MENSAJE DEL SANTO PADRE 
BENEDICTO XVI 
PARA LA XXVI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 
2011

 

logo vaticano

“Arraigados y edificados en Cristo, 
firmes en la fe”
(cf. Col 2, 7)

 

Queridos amigos

Pienso con frecuencia en la Jornada Mundial de la Juventud de Sydney, en el 2008. Allí vivimos una gran fiesta de la fe, en la que el Espíritu de Dios actuó con fuerza, creando una intensa comunión entre los participantes, venidos de todas las partes del mundo. Aquel encuentro, como los precedentes, ha dado frutos abundantes en la vida de muchos jóvenes y de toda la Iglesia. Nuestra mirada se dirige ahora a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, que tendrá lugar en Madrid, en el mes de agosto de 2011. Ya en 1989, algunos meses antes de la histórica caída del Muro de Berlín, la peregrinación de los jóvenes hizo un alto en España, en Santiago de Compostela. Ahora, en un momento en que Europa tiene que volver a encontrar sus raíces cristianas, hemos fijado nuestro encuentro en Madrid, con el lema: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). Os invito a este evento tan importante para la Iglesia en Europa y para la Iglesia universal. Además, quisiera que todos los jóvenes, tanto los que comparten nuestra fe, como los que vacilan, dudan o no creen, puedan vivir esta experiencia, que puede ser decisiva para la vida: la experiencia del Señor Jesús resucitado y vivo, y de su amor por cada uno de nosotros.

1. En las fuentes de vuestras aspiraciones más grandes

En cada época, también en nuestros días, numerosos jóvenes sienten el profundo deseo de que las relaciones interpersonales se vivan en la verdad y la solidaridad. Muchos manifiestan la aspiración de construir relaciones auténticas de amistad, de conocer el verdadero amor, de fundar una familia unida, de adquirir una estabilidad personal y una seguridad real, que puedan garantizar un futuro sereno y feliz. Al recordar mi juventud, veo que, en realidad, la estabilidad y la seguridad no son las cuestiones que más ocupan la mente de los jóvenes. Sí, la cuestión del lugar de trabajo, y con ello la de tener el porvenir asegurado, es un problema grande y apremiante, pero al mismo tiempo la juventud sigue siendo la edad en la que se busca una vida más grande. Al pensar en mis años de entonces, sencillamente, no queríamos perdernos en la mediocridad de la vida aburguesada. Queríamos lo que era grande, nuevo. Queríamos encontrar la vida misma en su inmensidad y belleza. Ciertamente, eso dependía también de nuestra situación. Durante la dictadura nacionalsocialista y la guerra, estuvimos, por así decir, “encerrados” por el poder dominante. Por ello, queríamos salir afuera para entrar en la abundancia de las posibilidades del ser hombre. Pero creo que, en cierto sentido, este impulso de ir más allá de lo habitual está en cada generación. Desear algo más que la cotidianidad regular de un empleo seguro y sentir el anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven. ¿Se trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: nuestro corazón está inquieto, hasta que no descansa en Ti. El deseo de la vida más grande es un signo de que Él nos ha creado, de que llevamos su “huella”. Dios es vida, y cada criatura tiende a la vida; en un modo único y especial, la persona humana, hecha a imagen de Dios, aspira al amor, a la alegría y a la paz. Entonces comprendemos que es un contrasentido pretender eliminar a Dios para que el hombre viva. Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e, inevitablemente, privarse de la plenitud y la alegría: «sin el Creador la criatura se diluye» (Con. Ecum. Vaticano. II, Const. Gaudium et Spes, 36). La cultura actual, en algunas partes del mundo, sobre todo en Occidente, tiende a excluir a Dios, o a considerar la fe como un hecho privado, sin ninguna relevancia en la vida social. Aunque el conjunto de los valores, que son el fundamento de la sociedad, provenga del Evangelio –como el sentido de la dignidad de la persona, de la solidaridad, del trabajo y de la familia–, se constata una especie de “eclipse de Dios”, una cierta amnesia, más aún, un verdadero rechazo del cristianismo y una negación del tesoro de la fe recibida, con el riesgo de perder aquello que más profundamente nos caracteriza.

Por este motivo, queridos amigos, os invito a intensificar vuestro camino de fe en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Vosotros sois el futuro de la sociedad y de la Iglesia. Como escribía el apóstol Pablo a los cristianos de la ciudad de Colosas, es vital tener raíces y bases sólidas. Esto es verdad, especialmente hoy, cuando muchos no tienen puntos de referencia estables para construir su vida, sintiéndose así profundamente inseguros. El relativismo que se ha difundido, y para el que todo da lo mismo y no existe ninguna verdad, ni un punto de referencia absoluto, no genera verdadera libertad, sino inestabilidad, desconcierto y un conformismo con las modas del momento. Vosotros, jóvenes, tenéis el derecho de recibir de las generaciones que os preceden puntos firmes para hacer vuestras opciones y construir vuestra vida, del mismo modo que una planta pequeña necesita un apoyo sólido hasta que crezcan sus raíces, para convertirse en un árbol robusto, capaz de dar fruto.

2. Arraigados y edificados en Cristo

Para poner de relieve la importancia de la fe en la vida de los creyentes, quisiera detenerme en tres términos que san Pablo utiliza en: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). Aquí podemos distinguir tres imágenes: “arraigado” evoca el árbol y las raíces que lo alimentan; “edificado” se refiere a la construcción; “firme” alude al crecimiento de la fuerza física o moral. Se trata de imágenes muy elocuentes. Antes de comentarlas, hay que señalar que en el texto original las tres expresiones, desde el punto de vista gramatical, están en pasivo: quiere decir, que es Cristo mismo quien toma la iniciativa de arraigar, edificar y hacer firmes a los creyentes.

La primera imagen es la del árbol, firmemente plantado en el suelo por medio de las raíces, que le dan estabilidad y alimento. Sin las raíces, sería llevado por el viento, y moriría. ¿Cuáles son nuestras raíces? Naturalmente, los padres, la familia y la cultura de nuestro país son un componente muy importante de nuestra identidad. La Biblia nos muestra otra más. El profeta Jeremías escribe: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto» (Jer17, 7-8). Echar raíces, para el profeta, significa volver a poner su confianza en Dios. De Él viene nuestra vida; sin Él no podríamos vivir de verdad. «Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo» (1 Jn 5,11). Jesús mismo se presenta como nuestra vida (cf. Jn 14, 6). Por ello, la fe cristiana no es sólo creer en la verdad, sino sobre todo una relación personal con Jesucristo. El encuentro con el Hijo de Dios proporciona un dinamismo nuevo a toda la existencia. Cuando comenzamos a tener una relación personal con Él, Cristo nos revela nuestra identidad y, con su amistad, la vida crece y se realiza en plenitud. Existe un momento en la juventud en que cada uno se pregunta: ¿qué sentido tiene mi vida, qué finalidad, qué rumbo debo darle? Es una fase fundamental que puede turbar el ánimo, a veces durante mucho tiempo. Se piensa cuál será nuestro trabajo, las relaciones sociales que hay que establecer, qué afectos hay que desarrollar… En este contexto, vuelvo a pensar en mi juventud. En cierto modo, muy pronto tomé conciencia de que el Señor me quería sacerdote. Pero más adelante, después de la guerra, cuando en el seminario y en la universidad me dirigía hacia esa meta, tuve que reconquistar esa certeza. Tuve que preguntarme: ¿es éste de verdad mi camino? ¿Es de verdad la voluntad del Señor para mí? ¿Seré capaz de permanecerle fiel y estar totalmente a disposición de Él, a su servicio? Una decisión así también causa sufrimiento. No puede ser de otro modo. Pero después tuve la certeza: ¡así está bien! Sí, el Señor me quiere, por ello me dará también la fuerza. Escuchándole, estando con Él, llego a ser yo mismo. No cuenta la realización de mis propios deseos, sino su voluntad. Así, la vida se vuelve auténtica.

