1.- ANTECEDENTES DEL CATECISMO

Veinte años después de la conclusión del Concilio Vaticano II, en octubre de 1985, el Santo Padre convocó un Sínodo extraordinario, cuyos participantes –a diferencia de la estructura de los Sínodos habituales- eran los Presidentes de todas las Conferencias episcopales de la Iglesia Católica. El Sínodo quería ser algo más que una conmemoración solemne del gran acontecimiento de la historia de la Iglesia, en el que sólo unos pocos de los obispos ahora presentes habían participado. Debía mirar no sólo hacia atrás, sino hacia adelante: determinar la situación de la Iglesia, traer de nuevo a la memoria la voluntad esencial del Concilio; preguntar cómo hay que apropiarse hoy esta voluntad y cómo hacerla productiva para el mañana.

En este orden de ideas surgió también el pensamiento de un Catecismo de la Iglesia universal, en analogía con el Catecismo Romano aparecido en 1566, que entonces había contribuido esencialmente a la renovación de la catequesis y de la predicación según el espíritu del Concilio de Trento.

La idea de un Catecismo del Concilio Vaticano II no era totalmente nueva. Así, por ejemplo, en el último período conciliar, el cardenal alemán Jäger había formulado la propuesta de que el Concilio debía encargar tal libro y así dar forma concreta a la obra de puesta al día en el terreno doctrinal. Atendiendo a consideraciones similares, la Conferencia episcopal holandesa publicó su Catecismo ya en marzo de 1966. Éste fue acogido ávidamente en grandes partes del mundo como una forma renovada de la catequesis, pero también desencadenó tempranamente serias cuestiones. El Papa nombró a raíz de ello una comisión integrada por seis cardenales; esta comisión emitió en octubre de 1968 una declaración que, ciertamente, quiso dejar intacta la “peculiaridad… digna de elogio” del Catecismo, pero que tuvo que precisar, e incluso corregir, sus afirmaciones en puntos esenciales.

Entonces se planteó por sí misma la cuestión de si la mejor respuesta a la problemática de este libro no estaría en la elaboración de un catecismo de toda la Iglesia. Yo expresé entonces la opinión de que el tiempo no estaba todavía maduro para tal proyecto y sigo pensando que esta evaluación de la situación fue correcta. Es verdad que Jean Guitton debe de haber dicho que nuestro Catecismo llega con 25 años de retraso; en cierto sentido se le podría dar la razón en esta afirmación. No obstante, hay que decir también que en 1966 no se habían hecho todavía visibles los problemas en toda su envergadura; que no había hecho más que comenzar un proceso de fermentación que sólo paulatinamente podía conducir a las aclaraciones necesarias para que se pronunciara una nueva palabra común.

Cuando los obispos, en 1985, echaron una mirada retrospectiva y otra prospectiva, se formó en ellos, diríamos que de modo espontáneo, la convicción de que había llegado el momento y de que ya no podía haber más demoras. Después de la fase de un celo agitado con el que inmediatamente después del Concilio se habían producido en muchos lugares nuevos Catecismos, cuya precipitación no había permitido que surgieran obras realmente maduras, se había renunciado en general a la idea del Catecismo. Los nuevos libros, con su apresurada puesta al día, habían vuelto a aparecer como obsoletos; al que se vincula al hoy con excesivo celo, mañana se le contemplará ya inevitablemente como pasado de moda.

Se generalizó la opinión de que los constantes cambios de la vida y del pensamiento no admitían ninguna afirmación válida a largo plazo; que la catequesis tenía que escribirse permanentemente de nuevo. Cierto, hay que tenerla permanentemente de nuevo; cada catequesis es un acto de actualización, que trae la palabra común a estos hombres y a esta hora. Pero la actualización presupone algo que se extiende a cada presente singular y que hay que introducir nuevamente en él; de lo contrario resulta nula. En realidad, con este proceso de adaptaciones continuamente nuevas, tuvo lugar un vaciamiento de la catequesis, por cuya causa se volvió humanamente cada vez más dificultosa y pedagógico-didácticamente poco menos que ineficaz.

Se me ha quedado grabada en la memoria, a este propósito, una carta que me escribió una catequista algún tiempo después de la conferencia sobre la catequesis que pronuncié en Lyon y en París. En la carta se reconocía a una mujer que amaba a los niños y que sabía tratarlos; una mujer que amaba su fe y que empleaba con celo los instrumentos catequéticos que le venían ofrecidos por las autoridades competentes; se trataba, además, de una persona extraordinariamente inteligente.

Me comunicaba que venía observando desde hacía tiempo cómo al final del camino catequético no quedaba en los niños propiamente nada, cómo todo, de algún modo, iba a parar al vacío. Ella sentía su trabajo, que había asumido con mucho gusto, cada vez más como altamente insatisfactorio y notaba cómo también los niños, a pesar de todo el interés, quedaban insatisfechos. De suerte que le atormentaba una cuestión: ¿de qué podía depender aquello? Esta mujer era demasiado inteligente como para achacar el fracaso de la catequesis simplemente a los malos tiempos o a una deficiente capacidad para creer propia de la generación actual; tenía que ser otra cosa. Finalmente se decidió a analizar de una vez todo el material catequético según su contenido, planteándose la cuestión sobre lo que, por detrás de todas las artes didácticas, se transmitía en él en cuanto a contenidos.

El resultado se convirtió para ella en una clave, en la ocasión para la búsqueda de un nuevo comienzo. Comprobó que la catequesis didácticamente tan refinada y tan referida al presente, en gran medida no versaba sobre nada, sino que sólo daba vueltas alrededor de sí misma. La catequesis se quedaba atascada en puras mediaciones y adaptaciones y apenas llegaba, por encima de todos estos ensayos de mediación, a la cosa misma. Era claro que tal enseñanza, que giraba en el vacío y no transmitía nada, no podía interesar. El contenido debía recobrar su prioridad.
Se trata, sin duda, de una experiencia extrema, que yo no querría generalizar. Pero deja reconocer la problemática de la catequesis en los años setenta y primeros de los ochenta, en los que se difundió cierta aversión a los contenidos permanentes y el antropocentrismo lo dominó todo. Así se produjo un cansancio precisamente entre los mejores catequistas y, naturalmente, un correspondiente cansancio también entre los receptores de la catequesis, nuestros niños. Se expandía la consideración de que la fuerza del mensaje mismo debía volver de nuevo a la luz. Los Obispos del Sínodo de 1985 dieron voz a esta idea: el tiempo para un Catecismo del Concilio Vaticano II estaba maduro.

A decir verdad, era más fácil dar el encargo que cumplirlo. Para realizar la idea, el Santo Padre, el 10 de julio de 1986, creó una comisión de doce obispos y cardenales; pertenecían a ella los representantes de los más importantes órganos de la Curia a los que afectaba, al igual que de los grandes espacios culturales de la Iglesia católica. Cuando la comisión se reunió por primera vez, en noviembre de 1986, se encontró ante una tarea muy difícil. Como primera diligencia, tenía que intentar aclarar qué era exactamente lo que debía realizar. Pues el encargo de los Padres sinodales, que el Papa había hecho suyo, había quedado más bien impreciso en sus contornos: había que redactar “un proyecto de un Catecismo para la Iglesia universal o bien un compendio de la doctrina católica (fe y moral)”, que “pudiera convertirse en punto de referencia para los Catecismos que están siendo ya preparados o que deben prepararse en cada una de las regiones”. Los Padres habían dicho además que la presentación de la doctrina debía ser “bíblica y litúrgica”. Se tenía que “tratar de la doctrina sana, adecuada para la vida actual de los cristianos”.


2.- GÉNERO LITERARIO, DESTINATARIOS Y MÉTODO

Lo primero que se planteaba era la alternativa: ¿catecismo o compendio? ¿Es lo mismo, o se trata de posibilidades diversas? Por tanto, había que aclarar la cuestión: ¿qué es un catecismo?; y ¿qué es un compendio?

Aunque parezca extraño, está ampliamente difundida la opinión de que al catecismo le es esencial el esquema pregunta-respuesta; sin embargo, contra esto existían graves reparos. De hecho, ni el Catecismo de Trento ni el Catecismo Mayor de Lutero conocen este esquema. Así que, ante todo, había que aclarar de una vez qué es lo que propiamente significaban ambos conceptos de forma exacta. Una investigación histórica mostraba que sólo en el Concilio de Trento y en tiempos posteriores se había llevado a cabo, lentamente, la formación del concepto.

En el primer período de sesiones se había hablado de dos libros que serían necesarios: una introducción breve, a modo de compendio, como acceso (methodus) común de todas las clases cultas a la Sagrada Escritura; además, se necesitaba una “Catecismo” para los faltos de instrucción. Ya en el segundo período de sesiones, en los años 1547/1548, se empleó exclusivamente la palabra “Catecismo”. Permaneció la idea de los dos libros diferentes, para la que poco a poco se formó la distinción entre Catechismus maior y minor. El cardenal Del Monte cerró entonces la sesión con las palabras: “Primero hay que escribir el libro; luego, se puede encontrar también el título”.

Al parecer, el Catecismo de Trento fue de hecho todavía sin título a la imprenta. En todo caso, los manuscritos no conocen ningún título, el cual, por consiguiente, sólo en la Editorial fue fijado definitivamente. Para las deliberaciones de nuestra comisión de los doce, la distinción entre Catecismo Mayor y Pequeño Catecismo era la ayuda esencial. La palabra “compendio” habría recordado demasiado las colecciones en un volumen que sólo están pensadas para bibliotecas eruditas, pero no para lectores normales. Con el título “Catecismo” salió el libro fuera del ámbito de la literatura especializada; no ofrece ciencia especializada sino predicación.

Con ello hemos tocado la verdadera cuestión que se oculta tras la disputa sobre el título. ¿Para quién debía escribirse este libro? ¿Quiénes debían ser los destinatarios? Con ello estaba vinculada la cuestión ulterior: ¿qué método debía emplear?; ¿qué lengua debía hablar?

Era claro desde el principio que no se podía tratar de un Catechismus minor, ni de un manual que se ha de utilizar inmediatamente en la catequesis parroquial o escolar. Para un libro común de enseñanza es demasiado grande el desnivel de las culturas; aquí deben ser muy diversas las formas de la mediación pedagógica. Por consiguiente, se imponía un “Catecismo Mayor”. Pero ¿a quién va destinado propiamente? El concilio de Trento había dicho: ad parochos, a los párrocos. Ellos eran entonces prácticamente los únicos catequistas, en todo caso los portadores primeros de la catequesis. Entre tanto, el servicio de la catequesis se ha ampliado considerablemente. Al mismo tiempo, se ha hecho más grande el mundo católico, que había de ser el receptor de este libro. De esta forma coincidimos en que en primer lugar había que destinarlo a aquellos que mantienen junta toda la estructura de la catequesis: los obispos. El catecismo debía servirles en primera línea a ellos y a sus colaboradores responsables de la organización de la catequesis en las diversas iglesias locales. Por un lado, a través de ellos debía convertirse en un libro de la unidad interior en la fe y su predicación; por otro lado, a través de ellos debía garantizarse la trasposición de lo común a las situaciones locales.

Pero esto no podía significar que el Catecismo quedara reservado de nuevo solamente a unos “pocos selectos”. Esto no habría correspondido a la renovada comprensión de la Iglesia y de nuestra común responsabilidad en ella, tal como nos había enseñado el Vaticano II. También los laicos son portadores responsables de la fe en la Iglesia; no sólo reciben la fe, sino que también, a través de su sentido de la fe, la transmiten y la continúan desarrollando. Responden de su estabilidad y de su vitalidad. Precisamente en la crisis del tiempo posconciliar el sentido de la fe de los laicos ha contribuido esencialmente al discernimiento de espíritus. Por lo tanto, el libro debía resultar básicamente legible también para los laicos interesados, y constituir un instrumento de su mayoría de edad y de su propia responsabilidad respecto a la fe. No sólo se les enseña desde arriba, sino que pueden decir también ellos mismos: ésta es nuestra fe.

El resultado parece dar ya hoy la razón a esta reflexión. Muchos creyentes quieren instruirse a esta reflexión. Muchos creyentes quieren instruirse a sí mismos sobre la doctrina de la Iglesia. En medio de la confusión que se ha originado a través del cambio de las hipótesis teológicas y su a menudo altamente cuestionable difusión en los medios de comunicación, quieren saber personalmente qué enseña la Iglesia y qué no. Me parece que la acogida dispensada es casi una especie de plebiscito del pueblo de Dios contra aquellas fuerzas que caracterizan al Catecismo como enemigo del progreso, como acto de sometimiento a la disciplina por parte del centralismo romano, o cosa semejante. Con frecuencia determinados círculos, con tales consignas, no hacen otra cosa que defender su propio monopolio en la formación teológica de la opinión en la Iglesia y el mundo, monopolio en el que no quieren verse molestados por la propia competencia de los laicos. Por lo demás, el catecismo debe servir también, como es natural, a la misión original de la catequesis, a la evangelización: se ofrece también a los agnósticos, a los que preguntan y buscan, como una ayuda para conocer lo que la Iglesia católica cree e intenta vivir.

