Por la declaración dogmática del Magisterio universal, sabemos que la doctrina de la Inmaculada, del todo compatible con lo expresado por las fuentes de la Revelación, pertenece irrenunciablemente al depósito de nuestra fe.

El misterio de la Inmaculada en la Revelación

La doctrina de la Concepción inmaculada de María pertenece al depósito de la fe cristiana desde el origen del cristianismo, como parte integrante que es de la Revelación. Pero la celebración de este misterio en una fiesta particular, así como también su explicitación y expresión teológica, ha tenido lógicamente una historia.

La verdad de fe de que María fue concebida sin mancha de pecado original fue proclamada dogma por Pío IX el 8 de diciembre de 1854 en estos términos: «la beatísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original por singular privilegio y gracia de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano».

Esta doctrina no se encuentra enunciada de forma explícita en la Sagrada Escritura ni en la enseñanza de los Santos Padres; pero en ambas fuentes hallamos indicios que parecen indicarnos que se encuentra de una forma implícita. En el Evangelio según San Lucas, leemos que el ángel Gabriel utilizó la expresión «Llena de gracia» (κεχαριτομενμ) para dirigirse de forma vocativa a María en la Anunciación (Lc 1, 28). Esta expresión representa la principal base escriturística del misterio de la Inmaculada, a la que se añaden el llamado como protoevangelio de Génesis 3, 15 y la exclamación isabelina del Evangelio según San Lucas 1, 41.

Varios Santos Padres nos han dejado expresiones que permiten entrever la presencia de este misterio en la Tradición. En Oriente, San Efrén de Mesopotamia (+373) alababa a Jesucristo con estas palabras: «Tú y tu Madre, sólo vosotros, ciertamente, sois completa e integralmente hermosos. No hay en Ti, oh Señor, y tampoco en tu Madre, mancha alguna». En Occidente, el gran San Agustín de Hipona (+431) precisaba: «cuando se trate de pecados, no quiero referirme a la Virgen María». Es recurrente, además, en los Padres, como por ejemplo San Efrén y San Ireneo de Lyon, la comparación entre Eva y María, mostrando la semejanza y el contraste entre ambas.

Por la declaración dogmática del Magisterio universal, sabemos que la doctrina de la Inmaculada, del todo compatible con lo expresado por las fuentes de la Revelación, pertenece irrenunciablemente al depósito de nuestra fe.

Su celebración en una fiesta litúrgica

En las diversas Iglesias orientales, se celebra la fiesta de la Concepción de María el día 8 de diciembre desde los siglos VII-IX. El primer testimonio que tenemos de esta fiesta es un himno compuesto para ella por San Andrés de Creta (660-740), muy probablemente en el monasterio de San Sabas, cerca de Jerusalén. Parece, pues, que su celebración comenzó en los ambientes monásticos palestinenses. La fecha vino escogida en relación con la fiesta, más antigua, de la Natividad de María (8 de septiembre), a la que precede en nueve meses. Inicialmente, a la fiesta de la Inmaculada Concepción, se le dio el nombre de «Concepción de Santa Ana», madre de la Santísima Virgen; puesto que la concepción activa de Santa Ana sería la concepción pasiva de María.

Por esos mismos siglos, concretamente en el siglo VII, San Ildefonso de Toledo (obispo de 657 a 667), desde la España visigoda, daba un notable impulso a la reflexión mariológica en Occidente con su Tratado sobre la virginidad perpetua de María. En él, el santo obispo no se limita al tema de la virginidad, sino que también proclama otros privilegios de María con expresiones que ayudan a penetrar más en el misterio de la llena de gracia. Hay quien opina que en el siglo VII se celebraba ya una fiesta de la Inmaculada en España.

No está del todo claro cuándo y por qué recorrido geográfico se introduce y difunde la fiesta de la Concepción de María en Occidente. Por eso, las distintas naciones de la Europa occidental han tratado de adjudicarse la prioridad, movidas por una especie de santa emulación por distinguirse como pueblos más devotos de la Virgen María. Parece que, desde Oriente, la fiesta se introdujo tempranamente en el sur de la Península Itálica y, quizá, en Sicilia a través de los monasterios griegos. Al menos tenemos constancia de que, en el siglo IX, ya se celebraba en esta área de marcada influencia bizantina.

Quizá desde el área napolitana, pasó a Irlanda, donde en el mismo siglo IX se celebraba la Concepción de María en las fechas del 3 ó 2 de mayo.

En Inglaterra, encontramos que, en el siglo XI, hacia 1030-1037, la fiesta se celebraba el día 8 de diciembre: y el misal y pontifical del obispo Leofrido de Exeter (1050) contiene una Misa propia en honor de la Concepción de María. Su propagación por toda la isla británica se atribuye a la invasión normanda y se pone en relación con la tradición del abad Elosino de Ramsay, salvado milagrosamente de un naufragio tras haber hecho la promesa de promover la celebración de la fiesta del 8 de diciembre.

Los monjes británicos Eadmer y Osberto de Clare defendieron teológicamente la Concepción inmaculada de María a comienzos del siglo XII. Eadmer fue el primero en dedicar una obra completa a este tema. De Inglaterra, la fiesta pasó en el siglo XII a la Normandía francesa y, así, la encontramos en la diócesis de Rouen en 1129. En la Normandía, recibió rápida y general aceptación, gracias al arzobispo de Rouen, Hugo de Readling (1130-1164), quien la estableció en sus seis diócesis sufragáneas. De hecho, durante los siguientes siglos medievales, la fiesta de la Inmaculada Concepción será conocida en Europa como la «fiesta de los normandos».

Desde la Normandía, llegó pronto a Lyon. Esta ciudad se convertiría en su centro de irradiación principal para el resto de Francia; no obstante la oposición del muy mariano San Bernardo de Claraval, quien juzgaba la fiesta como novedad infundada y encontraba dificultades teológicas insuperables en la doctrina de la Inmaculada, polemizando al respecto parece que con Hugo de San Víctor o Pedro Comestor. Concretamente, el cabildo de la catedral de Lyon introducía esta fiesta en su calendario en 1139 ó 1140 y, para finales de siglo, la fiesta se celebraba ya en casi toda Francia. Hacia 1150 encontramos también la fiesta de la Inmaculada en muchas partes de Alemania. A lo largo del mismo siglo XII y del siglo XIII, la fiesta se difunde asimismo por las diócesis de Italia y España. Junto con la difusión de la fiesta, corrió de manera simultánea la disputa teológica en las universidades respecto del misterio de la Inmaculada Concepción de María. El siglo XII fue también el siglo de las Universidades. La Universidad de París resultó quizá el principal teatro de esta disputa, que habría de arreciar durante el siglo XIII.