Como las raíces del árbol lo mantienen plantado firmemente en la tierra, así los cimientos dan a la casa una estabilidad perdurable. Mediante la fe, estamos arraigados en Cristo (cf. Col 2, 7), así como una casa está construida sobre los cimientos. En la historia sagrada tenemos numerosos ejemplos de santos que han edificado su vida sobre la Palabra de Dios. El primero Abrahán. Nuestro padre en la fe obedeció a Dios, que le pedía dejar la casa paterna para encaminarse a un país desconocido. «Abrahán creyó a Dios y se le contó en su haber. Y en otro pasaje se le llama “amigo de Dios”» (St 2, 23). Estar arraigados en Cristo significa responder concretamente a la llamada de Dios, fiándose de Él y poniendo en práctica su Palabra. Jesús mismo reprende a sus discípulos: «¿Por qué me llamáis: “¡Señor, Señor!”, y no hacéis lo que digo?» (Lc 6, 46). Y recurriendo a la imagen de la construcción de la casa, añade: «El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra… se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida» (Lc 6, 47-48).

Queridos amigos, construid vuestra casa sobre roca, como el hombre que “cavó y ahondó”. Intentad también vosotros acoger cada día la Palabra de Cristo. Escuchadle como al verdadero Amigo con quien compartir el camino de vuestra vida. Con Él a vuestro lado seréis capaces de afrontar con valentía y esperanza las dificultades, los problemas, también las desilusiones y los fracasos. Continuamente se os presentarán propuestas más fáciles, pero vosotros mismos os daréis cuenta de que se revelan como engañosas, no dan serenidad ni alegría. Sólo la Palabra de Dios nos muestra la auténtica senda, sólo la fe que nos ha sido transmitida es la luz que ilumina el camino. Acoged con gratitud este don espiritual que habéis recibido de vuestras familias y esforzaos por responder con responsabilidad a la llamada de Dios, convirtiéndoos en adultos en la fe. No creáis a los que os digan que no necesitáis a los demás para construir vuestra vida. Apoyaos, en cambio, en la fe de vuestros seres queridos, en la fe de la Iglesia, y agradeced al Señor el haberla recibido y haberla hecho vuestra.

3. Firmes en la fe

Estad «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). La carta de la cual está tomada esta invitación, fue escrita por san Pablo para responder a una necesidad concreta de los cristianos de la ciudad de Colosas. Aquella comunidad, de hecho, estaba amenazada por la influencia de ciertas tendencias culturales de la época, que apartaban a los fieles del Evangelio. Nuestro contexto cultural, queridos jóvenes, tiene numerosas analogías con el de los colosenses de entonces. En efecto, hay una fuerte corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la sociedad, planteando e intentando crear un “paraíso” sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un “infierno”, donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza. En cambio, cuando las personas y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran en verdad y escuchan su voz, se construye concretamente la civilización del amor, donde cada uno es respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos que esto conlleva. Hay cristianos que se dejan seducir por el modo de pensar laicista, o son atraídos por corrientes religiosas que les alejan de la fe en Jesucristo. Otros, sin dejarse seducir por ellas, sencillamente han dejado que se enfriara su fe, con las inevitables consecuencias negativas en el plano moral.

El apóstol Pablo recuerda a los hermanos, contagiados por las ideas contrarias al Evangelio, el poder de Cristo muerto y resucitado. Este misterio es el fundamento de nuestra vida, el centro de la fe cristiana. Todas las filosofías que lo ignoran, considerándolo “necedad” (1 Co 1, 23), muestran sus límites ante las grandes preguntas presentes en el corazón del hombre. Por ello, también yo, como Sucesor del apóstol Pedro, deseo confirmaros en la fe (cf. Lc 22, 32). Creemos firmemente que Jesucristo se entregó en la Cruz para ofrecernos su amor; en su pasión, soportó nuestros sufrimientos, cargó con nuestros pecados, nos consiguió el perdón y nos reconcilió con Dios Padre, abriéndonos el camino de la vida eterna. De este modo, hemos sido liberados de lo que más atenaza nuestra vida: la esclavitud del pecado, y podemos amar a todos, incluso a los enemigos, y compartir este amor con los hermanos más pobres y en dificultad.

Queridos amigos, la cruz a menudo nos da miedo, porque parece ser la negación de la vida. En realidad, es lo contrario. Es el “sí” de Dios al hombre, la expresión máxima de su amor y la fuente de donde mana la vida eterna. De hecho, del corazón de Jesús abierto en la cruz ha brotado la vida divina, siempre disponible para quien acepta mirar al Crucificado. Por eso, quiero invitaros a acoger la cruz de Jesús, signo del amor de Dios, como fuente de vida nueva. Sin Cristo, muerto y resucitado, no hay salvación. Sólo Él puede liberar al mundo del mal y hacer crecer el Reino de la justicia, la paz y el amor, al que todos aspiramos.

4. Creer en Jesucristo sin verlo

En el Evangelio se nos describe la experiencia de fe del apóstol Tomás cuando acoge el misterio de la cruz y resurrección de Cristo. Tomás, uno de los doce apóstoles, siguió a Jesús, fue testigo directo de sus curaciones y milagros, escuchó sus palabras, vivió el desconcierto ante su muerte. En la tarde de Pascua, el Señor se aparece a los discípulos, pero Tomás no está presente, y cuando le cuentan que Jesús está vivo y se les ha aparecido, dice: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20, 25).

