La Navidad de 1886 es la noche de conversión de tres franceses que habrían de marcar surcos en la Iglesia de finales de aquel siglo, proyectándose hacia el Vaticano II. Charles de Foucauld muere a su vanidad y a sus ambiciones militares para transformarse en desprendido servidor; Paul Claudel jamás olvidaría aquella columna de la catedral de Notre Dame junto a la cual ocurrió su camino a Damasco. Y Teresa, de 14 años, aquella misma noche se despediría de su “extremada sensibilidad”, situando allí el momento de “la gracia de mi completa conversión”.

Hay un aspecto de actualidad que Teresa nos ofrece con su vida breve e intensa. El amor a Dios y al prójimo crea en ella una profunda conciencia misionera. Así descubre que no es necesario ir a tierras lejanas, sino que en todas partes se puede estar “en misión”; comenzando por uno mismo y los pequeños lugares donde vivimos.

…vanos serían los trabajos de los misioneros. Así escribía en la encíclica Rerum Ecclesiae  Pío XI, el Papa que proclamó a Teresa de Lisieux, muerta a la edad de veinticuatro años sin haber salido nunca del monasterio, patrona de las misiones.  Un hecho singular que deja entrever qué es realmente la misión.

Respondiendo a numerosas peticiones y después de atentos estudios el Papa Juan Pablo II anunció que el 19 de octubre de este año, domingo de las misiones, Teresita será proclamada doctora de la Iglesia en la basílica de San Pedro, en Roma.

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