La Orden de los franciscanos se mostró muy favorable a la doctrina y fiesta de la Inmaculada. En su Capítulo General de 1263, se declaró fiesta obligatoria para toda la Orden. De este modo, la difusión geográfica de la Orden franciscana se tradujo en difusión de la fiesta. No ocurrió lo mismo con los dominicos, que preferían hablar de una santificación de María en el seno materno (como había enseñado San Bernardo) a hablar de una concepción inmaculada; así, por mucho tiempo, ellos celebrarían esta fiesta con el título de «Santificación de la Bienaventurada Virgen María».

A principios del siglo XIV, el Beato Juan Duns Escoto (1265-1308), franciscano, fue el teólogo que ofreció la explicación más convincente de la doctrina de la Inmaculada Concepción de María, haciendo ver que no se opone a la universalidad de la Redención de Cristo: María habría sido preservada del pecado original «ex previsis meritis» de Cristo; ella no es «actualiter inimica ratione peccati actualis, nec originaliter ratione peccati originales» (Theologie Marianae Elementa, 43). Para su reflexión, se sirvió de las bases que ya habían aportado Raimundo Lulio y Guillermo de la Ware.

El Beato Raimundo Lulio (Ramón Llull) (1233-1316) fue un misionero laico, terciario franciscano desde 1293 ó 1295, natural de Mallorca (España), que recorrió buena parte de Europa y del Mediterráneo predicando la doctrina católica. Fue uno de los primeros defensores de la prerrogativa mariana de la Inmaculada. Hombre de talento excepcional, escribió sus obras en árabe, catalán y latín. Fue apedreado por los musulmanes en Túnez, desde donde lo trasladaron, moribundo, en barco hasta su Mallorca natal; en ella murió.

Guillermo de la Ware fue un teólogo franciscano, maestro de Duns Escoto.

En Roma, la fiesta de la Inmaculada no se comenzó a celebrar sino hasta bien entrado el siglo XIV.

En el siglo XIV e inicios del XV, la Corona de Aragón –de donde había salido Raimundo Lulio– se haría promotora entusiasta de la fiesta de la Inmaculada. En 1333, el rey Alfonso IV aprueba la creación de la Cofradía de la Inmaculada en Zaragoza. Su hijo, Pedro IV, escribirá varias cartas al Papa refutando los argumentos de los opositores de esta doctrina. La Cofradía de la Inmaculada se funda también en Barcelona, primero bajo la protección real y, desde 1389, con autonomía; y, en 1390, las autoridades municipales de esta ciudad condal y la cofradía declaran festivo el día de la Inmaculada. Cuatro años después, en 1394, el rey Juan I de Aragón declara la Inmaculada como la fiesta mariana más solemne en todos sus reinos y decreta pena de destierro a quienes combatiesen la doctrina de este misterio. Entre 1415 y 1417, los cofrades de Barcelona escriben repetidamente al emperador Segismundo para que difunda la fiesta en los territorios del Imperio germánico; e, incansables, en 1430 y 1431, enterados de la reunión del Concilio de Basilea, solicitan a éste la declaración de la fiesta para toda la Iglesia. Los esfuerzos provenientes de Barcelona y de otras partes de la Corona aragonesa se verían coronados con el decreto que al respecto expidió el Concilio de Basilea; no obstante, el carácter cismático que adquirió el concilio habría de dejar sin efecto ese decreto. De cualquier forma, el 9 de abril de 1456, las Cortes catalanas, el rey y los cofrades hicieron profesión de fe en el misterio de la Inmaculada Concepción y ratificaron solemnemente la celebración de su fiesta.

En la Italia del siglo XV, uno de los predicadores que más difundieron la doctrina de la Inmaculada fue San Bernardino de Siena. El Papa Sixto IV (1471-1484) introdujo la fiesta de la Inmaculada en el Calendario Romano el 1 de marzo de 1476 mediante la bula Cum Praexcelsa, dotándola de algunas indulgencias, y, el 4 de septiembre de 1486, dio además la bula Grave nimis también favoreciendo esta fiesta. En los años siguientes, varias universidades jurarían defender la doctrina de la Inmaculada: París, en 1496 y 1497; Colonia, en 1499, y Viena, en 1501; después, otras muchas.

Las Órdenes militares o de caballería españolas, nacidas en el siglo XII, pasaron a depender directamente de la Corona en tiempo de los Reyes Católicos. Terminada la reconquista contra los moros, experimentaron un proceso de pérdida de su carácter de consagración para acabar como órdenes nobiliarias católicas. El 3 de agosto de 1540, el Papa Pablo III concedía a los caballeros de la orden de Alcántara y de Calatrava que sustituyeran el voto de castidad por el voto de defensa de la doctrina de la Inmaculada Concepción. La orden de Santiago, que desde sus orígenes tenía un voto de castidad matrimonial pero no de castidad perfecta, se sumó a otras dos en 1652, añadiendo un cuarto voto para sus miembros de defensa de la Inmaculada.

El 1 de octubre de 1567, San Pío V (1566-1572) condenó una proposición de Miguel Bayo contraria a la doctrina de la Inmaculada. En 1570, extendió a toda la Iglesia el rezo de la Inmaculada y, en 1571, prohibió las disputas teológicas sobre el misterio.

Primera fundación religiosa en loor de la Inmaculada

En el último tercio del siglo XV, será Castilla importante foco de esta devoción en virtud, sobre todo, de la obra fundadora de una santa de origen portugués al amparo de la reina Isabel la Católica. Santa Beatriz de Silva y Meneses (c. 1424-1491) fue la fundadora del primer instituto de vida consagrada dedicado a la Inmaculada en toda la Iglesia: el de las monjas Concepcionistas Franciscanas.

Noble portuguesa, nacida en Ceuta, Beatriz de Silva llegó a España en 1447, formando parte del séquito de damas de Isabel de Portugal, cuando ésta pasó a Castilla para casarse con el rey Juan II de Castilla. Siendo una jovencita, a Beatriz le tocó cuidar de la infanta Isabel, la futura reina Católica, cuando ésta tuvo entre tres y once años de edad, ejerciendo un gran influjo en su formación. Abandonó la corte para retirarse a la vida de oración en el convento de dominicas de Santo Domingo el Real de Toledo, sin profesar votos religiosos. Después de más de treinta años en ese convento, salió de él, en medio de incomprensiones, para comenzar la fundación de una Orden femenina dedicada a la Inmaculada Concepción de María. La idea, inspirada por Dios, había tomado forma en las conversaciones de Beatriz con su amiga, la ya para entonces reina Isabel la Católica. En 1484, la reina regaló a Beatriz el palacio de Galiana, en Toledo, donde ésta estableció su beatorio con otras doce mujeres.

