Texto publicado originalmente en el Quaderno 3884 de La Civiltà Cattolica.

Una de las habituales maneras de resolver el enigma de la existencia consiste en “domar” la muerte, es decir, considerarla un hecho natural, que debe aceptarse sin demasiada angustia ni demasiadas interrogantes. Hay quienes llegan a encontrar en esta aceptación de la muerte una especie de paz del alma, una serenidad envidiable, al menos aparentemente.

Contra esa tendencia, tan antigua como el hombre, la Biblia reacciona vigorosamente, enseñando que la muerte humana no constituye en realidad algo “natural”, sino la consecuencia de un rechazo de Dios (Gn 3; Rm 5, 12); no tiene cabida en el proyecto de Dios (Sb 2, 23-24) y lanza una sombra sobre todas las actividades humanas, hasta las más nobles y santas. Dios es el Dios de la vida (ver 1 Jn 1, 1) y la muerte no puede convivir con Él. Mientras no se resuelva el problema de la muerte, la existencia humana en la tierra siempre será un enigma indescifrable.

Para que no se olvide esta realidad, la Biblia ha conservado un pequeño libro perturbador llamado Qohélet. Su autor es alguien que toma en serio la muerte, no hace pactos con ella y afirma que “todo es vanidad” (Qo 1, 2), es decir, vacío, nada, descomposición. ¿De qué sirve estudiar, esforzarse, hacer el bien, servir a Dios? La respuesta es tajante: no sirve de nada, si es verdad que la muerte en todo tiene la última palabra. O mejor dicho, como buen israelita, sabe que, tal como la primera palabra es de Dios, asimismo la última palabra será de Dios (ver Qo 12, 13); pero no sabe cómo Dios desea resolver el problema.

En este nivel, el Antiguo Testamento no es superior a todas las demás religiones y filosofías: ninguna de ellas ha sabido jamás dar una solución para el problema de la muerte, fuera de “domarla”, es decir, reducir al hombre únicamente a su “cuerpo” (y entonces todo termina con la muerte) o únicamente a su “alma”, y entonces es necesario proyectar un “más allá”, ya sea opaco o feliz. Sin embargo, el Antiguo Testamento, a diferencia de las demás religiones y filosofías, ha puesto algunos pestillos seguros: Dios y el mundo no son lo mismo; el mundo no es divino; el sol y los astros no son divinidades, sino criaturas; este mundo no es eterno, y terminará; el hombre es al mismo tiempo de la tierra y de Dios (Gn 2, 7) y está dotado de libre arbitrio; en la existencia humana ha habido una explícita desobediencia del hombre a Dios; esta confusión de la existencia humana solo puede resolverse restableciendo la relación con Dios, es decir, observando sus mandamientos y en comunión con Él.

Al respecto, la Biblia ha conservado otro pequeño libro precioso, el Cantar de los Cantares, que señala simbólicamente el camino del enamoramiento como manera de salir del enigma de la existencia humana. Detrás del cortejo entre el amante y la amada se vislumbra un posible diálogo de amor entre Dios y la humanidad. Sin embargo, también el autor del Cantar de los Cantares debe detenerse ante el muro de la muerte: intuye que “es fuerte el amor como la muerte” (Ct 8, 6), pero no ve cómo superarla. El judaísmo tardío profesará la creencia en la resurrección de los muer-tos, pero esta se remitirá al último día (Jn 11, 24), es decir, al final de la historia.

Alrededor del año 30 de esta era, aparece en Galilea un hombre, un profeta llamado Jesús, que predica la inminente venida del reino de Dios a la tierra (Mc 1, 15). ¿Es el Mesías esperado? Muchos se lo preguntan (Jn 4, 29). Sin embargo, su predicación provoca hostilidad de parte de las autoridades religiosas: este Jesús se cree superior al mandamiento del sábado (Mc 2, 27-28), no respeta las tradiciones de los antepasados (Mc 7, 5) y al parecer ha dicho palabras blasfemas contra el Templo (ver Mc 14, 58). Capturado y conducido a proceso, al preguntársele si era el Mesías, hijo de Dios, dio una respuesta considerada una blasfemia, por lo cual fue condenado a muerte (Mc 14, 63-64). La ejecución se encomendó a los romanos, que aplicaron el suplicio de la cruz.