Hay que admitir, ciertamente, que en este ámbito no han faltado preguntas que nos teníamos en este ámbito no han faltado preguntas que nos teníamos que plantear una y otra vez en la comisión: ¿no es demasiado grande el proyecto de un Catecismo común para toda la Iglesia? ¿No se trata de un acto inadmisible de reducir a la uniformidad? Siempre de nuevo teníamos que oír la pregunta llena de reproches de si no se quería crear un nuevo instrumento de censura del trabajo teológico.

A este respecto hay que decir en primer lugar que, en una humanidad y una cristiandad que se fragmentan a pesar de toda la uniformidad técnica, no necesitan defenderse elementos de unidad. Los necesitamos de la forma más urgente. Cuando vemos que en no pocos países se desbarata la capacidad para la vida en común, para el consenso moral y con ello para el consenso civil, hay que preguntar: ¿por qué sucede eso? ¿Cómo podemos aprender de nuevo a estar unos con otros? Sin embargo, sólo encontrando unos fundamentos espirituales superaremos las divisiones y despertaremos la capacidad de aceptarnos recíprocamente. También en la Iglesia se da una tendencia separatista de facciones y grupos, que apenas pueden seguir reconociéndose como miembros de la misma comunidad. La desintegración de la unidad eclesial y civil van de la mano.

Pero no es verdad que hoy ya no sea posible declarar en común lo común. El Catecismo no quiere transmitir opiniones de grupos, sino la fe eclesial, que no ha sido inventada por nosotros. Sólo tal unidad en lo básico y fundamental hace también posible una pluralidad viviente. Ya se está mostrando cómo el Catecismo provoca múltiples iniciativas y cómo da ambas cosas: una nueva comunidad y una nueva encarnación en diferentes mundos.

En lo que vengo diciendo se ponen delante importantes decisiones en cuanto al método del Catecismo como en cuanto a su aplicabilidad en la Iglesia. Pues de lo dicho se sigue, en primer lugar, que el Catecismo no ha de exponer la opinión privada de sus autores, sino que la comisión tenía que aplicarse a transmitir la fe de la Iglesia lo más exacta y cuidadosamente posible, en lo cual, claro está, la palabra “catecismo” incluye el cometido de la mediación: lo que la Iglesia cree debe decirse de tal forma que esta fe se haga accesible como presente, como palabra para nosotros.
Lograr reconciliar este doble cometido no era fácil. Nos hallábamos de nuevo ante una alternativa, por cuya resolución nos esforzamos largo tiempo. ¿Se debe proceder más “inductivamente”, partir del hombre en el mundo de hoy y conducir hacia Dios, hacia Cristo, hacia la Iglesia y por tanto también construir el texto más “argumentativamente”, por así decir, en un permanente diálogo sosegado con las preguntas de hoy, o se debe partir de la fe misma y desarrollarla desde su propia lógica, poniendo el acento más en dar testimonio que en argumentar?

La cuestión se vuelve en seguida totalmente práctica, si consideramos cómo se quiere comenzar el libro, a partir de qué punto querríamos encontrar la entrada. ¿No debe figurar al comienzo una descripción del contexto del mundo moderno, para que luego puedan abrirse ahí las puertas hacia Dios? De lo contrario ¿no se origina demasiado fácilmente la sospecha de que nos movemos fuera de la realidad concreta en un mero complejo de ideas? Ambos posibles arranques se discutieron varias veces y se adoptaron y se retiraron una y otra vez las decisiones.

Pero finalmente nos pusimos de acuerdo en que los análisis del presente entrañan siempre algo arbitrario y dependen demasiado del punto de mira escogido; en que, además, no se da la situación mundial común: el contexto de un hombre que vive en Mozambique o Bangladesh (por poner unos ejemplos casuales), es totalmente distinto que el de un hombre que habita en Suiza o en los Estados Unidos. Además, vimos con qué rapidez cambian las situaciones sociales y los estados de conciencia. Se ha de entablar el diálogo con las respectivas mentalidades, pero esto pertenece precisamente a las tareas de las iglesias locales, tareas de las iglesias locales, tareas en las que se exige una gran pluralidad.

Con todo, el Catecismo no procede simplemente de forma deductiva, porque la historia de la fe es una realidad en nuestro mundo y ha generado su propia experiencia. El Catecismo parte de ella, presta luego atención, por así decir, al Señor y a su Iglesia y transmite la palabra así escuchaba en su propia lógica y en su fuerza interna. Sin embargo, no está sencillamente “por encima del tiempo” y no quiere estarlo en absoluto. Únicamente evita vincularse demasiado a situaciones del momento, pues quiere realizar el servicio de la unificación no sólo sincrónicamente, en esta hora nuestra, sino también diacrónicamente, más allá de unas generaciones como lo han hecho los grandes catecismos, particularmente los del siglo XVI.


3.- EL AUTOR DEL CATECISMO Y SU AUTORIDAD

En este punto se presenta la pregunta sobre la estructura adecuada del libro. Pero antes debemos considerar otras dos cuestiones, la relativa al carácter obligatorio de la obra y la relativa a la autoría.

Comencemos por la última. ¿Cómo debía nacer concretamente el libro?; ¿quién debía escribirlo? Entre los muchos problemas difíciles que se nos planteaban, éste era quizás el más difícil. La cosa era clara: éste tenía que ser realmente un libro “católico”, y precisamente ya por el modo de la redacción. Pero también tenía que llegar a ser un libro legible y hasta cierto punto uniforme. La decisión fundamental se fijó rápidamente: el Catecismo no debía ser escrito por eruditos, sino por pastores, a partir de su experiencia de la Iglesia y del mundo, como libro de predicación.

Correspondiendo a las tres partes que se preveían en un principio, se buscó y encontró un equipo de redacción compuesto por tres pares de Obispos: de la parte relativa a la confesión de fe debían ser responsables los obispos Estepa (España) y Maggiolini (Italia); de la parte de los sacramentos, Medina (Chile) y Karlic (Argentina); de la parte moral, Honoré (Francia) y Konstant (Inglaterra). Cuando se fijó que debía figurar una cuarta parte independiente sobre la oración, buscamos un representante de la teología oriental. Como no se logró contar con un obispo como autor, nos decidimos por J. Corbon, quien escribió el bello texto sobre la oración con que se concluye el Catecismo en el sitiado Beirut, en situaciones a menudo dramáticas, no rara vez en el sótano durante los bombardeos. Al arzobispo Levada, de los Estados Unidos, se le encargó que emprendiera los preparativos para un glosario.

Francamente, al comienzo me pareció aventurada la idea de que un equipo de autores tan ampliamente disperso por el mundo, los cuales, por añadidura, estaban muy ocupados dada su condición de obispos, pudiera llegar a realizar conjuntamente un libro. En primer lugar, no estaba ni siquiera claro en qué lengua debía redactarse la obra. El primer preproyecto que remitimos en 1987 a cuarenta consultores de todo el mundo estaba compuesto en latín. Pero resultó que un latín traducido de las lenguas modernas y a menudo deficiente, era una fuente de equívocos y con frecuencia, más que presentar las intenciones de los autores, las desfiguraba. En la reflexión común resultó que el francés era la lengua de trabajo en la que todos los autores podían expresarse pasablemente. No obstante, el texto propiamente oficial debía ser latino y así estar fuera de las lenguas nacionales actuales. Debía aparecer sólo después de los textos más importantes en las lenguas nacionales, y poder tomar ya en consideración lo que en la primera fase de recepción se manifestara en críticas fundadas, las cuales no pueden modificar la textura de la obra en su totalidad. Sobre la base de este texto final, cuya elaboración ha comenzado entre tanto, se revisarán luego los diferentes textos escritos en las lenguas nacionales.

Volvamos una vez más al tema de la redacción del Catecismo. Evidentemente, el trabajo sólo podía comenzar después de que la comisión de los doce nombrada por el Papa acertara con algunas decisiones de principio. A intervalos regulares, el texto debía ser presentado siempre de nuevo a la comisión, para que ésta lo examinara y lo aprobara; ésta tuvo que discutir y que decidir todos los grandes problemas que se planteaban en el curso de la redacción.

Esta colaboración entre la comisión y el comité de redacción dio muestras de ser extraordinariamente fructífera, pero también se comprobó que todavía faltaba un miembro intermedio: las piezas textuales individuales era estilísticamente y en cuanto a las ideas demasiado diferentes entre sí; se hizo necesaria una mano que ensamblara las distintas partes de este tapiz. Buscamos un secretario de redacción, que debía acompañar a los textos ya en su génesis y armonizarlos entre sí sin modificar su sustancia. A tal objeto conseguimos al entonces profesor en la universidad de Friburgo (Suiza) y actualmente obispo auxiliar de Viena, Christoph Schönborn, quien ha llevado a cabo con bravura el empeño, a menudo difícil, de mediar entre modos de pensar y formas estilísticas. Con todo, sigue siendo para mí una especie de milagro que en un proceso de redacción tan complicado se haya originado un libro legible, en lo esencial interiormente homogéneo y, a lo que creo, bello. Que entre espíritus tan diferentes como los que estaban representados en el comité de redacción y en la comisión siempre se alcanzara la unanimidad era para mí y para todos los participantes una formidable experiencia, en la que a menudo expresamente creímos percibir la mano superior que nos guiaba.

La comisión de los doce, el día 14 de febrero de 1992 –día de los santos Cirilo y Metodio-, aprobó el texto por unanimidad, lo que ciertamente no era nada evidente. Añadamos que al proyecto revisado del texto, proyecto que se envió en noviembre de 1989, respondieron más de mil obispos, cuyas más de 24.000 enmiendas fueron tenidas en cuenta, y así se podrá ver que este libro presenta un acontecimiento de la “colegialidad” de los obispos y que en él nos habla la voz de la Iglesia universal en toda su plenitud “como la voz de muchas aguas”.

Con ello retornamos a la cuestión que ya hemos apuntado páginas atrás: la relativa a la autoridad del Catecismo. Para hallar la respuesta, examinemos en primer lugar, todavía algo más de cerca, la estructura jurídica del libro. Podríamos decir: de forma semejante al nuevo Código, también el Catecismo es de hecho una obra colegial; jurídicamente considerado es de derecho pontificio, es decir, ha sido entregado a la cristiandad por el Santo Padre en virtud de la potestad magisterial que le es propia. En este sentido, me parece que el nuevo Catecismo, visto desde su estructura jurídica, depara un buen ejemplo de un funcionamiento combinado del primado y la colegialidad, tal como corresponde al espíritu y a la letra del Concilio.

El Papa no habla por encima de los obispos. Más bien invita a sus hermanos en el ministerio episcopal a hacer resonar juntos la sinfonía de la fe. Él reúne el todo con su autoridad y lo cubre con ella. Esta autoridad no es algo impuesto desde fuera, sino que lleva el testimonio común a su validez concreta, pública.

Ello no quiere decir que el Catecismo sería una especie de nuevo superdogma, como querían imputarle sus adversarios, para poder hacerlo sospechoso de que constituye un peligro para la libertad de la teología. Qué significación posee el Catecismo de hecho para la enseñanza común en la Iglesia, se puede deducir de la Constitución apostólica Fidei Depositum con que el Papa, el 11 de octubre de 1992 –exactamente treinta años después de la apertura del Vaticano II-, lo ha promulgado: “Lo reconozco (al Catecismo) como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe” (núm. 4). Las enseñanzas particulares que el Catecismo expone no reciben ninguna otra autoridad que la que ya poseen. Es importante el Catecismo como totalidad: transmite lo que es enseñanza de la Iglesia; quien lo rechaza en su totalidad, se separa indudablemente de la fe y de la doctrina de la Iglesia.


4.- ESTRUCTURA Y CONTENIDO

La estructura. También en la cuestión relativa a la estructura y al contenido de la obra partimos de nuevo de la historia de su génesis. Después de que la comisión se había decidido sobre los destinatarios y el método, tenía que aclararse como debía ser estructurado el libro. Hubo diversas ideas. Unos eran de la opinión de que el Catecismo debía ser desarrollado en una concepción cristocéntrica, otros pensaban que la visión cristocéntrica debía ser rebasada en una visión teocéntrica. Finalmente se ofreció la idea del reino de Dios como idea-guía unificadora.

