En opinión de muchos, con la Declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae [1], la Iglesia Católica aceptaba tardíamente principios que con el tiempo habían llegado a ser evidentes en la mayoría de los países civilizados. Hay quienes insinuaban que la Iglesia estaba saludando a un principio fundamental de las Luces después de oponerse al mismo durante tres siglos. Escribiendo en enero de 1965 (es decir, casi un año antes de DH), John Courtney Murray S.J. afirmaba que el principio de la libertad religiosa estaba “aceptado por la conciencia común de los hombres y las naciones. Por este motivo, la Iglesia se encontraba en la fastidiosa situación de llegar sumamente tarde, con la poderosa artillería de su autoridad, en una guerra que ya se había ganado” [2]

Semejantes interpretaciones habrían podido justificarse si la Iglesia Católica se hubiese contentado con repetir lo ya reconocido, por ejemplo, en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948; pero el lector no debe subestimar el carácter esencialmente cristiano y católico de la enseñanza del Concilio. Con el fin de apreciar de mejor manera este aspecto del problema, lo mejor es seguir las declaraciones de Juan Pablo II durante los treinta y cinco últimos años.

Desde el comienzo de su episcopado y después del 13 de julio de 1964, el obispo Karol Wojtyla manifestó un vivo interés por la Declaración en gestación. Posteriormente, en calidad de cardenal y luego de papa, continuó acogiendo las realizaciones del Concilio Vaticano II, aplicándolas a situaciones cambiantes e interpretándolas a la luz de sus propias perspectivas filosóficas y teológicas.

En su obra La renovación en sus fuentes [3], escrita en 1972 con ocasión de un sínodo de su arquidiócesis de Cracovia, el cardenal Wojtyla dio gran importancia a la libertad religiosa. Retomó este mismo tema en varias de sus encíclicas, tales como Redemptor hominis (RH), Centesimus annus (CA) y Veritatis splendor (VS), así como en muchos de sus discursos y en su libro titulado Cruzando el umbral de la esperanza. El siguiente extracto de su mensaje de 1988 para la Jornada mundial de la paz manifiesta la importancia que atribuía a este tema:

«La libertad religiosa es un requisito esencial de la dignidad de cada persona, es la piedra angular del edificio de los derechos humanos, y por este motivo un factor insustituible del bienestar de los individuos y de toda la sociedad, así como de la realización personal de cada uno. Por consiguiente, la libertad de los individuos y las comunidades de profesar y practicar su religión es un elemento esencial en una coexistencia humana pacífica... El derecho civil y social a la libertad religiosa, por cuanto corresponde a la parte más íntima del espíritu, constituye un punto de referencia para otros derechos fundamentales y de alguna manera llega a ser un criterio para los otros derechos» [4].

En el Concilio Vaticano II, el obispo Wojtyla hizo no menos de cinco intervenciones sobre la libertad religiosa, dos verbales y tres por escrito [5]. Gracias a críticas como las suyas, el esquema se revisó de manera significativa. En sus primeras redacciones, se contentaba con esforzarse por defender a la Iglesia Católica contra la acusación de intolerancia, pero en su redacción final el documento hizo bastante más. Presentó los principios básicos de una teología positiva de la libertad religiosa, principios totalmente distintos de los del liberalismo y las Luces. En sus dos últimas intervenciones, el arzobispo Wojtyla manifestó su satisfacción ante los cambios llevados a cabo hasta ese momento. La concepción de Juan Pablo II sobre la libertad religiosa puede resumirse en diez grandes posiciones, todas ellas abordadas en la Declaración conciliar.

Doctrina teológica

Cuando los primeros esbozos de la declaración parecían abordar el tema en una perspectiva parecida a aquella de la Declaración Universal de Derechos Humanos y de la constitución civil de una serie de estados, el arzobispo Wojtyla, entre otros, insistió: sería indigno del Concilio contentarse con adoptar una posición simple haciendo eco a esos textos. El mundo —dijo— no esperaba del Concilio una lección de filosofía política. Haciendo suyos esos principios constitucionales básicos, el Concilio debía presentar la doctrina de la Iglesia con la revelación divina como fundamento de la misma (IV, II; V, 293).

El principio mismo de la libertad religiosa, según Wojtyla, se basa en la revelación; esta afirma la dignidad del ser humano en cuanto sujeto responsable, creado a imagen y semejanza de Dios y destinado a poseer la vida eterna en unión con Cristo Redentor (V, II). De acuerdo con una antropología auténticamente teológica, las personas humanas, sujetos morales, alcanzan la plenitud de su humanidad actuando por iniciativa propia y bajo su propia responsabilidad (La renovación en sus fuentes, 23), lo cual es superiormente verdadero en el ámbito religioso, ya que Dios no puede ser auténticamente adorado sino mediante una libre decisión del hombre y en verdad (Jn 4, 23; III, 767). La adhesión a la religión cristiana necesita la fe, una libre aceptación de la palabra de Dios y de su revelación en este mundo (La renovación en sus fuentes, 23).

