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- Ricardo Moreno
20 de octubre de 2017
En la Carta de San Pablo a los Romanos (4,1-8), el Apóstol nos exhorta a unirnos a Dios con un acto de fe, porque así se recibe el verdadero perdón de Dios, que es gratuito, que viene de su gracia, de su voluntad, y no de lo que pensamos merecer por nuestras obras. Nuestras obras son solo la respuesta al amor gratuito de Dios, que nos ha justificado y nos perdona siempre. Y nuestra santidad es precisamente recibir siempre ese perdón. Por eso, acaba citando el Salmo que hemos rezado: «Dichoso el hombre que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le cuenta el pecado». Es el Señor, Él es quien nos ha perdonado el pecado original y quien nos perdona cada vez que vamos a Él. Nosotros no podemos perdonarnos nuestros pecados con nuestras obras; solo Él perdona. Nosotros solo podemos responder con nuestras obras a ese perdón.
En el Evangelio de hoy (Lc 12,1-7) Jesús nos hace ver otro modo de buscar la justificación, proponiéndonos la imagen de los que se creen justos por las apariencias, esos que saben poner “cara de estampita”, como si fuesen santos: son los hipócritas. Dentro de ellos todo está sucio, pero externamente quieren aparecer justos y buenos, haciéndose ver cuando ayunan, rezan o dan limosna. Pero dentro del corazón no hay nada, no hay sustancia, la suya es una vida hipócrita, su verdad es nada. Maquillan el alma, viven del maquillaje, la santidad es un maquillaje para ellos. En cambio, Jesús siempre nos pide ser sinceros, pero sinceros por dentro, y si algo asoma, que aparezca esa verdad, la que está dentro del corazón. Por eso aquel consejo: cuando reces, hazlo a escondidas; cuando ayunas, ahí sí, maquíllate un poco para que nadie vea en tu cara la debilidad del ayuno; y cuando das limosna que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, hazlo a escondidas (cfr. Mt 6,5-18).
La suya es la justificación de la apariencia. Son pompas de jabón, que hoy son y mañana ya no están. Jesús nos pide coherencia de vida, coherencia entre lo que hacemos y lo que vivimos por dentro. La falsedad hace mucho daño, la hipocresía hace mucho daño, se convierte en un modo de vivir. En el Salmo (31,1-2.5.11) hemos pedido la gracia de la verdad ante el Señor. Es bonito lo que hemos pedido: «Señor, había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: “Confesaré al Señor mí culpa”, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado». La verdad siempre ante Dios, siempre. Y esa verdad ante Dios es la que deja sitio para que el Señor nos perdone.
La hipocresía se convierte en una costumbre. Por tanto, el camino no es acusar a los demás, sino aprender la sabiduría de acusarse a uno mismo, sin tapar nuestras culpas delante del Señor. Que el Señor nos dé la gracia de la verdad interior.
Fuente: almudi.org
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- Ricardo Moreno
19 de octubre de 2017
En el Evangelio de hoy (Lc 11,47-54), escribas y fariseos se consideran justos y Jesús les hace ver que solo Dios es justo, porque los doctores de la ley se han “quedado con la llave del saber; vosotros, que no habéis entrado y habéis cerrado el paso a los que intentaban entrar”. Ese apoderarse de la capacidad de comprender la revelación de Dios, de entender el corazón de Dios, de comprender la salvación de Dios –la llave del saber–, podemos decir que es una grave omisión: se olvida la gratuidad de la salvación, se olvida la cercanía de Dios y se olvida la misericordia de Dios. Y los que olvidan la gratuidad de la salvación, la cercanía de Dios y la misericordia de Dios, se apoderan de la llave del saber.
Así pues, se olvida la gratuidad. Es la iniciativa de Dios la que nos salva, pero estos se inclinan por la ley: la salvación está ahí, para ellos, y llegan a un montón de prescripciones que, de hecho, para ellos se convierten en la salvación. Pero así no reciben la fuerza de la justicia de Dios. La ley, en cambio, siempre es una respuesta al amor gratuito de Dios, que tomó la iniciativa de salvarnos. Y cuando se olvida la gratuidad de la salvación se cae, se pierde la llave del saber de la historia de la salvación, perdiendo el sentido de la cercanía de Dios. Para ellos Dios es el que ha hecho la ley. Y ese no es el Dios de la revelación. El Dios de la revelación es el Dios que empezó a caminar con nosotros, desde Abraham hasta Jesucristo, Dios que camina con su pueblo. Y cuando se pierde el trato cercano con el Señor, se cae en esa mentalidad obtusa que cree en la autosuficiencia de la salvación con el cumplimiento de la ley.