En un debate nada fácil llegamos a comprender que el Catecismo no debía presentar la fe como sistema y a partir de una idea de sistema. Por lo demás, la mejor estructura de la catequesis debe ser hallada en las respectivas circunstancias concretas y no se ha de establecer para toda la Iglesia a través del Catecismo común. Teníamos que hacer algo mucho más sencillo: preparar los elementos esenciales que cabe considerar como condiciones para la admisión al bautismo, a la comunión de vida de los cristianos.

Cada musulmán sabe lo que pertenece esencialmente a su religión: la fe en un solo Dios, en sus profetas, en el Corán; la ley del ayuno y la peregrinación a la Meca. ¿Qué es lo que distingue propiamente a un cristiano? El antiguo catecumenado cristiano agrupó los elementos fundamentales a partir de la Escritura: son la fe, los sacramentos, los mandamientos, el Padre Nuestro. Correspondientemente, se tenía la traditio y a redditio symboli, la entrega de la confesión de fe y más adelante su devolución por medio del candidato al bautismo; el aprendizaje del Padre Nuestro; la instrucción moral y la catequesis mistagógica, es decir, la introducción en la vida sacramental.

Todo esto suena quizá a algo exterior, pero conduce a la profundidad de lo esencial: para ser cristiano, hay que aprender a creer; hay que aprender la manera cristiana de vivir, por así decir, el estilo cristiano de vida; hay que poder orar como cristiano y finalmente hay que familiarizarse con los misterios, con el culto de la Iglesia. Todas estas cuatro partes forman un íntimo conjunto: la introducción en la fe no es mediación de una teoría, como si la fe fuera una especie de filosofía, “platonismo para el pueblo”, como se ha dicho despectivamente; la confesión de fe es sólo el despliegue de a fórmula bautismal. La introducción en la fe es así ella misma “mistagogia”, introducción en el bautismo, en el proceso de conversión, en el que no somos sólo nosotros los que obramos, sino que dejamos a Dios obrar en nosotros. Así, la explicación de la confesión está íntimamente vinculada con la catequesis litúrgica, con el acceso a la comunidad cultual. Pero llega a ser “capaz para la liturgia” quiere decir también aprender a orar, y aprender a orar quiere decir aprender a vivir, incluye la cuestión moral.

Así, en el curso de nuestras conversaciones, la división en cuatro partes del Catecismo de Trento –confesión de fe, sacramentos, mandamientos, oración- mostró ser, hoy como antes, la vía más adecuada para un Catechismus maior; esta división posibilita también al usuario del libro, a la mayor brevedad, orientarse rápidamente y encontrar las materias particulares que busca. Para sorpresa nuestra resultó que en esta aparente yuxtaposición de piezas hay que reconocer absolutamente algo así como un “sistemas”. Se presenta sucesivamente lo que la Iglesia cree, lo que celebra, lo que vive, cómo ora.

Se hizo la propuesta de que con estos títulos se engarzaran las partes singulares entre sí y de esta forma se pusiera de relieve la unidad interna del libro. Pero al final rechazamos esta idea evidente por dos motivos: de ahí se originaría una especie de eclesiocentrismo, que es completamente ajeno al Catecismo. Semejante eclesiocentrismo –y éste es el segundo reparo- conduce fácilmente a una especie de relativismo y subjetivismo de la fe: se presenta sólo la conciencia eclesial, pero permanece abierta la pregunta acerca de si esta conciencia alcanza la realidad. Muchos libros de religión no se atreven ya de hecho a decir: “Cristo ha resucitado”; sólo dicen: “La comunidad experimentó a Cristo como resucitado”. La pregunta por la verdad de esta experiencia permanece abierta. Con tal eclesiocentrismo demasiado extendido se ha sucumbido en el fondo al esquema mental del idealismo alemán: todo se mueve sólo en el interior de la conciencia; en este caso, de la conciencia de la Iglesia (la Iglesia cree, celebra, etc.). Por el contrario, el Catecismo quería y quiere decir con toda franqueza: “Cristo ha resucitado”. Confiesa la fe como realidad, no meramente como contenido de conciencia de los cristiano.

Estructura de la primer parte

Tras haberse determinado la estructura Catecismo a grandes trazos, quedaban todavía en pie cuestiones importantes sobre la forma concreta, que concernían sobre todo a las partes primera y tercera. En lo que sigue querría limitarme a las decisiones fundamentales relativas a estas dos partes.

La parte primera tiene que explicar la confesión de fe. ¿Qué confesión? La tradición catequética de Occidente ha empleado para ello, desde hace mucho tiempo y con gran naturalidad, la confesión bautismal de la Iglesia de Roma, que en cuanto “confesión apostólica de fe” se ha convertido también en una oración fundamental de la cristiandad occidental. Pero se oponía un reparo: el Apostolicum es un símbolo latino, mientras que el Catecismo pertenece a la Iglesia católica entera, la de Occidente y la de Oriente. Así que era muy natural atenerse al símbolo llamado niceno-constantinopolitano, como ha hecho, por ejemplo, el Catecismo alemán para adultos.

Pero el conocimiento de la peculiaridad de cada tipo de símbolos nos hizo desistir de esta idea. Pues en el niceno se trata de una confesión conciliar; por tanto, de un Credo de obispos, que luego se convirtió también en el Credo de la comunidad congregada para la Eucaristía. Por consiguiente, presupone ya la catequesis y la desarrolla ulteriormente.

La catequesis como tal siempre se ha atendió a los símbolos bautismales, por ser, según su esencia, introducción al bautismo o ejercitación en la existencia del bautizado. Los símbolos bautismales son ciertamente, en oposición a la gran confesión conciliar, diferentes según los lugares. Por lo tanto se debe escoger una confesión eclesial local. Sin embargo, estas confesiones están también, en su estructura esencial, tan cera unas de otras que la decisión a favor del símbolo romano – el Apostolicum- no significa una opción unilateral a favor de la tradición occidental, sino que abre por entero la puerta a la tradición común de fe de toda la Iglesia.

Este carácter universal del símbolo aparece luego con toda evidencia si se repara en su estructura esencial, puesta particularmente de manifiesto por Henri de Lubac de forma penetrante. La división en doce artículos, correspondiente al número de los doce apóstoles, es ciertamente antigua; sin embargo, está subordinada a la estructura ternaria originaria, que procede de la fórmula trinitaria del bautismo: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. El símbolo bautismal es esencialmente una confesión del Dios viviente, del Dios uno en tres personas. Ésta es la división primordial, que al mismo tiempo descubre la esencia simple de la fe, la cual es siempre y en todas partes la misma: creemos en el Dios viviente, que como Padre, Hijo y Espíritu Santo es un Dios único. Él se nos ha donado en la encarnación del Hijo y permanece continuamente cerca de nosotros mediante el envío del Espíritu Santo. Ser cristiano quiere decir creer en este Dios viviente y manifiesto. Todo lo demás es desarrollo. De esta forma el Catecismo muestra ya, a partir de su estructura, la jerarquía de verdades de que ha hablado el Vaticano II.

Cuestiones fundamentales de la tercera parte

Añadamos todavía brevemente unas indicaciones relativas a la tercera parte, que trata de la moral. Era la más discutida y planteó, por muchos motivos, la tarea más difícil para la confección del Catecismo. Desde la tradición era muy natural escoger el esquema de los diez mandamientos. Contra semejante estructura de la catequesis moral, se objeta hoy que este orden veterotestamentario resulta anticuado para el cristiano; no puede mostrar el camino de la existencia cristiana.

Semejantes afirmaciones en modo alguno pueden apoyarse en el Nuevo Testamento. El decálogo sirve de base al sermón del monte, y el apóstol Pablo, por ejemplo en Rm 13, 8-10, lo presupone como forma fundamental de la instrucción moral. Siempre de nuevo se identifica a los diez mandamientos, falsamente también, con la “Ley”, de la que hemos sido liberados por medio de Cristo –como nos enseña Pablo-. Pero la “Ley” de que habla Pablo es la Torá, la Torá ens u integridad, que Cristo ha llevad a la cruz y ha “cancelado” en la cruz; la instrucción moral del decálogo mantiene su plena validez en el nuevo contexto vital de la gracia.

Desde el Nuevo Testamento aparecen los diez mandamientos como palabra viviente, que crece en la historia del pueblo de Dios, se abre en ella continuamente en su verdadera profundidad y finalmente alcanza su plena razón de ser en la palabra y en la persona de Jesucristo. Pero lo mismo que nosotros comprendemos de forma nueva el misterio de Cristo en cada período de la historia y hallamos en él auténtica novedad, así también la explicación y la comprensión de los mandamientos nunca ha llegado a su término. A partir de tal comprensión histórico-salvífica y cristológica de los mandamientos pudimos tomar el partido de la tradición catequética, que ha encontrado en ellos siempre de nuevo la orientación para la conciencia cristiana.

Para exponer esta comprensión apropiada y dinámica de los mandamiento, tuvimos que colocarlos claramente en el contexto cristiano en que los leen el Nuevo Testamento y la gran tradición: el sermón del monte, los dones del Espíritu Santo y la doctrina sobre las virtudes tuvieron que encuadrar la presentación de los mandamientos y, por así decir, dar la entonación correcta. Más aún: la cuestión acerca de dónde debía encontrar su lugar la doctrina del pecado y la justificación, de la ley y el evangelio, la decidimos, después de múltiples discusiones, en el sentido de que tenía su lugar adecuado precisamente en esta tercera parte del Catecismo. Pues así resulta del todo patente que la moral cristiana se halla en el ámbito de la gracia, que nos precede, y que nos alcanza y sobrepasa como perdón siempre de nuevo.

Esta cohesión interior debe tenerse continuamente presente en la lectura de cada uno de los fragmentos de la parte moral. Sólo así puede entenderse correctamente.

En la teología moral se libra hoy una lucha dramática en torno a la clarificación de sus propios fundamentos; la cuestión relativa a la relación entre revelación y razón y la referente a la relación entre razón y ser (naturaleza) se debaten con ardor.

No era cometido del Catecismo intervenir en puntos litigiosos de teología. Él podía presuponer las grandes decisiones fundamentales de la fe. Nos adecuamos al ser en cuanto que nos conformamos con Cristo, y nos conformamos con Cristo en la medida en que nos volvemos personas que aman junto con Él. El seguimiento de Cristo y la comprensión de todos los deberes particulares desde el mandamiento del amor van emparejados; ambos, por otra parte, son inseparables de la correspondencia a la oculta y sin embargo perceptible palabra de la creación. Lo mismo que creación y redención, mensaje de la revelación corren parejos, también corren parejos razón y fe, ser y razón.

En la medida en que el Catecismo recurre a la categoría “naturaleza”, dicha categoría se ha de comprender en este sentido. El Catecismo no conoce ningún naturalismo, tal como lo expresó por ejemplo Ulpiano (+228 d.C.) con su conocida proposición: “Es natural lo que enseña la naturaleza a todos los seres vivos”. Para el Catecismo, la razón pertenece a la naturaleza humana; le es “natural” al hombre lo que es conforme a su razón, y es conforme a su razón lo que le abre a Dios. De esta suerte, el mero mecanismo fisiológico no puede definir la “naturaleza” y ser norma de lo moral, sino el conocimiento, mediado por la razón, que tiene de sí el ser humano, a quien pertenecen como unidad indisoluble el cuerpo y el alma.

A la inversa, el Catecismo no conoce ciertamente ninguna razón que se baste a sí misma, “autónoma”, menos aún una razón para la que la barrera entre la razón y el ser, la razón y el Logos de Dios será impenetrable, de forma que el hombre pudiera y debiera determinar sólo por su propia cuenta lo que ha de valer como moral.

El Catecismo, junto con la tradición, sabe del debilitamiento de la razón embotada por el pecado; pero también sabe de su capacidad no perdida para percibir al Creador y la creación. Esta capacidad es renovada por el encuentro con Cristo, quien como Logos de Dios no deroga la razón, antes la conduce de nuevo a sí misma. En este sentido, el Catecismo está marcado precisamente también en su parte moral por el optimismo de los redimidos.

Quería concluir con una pequeña historia. A un obispo entrado en años, muy respetado por su saber, se le mostró una de las últimas redacciones del Catecismo antes de la publicación, para que emitiera un juicio sobre el mismo. Él devolvió el manuscrito con una expresión de alegría. “Sí –dijo-, ésta es la fe de mi madre”. Le hacía feliz que la fe que había aprendido de niño y que había sido su apoyo a lo largo de la vida hablara aquí con su riqueza y su belleza, pero también con su sencillez y su identidad indestructible. Es la fe de mi madre: la fe de nuestra madre, la Iglesia. A esta fe nos invita el Catecismo.