Después de su muerte, los discípulos pensaron en la sepultura, pero siendo inminente el sábado, en el cual estaban prohibidos los trabajos manuales, la postergaron para el día siguiente. El tratamiento del cadáver con aromas y especias se encargaba a las mujeres (Mc 16, 1). Los discípulos estaban sumidos en estos pensamientos cuando, como un rayo en el cielo sereno, llega la noticia de que ha desaparecido el cadáver y que algunas mujeres, al dirigirse al sepulcro, vieron a Jesús vivo (Lc 24, 22-23). Tras las primeras dudas, llega la certeza: los discípulos ven al Señor resucitado, hablan con él, lo tocan, comen juntos (Lc 24, 36-43). Sin embargo, él no ha vuelto a la vida simplemente para morir de nuevo: ha entrado en otra dimensión, no menos real, pero distinta a aquella conocida hasta ese momento. ¿Es alucinación? ¿Es realidad? ¿Pero qué realidad? Los discípulos ciertamente se habrán planteado estas interrogantes, pero luego han debido rendirse ante la evidencia del hecho: ¡Jesús se ha mostrado resucitado! Es precisamente Él, aquel que fue puesto en la cruz. Se les abren entonces los ojos: por lo tanto Él es el Mesías, Él es el Hijo de Dios. Se comprende entonces toda la historia de la salvación, se comprenden todos los discursos de los profetas, se comprenden todos los dolores del mundo y las promesas de Dios: ¡la muerte, último enemigo, ha sido derrotada! El enigma de la existencia está resuelto. Ahora es posible vivir, tener esperanza, amar, sufrir e incluso morir por la justicia, porque existe la vida eterna, la vida de la resurrección. No se trata tanto de entrar a “otro mundo” (en francés, un autre monde), sino a un “mundo distinto” (dans un monde autre).

El encuentro entre la realidad del viejo mundo y la nueva linfa de la vida resucitada ya ha tenido lugar, de tal manera que este mundo se encuentra como traspasado por los dolores de un parto: sufre y gime (Rm 8, 20-22), queriendo de pronto experimentar con plenitud esta vida “distinta”, donde ya no se encuentra el veneno de la corrupción, del pecado, del odio, de la mentira, de la codicia, sino alegría, felicidad, paz, fraternidad, en una palabra la vida en el Espíritu Santo. Es preciso reconocer que también entre cristianos de hoy el tema de la resurrección de Cristo ha llegado a ser prácticamente irrelevante. Ya no se entiende qué sentido puede tener afirmar que Él resucitó “en su verdadero cuerpo”. Se tiende por este motivo a una interpretación de tipo espiritual. Cristo resucitado significa que su mensaje es tan vital e importante que ha continuado incluso después de su muerte, mantenido por sus discípulos. De acuerdo con el exegeta protestante Rudolf Bultmann (1884-1976), muchos consideran que la resurrección de Jesús es un “mito”, que incluye en todo caso un contenido de fe: el poner enteramente la confianza en Dios. A Bultmann no le interesa si la tumba de Jesús estaba vacía o si todavía se encontraba allí el cadáver: es un detalle histórico, de la crónica, que nada tendría que ver con la fe. Sin embargo, para los primeros testigos no era así: si el cadáver de Jesús hubiese permanecido en la tumba, entonces la resurrección sería un mito. Ciertamente, el sepulcro vacío por sí mismo no lo decía todo, pero habiéndose determinado que no se trataba ni de un robo ni de un truco de los discípulos (Mt 27, 62-65), quedaba abierta la puerta que únicamente la aparición de Jesús resucitado podía traspasar. El Evangelio, “la buena nueva”, es esencialmente esto, y por cuanto la resurrección supone una verdadera muerte, precisamente también la muerte de Jesús es anunciada (1 Co 11, 26) no por sí misma, sino porque tiene su desenlace perturbador en la resurrección. La resurrección es el comienzo del nuevo mundo, de la nueva era, es decir, de una existencia distinta, que ha sido posible gracias al don del Espíritu Santo, que es el Espíritu del Resucitado.

Escuchemos a Pablo: “Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? (Is 25, 8; Os 13, 14). El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado la Ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1 Cor 15, 54-57). La muerte es “el último enemigo en ser destruido” (1 Cor 15, 26).

