Discurso de Monseñor Faustino Sainz Muñoz, Arzobispo titular de Novaliciana, Nuncio Apostólico en Gran Bretaña.

Saludo deferentemente a todos los que me honran con su presencia y de forma especial a las Autoridades de la Pontificia Universidad Católica de Chile a las que expreso ya mi sincera gratitud por haberme invitado a participar en este Acto Académico en conmemoración del 25 aniversario de la firma del Tratado de Paz y Amistad entre Chile y Argentina, realizada el 29 de noviembre de 1984, siendo varios los motivos de especial recuerdo y gratitud que me agrada subrayar al estar hoy presente en este evento:

1.- En primer lugar, el recuerdo y reconocimiento de la importancia de la firma de ese Tratado por el momento en que se produjo: al final de un diferendo que se prolongaba ya por más de 100 años, que además de haber impedido unas relaciones normales y fructíferas entre dos países hermanos y limítrofes, los había llevado hasta el borde del precipicio de una inminente contienda bélica.

2.- Por otra parte, la posibilidad de valorar hoy la importancia de ese acontecimiento, a la vista de los frutos o consecuencias favorables que pueden apreciarse 25 años después: ustedes aquí presentes y todos cuantos siguen las relaciones mutuas entre Chile y Argentina conocen mejor que yo los aspectos concretos de la colaboración e integración existentes hoy en día entre ambos Países, cuyas diferencias o rivalidades parecen circunscritas a los acontecimientos deportivos; y esta magnífica realidad quedará visiblemente manifiesta con la visita que las Señoras Presidentes de Chile y Argentina harán al Papa Benedicto XVI, el próximo día 28, en agradecido recuerdo de la acción mediadora coronada con la firma del Tratado.

3.- Es también una buena ocasión para renovar el sentimiento de la gratitud debida a todos los que fueron de algún modo actores en el largo proceso que condujo hasta ese acontecimiento, es, decir, la Mediación en sí y el logro del exitoso resultado final, por parte de los tres actores interesados: Chile, Argentina y la Santa Sede. Y pensando en esos actores, quiero dejar constancia del gran compromiso de la Iglesia católica en ambos Países a través de diversas iniciativas reservadas o públicas, de las Conferencias episcopales, en favor de la Mediación durante todo su desarrollo. No puedo, ni creo necesario, entrar en detalles, que se pueden obtener más fácilmente acudiendo a los archivos de ambas Jerarquías y de algunos Obispos en particular, que supieron además involucrar a sus fieles en una actitud complementaria, pero absolutamente indispensable, de oración en apoyo de los trabajos del Mediador.

4.- Y no puedo dejar de señalar una razón más personal de gratitud, es decir, el hecho de que esta invitación me ha dado la oportunidad de rememorar una actividad que me ocupó, y preocupó, sin pausa desde el día 23 de diciembre de 1978 hasta el día 2 de mayo de 1985.  De aquellos acontecimientos históricos van quedando siempre menos testigos supervivientes en la Santa Sede, siendo yo, por motivos estrictamente anagráficos, el último todavía en activo entre los que colaboraron en esta obra de paz del Papa Juan Pablo II.  Entré en esa actividad, no por especiales conocimientos o méritos propios, sino por una mera casualidad al ser el único diplomático de la Santa Sede de lengua madre española, que trabajaba en la Sección para las Relaciones con los Estados de la Secretaría de Estado en esas fechas, condición que respondía a una petición precisa del Cardenal Samoré.  No podía imaginar, entonces, que esa misión, sobre todo las dos semanas de estancia entre Argentina y Chile, se convertiría en la más larga, intensa e interesante experiencia de mis casi cuarenta años de servicio a la Santa Sede.

