Solo el amor es la actitud adecuada hacia la persona del otro

“El amor, el amor vibra en las sienes
El amor en la mente se convierte en pensamiento y voluntad:
voluntad de Teresa de estar en Andrés, voluntad de Andrés de estar en Teresa.
Es extraño pero necesario alejarse un poco del otro.
Porque el hombre no puede durar en el otro sin fin y el hombre no basta.
¿Cómo lograrlo, Teresa, cómo quedarse en Andrés para siempre?
¿Cómo lograrlo, Andrés, cómo quedarse para siempre en Teresa?
¿Cómo lograrlo si el hombre no puede durar en el otro, si el hombre no basta?” [1]

Son estas las palabras del coro al final del primer acto de El taller del orfebre, que Karol Wojtyla escribió al mismo tiempo que la obra Amor y responsabilidad en 1960, como para acompañar, con el lenguaje poético del drama y con el contacto vivo de la experiencia, la reflexión filosófica que estaba desarrollando. El amor no es una aventura entre tantas, sino más bien un desafío que envuelve a un hombre por entero y le determina el destino. ¿Cómo puede el amor durar en el tiempo? ¿Cómo puede realizar la comunión de personas que promete en la fascinación del primer encuentro? Y sobre todo en este desafío ¿cuánto depende de la libertad humana? Estas son las preguntas del drama que subyacen a esa obra filosófica.

El amor en el horizonte de la responsabilidad

Amor y responsabilidad: la asociación de estos dos términos en el título del volumen puede sonar antinómica a nuestra sensibilidad y por tanto como una provocación a salir de los esquemas que la hacen imposible. El objetivo de la obra es el de “motivar las normas de ética sexual católica” y, precisamente por esto, referirlas a los “bienes y valores más fundamentales”, entre los cuales destaca el bien de la persona.[2] Ahora bien, es “el amor el que constituye el bien propio del mundo de las personas”. El tema específico del ensayo wojtyliano es pues el de “introducir el amor en el amor”, es decir, introducir el amor, entendido como todo lo que nace entre hombre y mujer a partir del impulso sexual, dentro del horizonte del amor, entendido como responsabilidad ética de la persona hacia la persona.

Para alcanzar este objetivo hace falta ante todo superar las hermenéuticas reductivas de la experiencia sexual y del amor, que impiden integrar amor y responsabilidad personal. Repasando la obra de Wojtyla se pueden encontrar tres reducciones principales, que obstaculizan una adecuada comprensión de la experiencia amorosa. Está ante todo la hermenéutica naturalista, que a partir de la objetivación científica de los dinamismos biológicos y fisiológicos del cuerpo reduce la sexualidad a la líbido y con ello al mundo mecánico de la naturaleza, sustrayéndola así de la esfera de la ética.[3] La sexualidad pertenecería a una dimensión subpersonal que hay que dominar como todos los aspectos de la naturaleza. En esta perspectiva, el hombre se separa del mundo de las pasividades funcionales de su cuerpo, y si por un lado está completamente determinado a nivel de los instintos, por otro, emerge como espíritu con la pretensión de poder manipular el cuerpo según un proyecto autónomo de su libertad.[4]

Aparentemente opuesta, se coloca la hermenéutica romántica del amor [5], que enfatiza el amor pasión, considerándolo como la esencia misma del amor: un evento irracional que escapa a toda posibilidad de control por parte de la voluntad y de las instituciones. En él, la dimensión sexual está subordinada a la sentimental: el cuerpo queda absorbido por el torbellino de la pasión. La medida del amor pasa a ser la intensidad de los sentimientos que se experimentan. Se goza estéticamente de la experiencia afectiva en el instante en que se da, pero sin que ésta abra a la realidad de una relación con el otro y a la construcción de un camino común en el espacio público y en el tiempo de una historia.

Sin embargo, Wojtyla considera insuficiente también la hermenéutica escolástica del amor, que prevalece en el pensamiento católico. Esta se caracteriza por una “antropología de las facultades”, que descompone el acto humano en muchos actos parciales atribuidos a las facultades por separado (razón y voluntad) [6] y definidos por sus objetos parciales, sin referencia a la subjetividad personal. Así, este modelo teórico, proponiendo un control extrínseco de la razón sobre los dinamismos del instinto y de la afectividad, no logra captar la unidad dinámica del amor y descuida su contexto interpersonal.

Bajo estas interpretaciones reductivas del amor humano, dialécticamente opuestas y en contraste entre sí, hay una carencia común: en ellas no se considera adecuadamente la persona como el sujeto del amor, en su relación con la otra persona. Para Wojtyla no se trata de superponer una nueva teoría más comprensiva a esas teorías insuficientes, sino ante todo de reencontrar la experiencia originaria del amor para considerar adecuadamente todos sus factores constitutivos. En su obra, aplica por primera vez un método puesto a punto en sus Lubliner Vorlesungen [7] (1954-1957): se trata de una original integración de la fenomenología tomada sobre todo de la escuela de Max Scheler, pero valorada críticamente en sus límites constitutivos, con la perspectiva del realismo ontológico de Santo Tomás de Aquino. [8] El primer paso consiste en captar los elementos esenciales del fenómeno y las relaciones importantes entre los mismos; el segundo paso consiste en iluminar la esencia del fenómeno, colocándolo en el contexto de la persona humana en su totalidad y de las relaciones interpersonales. [9] Así la perspectiva del sujeto, propia de la modernidad, es asumida sin caer en el subjetivismo precisamente porque “todo sujeto es al mismo tiempo ser objetivo, es objetivamente algo o alguno” [10], como dice Wojtyla al inicio del volumen. Al mismo tiempo es la perspectiva de la persona, y no simplemente la de la sustancia, la que constituye el culmen de la metafísica y que por ello connota la ontología, especialmente la interpretación del amor.