La resurrección de Jesús es entonces la única respuesta verdadera al problema de la existencia, tanto que “si no resucitó Cristo, vacía es nuestra fe” (1 Cor 15, 17). Pablo puede entonces decir a sus correligionarios israelitas: “Nosotros os anunciamos que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús” (Hch 13, 32-33). El apóstol distingue entre “muerte” y “corrupción”, y hace una comparación entre David y Jesús: “David (…) murió y experimentó la corrupción. En cambio aquel a quien Dios resucitó no experimentó la corrupción” (Hch 13, 36-37). Así, también Jesús experimentó la muerte, como todos, pero fue el único que no estuvo sujeto a la “corrupción”, lo cual indica que la resurrección tiene relación precisamente con el cuerpo de Jesús. Pablo se apoya en el Sal 16 (15): No dejarás a tu santo ver la corrupción, según la versión griega, mientras el texto hebreo señala: No dejarás a tu amigo ver la fosa, es decir, la muerte. La diferencia no es pequeña, pero ambos textos se consideran inspirados. Pedro, en su anuncio después de Pentecostés, ya había citado este Salmo, haciendo una comparación con David, el cual “murió y fue sepultado, y su sepulcro sigue estando entre nosotros”, mientras Cristo “no fue abandonado en los infiernos ni su carne experimentó la corrupción” (Hch 2, 27-31). Pablo sabía que la esperanza en la resurrección de los muertos era uno de los puntos fundamentales del judaísmo, si bien no era compartido por todos, y estaba dispuesto a dar testimonio, incluso ofreciendo su vida, de que esa resurrección había tenido lugar en Jesús (Hch 23, 6-10; 24, 21). Paradojalmente, mientras fariseos y saduceos discuten entre ellos sobre la resurrección, el Señor Jesús se presenta a Pablo para darle ánimo (Hch 23, 11).

La resurrección de Jesús es una “bella noticia”, porque no solo tiene que ver con él, sino también con todos los que creen en él siempre que vivan de acuerdo con sus enseñanzas: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron” (1 Cor 15, 20). “Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús” (1 Ts 4, 14). En todo caso, la resurrección no es solamente un hecho futuro, sino experimentable en el presente en una “vida nueva” (ver Rm 6, 4), ya no a merced del pecado, sino guiada por el Espíritu (ver Rm 8, 9-11), es decir, “por el amor de Dios derramado en nuestros corazones” (Rm 5, 5).

Para captar toda la estupenda novedad de esta “buena nueva”, es preciso sin embargo tener el valor de mirar de frente a la muerte en toda su terrible verdad: ella es el fin a cuyo encuentro va inexorablemente todo cuanto tiene vida en la tierra. También ella, como dice la ciencia, no es eterna, y terminará su trayecto. También las grandes obras de arte algún día dejarán de existir. También de la Basílica de San Pedro no quedará piedra sobre piedra. ¿Qué sentido tiene entonces nuestra vida? Hoy preferimos no plantearnos esta interrogante, ya que todos somos presa de las preocupaciones de la vida. Todo es bueno para aturdirse, distraerse, divertirse, procurando satisfacer lo más posible el “hambre de mundo” y anular la “sed de Dios”. Con todo, para hacer esto es preciso visualizar la muerte no como una “enemiga” (así la llamaba Pablo), sino como una “amiga” (así la llamaban los impíos del libro de la Sabiduría, 1, 16). Una vez domada, convertida en amiga, la muerte ya no da miedo (aparentemente), porque —se dice— “luego no habrá nada”, de manera que conviene aprovechar lo más posible esta vida, ciertamente con mucha sagacidad, sin hacer demasiado por los demás ni atropellarlos, pero usando guantes aterciopelados.

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Así razonaban ya algunos hace más de dos mil años: “Corta y triste es nuestra vida; la muerte del hombre no tiene remedio y de nadie consta que haya vuelto de la tumba. Nacimos por azar y pasaremos como si no hubiéramos existido. (…) Venid, pues, y disfrutemos de los bienes presentes, gocemos de la realidad con impaciencia juvenil; embriaguémonos de vinos exquisitos y perfumes, que no se nos escape la flor primaveral; coronémonos de rosas antes que se marchiten (…), que ésta es nuestra suerte y nuestra herencia” (Sb 2, 1-9). Quienes tienen menos escrúpulos usan métodos inmorales; quienes en cambio tienen más conciencia procuran conducirse honestamente. ¿Pero en el fondo dónde está la diferencia si todo termina? Escribe el Qohélet: “Hay un destino común para todos, para el justo y para el malvado, (…) lo mismo el bueno que el pecador (…): todos se van con los muertos” (Qo 9, 2-3). Desde este punto de vista, no hay diferencia con los animales: “El hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra, y ambos tienen el mismo aliento de vida. En nada aventaja el hombre a la bestia, pues todo es vanidad” (Qo 3, 19).