I.- Antecedentes inmediatos del proceso de la Mediación

Tratándose de un problema centenario en las relaciones entre Argentina y Chile, mi primera referencia al respecto la tuve solamente durante el mes de julio o agosto del año 1978 y en el ambiente distendido de la playa de Palidoro, a veinte kilómetros de Roma, reservada para miembros del clero de Roma y de la Santa Sede, y también para sus amigos. Allí coincidí una tarde de uno de esos meses con el Embajador de Chile, a la sazón ya buen amigo, Héctor Riesle Contreras, que había ido acompañando a un Monseñor español, buen amigo común, y me dijo que había dejado en la Secretaría de Estado un documento referente al problema de Chile y Argentina con referencia al “canal Beagle”. Con pocas palabras redujo en parte mi ignorancia sobre el tema, sin que yo pudiera sospechar lo que la Providencia me iba a reservar a partir del 22 de diciembre de ese año.

En efecto, fue en ese día de diciembre cuando la Mediación del Papa Juan Pablo II comenzó a fraguarse, aunque una tal Mediación no figurara entonces entre las previsiones de los más inmediatos colaboradores del Santo Padre en temas internacionales.  En aquellas fechas, Argentina y Chile parecían haber agotado todas las vías posibles para resolver pacíficamente el diferendo en cuestión, considerando fracasados los intentos bilaterales sucesivos a la declaración argentina de nulidad del laudo arbitral emitido unánimemente por cinco jueces del Tribunal Internacional de La Haya, bajo la autoridad del Gobierno de su Majestad la Reina Isabel II.

El desencadenamiento inminente de la guerra entre los dos Países quedó felizmente abordado por el ofrecimiento del Papa de mandar un enviado suyo para recabar sobre el terreno informaciones más detalladas y ver la mejor manera de ayudar a sus autoridades a resolver pacíficamente sus diferencias.

Recuerdo perfectamente la sucesión de hechos después de la publicación de ese ofrecimiento en el Discurso de Navidad, el viernes 22 de diciembre, a la Curia: la pregunta del Cardenal Casaroli el sábado 23 de diciembre sobre mi disponibilidad para acompañar al Cardenal Samoré, designado por el Papa para esa misión; el briefing del P. Cavalli, el domingo 24, en casa de dicho Cardenal; y el viaje el día de Navidad por la tarde a Buenos Aires, por ser la capital argentina el destino del primer vuelo previsto desde Roma hacia uno de los dos Países.

Nuestros conocimientos sobre el tema, aunque escasos, eran suficientes para darnos cuenta de su complejidad y de la dificultad que entrañaba una misión de carácter más bien exploratorio, que incluía un objetivo fundamental: conocer mejor los términos del problema, procurar encontrar un camino que permitiese seguir buscando un arreglo pacífico de la controversia y evitar, por tanto, el enfrentamiento bélico.

Todos teníamos, en cambio, un mayor conocimiento de la situación política interna en ambos Países, con regímenes militares que hoy reciben denominaciones distintas de la que entonces era políticamente correcto usar al referirse a ellos. Regímenes militares, fuertes, como es obvio, en ambos Países, pero con características diferentes, al menos en lo que se refiere al ejercicio del poder y a la toma de decisiones, aspectos que resultaban más centralizados en una única autoridad superior en Chile.

Esa realidad conllevaba que una intervención conciliadora, como la del Papa Juan Pablo II, pudiera parecer a algunos menos indicada, e incluso contraproducente, para la imagen y la actividad de un Papa, con connotaciones personales muy especiales en el marco de la historia de la Iglesia, que se encontraba al comienzo de su Pontificado.

Por otra parte, hacía mucho tiempo que la Santa Sede no actuaba directa y públicamente para ayudar en la búsqueda de la solución de una disputa internacional entre dos Países, y menos aún de tanta tradición católica como Chile y Argentina. Parecía, por tanto, arriesgado cambiar la praxis de la diplomacia de la Santa Sede bajando a la arena en un diferendo tan complejo, en cuya consideración pesaba, naturalmente, no poco el hecho de la existencia del mencionado Laudo arbitral.