El Papa Inocencio VIII (1484-1492), respondiendo a la petición de la fundadora y de la reina, otorgó al beatorio el rango de monasterio con la bula Inter universa del 30 de abril de 1489, en la que bendecía la fundación y declaraba que el nombre del monasterio sería «la Concepción de María»; el hábito de las concepcionistas, de acuerdo a la voluntad de la fundadora, se compondría de túnica blanca, escapulario blanco y manto azul –los colores que se impondrán en la iconografía de la Virgen Inmaculada–, con una medalla de la Virgen y con cordón de los frailes menores (franciscanos); el monasterio se regiría por la regla del Císter, pero quedaría bajo jurisdicción del arzobispo de Toledo y no de aquella Orden; podría elegirse libremente propia abadesa y propio confesor, las concepcionistas quedarían obligadas al rezo del oficio de la Inmaculada Concepción.

Se cuenta que, a pesar de hundirse el barco que hizo de correo, la bula de Inocencio VIII llegó providencialmente a manos de la fundadora, ya enferma, poco antes de su muerte. Así, el 16 de febrero de 1491 se ejecutó lo dispuesto por la bula, naciendo canónicamente el monasterio de la Concepción de María en Toledo. La santa fundadora murió el 17 de agosto de ese año. El carisma de la obra era contemplativo y su espiritualidad enfatizaba la devoción al Santísimo Sacramento, a la Pasión del Señor y a la Inmaculada Concepción de la Virgen.

Tras la muerte de la fundadora, la naciente obra estuvo a punto de deshacerse por dificultades internas y externas. En esos momentos difíciles, se mostró providencial el apoyo decidido de la reina Isabel la Católica, quien personalmente era terciaria franciscana, y de los superiores franciscanos a los que ésta recurrió. Gracias a la reina, al Cardenal Cisneros (franciscano) y a varios superiores franciscanos, en particular al Padre Francisco de Quiñones, el monasterio pasó a convertirse en Orden y el Papa Alejandro VI (1492-1503) el 19 de agosto de 1494, con la bula Ex supernae providentia, ponía a las religiosas bajo la regla de Santa Clara y no ya del Císter. En 1501, la Orden recibía el convento de San Francisco de Toledo, que pasaba a llamarse de la Concepción, cambiando sede. En 1504 (año en que moriría Isabel la Católica), las concepcionistas fundaban en Cuenca el monasterio de la Concepción Franca. Pronto empezó a multiplicarse el número de monasterios por ciudades castellanas. Fue el Papa Julio II (1503-1513) quien, el 19 de febrero de 1505, aprobó canónicamente la Orden de Nuestra Señora de la Concepción de modo definitivo con la bula Pastoralis officis, en que la ponía bajo jurisdicción de los pueblos franciscanos. El 17 de agosto de 1511, con la bula Ad statum prosperum, el mismo Papa le concedió una regla propia. A continuación, en 1513, el Padre Quiñones le dio las primeras constituciones y, en 1524, el ceremonial.

Para 1526, la Orden contaba ya con treinta monasterios en la Corona de Castilla. Entre 1540 y 1547, el obispo fray Juan de Zumárraga, franciscano, llevó a México a las concepcionistas franciscanas, que establecieron allí el que fue el primer convento contemplativo de América. También se establecieron algo después en Francia e Italia. Esta Orden continúa ligada a la segunda Orden de San Francisco (clarisas), y el Papa Pío XII (1939-1958) aprobó, el 8 de diciembre de 1941, las constituciones con que llegaron al Concilio Vaticano II.

El ingreso en el arte de la devoción a la Inmaculada

El primer templo dedicado a la Concepción sin mancha de María, en todo el mundo, parece haber sido el de la Concepción de Toledo, perteneciente a las concepcionistas franciscanas, como hemos dicho.

En la Iglesia de la Concepción de Toledo encontramos la más antigua representación iconográfica del misterio de la Inmaculada, que conozcamos. Es una pintura del siglo XV que representa la Inmaculada Concepción de María mediante el símbolo legendario del Abrazo ante la Puerta de Oro: los padres de la Virgen, San Joaquín y Santa Ana, se abrazan ante una puerta de oro cobijada por un ángel. Mediante este abrazo, el artista trata de visualizar el amor sincero, puro y rendido de quienes, con su unión, concibieron a la Tota pulchra, a la Purísima Madre de Cristo (concepción activa de Santa Ana), mientras que, con la figura del ángel, evoca la especial intervención de Dios en el concebimiento de la que ingresa en el mundo con toda la pureza del oro, tal como simboliza la puerta (concepción pasiva de María).

De la misma Orden religiosa son dos monasterios madrileños conocidos como la Concepción Franciscana y la Concepción Jerónima. En el segundo, la Concepción Jerónima, se halla una escultura de principios del siglo XVI, representando asimismo el Abrazo en la Puerta de Oro.

Hasta estos años, la iconografía mariana conocía sólo las representaciones de la Virgen con el Niño Jesús, las de la Virgen en determinados pasajes evangélicos o de su vida (hasta su glorificación en los cielos, incluida) y las de la Virgen orante (con los brazos hacia arriba y, generalmente, teniendo en su seno un círculo con el sol o con el Niño). A estos modelos, algunos autores suman el de la Virgen Apocalíptica, que descubren en los llamados beatos mozárabes, es decir, en los libros de la España del siglo X que copian los Comentarios al Apocalipsis del santo Beato de Liébana (del 776) intercalando ilustraciones en miniatura de los pasajes del Apocalipsis. Algunas de estas ilustraciones representan a la Mujer vestida de sol de Ap 12, 1-2. No obstante que algunos de los motivos de esta descripción serán asumidos por la iconografía de la Inmaculada, hay que advertir que la representación de la Concepción de María no parece haberse inspirado en el modelo de la Mujer vestida de sol del Apocalipsis, como veremos.

Bien podemos decir, por lo tanto, que la representación del misterio de la Concepción Inmaculada de María no tenía precedentes cuando, a finales del siglo XV, comienza a intentarse en las iglesias de los conventos de las religiosas concepcionistas franciscanas. Era todo un reto para la capacidad artística traducir a formas visibles un misterio profundo y abstracto. Por eso, el primer recurso hubo de ser legendario –o alegórico, si se prefiere–: el Abrazo en la Puerta de Oro.

La representación del misterio de la Inmaculada Concepción de María bajo el modelo del Abrazo en la Puerta de Oro no se limitó a las iglesias concepcionistas que hemos señalado. Otro caso, también muy temprano y artísticamente más logrado, lo encontramos en el retablo monumental que el levantino Damián Forment labró para el altar mayor de la Basílica del Pilar en Zaragoza entre 1510 y 1515, por encargo de los Reyes Católicos. Se trata de una escultura en relieve. En ella, el Abrazo de los santos esposos se reviste de una especial solemnidad y unción mística.