Hoy muchos de los que hacen profesión de ateísmo se presentan ante la muerte con una serenidad y una imperturbabilidad envidiables. Al parecer, para ellos la negación de Dios no solo no constituye un problema, sino además es prácticamente una conquista de la mente. Un astrofísico que participó recientemente en una transmisión televisiva decía substancialmente lo siguiente: “Soy ateo, y esto significa que la vida en la tierra nació por azar y que mi existencia carece de sentido; pero esto no me altera, no me impide ver la naturaleza y la vida con sentido de asombro, y por el contrario me ayuda a ser humilde, porque veo mi pequeñez, y me anima a la solidaridad con los demás, porque todos estamos en la misma embarcación” (“hacia la nada”, agrego yo). Esta posición tiene su propia dignidad, dado el esfuerzo moral que la sostiene, pero de hecho se basa “en la nada”. Hay quienes, sin embargo, no se resignan a ser equiparados con su propio gato o cachorro, o con el chimpancé más inteligente del mundo, todos los cuales no se plantean ni se plantearán jamás el problema de por qué existen, del sentido de la vida, de la estructura de la materia y del universo; nunca han escrito ni escribirán jamás libros de ciencia, de historia, de filosofía, de literatura, de poesía; nunca han compuesto ni compondrán jamás una sinfonía o un concierto para piano y orquesta; nunca han pintado ni pintarán jamás un fresco, como Giotto, o un cuadro, como Caravaggio; nunca han construido ni construirán jamás una catedral como la de Chartres.

Existe en español la traducción de la obra La Trinidad, de Hilario, obispo de Poitiers, que vivió en la Galia en el siglo IV (ver nota 1). En el primer libro, que es una introducción, este converso al cristianismo explica por qué sintió la necesidad de escribir sobre Dios y sobre el Dios de Jesucristo. Traza de este modo una especie de recorrido de tipo intelectual, pero también existencial, donde muestra cómo salió de la trampa del ateísmo, guiado por su rebelión interior: “¡No es digno del hombre!” (1, 2). No es digno del hombre contentarse con alcanzar la tranquilidad y el bienestar, sin pensar en su propio origen o en su propio fin. Desde este punto de vista, los animales serían más felices que el hombre, porque no trabajan y tienen comida hasta la saciedad. Sería indigno de los hombres “creer que han nacido únicamente para estar al servicio del vientre y la indolencia: creer que han venido a esta vida no para alguna ilustre empresa o para dedicarse a una noble preocupación; creer que esta vida misma no nos ha sido dada para recorrer un camino hacia la eternidad” (1, 2). Con todo, habiendo llegado a la hipótesis de Dios, “no sería digno de Dios haber introducido al hombre en esta vida (…) si luego estuviese obligado a dejar de vivir y a morir para siempre” (1, 9). La religión judía da la más bella definición de Dios, como “El que es”: “En realidad, nada es más propio de Dios que el ser” (1, 5). Además, enseña a remontarse desde la belleza de las criaturas a la Belleza del Creador (1, 6-7). Pero también ella se detiene ante el muro de la muerte.

Esta es entonces la doctrina evangélica y apostólica, que enseña la encarnación del Verbo, nuestra adopción como hijos mediante la fe, revelándonos que Dios es Padre. Este “nuevo nacimiento” significa liberación de los vicios, purificación de los pecados, participación en la resurrección de Cristo: “Por lo tanto, nosotros hemos resucitado por obra de Dios junto con Cristo, mediante su muerte” (1, 13). ¿Pero por qué Cristo realiza todo esto? Porque “en Cristo se encuentra la plenitud de la divinidad” (ibid), lo cual significa que Dios no puede sino ser el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Esta es la verdadera fe en el único Dios, y no la del que niega al Hijo o lo identifica con el Padre (1, 23). Solo con esta fe Hilario encuentra la paz: “Mi espíritu por lo tanto se serenaba, alegre en sus esperanzas, en este reposo consciente de su propia seguridad, sin temer que interviniese la muerte, hasta el punto de considerarla un paso hacia la eternidad” (1, 14). En este punto cambia la perspectiva de la vida: “No sólo (mi espíritu) no consideraba molesta o penosa la vida en este cuerpo, sino que la comparaba con lo que son los estudios para los niños, la medicina para los enfermos, la natación para los náufragos”, en suma, una preparación “para el premio de la inmortalidad bienaventurada” (1, 14). Entonces Hilario decide no poseer estas cosas solamente para sí, sino anunciarlas también a los demás, asumiendo el ministerio sacerdotal, extendiendo de este modo su esfuerzo “hasta ocuparse de la salvación de todos” (ibid). He aquí un recorrido realmente digno del hombre.


(1) Ver HILARIO DE POITIERS, La Trinità, 2 volúmenes, edición a cargo de ANTONIO ORAZZO, Roma, Città Nuova, 2011.

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