Los primeros esbozos de Dignitatis humanae, en conformidad con una metodología escolástica posterior a las Luces, partían analizando la doctrina como algo susceptible de alcanzarse mediante la razón natural, para luego presentar las profundizaciones provenientes de la revelación cristiana. El arzobispo Wojtyla exhortó por consiguiente a proceder en dirección opuesta. La enseñanza sobre la libertad religiosa —sostenía él— se basaba de hecho en la revelación. Lo que se pide es que los seres humanos sean liberados del pecado y el error. Si es posible captar en cierta medida el principio de la libertad religiosa a la luz de la razón, tanto mejor (V, 293); pero, para el obispo Wojtyla, el orden moral cristiano “contiene en sí mismo el orden moral natural y todos los derechos del ser humano, y además los eleva, los anima y los santifica” (III, 767).

Hasta fines de 1965, el esquema de declaración permaneció dividido en un primer capítulo titulado “La doctrina de la libertad religiosa deducida de la razón” y un segundo capítulo titulado “La doctrina de la libertad religiosa a la luz de la revelación”. Karol Wojtyla hizo una objeción, señalando que los dos capítulos, de los respectivos puntos de vista de la razón y la revelación, enseñaban la misma doctrina. La revelación, sin embargo, proporciona una comprensión más profunda de la base de la libertad religiosa partiendo de la dignidad del ser humano (IV, 11; V, 293). Para satisfacción de Wojtyla, las palabras “deducida de la razón” al final se eliminaron del título del capítulo.

Al presentar la enseñanza del Concilio a su Arquidiócesis de Cracovia, el cardenal Wojtyla pareció, con todo, satisfecho con la estrategia mediante la cual la declaración sostuvo los derechos a la libertad religiosa, “en primer lugar a partir de principios racionales, para luego proceder en la segunda parte del documento a su prolongación desde el punto de vista teológico, analizando la libertad religiosa a la luz de la revelación” [6].

Además, en su primera encíclica, Redemptor hominis, Juan Pablo II subrayó el hecho de que en Dignitatis humanae la libertad religiosa se justificaba no solo en el plano religioso, sino también desde el punto de vista de la ley natural, es decir, de “la postura puramente humana, sobre la base de las premisas dictadas por la misma experiencia del hombre, por su razón y por el sentido de su dignidad” (RH, 17). Junto con pensar que en su doctrina los católicos se basarán en primer lugar en la revelación, el Papa tiene conciencia de las ventajas prácticas de presentar en la mayor medida posible esta doctrina con argumentos comprensibles tanto para los creyentes como para los no creyentes.

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Conceptos positivos y negativos

Algunos obispos y teólogos, abordando la libertad religiosa como un problema político, deseaban que la declaración enunciase una definición puramente negativa y jurídica, es decir, inmunidad de coerción externa en la práctica de la religión. Wojtyla estuvo entre quienes se opusieron a esta definición, por considerarla parcial e inadecuada. Como él mismo expresó, esta definición corresponde a una noción más bien de tolerancia religiosa que de libertad (III, 766). La definición puramente negativa podría explotarse fácilmente para promover formas inaceptables de liberalismo e indiferentismo (IV, 2).

Era imperativo, por consiguiente, trabajar con una concepción positiva de la libertad religiosa, arraigada en una comprensión teológica de la dignidad de la persona en sus relaciones con Dios. En esta perspectiva, la libertad no constituye en sí misma un fin, sino un medio gracias al cual los hombres y las mujeres realizan su destino en conformidad con su dignidad de personas. La libertad religiosa les da la posibilidad de dedicarse consciente y deliberadamente a la trascendencia (III, 766; La renovación en sus fuentes, p. 23).

La concepción positiva de la libertad muestra claramente que los seres humanos no deben ser considerados por la sociedad como instrumentos, ya que la sociedad está instituida para beneficiarlos. La religión puede entonces considerarse como la más alta realización de la naturaleza humana: consiste en la adhesión libre, personal y consciente del espíritu humano a Dios. Por cuanto, dada su naturaleza, la religión trasciende todo lo que existe en este mundo, debería ser evidente que ninguna autoridad humana puede interponerse, forzando a la gente en la esfera íntima de su persona que está en relación con Dios (I, 532, La renovación en sus fuentes, p. 22). En los términos de Dignitatis humanae, el gobierno civil “excede su competencia si pretende dirigir o impedir los actos religiosos” (DH, 3). 

