La presente reflexión en torno a la encíclica Evangelium vitae se ocupa de la doctrina social inscrita en ella.  En particular se concentra en la cuestión del aborto, punto especialmente ilustrativo al no representar hoy una discusión meramente médica, sino que un debate ideológico y social. La encíclica da testimonio de una doctrina que no se funda en el poder, el conflicto y la manipulación.  La verdadera dinámica de la sociedad humana tal como es querida por Dios en vistas de la paz auténtica no se reduce a no matar o sólo a respetar, sino que puede expresarse en estas palabras: “El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida a otro”.  Don y acogida son más perfectos en su gratuidad y por tanto más próximos al desvalido, al nascituro, el recién nacido y el enfermo terminal.

This commentary deals with the social doctrine contained in the encyclical Evangelium vitae. It concentrates in the issue of abortion, that has become an ideological and social debate, not just a medical discussion. The encyclical conveys not based on power, conflict or manipulation. The true dynamics of human society as wished by God for an authentic peace is not reduced to thou shall not kill or merely respecting our neighbour , it can be stressed in these words: “The Lord of the Alliance has entrusted the life of each man to another man, his brother, according the law of reciprocity of giving and taking, of the gift of oneself and the embracing of the other”. Gift and acceptance are more perfect in its gratitude and for that matter more in tune with the destitute, the nascituro, the newborn and the terminally ill.

La presente reflexión en torno a la encíclica Evangelium vitae apunta a la doctrina social en ella inscrita.  En orden a simplificar este análisis, cabe concentrarse en la cuestión del aborto, asunto muy ilustrativo por cuanto él no es hoy día tanto un problema médico como ideológico y social.

El juicio del pueblo cristiano sobre el aborto ha sido siempre negativo, pero por mucho que la frecuencia de su ocurrencia fuera alta, no se solía pensar que su práctica afectara a la estructura de la sociedad más que lo que la del hurto al derecho de propiedad.

La significación social del aborto ha cambiado cualitativamente en estos años.  Ese es un hecho fundamental y de extrema importancia del que la encíclica se hace cargo, y que en cierta forma constituye su razón de ser.  Me parece que frente al aborto tal como era entendido hace cuarenta años, no se habría justificado un documento tan extenso y enérgico dirigido a la Iglesia Universal y destinado a reiterar la condenación de hechos que la conciencia común de los cristianos reprobaba desde siempre enérgica y casi unánimemente.

En diversos pasajes, Juan Pablo II esboza una nueva significación social de los delitos contra la vida.  Podríamos ordenar una breve revisión de esos pasajes recordando sucesivamente la mención del cambio cultural, del rol de las ciencias biomédicas y las consecuencias sociales y políticas.

En cuanto a lo primero -el cambio cultural-, la Evangelium vitae[1] acentúa lo novedoso de la situación: “…se va delineando y consolidando una nueva situación cultural que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito, y, podría decirse aun más inicuo…” (n°3).  La novedad parece radicar en que “…opciones antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el sentido común moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables…” (n°3), de modo que “…tienden a perder en la conciencia colectiva el carácter de delito y a asumir paradójicamente el de derecho…” (n°11), creándose en la opinión pública una cultura que presenta aquellas opciones como ”…un signo de progreso y conquista de la libertad…” (n°17), pidiendo en consecuencia para ellas que como expresiones legítimas de libertad individual, lleguen a “…reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos…”. (n°18)

En cuanto al rol de los adelantos biomédicos, él merece especial atención por cuanto su impacto social es un rasgo muy propio de este siglo.  A ello alude la encíclica con fuerza y concisión: “…la misma medicina que por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen…” (n°3).  Es sabido que este apoyo médico no se manifiesta solamente en el plano de la investigación científica o de la práctica médica, sino también por la implicación del personal sanitario (n°17) y en la intervención gratuita de estos agentes sanitarios amparados por el reconocimiento legal (n°11).

En lo que se refiere a los aspectos jurídicos, hay que anotar que los cambios en la conciencia colectiva junto al progreso científico-técnico inducen alteraciones importantes en las costumbres y legislaciones, las que son causa de que los males mencionados adquieran por así decirlo carta de ciudadanía, y vicien en su base la convivencia humana.  Expresa así la encíclica Evangelium vitae que “…se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría…” (n°69).  Pero entonces podemos llegar y llegamos de hecho “…ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases…” (n°20).  En consecuencia “…la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental…” (n°20).  Pero reivindicar atentados contra la vida en nombre de la libertad, significa atribuirle a ésta un significado perverso e inicuo, de poder absoluto sobre los demás, y eso “…es la muerte de la verdadera libertad…” (n° 20).  La legitimación jurídica obliga finalmente a someterse (n° 69) a quienes no estén de acuerdo con mayorías arbitrarias.  “Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente, al mismo tiempo que el valor de la vida pueda sufrir hoy (n° 20) “una especie de eclipse…” (n° 11).

La difusión del aborto en la última generación en el mundo occidental no está tan ligada a los estudios científicos o filosóficos sobre el embrión cuanto al florecimiento de ideologías sobre los llamados derechos reproductivos de la mujer.  La facultad de abortar ha sido reclamada por muchos movimientos extremos como un derecho incuestionable.

Se argumenta, así por ejemplo, que la penalización del aborto implica forzar a toda mujer llevar su embarazo a término aun cuando ella no lo desee.  Ahora bien, la naturaleza discriminatoria contra la mujer que tiene esta obligación se haría evidente desde el momento en que la mayor parte de las legislaciones conceden que hay ciertas condiciones bajo las cuales el aborto es admisible.  En otras palabras el derecho a la vida del nascituro (unborn life) no es ningún absoluto; y las limitaciones que se le imponen estarían revelando el sustrato ideológico de la legislación que las sustenta.

En un estudio de Siegel[2] se presenta un análisis de la legislación en el estado de Utah que es ilustrativo sobre este punto de vista.  La mencionada legislación establece excepciones “cuando el aborto es necesario para salvar la vida de la mujer embarazada”; en casos en que la “preñez sea el resultado de la violación”, o “resultado del incesto” y también “para impedir el nacimiento de una criatura que sería portadora de graves defectos”.  El Estado, comenta Siegel, no actúa entonces en forma consistente para proteger la vida del nascituro, desde el momento en que se halla de acuerdo en subordinar el bienestar del fruto de la concepción al bienestar de la mujer, pero sólo en aquellos casos en los que ésta sufrirá grave daño físico por el embarazo.  De esta manera, el estado de Utah limitará su interés en la libertad de la mujer al interés en su mera supervivencia física, como si las mujeres carecieran de identidad social, intelectual o emocional que trascendiera su capacidad fisiológica de portar criaturas en su seno.

Análoga crítica le merecen a Siegel las disposiciones que permiten el aborto luego de violación o de incesto. Si se admite entonces que existan algunas condiciones bajo las cuales el aborto sería aceptable, parecería inevitable la conclusión de que cualquier conjunto de reglas de admisibilidad reflejaría un juicio sobre la importancia relativa de las actividades de la mujer, y una restricción de sus derechos, la que no es aplicable al varón, y expresaría por lo tanto una discriminación ilegítima.  Así, refiriéndose con el mismo criterio a otro caso legal práctico, Siegel hace ver que no sería constitucionalmente lícito impedir a las mujeres en edad fértil el trabajo en condiciones en que arriesgan la salud del feto por emanaciones de plomo, ya que la interesada debería tener siempre abierto el recurso al aborto.  De hecho, lo que la legislación hace recurrir a esta prohibición aparentemente benévola es preferir la condición “natural” de la maternidad a la libertad de trabajo y de aprovechamiento de oportunidades de progreso individual de la mujer.

Estas cuestiones nos ponen cerca de la verdadera dimensión social del problema, la que ha sido caracterizada pro Kristin Luker diciendo “(…) el debate sobre el aborto es tan apasionado y duro porque él es un referéndum sobre el sitio y significado de la maternidad (…)”[3].  Nótese que no habla de un referéndum sobre la condición o “status” del embrión o feto, sino sobre las condiciones o estado de la mujer.

Esta perspectiva ha sido históricamente determinante.  En ella aparece como secundario el que la vida que se está destruyendo pudiera pertenecer a su ser humano.  Lo esencial es que al “forzar a la mujer a tener su hijo”, se la está obligando a estrechar el horizonte de sus posibles decisiones de vida, y por lo mismo, se le está reconociendo un estado de inferioridad frente al varón: se le está imponiendo “la biología como destino”.