II.- Objetivos iniciales de la Misión del Cardenal Samoré

Aunque parezca extraño, el resultado positivo de la Misión del Cardenal Samoré, y por tanto de la Mediación posterior, comenzó a determinarse en el largo viaje del 25 de diciembre entre Roma y Buenos Aires, y más concretamente en la última etapa entre Sao Paulo y la capital argentina.

En efecto, como la situación apremiaba, tuvimos que viajar el mismo día de Navidad, aprovechando providencialmente un vuelo de Aerolíneas Argentinas, que, si mal no recuerdo, no había podido salir el día anterior. Tuve así ocasión de saludar durante la escala en Madrid a mis padres y hermanos, recordando el comentario preocupado de mi padre sobre la misión encomendada a una persona, el Cardenal Samoré, que era de edad avanzada y parecía cansado.

En la etapa entre Madrid y Sao Paulo, el P. Cavalli habló largamente con el Cardenal Samoré completando las informaciones que nos había transmitido en la mañana del domingo. Ya en posesión de esas noticias más detalladas, el Cardenal Samoré quiso hablar conmigo en la etapa entre Sao Paulo y Buenos Aires. Después de resumirlas brevemente, reflexionamos juntos sobre la situación que encontraríamos en Buenos Aires y Santiago y sobre los objetivos inmediatos que deberíamos intentar alcanzar durante nuestra visita a ambos Países. Fruto de ese intercambio de reflexiones fueron las cuartillas que yo iba escribiendo a mano (no había ordenadores portátiles entonces), confiadas después a los Archivos de la Secretaría de Estado, en las que se precisaron, con palabras que no puedo reproducir textualmente, los cuatro objetivos siguientes:

1.- Obtener el compromiso de que ambos Gobiernos no recurrirían al uso de la fuerza en sus relaciones mutuas;

2.- Disminuir la tensión en la zona, mediante el retorno gradual a la situación militar existente a comienzos del año;

3.- Evitar tomar medidas que supusieran un cambio del “statu quo” en cualquier sector de las relaciones mutuas;

4.- Determinación de un medio para la solución pacífica del conflicto, concretamente los “buenos oficios” o la “mediación” de alguna personalidad, institución o país.

Casi sin pensar más en ello durante las dos semanas de la misión, al final resultó que se lograron esos cuatro objetivos, quedando reflejados en los compromisos incluidos en los dos Acuerdos firmados en el Palacio Taranco de Montevideo el día 8 de enero de 1979.

Obviamente, los dos objetivos más importantes eran el primero y el último, estando íntimamente relacionado el no uso de la fuerza con la determinación de un medio que propiciara la solución pacífica del diferendo. Pero es igualmente cierto que el respeto de los otros dos compromisos jugó también un gran papel para hacer posible después que la Mediación llegara felizmente a puerto. En efecto, mientras el repliegue gradual de los efectivos militares sirvió para calmar los temores de los pueblos argentino y chileno y para crear un clima de serenidad, la invocación del compromiso de mantener el “statu quo” ayudó a superar momentos difíciles que se presentaron durante el largo proceso de la Mediación, sobre todo, como luego referiré, durante la llamada “pequeña mediación”, en 1981, y cuando Argentina anunció, en enero de 1982, su intención de denunciar, con efectos a partir del 27 de diciembre de ese mismo año, el Tratado de Solución Jurídica de Controversias, suscrito en 1972 con Chile, que contemplaba la posibilidad de someter al Tribunal Internacional de Justicia de la Haya cualquier controversia bilateral.

Con relación al cuarto objetivo, tengo que decir que lo que el Cardenal Samoré y yo preveíamos y quisimos reflejar por escrito en el último tramo de nuestro viaje a Buenos Aires, siguiendo las instrucciones recibidas de la Santa Sede, quedó, como a continuación explicaré, amplia y muy sustancialmente superado por la solicitud de Mediación al Papa Juan Pablo II, incluida en el artículo octavo del primer acuerdo de Montevideo.