También nosotros quisiéramos poder ver a Jesús, poder hablar con Él, sentir más intensamente aún su presencia. A muchos se les hace hoy difícil el acceso a Jesús. Muchas de las imágenes que circulan de Jesús, y que se hacen pasar por científicas, le quitan su grandeza y la singularidad de su persona. Por ello, a lo largo de mis años de estudio y meditación, fui madurando la idea de transmitir en un libro algo de mi encuentro personal con Jesús, para ayudar de alguna forma a ver, escuchar y tocar al Señor, en quien Dios nos ha salido al encuentro para darse a conocer. De hecho, Jesús mismo, apareciéndose nuevamente a los discípulos después de ocho días, dice a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20, 27). También para nosotros es posible tener un contacto sensible con Jesús, meter, por así decir, la mano en las señales de su Pasión, las señales de su amor. En los Sacramentos, Él se nos acerca en modo particular, se nos entrega. Queridos jóvenes, aprended a “ver”, a “encontrar” a Jesús en la Eucaristía, donde está presente y cercano hasta entregarse como alimento para nuestro camino; en el Sacramento de la Penitencia, donde el Señor manifiesta su misericordia ofreciéndonos siempre su perdón. Reconoced y servid a Jesús también en los pobres y enfermos, en los hermanos que están en dificultad y necesitan ayuda.

Entablad y cultivad un diálogo personal con Jesucristo, en la fe. Conocedle mediante la lectura de los Evangelios y del Catecismo de la Iglesia Católica; hablad con Él en la oración, confiad en Él. Nunca os traicionará. «La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado» (Catecismo de la Iglesia Católica, 150). Así podréis adquirir una fe madura, sólida, que no se funda únicamente en un sentimiento religioso o en un vago recuerdo del catecismo de vuestra infancia. Podréis conocer a Dios y vivir auténticamente de Él, como el apóstol Tomás, cuando profesó abiertamente su fe en Jesús: «¡Señor mío y Dios mío!».

5. Sostenidos por la fe de la Iglesia, para ser testigos

En aquel momento Jesús exclama: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). Pensaba en el camino de la Iglesia, fundada sobre la fe de los testigos oculares: los Apóstoles. Comprendemos ahora que nuestra fe personal en Cristo, nacida del diálogo con Él, está vinculada a la fe de la Iglesia: no somos creyentes aislados, sino que, mediante el Bautismo, somos miembros de esta gran familia, y es la fe profesada por la Iglesia la que asegura nuestra fe personal. El Credo que proclamamos cada domingo en la Eucaristía nos protege precisamente del peligro de creer en un Dios que no es el que Jesús nos ha revelado: «Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros» (Catecismo de la Iglesia Católica, 166). Agradezcamos siempre al Señor el don de la Iglesia; ella nos hace progresar con seguridad en la fe, que nos da la verdadera vida (cf. Jn 20, 31).

En la historia de la Iglesia, los santos y mártires han sacado de la cruz gloriosa la fuerza para ser fieles a Dios hasta la entrega de sí mismos; en la fe han encontrado la fuerza para vencer las propias debilidades y superar toda adversidad. De hecho, como dice el apóstol Juan: «¿quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5, 5). La victoria que nace de la fe es la del amor. Cuántos cristianos han sido y son un testimonio vivo de la fuerza de la fe que se expresa en la caridad. Han sido artífices de paz, promotores de justicia, animadores de un mundo más humano, un mundo según Dios; se han comprometido en diferentes ámbitos de la vida social, con competencia y profesionalidad, contribuyendo eficazmente al bien de todos. La caridad que brota de la fe les ha llevado a dar un testimonio muy concreto, con la palabra y las obras. Cristo no es un bien sólo para nosotros mismos, sino que es el bien más precioso que tenemos que compartir con los demás. En la era de la globalización, sed testigos de la esperanza cristiana en el mundo entero: son muchos los que desean recibir esta esperanza. Ante la tumba del amigo Lázaro, muerto desde hacía cuatro días, Jesús, antes de volver a llamarlo a la vida, le dice a su hermana Marta: «Si crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11, 40). También vosotros, si creéis, si sabéis vivir y dar cada día testimonio de vuestra fe, seréis un instrumento que ayudará a otros jóvenes como vosotros a encontrar el sentido y la alegría de la vida, que nace del encuentro con Cristo.

6. Hacia la Jornada Mundial de Madrid

Queridos amigos, os reitero la invitación a asistir a la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid. Con profunda alegría, os espero a cada uno personalmente. Cristo quiere afianzaros en la fe por medio de la Iglesia. La elección de creer en Cristo y de seguirle no es fácil. Se ve obstaculizada por nuestras infidelidades personales y por muchas voces que nos sugieren vías más fáciles. No os desaniméis, buscad más bien el apoyo de la comunidad cristiana, el apoyo de la Iglesia. A lo largo de este año, preparaos intensamente para la cita de Madrid con vuestros obispos, sacerdotes y responsables de la pastoral juvenil en las diócesis, en las comunidades parroquiales, en las asociaciones y los movimientos. La calidad de nuestro encuentro dependerá, sobre todo, de la preparación espiritual, de la oración, de la escucha en común de la Palabra de Dios y del apoyo recíproco.

Queridos jóvenes, la Iglesia cuenta con vosotros. Necesita vuestra fe viva, vuestra caridad creativa y el dinamismo de vuestra esperanza. Vuestra presencia renueva la Iglesia, la rejuvenece y le da un nuevo impulso. Por ello, las Jornadas Mundiales de la Juventud son una gracia no sólo para vosotros, sino para todo el Pueblo de Dios. La Iglesia en España se está preparando intensamente para acogeros y vivir la experiencia gozosa de la fe. Agradezco a las diócesis, las parroquias, los santuarios, las comunidades religiosas, las asociaciones y los movimientos eclesiales, que están trabajando con generosidad en la preparación de este evento. El Señor no dejará de bendecirles. Que la Virgen María acompañe este camino de preparación. Ella, al anuncio del Ángel, acogió con fe la Palabra de Dios; con fe consintió que la obra de Dios se cumpliera en ella. Pronunciando su “fiat”, su “sí”, recibió el don de una caridad inmensa, que la impulsó a entregarse enteramente a Dios. Que Ella interceda por todos vosotros, para que en la próxima Jornada Mundial podáis crecer en la fe y en el amor. Os aseguro mi recuerdo paterno en la oración y os bendigo de corazón.

Vaticano, 6 de agosto de 2010, Fiesta de la Transfiguración del Señor.

BENEDICTUS PP. XVI

En el 10º aniversario de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe realizada en Aparecida, Brasil, ofrecemos a nuestros lectores el Documento Conclusivo de la cumbre, el cual es reconocido como verdadera Carta Magna para la nueva evangelización del continente y como una proyección actualizada de la Doctrina Social de la Iglesia para toda Latinoamérica.

También compartimos a continuación la Introducción y el enlace al documento completo La Opción Pastoral de Aparecida cuyo autor es el cardenal chileno Francisco Javier Errázuriz Ossa, uno de los presidentes de la asamblea:

INTRODUCCIÓN

Aparecida fue un tiempo de gracias y es un inmenso don de Dios para la Iglesia en América Latina y El Caribe. Queremos asumir ese don con la apertura de quienes acogen proyectos de Dios y son invitados a colaborar en ellos con todas sus fuerzas y todo el corazón. Nos importa que también nuestros pueblos,sedientos de vida, reciban los dones de Aparecida a través de todos nosotros, discípulos misioneros de Jesucristo.