Pero más allá de las referencias filosóficas, el punto de referencia último del autor es la experiencia viva: el libro “no constituye la exposición de una doctrina, sino que representa ante todo el fruto de una continua confrontación entre la doctrina y la vida”, desarrollada en el ejercicio diario de la actividad pastoral.[11] He aquí pues el sentido del método adoptado por Wojtyla: la referencia a la experiencia no se agota en el análisis de contenidos para captar su significado, sino en la aceptación de su realidad como algo más grande que nosotros mismos.[12]

Experiencia del amor, es verdad, pero también experiencia de la responsabilidad. Aunque pueda sorprender, debemos observar que este concepto es más bien reciente en la reflexión ética, dado que fue introducido sólo en las primeras décadas del siglo XX, con Max Weber.[13] Para poderlo introducir críticamente, necesitamos aclarar antes tres variables que están implícitas: la relativa al sujeto de la responsabilidad (¿quién responde?); la que se refiere al objeto de lo que se responde (¿de qué se es responsable?); y en fin, la variable de la intersubjetividad (¿ante quién se es responsable?). El análisis de la responsabilidad nos envía al contexto de la experiencia de la praxis moral y, específicamente, a la conexión entre persona y acto. Veremos que en Amor y responsabilidad Wojtyla conduce siempre su análisis sobre el amor en paralelo al análisis de la experiencia moral. Esto es particularmente significativo: para él, el amor no es sólo un evento agradable que sucede a nivel de las emociones, sino una invitación a amar, es decir, a emprender un camino en el que la libertad realice la promesa de cumplimiento que se da como germen en el encuentro amoroso.

La experiencia del amor y de la revelación de la persona

Asumir la experiencia como punto de partida para el análisis del amor implica para Wojtyla la consideración de algunos elementos constitutivos de la misma. Mostraremos al menos tres fundamentales. Ante todo, el contexto personal e interpersonal en el que se da tal experiencia: más allá de la multiplicidad y complejidad de sus factores, “el amor es siempre una relación recíproca de personas”, un evento de la persona y entre las personas.[14] Este es el punto de partida concreto que permite evitar la abstracción y la objetivización del fenómeno amoroso, que tienden fatalmente a identificarlo con sólo una de sus componentes parciales. Y es precisamente en referencia a la persona donde todos los demás factores deben ser asumidos: las pulsiones del cuerpo, las dinámicas psicológicas del afecto y de los sentimientos. De esta manera, pasando ya al segundo elemento, el cuerpo es siempre considerado como cuerpo viviente, que refleja una interioridad personal y una intencionalidad dirigida a la realidad del mundo exterior. Ciertamente, los análisis de las ciencias humanas, de la fisiología en particular, encuentran un espacio y son considerados con mucho cuidado en la obra Amor y responsabilidad. Sin embargo, el autor está siempre atento a evitar que los factores reductivos que connotan el método de estas ciencias prevalezcan sobre la vivencia concreta del amor.

Finalmente, la experiencia amorosa implica siempre la libertad personal, que se expresa en la acción. La mediación práctica del actuar es el lugar concreto donde se realiza el amor. Así Wojtyla da espacio —justo al inicio del volumen— a un análisis de los verbos “usar” y “gozar”, como expresión de las acciones en las que la persona es al mismo tiempo “sujeto y objeto de la acción”.

Es en la experiencia del amor donde emerge la conexión profunda entre amor y persona, la cual constituye aquel núcleo central de la reflexión de Wojtyla que lo acerca a la corriente filosófica del personalismo francés del siglo pasado.[15] “Amor es nombre de persona” [16], decía santo Tomás de Aquino, en el contexto de su teología trinitaria, refiriéndose al Espíritu Santo. La afirmación tiene un alcance antropológico: sólo la persona es digna de amor y sólo el amor permite una auténtica relación entre las personas. No es posible comprender el amor si no es a la luz de la perspectiva de la persona y, por otro lado, no es posible comprender a la persona sino a la luz del amor. ¿Qué es lo que manifiesta entonces la experiencia amorosa de la persona? ¿Qué ganamos al asumir la perspectiva personalista a la hora de considerar el amor?