III.- Solicitud de Mediación al Papa Juan Pablo II

Dicho artículo octavo reza como sigue: “Declaran que ambos gobiernos renuevan en esta acto su reconocimiento al Sumo Pontífice Juan Pablo II por el envío de un representante especial: resuelven servirse del ofrecimiento de la Sede Apostólica de llevar a cabo una gestión y, estimando dar todo su valor a esta disponibilidad de la Santa Sede, acuerdan solicitarle que actúe como mediador con la finalidad de guiarlos en las negociaciones y asistirlos en la búsqueda de una solución al diferendo para el cual ambos gobiernos convinieron buscar el método de solución pacífica que consideraron más adecuado”.

La redacción de este artículo resulta bastante alambicada, sobre todo en la frase final, relativa al diferendo, que quedaba vagamente definido para facilitar el acuerdo de solicitar la Mediación. Pero lo más significativo es que el objeto directo y principal de ese artículo -la petición de tener al Sumo Pontífice Juan Pablo II como Mediador- en modo alguno entraba en el marco de las perspectivas de posible intervención indicada por la Santa Sede al Cardenal Samoré.

En efecto, el objetivo principal de la misión encomendada al Cardenal Samoré era el detener un enfrentamiento bélico inminente, intentar conciliar las posturas de ambas Partes y buscar con ellas una vía nueva para la solución dialogada del conflicto, recurriendo, como queda dicho, a alguna personalidad o institución que aceptara esa difícil tarea.

Y no era fácil, no solamente por la gravedad de la tensión existente entre ambos Países, sino también por el hecho de que ninguna personalidad o institución de la comunidad internacional podía ignorar la existencia del laudo arbitral, ya mencionado. Unan a ello las previsibles reticencias, también por parte de cualquier autoridad política, a embarcarse en una gestión que implicaba más relaciones con Gobiernos cuyas características hacían que no gozaran de excesivo favor tanto en el concierto de las Naciones, como entre buena parte de sus respectivas comunidades nacionales.

Por otra parte, el Papa Juan Pablo II se encontraba al comienzo de su Pontificado y era lógicamente presumible que sus colaboradores más inmediatos no se vieran inclinados a aconsejarle que tomara sobre sí más cargas de las estrictamente necesarias para el buen gobierno de la Iglesia con sus colaboradores en los distintos departamentos de la Santa Sede. Entre esas cargas, de contenido más bien pastoral, no parecía posible hallar espacio para una eventual intervención directa de algún organismo o personalidad de la Santa Sede, y menos aún del Papa en persona, en un asunto de naturaleza estrictamente política, quebrando además una praxis prácticamente centenaria.

Considerando todas esas circunstancias, ustedes se preguntarán cómo fue posible que la Santa Sede aceptara, a través del Cardenal Samoré, que en el Acuerdo de Montevideo se incluyera esa solicitud de Mediación, aun cuando ésta necesitara la aceptación posterior del Santo Padre.

La razón fue que el Cardenal Samoré llegó a la conclusión de que no había otra salida posible para la grave crisis, cuyo inicio de solución no podía aplazarse en espera de un examen más detenido en el Vaticano de los resultados de su misión de información. En numerosas comunicaciones telefónicas con el entonces Secretario para las Relaciones con los Estados, Mons. Agostino Casaroli, y con el Subsecretario del mismo departamento, Mons. Achille Silvestrini, se hizo patente que ambos Gobiernos -juzgando prácticamente inviable llegar a un acuerdo sobre un “tercero” que los pudiera ayudar a la solución dialogada del diferendo- querían decididamente una intervención personal del Santo Padre y consideraban completamente insuficiente un hipotético empeño suyo en el marco limitado de unos buenos oficios.

Puesto que la personalidad y las cualidades de Juan Pablo II, como Sumo Pontífice, no eran aún muy conocidas, ya que habían transcurrido menos de tres meses desde la elección del Cardenal Wojtyla a la Sede de Pedro, es obvio que la insistencia de ambos Gobiernos en querer su Mediación se basaba sobre todo en la Autoridad moral del Sucesor de Pedro en la Sede episcopal de Roma, bien reconocida en Países de tan acendrada raigambre católica como Chile y Argentina.