Aquí se percibe la dimensión social del conflicto, la cual no radica en la determinación biológica o filosófica del status del embrión o feto, sino en el derecho de la mujer a no verse privada por el hecho de ser tal, de ninguna de las presuntas ventajas del otro sexo.Eso es a mi entender lo que quiere decir Kristin Luker, y ello coloca a la polémica sobre el aborto dentro del grupo de los grandes conflictos sociales.

Vale la pena preguntarse de dónde saca su fuerza esta postura.  Yo respondería que al menos una parte de ella proviene de que ella se coloca en la línea de una interpretación de la sociedad que hacer radicar la estructura básica de la historia y su dinámica de progreso en el conflicto.

Siegel[4], comentando el libro de Kristin Luker Abortion and the Politics of Motherhood, dice que ella “demuestra que los conflictos sobre el aborto reflejan puntos de vista divergentes sobre el verdadero rol de la sexualidad, el trabajo y los compromisos familiares (…)” y que en ellos se oponen “(…) aquellos que ven a la maternidad como el rol más importante y más satisfactorio que se le abre a la mujer, y aquellos para quienes la maternidad es uno de los roles posibles, pero que es una carga cuando es definido como el único”.  Se cree reconocer aquí el eco de las palabras de León Trotzky cuando habla del “antiguo hogar familiar, institución arcaica en la que la mujer del pueblo languidecía condenada a trabajos forzados de la infancia a perpetuidad (…)”, a lo cual agregaba, “…es justamente por eso que el poder revolucionario ha conferido a la mujer el derecho al aborto, como uno de sus derechos (…) esenciales”[5].  En lo cual no hacía sino aplicar las palabras tan conocidas de Engels: “…el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide con la aparición del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino (…)”[6].

La gran interpretación filosófica de esta condición humana había sido adelantada en la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel[7].  En el fondo de ella late la separación de lo humano en dos categorías, por medio del dominio y la sujeción.

Así se sugiere que la pista para encontrar los orígenes de la mentalidad que defiende y propaga el aborto, pasa por esta interpretación de las relaciones sociales “en clave de conflicto”.  Ella nace junto a la conciencia que ha crecido a lo largo de la Edad Moderna, del rol del conflicto en la generación de una dinámica de progreso histórico y en la determinación de identidades nacionales y religiosas.  Aun ayer, después de la Segunda Guerra Mundial, el largo y amenazante enfrentamiento de la Guerra Fría delineaba un mundo con identidades definidas desde la perspectiva de un conflicto bipolar.  Esta visión se hallaba de tal modo internalizada, que los años posteriores a la caída del Muro de Berlín están como marcados por una especie de vacío: ninguna colectividad encuentra un enemigo natural que la ayude a establecer su propia identidad.

En la versión que ahora nos ocupa, el conflicto se halla radicado entre los esposos y entre éstos y los hijos.  Desde allí infiltra por completo a la sociedad, provocando una prueba de fuerzas dentro de la propia familia, la que llega a ser tan dura que exige la legitimación del sacrificio de algunos de sus miembros.Tal vez el aborto tenga en nuestras sociedades el significado del sacrificio humano en algunos conflictos primitivos.

Esta exaltación del conflicto, que ha marcado a nuestra época, se relaciona sin duda con el cuestionamiento de todo sentido para la acción humana, tal como fue planteado hace ya un siglo.  “El mundo (…) no tiene sentido tras de sí, sino incontables sentidos.  Perspectivismo.  Son nuestras necesidades las que explican (auslegen) el mundo; nuestras propensiones (impulsos…Triebe) y sus pros y sus contras.  Cada impulso es una búsqueda de dominio, cada cual tiene una perspectiva que quisiera imponer como norma de todos los demás”[8].

Como explicaba el mismo Nietzsche, en un mundo falto de sentido, el hombre puede vivir en la medida en que su voluntad le permita organizar un pedazo de él.  De este modo la voluntad de poder llegar a ser el sustrato de la realidad.

Para la encíclica, ésta es una raíz importante del fenómeno social que la ocupa. “(…) Cada vez que la libertad queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetivo y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones, no ya la verdad sobre el bien y el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso su interés egoísta y su capricho (…)” (n° 19).

Hay entonces una actitud muy difundida para la cual la determinación de la voluntad carece de referencia a la verdad, simplemente porque ésta no existe sino en la medida en que es establecida por la propia autoafirmación del hombre.  La última consecuencia ha de verse en esas formas del consenso social en las que la afirmación de la propia libertad no admite otro límite que el de la autoafirmación de los otros individuos, igualmente arbitraria que la mía, pero por lo mismo dotada de fuerzas similares.  Hay muchas formas de consenso que parecen simplemente un conflicto entre rivales cansados.  Pero en la forma de expandirse los consensos, se advierte sin dificultad el rol que les corresponde a las “grandes muchedumbres[9]” para empujar a los individuos a que lleguen a atreverse; y en ese sentido, si alguien hubiera de merecer el calificativo nietzscheano de superhombre en este tiempo, habrían de ser precisamente esas fuerzas de opinión que mueven a las multitudes a fabricar los valores por los cuales habrán de vivir las generaciones futuras[10].

El juicio social sobre la legitimidad del aborto tiene entonces un carácter algo paradójico.  Son numerosos los pronunciamientos éticos que le dan su aprobación, pero ellos aparecen inevitablemente como juicios “a posteriori” emitidos sobre un asunto que en el sentir de grandes grupos humanos estaba ya juzgado.  La praxis se adelantó a la teoría.

A pesar de esto, vale la pena detenerse sobre la lucha de ideas aportadas en torno a la legitimación del aborto, porque en ella se reflejan las incertidumbres que afligen a la sociedad de los consensos y del relativismo moral: “…es precisamente la problemática del respeto a la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura…” (n° 70).

Desde luego, el modo de valoración fundado en la voluntad de poder se enfrenta a otro, marcado por el humanismo de la ilustración, y para el cual la persona del hombre no puede ser considerada como un medio para nada, sino como un fin en sí misma[11].  La persona, aun en el simple sentido del Otro[12], de uno que desarrolla su propio ciclo de vida humana sin que yo lo haya inventado, y que no debe su existencia a ninguna forma de proyección de la mía propia ni de elaboración de mi inteligencia o postulado de mi voluntad, opone por su sola presencia un límite a mi voluntad de afirmación.  En esta perspectiva, cuestiones como la del aborto o la de la experimentación embrionaria, tienen la virtud de que obligan a definir en forma práctica la actitud ante la persona humana, y no sólo la concepción que se tenga del feto o del embrión.  Porque habida cuenta de lo que es la persona, mi comportamiento ante el feto o el embrión, aun en situación de incerteza, es una evidencia clara de la forma en la que yo la valoro.

En otras palabras, podría ser que el embrión fuera una persona y podría se que al mismo tiempo esta condición no fuera evidente.  ¿Cuál sería entonces la conducta a seguir? Si en una situación de incertidumbre, yo me comporto activamente como si el embrión no tuviera carácter personal y apruebo su manipulación o destrucción, entonces estoy diciendo que la persona humana en general -no sólo la de mi víctima- tiene poco valor para mí.  En caso contrario -si respeto su vida- estoy, o bien afirmando su condición de persona, o al menos, suspendiendo el juicio y dándole el beneficio de la duda en atención precisamente al valor inconmensurable de lo que puede estar en juego.  Si afirmo valorar altamente la persona, no parece consecuente decir al mismo tiempo que apruebo la manipulación y destrucción de embriones, que podrían tener calidad de tal.

Frente a una cuestión difícil de zanjar, es importante mirar cuál es la actitud que se observa ante la incerteza.  La encíclica Evangelium vitae es clara y simple: “Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal (…) está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano (…)” (n° 60).

Ya estas consideraciones sugieren que el aborto y la experimentación embrionaria no reflejan tanto una convicción de que el embrión no tiene la condición de persona, cuanto una franca indiferencia a la posibilidad de que la tenga, y por ende una claudicación en la valoración que se le otorga.  Particularmente instructivo es el hecho de la experimentación embrionaria.  Su sola práctica significa que se ha formulado un juicio sobre la naturaleza del objeto utilizado y se lo ha asimilado en lo principal a todos los objetos con que tratan la ciencia y la tecnología.  La tecnociencia tiende a ver en cada parte de la realidad un elemento disponible para la experimentación, la transformación y la sustitución y se siente incómoda frente a todo tipo de realidad que trascienda la mera realidad empírica como podría serlo una persona dotada de dignidad.  El ejercicio de un poder discrecional sobre el nascituro califica a éste de hecho como material que es utilizable también con discrecionalidad.