Este recurso legendario para la representación del misterio de la Inmaculada se prolongó durante muchos años; pero sufrió un progresivo progresivo abandono en la medida que el modelo figurativo simbólico de la Virgen Inmaculada fue ganándole terreno. Uno de los últimos abrazos en la Puerta de oro fue el de 1640, de la escuela pictórica sevillana, atribuido a Pablo Legot; hoy en el Museo de Artes de Budapest.

Las primeras representaciones figurativas marianas simbólicas del misterio, es decir, que representan a la Virgen María en alusión a tal misterio, parece que datan de la primera mitad del siglo XVI y corresponden al arte de estilo renacentista.

Algunos estudiosos señalan que la creadora del modelo iconográfico que llegaría a hacerse clásico para la Virgen Inmaculada fue Sor Isabel de Villena, abadesa del Real Convento de la Trinidad. Esta religiosa escribió en 1497 una Vita Christi. En la reimpresión que se hizo de esta obra en Valencia en 1513 aparece, por primera vez que conozcamos, una ilustración de la Virgen de pie sobre la luna, vestida de blanco con un manto azul celeste, con las manos cruzadas sobre el pecho, siendo coronada por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No quiere decir que esta representación sea necesariamente del misterio de la Concepción Inmaculada, sino sólo que aquí aparece el modelo que se aplicará más tarde a la representación del tal misterio.

Antes de 1513, precisamente en 1497, se pintó una Expectación de la Virgen para la iglesia del Cerco en Artajona (Navarra), que también pudo ofrecer pistas para la posterior representación de la Inmaculada. La Virgen aparece de pie, como suspendida, sin nada bajo sus pies, con las manos juntas por las palmas y los dedos apuntando hacia arriba, con el cabello suelto y caído sobre los hombros, y con una triple aureola. Está circundada de muy numerosos elementos figurativos simbolizando sus atributos, que vienen además escritos en latín, a modo de títulos, sobre rótulos. En el extremo superior, un busto de Cristo Rey se asoma contemplando a María. Entre la imagen de Cristo y la cabeza de la Virgen (entre el Cristo y el resto de la representación), a manera de título principal, se lee: «tota pulchra es, / amica mea, et macula non / est in te», frase procedente del Cantar de los Cantares 4, 7. No obstante estas palabras, parece que no podemos considerar esta pintura como representación específica del misterio de la Inmaculada Concepción, sino más bien como una contemplación de la misión y belleza espiritual de María y, quizá, de su glorificación. Los atributos son de inspiración bíblica y cantan sobre todo el papel, lugar o misión de María en la historia de la Salvación. La expectación a la que se alude es la espera del Adviento veterotestamentario que con el Mesías, traído por María, queda satisfecha. Como uno más de los atributos, sin temer ser repetitivo del título superior, el artista coloca a la izquierda de la imagen de la Virgen y a media altura el «sine macula», pintando un espejo como elemento simbólico de este atributo. Según los críticos, el autor de esta pintura de Artajona pudo ser Pedro Díaz de Oviedo, pintor influido por el aragonés Martín Bernat. Díaz de Oviedo fue quien pintó, el mismo año de 1497, la historia de Santiago, con la venida de la Virgen del Pilar, en la capilla de Santiago de la catedral de Tarazona.

No resulta fácil determinar en forma precisa cuál sea la primera representación figurativa de María en el misterio de su Inmaculada Concepción.

En la catedral de Sevilla, el maestro Dancart, natural de los Países Bajos, esculpió un retablo mariano, que data de finales del siglo XV. En él, encontramos treinta y seis escenas de la vida de María, entre las cuales aparece un Abrazo en la Puerta de oro; pero, además, el centro del retablo está ocupado por una imagen de María sin Niño, de pie, circundada de rayos rectos y flamígeros alternados y rodeada de los profetas en actitud de expectación al fin satisfecha, cual Virgen Madre del esperado Mesías. Puede que sea una aplicación del tema de la Inmaculada, según algunos críticos. Sin embargo, parece tratarse del mismo tema que el de la Virgen de Artajona.

Hacia 1505, el borgoñés establecido en España Felipe Bigarny (+1542) esculpió una imagen de la Virgen en madera para el desaparecido retablo de la capilla de la Universidad de Salamanca que podría representar el misterio de la Inmaculada. Esta escultura se conserva en la universidad salmantina. La Virgen aparece de pie sobre una media luna, con las manos juntas por las palmas y los dedos apuntando hacia arriba y con el cabello descubierto cayendo sobre los hombros; lleva una sencilla corona almenada de tipo medieval sobre la cabeza. Se trata, sin duda, de una glorificación de María utilizando el modelo que, al menos posteriormente, se reservará a la representación de la Inmaculada.

Entre 1526 y 1532, Alonso Berrugete, uno de los más renombrados escultores del primer renacimiento castellano, realizó el retablo mayor de la Iglesia de San Benito el Real de Valladolid, para el que esculpió una imagen de la Virgen con las manos juntas por las palmas como la anterior, de pie sobre un grupo de cinco querubines y flanqueada por otros seis querubines, tres a cada lado, como rodeándola. Además, la imagen está circundada de rayos rectos y flamígeros alternados, como la del maestro Dancart. Recuerda a la imagen de la Virgen de Guadalupe mexicana, que apareció en 1531 y se trata de una Virgen sin Niño en brazos (está embarazada), con las manos juntas y rodeada de rayos rectos gruesos y delgados alternados. La imagen de Berrugete –posiblemente una Asunción y no una Inmaculada– se encuentra en el Museo Nacional de la Escultura de Valladolid.

Pero, sin duda, sí encontramos representación figurativa simbólica de la Virgen Inmaculada en Zaragoza y en Ávila. Éstas son las dos representaciones más antiguas que conocemos en el mundo de este misterio bajo el modelo iconográfico que ha llegado a popularizarse y convertirse en clásico. Quizá no sean las primeras; pero sí son unas de las primeras y las más antiguas probadas. En Zaragoza, encontramos una Inmaculada en relieve en la sillería del coro de la Basílica del Pilar. Los escultores de esta sillería fueron Esteban de Obray y Juan de Moreto Florentino, y su ensamblador, Nicolás Lobato. La obra data de 1542-1548. Los tableros de la sillería representan episodios de la vida de María, presidiéndolos el de la Venida de la Virgen del Pilar. En dos tableros consecutivos, podemos observar: primero, el Abrazo de Joaquín y Ana en la Puerta de Oro y, en el siguiente, la Virgen María según el modelo iconográfico hoy clásico de la Inmaculada Concepción. La Virgen aparece bendecida por el Eterno, entre el sol y la luna, y rodeada de los símbolos de la letanía lauretana (herederos de los atributos bíblicos). Podemos afirmar que se trata de una Inmaculada por su relación inmediata con el Abrazo de Joaquín y Ana. Es decir, encontramos la forma legendaria de representaciones y, a continuación, la forma figurativa mariana simbólica del misterio de la Concepción sin mancha de María.