Los Superiores de la Secretaría de Estado lo comprendieron y el Cardenal Samoré pudo aceptar la inclusión de la solicitud de mediación en el artículo 8, quedando abierta la posibilidad de una reflexión al respecto una vez de regreso a Roma.

Y así, tras muchas conversaciones, nada fáciles y a veces frustrantes, con los representantes de ambos Gobiernos, en Buenos Aires y en Santiago, y de no pocos proyectos de documentos, con alternativas optimistas y pesimistas hasta las primerísimas horas del día 8 de enero, se llegó a unos textos concordados que permitieron viajar esa misma tarde a Montevideo para firmar en la inolvidable ceremonia del Palacio Taranco, no sin últimos momentos de sobresalto, bien vivos en mi recuerdo, lo dos Acuerdos que marcaron el éxito de aquella misión.

IV.- Aceptación papal y desarrollo de la Mediación

Al regreso a Roma, una vez conocidas las informaciones, escritas y personales, dadas por el Cardenal Samoré al Papa Juan Pablo II y a sus colaboradores de la Secretaría de Estado, la reflexión sobre la respuesta a la solicitud de Mediación papal duró apenas dos semanas, haciéndose público el 23 de enero que el Santo Padre había comunicado a los Presidentes de Argentina y de Chile que aceptaba ser el Mediador con la finalidad de guiar a los dos Países en la negociaciones y asistirlos en la búsqueda de una solución al diferendo austral. Y con tal compromiso, el Papa Juan Pablo II emprendía dos días después el primero de sus Viajes Apostólicos con destino, esta vez, a la República Dominicana y a México. La aceptación de implicarse personalmente en un tema tan complejo fue la primera expresión concreta de algo que, como después se pudo descubrir, estaba bien presente en su mente y en su corazón, y que él fue desarrollando durante todo su largo Pontificado: su compromiso en favor de la búsqueda y promoción de todo lo que pudiera conducir a la humanidad hacia una realidad de mayor entendimiento y de verdadera paz. Creo que esta decisión personal suya, tomada a solo tres meses del inicio de su Pontificado, pudo representar para él, por las dificultades encontradas y por la solución felizmente conseguida, una especie de estímulo, si es que lo necesitaba, para perseverar después en la búsqueda y promoción de la paz, siempre y en cualquier circunstancia, consciente de su misión de anunciar al mundo el Evangelio del Príncipe de la Paz.

Sin querer especificar ahora sus muchas intervenciones en este sentido, concretadas a veces en apremiantes mensajes a quienes parecían poder obrar para el logro de un entendimiento pacífico en algunos graves problemas mundiales (por ejemplo, en los Balcanes y en Irak), es innegable que en ninguna de ellas actuó tan en primera persona como en la Mediación. Considerando ahora las consecuencias, que todavía perduran, de la falta de atención a los llamamientos del Papa antes mencionados, hay que dar ahora gracias a Dios por su empeño en el diferendo austral, y también por la actitud responsable de quienes, no obstante las dificultades que prolongaron el proceso, se dejaron guiar por él persistiendo en la búsqueda de una solución pacífica, justa y honorable, y causa, a la larga, de beneficios difícilmente calculables.

Dos meses más tarde del anuncio de la aceptación, el 23 de abril, se comunicaba el nombramiento del Cardenal Samoré como Representante del Sumo Pontífice para llevar adelante todo el trabajo directo de la Mediación, quedando el que suscribe como colaborador único suyo en la llamada “Oficina de la Mediación”, contando, naturalmente, con todo el apoyo personal y material de la Secretaría de Estado, en especial del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, hoy Sección para las Relaciones con los Estados.

