediante la redención. A este respecto, nunca olvidemos que el Evangelio de Jesús, precisamente en virtud del Espíritu, no se reduce a una mera constatación, sino que quiere ser «Buena Noticia para los pobres, libertad para los oprimidos, vista para los ciegos...». Es lo que se manifestó con vigor el día de Pentecostés, convirtiéndose en gracia y en tarea de la Iglesia para con el mundo, su misión prioritaria.

Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre en Jesucristo que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el Espíritu del Señor se acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular mediante vosotros, jóvenes, suscitar en el mundo el viento y el fuego de un nuevo Pentecostés.

5. El Espíritu Santo «Maestro interior»

Queridos jóvenes, el Espíritu Santo sigue actuando con poder en la Iglesia también hoy y sus frutos son abundantes en la medida en que estamos dispuestos a abrirnos a su fuerza renovadora. Para esto es importante que cada uno de nosotros lo conozca, entre en relación con Él y se deje guiar por Él. Pero aquí surge naturalmente una pregunta: ¿Quién es para mí el Espíritu Santo? Para muchos cristianos sigue siendo el «gran desconocido». Por eso, como preparación a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, he querido invitaros a profundizar en el conocimiento personal del Espíritu Santo. En nuestra profesión de de fe proclamamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo» (Credo Niceno-Constantinopolitano). Sí, el Espíritu Santo, Espíritu de amor del Padre y del Hijo, es Fuente de vida que nos santifica, «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Pero no basta conocerlo; es necesario acogerlo como guía de nuestras almas, como el «Maestro interior» que nos introduce en el Misterio trinitario, porque sólo Él puede abrirnos a la fe y permitirnos vivirla cada día en plenitud. Él nos impulsa hacia los demás, enciende en nosotros el fuego del amor, nos hace misioneros de la caridad de Dios.

Sé bien que vosotros, jóvenes, lleváis en el corazón una gran estima y amor hacia Jesús, cómo deseáis encontrarlo y hablar con Él. Pues bien, recordad que precisamente la presencia del Espíritu en nosotros atestigua, constituye y construye nuestra persona sobre la Persona misma de Jesús crucificado y resucitado. Por tanto, tengamos familiaridad con el Espíritu Santo, para tenerla con Jesús.

6. Los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía

Pero –diréis– ¿Cómo podemos dejarnos renovar por el Espíritu Santo y crecer en nuestra vida espiritual? La respuesta ya la sabéis: se puede mediante los Sacramentos, porque la fe nace y se robustece en nosotros gracias a los Sacramentos, sobre todo los de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, que son complementarios e inseparables (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1285). Esta verdad sobre los tres Sacramentos que están al inicio de nuestro ser cristianos se encuentra quizás desatendida en la vida de fe de no pocos cristianos, para los que estos son gestos del pasado, pero sin repercusión real en la actualidad, como raíces sin savia vital. Resulta que, una vez recibida la Confirmación, muchos jóvenes se alejan de la vida de fe. Y también hay jóvenes que ni siquiera reciben este sacramento. Sin embargo, con los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y después, de modo constante, de la Eucaristía, es como el Espíritu Santo nos hace hijos del Padre, hermanos de Jesús, miembros de su Iglesia, capaces de un verdadero testimonio del Evangelio, beneficiarios de la alegría de la fe.

Os invito por tanto a reflexionar sobre lo que aquí os escribo. Hoy es especialmente importante redescubrir el sacramento de la Confirmación y reencontrar su valor para nuestro crecimiento espiritual. Quien ha recibido los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, recuerde que se ha convertido en «templo del Espíritu»: Dios habita en él. Que sea siempre consciente de ello y haga que el tesoro que lleva dentro produzca frutos de santidad. Quien está bautizado, pero no ha recibido aún el sacramento de la Confirmación, que se prepare para recibirlo sabiendo que así se convertirá en un cristiano «pleno», porque la Confirmación perfecciona la gracia bautismal (cf. Ibíd., 1302-1304).