Libertad y verdad

La libertad es otorgada a los seres humanos para que puedan alcanzar y adoptar personalmente lo que es realmente bueno para ellos. De acuerdo con la declaración, todos los hombres están “impulsados por su misma naturaleza y están obligados además moralmente a buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a aceptar la verdad conocida y a disponer toda su vida según sus exigencias” (DH, 2).

Estas enseñanzas son totalmente acordes con lo enseñado por Juan Pablo II. En su primer discurso en el Vaticano II, objetó el esbozo en curso de la declaración por cuanto esta no destacaba el hecho de que la libertad depende de la verdad. “Pues la libertad por una parte es otorgada con el fin de alcanzar la verdad y (por otra parte) no puede alcanzar su perfección sino mediante la verdad” (I, 531). Y asoció esto con las palabras de Jesús: “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32). El mismo tema sigue apareciendo en varias de sus encíclicas. En Redemptor hominis, señala:

«Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo» (RH, 12).

En Veritatis splendor, Juan Pablo II destaca una serie de desviaciones recientes de la teología moral, como la negación del hecho de que la libertad dependa de la verdad. La libertad auténtica —declara él— nunca es libertad con respecto a la verdad, sino siempre “en la verdad” (VS, 64). Más adelante, en la misma encíclica, denuncia: “La cultura contemporánea ha perdido en gran parte este vínculo esencial entre Verdad-Bien-Libertad” (VS, 84). En Centesimus annus, prosigue con el mismo tema en sus ramificaciones políticas:

«A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (CA, 46). El análisis de Wojtyla del carácter autodestructivo de la libertad sin referencia a la responsabilidad coincide en gran medida con las reflexiones de autores profundos tales como Mikael Polanyi y Vaclav Havel [7].

Libertad y responsabilidad

Evitando los excesos del liberalismo, Dignitatis humanae declara que “en el uso de todas las libertades hay que observar el principio moral de la responsabilidad personal y social” (DH, 7). La declaración enunciaba además: “Por lo tanto, la libertad religiosa se debe también ordenar a contribuir a que los hombres actúen con mayor responsabilidad en el cumplimiento de sus propios deberes en la vida social” (DH, 8). Estos pasajes respondían al deseo de obispos como Wojtyla de que la declaración destacase que los seres humanos son responsables ante Dios y ante los demás del uso que hacen de su libertad. No basta —recordaba él a los Padres— con decir “Soy libre en esta materia”, a menos que también se diga “Soy responsable”. Esto —señalaba él— es la doctrina de los confesores y los mártires. La responsabilidad es el complemento necesario de la libertad (IV, 12).

Comentando Dignitatis humanae para su arquidiócesis, el cardenal Wojtyla repetía que la libertad y la responsabilidad son mutuamente dependientes. A menos que seamos libres, no podemos ser responsables, y viceversa, no podemos evadir la responsabilidad de lo que hemos emprendido libremente (La renovación en sus fuentes, 292).

Los derechos de la conciencia

En el primer esbozo de Dignitatis humanae, al parecer el derecho a la libertad religiosa se basaba en el derecho de la persona a obrar de acuerdo con su conciencia. En esbozos posteriores, este argumento se debilitó considerablemente. En mi opinión, Wojtyla habría aprobado la siguiente declaración de John Courtney Murray, uno de sus principales redactores:

«Vale la pena advertir que la declaración no fundamenta el derecho al libre ejercicio religioso sobre la base de “la libertad de conciencia”. Semejante proposición no aparece en parte alguna. Y en ninguna parte la declaración apoya la teoría a menudo evocada por esta proposición, que —dicho más precisamente— tengo derecho a hacer lo que me dicta mi conciencia simplemente porque esta me dice que lo haga. Es una teoría peligrosa. Su especial peligro es el subjetivismo, la noción según la cual en definitiva es mi conciencia y no la verdad objetiva quien determina lo que es o no justo, verdadero o falso» [8].

De acuerdo con Dignitatis humanae, “la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo y los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor” (DH, 3). Adquirimos conocimiento de los imperativos de la ley divina por mediación de la conciencia. Por este motivo, estamos obligados a guiarnos por los juicios de nuestra conciencia aun cuando esta sea errónea. Wojtyla, comentando esta enseñanza, objeta el hecho de que si bien tenemos el derecho y la obligación de seguir las opciones de una conciencia recta y verdadera, no tenemos semejante derecho tratándose de una conciencia errónea, aun cuando subjetivamente podemos estar obligados a obedecerle. En estricto rigor —dice—, la conciencia no es un medio para conocer la ley divina, sino puramente un medio para aplicar esta ley a acciones concretas (III, 766-67).