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA XXXI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 
2016

«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7)

 

Queridos jóvenes:

Hemos llegado ya a la última etapa de nuestra peregrinación a Cracovia, donde el próximo año, en el mes de julio, celebraremos juntos la XXXI Jornada Mundial de la Juventud. En nuestro largo y arduo camino nos guían las palabras de Jesús recogidas en el “sermón de la montaña”. Hemos iniciado este recorrido en 2014, meditando juntos sobre la primera de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). Para el año 2015 el tema fue «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). En el año que tenemos por delante nos queremos dejar inspirar por las palabras: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).

1. El Jubileo de la Misericordia

Con este tema la JMJ de Cracovia 2016 se inserta en el Año Santo de la Misericordia, convirtiéndose en un verdadero Jubileo de los Jóvenes a nivel mundial. No es la primera vez que un encuentro internacional de los jóvenes coincide con un Año jubilar. De hecho, fue durante el Año Santo de la Redención (1983/1984) que San Juan Pablo II convocó por primera vez a los jóvenes de todo el mundo para el Domingo de Ramos. Después fue durante el Gran Jubileo del Año 2000 en que más de dos millones de jóvenes de unos 165 países se reunieron en Roma para la XV Jornada Mundial de la Juventud. Como sucedió en estos dos casos precedentes, estoy seguro de que el Jubileo de los Jóvenes en Cracovia será uno de los momentos fuertes de este Año Santo.

Quizás alguno de ustedes se preguntará: ¿Qué es este Año jubilar que se celebra en la Iglesia? El texto bíblico del Levítico 25 nos ayuda a comprender lo que significa un “jubileo” para el pueblo de Israel: Cada cincuenta años los hebreos oían el son de la trompeta (jobel) que les convocaba (jobil) para celebrar un año santo, como tiempo de reconciliación (jobal) para todos. En este tiempo se debía recuperar una buena relación con Dios, con el prójimo y con lo creado, basada en la gratuidad. Por ello se promovía, entre otras cosas, la condonación de las deudas, una ayuda particular para quien se empobreció, la mejora de las relaciones entre las personas y la liberación de los esclavos.

Jesucristo vino para anunciar y llevar a cabo el tiempo perenne de la gracia del Señor, llevando a los pobres la buena noticia, la liberación a los cautivos, la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos (cfr. Lc 4,18-19). En Él, especialmente en su Misterio Pascual, se cumple plenamente el sentido más profundo del jubileo. Cuando la Iglesia convoca un jubileo en el nombre de Cristo, estamos todos invitados a vivir un extraordinario tiempo de gracia. La Iglesia misma está llamada a ofrecer abundantemente signos de la presencia y cercanía de Dios, a despertar en los corazones la capacidad de fijarse en lo esencial. En particular, este Año Santo de la Misericordia «es el tiempo para que la Iglesia redescubra el sentido de la misión que el Señor le ha confiado el día de Pascua: ser signo e instrumento de la misericordia del Padre» (Homilía en las Primeras Vísperas del Domingo de la Divina Misericordia, 11 de abril de 2015).

2. Misericordiosos como el Padre

El lema de este Jubileo extraordinario es: «Misericordiosos como el Padre» (cfr. Misericordiae Vultus, 13), y con ello se entona el tema de la próxima JMJ. Intentemos por ello comprender mejor lo que significa la misericordia divina.

El Antiguo Testamento, para hablar de la misericordia, usa varios términos; los más significativos son los de hesed y rahamim. El primero, aplicado a Dios, expresa su incansable fidelidad a la Alianza con su pueblo, que Él ama y perdona eternamente. El segundo, rahamim, se puede traducir como “entrañas”, que nos recuerda en modo particular el seno materno y nos hace comprender el amor de Dios por su pueblo, como es el de una madre por su hijo. Así nos lo presenta el profeta Isaías: «¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!» (Is 49,15). Un amor de este tipo implica hacer espacio al otro dentro de uno, sentir, sufrir y alegrarse con el prójimo.

En el concepto bíblico de misericordia está incluido lo concreto de un amor que es fiel, gratuito y sabe perdonar. En Oseas tenemos un hermoso ejemplo del amor de Dios, comparado con el de un padre hacia su hijo: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; […] ¡Y yo había enseñado a caminar a Efraím, lo tomaba por los brazos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba. Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11,1-4). A pesar de la actitud errada del hijo, que bien merecería un castigo, el amor del padre es fiel y perdona siempre a un hijo arrepentido. Como vemos, en la misericordia siempre está incluido el perdón; ella «no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. […] Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón» (Misericordiae Vultus, 6).

El Nuevo Testamento nos habla de la divina misericordia (eleos) como síntesis de la obra que Jesús vino a cumplir en el mundo en el nombre del Padre (cfr. Mt 9,13). La misericordia de nuestro Señor se manifiesta sobre todo cuando Él se inclina sobre la miseria humana y demuestra su compasión hacia quien necesita comprensión, curación y perdón. Todo en Jesús habla de misericordia, es más, Él mismo es la misericordia.

En el capítulo 15 del Evangelio de Lucas podemos encontrar las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, de la moneda perdida y aquélla que conocemos como la del “hijo pródigo”. En estas tres parábolas nos impresiona la alegría de Dios, la alegría que Él siente cuando encuentra de nuevo al pecador y le perdona. ¡Sí, la alegría de Dios es perdonar! Aquí tenemos la síntesis de todo el Evangelio. «Cada uno de nosotros es esa oveja perdida, esa moneda perdida; cada uno de nosotros es ese hijo que ha derrochado la propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido todo. Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona nunca. Es un padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como a hijos, en su casa, porque jamás deja, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con amor. Y su corazón está en fiesta por cada hijo que regresa. Está en fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría, cuando uno de nosotros pecadores va a Él y pide su perdón» (Ángelus, 15 de septiembre de 2013).

La misericordia de Dios es muy concreta y todos estamos llamados a experimentarla en primera persona. A la edad de diecisiete años, un día en que tenía que salir con mis amigos, decidí pasar primero por una iglesia. Allí me encontré con un sacerdote que me inspiró una confianza especial, de modo que sentí el deseo de abrir mi corazón en la Confesión. ¡Aquel encuentro me cambió la vida! Descubrí que cuando abrimos el corazón con humildad y transparencia, podemos contemplar de modo muy concreto la misericordia de Dios. Tuve la certeza que en la persona de aquel sacerdote Dios me estaba esperando, antes de que yo diera el primer paso para ir a la iglesia. Nosotros le buscamos, pero es Él quien siempre se nos adelanta, desde siempre nos busca y es el primero que nos encuentra. Quizás alguno de ustedes tiene un peso en el corazón y piensa: He hecho esto, he hecho aquello… ¡No teman! ¡Él les espera! Él es padre: ¡siempre nos espera! ¡Qué hermoso es encontrar en el sacramento de la Reconciliación el abrazo misericordioso del Padre, descubrir el confesionario como lugar de la Misericordia, dejarse tocar por este amor misericordioso del Señor que siempre nos perdona!

Y tú, querido joven, querida joven, ¿has sentido alguna vez en ti esta mirada de amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones y fracasos, continúa fiándose de ti y mirando tu existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que tienes ante Dios que por amor te ha dado todo? Como nos enseña San Pablo, «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rom 5,8). ¿Pero entendemos de verdad la fuerza de estas palabras?

Sé lo mucho que ustedes aprecian la Cruz de las JMJ – regalo de San Juan Pablo II – que desde el año 1984 acompaña todos los Encuentros mundiales de ustedes. ¡Cuántos cambios, cuántas verdaderas y auténticas conversiones surgieron en la vida de tantos jóvenes al encontrarse con esta cruz desnuda! Quizás se hicieron la pregunta: ¿De dónde viene esta fuerza extraordinaria de la cruz? He aquí la respuesta: ¡La cruz es el signo más elocuente de la misericordia de Dios! Ésta nos da testimonio de que la medida del amor de Dios para con la humanidad es amar sin medida! En la cruz podemos tocar la misericordia de Dios y dejarnos tocar por su misericordia. Aquí quisiera recordar el episodio de los dos malhechores crucificados junto a Jesús. Uno de ellos es engreído, no se reconoce pecador, se ríe del Señor; el otro, en cambio, reconoce que ha fallado, se dirige al Señor y le dice: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». Jesús le mira con misericordia infinita y le responde: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (cfr. Lc 23,32.39-43). ¿Con cuál de los dos nos identificamos? ¿Con el que es engreído y no reconoce sus errores? ¿O quizás con el otro que reconoce que necesita la misericordia divina y la implora de todo corazón? En el Señor, que ha dado su vida por nosotros en la cruz, encontraremos siempre el amor incondicional que reconoce nuestra vida como un bien y nos da siempre la posibilidad de volver a comenzar.

3. La extraordinaria alegría de ser instrumentos de la misericordia de Dios

La Palabra de Dios nos enseña que «la felicidad está más en dar que en recibir» (Hch 20,35). Precisamente por este motivo la quinta Bienaventuranza declara felices a los misericordiosos. Sabemos que es el Señor quien nos ha amado primero. Pero sólo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don, del amor gratuito, si descubrimos que Dios nos ha amado infinitamente para hacernos capaces de amar como Él, sin medida. Como dice San Juan: «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. […] Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (1 Jn 4,7-11).

Después de haberles explicado a ustedes en modo muy resumido cómo ejerce el Señor su misericordia con nosotros, quisiera sugerirles cómo podemos ser concretamente instrumentos de esta misma misericordia hacia nuestro prójimo.

Me viene a la mente el ejemplo del beato Pier Giorgio Frassati. Él decía: «Jesús me visita cada mañana en la Comunión, y yo la restituyo del mísero modo que puedo, visitando a los pobres». Pier Giorgio era un joven que había entendido lo que quiere decir tener un corazón misericordioso, sensible a los más necesitados. A ellos les daba mucho más que cosas materiales; se daba a sí mismo, empleaba tiempo, palabras, capacidad de escucha. Servía siempre a los pobres con gran discreción, sin ostentación. Vivía realmente el Evangelio que dice: «Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto» (Mt 6,3-4). Piensen que un día antes de su muerte, estando gravemente enfermo, daba disposiciones de cómo ayudar a sus amigos necesitados. En su funeral, los familiares y amigos se quedaron atónitos por la presencia de tantos pobres, para ellos desconocidos, que habían sido visitados y ayudados por el joven Pier Giorgio.

A mí siempre me gusta asociar las Bienaventuranzas con el capítulo 25 de Mateo, cuando Jesús nos presenta las obras de misericordia y dice que en base a ellas seremos juzgados. Les invito por ello a descubrir de nuevo las obras de misericordia corporales: dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, vestir a los desnudos, acoger al extranjero, asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: aconsejar a los que dudan, enseñar a los ignorantes, advertir a los pecadores, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, soportar pacientemente a las personas molestas, rezar a Dios por los vivos y los difuntos. Como ven, la misericordia no es “buenismo”, ni un mero sentimentalismo. Aquí se demuestra la autenticidad de nuestro ser discípulos de Jesús, de nuestra credibilidad como cristianos en el mundo de hoy.

A ustedes, jóvenes, que son muy concretos, quisiera proponer que para los primeros siete meses del año 2016 elijan una obra de misericordia corporal y una espiritual para ponerla en práctica cada mes. Déjense inspirar por la oración de Santa Faustina, humilde apóstol de la Divina Misericordia de nuestro tiempo:

«Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla […]
a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos […]
a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos […]
a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras […]
a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio […]
a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo» 
(Diario 163).

El mensaje de la Divina Misericordia constituye un programa de vida muy concreto y exigente, pues implica las obras. Una de las obras de misericordia más evidente, pero quizás más difícil de poner en práctica, es la de perdonar a quien te ha ofendido, quien te ha hecho daño, quien consideramos un enemigo. «¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices» (Misericordiae Vultus, 9).

Me encuentro con tantos jóvenes que dicen estar cansados de este mundo tan dividido, en el que se enfrentan seguidores de facciones tan diferentes, hay tantas guerras y hay incluso quien usa la propia religión como justificación para la violencia. Tenemos que suplicar al Señor que nos dé la gracia de ser misericordiosos con quienes nos hacen daño. Como Jesús que en la cruz rezaba por aquellos que le habían crucificado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). El único camino para vencer el mal es la misericordia. La justicia es necesaria, cómo no, pero ella sola no basta. Justicia y misericordia tienen que caminar juntas. ¡Cómo quisiera que todos nos uniéramos en oración unánime, implorando desde lo más profundo de nuestros corazones, que el Señor tenga misericordia de nosotros y del mundo entero!