Podemos acercarnos al Documento Conclusivo desde la perspectiva de uno de sus temas; tal vez de aquél que más ocupa a diario nuestro trabajo e interés. Si lo hiciéramos así sin apropiarnos antes de las grandes opciones y del espíritu de Aparecida, podríamos quedarnos con una visión parcial, lejana a la riqueza extraordinaria de la Vª Conferencia General del Episcopado de Latinamérica y El Caribe. Esta presentación quiere ayudarnos a asumir esa visión y esos compromisos, ya que trata de la gran opción pastoral que hizo Aparecida.

Pero la repercusión de Aparecida no debemos reducirla a la importancia de un Documento conclusivo. En Latinoamérica y El Caribe dejan una profunda huella los testimonios, los acontecimientos, las horas de gracia, las vivencias que brotan del Evangelio. Por eso, al tratar la importancia de Aparecida debemos tener presente no sólo el Documento final, sino también la experiencia de un tiempo de gracias en quienes participaron en la Asamblea, experiencia de fe y de gracia, de comunión y participación eclesial, que fue causa de mucha alegría y que se extiende por nuestros países como un modelo que contagia y quiere fermentar la vida de la iglesia.

Lee la opción pastoral de Aparecida aquí

El resultado de este acontecimiento está a la vista: un Documento lleno de esperanza y de raíces bíblicas, realista y con orientaciones de pedagogía pastoral, cuya publicación fue "autorizada" por el Santo Padre, como una manifestación de su aprecio al magisterio episcopal.

En sus líneas fundamentales es un documento claro, orientador, inconfundible. Pero no es un documento acabado. No todas las formulaciones están pulidas, ni trata todos los temas. No evita repeticiones. Esto tiene una explicación y no sólo desventajas. En efecto, es un documento escrito por más de doscientas personas, que representaban a la Iglesia de numerosos países y que encontrarían en él sus aportaciones. Fue escrito por todas ellas, y votado por los obispos. Elaborado con la cabeza y el corazón, reflexiona e intuye con la Biblia en la mano, las urgencias de nuestro tiempo en el espíritu, las gozosas celebraciones litúrgicas y el amor a la Virgen de los peregrinos en el corazón. Todo, logrado en jornadas de trabajo intenso, fermentado por mucha oración.

Dada la premura del tiempo, un documento de esta naturaleza queda inconcluso. Sus grandes líneas pastorales y su espíritu pueden y deben seguir obrando como fermento que enriquece la vida y el trabajo evangelizador de todas las comunidades y las instituciones de la Iglesia. Tenemos conciencia de que Aparecida no se ha cerrado. Es un camino abierto hacia el futuro. Acoger sus orientaciones, de modo que toda la Iglesia las reciba, se interiorice de ellas y las aplique una y otra vez con fidelidad creativa, será el rico contenido de la Misión Continental.

Por estas razones, nos detendremos en las grandes orientaciones y opciones de Aparecida, en las cuales se puede descubrir su originalidad, y no tanto en la manera en que la V Conferencia orienta en materias particulares. Otros cuadernos de esta colección tratan temas específicos y requieren el contexto de esta introducción.


+Francisco Javier Errázuriz Ossa

Cardenal y Arzobispo Emérito de Santiago

 

Benedicto XVI en Aparecida (2007) 

DISCURSO AQUÍ 

 Haga clic sobre la imagen para leer el documento del discurso inaugural.

 

Vea en este video parte del discurso inaugural: 

 

Texto publicado originalmente en el Quaderno 3884 de La Civiltà Cattolica.

Una de las habituales maneras de resolver el enigma de la existencia consiste en “domar” la muerte, es decir, considerarla un hecho natural, que debe aceptarse sin demasiada angustia ni demasiadas interrogantes. Hay quienes llegan a encontrar en esta aceptación de la muerte una especie de paz del alma, una serenidad envidiable, al menos aparentemente.

Contra esa tendencia, tan antigua como el hombre, la Biblia reacciona vigorosamente, enseñando que la muerte humana no constituye en realidad algo “natural”, sino la consecuencia de un rechazo de Dios (Gn 3; Rm 5, 12); no tiene cabida en el proyecto de Dios (Sb 2, 23-24) y lanza una sombra sobre todas las actividades humanas, hasta las más nobles y santas. Dios es el Dios de la vida (ver 1 Jn 1, 1) y la muerte no puede convivir con Él. Mientras no se resuelva el problema de la muerte, la existencia humana en la tierra siempre será un enigma indescifrable.

Para que no se olvide esta realidad, la Biblia ha conservado un pequeño libro perturbador llamado Qohélet. Su autor es alguien que toma en serio la muerte, no hace pactos con ella y afirma que “todo es vanidad” (Qo 1, 2), es decir, vacío, nada, descomposición. ¿De qué sirve estudiar, esforzarse, hacer el bien, servir a Dios? La respuesta es tajante: no sirve de nada, si es verdad que la muerte en todo tiene la última palabra. O mejor dicho, como buen israelita, sabe que, tal como la primera palabra es de Dios, asimismo la última palabra será de Dios (ver Qo 12, 13); pero no sabe cómo Dios desea resolver el problema.

En este nivel, el Antiguo Testamento no es superior a todas las demás religiones y filosofías: ninguna de ellas ha sabido jamás dar una solución para el problema de la muerte, fuera de “domarla”, es decir, reducir al hombre únicamente a su “cuerpo” (y entonces todo termina con la muerte) o únicamente a su “alma”, y entonces es necesario proyectar un “más allá”, ya sea opaco o feliz. Sin embargo, el Antiguo Testamento, a diferencia de las demás religiones y filosofías, ha puesto algunos pestillos seguros: Dios y el mundo no son lo mismo; el mundo no es divino; el sol y los astros no son divinidades, sino criaturas; este mundo no es eterno, y terminará; el hombre es al mismo tiempo de la tierra y de Dios (Gn 2, 7) y está dotado de libre arbitrio; en la existencia humana ha habido una explícita desobediencia del hombre a Dios; esta confusión de la existencia humana solo puede resolverse restableciendo la relación con Dios, es decir, observando sus mandamientos y en comunión con Él.

Al respecto, la Biblia ha conservado otro pequeño libro precioso, el Cantar de los Cantares, que señala simbólicamente el camino del enamoramiento como manera de salir del enigma de la existencia humana. Detrás del cortejo entre el amante y la amada se vislumbra un posible diálogo de amor entre Dios y la humanidad. Sin embargo, también el autor del Cantar de los Cantares debe detenerse ante el muro de la muerte: intuye que “es fuerte el amor como la muerte” (Ct 8, 6), pero no ve cómo superarla. El judaísmo tardío profesará la creencia en la resurrección de los muer-tos, pero esta se remitirá al último día (Jn 11, 24), es decir, al final de la historia.