En Veritatis splendor, Juan Pablo II tiene muchas cosas más que decir sobre la conciencia. Subraya cómo han deformado el concepto de conciencia los pensadores modernos, que han perdido el sentido de lo trascendente. A menudo describen la conciencia como un tribunal supremo de carácter infalible que nos exime de considerar la ley y la verdad, reemplazándolas por criterios puramente subjetivos e individualistas como la sinceridad y la autenticidad (VS, 32). La voz de la conciencia nos ordena obedecer la ley de Dios, pero por sí misma no nos dice lo que es esta ley. «Por cuanto manifiesta la presencia de una inteligencia y una voluntad superiores a las cuales estamos sometidos, la conciencia despierta en el hombre una preocupación y una ansiedad en la búsqueda del tipo de acción requerido, aquí y ahora, para hacer el bien y evitar el mal. Muy lejos de hacer caso omiso de la autoridad, la conciencia nos impulsa por el contrario a buscar directivas de la autoridad competente» [9].

Límites de la libertad religiosa

Una versión del comienzo de la declaración afirmaba que ninguna autoridad humana estaba dotada de autoridad para impedir a la gente guiarse por una conciencia errónea. El arzobispo Wojtyla observó que era preciso modificar esa afirmación con el fin de precisar que ningún poder humano tenía derecho a ejercer presión sobre los seres humanos que sostienen errores, a menos que esas personas se perjudiquen a sí mismas o hagan daño a los demás. Es totalmente evidente que los padres o cualquier otro superior legítimo pueden ejercer cierta presión en personas extraviadas en proporción con el peligro que constituyen con el fin de prevenir el mal que podrían hacer (III, 768).

En relación con otro tema, el mismo esbozo afirmaba que algunas personas podrían ver restringido el ejercicio de su libertad religiosa con el fin de salvaguardar el bien común de la sociedad. Para Wojtyla, esa afirmación abría la puerta a interpretaciones discutibles a menos que se excluyesen falsas nociones del bien común. En nuestra cultura utilitaria, el bien común suele confundirse con los intereses de un partido (III, 768).

Un esbozo posterior afirmaba que la libertad religiosa podía limitarse “en función de normas jurídicas requeridas por la necesidad del orden público” (V, 292). El arzobispo Wojtyla señaló que esta afirmación era igualmente insatisfactoria, ya que podía interpretarse como que permitía a los legisladores civiles imponer límites a una prerrogativa basada en lo divino. Únicamente la ley divina —indicaba— puede limitar una prerrogativa concedida divinamente. Por consiguiente, proponía modificar el texto en relación con los abusos de la libertad religiosa, los cuales no podrían restringirse mediante la fuerza a menos que fuesen moralmente malos (V, 293; IV, 12-13). Tal vez a raíz de la intervención de Wojtyla, la redacción de los artículos 2 y 3 de DH fue modificada insertándose el calificativo “justo” antes de las palabras “orden público” [10].

Ramificaciones sociales

La libertad religiosa tiene ramificaciones sociales. Como se enuncia en Dignitatis humanae, “la misma naturaleza social del hombre exige que este manifieste externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese su religión de forma comunitaria”(DH, 3). En sus intervenciones durante el Concilio, Wojtyla insistió, considerando la situación de Polonia, en el hecho de que este derecho implicaba la libertad de los individuos y las comunidades de transmitir sus convicciones sinceras dando testimonio de su fe, así como el derecho de los padres de educar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones religiosas. Estos derechos no están debidamente protegidos únicamente mediante el principio de tolerancia (I, 532; III, 766).

En su primera encíclica, Juan Pablo II protestó contra la negación de la libertad religiosa, tanto a los individuos como a las comunidades, por parte de los regímenes totalitarios de la época (RH, 17). En su discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1979, se refirió al artículo 3 de Dignitatis humanae, anteriormente citado. Las expectativas religiosas de las personas —declaró— no están salvaguardadas mientras no se reconozca la libertad a las instituciones religiosas [11].

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En su discurso de 1995, Juan Pablo II llamó la atención sobre otra amenaza para la libertad religiosa, que calificó de “más sutil que la persecución abierta”. “En muchas sociedades democráticas —destacó—, los ciudadanos están sometidos a presiones sociales para restringir sus convicciones religiosas al ámbito privado y evitar que estas puedan influir en su comportamiento público. ¿No significa eso —preguntó— que, además de excluir la contribución de la religión en su vida institucional, la sociedad promueve una cultura que redefine al hombre como menos de lo que es?” [12]. Esta pregunta parece especialmente pertinente para Estados Unidos, donde se admite casi como axioma que la religión no debe influir en el orden público.