4. ¡Cracovia nos espera!

Faltan pocos meses para nuestro encuentro en Polonia. Cracovia, la ciudad de San Juan Pablo II y de Santa Faustina Kowalska, nos espera con los brazos y el corazón abiertos. Creo que la Divina Providencia nos ha guiado para celebrar el Jubileo de los Jóvenes precisamente ahí, donde han vivido estos dos grandes apóstoles de la misericordia de nuestro tiempo. Juan Pablo II había intuido que este era el tiempo de la misericordia. Al inicio de su pontificado escribió la encíclica Dives in Misericordia. En el Año Santo 2000 canonizó a Sor Faustina instituyendo también la Fiesta de la Divina Misericordia en el segundo domingo de Pascua. En el año 2002 consagró personalmente en Cracovia el Santuario de Jesús Misericordioso, encomendando el mundo a la Divina Misericordia y esperando que este mensaje llegase a todos los habitantes de la tierra, llenando los corazones de esperanza: «Es preciso encender esta chispa de la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre, la felicidad» (Homilía para la Consagración del Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia, 17 de agosto de 2002).

Queridos jóvenes, Jesús misericordioso, retratado en la imagen venerada por el pueblo de Dios en el santuario de Cracovia a Él dedicado, les espera. ¡Él se fía de ustedes y cuenta con ustedes! Tiene tantas cosas importantes que decirle a cada uno y cada una de ustedes… No tengan miedo de contemplar sus ojos llenos de amor infinito hacia ustedes y déjense tocar por su mirada misericordiosa, dispuesta a perdonar cada uno de sus pecados, una mirada que es capaz de cambiar la vida de ustedes y de sanar sus almas, una mirada que sacia la profunda sed que demora en sus corazones jóvenes: sed de amor, de paz, de alegría y de auténtica felicidad. ¡Vayan a Él y no tengan miedo! Vengan para decirle desde lo más profundo de sus corazones: “¡Jesús, confío en Ti!”. Déjense tocar por su misericordia sin límites, para que ustedes a su vez se conviertan en apóstoles de la misericordia mediante las obras, las palabras y la oración, en nuestro mundo herido por el egoísmo, el odio y tanta desesperación.

Lleven la llama del amor misericordioso de Cristo – del que habló San Juan Pablo II – a los ambientes de su vida cotidiana y hasta los confines de la tierra. En esta misión, yo les acompaño con mis mejores deseos y mi oración, les encomiendo todos a la Virgen María, Madre de la Misericordia, en este último tramo del camino de preparación espiritual hacia la próxima JMJ de Cracovia, y les bendigo de todo corazón.

Desde el Vaticano, 15 de agosto de 2015

Solemnidad de la Asunción de la Virgen María

Francisco

MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI 
PARA LA XXVIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 

2013

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Id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19)

Queridos jóvenes:

Quiero haceros llegar a todos un saludo lleno de alegría y afecto. Estoy seguro de que la mayoría de vosotros habéis regresado de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,7). En este año hemos celebrado en las diferentes diócesis la alegría de ser cristianos, inspirados por el tema: «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Y ahora nos estamos preparando para la próxima Jornada Mundial, que se celebrará en Río de Janeiro, en Brasil, en el mes de julio de 2013.

Quisiera renovaros ante todo mi invitación a que participéis en esta importante cita. La célebre estatua del Cristo Redentor, que domina aquella hermosa ciudad brasileña, será su símbolo elocuente. Sus brazos abiertos son el signo de la acogida que el Señor regala a cuantos acuden a él, y su corazón representa el inmenso amor que tiene por cada uno de vosotros. ¡Dejaos atraer por él! ¡Vivid esta experiencia del encuentro con Cristo, junto a tantos otros jóvenes que se reunirán en Río para el próximo encuentro mundial! Dejaos amar por él y seréis los testigos que el mundo tanto necesita.

Os invito a que os preparéis a la Jornada Mundial de Río de Janeiro meditando desde ahora sobre el tema del encuentro: Id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19). Se trata de la gran exhortación misionera que Cristo dejó a toda la Iglesia y que sigue siendo actual también hoy, dos mil años después. Esta llamada misionera tiene que resonar ahora con fuerza en vuestros corazones. El año de preparación para el encuentro de Río coincide con el Año de la Fe, al comienzo del cual el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos a «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Por ello, queridos jóvenes, me alegro que también vosotros os impliquéis en este impulso misionero de toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más precioso que podéis dar a los demás.

1. Una llamada apremiante

La historia nos ha mostrado cuántos jóvenes, por medio del generoso don de sí mismos y anunciando el Evangelio, han contribuido enormemente al Reino de Dios y al desarrollo de este mundo. Con gran entusiasmo, han llevado la Buena Nueva del Amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo, con medios y posibilidades muy inferiores con respecto a los que disponemos hoy. Pienso, por ejemplo, en el beato José de Anchieta, joven jesuita español del siglo XVI, que partió a las misiones en Brasil cuando tenía menos de veinte años y se convirtió en un gran apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso también en los que os dedicáis generosamente a la misión de la Iglesia. De ello obtuve un sorprendente testimonio en la Jornada Mundial de Madrid, sobre todo en el encuentro con los voluntarios.

Hay muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea un don y no ven con claridad su camino. Ante las dificultades del mundo contemporáneo, muchos se preguntan con frecuencia: ¿Qué puedo hacer? La luz de la fe ilumina esta oscuridad, nos hace comprender que cada existencia tiene un valor inestimable, porque es fruto del amor de Dios. Él ama también a quien se ha alejado de él; tiene paciencia y espera, es más, él ha entregado a su Hijo, muerto y resucitado, para que nos libere radicalmente del mal. Y Cristo ha enviado a sus discípulos para que lleven a todos los pueblos este gozoso anuncio de salvación y de vida nueva.

En su misión de evangelización, la Iglesia cuenta con vosotros. Queridos jóvenes: Vosotros sois los primeros misioneros entre los jóvenes. Al final del Concilio Vaticano II, cuyo 50º aniversario estamos celebrando en este año, el siervo de Dios Pablo VI entregó a los jóvenes del mundo un Mensaje que empezaba con estas palabras: «A vosotros, los jóvenes de uno y otro sexo del mundo entero, el Concilio quiere dirigir su último mensaje. Pues sois vosotros los que vais a recoger la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia. Sois vosotros quienes, recogiendo lo mejor del ejemplo y las enseñanzas de vuestros padres y maestros, vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella». Concluía con una llamada: «¡Construid con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores!» (Mensaje a los Jóvenes, 8 de diciembre de 1965).

Queridos jóvenes, esta invitación es de gran actualidad. Estamos atravesando un período histórico muy particular. El progreso técnico nos ha ofrecido posibilidades inauditas de interacción entre los hombres y la población, mas la globalización de estas relaciones sólo será positiva y hará crecer el mundo en humanidad si se basa no en el materialismo sino en el amor, que es la única realidad capaz de colmar el corazón de cada uno y de unir a las personas. Dios es amor. El hombre que se olvida de Dios se queda sin esperanza y es incapaz de amar a su semejante. Por ello, es urgente testimoniar la presencia de Dios, para que cada uno la pueda experimentar. La salvación de la humanidad y la salvación de cada uno de nosotros están en juego. Quien comprenda esta necesidad, sólo podrá exclamar con Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9,16).

2. Sed discípulos de Cristo

Esta llamada misionera se os dirige también por otra razón: Es necesaria para vuestro camino de fe personal. El beato Juan Pablo II escribió: «La fe se refuerza dándola» (Enc. Redemptoris Missio, 2). Al anunciar el Evangelio vosotros mismos crecéis arraigándoos cada vez más profundamente en Cristo, os convertís en cristianos maduros. El compromiso misionero es una dimensión esencial de la fe; no se puede ser un verdadero creyente si no se evangeliza. El anuncio del Evangelio no puede ser más que la consecuencia de la alegría de haber encontrado en Cristo la roca sobre la que construir la propia existencia. Esforzándoos en servir a los demás y en anunciarles el Evangelio, vuestra vida, a menudo dispersa en diversas actividades, encontrará su unidad en el Señor, os construiréis también vosotros mismos, creceréis y maduraréis en humanidad.

¿Qué significa ser misioneros? Significa ante todo ser discípulos de Cristo, escuchar una y otra vez la invitación a seguirle, la invitación a mirarle: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Un discípulo es, de hecho, una persona que se pone a la escucha de la palabra de Jesús (cf. Lc 10,39), al que se reconoce como el buen Maestro que nos ha amado hasta dar la vida. Por ello, se trata de que cada uno de vosotros se deje plasmar cada día por la Palabra de Dios; ésta os hará amigos del Señor Jesucristo, capaces de incorporar a otros jóvenes en esta amistad con él.

Os aconsejo que hagáis memoria de los dones recibidos de Dios para transmitirlos a su vez. Aprended a leer vuestra historia personal, tomad también conciencia de la maravillosa herencia de las generaciones que os han precedido: Numerosos creyentes nos han transmitido la fe con valentía, enfrentándose a pruebas e incomprensiones. No olvidemos nunca que formamos parte de una enorme cadena de hombres y mujeres que nos han transmitido la verdad de la fe y que cuentan con nosotros para que otros la reciban. El ser misioneros presupone el conocimiento de este patrimonio recibido, que es la fe de la Iglesia. Es necesario conocer aquello en lo que se cree, para poder anunciarlo. Como escribí en la introducción de YouCat, el catecismo para jóvenes que os regalé en el Encuentro Mundial de Madrid, «tenéis que conocer vuestra fe de forma tan precisa como un especialista en informática conoce el sistema operativo de su ordenador, como un buen músico conoce su pieza musical. Sí, tenéis que estar más profundamente enraizados en la fe que la generación de vuestros padres, para poder enfrentaros a los retos y tentaciones de este tiempo con fuerza y decisión» (Prólogo).

3. Id

Jesús envió a sus discípulos en misión con este encargo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16,15-16). Evangelizar significa llevar a los demás la Buena Nueva de la salvación y esta Buena Nueva es una persona: Jesucristo. Cuando le encuentro, cuando descubro hasta qué punto soy amado por Dios y salvado por él, nace en mí no sólo el deseo, sino la necesidad de darlo a conocer a otros. Al principio del Evangelio de Juan vemos a Andrés que, después de haber encontrado a Jesús, se da prisa para llevarle a su hermano Simón (cf. Jn 1,40-42). La evangelización parte siempre del encuentro con Cristo, el Señor. Quien se ha acercado a él y ha hecho la experiencia de su amor, quiere compartir en seguida la belleza de este encuentro que nace de esta amistad. Cuanto más conocemos a Cristo, más deseamos anunciarlo. Cuanto más hablamos con él, más deseamos hablar de él. Cuanto más nos hemos dejado conquistar, más deseamos llevar a otros hacia él.

Por medio del bautismo, que nos hace nacer a una vida nueva, el Espíritu Santo se establece en nosotros e inflama nuestra mente y nuestro corazón. Es él quien nos guía a conocer a Dios y a entablar una amistad cada vez más profunda con Cristo; es el Espíritu quien nos impulsa a hacer el bien, a servir a los demás, a entregarnos. Mediante la confirmación somos fortalecidos por sus dones para testimoniar el Evangelio con más madurez cada vez. El alma de la misión es el Espíritu de amor, que nos empuja a salir de nosotros mismos, para «ir» y evangelizar. Queridos jóvenes, dejaos conducir por la fuerza del amor de Dios, dejad que este amor venza la tendencia a encerrarse en el propio mundo, en los propios problemas, en las propias costumbres. Tened el valor de «salir» de vosotros mismos hacia los demás y guiarlos hasta el encuentro con Dios.

4. Llegad a todos los pueblos

Cristo resucitado envió a sus discípulos a testimoniar su presencia salvadora a todos los pueblos, porque Dios, en su amor sobreabundante, quiere que todos se salven y que nadie se pierda. Con el sacrificio de amor de la Cruz, Jesús abrió el camino para que cada hombre y cada mujer puedan conocer a Dios y entrar en comunión de amor con él. Él constituyó una comunidad de discípulos para llevar el anuncio de salvación del Evangelio hasta los confines de la tierra, para llegar a los hombres y mujeres de cada lugar y de todo tiempo.¡Hagamos nuestro este deseo de Jesús!