En primer lugar, es el amor el que revela a la persona. La reflexión filosófica afirma que el hombre es “alguien” y esto lo distingue de otros seres del mundo visible, que son siempre y sólo “algo”. Él es un sujeto y no puede ser considerado jamás como un simple objeto. El término persona ha sido escogido para subrayar que el hombre no se deja encerrar en la noción de “individuo de una especie”, como señala Wojtyla. Hay en él algo más, una plenitud y perfección de ser particulares, que no se puede expresar de otro modo que con la palabra “persona” [17]. Pero es precisamente el amor el que nos hace comprender cómo la persona en su singularidad es irreductible a cualquier otra categoría de pensamiento.[18] En el amor, el amado es único e irrepetible, se revela como insustituible por cualquier otro. De hecho, el amor tiene como objeto no las cualidades comunes de la especie ni las cualidades singulares del individuo como tal, que podrían encontrarse muy bien en otras personas y quizás en mayor medida. Al contrario, su objeto es más bien la persona del otro en su singularidad y en su misterio, en el destino de plenitud al que es llamada y al que se sienten atraídos ambos. Por otra parte, sólo cuando el amor se desarrolla hasta tocar a la persona a este nivel, sólo entonces, es para siempre.

Por otro lado, la persona está abierta a la relación con otras personas, de sujeto a sujeto. No es un individuo cerrado en su autosuficiencia, sino una libertad abierta al encuentro y a la acogida en la que puede encontrarse de nuevo como sujeto. Es precisamente la intersubjetividad, el reconocimiento del otro en su cualidad de sujeto, lo que permite no reducir la persona a un simple objeto para “usar”. No en vano hay algo más que Wojtyla quiere subrayar. La comunicación en la que consiste el amor no puede quedarse sólo en la intersubjetividad porque la persona no es reducible a su conocimiento. La interpersonalidad debe envolver a la persona en su integridad y por ello en su corporeidad y realizarse en una comunicación en el bien.[19] El amor está dirigido a realizar una comunión de personas basada en la orientación común hacia un bien amado por ambos y que se convierte así en bien común, que funda la relación.

En segundo lugar, es sólo en el amor donde se realiza la persona. Conservamos todos en el corazón la fuerza profética de las palabras de Juan Pablo II en su primera encíclica: “El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida queda sin sentido si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta, no lo hace propio, si no participa de él vivamente”.[20] El amor, y en particular el amor sexual, tiene un valor existencial único para la persona: decide sobre el sentido o sobre el sinsentido de la vida.

Justamente aquí se inserta la llamada a la libertad y, por tanto, la referencia a la experiencia moral. En efecto, la persona se realiza como persona a través de sus actos. La dimensión moral de la experiencia está constituida precisamente por esto: por el vínculo insuprimible que conecta la persona a su acción por la fuerza de una llamada al bien que busca ser realizado. Es la respuesta libre la que decide la identidad y el sentido de la vida de quien actúa.

Aparece así la categoría de la responsabilidad, que permite relacionar la experiencia moral con la del amor: a través del actuar estoy llamado a responder a una presencia llena de promesas, que se me dona en un encuentro. En tal encuentro es la mirada del otro, cargada de intencionalidad hacia mí, la que precede a mi acción y la abre a un sentido, precisamente porque le proyecta hacia un bien que realizar: la comunión de las personas. [21] La experiencia del amor aclara el sentido de la experiencia moral de la responsabilidad. La persona es despertada a su subjetividad moral por la presencia de la otra persona, que la llama a responder a este don primero y gratuito de la presencia amando y realizando así una comunión en el bien. Somos responsables pues de nuestros actos y no de sus consecuencias exteriores. La consideración de la experiencia de la responsabilidad muestra cómo es necesario superar la esfera de la conciencia pura y del yo puro y abrazar a la persona con todas sus características.[22] Justo por eso la crítica de Wojtyla es tan severa hacia el utilitarismo: éste niega la responsabilidad personal en el actuar y representa, por tanto, una reducción de la verdad del amor.

Se ve claramente lo inapropiada que es la pregunta en la que se ha empantanado la ética normativa anglosajona: ¿por qué tengo que ser moral? Esta pregunta nace de la separación del acto de la experiencia concreta, en la cual éste se da como acto de la persona. Si se entiende la moral como una serie de principios previos que aplicar a la acción, entonces se entiende la pregunta, pero es imposible responder a ella. En realidad, sin embargo, la moral es una dimensión constitutiva de la experiencia y ponerse la pregunta sobre por qué ser morales quiere decir estar ya puestos desde el inicio en una posición inmoral frente a la vida, sustrayéndose a la responsabilidad que la experiencia del otro y la llamada al amor implican inevitablemente.[23]

El dinamismo del amor

La experiencia del amor, y en particular la del amor entre un hombre y una mujer, tiene entonces un carácter realista y dinámico: está provocada por la realidad concreta de una presencia y se dirige intencionalmente hacia la otra persona para construir una comunión con ella. En la segunda parte de Amor y responsabilidad, Wojtyla hace un análisis cuidadoso del dinamismo del amor, distinguiendo tres dimensiones: la psicológica, la metafísica y la moral. Nos interesa aquí detenernos sobre todo en la primera, integrando en ella algunos elementos de la segunda. A la dimensión moral dedicaremos la última parte de la reflexión sobre el personalismo de Karol Wojtyla.