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Implicaciones ecuménicas

La Declaración sobre la libertad religiosa tiene su origen en el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, donde se concibió con la intención de eliminar un importante obstáculo para las relaciones con comunidades cristianas fuera de la Iglesia. En algunas naciones tradicionalmente católicas, el Estado ha usado su autoridad para impedir a las organizaciones no católicas profesar su fe públicamente y practicar un culto en conformidad con su conciencia. Cuando el documento en elaboración se separó del Decreto sobre el ecumenismo, aumentó su preocupación inicial sobre la intolerancia de las Iglesias establecidas, convirtiéndose en una preocupación por justificar la libertad religiosa, considerándola como un derecho humano contra quienquiera pretendiese restringirla, incluyendo los regímenes ateos. El arzobispo Wojtyla se opuso al esquema propuesto en la tercera sesión del Concilio por el hecho de que no distinguía suficientemente entre los problemas de las relaciones Iglesia/ Estado y los problemas planteados por la acción ecuménica. En el ámbito civil, decía, el problema de la tolerancia es central, pero en el ámbito ecuménico no es suficiente decir que las diversas comunidades religiosas deben tolerarse. Semejante programa podría simplemente endurecer las diferencias existentes. El objetivo de la acción ecuménica es superar los cismas y unir a los cristianos en la verdad. Es preciso comprender claramente que la finalidad del diálogo ecuménico es progresar hacia la aceptación total de la verdad por todos los participantes. Únicamente la verdad liberará al cristianismo de sus múltiples separaciones (I, 531).

Las intervenciones del arzobispo Wojtyla sobre este tema en el Vaticano II anuncian uno de los temas principales de su pontificado. Se comprometió con el ecumenismo en forma sumamente prioritaria, pero el ecumenismo no consiste para él en una acción diplomática eclesiástica. Para él, Cristo quiere que todos sus discípulos no solo sean uno, sino uno en la verdad. En un discurso en la Curia romana, el 28 de junio de 1980, declaró: “La unión de los cristianos no debe apuntar a un ‘arreglo’ entre diversas posiciones teológicas, sino únicamente a una agrupación común en la plenitud más amplia y cabal de la verdad cristiana” [13]. En su encíclica capital sobre el ecumenismo, Ut unum sint (1995), escribió: “La unidad querida por Dios solo se puede realizar en la adhesión común al contenido íntegro de la fe revelada. En materia de fe, una solución de compromiso está en contradicción con Dios que es la Verdad” (UUS 18). Juan Pablo II niega que el diálogo ecuménico o interreligioso sea equivalente a una proclamación. Un diálogo auténtico —afirma— incluye tanto la proclamación como su exigencia interna.

El rechazo de un arreglo está en perfecta conformidad con la enseñanza del Decreto sobre el ecumenismo del Vaticano II, Unitatis redintegratio, que hacía una advertencia contra un enfoque falso basado en la conciliación y destacaba que únicamente la Iglesia Católica había conservado enteramente el depósito de la verdad revelada y todos los caminos de gracia establecidos por Cristo (UR, 4 y 11). Del mismo modo, Dignitatis humanae enseña que Dios dio a conocer el camino de la salvación, camino en el cual debemos servirlo y ser salvados por Cristo. “Creemos que esta única y verdadera religión subsiste en la Iglesia Católica y Apostólica” (DH, 1). La declaración es explícita en dejar intacta “la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo” (ibíd.). Por consiguiente, la libertad religiosa no favorece ni el indiferentismo ni el relativismo. Se examinará más adelante, en la sección sobre la Iglesia y el Estado, la naturaleza de las obligaciones de la sociedad para con la verdadera religión.

La violencia religiosa

En artículos citados con frecuencia por Juan Pablo II en sus escritos más recientes, Dignitatis humanae enseña que no se debía recurrir a la coerción para llevar a la gente a profesar la verdadera religión. En su segundo capítulo, la declaración destacaba que el acto de fe, siendo libre por naturaleza, no podía obtenerse mediante la coacción (DH, 9). Llamaba la atención sobre la suavidad y la humildad de Cristo mismo, quien se negaba a imponer el Evangelio por la fuerza (DH, 11). Juan Pablo II, 090909090909 por su parte, reconoce que “Dios no desea en absoluto obligarnos a responder a su palabra” y que “el hombre no puede ser obligado a aceptar la verdad” [14].