Queridos amigos, abrid los ojos y mirad en torno a vosotros. Hay muchos jóvenes que han perdido el sentido de su existencia. ¡Id! Cristo también os necesita. Dejaos llevar por su amor, sed instrumentos de este amor inmenso, para que llegue a todos, especialmente a los que están «lejos». Algunos están lejos geográficamente, mientras que otros están lejos porque su cultura no deja espacio a Dios; algunos aún no han acogido personalmente el Evangelio, otros, en cambio, a pesar de haberlo recibido, viven como si Dios no existiese. Abramos a todos las puertas de nuestro corazón; intentemos entrar en diálogo con ellos, con sencillez y respeto mutuo. Este diálogo, si es vivido con verdadera amistad, dará fruto. Los «pueblos» a los que hemos sido enviados no son sólo los demás países del mundo, sino también los diferentes ámbitos de la vida: las familias, los barrios, los ambientes de estudio o trabajo, los grupos de amigos y los lugares de ocio. El anuncio gozoso del Evangelio está destinado a todos los ambientes de nuestra vida, sin exclusión.

Quisiera subrayar dos campos en los que debéis vivir con especial atención vuestro compromiso misionero. El primero es el de las comunicaciones sociales, en particular el mundo de Internet. Queridos jóvenes, como ya os dije en otra ocasión, «sentíos comprometidos a sembrar en la cultura de este nuevo ambiente comunicativo e informativo los valores sobre los que se apoya vuestra vida. […] A vosotros, jóvenes, que casi espontáneamente os sentís en sintonía con estos nuevos medios de comunicación, os corresponde de manera particular la tarea de evangelizar este “continente digital”» (Mensaje para la XLIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 mayo 2009). Por ello, sabed usar con sabiduría este medio, considerando también las insidias que contiene, en particular el riesgo de la dependencia, de confundir el mundo real con el virtual, de sustituir el encuentro y el diálogo directo con las personas con los contactos en la red.

El segundo ámbito es el de la movilidad. Hoy son cada vez más numerosos los jóvenes que viajan, tanto por motivos de estudio, trabajo o diversión. Pero pienso también en todos los movimientos migratorios, con los que millones de personas, a menudo jóvenes, se trasladan y cambian de región o país por motivos económicos o sociales. También estos fenómenos pueden convertirse en ocasiones providenciales para la difusión del Evangelio. Queridos jóvenes, no tengáis miedo en testimoniar vuestra fe también en estos contextos; comunicar la alegría del encuentro con Cristo es un don precioso para aquellos con los que os encontráis.

5. Haced discípulos

Pienso que a menudo habéis experimentado la dificultad de que vuestros coetáneos participen en la experiencia de la fe. A menudo habréis constatado cómo en muchos jóvenes, especialmente en ciertas fases del camino de la vida, está el deseo de conocer a Cristo y vivir los valores del Evangelio, pero no se sienten idóneos y capaces. ¿Qué se puede hacer? Sobre todo, con vuestra cercanía y vuestro sencillo testimonio abrís una brecha a través de la cual Dios puede tocar sus corazones. El anuncio de Cristo no consiste sólo en palabras, sino que debe implicar toda la vida y traducirse en gestos de amor. Es el amor que Cristo ha infundido en nosotros el que nos hace evangelizadores; nuestro amor debe conformarse cada vez más con el suyo. Como el buen samaritano, debemos tratar con atención a los que encontramos, debemos saber escuchar, comprender y ayudar, para poder guiar a quien busca la verdad y el sentido de la vida hacia la casa de Dios, que es la Iglesia, donde se encuentra la esperanza y la salvación (cf. Lc 10,29-37). Queridos amigos, nunca olvidéis que el primer acto de amor que podéis hacer hacia el prójimo es el de compartir la fuente de nuestra esperanza: Quien no da a Dios, da muy poco. Jesús ordena a sus apóstoles: «Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). Los medios que tenemos para «hacer discípulos» son principalmente el bautismo y la catequesis. Esto significa que debemos conducir a las personas que estamos evangelizando para que encuentren a Cristo vivo, en modo particular en su Palabra y en los sacramentos. De este modo podrán creer en él, conocerán a Dios y vivirán de su gracia. Quisiera que cada uno se preguntase: ¿He tenido alguna vez el valor de proponer el bautismo a los jóvenes que aún no lo han recibido? ¿He invitado a alguien a seguir un camino para descubrir la fe cristiana? Queridos amigos, no tengáis miedo de proponer a vuestros coetáneos el encuentro con Cristo. Invocad al Espíritu Santo: Él os guiará para poder entrar cada vez más en el conocimiento y el amor de Cristo y os hará creativos para transmitir el Evangelio.

6. Firmes en la fe

Ante las dificultades de la misión de evangelizar, a veces tendréis la tentación de decir como el profeta Jeremías: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que sólo soy un niño». Pero Dios también os contesta: «No digas que eres niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene» (Jr 1,6-7). Cuando os sintáis ineptos, incapaces y débiles para anunciar y testimoniar la fe, no temáis. La evangelización no es una iniciativa nuestra que dependa sobre todo de nuestros talentos, sino que es una respuesta confiada y obediente a la llamada de Dios, y por ello no se basa en nuestra fuerza, sino en la suya. Esto lo experimentó el apóstol Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Co 4,7).

Por ello os invito a que os arraiguéis en la oración y en los sacramentos. La evangelización auténtica nace siempre de la oración y está sostenida por ella. Primero tenemos que hablar con Dios para poder hablar de Dios. En la oración le encomendamos al Señor las personas a las que hemos sido enviados y le suplicamos que les toque el corazón; pedimos al Espíritu Santo que nos haga sus instrumentos para la salvación de ellos; pedimos a Cristo que ponga las palabras en nuestros labios y nos haga ser signos de su amor. En modo más general, pedimos por la misión de toda la Iglesia, según la petición explícita de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38). Sabed encontrar en la eucaristía la fuente de vuestra vida de fe y de vuestro testimonio cristiano, participando con fidelidad en la misa dominical y cada vez que podáis durante la semana. Acudid frecuentemente al sacramento de la reconciliación, que es un encuentro precioso con la misericordia de Dios que nos acoge, nos perdona y renueva nuestros corazones en la caridad. No dudéis en recibir el sacramento de la confirmación, si aún no lo habéis recibido, preparándoos con esmero y solicitud. Es, junto con la eucaristía, el sacramento de la misión por excelencia, que nos da la fuerza y el amor del Espíritu Santo para profesar la fe sin miedo. Os aliento también a que hagáis adoración eucarística; detenerse en la escucha y el diálogo con Jesús presente en el sacramento es el punto de partida de un nuevo impulso misionero.

Si seguís por este camino, Cristo mismo os dará la capacidad de ser plenamente fieles a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad y valor. A veces seréis llamados a demostrar vuestra perseverancia, en particular cuando la Palabra de Dios suscite oposición o cerrazón. En ciertas regiones del mundo, por la falta de libertad religiosa, algunos de vosotros sufrís por no poder dar testimonio de la propia fe en Cristo. Hay quien ya ha pagado con la vida el precio de su pertenencia a la Iglesia. Os animo a que permanezcáis firmes en la fe, seguros de que Cristo está a vuestro lado en esta prueba. Él os repite: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5,11-12).

7. Con toda la Iglesia

Queridos jóvenes, para permanecer firmes en la confesión de la fe cristiana allí donde habéis sido enviados, necesitáis a la Iglesia. Nadie puede ser testigo del Evangelio en solitario. Jesús envió a sus discípulos a la misión en grupos: «Haced discípulos» está puesto en plural. Por tanto, nosotros siempre damos testimonio en cuanto miembros de la comunidad cristiana; nuestra misión es fecundada por la comunión que vivimos en la Iglesia, y gracias a esa unidad y ese amor recíproco nos reconocerán como discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35). Doy gracias a Dios por la preciosa obra de evangelización que realizan nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias y nuestros movimientos eclesiales. Los frutos de esta evangelización pertenecen a toda la Iglesia: «Uno siembra y otro siega» (Jn 4,37).

En este sentido, quiero dar gracias por el gran don de los misioneros, que dedican toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Asimismo, doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados, que se entregan totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado. Deseo alentar aquí a los jóvenes que son llamados por Dios, a que se comprometan con entusiasmo en estas vocaciones: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35). A los que dejan todo para seguirlo, Jesús ha prometido el ciento por uno y la vida eterna (cf. Mt 19,29).

También doy gracias por todos los fieles laicos que allí donde se encuentran, en familia o en el trabajo, se esmeran en vivir su vida cotidiana como una misión, para que Cristo sea amado y servido y para que crezca el Reino de Dios. Pienso, en particular, en todos los que trabajan en el campo de la educación, la sanidad, la empresa, la política y la economía y en tantos ambientes del apostolado seglar. Cristo necesita vuestro compromiso y vuestro testimonio. Que nada –ni las dificultades, ni las incomprensiones– os hagan renunciar a llevar el Evangelio de Cristo a los lugares donde os encontréis; cada uno de vosotros es valioso en el gran mosaico de la evangelización.

8. «Aquí estoy, Señor»

Queridos jóvenes, al concluir quisiera invitaros a que escuchéis en lo profundo de vosotros mismos la llamada de Jesús a anunciar su Evangelio. Como muestra la gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, su corazón está abierto para amar a todos, sin distinción, y sus brazos están extendidos para abrazar a todos. Sed vosotros el corazón y los brazos de Jesús. Id a dar testimonio de su amor, sed los nuevos misioneros animados por el amor y la acogida. Seguid el ejemplo de los grandes misioneros de la Iglesia, como san Francisco Javier y tantos otros.

Al final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, bendije a algunos jóvenes de diversos continentes que partían en misión. Ellos representaban a tantos jóvenes que, siguiendo al profeta Isaías, dicen al Señor: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). La Iglesia confía en vosotros y os agradece sinceramente el dinamismo que le dais. Usad vuestros talentos con generosidad al servicio del anuncio del Evangelio. Sabemos que el Espíritu Santo se regala a los que, en pobreza de corazón, se ponen a disposición de tal anuncio. No tengáis miedo. Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).

Esta llamada, que dirijo a los jóvenes de todo el mundo, asume una particular relevancia para vosotros, queridos jóvenes de América Latina. En la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en Aparecida en 2007, los obispos lanzaron una «misión continental». Los jóvenes, que en aquel continente constituyen la mayoría de la población, representan un potencial importante y valioso para la Iglesia y la sociedad. Sed vosotros los primeros misioneros. Ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa a América Latina, exhorto a todos los jóvenes del continente: Transmitid a vuestros coetáneos del mundo entero el entusiasmo de vuestra fe.

Que la Virgen María, Estrella de la Nueva Evangelización, invocada también con las advocaciones de Nuestra Señora de Aparecida y Nuestra Señora de Guadalupe, os acompañe en vuestra misión de testigos del amor de Dios. A todos imparto, con particular afecto, mi Bendición Apostólica.

Vaticano, 18 de octubre de 2012

BENEDICTUS PP. XVI

VIAJE APOSTÓLICO A COLONIA 
CON MOTIVO DE LA XX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

VIGILIA CON LOS JÓVENES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Colonia - Explanada de Marienfeld
Sábado 20 de agosto de 2005

Queridos jóvenes:  

En nuestra peregrinación con los misteriosos Magos de Oriente hemos llegado  al  momento  que  san  Mateo  describe así en su evangelio:  "Entraron en la casa (sobre  la  que  se  había detenido la estrella), vieron al niño con María, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). El camino exterior de aquellos hombres terminó. Llegaron a la meta. Pero en este punto comienza un nuevo camino para ellos, una peregrinación interior que cambia toda su vida. Porque seguramente se habían imaginado de modo diferente a este Rey recién nacido. Se habían detenido precisamente en Jerusalén para obtener del rey local información sobre el Rey prometido que había nacido. Sabían que el mundo estaba desordenado y por eso estaban inquietos. Estaban convencidos de que Dios existía, y que era un Dios justo y bondadoso. Tal vez habían oído hablar también de las grandes profecías en las que los profetas de Israel habían anunciado un Rey que estaría en íntima armonía con Dios y que, en su nombre y de parte suya, restablecería el orden en el mundo. Se habían puesto en camino para encontrar a este Rey; en lo más hondo de su ser buscaban el derecho, la justicia que debía venir de Dios, y querían servir a ese Rey, postrarse a sus pies, y así servir también ellos a la renovación del mundo. Eran de esas personas que "tienen hambre y sed de justicia" (Mt 5, 6). Un hambre y sed que les llevó a emprender el camino; se hicieron peregrinos para alcanzar la justicia que esperaban de Dios y para ponerse a su servicio. 