¡La cercanía de Dios! Cuando falta la cercanía de Dios, cuando falta la oración, no se puede enseñar la doctrina ni hacer teología, mucho menos teología moral. La teología se hace de rodillas, siempre cerca de Dios. Y la cercanía del Señor llega a su punto más alto en Jesucristo crucificado, habiendo sido nosotros justificados por la sangre de Cristo, como dice San Pablo. Por eso, las obras de misericordia son la piedra de toque del cumplimiento de la ley, porque se va a tocar la carne de Cristo, tocar a Cristo que sufre en una persona, sea corporal o espiritualmente.
Además, cuando se pierde la llave del saber, se llega también a la corrupción. Pienso en la responsabilidad de los pastores de la Iglesia hoy: cuando pierden o se apoderan de la llave del saber, cierran la puerta a nosotros y a los demás. En mi País, oí varias veces de párrocos que no bautizaban a los hijos de las madres solteras, porque no habían nacido en el matrimonio canónico. Cerraban la puerta, escandalizaban al pueblo de Dios. ¿Por qué? Porque el corazón de esos párrocos había perdido la llave del saber. Sin ir tan lejos en el tiempo y en el espacio, hace tres meses, en un pueblo, en una ciudad, una madre quería bautizar al hijo recién nacido, pero estaba casada civilmente con un divorciado. El párroco le dijo: “Sí, sí. Bautizo al niño. Pero tu marido está divorciado. Que se quede fuera, no puede estar presente en la ceremonia”. ¡Esto pasa hoy! Los fariseos, los doctores de la ley no son de aquellos tiempos, también hoy hay muchos. Por eso es necesario rezar por los pastores. Rezar para que no perdamos la llave del saber y no cerremos la puerta a nosotros y a la gente que quiere entrar.
Fuente: almudi.org
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- Ricardo Moreno
17 de octubre de 2017
La palabra necios sale dos veces en la Liturgia de hoy. Jesús la dice a los fariseos (Lc 11,37-41), mientras que San Pablo se refiere a los paganos (Rm 1,16-25). Y también a los Gálatas cristianos el Apóstol de las Gentes les había llamado insensatos porque se dejaron engañar por las nuevas ideas. Esa palabra más que una condena, es una advertencia, porque muestra el camino de la necedad que conduce a la corrupción. Y los tres grupos de necios son corruptos.
A los doctores de la Ley Jesús les decía que se parecían a sepulcros blanqueados: se volvían corruptos porque se preocupaban de embellecer solo lo exterior de las cosas, pero no lo de dentro, donde está la corrupción. Estaban corruptos por la vanidad, las apariencias, la belleza exterior, la justicia exterior. Los paganos, en cambio, tienen la corrupción de la idolatría: se hacen corruptos porque cambian la gloria de Dios –al que habrían podido conocer a través de la razón– por los ídolos, que también hoy existen, como el consumismo o buscar un dios más cómodo. Finalmente, esos cristianos que se han dejado corromper por ideologías, es decir, que han dejado de ser cristianos para volverse ideólogos del cristianismo. Y los tres grupos, a causa de esa necedad, acaban en la corrupción.
La necedad es un no escuchar, literalmente “nescio”, “no sé”, no escuchar. Es la incapacidad para escuchar la Palabra, cuando la Palabra no entra, no la dejo entrar porque no la escucho. El necio no escucha. Cree que escucha, pero no lo hace. Va a lo suyo, siempre. Por eso la Palabra de Dios no puede entrar en el corazón, y no hay sitio para el amor. Y si entra, entra filtrada, transformada por mi concepción de la realidad. Los necios no saben escuchar. Y esa sordera les lleva a la corrupción. No entra la Palabra de Dios, no hay sitio para el amor y, en definitiva, no hay sitio para la libertad. Y se vuelven esclavos, porque cambian la verdad de Dios con la mentira, y adoran a las criaturas en vez de al Creador. No son libres, y no escuchar, esa sordera, no deja lugar al amor ni a la libertad: nos lleva siempre a una esclavitud. ¿Escucho yo la Palabra de Dios? ¿La dejo entrar? Lo hemos oído en el Aleluya: la Palabra de Dios es viva y eficaz, juzga los deseos e intenciones del corazón. Corta, va adentro. Esa Palabra, ¿la dejo entrar o estoy sordo? ¿La trasformo en apariencia, en idolatría, en costumbres idolátricas, o la trasformo en ideología? Y no entra… Esa es la necedad de los cristianos.
Fuente: almudi.org