Pero -y esto es muy instructivo- frente a esta decisión tomada contra el nascituro, la conciencia moral queda irremediablemente inquieta.  Hay muchas indicaciones de este carácter de “espada que divide” que tiene la cuestión del aborto puesta frente a los fundamentos de la vida social.  La opción voluntarista enfrenta a una reacción afectiva humanitaria, que no por ser débil deja de ser significativa como testimonio moral.  Un ejemplo de ello lo dan las prolijas normas éticas desarrollas para el empleo de células fetales en el tratamiento de la enfermedad de Parkinson.  Para esto, se emplean células provenientes de un número de fetos que ha variado en las diversas técnicas publicadas, entre uno y cuatro. NECTAR, la Red Europea para el Trasplante y Restauración del Sistema Nervioso Central, ha fijado pautas éticas a las que deberían ajustarse los procedimientos.  Ellas han sido comentadas en 1994 por G. J. Boer a quien cito: “A causa de consideraciones éticas básicas de respeto hacia el ser humano, el uso de embriones o fetos vivos, aunque no sean viables, no es aceptable en general” (…) “Por causa del respeto hacia la vida humana, el embrión o el feto ex útero hacia la vida humana, el embrión o el feto no viables deben ser mirados como un bebé nacido prematuramente, y tratados como tal.  Esto no significa que no se puede hacer investigación en los embriones o fetos no viables, sino que en tales casos se ha de seguir las reglas éticas para experimentos humanos…[13]

Es indudable que se está llamando a alguna forma de “respeto” hacia el nascituro, y eso significa que se le reconoce alguna dignidad.  Son dos cosas notoriamente distintas el respeto que se le debe a un cuerpo humano como un todo y el que se da a los tejidos separados de él, y no es razonable equiparar el respeto a un feto muerto con el que es debido al cadáver de un adulto, a no ser que se concediera que el feto fue también una persona y que se aceptara entonces que fue muerto por el equipo sanitario.  “Respeto” significa que se le reconoce alguna “dignidad” y que se siente que es profundamente anómalo usarlo como medio para algo y negarle la posibilidad de mantenerse como un fin en sí mismo, y parece al mismo tiempo que el mínimo de respeto por alguien o por algo exige no privarlo de la existencia. Es importante recordar este “respeto instintivo” que merece el nascituro, porque, a pesar de expresarse de modo inconsecuente, él mantiene una luz de esperanza.  Hay en el alma humana una inclinación hacia el bien, y resulta alentador que esta no sea siempre sofocada por criterios como los sostenidos por Warren[14] de que el feto no tiene derecho a protección alguna mientras no sea viable.  Al mismo tiempo, y para no engañarse sobre el alcance de esta forma de respeto, hay que consignar que se lo suele pedir para no ofender el “sentimiento humano”[15], o sea, para evitar reacciones afectivas que provoquen grietas en el consenso social.

Para la encíclica, es otro el criterio que debe prevalecer: “(…) al fruto de la generación humana desde el primer instante de su existencia se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual (…)” (n° 60).

Frente al “respeto fuerte” que plantea Juan Pablo II en este y en otros pasajes, hay entonces un sector importante de la Medicina moderna que plantea la idea de un respeto “débil”.  Las razones expuestas me mueven a pensar que ella responde a una valoración “débil” de la dignidad humana en general.  La voluntad de poder, el materialismo, el humanismo, el humanitarismo, son fuerzas que juegan su rol importante en este asunto.  Pero no debe desconocerse la importancia de un cierto pragmatismo que es muy fuerte en los medios científicos y médicos, y que por extensión se ha propagado al público en general.  Para la mentalidad pragmática lo único claro, y ciertamente lo más expedito, es reconocer como titular de derechos sólo “(…) a quien se presenta con plena o al menos incipiente autonomía (…)” (n° 19), lo cual significa algún grado de desarrollo de la vida de relación.  Pero ni el más convencido empirismo podría evadir la cuestión acerca del momento en el que las etapas de desarrollo que son previas al establecimiento del proceso de comunicación forman ya un solo todo con él.  Por mucho que la comunicación sea la manifestación por excelencia de la persona, ella se encuentra implantada en un sustrato biológico que tiene sus raíces en funciones orgánicas y que se desarrolla en el tiempo.

Aunque la visión pragmática aludida, expresada en su forma más extrema, se encuentre presente en muchos de los pronunciamientos éticos y jurídicos sobre el aborto, ella es demasiado simple para ser convincente.

Si se quiere ir más allá de los rasgos obvios de la persona, y buscar la aparición de ésta en algún punto temporal anterior a su plena manifestación, no queda otro recurso que estudiar las evidencias biológicas.  Como la noción misma de persona es ajena a las ciencias experimentales, los autores se limitan en general a explorar la aparición de las características “individuales” del embrión[16].  Se parte de la base de que, si bien la existencia individual no se acompañaría necesariamente de carácter personal, este último es impensable sin aquélla.  Personalmente creo que los esfuerzos de los últimos treinta años para definir el comienzo de un “individuo biológico perteneciente a la especie humana” en algún momento distinto del de la fecundación, han sido notablemente poco exitosos.  En realidad, el único instante en que sería imaginable hablar de un “individuo humano en potencia” es en la situación previa a la fertilización cuando hay un óvulo rodeado de espermios, de tal modo que de la interacción con alguno de ellos se habrá de originar algún individuo que no está determinado todavía.  Después de la fecundación, ya no se puede hablar de desarrollo hacia un individuo dado, sino de desarrollo de un individuo bien determinado.  Esta es la interpretación más simple de los experimentos de geminación o de clonación que han sido hechos en blastómeros de animales de laboratorio o en ganado.

El blastómero inicial es simplemente una etapa precoz del desarrollo final del individuo, y no una situación potencial del mismo: si dos individuos son gemelos univitelinos cuando adultos, es que lo eran desde el inicio de su desarrollo.  El hecho de que el cigoto pueda dar origen a gemelos no es argumento contra su condición de individuo, del mismo modo que una célula no deja de ser individuo porque sea capaz de reproducirse.  El argumento de Ford[17] de que “(…) una célula pierde su individualidad ontológica y deja de existir cuando resultan dos células hijas (…) el individuo originario deja de hecho de existir cuando empiezan a existir los dos nuevos…”, suena extraño en biología.  Hace ya más de un siglo que August Weissmann[18] introdujo como una de las características de la materia viviente, la “multiplicación por fisión”, y así como a un biólogo le resultaría extraño aceptar que la célula que estudia no es un individuo, más extraño aun le resultaría escuchar que ella se aniquila en su división.  Finalmente el hecho experimental de las quimeras es de compleja interpretación:  se sabe bien que se pueden obtener mosaicos genéticos no sólo por fusión de blastómeros, sino también por incorporación al embrión de células provenientes de carcinoma embrionario.  No creo que esto último afecte la individualidad del cigoto, ni menos que haga que éste participe de la del animal adulto que fue dador de la célula cancerosa.  Cuando no estaba aun en el tapete la cuestión del embrión humano, estas quimeras eran interpretadas como análogas de injertos hechos en edades tempranas de la vida. Habría que decir entonces que los intentos especulativos para situar el comienzo de la vida individual en algún punto más o menos alejando del comienzo del desarrollo embrionario no son convincentes y, en todo caso, van claramente a la zaga de la aceptación social del aborto.  Precisamente, dada la presión social favorable a éste, el peso de la prueba debería recaer sobre quienes quisieran negarle al embrión su condición humana, ya que, de estar equivocados, estarían justificando la destrucción de innumerables vidas humanas.  Esta falta de correlación entre la gravedad moral de una decisión y el peso de los argumentos que se puedan usar para defenderla, es típica de las opciones colectivas apoyadas en las grandes mayorías.  Es lo que expresaba Nietzsche cuando decía: “Afirmación fundamental: las multitudes fueron inventadas para hacer aquellas cosas para las que el individuo carece de valor.  Justamente por eso es que las colectividades, las sociedades son cien veces más francas y más ricas en enseñanzas sobre el ser del hombre que lo que lo es el individuo, que es demasiado débil para tener el coraje de sus deseos…”[19].