Debemos ante todo observar cómo el análisis del autor integra la aportación de la psicología y la fenomenología modernas, que indican los motivos que empujan a la acción, con el análisis de las pasiones y de la voluntad de origen tomista, que permite descubrir el papel del fin, es decir, del valor ético para la voluntad personal.[24] Los momentos parciales en los que el análisis descompone el dinamismo del amor no son tomados separadamente, sino vistos como partes integrantes de un único acto personal de amor. Sólo en la unidad de este acto se comprenden dichos momentos parciales y desde esta perspectiva unitaria reciben su plena inteligibilidad.

Al inicio del amor se encuentra la experiencia de la atracción. Ésta comienza por la percepción, es decir, por la reacción de los sentidos a la excitación producida por los objetos. Tal reacción viene siempre acompañada también por la emoción, es decir, por la reacción psicológica a los valores no sólo sexuales, sino también espirituales que el encuentro con la otra persona comporta. La sensualidad como esfera que envuelve la respuesta a la masculinidad o feminidad que connotan el cuerpo de la persona de sexo opuesto, está siempre ligada al reconocimiento de valores personales.

El cuerpo, en efecto, es parte integrante y no puede disociarse nunca de la persona. Si se extrapola esta dimensión del contexto interpersonal de la relación, se la caracterizará por una orientación utilitaria y, por tanto, inestable: aquí está el fenómeno del desorden en el deseo que la doctrina católica llama concupiscencia y que implica una reducción intencional del otro a mero objeto de goce. Se usa así el cuerpo del otro sin reconocerle el valor personal.

De todos modos, precisamente en la emoción se anticipa una especial experiencia del valor de la persona como tal: se trata de las emociones más intensas y profundas que se relacionan con el encuentro con otro sujeto humano y a la promesa de comunión que dicho encuentro revela.[25] En este sentido, la afectividad, que Wojtyla define como la capacidad de reaccionar a la persona tomada en perspectiva de su masculinidad o feminidad pero también apreciada en su complejidad y no sólo por los valores sexuales en sentido estricto, desempeña un papel decisivo. Dicha reacción se expresa en el “deseo de estar siempre juntos”.[26]

El afecto reviste una importancia decisiva en el dinamismo del amor porque lleva a descubrir los valores del otro de forma concreta, como experiencias vitales referidas a una persona. En este sentido, la afectividad prepara la razón y la voluntad respectivamente a comprender y a escoger la persona en su verdad, más allá de su utilidad y capacidad de proporcionar placer. Así, permite ya desde el inicio la unificación de los diferentes factores que empujan interiormente hacia el otro, sobre la base del reconocimiento de un primer don agradable: la complacencia por la presencia del amado, advertida como correspondiente a una espera profunda del corazón. Sin embargo queda todavía algo de ambiguo, porque la afectividad puede replegarse sobre sí y complacerse únicamente en lo que el otro provoca en mí, sin ir más allá y sin captar el valor del otro en sí mismo.

Este es el nivel verdadero y propio del amor, como acto de la persona que a través de un juicio de la razón capta el valor de la persona en sí y por sí misma y mediante un acto de la voluntad quiere su propio bien. Aquí se da un movimiento de trascendencia en el dinamismo del amor, que permite superar la autorreferencialidad concupiscente del instinto o del afecto y, siguiendo la orientación originaria de éste, comprende a la otra persona como un valor en sí misma que merece ser reconocido y afirmado por sí mismo, en un acto de éxtasis y de dedicación. La atracción propia de la tendencia sexual y la simpatía por el otro, propia del momento afectivo, deben transformarse en amistad, cuyo rasgo específico es la benevolencia: querer el bien del otro.

Esta es la fórmula propia del amor y aquí Wojtyla hace suya la afirmación de Santo Tomás con la riqueza del análisis anterior: In hoc precipue consistit amor, quod amans amato bonum velit (“en esto consiste principalmente el amor: en que el amante quiere el bien para el amado”) [27]. El amor se coloca en la voluntad, “última instancia sin cuya participación ninguna conducta tiene valor ni medida correspondiente a la esencia de la persona”.[28] La voluntad no nace del vacío, como hemos visto, sino que se forma asumiendo los dinamismos de las tendencias sexuales y afectivas. Para que se realice este acto de la voluntad, debe fundarse sobre un juicio de la razón que capta el valor único e irreductible de la persona como tal. En la concreción de la relación interpersonal de amor, aparece también el contenido que hace posible la comunicación: el bien cuya verdad fundamenta y determina el acto del amor.

Llegamos así a lo que constituye, al mismo tiempo, la esencia del amor y su paradoja: la donación. “Donarse” es algo más que el simple “querer”. Implica un acto supremo de la libertad, que se encuentra de forma específica precisamente en el amor esponsal.[29] Ahora bien, ¿cómo una persona, que por naturaleza es dueña de sí misma, inalienable e insustituible (sui juris et alteri incommunicabilis), puede darse a otra en un verdadero don de sí sin, por ello, alienarse? La madurez personal consiste para Wojtyla en la autoposesión y autodominio, mediante los cuales las tendencias de los impulsos y de los afectos son ordenadas por el juicio de la razón a permitir la libre autodeterminación del sujeto personal.

