Para entender la hondura y la temporalidad de la herida que padecen las víctimas de abuso sexual intraeclesial es necesario poner a disposición todos los recursos de las ciencias humanas y sociales.
© Humanitas 91, año XXIV, 2019, págs. 128 - 141.
En Occidente, desde los lejanos comienzos de la moral griega, el deber de no hacer daño apareció como el principio ético más básico y universal. En el siglo IV a.C., la escuela hipocrática ya establecía como primer principio de la ética médica el primum non nocere o alterum non laedere.
La experiencia del daño —en latín damnum— encuentra su raíz en la fragilidad y vulnerabilidad propias de la finitud de la condición humana. Por su fragilitas, el ser humano es quebradizo y pasajero, sujeto a la enfermedad, al dolor, al envejecimiento y a la muerte, expuesto al daño somático, psicológico, social o moral. Por su vulnerabilidad, se encuentra a veces en un estado particularmente indefenso, desvalido o débil. La fragilidad y la vulnerabilidad tienen un sentido negativo —en cuanto estar sometido a experimentar males— pero tienen también un sentido positivo humanizante: alguien frágil se experimenta con mayor facilidad a sí mismo —y experimenta empáticamente a otro— en su verdad de ser humano relacional, necesitado de otro para que lo reconozca, lo cuide y para cuidarlo. En palabras del filósofo Alasdair MacIntyre:
Los seres humanos son vulnerables a una gran cantidad de aflicciones diversas y la mayoría padece alguna enfermedad grave en uno u otro momento de su vida (…). Lo más frecuente es que todo individuo dependa de los demás para su supervivencia, no digamos ya para su florecimiento, cuando se enfrenta a una enfermedad o lesión corporal, una alimentación defectuosa, deficiencias y perturbaciones mentales y la agresión o negligencia humanas.
Según la filósofa Martha Nussbaum, la fragilidad es la belleza propia de lo humano, contingente y mudable, que no debe ser escondida o silenciada. Así, las sociedades contemporáneas pueden descubrir en la fragilidad una vía de humanización, abriéndose a la solidaridad, vínculo y acogida a experiencias vitales de dolor o fracaso; a la vez, renunciando a la omnipotencia y la dominación y comprometiéndose más profundamente con la justicia.
Pese a su transversalidad cultural —tanto como la Regla de Oro—, el no dañar ha quedado, en cierta medida, relegado a segundo plano ante el llamado a hacer el bien. Hacer el bien, por su excelencia, ha acaparado el interés de las éticas teleológicas provocando cierta invisibilidad de la formulación negativa, exigible en primer lugar. Se podría, incluso, llegar a la confusión moral de pensar que hacer el bien exime de la obligación moral de no hacer daño; este recurso sería una inaceptable instrumentalización del bien en cuanto tal, lamentablemente más frecuente de lo que se piensa y, ciertamente, presente en algunos modos de enfrentar la realidad del abuso.
La experiencia humana que llamamos “daño” tiene una complejidad antropológica que merece ser reflexionada, si queremos comprender lo que sucede con los abusos en la sociedad y, en particular, en la Iglesia Católica.
El daño como experiencia humana
En los términos latinos —damnum, daño o perjuicio; laesio o vulnus, herida; noceo, dañar o perjudicar, y laedo o vulnero, herir, lastimar u ofender—, se dejan ver los dos respectos que Agustín de Hipona distinguía en todo mal: el mal que se sufre y el mal que se hace (Agustín, lib. arb., I, 1,1).
Desde la perspectiva ontológica, el sujeto dañado es alguien que ha sido privado de un bien que poseía (Agustín, conf., VII, 12), como la inocencia de un niño/a o la confianza de un/a joven. Cuando el daño es la obra deliberada de una voluntad humana —de un semejante— y, más aún, de un otro presente en su existencia para cuidarle y con el agravante de un espacio social altamente significativo pero negligente o incluso cómplice, la experiencia del mal padecido tiene extensiones devastadoras en el ser sí mismo. Tal acción ya no puede calificarse simplemente como carente o defectiva, sino como abiertamente mala en el sentido de malvada, una violencia ejercida sobre una víctima inocente. Con todo, el daño, como el mal, nunca podrá ser agotado por una comprensión filosófica o teológica.
En cuanto experiencia humana, el dañar y ser dañado es la ruptura drástica de una relación intersubjetiva, de un encuentro entre dos seres con su biografía, su interioridad y corporalidad, su situación, sus valores, sus proyectos. Tal relación se fundamenta en la condición humana de ser con otro, con quien estamos ontológicamente ligados. Se trata de una experiencia comunicativa, una relación intersubjetiva que se da en el lenguaje y en base a una serie de significados compartidos, frecuentemente imperceptibles, que se evidencian con la irrupción de la negatividad. El dañar a otro sería, así, una ruptura o quiebre de los significados implícitos, una “ofensa moral” experimentada como degradación de la dignidad. Transgredir los límites del otro —corporales, emocionales, intelectuales o valóricos— es una de las formas más profundas y agresivas de ofensa moral, que afecta al núcleo del ser sí mismo y de la relación con otro.
Sumario:
- Para entender la hondura y la temporalidad de la herida que padecen las víctimas de abuso sexual intraeclesial es necesario poner a disposición todos los recursos de las ciencias humanas y sociales. Este artículo nos entrega algunas claves para comprender las dimensiones de la persona que están involucradas en este entramado y nos invita a recorrer el camino que va del reconocimiento a la reparación —certeza creyente de quien espera lo que no ve—. Humanitas 2019, XCI, págs. 128 – 141.
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