La Confirmación nos da una fuerza especial para testimoniar y glorificar a Dios con toda nuestra vida (cf. Rm 12, 1); nos hace íntimamente conscientes de nuestra pertenencia a la Iglesia, «Cuerpo de Cristo», del cual todos somos miembros vivos, solidarios los unos con los otros (cf. 1 Co 12, 12-25). Todo bautizado, dejándose guiar por el Espíritu, puede dar su propia aportación a la edificación de la Iglesia gracias a los carismas que Él nos da, porque «en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común» (1 Co 12, 7). Y cuando el Espíritu actúa produce en el alma sus frutos que son «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22). A cuantos, jóvenes como vosotros, no han recibido la Confirmación, les invito cordialmente a prepararse a recibir este sacramento, pidiendo la ayuda de sus sacerdotes. Es una especial ocasión de gracia que el Señor os ofrece: ¡no la dejéis escapar!

Quisiera añadir aquí una palabra sobre la Eucaristía. Para crecer en la vida cristiana es necesario alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. En efecto, hemos sido bautizados y confirmados con vistas a la Eucaristía (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1322; Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 17). Como «fuente y culmen» de la vida eclesial, la Eucaristía es un «Pentecostés perpetuo», porque cada vez que celebramos la Santa Misa recibimos el Espíritu Santo que nos une más profundamente a Cristo y nos transforma en Él. Queridos jóvenes, si participáis frecuentemente en la Celebración eucarística, si consagráis un poco de vuestro tiempo a la adoración del Santísimo Sacramento, a la Fuente del amor, que es la Eucaristía, os llegará esa gozosa determinación de dedicar la vida a seguir las pautas del Evangelio. Al mismo tiempo, experimentaréis que donde no llegan nuestras fuerzas, el Espíritu Santo nos transforma, nos colma de su fuerza y nos hace testigos plenos del ardor misionero de Cristo resucitado.

7. La necesidad y la urgencia de la misión

Muchos jóvenes miran su vida con aprensión y se plantean tantos interrogantes sobre su futuro. Ellos se preguntan preocupados: ¿Cómo insertarse en un mundo marcado por numerosas y graves injusticias y sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el egoísmo y la violencia que a veces parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido pleno a la vida? ¿Cómo contribuir para que los frutos del Espíritu que hemos recordado precedentemente, «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (n. 6), inunden este mundo herido y frágil, el mundo de los jóvenes sobre todo? ¿En qué condiciones el Espíritu vivificante de la primera creación, y sobre todo de la segunda creación o redención, puede convertirse en el alma nueva de la humanidad? No olvidemos que cuanto más grande es el don de Dios –y el del Espíritu de Jesús es el máximo– tanto más lo es la necesidad del mundo de recibirlo y, en consecuencia, más grande y apasionante es la misión de la Iglesia de dar un testimonio creíble de él. Y vosotros, jóvenes, con la Jornada Mundial de la Juventud, dais en cierto modo testimonio de querer participar en dicha misión. A este propósito, queridos amigos, me apremia recordaros aquí algunas verdades cruciales sobre las cuales meditar. Una vez más os repito que sólo Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas del corazón del hombre; sólo Él es capaz de humanizar la humanidad y conducirla a su «divinización». Con la fuerza de su Espíritu, Él infunde en nosotros la caridad divina, que nos hace capaces de amar al prójimo y prontos para a ponernos a su servicio. El Espíritu Santo ilumina, revelando a Cristo crucificado y resucitado, y nos indica el camino para asemejarnos más a Él, para ser precisamente «expresión e instrumento del amor que de Él emana» (Enc. Deus caritas est, 33). Y quien se deja guiar por el Espíritu comprende que ponerse al servicio del Evangelio no es una opción facultativa, porque advierte la urgencia de transmitir a los demás esta Buena Noticia. Sin embargo, es necesario recordarlo una vez más, sólo podemos ser testigos de Cristo si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, que es «el agente principal de la evangelización» (cf. Evangelii nuntiandi, 75) y «el protagonista de la misión» (cf. Redemptoris missio, 21). Queridos jóvenes, como han reiterado tantas veces mis venerados Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, anunciar el Evangelio y testimoniar la fe es hoy más necesario que nunca (cf. Redemptoris missio, 1). Alguno puede pensar que presentar el tesoro precioso de la fe a las personas que no la comparten significa ser intolerantes con ellos, pero no es así, porque proponer a Cristo no significa imponerlo (cf. Evangelii nuntiandi, 80). Además, doce Apóstoles, hace ya dos mil años, han dado la vida para que Cristo fuese conocido y amado. Desde entonces, el Evangelio sigue difundiéndose a través de los tiempos gracias a hombres y mujeres animados por el mismo fervor misionero. Por lo tanto, también hoy se necesitan discípulos de Cristo que no escatimen tiempo ni energía para servir al Evangelio. Se necesitan jóvenes que dejen arder dentro de sí el amor de Dios y respondan generosamente a su llamamiento apremiante, como lo han hecho tantos jóvenes beatos y santos del pasado y también de tiempos cercanos al nuestro. En particular, os aseguro que el Espíritu de Jesús os invita hoy a vosotros, jóvenes, a ser portadores de la buena noticia de Jesús a vuestros coetáneos. La indudable dificultad de los adultos de tratar de manera comprensible y convincente con el ámbito juvenil puede ser un signo con el cual el Espíritu quiere impulsaros a vosotros, jóvenes, a que os hagáis cargo de ello. Vosotros conocéis el idealismo, el lenguaje y también las heridas, las expectativas y, al mismo tiempo, el deseo de bienestar de vuestros coetáneos. Tenéis ante vosotros el vasto mundo de los afectos, del trabajo, de la formación, de la expectativa, del sufrimiento juvenil... Que cada uno de vosotros tenga la valentía de prometer al Espíritu Santo llevar a un joven a Jesucristo, como mejor lo considere, sabiendo «dar razón de vuestra esperanza, pero con mansedumbre » (cf. 1 P 3, 15).