Hay que hacer notar que en su conjunto, las ideologías a las que me he referido, están reforzadas por una especial visión de la realidad que se impone hoy en muchos ambientes, y que es la que se expresa aquí en una concepción “débil” de la persona.

En efecto, se ha registrado en el tiempo un cambio progresivo de la relación entre la inteligencia que conoce y el objeto de su conocimiento.  En la misma medida en que se iba produciendo el “destierro” de Dios, desaparecieron para la inteligencia la garantía de la verdad y la justificación de la veracidad, y progresivamente fue introducido como único criterio de verdad el de la capacidad de predecir el comportamiento de las cosas y por lo tanto el ser capaz de moldearlas a la medida de la voluntad.  La realidad conocible pasó a ser material apto para la elaboración, según una acepción interesante de la palabra materialismo.  La nítida separación entre el objeto conocido y el cognoscente que se hallaba en el trasfondo de esta actitud, sufrió un duro golpe al comienzo de este siglo con los enunciados de la física cuántica.  Pero es mi impresión que ella persistió largo tiempo en otras ciencias, singularmente en la Biología.  Aquí, sin embargo, no podía evitarse que llegara a hacerse tema del estudio científico al más interesante de todos los objetos, que es el propio “yo”.  La psicología de profundidad en su versión freudiana representó un primer intento de grandes proyecciones de explorar al “yo” como si fuera asiento de mecanismos que explicaban su funcionamiento al margen de la propia conciencia.  Los clásicos estudios etológicos de Lorenz y de Timbergen abrieron los ojos sobre los factores genéticamente determinados que condicionan el modo de “conocer” y de actuar de los animales, y verosímilmente los del hombre.  En su conjunto, estos estudios mostraron lo fructífero que resulta analizar el “yo” como un objeto científico cualquiera, lo que significa prescindir de su singularidad para subsumirlo en el dinamismo del sistema de relaciones que describen las leyes de la naturaleza.  En esa orientación se ordena el vigoroso desarrollo de la neurofisiología del sistema nervioso central y singularmente de las llamadas “ciencias cognitivas”.  La ciencia, pues, que parecía suponer un “yo fuerte” enfrentado al objeto de su conocimiento, desarrolla y justifica una noción de “yo débil” que está codeterminado con las cosas.

Es claro que una evolución semejante guarda un estrecho paralelo con la “devaluación ontológica” del yo en la filosofía contemporánea.  No quisiera profundizar en este aspecto, pero lo menciono para hacer ver que la recepción social que se ha hecho en Occidente de la filosofía contemporánea se parece mucho a la aceptación de la persona como una pura libertad sin condicionantes objetivos.  Esta noción es estrictamente correlativa de la otra según la cual el modo propio de conocer la naturaleza es expresar sus leyes en la tecnología.  La mecanización de la vida humana y la transformación del hombre en un sujeto que sigue sus deseos son dos aspectos íntimamente ligados entre sí y conectados a la visión nihilista de la existencia[20].  Me atrevería a sugerir que la voluntad de poder junto con una especial dirección de desarrollo de la visión tecnocientífica del mundo ha conducido a una devaluación práctica de la persona, y que es esa devaluación, por más que ella carezca de una verdadera justificación teórica, la que permite el clima social dentro del cual se establece y se propaga la justificación del aborto.  Así puede decirse que “(…) el hombre no puede ya entenderse como misteriosamente otro respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes (…)” (n° 19) y, paralelamente, “(…) la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad…” (n° 22).  Así no es que se aborte porque se esté convencido de que el embrión no es persona, sino porque el hecho de que pueda serlo tendría una importancia bastante marginal.  La postura nihilista, hoy tan difundida, arranca de la idea de la muerte de Dios.  La construcción de un mundo en el que se prescinda de Dios ha tenido como costo el que ese mundo no será vivible para el hombre, quien no encuentra sin embargo modo de abandonarlo.  Como lo ha dicho Keiji Nishitani del mundo científico tecnológico indiferente al hecho del hombre: “Por más que sea el mundo en el que vivimos, y que está ligado a nuestra existencia de modo indisoluble, es un mundo en el cual nos encontramos incapaces de vivir humanamente, en el cual nuestro modo humano de vivir es empujado fuera o aun obliterado”[21].  Esta relación con la “muerte de Dios” hace que merezca particular atención la categoría afirmación de la encíclica: “La criatura sin el Creador desaparece” (n° 22).  Porque hoy día enfrentamos también al ateísmo como un problema social.  Se enfrenta la realidad terriblemente nueva de una sociedad atea.  En ella desaparece la coerción moral que una sociedad creyente puede imponerle al ateo individual, y que puede incluso conducir a que éste adopte con especial énfasis los principios morales que guían a la colectividad.  Una sociedad atea, por el contrario, engreída en un poder sin cortapisas, tiende a modelar la existencia humana como una consecuencia lógica de su decisión de ateísmo, y termina entendiendo su propia vida como una imposición de la fuerza contra los marginados y los débiles: “La creatura sin el Creador desaparece” (n° 22).

La encíclica Evangelium vitae dedica su primer capítulo a la contemplación del pecado de Caín.  Pecado social por excelencia, su marca se extiende por toda una descendencia, y cuatro generaciones más tarde lo encontramos en Lamec.  Pero allí donde Caín había tratado de disimular un solo crimen, Lamec se jacta de dos; y allí donde Caín pide a Yahvé que lo proteja, Lamec se fía en la protección y la venganza de los hombres: si la cólera de Dios había de herir a siete por Caín, la cólera propia herirá a setenta veces siete por Lamec[22].  Es como si el autor sagrado hubiera querido decir que la tentación del homicidio tiene una fuerza expansiva, al multiplicar con cada nuevo pecado la fuerza de la autoafirmación y el desdén por el otro.  La historia bíblica de Caín hasta Lamec nos deja material para pensar sobre la historia social del aborto en nuestro siglo.

La comentada encíclica de Juan Pablo II tiene una enseñanza profundamente evangélica y como tal consoladora.  Ella se expresa al recordar que “(…) ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio.  Es anuncio de un Dios vivo y cercano (…) es afirmación del vínculo indivisible que hay entre la persona, su vida y su corporeidad (…)”, y “(…) la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable (…) no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso (…)” (n° 81).

El anuncio del Evangelio tiene el poder de cambiar las vidas de los hombres.  Y la Evangelium vitae recoge los innumerables testimonios de actividades sociales, de acogida, defensa y promoción de la vida, de aceptación amorosa del otro, de su enfermedad, de su debilidad, de su minusvalidez.  La enumeración de las obras de caridad hechas en condiciones muy difíciles es hondamente alentadora.  Las palabras y las obras son los testigos esperanzadores de que el Espíritu sigue obrando, y tenemos que decir que por débiles y aisladas que parezcan a ratos esas voces, ellas se extienden a la distancia y son como un llamado hecho al despertar de la conciencia humana.

Todo ese conjunto da testimonio de una doctrina que es distinta de la que se funda en el poder, el conflicto y el manejo.  No se trata sólo de no matar, ni siquiera sólo de respetar.  La verdadera dinámica de la sociedad humana, tal como ella es querida por Dios y como puede conducir a una auténtica paz social, se halla expresada en estas palabras: “(…) El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida a otro…” (n° 76).

Don y acogida que son más perfectos cuanto más gratuitos, y por lo tanto cuanto más próximos se hallen del desvalido: del nascituro, del recién nacido, del enfermo terminal.