Por lo que se refiere a la actividad de la Oficina de la Mediación, subrayo siempre que toda la gestión del Cardenal Samoré estuvo decisivamente marcada por su convicción de haber recibido un encargo diplomático único, pero al mismo tiempo de gran responsabilidad pastoral, porque en el desempeño y en el resultado de ese encargo estaba también en juego, como ya se ha indicado, el respeto a la Autoridad moral, no solamente del Papa Juan Pablo II, sino del Pontificado, fruto de dos mil años de historia.

Este significado pastoral y moral exigió el seguir hasta el extremo, a lo largo de toda la gestión de la Mediación, unas pautas de actuación, por lo demás normales en ese tipo de actividades, que ya había dejado manifiestas el Cardenal Samoré durante su misión inicial como enviado del Santo Padre: imparcialidad e igualdad en el trato de unos y otros, y la objetividad en la consideración de sus respectivas contribuciones. Y esa dirección fija en su actividad quedaba reforzada por las características personales del Cardenal, entre las que mencionó, sin entrar en detalles, las siguientes: hombre de Iglesia, sincera e inquebrantablemente fiel al Papa, muy experto diplomático, con gran capacidad de trabajo, dedicado absolutamente a la misión recibida, deseoso de tener informado siempre al Santo Padre (mantuvo incluso una breve conversación, con referencia a la “pequeña mediación”, con el Papa, en el “Cortile di San Dámaso”, a su regreso el 3 de junio de 1981 al Palacio Apostólico después del atentado del 13 de mayo), dotado además de gran inteligencia y aguda imaginación, de mucha prudencia y de gran paciencia, aunque, naturalmente, en alguna ocasión pudiera no parecerlo por alguna inolvidable reacción, aislada, más severa, seria o acalorada, ciertamente manteniendo el equilibrio, también en estos desahogos, con las dos delegaciones (recuerdo un embarazoso silencio de 20 minutos en una ocasión y la tensión y el alzamiento de voz y en alguna otra circunstancia).

Por su parte, Chile y Argentina designaron sus respectivas delegaciones, cuyos miembros -en su mayor número por lo que se refiere a Argentina- se establecieron en Roma, habiendo preferido Chile destinar allí de modo permanente solamente a dos diplomáticos, mientras los demás integrantes del equipo de la Mediación se desplazaban periódicamente cuando el calendario de reuniones lo exigía. Las dos delegaciones tenían, también, una tarea importantísima, históricamente única, al servicio de sus Países y las dos, me parece justo afirmarlo en honor suyo, se desempeñaron siempre de forma del todo conforme a las exigencia de los intereses respectivos y a la lealtad debida a sus Países, no obstante las dificultades que pudieron encontrar en razón de las circunstancias de sus respectivos Gobiernos y de las instrucciones recibidas de sus Superiores jerárquicos y de sus convicciones políticas personales.

Entrando ya en la presentación de las actividades de la Mediación, éstas comenzaron el 4 de mayo con la celebración de una Misa, seguida de una primera reunión, en la Casina Pío IV, sede de la Pontificia Academia de las Ciencias, que se convirtió en sede habitual de las reuniones de la Mediación. En ese primer encuentro se concordaron unas normas generales de comportamiento, sobre todo en lo que se refiere a la reserva necesaria con la prensa, que sería informada al final de cada encuentro por un comunicado conjunto, consensuado en base a un proyecto cuya redacción costó frecuentemente no pocos esfuerzos al que les habla, por la necesidad de decir siempre algo positivo y esperanzador, distinto de los precedentes y, naturalmente, sin faltar a la verdad.

En esa ocasión, se dio ya cuenta, si no me equivoco, de la petición del Cardenal Samoré a ambas delegaciones para que presentaran y documentaran sus posiciones respectivas, indicando todos los precedentes hasta la situación que condujo a la intervención primera del Papa en diciembre de 1978. Comenzó así un proceso cuya duración se preveía ciertamente mucho más breve que los seis años que transcurrieron hasta que el Diferendo se pudo considerar definitivamente resuelto -como hoy constatamos- con la ceremonia del canje de los instrumentos de ratificación del Tratado de Paz y Amistad entre ambos países, celebrada el 2 de mayo de 1985.