Aunque otros se quedaran en casa y les consideraban utópicos y soñadores, en realidad eran seres con los pies en tierra, y sabían que para cambiar el mundo hace falta disponer de poder. Por eso, no podían buscar al niño de la promesa sino en el palacio del Rey. No obstante, ahora se postran ante una criatura de gente pobre, y pronto se enterarán de que Herodes -el rey al que habían acudido- le acechaba con su poder, de modo que a la familia no le quedaba otra opción que la fuga y el exilio. El nuevo Rey ante el que se postraron en adoración era muy diferente de lo que se esperaban. Debían, pues, aprender que Dios es diverso de como acostumbramos a imaginarlo.
Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero debían aún interiorizar estos gozosos gestos. 
Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y así cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto:  el poder de Dios es diferente del poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerlo también a él. En este mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales del poder. No contrapone sus ejércitos a otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto de los olivos, Dios no le envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf. Mt 26, 53). Al poder estridente y prepotente de este mundo, él contrapone el poder inerme del amor, que en la cruz -y después siempre en la historia- sucumbe y, sin embargo, constituye la nueva realidad divina, que se opone a la injusticia e instaura el reino de Dios. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios. 

Habían venido para ponerse al servicio de este Rey, para modelar su majestad sobre la suya. Este era el sentido de su gesto de acatamiento, de su adoración. Una adoración que comprendía también sus presentes -oro, incienso y mirra-, dones que se hacían a un Rey considerado divino. La adoración tiene un contenido y comporta también una donación. Los personajes que venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer a este niño como su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían servir junto a él a la causa de la justicia y del bien en el mundo. En esto tenían razón. Pero ahora aprenden que esto no se puede hacer simplemente a través de órdenes impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden que deben entregarse a sí mismos:  un don menor que este es poco para este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia. Ya no se preguntarán:  ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien:  ¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de Jesús.

Queridos amigos, podemos preguntarnos lo que todo esto significa para nosotros. Pues lo que acabamos de decir sobre la naturaleza diversa de Dios, que ha de orientar nuestra vida, suena bien, pero queda algo vago y difuminado. Por eso Dios nos ha dado ejemplos. Los Magos que vienen de Oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en su vida han buscado constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han buscado al Dios que está cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica el camino. Es la muchedumbre de los santos -conocidos o desconocidos- mediante los cuales el Señor nos ha abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas; y lo está haciendo todavía. En sus vidas se revela la riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela luminosa que Dios ha dejado en el transcurso de la historia, y sigue dejando aún. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, que está aquí con nosotros en este momento, beatificó y canonizó a un gran número de personas, tanto de tiempos recientes como lejanos. Con estos ejemplos quiso demostrarnos cómo se consigue ser cristianos; cómo se logra llevar una vida del modo justo, cómo se vive a la manera de Dios. Los beatos y los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo. 

De este modo, nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar la obra de la creación:  "Y era muy bueno". Basta pensar en figuras como san Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo; en los fundadores de las órdenes religiosas del siglo XIX, que animaron y orientaron el movimiento social; o en los santos de nuestro tiempo:  Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa, padre Pío. Contemplando estas figuras comprendemos lo que significa "adorar" y lo que quiere decir vivir a medida del Niño de Belén, a medida de Jesucristo y de Dios mismo. 

Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún:  sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor? 

Queridos amigos, permitidme que añada sólo dos breves ideas. Muchos hablan de Dios; en el nombre de Dios se predica también el odio y se practica la violencia. Por tanto, es importante descubrir el verdadero rostro de Dios. Los Magos de Oriente lo encontraron cuando se postraron ante el niño de Belén. "Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre", dijo Jesús a Felipe (Jn 14, 9). En Jesucristo, que por nosotros permitió que su corazón fuera traspasado, se ha manifestado el verdadero rostro de Dios. Lo seguiremos junto con la muchedumbre de los que nos han precedido. Entonces iremos por el camino justo. 

Esto significa que no nos construimos un Dios privado, un Jesús privado, sino que creemos y  nos postramos ante el Jesús que nos muestran las sagradas Escrituras, y que en la gran comunidad de fieles llamada Iglesia se manifiesta viviente, siempre con nosotros y al mismo tiempo siempre ante nosotros. Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos, y el Señor mismo nos lo dijo:  es una red con peces buenos y malos, un campo con trigo y cizaña. El Papa Juan Pablo II, que nos mostró el verdadero rostro de la Iglesia en los numerosos beatos y santos que proclamó, también pidió perdón por el mal causado en el transcurso de la historia por las palabras o los actos de hombres de la Iglesia. De este modo, también a nosotros nos ha hecho ver nuestra verdadera imagen, y nos ha exhortado a entrar, con todos nuestros defectos y debilidades, en la muchedumbre de los santos que comenzó a formarse con los Magos de Oriente. En el fondo, consuela que exista la cizaña en la Iglesia. Así, no obstante todos nuestros defectos, podemos esperar estar aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado precisamente a los pecadores. La Iglesia es como una familia humana, pero es también al mismo tiempo la gran familia de Dios, mediante la cual él establece un espacio de comunión y unidad en todos los continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a esta gran familia que vemos aquí; de tener hermanos y amigos en todo el mundo. Justo aquí, en Colonia, experimentamos lo hermoso que es pertenecer a una familia tan grande como el mundo, que comprende el cielo y la tierra, el pasado, el presente y el futuro de  todas  las  partes de la tierra. En esta gran comitiva de peregrinos, caminamos junto con Cristo, caminamos con la estrella que ilumina la historia. 

"Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). Queridos amigos, esta no es una historia lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12, 24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe. 

Amén.

MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS JÓVENES DEL MUNDO CON OCASIÓN 
DE LA XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2008

«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, 
que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos»
 (Hch 1, 8)

 

Queridos jóvenes:

1. La XXIII Jornada Mundial de la Juventud

Recuerdo siempre con gran alegría los diversos momentos transcurridos juntos en Colonia, en el mes de agosto de 2005. Al final de aquella inolvidable manifestación de fe y entusiasmo, que permanece impresa en mi espíritu y en mi corazón, os di cita para el próximo encuentro que tendrá lugar en Sydney, en 2008. Será la XXIII Jornada Mundial de la Juventud y tendrá como tema:«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8). El hilo conductor de la preparación espiritual para el encuentro en Sydney es el Espíritu Santo y la misión. En 2006 nos habíamos detenido a meditar sobre el Espíritu Santo como Espíritu de verdad, en 2007 quisimos descubrirlo más profundamente como Espíritu de amor, para encaminarnos después hacia la Jornada Mundial de la Juventud 2008 reflexionando sobre el Espíritu de fortaleza y testimonio, que nos da el valor de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo. Por ello es fundamental que cada uno de vosotros, jóvenes, en la propia comunidad y con los educadores, reflexione sobre este Protagonista de la historia de la salvación que es el Espíritu Santo o Espíritu de Jesús, para alcanzar estas altas metas: reconocer la verdadera identidad del Espíritu, escuchando sobre todo la Palabra de Dios en la Revelación de la Biblia; tomar una lúcida conciencia de su presencia viva y constante en la vida de la Iglesia, redescubrir en particular que el Espíritu Santo es como el “alma”, el respiro vital de la propia vida cristiana gracias a los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía; hacerse capaces así de ir madurando una comprensión de Jesús cada vez más profunda y gozosa y, al mismo tiempo, hacer una aplicación eficaz del Evangelio en el alba del tercer milenio. Con mucho gusto os ofrezco con este mensaje un motivo de meditación para ir profundizándolo a lo largo de este año de preparación y ante el cual verificar la calidad de vuestra fe en el Espíritu Santo, de volver a encontrarla si se ha extraviado, de afianzarla si se ha debilitado, de gustarla como compañía del Padre y del Hijo Jesucristo, gracias precisamente a la obra indispensable del Espíritu Santo. No olvidéis nunca que la Iglesia, más aún la humanidad misma, la que está en torno a vosotros y que os aguarda en vuestro futuro, espera mucho de vosotros, jóvenes, porque tenéis en vosotros el don supremo del Padre, el Espíritu de Jesús.

2. La promesa del Espíritu Santo en la Biblia

La escucha atenta de la Palabra de Dios respecto al misterio y a la obra del Espíritu Santo nos abre al conocimiento cosas grandes y estimulantes que resumo en los siguientes puntos.

Poco antes de su ascensión, Jesús dijo a los discípulos: «Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido» (Lc 24, 49). Esto se cumplió el día de Pentecostés, cuando estaban reunidos en oración en el Cenáculo con la Virgen María. La efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente fue el cumplimiento de una promesa de Dios más antigua aún, anunciada y preparada en todo el Antiguo Testamento.

En efecto, ya desde las primeras páginas, la Biblia evoca el espíritu de Dios como un viento que «aleteaba por encima de las aguas» (cf. Gn 1, 2) y precisa que Dios insufló en las narices del hombre un aliento de vida, (cf. Gn 2, 7), infundiéndole así la vida misma. Después del pecado original, el espíritu vivificante de Dios se ha ido manifestando en diversas ocasiones en la historia de los hombres, suscitando profetas para incitar al pueblo elegido a volver a Dios y a observar fielmente los mandamientos. En la célebre visión del profeta Ezequiel, Dios hace revivir con su espíritu al pueblo de Israel, representado en «huesos secos» (cf. 37, 1-14). Joel profetiza una «efusión del espíritu» sobre todo el pueblo, sin excluir a nadie: «Después de esto –escribe el Autor sagrado– yo derramaré mi Espíritu en toda carne... Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (3, 1-2).

En la «plenitud del tiempo» (cf. Ga 4, 4), el ángel del Señor anuncia a la Virgen de Nazaret que el Espíritu Santo, «poder del Altísimo», descenderá sobre Ella y la cubrirá con su sombra. El que nacerá de Ella será santo y será llamado Hijo de Dios (cf. Lc 1, 35). Según la expresión del profeta Isaías, sobre el Mesías se posará el Espíritu del Señor (cf. 11, 1-2; 42, 1). Jesús retoma precisamente esta profecía al inicio de su ministerio público en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí –dijo ante el asombro de los presentes–, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la Buena Noticia a los pobres. Para anunciar a los cautivos la libertad y, a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; y para anunciar un año un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). Dirigiéndose a los presentes, se atribuye a sí mismo estas palabras proféticas afirmando: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír » (Lc 4, 21). Y una vez más, antes de su muerte en la cruz, anuncia varias veces a sus discípulos la venida del Espíritu Santo, el «Consolador», cuya misión será la de dar testimonio de Él y asistir a los creyentes, enseñándoles y guiándoles hasta la Verdad completa (cf. Jn 14, 16-17.25-26; 15, 26; 16, 13).

3. Pentecostés, punto de partida de la misión de la Iglesia

La tarde del día de su resurrección, Jesús, apareciéndose a los discípulos, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20, 22). El Espíritu Santo se posó sobre los Apóstoles con mayor fuerza aún el día de Pentecostés: «De repente un ruido del cielo –se lee en los Hechos de los Apóstoles–, como el de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (2, 2-3).

El Espíritu Santo renovó interiormente a los Apóstoles, revistiéndolos de una fuerza que los hizo audaces para anunciar sin miedo: «¡Cristo ha muerto y ha resucitado!». Libres de todo temor comenzaron a hablar con franqueza (cf. Hch 2, 29; 4, 13; 4, 29.31). De pescadores atemorizados se convirtieron en heraldos valientes del Evangelio. Tampoco sus enemigos lograron entender cómo hombres «sin instrucción ni cultura» (cf. Hch 4, 13) fueran capaces de demostrar tanto valor y de soportar las contrariedades, los sufrimientos y las persecuciones con alegría. Nada podía detenerlos. A los que intentaban reducirlos al silencio respondían: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Así nació la Iglesia, que desde el día de Pentecostés no ha dejado de extender la Buena Noticia «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).

4. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia y principio de comunión

Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al Cenáculo donde los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando con María, la «Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente. La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados y «eficientes», sino el fruto de la oración comunitaria incesante (cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 75). La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén dispuestas a dar testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). El Siervo de Dios Juan Pablo II escribió que antes de ser acción, la misión de la Iglesia es testimonio e irradiación (cf. Enc. Redemptoris missio, 26). Así sucedía al inicio del cristianismo, cuando, como escribe Tertuliano, los paganos se convertían viendo el amor que reinaba entre los cristianos: «Ved –dicen– cómo se aman entre ellos» (cf. Apologético, 39, 7).