Notas 

[1] Encíclica Evangelium vitae. Las citas de la encíclica en el presente artículo van acompañadas por el número de su ubicación en el texto de la misma.
[2] Reva Siegel, Rasoning from the Body: A Historical Perspective on Abortion Regulation and Questions of Equal Protection, Stanford Law Review vol. 44, pp. 261-381, 1992 
[3] Siegel, loc. Cit.
[4] Siegel, loc. Cit.
[5] León Trotzky, La Revolución Traicionada, Editorial Yunque, Buenos Aires.
[6] Federico Engels, El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, Premia Editora, Ciudad de Mëxico, 1989
[7] G. H. F., Hegel, Phanomenologie des Geistes, Ullstein, 1972.
[8]  Friedrich Nietzsche, Wille zur Macht n. 208.  Las referencias a la obra de Nietzsche usan la edición de Alfred Kröner, Stutgart 1930: Friedrich Nietzche, Werke in zwei Bänden.
[9] Nietzsche, Wille Zur Macht n 326.
[10] Nietzsche, Wille Zur Macht n 460.
[11] Emmanuel Kant, Kritk  der Praktisceh Vernunf, herausgegeben von Joachim Kopper, Philip Reclam Jun., Stuttgart 1978. Es interesante consultar: Gabriel Chalmeta. Il Principio Personalista, Acta Philosophica, Fascicolo I, vol. 3. 1994.
[12] Emmanuel Levinas, Totalité et infini. Kluwer Academic Publishers. 1988.
[13] J.G. Boer, Ethical guidelines for the use of human embryonic or fetal tissue for experimental and clinical neurotrasplantation and research. J. Neurol. (1994) 242; 1-13.
[14] J. G. BOER, Ethical guidelines for the use of human embryonic or fetal tissue for experimental and clinical neurotransplantation and research. J: Neurol. (1994) 242; 1-13. 
[15] G. J. Boer loc. Cit.
[16] Clifford Grobstein, Biological characteristics of the preembryo. Ann. N.Y. Acad. Sci (1998) 541: 679-682. Norman Ford, When did I Begin? Cambridge University Press, 1988.
[17] Norman Ford, loc. Cit.
[18] August Weissmann, The Germ Plasm, p. 40 London, 1893.
[19] Nietzsche, Wille Zur Macht, n 326. 
[20] Keiji Nishitani, Religion and Nothingness. Univ. of California Press, 198.
[21] Kelji Nishitani, loc. Cit..
[22] Gén. 4, 17-24-2.

Aunque la inviolabilidad de la vida humana e inocente es una verdad constantemente enseñada por el Magisterio de la Iglesia, el anuncio de la encíclica Evangelium vitae presenta una postura jurídica original respecto a la tradición.  Su novedad no se inscribe en un horizonte filosófico-conceptual, sino que apunta a una diferencia de tipo hermenéutico.  En su base se encuentra la referencia a la inocencia, sin la cual la experiencia jurídica pierde su significado intrínseco, adquiriendo al mismo tiempo una dirección completamente opuesta de estructura de dominio.  Esta es la puesta en juego de cuya gravedad la encíclica llama la atención.  Tras las actitudes de antipatía despertadas por el texto se oculta una orientación interpretativa que ninguna reformulación de la encíclica podría alterar nunca en sus principios fundamentales.  Rechazar la encíclica Evangelium vitae equivale a adoptar una visión desencantada del mundo, a pensar que constituye un enigma inexplicable y, por consiguiente, a considerar que no es posible pensar que el hombre posee una cierta dignidad intrínseca.  Es finalmente asumir una actitud fría respecto al mundo; considerarlo a priori carente de significado intrínseco.

Although the inviolability of innocent human life is a truth constantly taught by the Magistery of the Church, the announcement of the Evangelium vitae encyclical offer an original judicial view, in relation to tradition. Its novelty does not belong to a philosophical-conceptual scope, it points out to a hermeneutic difference.  In its base it has a reference to innocence, without which the judicial experience looses its intrinsic meaning, at the same time acquiring a completely opposite direction of power structure.  This is the grievous flaw that the encyclical warns us about.  Behind the negative reactions the text has aroused, there is a tuype of interpretation that no rewording of the Encyclical can alter in its fundamental principles.  To reject the Evangelium vitae encyclical amounst adopting a disenchanted view of the world, considering it an inexplicable enigma and, accordingly, to consider that it is impossible that man may posses an intrinsic dignity.  It is, finally, to assume a cold attitude regarding the world, a priori considering it devoid of intrinsic meaning.

1.- L encíclica Evangelium vitae se propone ofrecer al lector un significado, no una especulación de carácter teórico.  Esto explica por qué no está dotada, ante todo, de un carácter teológico-especulativo, sino bíblico; y el planteamiento bíblico del discurso no posee evidentemente un valor lógico-argumentativo, sino explicativo, de la imagen del hombre que se pretende sacar de la encíclica.  Esta imagen es presentada al lector no como fruto de una elaboración conceptual (que habría que evaluar partiendo de elaboraciones conceptual contrapuestas y llegaría a ser, supuestamente y muy pronto, presa y víctima de pesadas logomaquias), sino porque está dotada de un intrínseco y exigente significado.  El lector está invitado a medirse con él.

Este significado se puede articular en tres puntos esenciales, que corresponden a tres momentos esenciales, del kerygma evangélico y entre los cuales existe una estrecha correlación.  El primero consiste en que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; por consiguiente, posee una propia e irreductible dignidad que da un significado intrínseco a su vida, que otorga a su vida un carácter sagrado específico. En segundo lugar, el hombre ha sido creado, en Adán, como miembro de una única familia humana; por consiguiente, la igualdad fraterna entre los hombres tiene primacía respecto a cualquier posible diferencia, y les impone como principal virtud social la compasión y la solidaridad.  En fin, por haber sido querido y creado de tal modo por Dios, el hombre tiene el don de la razón que -incluso con sus límites no trascendentes por ser criatura- lo hace capaz de conocer la realidad según la verdad y de percibir la positividad intrínseca; por consiguiente, el hombre está abierto a la verdad y no debe desconfiar de la razón, ni mucho menos dejar de esperar en las posibilidades de esta última, sino más bien utilizarla con rigor y según su conciencia.

La esencia de este anuncio es, desde luego, sólida, y no se puede reducir a un genérico paréntesis.  Pero, al mismo tiempo, es un anuncio no dogmático: no pretende un consentimiento con prejuicios, o irracional, o fundado en las tradiciones o creencias ancestrales.  Es un anuncio que se remite -utilizando las palabras de la encíclica- a “una ley natural inscrita en el corazón del hombre” (n. 70), es decir, un anuncio que supone hallar una correspondencia en exigencias profundas cuya presencia todo hombre puede descubrir en su interior.  Se trata de un mensaje que lanza un desafío hermenéutico radical a distintos paradigmas conceptuales presentes y dominantes en el mundo actual.  Voy a tener en cuenta uno solo, el más destacado.

2.- “El absoluto carácter inviolable de la vida humana- leemos en la encíclica- es una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por su Magisterio […]  Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral” (n. 57).  Con absoluta coherencia respeto a esta sólida proclamación, en un párrafo sucesivo, la encíclica afirma que “las leyes que, como el aborto y o la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos e inocentes, están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley” (n. 72).

La insistencia en la inocencia es muy interesante, desde distintos planos: en primer lugar, como es evidente, desde el ámbito estrictamente teológico, con la clara referencia que se hace en la encíclica a la autoridad de Pedro y de sus sucesores y al fundamento que la alimenta.  Observemos, sin embargo, cómo la argumentación teológica que se utiliza en la encíclica se extralimita, en ciertos casos, con relación a la argumentación cultivada generalmente en la tradición.  No hay duda de que es absolutamente cierto que la inviolabilidad de la vida humana e inocente es una verdad constantemente enseñada por el Magisterio de la Iglesia, a partir de los datos unívocos de la Escritura y de la tradición.  Pero es verdad también que el anuncio de la Evangelium vitae presenta un carácter de novedad respecto a la tradición y, precisamente por ese carácter, tiene, además de un interés estrictamente teológico y magisterial, una indudable importancia antropológica y hermenéutica.  Hay que considerar, por ej., la frialdad con que Sto. Tomás discute utrum sit limitum occidere homines peccatores (Sum. Theol., Ila-Ilae, q. 64, art. 2): un texto que resume con una lucidez incríble siglos de reflexión teológica.  Sto. Tomás, junto a otras, anota la objeción más grave a la licitud del homicidio (loc. Cit. N. 3): “illud quod est secundum se malum nullo bono fine fieri licet … sed occidere hominem secundum se est malum, quia a omnes homines debemos caritatem habere…ergo nullo modo licet hominem peccatorem interficere”.

Para superar esta objeción, Sto. Tomás se ve obligado a negar que el homicidio es un mal secundum se.  En efecto, su respuesta, bajo este aspecto, es muy clara: “homo, peccando, ab ordine rationis recedit, ei ideo decidit a dignitate humana… et ideo, quamvis hominem in sua dignitate manentem occidere sit secundum se malum, tamen hominem peccatorem occidere potest ese bonum, Sicut occidere bestiam: peior enim est Malus homo quam bestia et plus nocet”. (ad 3).

