…vanos serían los trabajos de los misioneros. Así escribía en la encíclica Rerum Ecclesiae  Pío XI, el Papa que proclamó a Teresa de Lisieux, muerta a la edad de veinticuatro años sin haber salido nunca del monasterio, patrona de las misiones.  Un hecho singular que deja entrever qué es realmente la misión.

Respondiendo a numerosas peticiones y después de atentos estudios el Papa Juan Pablo II anunció que el 19 de octubre de este año, domingo de las misiones, Teresita será proclamada doctora de la Iglesia en la basílica de San Pedro, en Roma.

Imagen de portada: Teresa con sus hermanas de congregación en 1896.

Se celebra este año el primer centenario de la muerte de santa Teresa del Niño Jesús.  Los escritos de santa Teresita, recogidos bajo el título de Historia de un alma, han conocido en nuestro siglo “un huracán de gloria”, según la famosa expresión de Pío XI.  Innumerables milagros y conversiones están ligados a la santa de Lisieux, que fue canonizada en breve tiempo, alcanzando la gloria de los altares en el Jubileo de 1925, por obra de Pío XI, que tuvo por ella una devoción especial.  La fascinación de Teresa está en “el pequeño camino” de la infancia espiritual, que, renunciando a difíciles recorridos ascéticos, indicaba a todos el abandono en Jesucristo como único camino hacia la santidad.

Pero en este 1997 se celebra también un segundo aniversario, menos conocido y por ciertos aspectos más interesante.  El 14 de diciembre de 1927, Pío XI proclamaba solemnemente a santa Teresa del Niño Jesús patrona universal de las misiones con san Francisco Javier.  Un hecho singular si pensamos que Teresa nunca fue misionera y que pasó su breve existencia entre las paredes del Carmelo de Lisieux, donde murió con sólo 24 años.

“Quisiera recorrer la tierra”, escribe Teresa en su diario.  “Predicar tu nombre y clavar sobre el suelo infiel tu Cruz gloriosa, pero, o Amado, una sola misión no bastaría, quisiera al mismo tiempo anunciar el Evangelio en las cinco partes del mundo, y hasta en las islas más remotas.  Quisiera ser misionera, no solamente algunos años, sino que quisiera haberlo sido desde la creación del mundo y serlo hasta la consumación de los siglos.  Pero sobre todo quisiera, amado mío Salvador, quisiera derramar mi sangre por ti, hasta la última gota”.  Y añade: “Jesús mío, ¿qué responderás a todas mis locuras? ¿Hay un alma más pequeña, más incapaz que la mía? Y, sin embargo, precisamente por mi debilidad, te has complacido, Señor, en colmar mis pequeños deseos infantiles y quieres hoy colmar otros deseos más grandes que el universo…”.