En Ávila, en el retablo de la Iglesia del Convento de Nuestra Señora de la Gracia, obra seguramente de Juan Rodríguez y Lucas Giraldo, encontramos una escultura de la Inmaculada en el centro del tercer cuerpo (nivel) del mismo. Se encuentra entre dos grandes escenas laterales del Abrazo en la Puerta de Oro y de la Visitación a Santa Isabel. La imagen de la Virgen Inmaculada aparece pisando la luna, juntas las palmas de las manos, rodeada por ángeles y recibiendo la bendición del Creador. Es decir, encontramos, primero la forma legendaria del abrazo de los santos padres de María, a continuación la forma figurativa simbólica, y finalmente el pasaje donde María proclama que el Poderoso ha hecho obras grandes en Ella. Esta sucesión lógica permite afirmar que estamos ante una Inmaculada Concepción. No sabemos el año de la realización de este retablo; pero, como el del coro del Pilar, corresponde al reinado de Carlos I (1517-1556).

En tiempos del rey español Felipe II (1556-1598), hallamos más definido y difundido el modelo iconográfico de Inmaculada, cuyo origen parece claro que se encuentra en los de la Expectación y de la Coronación (Asunción-glorificación).

Hacia 1505, el borgoñes establecido en España Felipe Bigarny (+1542) esculpió una imagen de la Virgen en madera para el desaparecido retablo de la capilla de la Universidad de Salamanca que podría representar el misterio de la Inmaculada. Esta escultura se conserva en la universidad salmantina. La Virgen aparece de pie sobre una media luna, con las manos juntas por las palmas y los dedos apuntando hacia arriba y con el cabello descubierto cayendo sobre los hombros; lleva una sencilla corona almenada de tipo medieval sobre la cabeza. Se trata, sin duda, de una glorificación de María utilizando el modelo que, al menos posteriormente, se reservará a la representación de la Inmaculada.

Entre 1526 y 1532, Alonso Berrugete, uno de los más renombrados escultores del primer renacimiento castellano, realizó es retablo mayor de la Iglesia de San Benito el Real Valladolid, para el que esculpió una imagen de la Virgen con las manos juntas por las palmas como la anterior, de pie sobre un grupo de cinco querubines y flanqueada por otros seis querubines, tres de cada lado, como rodeándola. Además, la imagen está circundada de rayos rectos y flamígeros alternados, como la del maestro Dancart. Recuerda a la imagen de la Virgen de Guadalupe mexicana, que apareció en 1531 y se trata de una Virgen sin Niño en brazos (está embarazada), con las manos juntas y rodeada de rayos rectos gruesos y delgados alternados. La imagen de Berrugete -posiblemente una Asunción y no una Inmaculada- se encuentra en el Museo Nacional de la Escultura de Valladolid.  

Pero, sin duda, sí encontramos representación figurativa simbólica de la Virgen Inmaculada en Zaragoza y en Ávila. Éstas son las dos representaciones más antiguas que conocemos en el mundo de este misterio bajo el modelo iconográfico que ha llegado a popularizarse y convertirse en un clásico. Quizá no sean las primeras; pero sí son una de las primeras y las más antiguas probadas.

En Zaragoza, encontramos una Inmaculada en relieve en la sillería del coro de la Basílica del Pilar. Los escultores de esta sillería fueron Esteban de Obray y Juan de Moreto Florentino, y su ensamblador, Nicolás Lobato. La obra data de 1542-1548. Los tableros de la sillería representan episodios de la vida de María, presidiéndolos el de la Venida de la Virgen del Pilar. En dos tableros consecutivos, podemos observar: primero, el Abrazo de Joaquín y Ana en la Puerta de Oro y, en el siguiente, la Vírgen María según el modelo iconográfico hoy clásico de la Inmaculada Concepción. La Virgen aparece bendecida por el Eterno, entre el sol y la luna, y rodeada de los símbolos de la letanía lauretana (herederos de los atributos bíblicos). Podemos afirmar que se trata de una Inmaculada por su relación inmediata con el Abrazo de Joaquín y Ana. Es decir, encontramos la forma legendaria de representaciones y, a continuación, la forma figurativa mariana simbólica del misterio de la Concepción sin mancha de María.

En Ávila, en el retablo de la Iglesia del Convento de Nuestra Señora de la Gracia, obra seguramente de Juan Rodríguez y Lucas Giraldo, encontramos una escultura de la Inmaculada en el centro del tercer cuerpo (nivel) del mismo. Se encuentra entre dos grandes escenas laterales del Abrazo de la Puerta de Oro y de la Visitación de Santa Isabel. La imagen de la Virgen Inmaculada aparece pisando la luna, juntas las palmas de las manos, rodeada por ángeles y recibiendo la bendición del Creador. Es decir, encontramos, primero la forma legendaria del abrazo de los santos padres de María, a continuación la forma figurativa simbólica, y finalmente el pasaje donde María proclama que el Poderoso ha hecho obras grandes en Ella. Esta sucesión lógica permite afirmar que estamos ante una Inmaculada Concepción. No sabemos el año de la realización de este retablo; pero como el del coro del Pilar, corresponde al reinado de Carlos I (1517-1556).

En tiempos del rey español Felipe II (1556-1598), hallamos más definido y difundido el modelo iconográfico de Inmaculada, cuyo origen parece claro que se encuentra en los de la Expectación y de la Coronación (Asunción-glorificación).  

El escultor Juan de Juni (1507-1577), nacido en Joigny (Champaña) y, desde 1539, asentado en España, labra en 1557 el retablo de la capilla de los Benaventes en la Iglesia de Santa María de Medina de Rioseco (Valladolid). El retablo está presidido por una Virgen Inmaculada que, aun con las características estilísticas propias de este artista (como los ropajes abundantes y pesados), responde al modelo que venía definiéndose en el reinado anterior. Justo en el centro del cuerpo inferior, es decir, justo debajo de la Inmaculada, el artista esculpe un Abrazo ante la puerta dorada de aire miguelangelesco.