Presentaré ahora brevemente las etapas, iniciativas y pasos más significativos, junto con otras circunstancias influyentes, a lo largo de esos seis años, cuyo desarrollo incluyó bastantes momentos de oscuridad, incertidumbre, desánimo ante esperanzas frustradas y tensión, causados a veces por hechos extraños al mismo diferendo, los cuales, sin embargo, nunca llegaron a prevalecer sobre la convicción de deber y poder llegar al éxito final, que todos los implicados consideraban absolutamente necesario. Menciono todos ellos de forma telegráfica, sin excluir la posibilidad de responder después a posibles preguntas al respecto, siempre que mi memoria me lo permita:

*Presentación de las posiciones respectivas, hasta finales de agosto de 1979;

*Búsqueda de las convergencias existentes en base a esas presentaciones, a partir de septiembre de 1979;

*Presentación de “ideas para una hipótesis de solución global del diferendo” (11 de junio de 1980), con encarecimiento, a finales de julio y septiembre, de nueva consideración de las mismas ante las respuestas no satisfactorias o prometedoras recibidas de ambos países;

* Comienzo, también en septiembre de 1980, de un problema “fronterizo” (detención de dos militares del país vecino, acusados de espionaje, y réplica análoga de la otra parte), que luego derivó en un cierre de fronteras y supuso un grave obstáculo para los trabajos de la Mediación, coincidiendo con el atentado del 13 de mayo contra el Santo Padre, hasta su solución como fruto de la “pequeña Mediación” en junio de 1981;

*Presentación de la “Propuesta del Mediador; sugerencias y consejos” (12 de diciembre de 1980) y comienzo de una larga y compleja época en las actividades de la Mediación ante la diferente respuesta de los dos Países a la misma, que se procuró sobrellevar de la mejor forma posible durante todo el año 1981;

*Comienzo, en abril de 1982, de las actividades para desarrollar la Propuesta, a pesar de las dificultades surgidas con el anuncio, en enero de ese año, por parte de Argentina, de su intención de denunciar el Tratado de Solución Judicial de Controversias, firmado en diciembre de 1972, que convenía el sometimiento de cualquier controversia al arbitraje del Tribunal Internacional de La Haya; esa dificultad quedó resuelta con la firma del llamado “Acuerdo del Vaticano”, el 15 de septiembre de 1982; contemporáneamente, tuvo lugar la guerra de las Malvinas;

*Una circunstancia, dolorosa e importante, fue la aparición de los primeros síntomas de la enfermedad del Card. Samoré, a principios de 1981, que motivó el nombramiento del Nuncio Mons. Gabriel Montalvo como inmediato colaborador suyo, en el verano de 1982;

*Al fallecimiento del Card. Samoré (3 de febrero de 1983) siguió la implicación más directa del Cardenal Secretario de Estado, Agostino Casaroli, en la alta dirección de la Mediación, gestionada por la Oficina de la misma, dirigida por Mons. Montalvo; hubo cambios también en las delegaciones de los dos Países y en el rumbo político de Argentina, con consecuencias ciertamente positivas para el desarrollo de la Mediación;

*Conviene recordar que el impulso sucesivo al desarrollo y fructificación de la Propuesta papal, aun considerando las mencionadas distintas respuestas de ambos Países, fue ayudado también por caminos anejos convergentes, a través de conversaciones exploratorias sobre el tenor posible de esa implementación de la Propuesta, entre diplomáticos de ambos Países en el verano de 1983;

*Convicción de las autoridades de ambos Países, a finales de 1983, de que el clima político había madurado de forma que era posible llegar ya a un acuerdo sobre los temas más espinosos y dejarlo plasmado en el Tratado final;

*Primer paso significativo, en tal sentido, con la firma de una “Declaración de Paz y Amistad” el día 23 de enero de 1984, en el salón del Cardenal Secretario de Estado, ofreciendo así una señal positiva y esperanzadora a la opinión pública de los dos Países;