Y al mismo tiempo, el amor constituye la realización máxima de las potencias intrínsecas de la persona misma. Y el amor culmina en la salida de sí mismo y en el libre don de sí a la otra persona. Se trata de una paradoja, porque sólo mediante este don puede acaecer un “enriquecimiento y un crecimiento de la existencia de la persona”. Aquí está el secreto de la libertad humana, que nace de un amor y está hecha para el amor: la persona, que pertenece esencialmente a sí misma puede ser de otro sólo mediante el don libre de su amor. En la libertad del amor, la persona continúa siendo dueña de sí misma y, al mismo tiempo, se dona totalmente a la otra persona.

Cómo no percibir el eco, anticipado, de la gran afirmación antropológica de la Gaudium et spes, que tantas veces Juan Pablo II, como Papa, amó repetir: “el hombre, que sobre la tierra es la única creatura que Dios ha querido por sí misma, no puede encontrarse a sí misma de modo pleno sino a través de un don sincero de sí”.[30] Confluyen en este texto conciliar los dos polos del personalismo wojtyliano presentes en su obra Amor y Responsabilidad: la persona como fin y el don de sí. El primer polo tiene su fundamento último en el antropocentrismo teológico cristiano, admirablemente expresado por Santo Tomás de Aquino: “el fin último del universo es Dios, que sólo la creatura intelectual alcanza en sí mismo, conociéndolo y amándolo. Por esto, en todo el universo sólo la creatura intelectual es querida por sí misma, mientras que todas las otras realidades existen en relación a ella”.[31] El segundo polo se remonta a la mística de San Juan de la Cruz, como ha sido convincentemente documentado.[32] El místico habla claramente de un “don de sí” del alma a Dios que se enraíza en el previo don de Dios al alma y que tiene un carácter nupcial pero con una raíz última en el amor trinitario.[33] La originalidad de la perspectiva moral, cuando se habla de don de sí, consiste en verlo en su tensión a una vida buena, es decir, en relación a un actuar excelente, que implica el logro de la vida. El actuar libre, precisamente en cuanto dirigido a otra persona y en el don de sí la llama a una comunión, permite al hombre no sólo “subsistir en sí mismo”, sino también “subsistir en una comunión” vivida en el acto de amor.[34]

Si la esencia del amor es la donación, se entiende por qué, según el autor de Amor y responsabilidad, el amor de un hombre y de una mujer en el ámbito del matrimonio, que es ciertamente sólo un caso particular del amor, represente el lugar donde se refleja con evidencia particular la totalidad de las características del amor. No se puede descuidar la profunda consonancia con las afirmaciones centrales de la primera encíclica del Papa Benedicto XVI Deus caritas est: “En toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor”.[35]

La verdad del amor

Regresamos ahora, al fin de nuestro recorrido, a una fórmula que ya hemos encontrado, típicamente wojtyliana y que es decisiva para captar el sentido de su personalismo. Me refiero a la expresión “verdad del amor”.[36] El momento de la verdad está indicado como necesario para que se superen las ambigüedades de los impulsos espontáneos y de la afectividad y emerja la libertad de amar, es decir, la capacidad de afirmar a la persona por sí misma. De todos modos, parece darse una nueva dificultad. Según la opinión más difundida, como admite el mismo Wojtyla, el amor se relaciona sobre todo con la verdad subjetiva de los sentimientos [37], o sea, con la autenticidad, y huye de una verdad establecida desde el exterior, que se constituye de manera puramente intelectual prescindiendo de la vida y que pretende imponer extrínsecamente sus criterios y sus reglas a la experiencia ¿Cómo superar entonces el subjetivismo de un “amor sin verdad”, sin caer en el intelectualismo de una “verdad sin amor”?

El camino recorrido en Amor y responsabilidad es el de explorar desde dentro la lógica propia del amor. Dicho camino comienza con la importancia, ofrecida por la experiencia misma del amor, que tiene la necesaria referencia al bien en toda relación auténtica de amor entre las personas. Es auténtico el amor que quiere el bien para la persona amada, es decir, el que se orienta hacia un bien verdadero y real, de manera conforme a la naturaleza de ese bien.[38] No sólo “yo te deseo como un bien para mí”, sino “yo deseo tu bien”, “yo deseo lo que de verdad es un bien para ti”. Esto exige un cierto grado de desinterés para afirmar la objetividad de una verdad sobre el bien, que no es constituida por mí mismo, ni por el otro, sino que hace referencia a la realidad objetiva de los bienes personales, tal como el Creador los ha querido.

Por otro lado, toda apreciación del bien se realiza en un ámbito comunicativo entre los hombres, mediante un lenguaje que implica una cierta objetividad, fundada sobre el contenido racional del bien. Justamente así, las voluntades de quienes se aman se encuentran unidas en un vínculo nuevo y particular: el reconocer como “bien común” lo que de verdad es bueno para cada uno de ellos.[39]

He aquí cómo aparece la evidencia, dentro de la dinámica del amor, de la referencia a una verdad sobre el bien, que tiene su fundamento último en Dios Creador y que es condición de posibilidad y de autenticidad del amor mismo en su éxodo efectivo hacia el otro. Y por ello, dedica la cuarta parte de su obra al tema de la “justicia hacia el Creador”, afirmando así que es imprescindible una referencia, al menos implícita, a Dios en toda experiencia de amor. La argumentación de Amor y responsabilidad se desarrolla siempre bajo un plano rigurosamente filosófico y no teológico, aunque abierto sobre la teología. Precisamente la referencia a Dios Creador pertenece a una auténtica reflexión racional sobre el amor humano. Dicha referencia le aporta el fundamento que lo sostiene, que define su naturaleza y determina las normas sobre él: un amor originario precede y funda el amor humano que, por ello, tiene necesariamente un carácter analógico y responsable.