A finales del siglo XVI, en el espacio principal del retablo mayor del Convento de San Jerónimo de Granada, encontramos también una Inmaculada según este modelo español ya cada vez mejor definido: la Virgen, de pie, como avanzando, pisa una luna en cuarto creciente, tiene las manos juntas por las palmas y está rodeada de rayos flamígeros; a sus pies, se asoman los bustos de San Joaquín y Santa Ana en actitud de contemplación extasiada. Esta imagen se debe probablemente a Pablo de Rojas. El retablo es obra conjunta de este escultor con Lázaro de Velasco y Bernabé de Gaviria.

En la misma época de fines del siglo XVI, el andaluz Gaspar Núñez Delgado esculpió la Inmaculada de la Iglesia de San Andrés de Sevilla, mientras que Pedro Arbulo Marguevete realizó la Purísima de la iglesia de Briones (Logroño).

Pasando de la Escultura a la pintura, unas de las primeras representaciones pictóricas de la Inmaculada son las del valenciano Juan de Juanes (1523-1578).

La Inmaculada de Juan de Juanes que ha adquirido más fama data de 1577 ó 1578 y se dice que fue pintada con misteriosa ayuda del cielo. Es la imagen que se conserva en la iglesia de la Compañía de Jesús en Valencia. Se cuenta que el Padre Martín Alberro, S.J., confesor del pintor, había tenido una visión en la que María le pedía que el artista pintara su imagen tal como él la estaba entonces viendo. En consecuencia, el confesor encargó a Juan de Juanes que pintara el cuadro; pero éste, por más que era un verdadero artista y que el confesor le explicaba cómo lo quería, no lograba pintarlo bien. Cayeron, pues, en la cuenta de que la dificultad no provenía de falta de talento artístico ni de entendimiento mutuo, sino de la carencia de suficiente altura moral en la vida del pintor como para realizar ese encargo del cielo. Juan de Juanes se aplicó entonces a la penitencia, a los ayunos y a mejorar su vida, y pudo finalmente pintar el hermoso cuadro de la Inmaculada que hoy conocemos. Habría habido un detalle más, según se dice: durante la realización del cuadro, el pintor trabajaba subido a un andamio y, en un descuido, cayó al vacío; en ese preciso momento, la Virgen de la pintura alargó su brazo (que por fortuna ya estaba pintado) y agarró al artista en el aire, evitando así que se estrellara contra el suelo; después de dejarlo suavemente sobre el piso, volvió a poner el brazo en su lugar en el cuadro.

La imagen mariana de la iglesia de la Compañía es una Virgen de actitud muy serena, de pie sobre una media luna (sin serpiente) –bajo la cual se lee: «pulchra ut luna»–, vestida de túnica blanca y manto azul, del que sólo se ve el borde rodeando la túnica, que tiene las manos juntas por las palmas y los cabellos sueltos y rizados, cayendo sobre los hombros de modo que recuerda al Cantar de los Cantares 4, 2ª. Está siendo coronada por la Santísima Trinidad y, sobre la corona, se lee el versículo «tota pulchra es amica mea, et macula non est in te» (Cantar de los Cantares 4, 7). Además, se encuentra también circundada de los atributos bíblicos marianos (o letanías lauretanas) al modo de las populares xilografías valencianas de los gozos de la Virgen y de la imagen de la iglesia de Artajona, que arriba comentamos. Entre los atributos, representados con elementos simbólicos, descubrimos un espejo en el mismo lugar donde lo encontrábamos en la pintura de Artajona, haciendo referencia a la Concepción Inmaculada. La presente obra testimonia la dependencia iconográfica de la Inmaculada, en pintura, respecto de las representaciones de la Expectación y la Coronación; además de que la postura de la Virgen corresponde al modelo iconográfico ya utilizado en escultura para la representación de la Concepción Inmaculada de María.

El cordobés Baltasar del Águila pintará, en 1582, dos Inmaculadas que habrían de influir en el gran Bartolomé Esteban Murillo. Son la del museo y la de la catedral de Córdoba.

España tiene, por tanto, la alegría de haber sido la nación donde se originó y primero se difundió la imagen de la Inmaculada Concepción que hoy es clásica en toda la Iglesia. La difusión del misterio en el arte religioso español indica sin duda la difusión de la devoción hacia tal misterio en el pueblo español.

Teología, Magisterio, piedad popular e iconografía hasta la proclamación del dogma

El Concilio de Trento (1545-1563), en su desarrollo sobre el pecado original, aclaró, el 17 de junio de 1546, que no comprendía en ello a la «Inmaculada Virgen María». Con ello, aun adjudicando a María el calificativo de inmaculada, el Concilio dejaba abierta la puerta al debate teológico, aclarando además que no podía considerarse herejía ninguna de las dos posiciones, ni la que estaba a favor ni la que estaba en contra.

A principios del siglo XVII volvió a arreciar de modo especialmente enconado la disputa teológica acerca de la doctrina de la Inmaculada Concepción en Europa, cuando en España era ya una devoción muy arraigada. Ante ello, el Papa Pablo V (1605-1621) vio prudente pronunciarse; así, en 1615, concedió indulgencias a la Oración a la Inmaculada y prohibió que se sostuviera en público la doctrina contraria, que quedaba por tanto excluida de la predicación y recluida en la esfera privada.

Como gesto de adhesión al pronunciamiento pontificio, las universidades españolas juran, en 1617, defender la doctrina de la Inmaculada. La primera en prestar juramento había sido ya la de Valencia en 1530. La Universidad de Salamanca lo haría en 1618. También otras corporaciones hacen el juramento. El 12 de mayo de 1619, la ciudad de Zaragoza hace voto a los pies de la Virgen del Pilar de defender la Inmaculada Concepción, con gran alegría del rey Felipe III (1598-1621).

El Papa Gregorio XV (1621-1623) da un paso más en 1622. Suprime la voluntad de defender privadamente la doctrina contraria a la Inmaculada, prohíbe que la fiesta se denomine de la santificación de María, y precisa el significado del concepto de «concepción».

En España continúan multiplicándose entonces los juramentos de las distintas corporaciones de defender la Inmaculada Concepción. Así lo hacen cortes y municipios.

El arte español del siglo XVII, consecuente, también multiplica la representación de la Inmaculada, consagrándose definitivamente el modelo iconográfico que ya conocemos. En pintura, destacan las Inmaculadas de Diego Velázquez, José Ribera, Sánchez Cotán (un cartujo manchego), Juan Pantoja de la Cruz y Pacheco. En escultura, las de Gregorio Fernández, Juan Martínez Montañés y Alonso Cano.