Alrededor del año 30 de esta era, aparece en Galilea un hombre, un profeta llamado Jesús, que predica la inminente venida del reino de Dios a la tierra (Mc 1, 15). ¿Es el Mesías esperado? Muchos se lo preguntan (Jn 4, 29). Sin embargo, su predicación provoca hostilidad de parte de las autoridades religiosas: este Jesús se cree superior al mandamiento del sábado (Mc 2, 27-28), no respeta las tradiciones de los antepasados (Mc 7, 5) y al parecer ha dicho palabras blasfemas contra el Templo (ver Mc 14, 58). Capturado y conducido a proceso, al preguntársele si era el Mesías, hijo de Dios, dio una respuesta considerada una blasfemia, por lo cual fue condenado a muerte (Mc 14, 63-64). La ejecución se encomendó a los romanos, que aplicaron el suplicio de la cruz.

Después de su muerte, los discípulos pensaron en la sepultura, pero siendo inminente el sábado, en el cual estaban prohibidos los trabajos manuales, la postergaron para el día siguiente. El tratamiento del cadáver con aromas y especias se encargaba a las mujeres (Mc 16, 1). Los discípulos estaban sumidos en estos pensamientos cuando, como un rayo en el cielo sereno, llega la noticia de que ha desaparecido el cadáver y que algunas mujeres, al dirigirse al sepulcro, vieron a Jesús vivo (Lc 24, 22-23). Tras las primeras dudas, llega la certeza: los discípulos ven al Señor resucitado, hablan con él, lo tocan, comen juntos (Lc 24, 36-43). Sin embargo, él no ha vuelto a la vida simplemente para morir de nuevo: ha entrado en otra dimensión, no menos real, pero distinta a aquella conocida hasta ese momento. ¿Es alucinación? ¿Es realidad? ¿Pero qué realidad? Los discípulos ciertamente se habrán planteado estas interrogantes, pero luego han debido rendirse ante la evidencia del hecho: ¡Jesús se ha mostrado resucitado! Es precisamente Él, aquel que fue puesto en la cruz. Se les abren entonces los ojos: por lo tanto Él es el Mesías, Él es el Hijo de Dios. Se comprende entonces toda la historia de la salvación, se comprenden todos los discursos de los profetas, se comprenden todos los dolores del mundo y las promesas de Dios: ¡la muerte, último enemigo, ha sido derrotada! El enigma de la existencia está resuelto. Ahora es posible vivir, tener esperanza, amar, sufrir e incluso morir por la justicia, porque existe la vida eterna, la vida de la resurrección. No se trata tanto de entrar a “otro mundo” (en francés, un autre monde), sino a un “mundo distinto” (dans un monde autre).

El encuentro entre la realidad del viejo mundo y la nueva linfa de la vida resucitada ya ha tenido lugar, de tal manera que este mundo se encuentra como traspasado por los dolores de un parto: sufre y gime (Rm 8, 20-22), queriendo de pronto experimentar con plenitud esta vida “distinta”, donde ya no se encuentra el veneno de la corrupción, del pecado, del odio, de la mentira, de la codicia, sino alegría, felicidad, paz, fraternidad, en una palabra la vida en el Espíritu Santo. Es preciso reconocer que también entre cristianos de hoy el tema de la resurrección de Cristo ha llegado a ser prácticamente irrelevante. Ya no se entiende qué sentido puede tener afirmar que Él resucitó “en su verdadero cuerpo”. Se tiende por este motivo a una interpretación de tipo espiritual. Cristo resucitado significa que su mensaje es tan vital e importante que ha continuado incluso después de su muerte, mantenido por sus discípulos. De acuerdo con el exegeta protestante Rudolf Bultmann (1884-1976), muchos consideran que la resurrección de Jesús es un “mito”, que incluye en todo caso un contenido de fe: el poner enteramente la confianza en Dios. A Bultmann no le interesa si la tumba de Jesús estaba vacía o si todavía se encontraba allí el cadáver: es un detalle histórico, de la crónica, que nada tendría que ver con la fe. Sin embargo, para los primeros testigos no era así: si el cadáver de Jesús hubiese permanecido en la tumba, entonces la resurrección sería un mito. Ciertamente, el sepulcro vacío por sí mismo no lo decía todo, pero habiéndose determinado que no se trataba ni de un robo ni de un truco de los discípulos (Mt 27, 62-65), quedaba abierta la puerta que únicamente la aparición de Jesús resucitado podía traspasar. El Evangelio, “la buena nueva”, es esencialmente esto, y por cuanto la resurrección supone una verdadera muerte, precisamente también la muerte de Jesús es anunciada (1 Co 11, 26) no por sí misma, sino porque tiene su desenlace perturbador en la resurrección. La resurrección es el comienzo del nuevo mundo, de la nueva era, es decir, de una existencia distinta, que ha sido posible gracias al don del Espíritu Santo, que es el Espíritu del Resucitado.

Escuchemos a Pablo: “Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? (Is 25, 8; Os 13, 14). El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado la Ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1 Cor 15, 54-57). La muerte es “el último enemigo en ser destruido” (1 Cor 15, 26).

La resurrección de Jesús es entonces la única respuesta verdadera al problema de la existencia, tanto que “si no resucitó Cristo, vacía es nuestra fe” (1 Cor 15, 17). Pablo puede entonces decir a sus correligionarios israelitas: “Nosotros os anunciamos que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús” (Hch 13, 32-33). El apóstol distingue entre “muerte” y “corrupción”, y hace una comparación entre David y Jesús: “David (…) murió y experimentó la corrupción. En cambio aquel a quien Dios resucitó no experimentó la corrupción” (Hch 13, 36-37). Así, también Jesús experimentó la muerte, como todos, pero fue el único que no estuvo sujeto a la “corrupción”, lo cual indica que la resurrección tiene relación precisamente con el cuerpo de Jesús. Pablo se apoya en el Sal 16 (15): No dejarás a tu santo ver la corrupción, según la versión griega, mientras el texto hebreo señala: No dejarás a tu amigo ver la fosa, es decir, la muerte. La diferencia no es pequeña, pero ambos textos se consideran inspirados. Pedro, en su anuncio después de Pentecostés, ya había citado este Salmo, haciendo una comparación con David, el cual “murió y fue sepultado, y su sepulcro sigue estando entre nosotros”, mientras Cristo “no fue abandonado en los infiernos ni su carne experimentó la corrupción” (Hch 2, 27-31). Pablo sabía que la esperanza en la resurrección de los muertos era uno de los puntos fundamentales del judaísmo, si bien no era compartido por todos, y estaba dispuesto a dar testimonio, incluso ofreciendo su vida, de que esa resurrección había tenido lugar en Jesús (Hch 23, 6-10; 24, 21). Paradojalmente, mientras fariseos y saduceos discuten entre ellos sobre la resurrección, el Señor Jesús se presenta a Pablo para darle ánimo (Hch 23, 11).