Concluyendo esta rápida mirada a la Palabra de Dios en la Biblia, os invito a notar cómo el Espíritu Santo es el don más alto de Dios al hombre, el testimonio supremo por tanto de su amor por nosotros, un amor que se expresa concretamente como «sí a la vida» que Dios quiere para cada una de sus criaturas. Este «sí a la vida» tiene su forma plena en Jesús de Nazaret y en su victoria sobre el mal mediante la redención. A este respecto, nunca olvidemos que el Evangelio de Jesús, precisamente en virtud del Espíritu, no se reduce a una mera constatación, sino que quiere ser «Buena Noticia para los pobres, libertad para los oprimidos, vista para los ciegos...». Es lo que se manifestó con vigor el día de Pentecostés, convirtiéndose en gracia y en tarea de la Iglesia para con el mundo, su misión prioritaria.

Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre en Jesucristo que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el Espíritu del Señor se acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular mediante vosotros, jóvenes, suscitar en el mundo el viento y el fuego de un nuevo Pentecostés.

5. El Espíritu Santo «Maestro interior»

Queridos jóvenes, el Espíritu Santo sigue actuando con poder en la Iglesia también hoy y sus frutos son abundantes en la medida en que estamos dispuestos a abrirnos a su fuerza renovadora. Para esto es importante que cada uno de nosotros lo conozca, entre en relación con Él y se deje guiar por Él. Pero aquí surge naturalmente una pregunta: ¿Quién es para mí el Espíritu Santo? Para muchos cristianos sigue siendo el «gran desconocido». Por eso, como preparación a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, he querido invitaros a profundizar en el conocimiento personal del Espíritu Santo. En nuestra profesión de de fe proclamamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo» (Credo Niceno-Constantinopolitano). Sí, el Espíritu Santo, Espíritu de amor del Padre y del Hijo, es Fuente de vida que nos santifica, «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Pero no basta conocerlo; es necesario acogerlo como guía de nuestras almas, como el «Maestro interior» que nos introduce en el Misterio trinitario, porque sólo Él puede abrirnos a la fe y permitirnos vivirla cada día en plenitud. Él nos impulsa hacia los demás, enciende en nosotros el fuego del amor, nos hace misioneros de la caridad de Dios.

Sé bien que vosotros, jóvenes, lleváis en el corazón una gran estima y amor hacia Jesús, cómo deseáis encontrarlo y hablar con Él. Pues bien, recordad que precisamente la presencia del Espíritu en nosotros atestigua, constituye y construye nuestra persona sobre la Persona misma de Jesús crucificado y resucitado. Por tanto, tengamos familiaridad con el Espíritu Santo, para tenerla con Jesús.

6. Los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía

Pero –diréis– ¿Cómo podemos dejarnos renovar por el Espíritu Santo y crecer en nuestra vida espiritual? La respuesta ya la sabéis: se puede mediante los Sacramentos, porque la fe nace y se robustece en nosotros gracias a los Sacramentos, sobre todo los de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, que son complementarios e inseparables (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1285). Esta verdad sobre los tres Sacramentos que están al inicio de nuestro ser cristianos se encuentra quizás desatendida en la vida de fe de no pocos cristianos, para los que estos son gestos del pasado, pero sin repercusión real en la actualidad, como raíces sin savia vital. Resulta que, una vez recibida la Confirmación, muchos jóvenes se alejan de la vida de fe. Y también hay jóvenes que ni siquiera reciben este sacramento. Sin embargo, con los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y después, de modo constante, de la Eucaristía, es como el Espíritu Santo nos hace hijos del Padre, hermanos de Jesús, miembros de su Iglesia, capaces de un verdadero testimonio del Evangelio, beneficiarios de la alegría de la fe.

Os invito por tanto a reflexionar sobre lo que aquí os escribo. Hoy es especialmente importante redescubrir el sacramento de la Confirmación y reencontrar su valor para nuestro crecimiento espiritual. Quien ha recibido los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, recuerde que se ha convertido en «templo del Espíritu»: Dios habita en él. Que sea siempre consciente de ello y haga que el tesoro que lleva dentro produzca frutos de santidad. Quien está bautizado, pero no ha recibido aún el sacramento de la Confirmación, que se prepare para recibirlo sabiendo que así se convertirá en un cristiano «pleno», porque la Confirmación perfecciona la gracia bautismal (cf. Ibíd., 1302-1304).

La Confirmación nos da una fuerza especial para testimoniar y glorificar a Dios con toda nuestra vida (cf. Rm 12, 1); nos hace íntimamente conscientes de nuestra pertenencia a la Iglesia, «Cuerpo de Cristo», del cual todos somos miembros vivos, solidarios los unos con los otros (cf. 1 Co 12, 12-25). Todo bautizado, dejándose guiar por el Espíritu, puede dar su propia aportación a la edificación de la Iglesia gracias a los carismas que Él nos da, porque «en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común» (1 Co 12, 7). Y cuando el Espíritu actúa produce en el alma sus frutos que son «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22). A cuantos, jóvenes como vosotros, no han recibido la Confirmación, les invito cordialmente a prepararse a recibir este sacramento, pidiendo la ayuda de sus sacerdotes. Es una especial ocasión de gracia que el Señor os ofrece: ¡no la dejéis escapar!

Quisiera añadir aquí una palabra sobre la Eucaristía. Para crecer en la vida cristiana es necesario alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. En efecto, hemos sido bautizados y confirmados con vistas a la Eucaristía (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1322; Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 17). Como «fuente y culmen» de la vida eclesial, la Eucaristía es un «Pentecostés perpetuo», porque cada vez que celebramos la Santa Misa recibimos el Espíritu Santo que nos une más profundamente a Cristo y nos transforma en Él. Queridos jóvenes, si participáis frecuentemente en la Celebración eucarística, si consagráis un poco de vuestro tiempo a la adoración del Santísimo Sacramento, a la Fuente del amor, que es la Eucaristía, os llegará esa gozosa determinación de dedicar la vida a seguir las pautas del Evangelio. Al mismo tiempo, experimentaréis que donde no llegan nuestras fuerzas, el Espíritu Santo nos transforma, nos colma de su fuerza y nos hace testigos plenos del ardor misionero de Cristo resucitado.

7. La necesidad y la urgencia de la misión

Muchos jóvenes miran su vida con aprensión y se plantean tantos interrogantes sobre su futuro. Ellos se preguntan preocupados: ¿Cómo insertarse en un mundo marcado por numerosas y graves injusticias y sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el egoísmo y la violencia que a veces parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido pleno a la vida? ¿Cómo contribuir para que los frutos del Espíritu que hemos recordado precedentemente, «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (n. 6), inunden este mundo herido y frágil, el mundo de los jóvenes sobre todo? ¿En qué condiciones el Espíritu vivificante de la primera creación, y sobre todo de la segunda creación o redención, puede convertirse en el alma nueva de la humanidad? No olvidemos que cuanto más grande es el don de Dios –y el del Espíritu de Jesús es el máximo– tanto más lo es la necesidad del mundo de recibirlo y, en consecuencia, más grande y apasionante es la misión de la Iglesia de dar un testimonio creíble de él. Y vosotros, jóvenes, con la Jornada Mundial de la Juventud, dais en cierto modo testimonio de querer participar en dicha misión. A este propósito, queridos amigos, me apremia recordaros aquí algunas verdades cruciales sobre las cuales meditar. Una vez más os repito que sólo Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas del corazón del hombre; sólo Él es capaz de humanizar la humanidad y conducirla a su «divinización». Con la fuerza de su Espíritu, Él infunde en nosotros la caridad divina, que nos hace capaces de amar al prójimo y prontos para a ponernos a su servicio. El Espíritu Santo ilumina, revelando a Cristo crucificado y resucitado, y nos indica el camino para asemejarnos más a Él, para ser precisamente «expresión e instrumento del amor que de Él emana» (Enc. Deus caritas est, 33). Y quien se deja guiar por el Espíritu comprende que ponerse al servicio del Evangelio no es una opción facultativa, porque advierte la urgencia de transmitir a los demás esta Buena Noticia. Sin embargo, es necesario recordarlo una vez más, sólo podemos ser testigos de Cristo si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, que es «el agente principal de la evangelización» (cf. Evangelii nuntiandi, 75) y «el protagonista de la misión» (cf. Redemptoris missio, 21). Queridos jóvenes, como han reiterado tantas veces mis venerados Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, anunciar el Evangelio y testimoniar la fe es hoy más necesario que nunca (cf. Redemptoris missio, 1). Alguno puede pensar que presentar el tesoro precioso de la fe a las personas que no la comparten significa ser intolerantes con ellos, pero no es así, porque proponer a Cristo no significa imponerlo (cf. Evangelii nuntiandi, 80). Además, doce Apóstoles, hace ya dos mil años, han dado la vida para que Cristo fuese conocido y amado. Desde entonces, el Evangelio sigue difundiéndose a través de los tiempos gracias a hombres y mujeres animados por el mismo fervor misionero. Por lo tanto, también hoy se necesitan discípulos de Cristo que no escatimen tiempo ni energía para servir al Evangelio. Se necesitan jóvenes que dejen arder dentro de sí el amor de Dios y respondan generosamente a su llamamiento apremiante, como lo han hecho tantos jóvenes beatos y santos del pasado y también de tiempos cercanos al nuestro. En particular, os aseguro que el Espíritu de Jesús os invita hoy a vosotros, jóvenes, a ser portadores de la buena noticia de Jesús a vuestros coetáneos. La indudable dificultad de los adultos de tratar de manera comprensible y convincente con el ámbito juvenil puede ser un signo con el cual el Espíritu quiere impulsaros a vosotros, jóvenes, a que os hagáis cargo de ello. Vosotros conocéis el idealismo, el lenguaje y también las heridas, las expectativas y, al mismo tiempo, el deseo de bienestar de vuestros coetáneos. Tenéis ante vosotros el vasto mundo de los afectos, del trabajo, de la formación, de la expectativa, del sufrimiento juvenil... Que cada uno de vosotros tenga la valentía de prometer al Espíritu Santo llevar a un joven a Jesucristo, como mejor lo considere, sabiendo «dar razón de vuestra esperanza, pero con mansedumbre » (cf. 1 P 3, 15).

Pero para lograr este objetivo, queridos amigos, sed santos, sed misioneros, porque nunca se puede separar la santidad de la misión (cf. Redemptoris missio, 90). Non tengáis miedo de convertiros en santos misioneros como San Francisco Javier, que recorrió el Extremo Oriente anunciando la Buena Noticia hasta el límite de sus fuerzas, o como Santa Teresa del Niño Jesús, que fue misionera aún sin haber dejado el Carmelo: tanto el uno como la otra son «Patronos de las Misiones». Estad listos a poner en juego vuestra vida para iluminar el mundo con la verdad de Cristo; para responder con amor al odio y al desprecio de la vida; para proclamar la esperanza de Cristo resucitado en cada rincón de la tierra.

8. Invocar un «nuevo Pentecostés» sobre el mundo

Queridos jóvenes, os espero en gran número en julio de 2008 en Sydney. Será una ocasión providencial para experimentar plenamente el poder del Espíritu Santo. Venid muchos, para ser signo de esperanza y sustento precioso para las comunidades de la Iglesia en Australia que se preparan para acogeros. Para los jóvenes del país que nos hospedará será una ocasión excepcional de anunciar la belleza y el gozo del Evangelio a una sociedad secularizada de muchas maneras. Australia, como toda Oceanía, tiene necesidad de redescubrir sus raíces cristianas. En la Exhortación postsinodal Ecclesia in Oceania Juan Pablo II escribía: «Con la fuerza del Espíritu Santo, la Iglesia en Oceanía se está preparando para una nueva evangelización de pueblos que hoy tienen hambre de Cristo... La nueva evangelización es una prioridad para la Iglesia en Oceanía» (n. 18).

Os invito a dedicar tiempo a la oración y a vuestra formación espiritual en este último tramo del camino que nos conduce a la XXIII Jornada Mundial de la Juventud, para que en Sydney podáis renovar las promesas de vuestro Bautismo y de vuestra Confirmación. Juntos invocaremos al Espíritu Santo, pidiendo con confianza a Dios el don de un nuevo Pentecostés para la Iglesia y para la humanidad del tercer milenio.

María, unida en oración a los Apóstoles en el Cenáculo, os acompañe durante estos meses y obtenga para todos los jóvenes cristianos una nueva efusión del Espíritu Santo que inflame los corazones. Recordad: ¡la Iglesia confía en vosotros! Nosotros, los Pastores, en particular, oramos para que améis y hagáis amar siempre más a Jesús y lo sigáis fielmente. Con estos sentimientos os bendigo a todos con gran afecto.

En Lorenzago, 20 de julio de 2007

BENEDICTO XVI

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