En el Evangelio de San Lucas (11,15-26) Jesús dice: «Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros». Conviene hacer examen de conciencia y obras de caridad, de esas que cuestan, que nos llevarán a estar más atentos y vigilantes para que no entren en nosotros los demonios. El Señor nos pide que estemos vigilantes, para no caer en la tentación. Por eso, el cristiano está siempre en vela, vigilante y atento como un centinela. El Evangelio habla de la lucha entre Jesús y el demonio, y que algunos decían que Cristo tenía “permiso de Belcebú” para hacer milagros. Jesús no cuenta una parábola, sino que dice una verdad: «Cuando un espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por el desierto, buscando un sitio para descansar; pero, como no lo encuentra, dice: "Volveré a la casa de donde salí". Al volver, se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va a coger otros siete espíritus peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio».

La palabra “peor” tiene mucha fuerza en el texto, porque los demonios entran como “en sordina”. Empiezan a formar parte de la vida, y con sus ideas e inspiraciones “ayudan” a ese hombre a vivir mejor; entran en la vida del hombre, en su corazón y, desde dentro, comienzan a cambiarlo, pero tranquilamente, sin hacer ruido. Es distinto que la posesión diabólica, que es más fuerte: esta es una posesión como “de salón”’, digamos así. Eso es lo que hace el diablo lentamente, en nuestra vida, para cambiar los criterios, para llevarnos a la mundanidad. Se mimetiza en nuestro modo de obrar, y difícilmente nos damos cuenta. Y así, ese hombre, liberado de un demonio, se vuelve un hombre peor, un hombre preso de la mundanidad. Eso es lo que quiere el diablo: la mundanidad. La mundanidad es un paso más en la posesión del demonio. Es un encantamiento, una seducción, porque es el padre de la seducción. Y cuando el demonio entra tan suave y educadamente y toma posesión de nuestras actitudes, nuestros valores pasan del servicio de Dios a la mundanidad. Así se hace el cristiano tibio, el cristiano mundano, como una “macedonia” entre el espíritu del mundo y el espíritu de Dios. Todo eso aleja del Señor.

¿Y qué se puede hacer para no caer y salir de esa situación? Con vigilancia, sin asustarse, con calma. Vigilar significa saber qué pasa en mi corazón, significa pararme un poco y examinar mi vida. ¿Soy cristiano? ¿Educo más o menos bien a mis hijos? ¿Mi vida es cristiana o es mundana? ¿Y cómo puedo saberlo? La misma receta de Pablo: mirando a Cristo crucificado. La mundanidad solo se descubre y se destruye ante la cruz del Señor. Y ese es el fin del Crucificado delante de nosotros: no es un adorno; es precisamente lo que nos salva de esos encantamientos, de esas seducciones que te llevan a la mundanidad. ¿Miramos a Cristo crucificado, hacemos el Vía Crucis para ver el precio de la salvación, no solo de los pecados sino también de la mundanidad? Y, como he dicho, examen de conciencia: ver qué pasa. Pero siempre delante de Cristo crucificado. ¡La oración! Además, nos vendrá bien tener una “fractura”, pero no de huesos: una fractura de las actitudes cómodas, mediante las obras de caridad: soy cómodo, pero haré esto que me cuesta: visitar un enfermo, ayudar a alguien que lo necesite…; no sé, una obra de caridad. Y eso rompe la armonía que intenta hacer el demonio, esos siete demonios con su jefe, de llevarnos a la mundanidad espiritual.


Fuente: almudi.org

10 de octubre de 2017

201705 encabezado homilias sta marta

 

Por segundo día consecutivo la Liturgia nos hace reflexionar sobre el Libro de Jonás (3,1-10) y la misericordia de Dios que abre nuestros corazones y vence todo. Si hubiera que resumir la vida del profeta, se podría decir que era un terco que quiere enseñar a Dios cómo se deben hacer las cosas. El último capítulo se narrará en la celebración de mañana, pero la historia la conocemos. El Señor pide a Jonás que convierta la ciudad de Nínive: la primera vez el profeta huye, rehusando hacerlo; la segunda vez lo hace, y le sale bien, pero se indigna, se enfada ante el perdón que el Señor concede a la población que, con el corazón abierto, se mostró arrepentida. Jonás era un obstinado, y más que eso era rígido, estaba enfermo de rigidez, tenía el “alma almidonada”.

Los testarudos de alma, los rígidos, no comprenden qué es la misericordia de Dios. Son como Jonás: Tenemos que predicar esto, y que esos sean castigados porque han cometido el mal y deben ir al infierno… Los rígidos no saben ensanchar su corazón como el Señor. Los rígidos son pusilánimes, con su pequeño corazón cerrado, apegados a una justicia desnuda. Y olvidan que la justicia de Dios se hizo carne en su Hijo, se hizo misericordia, se hizo perdón; que el corazón de Dios está siempre abierto al perdón. Y lo que olvidan los testarudos es precisamente que la omnipotencia de Dios se hace ver, se manifiesta sobre todo en su misericordia y en el perdón.

No es fácil entender la misericordia de Dios, no es fácil. Hace falta mucha oración para comprenderla porque es una gracia. Estamos acostumbrados al “me lo has hecho; te la devolveré”; a esa justicia “del que la hace la paga”. Pero Jesús pagó por nosotros y sigue pagando.