Examinando retrospectivamente la historia, la Declaración subrayaba que la Iglesia siempre enseñó que el acto de fe debía proceder de una decisión libre y consciente, pero reconocía que, como la Iglesia “peregrinó a través de las vicisitudes de la historia humana, se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico, e incluso contrario a él” (DH, 12).

El tema de la penitencia por todos los pecados de violencia cometidos en nombre de la religión constituyó un componente capital de la celebración del Gran Jubileo del año 2000. En su carta apostólica Tertio millennio adveniente, de 1994, recordó:

«Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad... De estos trazos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe llevar a todo cristiano a tener buena cuenta del principio de oro dictado por el Concilio: “La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas” (TMA, 35, citando DH, 1)».

En el oficio penitencial celebrado en la Basílica de San Pedro el primer domingo de Cuaresma, el 12 de marzo del año 2000, el Papa pidió perdón a Dios por siete categorías de pecados, entre los cuales se encontraban los pecados de violencia cometidos en servicio de la verdad. Luego, el 23 de marzo, hablando ante el monumento conmemorativo del Holocausto en Jerusalén, expresó la profunda tristeza de la Iglesia Católica por las persecuciones llevadas a cabo por cristianos contra los judíos en todas las épocas y lugares [15].

La Iglesia y el Estado

Con Dignitatis humanae, el Vaticano II enseñó que el Estado debía mantener condiciones favorables para la vida religiosa y salvaguardar la libertad religiosa de todos los ciudadanos. Rechazó toda unión de la Iglesia y el Estado que autorizase al Estado a imponer una determinada religión a la población o a impedir a personas de diversas religiones practicar o profesar públicamente su religión. Durante el Concilio algunas voces pidieron dejar de lado la idea de una religión establecida; pero el cardenal Heenan, arzobispo de Westminster, hizo notar que el tipo de institucionalidad religiosa existente en la Inglaterra de hoy es enteramente compatible con la libertad religiosa. Por consiguiente, el Concilio se contentó con declarar que “si se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas” (DH, 6).

Como se destaca anteriormente, la Declaración afirmó también que deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca de los deberes de la sociedad para con la única verdadera Iglesia (DH, 1). La preocupación preeminente de la Iglesia —se declaró más abajo— es “que disfrute de tanta libertad de acción cuanta requiera el cuidado de la salvación de los hombres” (DH, 13). En un mensaje a los dirigentes políticos, al final del Concilio, Pablo VI planteó el asunto de la siguiente manera: “¿Qué os pide hoy la Iglesia?”, y dio la respuesta: “Os lo dice en uno de los principales documentos del Concilio: os pide únicamente la libertad, la libertad de creer en la propia fe y predicar sobre ella, la libertad de amar a Dios y servirle, la libertad de vivir y presentar a los hombres Su mensaje de vida. No temáis... permitid a Cristo ejercer su acción purificadora sobre la sociedad” [16].

Estas palabras anticipan la homilía inaugural de Juan Pablo II, en la cual hizo un llamado a las naciones del mundo a “abrir ampliamente las puertas a Cristo” [17].

Después de Dignitatis humanae y Pablo VI, el cardenal Wojtyla, en La renovación en sus fuentes, se abstuvo de solicitar al Estado privilegios especiales para el catolicismo por ser la religión verdadera. Únicamente le pidió a este asegurar a la Iglesia “una verdadera libertad para predicar su fe, proclamar su doctrina en la sociedad, cumplir su misión sin trabas y publicar juicios morales incluso en relación con el ámbito político” [18].

En 1988, visitando el Parlamento Europeo en Estrasburgo, Juan Pablo II invocó la distinción hecha por Cristo entre las cosas pertenecientes al César y aquellas que no le pertenecen. “El integralismo”, que desearía excluir de la comunidad civil a quienes no profesen la verdadera fe, va más allá de esos límites. Desde el punto de vista del Papa, la cristiandad medieval occidental no logra distinguir suficientemente entre el ámbito civil y el religioso. Más deplorable aún fue, a comienzos de la época moderna, el principio “Cuius regio eius religio” (“La religión del pueblo es la de su Príncipe”), que condujo a conversiones forzosas, crueles expulsiones y sanguinarios martirios [19].