La resurrección de Jesús es una “bella noticia”, porque no solo tiene que ver con él, sino también con todos los que creen en él siempre que vivan de acuerdo con sus enseñanzas: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron” (1 Cor 15, 20). “Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús” (1 Ts 4, 14). En todo caso, la resurrección no es solamente un hecho futuro, sino experimentable en el presente en una “vida nueva” (ver Rm 6, 4), ya no a merced del pecado, sino guiada por el Espíritu (ver Rm 8, 9-11), es decir, “por el amor de Dios derramado en nuestros corazones” (Rm 5, 5).

Para captar toda la estupenda novedad de esta “buena nueva”, es preciso sin embargo tener el valor de mirar de frente a la muerte en toda su terrible verdad: ella es el fin a cuyo encuentro va inexorablemente todo cuanto tiene vida en la tierra. También ella, como dice la ciencia, no es eterna, y terminará su trayecto. También las grandes obras de arte algún día dejarán de existir. También de la Basílica de San Pedro no quedará piedra sobre piedra. ¿Qué sentido tiene entonces nuestra vida? Hoy preferimos no plantearnos esta interrogante, ya que todos somos presa de las preocupaciones de la vida. Todo es bueno para aturdirse, distraerse, divertirse, procurando satisfacer lo más posible el “hambre de mundo” y anular la “sed de Dios”. Con todo, para hacer esto es preciso visualizar la muerte no como una “enemiga” (así la llamaba Pablo), sino como una “amiga” (así la llamaban los impíos del libro de la Sabiduría, 1, 16). Una vez domada, convertida en amiga, la muerte ya no da miedo (aparentemente), porque —se dice— “luego no habrá nada”, de manera que conviene aprovechar lo más posible esta vida, ciertamente con mucha sagacidad, sin hacer demasiado por los demás ni atropellarlos, pero usando guantes aterciopelados.

cattaneo int 800x450

Así razonaban ya algunos hace más de dos mil años: “Corta y triste es nuestra vida; la muerte del hombre no tiene remedio y de nadie consta que haya vuelto de la tumba. Nacimos por azar y pasaremos como si no hubiéramos existido. (…) Venid, pues, y disfrutemos de los bienes presentes, gocemos de la realidad con impaciencia juvenil; embriaguémonos de vinos exquisitos y perfumes, que no se nos escape la flor primaveral; coronémonos de rosas antes que se marchiten (…), que ésta es nuestra suerte y nuestra herencia” (Sb 2, 1-9). Quienes tienen menos escrúpulos usan métodos inmorales; quienes en cambio tienen más conciencia procuran conducirse honestamente. ¿Pero en el fondo dónde está la diferencia si todo termina? Escribe el Qohélet: “Hay un destino común para todos, para el justo y para el malvado, (…) lo mismo el bueno que el pecador (…): todos se van con los muertos” (Qo 9, 2-3). Desde este punto de vista, no hay diferencia con los animales: “El hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra, y ambos tienen el mismo aliento de vida. En nada aventaja el hombre a la bestia, pues todo es vanidad” (Qo 3, 19).

Hoy muchos de los que hacen profesión de ateísmo se presentan ante la muerte con una serenidad y una imperturbabilidad envidiables. Al parecer, para ellos la negación de Dios no solo no constituye un problema, sino además es prácticamente una conquista de la mente. Un astrofísico que participó recientemente en una transmisión televisiva decía substancialmente lo siguiente: “Soy ateo, y esto significa que la vida en la tierra nació por azar y que mi existencia carece de sentido; pero esto no me altera, no me impide ver la naturaleza y la vida con sentido de asombro, y por el contrario me ayuda a ser humilde, porque veo mi pequeñez, y me anima a la solidaridad con los demás, porque todos estamos en la misma embarcación” (“hacia la nada”, agrego yo). Esta posición tiene su propia dignidad, dado el esfuerzo moral que la sostiene, pero de hecho se basa “en la nada”. Hay quienes, sin embargo, no se resignan a ser equiparados con su propio gato o cachorro, o con el chimpancé más inteligente del mundo, todos los cuales no se plantean ni se plantearán jamás el problema de por qué existen, del sentido de la vida, de la estructura de la materia y del universo; nunca han escrito ni escribirán jamás libros de ciencia, de historia, de filosofía, de literatura, de poesía; nunca han compuesto ni compondrán jamás una sinfonía o un concierto para piano y orquesta; nunca han pintado ni pintarán jamás un fresco, como Giotto, o un cuadro, como Caravaggio; nunca han construido ni construirán jamás una catedral como la de Chartres.

Existe en español la traducción de la obra La Trinidad, de Hilario, obispo de Poitiers, que vivió en la Galia en el siglo IV (ver nota 1). En el primer libro, que es una introducción, este converso al cristianismo explica por qué sintió la necesidad de escribir sobre Dios y sobre el Dios de Jesucristo. Traza de este modo una especie de recorrido de tipo intelectual, pero también existencial, donde muestra cómo salió de la trampa del ateísmo, guiado por su rebelión interior: “¡No es digno del hombre!” (1, 2). No es digno del hombre contentarse con alcanzar la tranquilidad y el bienestar, sin pensar en su propio origen o en su propio fin. Desde este punto de vista, los animales serían más felices que el hombre, porque no trabajan y tienen comida hasta la saciedad. Sería indigno de los hombres “creer que han nacido únicamente para estar al servicio del vientre y la indolencia: creer que han venido a esta vida no para alguna ilustre empresa o para dedicarse a una noble preocupación; creer que esta vida misma no nos ha sido dada para recorrer un camino hacia la eternidad” (1, 2). Con todo, habiendo llegado a la hipótesis de Dios, “no sería digno de Dios haber introducido al hombre en esta vida (…) si luego estuviese obligado a dejar de vivir y a morir para siempre” (1, 9). La religión judía da la más bella definición de Dios, como “El que es”: “En realidad, nada es más propio de Dios que el ser” (1, 5). Además, enseña a remontarse desde la belleza de las criaturas a la Belleza del Creador (1, 6-7). Pero también ella se detiene ante el muro de la muerte.

Esta es entonces la doctrina evangélica y apostólica, que enseña la encarnación del Verbo, nuestra adopción como hijos mediante la fe, revelándonos que Dios es Padre. Este “nuevo nacimiento” significa liberación de los vicios, purificación de los pecados, participación en la resurrección de Cristo: “Por lo tanto, nosotros hemos resucitado por obra de Dios junto con Cristo, mediante su muerte” (1, 13). ¿Pero por qué Cristo realiza todo esto? Porque “en Cristo se encuentra la plenitud de la divinidad” (ibid), lo cual significa que Dios no puede sino ser el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Esta es la verdadera fe en el único Dios, y no la del que niega al Hijo o lo identifica con el Padre (1, 23). Solo con esta fe Hilario encuentra la paz: “Mi espíritu por lo tanto se serenaba, alegre en sus esperanzas, en este reposo consciente de su propia seguridad, sin temer que interviniese la muerte, hasta el punto de considerarla un paso hacia la eternidad” (1, 14). En este punto cambia la perspectiva de la vida: “No sólo (mi espíritu) no consideraba molesta o penosa la vida en este cuerpo, sino que la comparaba con lo que son los estudios para los niños, la medicina para los enfermos, la natación para los náufragos”, en suma, una preparación “para el premio de la inmortalidad bienaventurada” (1, 14). Entonces Hilario decide no poseer estas cosas solamente para sí, sino anunciarlas también a los demás, asumiendo el ministerio sacerdotal, extendiendo de este modo su esfuerzo “hasta ocuparse de la salvación de todos” (ibid). He aquí un recorrido realmente digno del hombre.