Al nivel de los contenidos propios del bien, sobre los que se basa el amor conyugal, la doctrina tradicional de la Iglesia había indicado en tres fines el contenido objetivo del matrimonio: la procreación, la ayuda recíproca y el remedio a la concupiscencia. Ciertamente, una perspectiva personalista como la que desarrolla Wojtyla, queda insatisfecha ante cualquier intento de fundar la unión del hombre y de la mujer sólo sobre estas bases. Sólo el amor es la actitud adecuada hacia la persona del otro. Algunas primeras formas de personalismo aplicadas a la moral sexual habían propuesto una revisión de la doctrina de los fines, identificando el amor con la ayuda recíproca y convirtiéndola en la finalidad primaria del matrimonio, reduciendo de esa forma la procreación a un mero fin biológico secundario y eliminando la referencia a la concupiscencia como expresión que vendría de una visión negativa de la sexualidad ya superada.[40] En cambio, para Wojtyla, sería profundamente reductivo y extrinsecista considerar el amor sólo como uno de los fines del matrimonio. El amor es más bien la sustancia del matrimonio, que desde dentro lo regula y a la luz de la cual los fines tradicionales adquieren su significado moral. Por otro lado, no es la finalidad biológica como tal la que funda un valor ético que hay que respetar: eso sería naturalismo. Más bien, precisamente a la luz de la experiencia del amor aparece el significado moral de la sexualidad en relación a aquellos bienes, que pertenecen a la naturaleza de la persona misma.[41] Así no hace falta ni cambiar la jerarquía ni provocar equívocos en su significado: los fines del matrimonio son las determinaciones concretas de lo que la verdad del amor implica en la esfera sexual para que se realicen los bienes a los que ella tiende.[42]

La verdad del amor exige el respeto de lo que Wojtyla llama la norma personalista, punto fundamental de todo su pensamiento ético que retoma e integra a partir de la conocida formulación kantiana: “cada vez que en tu conducta una persona es objeto de tu acción, no olvides que no debes tratarla sólo como un medio, como un instrumento, sino ten presente el hecho de que también ella tiene, o debería tener, el propio fin”.[43] El meollo del problema moral sexual consiste pues en esto: ¿cómo “gustar del placer sexual sin tratar a la persona como un objeto de goce”? [44] La moralidad sexual consistirá pues en una síntesis continua y cada vez más madura de las finalidades naturales de la tendencia sexual y de la norma personalista. O también, usando una fórmula más precisa: en asumir, dentro de la perspectiva naturalista del amor, aquellos bienes para la persona que son constitutivos de su naturaleza.[45]

La verdad sobre el bien ilumina el camino del amor personal desde dentro y permite ordenar las tendencias del instinto y de los afectos. Esta es la dimensión decisiva de las virtudes morales, mediante las cuales el dinamismo del apetito queda plasmado y orientado hacia el bien de la persona y se convierte así en una energía positiva a favor de una expresión plenamente humana del amor sexual. Mediante las virtudes, particularmente la castidad, se da la integración del sujeto agente, que supera la fragmentación y disgregación de la concupiscencia y percibe la norma personalista como connatural a sí mismo.[46] Un papel decisivo en esta transformación del sujeto y en esta interiorización de la verdad personal del amor lo tiene la afectividad, en especial las emociones grandes y profundas que en la experiencia del amor acompañan y preceden el reconocimiento del valor único de la persona que se ama.

Así, la verdad sobre el amor no se impone desde el exterior al sujeto y no es extraña a su sensibilidad: al contrario, es su sustancia más íntima y secreta que la razón ilumina y lleva a plenitud y que el ejercicio de la libertad, sostenido por la gracia, contribuye a imprimir en las orientaciones afectivas, impregnando de ética la vida personal. Tal virtud no es tampoco extrínseca al contexto interpersonal, porque aparece evidente precisamente en la relación entre los que se aman.

Conclusión

¿Cómo lograr que el amor, que vibra en las sienes, dure en el tiempo y que la promesa de comunión entrevista en la fascinación del primer encuentro permanezca y construya un destino común? La pregunta de Andrés y de Teresa, en su pieza teatral Taller del orfebre, ha sido explorada con diligencia y profundidad en las reflexiones de Amor y responsabilidad. Tratándose de una pregunta existencial decisiva, porque del amor depende el destino de toda vida, ha de ser continuamente retomada y profundizada en la búsqueda de caminos cada vez más adecuados de respuesta.