En la actualidad, los principales contraventores de la libertad religiosa fueron los regímenes marxistas, pero también causó dificultades el establecimiento exclusivo de religiones no cristianas en diversas naciones de Asia y África. En nombre de los derechos humanos, el Papa protesta contra la opresión religiosa dondequiera exista. En los primeros años de su pontificado, lanzó un llamado moral sumamente eficaz contra los gobiernos marxistas de Europa central y oriental. En su visita a Cuba, en 1998, volvió a hablar del tema de la libertad religiosa con las siguientes palabras:

«Cuando la Iglesia pide libertad religiosa, no solicita un regalo, un privilegio o un permiso dependiente de situaciones contingentes, estrategias políticas o buena voluntad de las autoridades. Pide más bien el reconocimiento de un derecho humano inalienable... No se trata de un derecho vinculado con la Iglesia como institución; se trata también de un derecho vinculado con todas las personas y todos los pueblos» [20].

Conclusión

Partiendo de la objeción en el sentido de que el Vaticano II, en su Declaración sobre la libertad religiosa, simplemente reafirmó un principio ya reconocido por la legislación de las naciones más civilizadas, he procurado mostrar que si bien la Declaración acepta el concepto jurídico de libertad como inmunidad de toda coerción, no se detiene allí. Gracias a la contribución de obispos como Wojtyla, Dignitatis humanae propuso una doctrina positiva de la libertad religiosa basada tanto en la revelación como en la razón [21]. De acuerdo con esta doctrina, el derecho a la libertad está arraigado en la dignidad de la persona humana, hecha a imagen de Dios y llamada a participar en la vida divina en Jesucristo. La libertad está dirigida hacia la verdad y constituye un camino para alcanzar una unión personal con Dios. Esta perspectiva teológica, a diferencia de la perspectiva utilitarista o pragmatista, proporciona una sólida base racional para considerar a la libertad religiosa un derecho inviolable. Como toda libertad auténtica, la libertad religiosa es inseparable de todo cuanto es verdadero y bueno. Inevitablemente, impone además una responsabilidad moral. A partir del Concilio, para Juan Pablo II la libertad religiosa constituyó un tema central de su programa sobre el ecumenismo y para posicionar a la Iglesia en el mundo de hoy. En ciertos aspectos como, por ejemplo, su repudio al integralismo [22], su llamado al arrepentimiento por los actos de violencia religiosa del pasado y su denuncia de la tendencia actual a restringir la religión al ámbito de la vida privada, llegó más lejos que el Concilio. Así como la Declaración conciliar se construyó a partir del trabajo previo de los papas recientes, también prosigue con intérpretes como Juan Pablo II, que extraen del depósito de las cosas nuevas y antiguas.