(1) Ver HILARIO DE POITIERS, La Trinità, 2 volúmenes, edición a cargo de ANTONIO ORAZZO, Roma, Città Nuova, 2011.

12 de Mayo de 2017

Homilía del Papa en Fátima

Vea la homilía del Papa Francisco en la Misa de Canonización de San Francisco y Santa Jacinta Marto

 papa fco

 


TEXTO: Homilía del Papa en la Misa de canonización de los pastorcitos de Fátima (Aciprensa)

 

Francisco y Jacinta
El Papa aprueba milagro que hará santos a pastorcitos de Fátima

Los pastorcitos de Fátima, Francisco y Jacinta Martos, serán declarados santos pronto, luego que el Papa Francisco aprobase en marzo último el decreto que reconoce el milagro atribuido a la intercesión de ambos hermanos, que junto a Sor Lucía fueron testigos de las apariciones de la Virgen en Portugal en 1917.

El Vaticano informó que el Pontífice recibió al Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, cardenal Angelo Amato, y aprobó la promulgación del decreto que reconoce “el milagro atribuido a la intercesión del Beato Francisco Marto, nacido el 11 de junio de 1908 y muerto el 4 de abril de 1919, y de la Beata Jacinta Marto, nacida el 11 de marzo de 1910 y muerta el 20 de febrero de 1920”.

El milagro que permitirá la canonización de ambos pastorcitos es la curación de un niño brasileño. Los hermanos Francisco y Jacinta fueron beatificados en el año 2000 por el Papa San Juan Pablo II.

Junto con su prima Lucía, fueron testigos de las apariciones de la Virgen María en Cova de Iría, en Fátima, entre mayo y octubre de 1917. Francisco tenía nueve años, Jacinta siete y Lucía diez. En total, la Virgen se les apareció seis veces. En la tercera aparición, el 13 de julio, la Virgen les reveló el Secreto de Fátima.

Durante el período en que se produjeron las apariciones, los tres niños tuvieron que hacer frente a las incomprensiones de sus familias y vecinos, y a la persecución del gobierno portugués, profundamente anticlerical. Pero aceptaron esas dificultades con fe y valentía: “Si nos matan, no importa. Vamos al cielo”, decían.

Tras las apariciones, los tres pastorcitos siguieron su vida normal, hasta la muerte de Francisco y Jacinta. Francisco mostró un espíritu de amor y reparación para con Dios ofendido, a pesar de su vida tan corta. Su gran preocupación era “consolar a Nuestro Señor”. Pasaba horas pensando en Dios, por lo que siempre fue considerado como un contemplativo.

Su precoz vocación de eremita fue reconocida en el decreto de heroicidad de virtudes, según el cual después de las apariciones “se escondía detrás de los árboles para rezar solo; otras veces subía a los lugares más elevados y solitarios y ahí se entregaba a la oración tan intensamente que no oía las voces de los que lo llamaban”.

La vida de Jacinta se caracterizó por el espíritu de sacrificio, el amor al Corazón de María, al Santo Padre y a los pecadores. Llevada por la preocupación de la salvación de los pecadores y del desagravio al Corazón Inmaculado de María, de todo ofrecía un sacrificio a Dios.

 

Fátima acogerá 500 mil peregrinos en visita del Papa


Los organizadores de la visita del Papa Francisco a Fátima en Portugal, por los 100 años de las apariciones de la Virgen María, indicaron que esperan recibir durante esos días a unos 500 mil peregrinos.

“Esperamos que de las muchas y grandes peregrinaciones jubilares del 2017, la mayor será sin duda la del 12 y el 13 de mayo con la presencia del Papa Francisco”, manifestó el sacerdote.

El coordinador de la visita del Papa a Fátima señaló que el Santo Padre irá “como peregrino para rezar con los peregrinos presentes en Fátima y con los que lo acompañarán a través de los medios de comunicación social”.

El Papa Francisco será el cuarto Pontífice en visitar Fátima. El primero fue Pablo VI en 1967, le siguió Juan Pablo II, que estuvo en 1982, 1991 y 2000; y el último fue Benedicto XVI en el 2010.

 

Programa del viaje del Papa Francisco a Fátima


El Pontífice llegará a Portugal el viernes 12 de mayo a las 16:20 (hora local).

Aterrizará en la base aérea de Monte Real, donde mantendrá un encuentro privado con el Presidente de la República. Posteriormente rezará brevemente en la capilla de la base aérea, desde donde se trasladará en helicóptero a Fátima.

A las 18:15 visitará Capilla de las Apariciones, frente a la Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Fátima, y bendecirá las velas de la capilla. Luego, el Papa rezará el Rosario delante de la imagen de la Virgen.

El sábado 13 de mayo, a las 9:10, el Pontífice se reunirá con el Primer Ministro de Portugal. Más tarde, a las 9:40, visitará la Basílica y a las 10:00 presidirá la celebración de la Santa Misa. Al finalizar la Misa, el Papa saludará y bendecirá a los enfermos.

A las 12:30 comerá con los obispos de Portugal en la casa “Nuestra Señora del Carmen”. Finalmente, a las 14:45, llegará a la base aérea de Monte Real, donde tendrá lugar la ceremonia de despedida antes de regresar a Roma.

 

Cardenal Arinze publica libro sobre devoción a la Santísima Virgen en centenario de Fátima


El cardenal Francis Arinze, prefecto emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, publicó un nuevo libro dedicado a la Santísima Virgen: “Marian Veneration: Firm Foundations” (Veneración Mariana: Firmes Fundamentos), el cual busca, según señaló a National Catholic Register, explicar a creyentes y no creyentes la importancia de la devoción a la Santísima Virgen y el significado de las apariciones marianas en la vida de la Iglesia.

“Una motivación fue el aniversario, el centenario de hecho, de Fátima”, explicó el purpurado. Uno de sus sacerdotes amigos lo invitó a realizar esta tarea recordándole que nunca había escrito un libro sobre la Santísima Virgen. “Así que pensé en eso, pero la mayor motivación es equipar a las personas que son devotas a Nuestra Señora con argumentos (de la Escritura y dogmáticos) sobre los fundamentos de la veneración mariana, de forma que no estén a la defensiva. Deben estar en paz, sabiendo que esto de hecho está fundado en la Sagrada Escritura, en la Tradición de la Iglesia y en la buena teología, por no enfocarse en la práctica de los Santos o las enseñanzas de los Papas y la vida concreta de cristianos en todo el mundo”.