Al final de este recorrido podemos decir que el camino personalista indicado por Karol Wojtyla todavía es actual y prometedor para ofrecer a los hombres y a las mujeres de hoy una respuesta convincente. Ante todo, porque presenta la experiencia del amor como el lugar donde se revela el valor único e irrepetible de la persona y su vocación al don de sí. Y también porque mediante un acercamiento concreto a la unidad dinámica de la persona en su actuar nos permite restablecer un nexo positivo entre libertad y verdad, superando las oposiciones unilaterales del subjetivismo, que reduce el amor a la autenticidad subjetiva, y del objetivismo, que desconoce la riqueza personalista.

Sólo un amor que llegue a ser un acto responsable de la persona puede durar en el tiempo.


Notas:

[1] K. WOJTYLA, La bottega dell’orefice - Tutte le opere letterarie. Poesie, drammi e scritti sul teatro. (Bompiani, Milano 2001) pp. 795-797.
[2] K. WOJTYLA, Amore e responsabilità. Morale sessuale e vita interpersonale. (Marietti, 3° ediz., Milano 1980) p. 10.
[3] Ibídem, pp.41-42.
[4] El fruto extremo de este reduccionismo es la actual “teoría de géneros”. Véase por ejemplo: J. BUTLER, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity, Routledge (London 1990) : Para una crítica: P. DONATI, La famiglia come relazione di «gender», en ID., Manuale di sociologia della famiglia, Laterza (Bari 1999) pp. 123-180.
[5] Cf. K. WOJTYLA, Amore e responsabilità, cit., p. 97.
[6] Al respecto: G. ANGELINI, Eros e agape. Oltre l’alternativa, Glossa (Milano 2006) pp. 23ss, 32ss, 63ss.
[7] K. Wojtyla, Lubliner Vorlesungen, Seewald Verlag (Stuttgart 1981). Para acercarse a esta obra: K.L. SCHMITZ, At the Center of the Human Drama. The PhilosophicalAnthropology of Karol Wojtyla / Pope John Paul II (CUA Press, Washington DC 1993) pp. 30-57.
[8] Acerca del método de esta obra véase: R. BUTTIGLIONE, Il pensiero di Karol Wojtyla, Jaca Book (Milano 1982) pp. 103-114; J. KUPCZAK, Destined for Liberty. The Human Person in the Philosophy of Karol Wojtyla / Pope John Paul II (CUA Press, Washington DC 2000) pp. 63-81.
[9] Wojtyla no separa claramente estos dos momentos en Amor y responsabilidad, aunque esto se note más en la segunda parte. Será hasta la obra teórica de 1969: Persona y acto (trad. italiana: Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1982, pp. 26-37), la que defina con rigor esta metodología.
[10] Cf. K. WOJTYLA, Amore e responsabilità, cit., p. 15.
[11] Ibídem, p. 9.
[12] Cf. J.J. PEREZ-SOBA, La experiencia moral (Facultad de Teología « San Dámaso », Madrid 2002)
[13] Esta obra está como fondo en Amor y responsabilidad y en el ensayo fenomenológico del maestro de K. Wojtyla: R. INGARDEN, Sulla responsabilità, trad. it. di A. Setola, Cseo, Bologna, 1982. Los puntos de referencia clásicos para la ética son M. WEBER, Politik als Beruf (1919) (trad. ital.: La scienza come professione. La politica come proLa politica come professione (Einaudi, Torino 2004); H. RICHARD NIEBUHR, The responsible Self. An Essay in Christian Moral Philosophy (Westminster John Knox Press, Louisville Kentucky 1999, 1° edición: 1963); H. JONAS, Il principio responsabilità. Un’etica per la civiltà tecnológica (Einaudi, Torino 1993), (orig. alemàn: 1979); P. RICOEUR, Il concetto di responsabilità, en ID., Il Giusto, SEI, Torino 1998, pp. 31-56; P. RICOEUR, Sé come un altro (Jaca Book, Milano 1993) (orig. francés: 1990). Para una presentación general: A. FUMAGALLI, “Interpersonalità, comunità e responsabilità”, in L. MELINA – D. GRANADA (a cura di), Limiti alla responsabilità? Amore e giustizia, (Lup, Roma 2005) pp. 119-134.
[14] K. WOJTYLA, Amore e responsabilità, cit., p. 53.
[15] Baste mencionar entre otros a J. LACROIX, Personne et amour, Seuil (Paris, 1955) y M. NEDONCELLE, Vers une philosophie de la personne et de l’amour (Aubier-Montaigne, Paris, 1957). Para una panorámica completa y un acercamiento crítico: J.-J. PÉREZ-SOBA, La pregunta por la persona. La respuesta de la interpersonalidad. Estudio de una categoría personalista, (Facultad de Teología «San Dámaso», Madrid 2004).
[16] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 37, a. 1. A propósito véase: J.-J. PÉREZ-SOBA, “Amor es nombre de persona”. Estudio de la interpersonalidad en el amor en Santo Tomás de Aquino (Pul- Mursia, Roma 2001).
[17] WOJTYLA, Amore e responsabilità, cit., p. 15. Cf. R. SPAEMANN, Personen. Versuche über den Unterschied zwischen “etwas” un “jemand” (Klett-Cotta, Stuttgart 1996).