En el último tercio de ese mismo siglo, un nuevo desatarse de la polémica teológica produce, a instancias del rey de España Felipe IV (1621-1665), que el Papa Alejandro VII (1655-1667) dé la bula Sollicitudo omnium Ecclesiarum del 8 de diciembre de 1661, en la que declara la Inmaculada Concepción de María como «pía sentencia» y reconoce su antigüedad y su autoridad, mientras que la doctrina contraria es sólo una «opinión».

Así, en respuesta a esta declaración pontificia, vuelve a crecer la devoción a la Inmaculada y, en el arte español, llega el tiempo de las incomparables Inmaculadas de Bartolomé Esteban Murillo (no menos de veintisiete), que han logrado fama universal, y de las de Francisco de Zurbarán, Valdés Leal, Claudio Coello, y, en escultura, Pedro Mena.

Antes de cerrarse el siglo XVII, en 1693, el papa Inocencio XII (1691- 1700) declararía la Inmaculada Concepción como fiesta de primera con víspera, y, en el inicio del siglo XVIII, en 1708, el Papa Clemente XI (1700-1721) decreta que la fiesta de la Inmaculada se celebre en toda la Iglesia universal.

Desde el mismo siglo XVII, varios monarcas europeos pidieron expresamente al Sumo Pontífice la declaración dogmática de la doctrina de la Inmaculada. Entre otros, el emperador Fernando II de Austria y el rey Segismundo de Polonia. En el siglo XVIII, lo pediría Felipe V de España con las cortes de Aragón y Castilla (1713) y con los obispos de la nación (1732), y también lo haría Carlos VI de Austria. En pleno siglo XVIII, es de recordar que la primera disposición del reinado de Carlos III de España (1759-1788) fue la proclamación de la Inmaculada como Patrona de todos sus dominios. Llegó a Madrid el 13 de julio de 1760. Se reunieron las Cortes del reino y el día 18 aprobaron la propuesta del patronazgo de la Inmaculada que presentó el nuevo r ey. Carlos III juró como r ey el día 19. Se pidió al Papa Clemente XIII (1758-1769) que concediera este Patronazgo de la Inmaculada sobre España y demás reinos de la Monarquía (los de Hispanoamérica y Filipinas) y el Papa accedió, concediendo además una fiesta propia el 8 de diciembre para los reinos de la Monarquía española.

El contenido de la real cédula (decreto) de Carlos III fue expuesto en estos términos a las autoridades de América por el ministro de Indias:

«Su Majestad el Rey, en consideración a su religioso celo, al misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen Santísima, nuestra Señora, condescendió a las súplicas que le hizo un grupo de vasallos que acudieron a su exaltación al trono como su rey y señor natural y al príncipe don Carlos Antonio, para tomar por singular y universal patrona, abogada de todos sus reinos, dominios y señoríos de Europa y América a esta soberana Señora en el referido misterio de su inmaculada Concepción, sin perjuicio del Apóstol Santiago, su patrono.

«Tal iniciativa fue de su agrado y, en consecuencia, pidió a Su Santidad se sirviese aprobar y confirmar dicho patronato y conceder el rezo y culto correspondiente, viniendo Su Beatitud a dispensar ambas gracias.

«Por lo tanto mando a los virreyes de la Nueva España, Perú y Nuevo Reino de Granada, a sus gobernadores, arzobispos, obispos y prelados de la religión católica observen, guarden, cumplan y hagan cumplir este mandato».

Y diez años después, cuando en 1771, el mismo rey cree la Orden de Carlos III, para premiar a las personalidades eminentes, lo hará en honor de la Inmaculada, y determinará que quienes sean nombrados caballeros de tal orden hagan el juramento de defender la Inmaculada Concepción de María.

España fue así la primera nación en tomar por Patrona a la Inmaculada. No obstante el patronazgo mariano de la Monarquía hispana no era novedoso. Ya un siglo antes, el rey Felipe IV, muy devoto de la Virgen, particularmente de la Virgen del Pilar –pues veneró la pierna milagrosamente restituida por su intercesión al joven Miguel Pellicer, de quien había sido amputada dos años y cinco meses antes–, había dictado la siguiente real cédula:

«En reconocimiento de las grandes mercedes y particulares favores, que recibimos de la Santísima Virgen María nuestra Señora, hemos ofrecido todos nuestros reinos a su patrocino y protección, señalando un día en cada un año, para que en todas las ciudades, villas y lugares de ellos se hagan novenarios, y cada día se celebre Misa solemne con sermón y la mayor festividad que sea posible» (Recopilación de las Leyes de Indias, Libro I, tomo I, ley 24).

En el atrio de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma, se yergue la estatua de Felipe IV de España, en memoria de su piedad mariana.

Hermosamente habría de expresar Juan Pablo II en Zaragoza, el 6 de noviembre de 1982, su admiración hacia la tradicional devoción mariana de los pueblos hispanos:

«El amor mariano ha sido en vuestra historia fermento de catolicidad. Impulsó a las gentes de España a una devoción firme y a la defensa intrépida de las grandezas de María, sobre todo en su Inmaculada Concepción […] Y es lo que impulsó además a trasplantar la devoción mariana al Nuevo Mundo descubierto por España, que de ella sabe haberla recibido y que tan viva la mantiene. Tal hecho suscita aquí, en el Pilar, ecos de comunión profunda ante la Patrona de la Hispanidad. Me complace recordarlo hoy, a diez años de distancia del V Centenario del descubrimiento y evangelización de América».

Por su parte, el rey de Portugal Juan VI, fundaría, el día de su coronación, el 16 de febrero de 1818, la Orden de Nuestra Señora de la Concepción de Villaviciosa, primera orden nobiliaria de la Inmaculada. Entre 1805 y 1854, se fundaron en la Iglesia veintitrés congregaciones religiosas con nombre dedicado a la Inmaculada Concepción de María. Sólo el año de 1854, el año en que se proclamará el dogma, se fundan cuatro; además de otras diez congregaciones marianas de distintas advocaciones. Entre 1855 y 1929, serán noventa y cuatro las congregaciones religiosas fundadas con un título dedicado a la Inmaculada. Entre estas congregaciones, se encuentra la de las Religiosas de María Inmaculada, de origen español, dedicada al apostolado entre las jóvenes; originalmente a la atención de las jóvenes que trabajaban como sirvientas domésticas en casas particulares.

En el siglo XIX, en Francia, la Santísima Virgen Inmaculada se aparece el 27 de noviembre de 1830 a Santa Catalina Labouré (1806-1876), religiosa de las Hijas de la Caridad, en el convento de Rue du Bac en París. La Virgen, vestida con túnica blanca, manto azul desde los hombros y velo blanco sobre la cabeza, aparece coronada de doce estrellas, pisando una serpiente sobre la luna y con sus brazos extendidos hacia abajo y hacia delante en actitud de ofrecer bienes a las almas. Esta aparición es el origen de la devoción de la Medalla Milagrosa, que hizo incrementar rápidamente la devoción a la Virgen Inmaculada, primero en toda Francia, y, luego, en otras naciones.