Pero para lograr este objetivo, queridos amigos, sed santos, sed misioneros, porque nunca se puede separar la santidad de la misión (cf. Redemptoris missio, 90). Non tengáis miedo de convertiros en santos misioneros como San Francisco Javier, que recorrió el Extremo Oriente anunciando la Buena Noticia hasta el límite de sus fuerzas, o como Santa Teresa del Niño Jesús, que fue misionera aún sin haber dejado el Carmelo: tanto el uno como la otra son «Patronos de las Misiones». Estad listos a poner en juego vuestra vida para iluminar el mundo con la verdad de Cristo; para responder con amor al odio y al desprecio de la vida; para proclamar la esperanza de Cristo resucitado en cada rincón de la tierra.

8. Invocar un «nuevo Pentecostés» sobre el mundo

Queridos jóvenes, os espero en gran número en julio de 2008 en Sydney. Será una ocasión providencial para experimentar plenamente el poder del Espíritu Santo. Venid muchos, para ser signo de esperanza y sustento precioso para las comunidades de la Iglesia en Australia que se preparan para acogeros. Para los jóvenes del país que nos hospedará será una ocasión excepcional de anunciar la belleza y el gozo del Evangelio a una sociedad secularizada de muchas maneras. Australia, como toda Oceanía, tiene necesidad de redescubrir sus raíces cristianas. En la Exhortación postsinodal Ecclesia in Oceania Juan Pablo II escribía: «Con la fuerza del Espíritu Santo, la Iglesia en Oceanía se está preparando para una nueva evangelización de pueblos que hoy tienen hambre de Cristo... La nueva evangelización es una prioridad para la Iglesia en Oceanía» (n. 18).

Os invito a dedicar tiempo a la oración y a vuestra formación espiritual en este último tramo del camino que nos conduce a la XXIII Jornada Mundial de la Juventud, para que en Sydney podáis renovar las promesas de vuestro Bautismo y de vuestra Confirmación. Juntos invocaremos al Espíritu Santo, pidiendo con confianza a Dios el don de un nuevo Pentecostés para la Iglesia y para la humanidad del tercer milenio.

María, unida en oración a los Apóstoles en el Cenáculo, os acompañe durante estos meses y obtenga para todos los jóvenes cristianos una nueva efusión del Espíritu Santo que inflame los corazones. Recordad: ¡la Iglesia confía en vosotros! Nosotros, los Pastores, en particular, oramos para que améis y hagáis amar siempre más a Jesús y lo sigáis fielmente. Con estos sentimientos os bendigo a todos con gran afecto.

En Lorenzago, 20 de julio de 2007

BENEDICTO XVI

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