[18] A. WIERZBICKI, La persona e la morale. Introduzione, en K. WOJTYLA, Metafisica della persona. Tutte le opere filosofiche e saggi integrativi (a cura di G. Reale e T. Styczen), (Bompiani, Milano 2003) pp. 12191227. Véase al respecto: J. CROSBY, The Selfhood of the Human Person (CUA Press, Washington DC, 1996), pp. 41-81.
[19] Cf. K. WOJTYLA, Amore e responsabilità, cit., p. 53-61.
[20] JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptor hominis, n. 10.
[21] La lección de Lévinas es aquí particularmente importante, aunque la mirada del otro para él se resuelve en el mandamiento y no es tomada como la presencia de un don originario que invita a un camino y lo hace posible: E. LÉVINAS, Totalité et Infini. Essai sur l’exteriorité, Nijhoff (La Haye 19619, 230.
[22] Para una crítica de los límites de Husserl y aclarar los fundamentos ónticos de la responsabilidad, véase R. INGARDEN, Sulla responsabilità, cit. 69-76.
[23] Sobre esto: J.J. PÉREZ-SOBA, La experiencia moral, cit., p. 14.
[24] Cf. K. WOJTYLA, Amore e responsabilità, cit., p.226, nota 5.
[25] Ibídem, pp. 74-75.
[26] Ibídem, p. 80.
[27] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Contra gentiles, III, c. 90 (Marietti n. 2657). La definición está tomada de Aristóteles, Rethorica, II, c. 4: 1380 b 35-36.
[28] K. WOJTYLA, Amore e responsabilità, cit., p. 84.
[29] Ibídem, p. 69.
[30] CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Costitución pastoral Gaudium et spes, n. 24. Sobre el concepto de “donación” en Karol Wojtyla, véase: G. REALE, Karol Wojtyla, un pellegrino dell’assoluto (Bompiani, Milano 2005) pp. 103-107; además: P. IDE, Une théologie du don. Les occurrences de Gaudium et spes, n. 24, § 3 chez Jean-Paul II”, en Anthropotes XVII/1 (2001), 149178 (la primera parte del artículo) y Anthropotes XVII/2 (2001), 313-344 (la segunda parte).
[31] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra Gentiles, III, c. 111 (Marietti, n. 2858) : «Constat autem ex praemissis (cap. XVII) finem ultimum universi Deum esse, quem sola intellectualis natura consequitur in seipso, eum scilicet cognoscendo et amando, ut ex dictis (capp. XXV sqq.) patet. Sola igitur intellectualis natura est propter se quaesita inuniverso, alia autem omnia propter ipsam».
[32] Cf. M. WALDSTEIN, Introduction, en JOHN PAUL II, Man and Woman He Created Them. A Theology of the Body.Translation, Introduction, and Index by Michael Waldstein (Pauline Books & Media, Boston 2006) pp. 23-34, donde se habla de “Wojtyla’s Carmelite personalism”.
[33] Cfr. San Juan de la Cruz, Llama viva de amor, en obras completas de San Juan de la Cruz, BAC, Barcelona, 1995.
[34] Cf. J. NORIEGA, La prospettiva morale del ‘dono di sé’, en G. GRANDIS – J. MERECKI (a cura di), L’esperienza sorgiva. Persona – Comunione – Società. Studi in onore del Prof. Stanislaw Grygiel, “Sentieri della verità” n. 2 ( Cattedra Wojtyla, Cantagalli, Siena 2007) pp. 53-60.
[35] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus caritas est, n. 2. Véase al respecto: L. MELINA – C. ANDERSON (ed.), La vía del amor. Reflexiones sobre la encíclica Deus caritas est de Benedicto XVI, Monte Carmelo – Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia (Burgos 2006).
[36] Véanse especialmente los siguientes párrafos: K. WOJTYLA, Amore e responsabilità, cit., pp. 82-85; 97-101.
[37] Ibídem, p. 57.Å
[38] Ibídem, p. 60-61.
[39] Ibídem, pp. 19-21.
[40] Nos referimos, obviamente, sobre todo a H. DOMS, Significato e scopo del matrimonio, Cathedra, Roma 1946. Para una lectura crítica: A. MATTHEEUWS, Union et procréation. Développements de la doctrine des fins du mariage, Cerf, Paris 1989; G. MAZZOCATO, Il dibattito tra Doms e neotomisti sull’indirizzo personalista», en Teologia 31 (2006), 249-275.
[41] Véase en particular la importante nota 18 en K. WOJTYLA, Amore e responsabilità, cit., p. 229-230.
[42] Cf. R. BUTTIGLIONE, Il pensiero, cit., p. 120-121.
[43] K. WOJTYLA, Amore e responsabilità, cit., p. 20.
[44] Ibídem, p. 44.
[45] Cfr. L. MELINA -J.-J. PÉREZ-SOBA (a cura di), Il bene e la persona nell’agire ( Lup, Roma, 2002).
[46] Al tema de la castidad está dedicada toda la tercera parte de Amor y responsabilidad. Para un desarrollo sistemático de una moral sexual en la perspectiva de las virtudes: J. NORIEGA, El destino del eros. Perspectivas de moral sexual (Palabra, Madrid 2004).

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