Dios habría podido abandonar al profeta Jonás a su terquedad y a su rigidez; en cambio, fue a hablarle y a convencerlo, lo salvó, como hizo con la gente de Nínive: es el Dios de la paciencia, es el Dios que sabe acariciar, que sabe ensanchar los corazones.

Es el mensaje de este libro profético, un diálogo entre la profecía, la penitencia, la misericordia y la pusilanimidad o la testarudez. Pero siempre vence la misericordia de Dios, porque su omnipotencia se manifiesta precisamente en la misericordia. Me permito aconsejaros hoy tomar la Biblia y leer este Libro de Jonás –es pequeñísimo, son tres páginas–, y ver cómo actúa el Señor, cómo es la misericordia del Señor, cómo el Señor transforma nuestros corazones. Y dar gracias al Señor por ser tan misericordioso.


Fuente: almudi.org

21 de septiembre de 2017

201705 encabezado homilias sta marta

 

En esta fiesta que la Iglesia celebra la conversión de San Mateo podemos destacar como tres etapas: encuentro, fiesta y escándalo. Jesús había curado a un paralítico y luego encuentra a Mateo, sentado en el banco de los impuestos. Cobraba las tasas al pueblo de Israel para dárselas, luego, a los romanos, y por eso era despreciado, considerado un traidor a la Patria.

El encuentro. Jesús lo miró «y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió», narra el Evangelio de hoy (Mt 9,9-13). Por una parte, la mirada de San Mateo, mirada desconfiada –miraba de lado, con un ojo a Dios y con otro al dinero–, apegado al dinero como lo pintó el Caravaggio, e incluso con mirada sombría. Por la otra, la mirada misericordiosa de Jesús que lo miró con tanto amor. La resistencia de aquel hombre que amaba el dinero, cae: se levantó y lo siguió. Es la lucha entre la misericordia y el pecado. El amor de Jesús pudo entrar en el corazón de aquel hombre porque sabía que era pecador, sabía que nadie le quería, e incluso lo despreciaban. Y precisamente esa conciencia de pecador abrió la puerta a la misericordia de Jesús. Entonces, dejó todo y se fue. Ese es el encuentro entre el pecador y Jesús. Es la primera condición para ser salvado: sentirse en peligro; la primera condición para ser curado: sentirse enfermo. Y sentirse pecador es la primera condición para recibir esa mirada de misericordia. Pensemos en la mirada de Jesús, tan hermosa, tan buena, tan misericordiosa. Cuando rezamos, también sentimos esa mirada sobre nosotros: es la mirada del amor, la mirada de la misericordia, la mirada que nos salva. ¡No tengamos miedo!

La fiesta. Como Zaqueo, también Mateo, sintiéndose feliz, invitó a Jesús a su casa a comer. La segunda etapa es precisamente la fiesta. Mateo invitó a sus amigos, a los de su sindicato, pecadores y publicanos. Seguramente en la mesa hacían preguntas al Señor y Él respondía. Esto hace pensar en lo que dice Jesús en el capítulo 15 de Lucas: «Habrá más fiesta en el Cielo por un pecador que se convierta que por cien justos que no la necesiten». Se trata de la fiesta del encuentro del Padre, la fiesta de la misericordia. Porque Jesús derrocha misericordia con todos.

El escándalo. Los fariseos, viendo que publicanos y pecadores se sientan en la mesa con Jesús, dicen a sus discípulos: «¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?». Siempre un escándalo empieza con esta frase: ¿Cómo es posible? Cuando oigáis esa frase, ¡apesta!, y después viene el escándalo. Se trataba, en definitiva, de la impureza de no seguir la ley. Conocían perfectamente la doctrina, sabían cómo ir por el camino del Reino de Dios, conocían mejor que nadie lo que había que hacer, pero habían olvidado el primer mandamiento del amor. Y se quedan encerrados en la jaula de los sacrificios, quizá pensando: “Hagamos un sacrificio a Dios, hagamos todo lo que hay que hacer, y así nos salvamos”. En síntesis, creían que la salvación venía de ellos mismos, se sentían seguros. ¡No, nos salva Dios, nos salva Jesucristo! Ese cómo es posible que tantas veces oímos entre fieles católicos cuando ven obras de misericordia: ¿Cómo así? Y Jesús es claro, muy claro: «Andad, aprended». Los mandó a aprender: «Andad, aprended lo que significa “misericordia quiero y no sacrificios”: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Si quieres ser llamado por Jesús, reconócete pecador, pero no en abstracto sino con pecados concretos: muchos, que todos los tenemos. Dejémonos mirar por Jesús con esa mirada misericordiosa llena de amor.

Y volviendo al escándalo, hay tantos, tantos, también en la Iglesia de hoy. Dicen: “No, no se puede, está todo claro, no, no… Esos son pecadores, debemos alejarlos”. Tantos santos fueron perseguidos o cayeron en sospecha. Pensemos en Santa Juana de Arco, enviada a la hoguera, porque pensaban que era una bruja condenada. ¡Una santa! Pensad en Santa Teresa, sospechosa de herejía; pensad en el Beato Rosmini… «Misericordia quiero y no sacrificios». Pues la puerta para encontrar a Jesús es reconocerse como somos, la verdad: ¡pecadores! Y Él viene, y nos encontramos. ¡Es tan bonito encontrar a Jesús!


Fuente: almudi.org

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