El libro también fue escrito para ser compartido con los no creyentes que tienen curiosidad sobre el culto a la Santísima Virgen y desean conocer las razones de los católicos para venerarla. El cardenal Arinze recordó que María es modelo de fe para los creyentes, ya que cumplió la voluntad de Dios incluso cuando no podía comprenderla. “Dos o tres veces, San Lucas nos dice que ella no entendía lo que (el ángel) dijo: ‘Ella mantuvo esas palabras y reflexionó sobre ellas en su corazón’, lo cual significa que ella hizo lo que el Vaticano II llama una peregrinación de fe”, explicó. “Ella creció en la fe. Ella creyó”.

El cardenal dedica un capítulo de su libro a las apariciones de la Santísima Virgen “porque es un hecho real en la vida y la historia de la Iglesia”, recordando que las revelaciones cristianas no son de verdades de fe de obligatoria aceptación para los creyentes: “Nuestra fe no está edificada sobre una aparición, pero una aparición puede ayudarnos y nos ayuda”.

 

Especial Revista HUMANITAS 20 sobre "El Mensaje de Fátima"

Sobre la revelación del tercer secreto. Haga clic sobre la imagen para leerlo en papel digital.

 

encabezado h20

H20

EL "EFECTO GALILEO" Y OTROS MITOS SOBRE RELIGIÓN Y CIENCIA, PEDRO ROSSO.

En HUMANITAS Nro.8

Era la mañana del día 22 de junio de 1633. Arrodillado ante los miembros del Santo Oficio –congregados en el convento de Santa María sopra Minerva– el anciano Galileo abjura de sus “herejías y errores” y promete que no volverá a propagar ideas contrarias a la fe. Había sido acusado de creer y sostener “una Doctrina falsa y contraria a las sagradas y divinas escrituras, ... que el Sol es el centro del Universo, que no se mueve de este a oeste, que la Tierra se mueve, y que no es el centro del Universo”. El eco de estas palabras aún resuena en los ámbitos de la historia de la ciencia, donde, a pesar del tiempo transcurrido, el caso Galileo continúa motivando interés y generando controversias. Para muchos pensadores, desde Voltaire hasta Bertrand Russell y otros, la suerte de Galileo simboliza el oscurantisimo de la Iglesia Católica y el abismo infranqueable que separaría fe y razón.

Aún con los atenuantes que la perspectiva histórica puede otorgar al caso, las indignidades sufridas por Galileo por parte del Santo Oficio, siempre incomodaron a los intelectuales católicos y, durante mucho tiempo, obstaculizaron las relaciones de la Iglesia con el mundo de la ciencia. Por esta razón, la iniciativa del Papa Juan Pablo II, en el año l979, de invitar a la comunidad científica a participar en una serena y objetiva reflexión sobre todo lo concerniente al caso Galileo, fue recibida con gran entusiasmo. De acuerdo al cardenal Garrone, coordinador de esa tarea, la Iglesia no se proponía revisar o revalidar hechos pasados, sino someterlos a un análisis histórico riguroso. El valioso esfuerzo resultante, en el que participaron distinguidos académicos de diversos países y credos, ha permitido aclarar una serie de circunstancias relativas al caso Galileo, algunas de ellas muy poco conocidas. Lamentablemente, ninguna de estas investigaciones abarcó un aspecto que continúa siendo parte prominente de la “historia oficial” galileana, cual es la supuesta vinculación entre la condena del físico y la decadencia de las ciencias en Italia. Al respecto, en círculos académicos europeos y norteamericanos prevalece la idea que la sanción impuesta al sabio toscano marca el inicio de la pérdida de vitalidad científica de esa nación y, probablemente, del resto de los países católicos. Aún más, diversos autores atribuyen esa pérdida de vitalidad al ambiente intelectualmente opresivo impuesto por la Iglesia. Sin embargo, como se verá a continuación, cuando ambas tesis son contrastadas con los hechos el número de incongruencias resultantes es significativo.

Ptolomeo, Copérnico y la Biblia: razones del conflicto.

El elemento central del conflicto que motivó el enjuiciamiento de Galileo fue la oposición del Santo Oficio a la teoría copernicana. Las dificultades surgían de una interpretación sesgada de un pasaje del libro de Josué, el cual refiere que el Sol y la Luna se detuvieron en el cielo hasta que las fuerzas israelitas pudieron vengarse de sus enemigos (cf. Josué 10, 12-13). Esta descripción parecía coincidente con la tesis ptolomeica, formulada en el siglo II de nuestra era, de un Sol girando en torno a la Tierra, pero no con la copernicana, la que suponía un Sol inmóvil. En consecuencia, el Santo Oficio consideraba que la tesis ptolomeica era la correcta y, por lo tanto, la copernicana debía ser falsa y además herética, ya que contradecía a las sagradas escrituras. Es necesario aclarar, sin embargo, que la jerarquía eclesiástica no se negaba a que la teoría copernicana fuese discutida por los astrónomos o enseñada en las universidades; sólo exigía que se estipulara su condición de mera hipótesis, es decir, su carencia de fundamentación científicamente válida. Esta actitud aparece descrita en una carta de San Roberto Bellarmino dirigida al padre Paolo Antonio Foscarini. En el año 1615, este sacerdote carmelita había enviado al Superior General de su orden una larga misiva, en la cual fundamentaba su convicción que la teoría copernicana era verdadera y congruente con los textos bíblicos. San Roberto Bellarmino, en esa época cardenal integrante del Santo Oficio y versado en astronomía, manifiesta en la mencionada carta que de existir “...una prueba verdadera de que el Sol está en el centro del Universo, ... entonces, al interpretar los lugares de las Escrituras que parecen enseñar lo contrario, deberíamos actuar con la mayor circunspección.

Últimas Publicaciones

61 estudiantes y miembros de la Pastoral UC viajaron al Jubileo de los Jóvenes en Roma a fines de julio, una experiencia marcada por el encuentro con la Iglesia universal y el llamado del Papa a “cosas grandes”.
En contraposición a una comprensión cognitivista de la empatía, los autores ahondan en la propuesta de una empatía vital a través del pensamiento de autores como Lipps, Stein, Scheler e Ingold. Así invitan a profundizar en el llamado que el Papa Francisco hace en Fratelli tutti, a dejarnos interpelar por la realidad del otro según el modelo del buen samaritano.
En este discurso pronunciado en el Pre-foro interreligioso de la Octava reunión del Foro de los países de América Latina y el Caribe sobre el Desarrollo Sostenible, se expone cómo las religiones, desde su especificidad propia, aportan al auténtico cumplimiento de la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible. Los problemas de la pobreza y los derechos humanos, la ecología, la inclusión y la igualdad de derechos, la educación y promoción de la paz, por mencionar algunos temas, son preocupaciones que están o deberían estar en el núcleo de todas nuestras propuestas religiosas.
Revistas
Cuadernos
Reseñas
Suscripción
Palabra del Papa
Diario Financiero