El deseo de ser misionera estaba, pues, en las intenciones de Teresa, y en cierto momento parece realizarse, cuando se ofreció para ir a Vietnam y ayudar en la fundación de un Carmelo en Hanoi.  Pero, junto con este propósito, comenzaban a manifestarse en ella los primeros síntomas de la tisis, la enfermedad que la consumiría en breve tiempo: “Usted misma, Madre”, narra Teresa dirigiéndose a sor María de Gonzaga, madre superiora del monasterio, “pidió en su juventud que la enviaran a Saigón; es así como a menudo los deseos de las madres encuentran eco en las almas de las hijas.  Ahora su deseo apostólico encuentra eco en las almas de las hijas.  Ahora su deseo apostólico encuentra en mi alma, usted lo sabe, un eco fiel… Para vivir en los Carmelos del extranjero hace falta, Madre mía, una vocación particular, muchas se creen llamadas allí sin serlo; usted me ha dicho también que yo tenía esta vocación, y que solamente mi salud era un obstáculo, sé que este obstáculo desaparecería si el Señor me llamara lejos, por eso vivo sin inquietud”.  Teresa, junto con este deseo, acepta su condición, sabiendo que no puede hacer nada sin la ayuda de Dios.  Respecto a una eventual llamada a la misión observaba: “No cabe duda de que haría todo lo posible, pero conozco mi ineptitud y sé que, haciendo las cosas lo mejor que puedo, no lograría hacerlas bien, porque no tengo, como decía ahora mismo, conocimiento alguno de las cosas de la Tierra.  Mi único objetivo, sería, pues, cumplir la voluntad del buen Dios, sacrificarme por Él de la manera que le guste… No, no iría con la intención de gozar del fruto de mi trabajo; y si éste fuera mi objetivo, no sentiría la dulce paz que me inunda, y sufriría, en cambio, por no poder concretar mi vocación hacia las misiones lejanas.  Desde hace mucho tiempo no pertenezco a mí misma, me he ofrecido totalmente a Jesús.  Es libre de hacer de mí lo que prefiera”.  Teresa, en efecto, no fue nunca a Oriente.  Pero desde 1895 comenzó a mantener correspondencia con un futuro misionero, Mauricio Bartolomé Belliere, que pedía una hermana espiritual para que su oración le acompañara mientras se preparaba a ir a África: “Estaba en la lavandería, muy ocupada con mi trabajo, cuando la Madre Inés de Jesús me llamó aparte y me leyó una carta que había recibido entonces.  Un joven seminarista, inspirado, decía él, por santa Teresa, pedía una hermana que se dedicara de manera particular a la salvación de su alma y le ayudase con oraciones y sacrificios cuando fuera misionero, para que él pudiera ser el instrumento de salvación de muchas almas.  Prometía un recuerdo constante cuando pudiera ofrecer el santo sacrificio, para la que se hiciera su hermana.  La Madre Inés de Jesús me dijo que me quería a mí como hermana del futuro misionero”.  Después de pocos meses Teresa adoptará a otro misionero, el padre Eugenio Roulland, destinado a China.  El padre Belliere se embarcó para Argelia el 29 de septiembre de 1897, vigilia de la muerte de Teresa.  Después de algunos años pasados en África, afectado por la enfermedad del sueño, regresó a Francia donde murió, también él muy joven, a la edad de treinta y tres años, el 14 de agosto de 1896 y tuvo ocasión de entablar con Teresa un intercambio epistolar muy rico.  Estuvo en China hasta 1909.  Teresa ofreció por ellos todos sus sufrimientos.  Una hermana que la sorprendió un día mientras caminaba vacilando por el claustro, consumida por la tisis, y le sugirió que fuera a descansar, recibió esta respuesta: “Camino por un misionero”.  Su deseo de apostolado no se separará nunca de la conciencia de su debilidad.  Durante los últimos meses de la misericordioso por la conversión de los pecadores, confesará a una hermana: “Cómo me gustaría que me enviaran al Carmelo de Hanoi y sufrir mucho por el buen Dios; quisiera ir, si me curo… sí bien que Dios no necesita nuestras obras y estoy segura de que no sería útil allí.  Pero sufriría y amaría.  Esto es lo que vale a sus ojos… Estoy convencida de que las medicinas son inútiles para curarme, pero me he arreglado con Dios misericordioso para que sean de provecho a los pobres misioneros.  Le pido que todos los cuidados que me prodigan a mí, les sanen a ellos”.

Serán precisamente los misioneros, en los años en que la veneración por Teresa se difundía cada vez rápidamente, los que pedirán numerosos su tutela como patrona de sus misiones.  En fin, una petición que surge de la “base”, y que Pío XI secundó y aprobó.  Con su decreto quiso poner en evidencia que la misión misma es obra de Dios, subrayando lo imprescindible que es que el trabajo misionero salga y esté acompañado por la oración.  Así escribía en su encíclica Rerum ecclesiae, publicada un año antes de la proclamación de Teresa como patrona de las misiones católicas: “Trabajen, pues, fatíguense y aun den su vida los portavoces del Evangelio por convertir a los paganos a la religión católica, y pongan en ello ingenio, habilidad y todo género de medios humanos; pero no darán un paso adelante, todo será vano, si Dios, con su gracia, no toca las almas de los infieles y las ablanda y las atrae hacia sí”.

Teresa misma expresa esta conciencia.  Cuando el padre Roulland llegó a China, tuvo un accidente mientras atravesaba el río Azul, y casi se ahoga.  Teresa le escribe cándidamente: “!Ah! ¡Cómo ansío el día en que no necesitemos papel ni tinta para comunicarnos nuestros pensamientos! Usted por poco no visita ese país encantado donde nos podemos hacer entender sin escribir e incluso sin hablar.  Con todo el corazón le agradezco a Dios por haberle dejado aún en el campo de batalla, para que pueda alcanzar para él numerosas victorias.  Ciertamente, sus sufrimientos ya han salvado tantas almas.  Dice san Juan de la Cruz: “El más pequeño acto de amor es más útil para la Iglesia que todas las obras juntas”.  Y un poco más adelante, confiándole su deseo de ir a tierra de misiones y al mismo tiempo las dificultades debidas a su salud, escribe: “No me turbo para nada por lo que se refiere al futuro, estoy segura de que el buen Dios hará su voluntad: es la única gracia que deseo.  No hay que ser más realista que el Rey.  Jesús no necesita a nadie para cumplir Su obra…”.

Giovanni Ricciardi

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