Diez años después de la aparición de la Virgen de la Medalla Milagrosa, en 1840, un grupo de cincuenta y un prelados franceses solicita al Santo Padre la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. El Papa era Gregorio XVI (1831-1846). En 1846, con la elección de un nuevo Pontífice, se renuevan las solicitudes de los obispos.

Será efectivamente el Beato Pío IX (1846-1878) quien proclame el dogma. El 1 de febrero de 1849, desde su destierro en Gaeta (había debido abandonar Roma por la revolución de 1848), escribe al episcopado universal pidiendo su parecer al respecto. Recibió seiscientas tres respuestas de obispos a su consulta; de ellas, quinientas cuarenta y seis favorables a la proclamación del dogma.

El 8 de diciembre de 1854, rodeado de cincuenta y cuatro cardenales, cuarenta y dos arzobispos y noventa y ocho obispos, que habían respondido a la invitación hecha por el Papa a todo el episcopado de acudir a Roma con esta ocasión, Pío IX dio la bula Ineffabilis Deus, en la que proclamaba el dogma de la Inmaculada Concepción de María.

Dos años después, en 1856, el mismo Pío IX consagraba el monumento a la Inmaculada en la romana Piazza di Spagna. El Papa escogió esa plaza para alzar la columna de la Inmaculada a modo de reconocimiento a la devoción secular de España hacia este misterio mariano. Tradicionalmente, todos los 8 de diciembre, el Santo Padre peregrina a este monumento para participar en la ofrenda floral de los fieles de la ciudad eterna a la Virgen Inmaculada. Esta imagen presenta la iconografía clásica de origen español, habiendo asumido también los rasgos de la Virgen Apocalíptica.

El 11 de febrero de 1858, la Virgen María volvió a aparecerse en Francia. Esta vez, a la niña Santa María Bernardeta (nacida en 1844) en la gruta pirenaica de Lourdes. Vestida de túnica blanca con una banda azul atada a la cadera y cuyos extremos se prolongaban casi hasta los pies, y con un manto también blanco desde la cabeza a los pies, la Virgen, con las manos juntas por las palmas, llevaba un gran rosario. A la pregunta de la niña por su identidad, ella respondió: «Yo soy la Inmaculada Concepción».

En 1863, Pío IX instituyó un nuevo oficio para la fiesta de la Inmaculada.

El mismo Papa quiso también dedicar una estancia del palacio pontificio vaticano al recuerdo de la proclamación del dogma de la Inmaculada. Se encargó al pintor italiano Francisco Podesti la realización de los frescos que habrían de cubrir las paredes de tal estancia. En estos frescos coloristas y de muy buen gusto, Podesti acabó de consagrar el modelo iconográfico nacido en España como representación clásica de la Virgen Inmaculada.

En definitiva, los rasgos iconográficos ya clásicos de la Inmaculada son: una Virgen de pie, en plenitud de edad juvenil, vestida con túnica blanca y manto azul, con la luna bajo sus pies (símbolo de pureza) y, muchas veces, pisando una serpiente (a veces, ésta con manzana en la boca). Generalmente tiene el cabello suelto y descubierto, de color castaño o moreno. Suele tener las manos juntas en actitud orante o cruzadas sobre el pecho. Aparece en el cielo, como contemplada y bendecida por Dios. En ocasiones, coronada por una aureola de doce estrellas. Frecuentemente con angelitos (querubines) en torno –sobre todo, alrededor de la parte inferior de la figura (quizá provenientes del modelo de Virgen de la Asunción)–, que suelen llevar algunos símbolos de la letanía lauretana (provenientes de los atributos bíblicos que hemos mencionado). Podemos decir que el modelo iconográfico de la Inmaculada es deudor de las representaciones de la glorificación de María (Asunción-Coronación) y de la expectación (que, en cierto modo es también una glorificación aunque hecha desde el adviento veterotestamentario), anteriores a él.

No sabemos cuándo se añadió la serpiente a la luna bajo los pies de María. Es una evidente alusión a Génesis 3, 15. Aparece en Inmaculadas del siglo XVII y, de modo ya prácticamente ordinario, en las del siglo XVIII en adelante. A veces, el lugar de la serpiente es ocupado por un dragón, en relación con el Apocalipsis (Ap 12, 3). Tampoco sabemos cuándo se añadió la corona de doce estrellas, con lo que viene a asumirse en la Inmaculada el modelo de la Virgen Apocalíptica (tomado de los beatos mozárabes). Como dijimos, la Virgen de la Medalla Milagrosa, en 1830, aparece con los dos motivos incorporados.

Juan Pablo II, peregrino a los pies de la Virgen Inmaculada

Habiendo quedado plenamente asimilada por el pueblo cristiano la doctrina de este misterio, el siglo XX conoció un crecimiento muy notable de la devoción por María Inmaculada. Sus frutos en fundaciones e iniciativas de distinto orden son innumerables y no podemos pretender ni siquiera reseñarlos en estas líneas. Bástenos recordar que, de mayo a octubre de 1917, la Santísima Virgen se apareció en Fátima a los pastorcitos Lucía, Francisco y Jacinta, como estrella de esperanza en el alborear del siglo de los mártires. Ella indicó la devoción a su Inmaculado Corazón como camino seguro hacia la misericordia de Nuestro Señor; una devoción hecha de penitencia, oración y conversión. Como sabemos hoy, desde que en el Año Santo de 2000 fue hecho público el secreto de Fátima, María estuvo de modo muy particular al lado de cada uno de los mártires del siglo pasado como Madre solícita. También estuvo junto al Santo Padre el 13 de mayo de 1981 y alcanzó del Señor su salvación de la muerte, regalándonos este pontificado todo suyo, tan lleno de bendiciones para la Iglesia, que cumplió ya veinticinco años. Y María está presente junto a los hombres de hoy, del tercer milenio cristiano, que a ella ha quedado consagrado ante su imagen de Fátima en la vaticana Plaza de San Pedro el 8 de octubre de 2000.

Las enseñanzas de Juan Pablo II sobre el misterio de la Inmaculada se encuentran principalmente en las audiencias generales de mayo y junio de 1996. A ellas remitimos a los lectores. No obstante, conviene mencionar también que la verdad explicada en su encíclica Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987) acerca de que María precede y acompaña el camino de la Iglesia cobra especial luz desde el misterio de su Concepción inmaculada en previsión de los méritos de Cristo, en virtud de la cual nos ha precedido a todos en la recepción de los frutos de la Redención.


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