 El texto de la encíclica no contradice formalmente esta argumentación tomística.  Pero mientras Tomás llama la atención sobre el tema de la culpa (tema que, desde la perspectiva teológica propia de la Summa, coincide con el del pecado), la encíclica despierta el interés sobre el tema de la inocencia. A Tomás le interesa demostrar que eliminar al culpable puede ser lícito (con la condición -nos explica él en el siguiente art. 3 de la misma quaestio 64- de que la decisión sea tomada, no por privados, sino por una autoridad pública y con finalidades relacionadas con el bien común, y, sobre todo, que no la tomen los clérigos porque ellos, en virtud de su ministerio, están llamados a representar a Cristo, “qui cum percuteretu non repercutiebat”).  A la encíclica le interesa, en cambio, mostrar que la vida humana inocente es sagrada.  Nos hay contradicción, evidentemente, entre los dos horizontes.  Pero entre ellos existe una orientación hermenéutica muy distinta que, si, por un lado, dificulta la integración de la argumentación tomística en nuestro horizonte cultural, por el otro, da al anuncio de la encíclica un significado muy rico.  La referencia a la inocencia destaca, en primer lugar, que el anuncio de la encíclica no se refiere a la vida como mero hecho biológico.  El hecho obviamente biológico constituido por la vida se llena -en modo particular para el hombre- de un significado que parece perderse en la cultura dominante hoy, y sobre el cual la encíclica insiste con todo el vigor posible.  Como hecho biológico, la vida no es ni bien ni mal: es un mero dato que se presenta a nuestra constatación y, eventualmente, a nuestra capacidad de investigación científica.  Si se considera, en cambio, desde el punto de vista de la inocencia, la vida impone una inmediata referencia al bien.  Si no se puede disponer de la vida, incluso de la vida del feto, ni de la de los enfermos, ni de la del moribundo, es porque la vida es intrínsicamente buena, porque tiene intrínsecamente un significado: un significado que la maldad, el delito y la culpa pueden ciertamente alterar y deformar, pero que no logran nunca suprimir, y que la ley del Estado debe respetar en todo caso, porque, a partir de dicho respeto, la ley del Estado, a su vez, adquiere un significado (desde esta perspectiva hay que leer las muy sopesadas consideraciones de la encíclica sobre la pena de muerte en el n. 56).  La alternativa a este paradigma es, según el anuncio de la encíclica, extremamente clara y preocupante: cuando la ley civil se arroga el derecho de censurar el significado de la vida humana (en vez de ponerse a su servicio), lo que resulta no es un desarrollo, sino un empobrecimiento -hasta el límite de la destrucción- del significado.  Vemos hoy, con absoluta claridad, lo que Sto. Tomás, hombre de su tiempo, de ningún modo podía percibir: la dialéctica social vida / muerte ya no corresponde a una dialéctica culpa / inocencia.  La pérdida del tema de la inocencia (y del tema correlativo de la culpa) hace corresponder esta dialéctica, desde la perspectiva estrictamente sistémica, hoy triunfante, a un mero código binario, funcional para el equilibrio social y absolutamente para nada más.  Por eso el llamamiento de la encíclica al tema de la inocencia, aunque, por un lado, parece ser una mera confirmación de una doctrina tradicional, e incluso es presentado exactamente bajo ese aspecto, adquiere, en cambio, para quien tenga una adecuada sensibilidad hermenéutica, el valor de una clave, capaz de caracterizar en lo más profundo el significado de la existencia humana.

3.- Elaborar una correcta hermenéutica de la inocencia nos llevaría muy lejos.  Limitémonos, en todo caso, a observar cuán precioso es este llamamiento para la experiencia del jurista.  Si nos situamos en la perspectiva de significado que nos proporciona la encíclica, podemos comprender cómo es posible suponer y construir todo sistema jurídico a partir de dos paradigmas contrapuestos, cuya diversidad radical se puede percibir mejor, precisamente, asumiendo la categoría de la inocencia a manera de papeleta de tornasol, por decirlo así.

El primer paradigma es aquel por el cual el derecho es una estructura al servicio de la voluntad del poder, y con carácter funcional para llevarlo al máximo: esta es la perspectiva que ama definirse realista o positiva, y cuyo último objetivo es la reconstrucción del sistema jurídico como un anónimo sistema de fuerzas contrapuestas, gobernando, no por la referencia a la justicia (que se considera como un ideal irracional), sino por la efectividad del poder, un poder que, al ser jurídico, se reconoce y descubre sus propias capacidades únicamente en la dimensión de la sanción.  Es este horizonte, el tema de la inocencia no puede encontrar ningún espacio; la inocencia ya no es en sí, ya no es el valor que el derecho está llamado a tutelar con vigor; se reduce, en cambio, a una cualificación subjetiva realizada a partir de las categorías normativas del sistema mismo y, por consiguiente, intrínsecamente vacía e insignificante, una benévola concesión que se remite a la arbitrariedad soberana e impersonal con que el mismo sistema puede, a su propia discreción, calificar de culpable a un propio súbdito: entre la culpa y la inocencia no se da, en resumen, ningún salto axiológico; se trata de dos dimensiones, en fin de cuentas, simplemente diversas, por los distintos efectos sociales que se les atribuyen.  El éxito de este paradigma se puede sintetizar con las palabras utilizadas por André Gide en su reelaboración dramática del Proceso de Kafka: “La demostración de tu culpa ¿no está acaso en tu pena?  Tienes que reconocer tu error y convencerte de lo siguiente: soy castigado; luego, soy culpable”.

El segundo paradigma lee, en cambio, el derecho como estructura cuyo significado último es la defensa de la inocencia.  Como garantía de la coexistencia, como sistema de coordinación de las acciones, como administración de la justicia, el sistema del derecho tiene en la inocencia su propio presupuesto, su propia estrella polar, su propio baricentro: los hombres se relacionan recíprocamente porque se entregan los unos a los otros y confían en la recíproca inocencia.  La inocencia es, pues, siempre relacional; implica una confianza recíproca; presupone que los hombres conviven y coexisten dentro del respeto de reglas compartidas, objetivas, fundadas no en la prevaricación del más fuerte, sino en el común reconocimiento de lo que corresponde a cada uno.  La inocencia, pues, se remite a la verdad de la relación interpersonal. Por eso no existe nada más injusto que la violencia contra el más débil, y nada más desagradable que el engaño cuyo objeto es hacer parecer culpable al inocente.  Si a la experiencia jurídica se le quita la referencia a la inocencia, pierde su significado intrínseco, adquiriendo, al mismo tiempo, el significado completamente opuesto de estructura de dominio.  Esta es la puesta en juego de cuya gravedad la encíclica llama la atención del lector.

4.- Son distintas, obviamente, las posibles reacciones de carácter general al leer la encíclica (por lo que se refiere a las reacciones de carácter particular, a veces muy útiles, tanto para el consenso como para el disenso, no es el caso de detenerse aquí).  Muchas de estas reacciones, como ya se ha dicho, se ven falseadas por una errónea comprensión hermenéutica de su mensaje, por el injusto temor de que simpatizar con él implique una especie de “entrega” al Magisterio, considerado como autoridad -una especie de subrogado de la autoridad paterna- de la que hay que liberarse y estar lejos a toda costa.  Son temores que deberían definirse por lo que son, o sea infantiles, y el único modo para superarlos es leer la encíclica con espíritu libre, como una oportunidad preciosa para hallar en ella una Zeitkritik extremamente lúcida y cabal.  Reacciones como la que acabamos de describir son, al fin y al cabo, poco interesantes, aunque muy frecuentes.  Exigen una mayor reflexión, en cambio, otras reacciones: sobre todo aquellas que, al calificarse precisamente a partir de una lectura atenta de la encíclica y de una comprensión plena de su anuncio, terminan con la total intención de rechazarlo.  Este rechazo, como ya se ha dicho, puede estar motivado por la no aceptación del paradigma conceptual al que se remite la encíclica.  Es posible, desde luego, quedarse perplejos ante la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, a la que se refiere la encíclica (n. 72), como ante una formulación conceptual que adopta un lenguaje muy poco hábil, dotado hoy de un escaso impacto cultural, y estimar, por tanto, que sería no sólo posible, sino muy útil, e incluso un deber, formulario nuevamente.  Un jusnaturalismo más sutil que el que parece salir de la encíclica habría utilizado categorías conceptuales distintas; probablemente se habría remitido, más que a la ley civil, al sistema del derecho positivo; y más que a la ley moral, a los principios estructurales del derecho.  Es decir, habría renunciado a establecer una dialéctica, en fin de cuentas extrínseca, como la que ve contrapuestas la ética, por un lado, y el derecho, por el otro (considerados, ambos, según una formalización legalista), y habría insistido en mostrar que se debe exigir al derecho, no una fidelidad extrínseca a un sistema normativo distinto como el ético, sino una coherencia intrínseca respecto a los propios principios intrínsecos.