Notas

[1] Esta Declaración, aprobada el 7 de diciembre de 1965, se mencionará en el texto con la abreviatura DH.
[2] J. C. Murray S.J., This Matter of Religious Freedom, America 112, 1965, p.43. Nuevamente en su comentario sobre DH, Murray señaló que el principio de la libertad religiosa se reconocía desde hacía mucho tiempo en la ley constitucional, y por consiguiente “siendo totalmente honestos, debemos reconocer que la Iglesia está atrasada en cuanto al reconocimiento de la validez de este principio”. Ver W. M. Abbott, ed., The Documents of Vatican II, New York, America Press, 1966, p. 673.
[3] Juan Pablo II, Sources of Renewal, San Francisco, Harper and Row, 1980)/ versión en español: La renovación en sus fuentes, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1982.
[4] Juan Pablo II, “Religious Freedom: Condition of peace” World Peace Day Message, 7 diciembre 1987, Origins 17, nº 28 (24 diciembre1987) pp. 493-94.
[5] Los números I a V entre paréntesis en el texto se refieren a lo siguiente: (I) Discurso del 25-09-1964 en AS III/2, 83Q-32; (II) Intervención escrita en AS III/II, 838-39; (III) Intervención escrita en AS III/3, 766-67; (IV) Discurso del 22-09-1965, en el nombre de los obispos polacos en AS IV/2, 11-13; (V) Intervención escrita en AS/ IV/2, 292-93. Las abreviaturas AS se refieren al Acta synodalia del Vaticano II (Ciudad del Vaticano), 1970-78). 
[6] Juan Pablo II, Sources of Renewal, San Francisco, Harper and Row, 1980, p. 409. Cfr. Nota 3. 
[7] M. Polanyi, The Logic of Liberty, Indianapolis, Liberty Fund, 1998; V. Havel, Living in Truth, Faber and Faber, London, 1987.
[8] J. C. Murray S.J., Commentary on Dignitatis humanae en Abbott, ed., Documents of Vatican II, 679, nº 5.
[9] Para un tratamiento más completo de estos puntos, ver Avery Dulles, “The Truth about Freedom; A Theme from John Paul II” en J.A. DiNoia, o.p., y Romanus Cessario, o.p., Veritatis Splendor and the Renewal of Moral Theology, Chicago, Midwest Theological Forum, 1999, pp. 129-42, a 135-37.
[10] En Religious Liberty and Contraception, Melbourne, John XXIII Fellowship Coop Ltd., 1988, 99, Brian W. Harrison advierte una revisión similar en DH 7 (el cambio textual de “orden público” por “orden moral objetivo” se debe al influjo de la intervención de Wojtyla).
[11] Juan Pablo II, “The U.N. Address”, Address to the U.N. General Assembly, 2 October 1979, en Origins 9; nº17 (11 octubre 1979), p. 265.
[12] Mensaje de Juan Pablo II del 7 de diciembre de 1995 para la Conferencia sobre Secularismo y Libertad Religiosa auspiciada por la Becker Fund for Religious Freedom y organizado por el Pontificio Ateneo “Regina Apostolorum”. Texto firmado por el Papa en L’Osservatore Romano (20/27 diciembre 1995, 4/7)
[13] Juan Pablo II, “The Pope reviews His Pontificate”. Discurso a los Cardenales de Roma y miembros de la curia 28 junio 1980, nº 17, en Origins 10, nº 11 (28 agosto 1980), p. 171.
[14] Juan Pablo II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, Editorial Plaza & Janés, Barcelona, 1995.
[15] Juan Pablo II, “The depth of the Holocaust’s Horrors”, Origins 29 (6 abril 2000), p. 679.
[16] Vaticano II, “Closing Message to Rulers” en W. M. Abbott, ed., The Documents of Vatican II, America Press, New York, 1966, p. 730.
[17] Juan Pablo II, “The Inaugural Homily”, Origins 8, nº 20 (2 noviembre 1978), p. 307.
[18] Juan Pablo II, Sources of Renewal, 417, citando Gaudium et spes 76. Cfr. Nota 3.
[19] Juan Pablo II “The United Europe of Tomorrow”, Strasbourg, 11 octubre 1988, en Origins 18 nº 20 (27 octubre 1988), p. 332. 
[20] Juan Pablo II, “Remarks to the Nation’s Bishops”, en Cuba, 25-01-1998, Origins 27, nº 33 (5 de febrero de 1998), p. 563.
[21] En esta exposición no he procurado evaluar la influencia del obispo Wojtyla en cuanto individuo. Él estaba en contacto con otros obispos polacos, pero también italianos y franceses. En muchos aspectos, su contribución coincide con las de Carlo Colombo, Giovanni Urbani y Alfred Ancel, portavoces de numerosos obispos italianos y franceses. El resultado de esos esfuerzos acumulados con miras a dar fundamento ontológico a la libertad a partir de la verdad es examinado por Walter Kasper en su Wahreit und Freiheit: Die “Erklärung über die Religionsfreiheit” des II Vatikanischen Konzils (Carl Winter, Universitatsverlag, Heildelberg, 1998), pp. 26-28.
[22] N. del E.: la Documentación católica entregó el texto del discurso del 11 de octubre de 1998. He aquí el pasaje al cual se alude: “El integralismo religioso que no hace distinción entre la esfera de la fe y la de la vida civil, que en la actualidad todavía existe bajo otros cielos, parece ser incompatible con el carácter propio de Europa tal como lo formó el mensaje cristiano” (DC 06 11 1998, p. 1045).

Sobre el autor

Nació en Auburn, Nueva York, el 24 de agosto de 1918. Hijo del secretario de Estado John Foster Dulles, fue criado protestante. Se convirtió a la fe católica cuando era estudiante en la Universidad de Harvard. Después de servir en la Marina de los EE.UU., ingresó en la Compañía de Jesús y fue ordenado sacerdote el 16 de junio de 1956. Obtuvo un doctorado en Teología en la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma. Enseñó Teología en la Universidad de Woodstock (1960-1974) y en la Universidad Católica de América (1974-1988), y fue profesor visitante en numerosas otras instituciones. Fue autor de 25 libros y más de 800 artículos. Fue presidente de la Sociedad Teológica Católica de América y de la Sociedad Teológica de América. También fue miembro de la Comisión Teológica Internacional y del organismo de los EE.UU. para el diálogo católico-luterano, y consultor de la Comisión Episcopal de Estados Unidos sobre Doctrina. Fue profesor de la cátedra Laurence J. McGinley sobre Religión y Sociedad en la Universidad de Fordham, Nueva York (1988-2008). Fue creado cardenal el 21 de febrero de 2001. Murió el 12 de diciembre de 2008. Otros textos señalables del autor publicados en Humanitas: “¿Dónde realmente se sitúa el diálogo católico-luterano?” (Humanitas 55). 


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