Pero el verdadero problema del rechazo a la encíclica, si las consideraciones manifestadas hasta el momento son consistentes, es, en realidad, muy distinto.  No se trata de un problema filosófico-conceptual, sino -como se ha notado reiteradamente- de un problema hermenéutico.  Tras las actitudes de antipatía despertadas por la encíclica se oculta, en la mayoría de los casos una orientación hermenéutica que ninguna reformulación de la encíclica podría alterar nunca en sus principios fundamentales.  Quisiera llamar brevemente la atención, ahora, precisamente acerca de las hipótesis de este tipo.

Rechazar la encíclica equivale, en este último sentido, a considerar sin fundamento el horizonte de significado que ella anuncia.  Si éste carece de fundamento, quiere decir que no se puede hacer con él una argumentación racional (esto es fácil de sostener, sobre todo por parte de aquellos que se adhieren a una visión muy estrecha de la racionalidad, es decir, de los que estiman que las argumentaciones, o son estrictamente factuales, o no se pueden fundar racionalmente), sino que cualquier opción en su favor lleva inevitablemente la marca de la mistificación.  Rechazar la encíclica equivale, pues, a adoptar una visión desencantada del mundo, a pensar que constituye un enigma inexplicable (es decir, que más que un cosmos constituye un caos, que más que un Universum constituye un multiversum).  Y, por consiguiente, a considerar que no es posible pensar (si no se vuelve a caer en las mistificaciones de la metafísica y de la religión) que el hombre posee una cierta dignidad intrínseca (y, por tanto, que la dignidad, sin no es concedida benignamente por quien tiene el poder de hacerlo, cada uno tiene a lo sumo que conquistarla, pero sólo, naturalmente, si tiene el valor de hacerlo…).  Equivale a pensar que no sólo la fraternidad, sino la misma igualdad, son mitos e ilusiones (y los mitos, tarde o temprano, se ven desmitificados…).  Y coherentemente, que la democracia es un mito, así como la misma ciencia del derecho, por lo menos cuando está llamada a defender la vida inocente como objetivo principal propio.  Rechazar la encíclica significa, al fin y al cabo, asumir una actitud fría respecto al mundo; considerarlo a priori carente de significado intrínseco; pensar que todo intento de donación de significado (como el que hace continuamente la Iglesia, para permanecer fiel a su misión) sea indebido.  No quiero decir, desde luego, que todos los que rechazan la encíclica comparten plenamente todas estas conclusiones; pero creo que el hecho de que muy pocos, entre los “laicos”, reconocen que este es el objetivo último y necesario de su perspectiva (o -como dice Alasdair MacIntyre- que entre Aristóteles y Nietzsche no hay nada intermedio), es una clara manifestación de la fragilidad de la cultura dominante a fines del segundo milenio.

¿Por qué la vida tiene valor y es inviolable? La vida del hombre tiene valor, si tiene valor el hombre.  La controversia actual sobre la vida no es sino un capítulo de la controversia mayor sobre el hombre, sobre aquello en lo que se apoya su dignidad.  Gran parte de la cultura moderna pretende salvar al hombre alejándolo de Dios y, para ello, trata de establecer una contraposición de principio entre la realización del hombre y la fe.  Sin embargo, el misterio de la vida se sitúa dentro del misterio de la relación con el otro y con el Creador.  El desprecio por la vida es un desprecio por el hombre y, en lo concreto, la vida prevé una concepción, un nacimiento, un desarrollo en el tiempo y el paso por la muerte.  El que pretende manipular uno solo de estos pasos, manipula al hombre.  De este modo se manipula la relación constitutiva del hombre con Dios, y en esta pretensión está incluida una muerte aún peor que aquella que se inflige a otra vida: la muerte de la autoconciencia, de la clara comprensión de sí mismo.

Why is life meaningful and sacred? Man’s life has significance, if man is significant.  The present controversy about  life is nothing but a chapter in the greater debate man, about the origin of his dignity.  A great part of modern culture pretends to save man by distancing him from God, and in so doing, tries to establish a counter position of principle between man’s realization and his faith.  Nevertheless, the mystery of life falls within the mystery of the relationship with one another ant with the Creator.  Contempt of life is contempt of man and, specifically, life contemplates conception, birth, development and death.  Whoever pretends to manipulate one of these steps, manipulates man.  Thus the intrinsic relationship between man and God is manipulated, and such pretence, includes a death far worse than that which is inflicted upon another life: the death of self-awareness, the clear understanding of oneself.

¿Por qué la vida tiene valor y es inviolable? La vida del hombre tiene valor, si tiene valor el hombre.  Si el hombre pierde la percepción existencial del valor infinito de su persona, en ese mismo instante su vida pierde el sentido.  Se vuelve insensata.  De nada vale, en ese caso, la fuga a un vitalismo que pretenda disimular la irremediable pérdida de fondo.  Todo vitalismo que olvide la dignidad del hombre se precipita, tarde o temprano, en un naturalismo o en un esteticismo que son sólo formas latentes de afirmaciones de la nada.  Como la sombra de un sueño que huye (Shakespeare).  Desde esta perspectiva, la vida se vuelve como lo repetía uno de los maestros de la filosofía contemporánea, Martín Heidegger, “ser para la muerte”.

Por consiguiente, la controversia actual sobre la vida no es sino un capítulo de la controversia mayor sobre el hombre.  ¿Quién es el hombre? ¿Quién soy yo? ¿Por qué el yo, por qué el hombre tiene un valor irresistible?

1. Fundamento de la dignidad del hombre y, por tanto, del valor de su vida

¿En qué se debe apoyar la dignidad del hombre y, por tanto, la dignidad de la vida misma del hombre?  Gran parte de la cultura moderna pretende salvar al hombre alejándolo de Dios y, para ello, trata de establecer una contraposición de principio entre la realización del hombre y la fe (J. P. Sartre), o de seguir defendiendo al hombre prescindiendo de la fe (Heidegger).  Este intento ya ha dado pruebas abundantes de fracaso, y el resultado es que hoy ya nadie hable de humanismo.  En realidad, como escribió Juan Pablo II en la Evangelium vitae, “a la rebelión del hombre contra Dios… se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre” (n. 8) y, antes, del hombre contra sí mismo.  Como decía el Cardenal De Lubac, el hombre puede organizar, sin duda alguna, una tierra sin Dios, pero sin Dios él no puede, a fin de cuentas, sino organizarla contra el hombre.  Si el otro hombre no es de Dios, no es “propiedad” de Dios, puedo hacer de él lo que quiero.  Pero si el otro es propiedad de Dios, tengo que respetar esa pertenencia divina.  Y si la pertenencia a Dios, como criatura, es una prerrogativa del hombre, yo también soy propiedad de Dios y, por tanto, estoy unido al otro con un vínculo substancial.  El sentido de la dignidad de mí mismo, de mi persona y de mi vida, está vinculado estrechamente al sentido de la dignidad del otro, pero ninguno de los dos vale si el hombre, como afirma Sartre en su conferencia “El existencialismo es un humanismo”, es “uno que debe llegar a ser sí mismo de la nada.  Por este camino, el hombre y su vida pronto se vuelven una pasión inútil”.

Así, al abandono de la presencia de Dios no ha seguido la exaltación del hombre y de su existencia, sino, por el contrario, el desprecio de sí mismo y la pérdida del criterio de la relación social con el otro.  “¿Qué clase de vida es la nuestra, si no tenéis una vida en común?”, pregunta el poeta (T.S. Eliot); pero ¿cómo es posible una vida en común si esa comunión no es ya principio de nuestro ser, si la relación con el otro y con la vida del otro no es para nosotros coesencial y connatural?  Una vida solitaria y transcurrida en una mala soledad no es, desde luego, la aspiración del hombre, e incluso un escritor contemporáneo hablaba de la superación de este estado como problema central de la vida misma.

2. Contradicciones de la sociedad en la concepción de la vida

La encíclica Evangelium vitae aborda el cuadro de conjunto de todas estas temáticas y representa, por tanto, un documento extraordinario en la actual controversia sobre el hombre.  Llega incluso (por la concepción no solipsística de la persona humana y de la vida del hombre) a formular un penetrante juicio social y una poderosa crítica del pensamiento y de las evidencias socialmente dominantes, en momentos en que gran parte de las voces se elevan en el Occidente únicamente para defender los privilegios y el bienestar material adquirido y amenazado por otros “mundos”.

En realidad, la Evangelium vitae capta un aspecto inédito de los atentados contra la vida humana, que se multiplican sobre todo cuando es débil e indefensa, en su comienzo (nn.58-63), y cuando termina (nn. 64-67).  Esta es la dimensión social de su realización.  De hecho, estas prácticas contra la vida tienden a ser reivindicadas, a nivel de la opinión pública, como derechos de la libertad individual; se llevan y buscan una legitimación en las normas jurídicas de los estados, separando radicalmente la ley civil de la ley moral (cf. N. 68-77).

Con esto se introduce algo explosivo en la convivencia democrática.  En el centro de la convivencia social reglamentada por la ley ya no se encuentra el reconocimiento de los derechos originales e indispensables, válidos para todos y cada uno, partiendo del derecho más fundamental: el derecho a la vida.  Alejada de las bases morales, la democracia corre el peligro de volverse un pretexto para hacer prevalecer el derecho de los más fuertes contra los más débiles.

La “cultura de la muerte”, que amenaza al hombre y su civilización, se desarrolla allí donde la vida humana deja de ser un valor sagrado e inviolable y se transforma en un bien de consumo que se valora según su utilidad o su goce.  Así, “la calidad de la vida” se vuelve un criterio materialista.  El sufrimiento es inútil, el sacrificio por los demás es injustificado, el niño que crece en el seno materno es un peso que se puede eliminar sin remordimientos.

En esta encíclica, Juan Pablo II reveló la división interna que aqueja a una sociedad que, por un lado afirma la inviolabilidad de los derechos humanos y luego se declara favorable a la manipulación del evento que constituye el fundamento de todo derecho real y posible: la vida.

El Papa analizó también la esquizofrenia de la que padece el Occidente en otra de sus manifestaciones macroscópicas: la división entre la afirmación de la necesidad de una moralidad “publica”, por un lado, y la de una supuesta indiferencia de la inmoralidad “privada”, por el otro (cf. Nn. 69,101).  Aquí también se manifiesta, de otra forma, lo ilusorio que es creer que se puede resolver la relación entre la moral y la política sin resolver aquella que existe entre el sentido del Misterio (religioso) y la moral, entre la fe y la moral.  Es errónea la convicción de que es posible mantener vivos los valores que entraron en la historia de Europa con el cristianismo, si se separan de una referencia concreta a Cristo.  Los efectos devastadores de ese “experimento” son presentados con sumo realismo por el Santo Padre.  Entre ellos, la pérdida: a) del correcto y sano sentido de sí mismos; b) del significado del propio cuerpo; c) de la propia sexualidad; d) de la propia vida; e) de la experiencia del sufrimiento; f) del significado de la muerte.

3. El hombre, camino de la Iglesia

Ante este envilecimiento de la dignidad del hombre, en los distintos campos de su existencia, el Papa reafirma que “el hombre es el camino de la Iglesia”, puesto que el Hijo de Dios se hizo hombre y eligió la humanidad como vida propia.  La Iglesia lleva en sí misma la afirmación concreta de la dignidad del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres.

Como exclamó Pablo VI al terminar el Concilio Vaticano II: “Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, reconoced nuestro nuevo humanismo; nosotros también, más que todos, somos estudiosos del hombre” (7. Dic. 1965).

El cristiano halla en Jesucristo al hombre plenamente “realizado” según el designio del Padre.  Dios, en Jesucristo, otorga al hombre el don de la más elevada soberanía, la vocación más elevada y el reconocimiento más completo.  Por eso los cristianos lo proclaman Señor de toda la creación, resplandeciente con la gloria de Dios, capaz de relacionarse con Él, llamado a participar desde ahora de la misma vida de Dios.  El que haya tenido la gracia del encuentro con Cristo es un humanista convencido, porque vive ya, desde ahora, una relación nueva entre los cristianos y con todos.  ¿Quién es hoy, de hecho capaz de rescatar al hombre en el punto de su máxima caída?  Este es el motivo por el cual existe la preocupación desinteresada por los inmigrados de todas las regiones de la tierra, por los drogadictos, los enfermos de sida, que incluso las propias familias de origen rechazan, por los hombres de todas las razas y edades que se han hundido hasta lo más profundo, que han llegado “hasta el extremo”.  La acogida y el abrazo al ser humano encuentra en la escena que se desarrolla junto a la cruz de Cristo un fundamento completo.  Jesús dice a la Madre: “Mujer, he aquí a tu Hijo”, y agrega, volviéndose hacia Juan: “He aquí a tu madre”.  El evangelista termina: “Y el discípulo la acogió en su casa”.  Nace un nuevo parentesco, más fuerte duque el de la carne y la sangre.  En él se manifiesta, a quien lo quiera ver, un rayo luminoso de la Resurrección y de la victoria de Cristo, de Cristo Redentor del hombre. Él dijo de sí mismo: “Yo soy la vida”.

Con esta encíclica, Juan Pablo II reafirma el anuncio: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida (…) lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros (…) para que vuestro gozo sea completo” (1 Jn 1, 1-3).  Por medio de este anuncio, proclamado en todos los ambientes de la existencia humana (cf. N. 4), se difunde el Evangelio de la vida y con nuestra existencia cambiada se renueva el asombro ante el hombre: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te cuides? Lo hiciste inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor” (Sal 8). De esta gloria del hombre nada queda excluido de su vida y de su ser.  Muchos menos su corporeidad y su sexualidad.  Precisamente, en la corporeidad sexuada se revela de modo singular su ser para otro y en ello también su ser a imagen y semejanza de Dios (cf. N. 43).

4. A manera de conclusión

El misterio de la vida se sitúa, pues, dentro del misterio de la relación con el otro y con Dios.  Nadie puede ser plenamente sí mismo si no lo es en la verdad de la relación con los otros y con el Otro.  El principio de la verdad de sí mismo es de comunión e implica una responsabilidad original ante el rostro y la vida del otro.  Sólo si aprendo a decir “tú”, puedo decir “yo”, hasta el fondo, soy libre (Emmanuel Lévinas y Olivier Clément están entre aquellos que, en la segunda mitad del siglo XX, subrayaron este llamamiento radical por el cual se afirma que el hombre es para el hombre.  Maximiliano María Kolbe, la Madre Teresa y muchos otros han dado una credibilidad histórica y de experiencia a esas afirmaciones antropológicas fundamentales).  Pero la calidad del amor al hombre se puede calcular según el modo en que se considera y se trata la propia vida, puesto que, como lo afirmaba ya Santo Tomás de Aquino, “para los vivientes, el ser es el vivir”. 

El desprecio por la vida es un desprecio por el hombre y, en lo concreto, la vida prevé una concepción, un nacimiento, un desarrollo en el tiempo y el paso por la muerte.  El que pretende manipular uno solo de estos pasos, con eso mismo manipula al hombre.  Pero esto significa hacerse propietarios de aquello para lo cual hemos sido constituidos sólo administradores y, por tanto es ir contra nuestra naturaleza de seres cuya vida es un don de Otro y cuya mayor dignidad es dada por la apertura a Él.  Manipular la vida es pretender manipular la relación constitutiva del hombre con Dios, y en esta pretensión está incluida una muerte aún peor que aquella que se inflige a otra vida: la muerte de la autoconciencia, de la clara comprensión de sí mismo.

Sólo tres días antes de haber sido blanco de la pistola calibre 9 de Agca, en la Plaza de San Pedro, Juan Pablo II recordaba esta verdad diciendo “el servicio al hombre se manifiesta no sólo en el hecho de que defendemos la vida del niño al nacer (o del moribundo).  Se manifiesta, contemporáneamente, en el hecho de que defendemos las conciencias humanas.  Defendemos la rectitud de la conciencia humana para que llame bien al bien y mal al mal, para que ella viva en la verdad.  Para que el hombre viva en la verdad, para que la sociedad viva en la verdad” (Regina Coeli, 10 de mayo de 1981).

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