* En el marco favorable creado por esa Declaración, fue posible un ulterior impulso a los trabajos para la redacción del “Tratado de Paz y Amistad”, cuyas últimas dificultades fueron superadas durante la permanencia del Cardenal Casaroli en Buenos Aires como Legado Pontificio para el Congreso Eucarístico (recuerdo las llamadas telefónicas en un vuelo interno desde Iguazú a Buenos Aires y después en la escala en Sao Paulo Enel regreso hacia Roma), sólo pocos días antes de que él hiciera entrega del texto definitivo del mismo a ambas Delegaciones el 18 de octubre de 1984, en la conocida Casina Pío IV;

* El penúltimo paso fue la solemne firma del Tratado en presencia del Papa Juan Pablo II, en la Sala Regia, el 29 de noviembre de 1984;

* Dificultades sucesivas para su ratificación, sobre todo en Argentina, a causa de las exigencias parlamentarias del nuevo régimen de Gobierno; y necesidad de aclarar las increíbles suspicacias de algunas personas sobre la coincidencia de los Mapas publicados como anejos al Tratado y los Mapas realmente anejos depositados en el Vaticano;

* Canje de los instrumentos de Ratificación el 2 de mayo de 1985.

V.- Reflexiones finales

Al final de esta exposición, pocos días antes de la celebración jubilar de la Firma del Tratado, habiendo podido comprobar suficientemente sus buenos frutos, no puedo menos de considerar como muy positivos los momentos duros, de tensión y de desánimo, habidos en el reducido ámbito de los miembros de la Oficina de la Mediación. Gracias a Dios, nuestros respectivos momentos “bajos”, del Cardenal Samoré, de Mons. Montalvo y míos, no fueron simultáneos, de modo que nunca peligró por parte nuestra, y menos aún por parte del Papa Juan Pablo II, la continuidad de la Mediación en el diferendo sobre la zona austral.

Y concluyo declarando, como suelo hacer siempre que tengo que referirme a dicha Mediación, que esa ha sido la tarea más importante en que he participado durante mis cuarenta años de servicio a la Santa Sede y además, ha supuesto para mí el privilegio de poderme incluir humildemente -ciertamente en un plano muy secundario con respecto al Papa Juan Pablo II y al Cardenal Samoré, pero muy satisfactorio- entre los beneficiarios de la Bienaventuranza prometida por Jesucristo a los que en sus vidas hayan trabajado por la Paz.


PALABRAS INTRODUCTORIAS

Antes de que pronunciara su conferencia, Monseñor Giuseppe Pinto, Nuncio Apostólico de Su Santidad en Chile, presentó a Su Excelencia Reverendísima, Monseñor Faustino Sainz Muñoz, Arzobispo, Nuncio Apostólico en Gran Bretaña.

Faustino Sainz Muñoz nació en Almadén, diócesis y provincia de Ciudad Real, España, el 5 de junio de 1937. Hijo de una familia profundamente cristiana: su padre, abogado del Estado, ha sido también Magistrado del Tribunal Supremo de España en Madrid. Hizo sus estudios primarios y de bachillerato en los colegios de los Maristas “Nuestra Señora del Prado” de Ciudad Real (1942-1951), y en el colegio de los Marianistas “Nuestra Señora del Pilar” de Madrid (1952-1953). Estudió y se licenció en Derecho en la Universidad Central de Madrid (1953-1958). Entró luego en el Colegio Mayor del Salvador (seminario para vocaciones adultas) de Salamanca y cursó en la Universidad Pontificia de dicha ciudad la Filosofía y la Teología (1958-1965). Se incardinó en la Diócesis de Madrid y recibió la Ordenación Sacerdotal el 19 de diciembre de 1964. Tras obtener la Licenciatura en Teología Sacerdotal el 19 de diciembre de 1964. Tras obtener la Licenciatura en Teología por la citada Universidad Pontificia, ejerció el ministerio parroquial en Somosierra, Madrid (1965-1966). Hasta el año 1967 fue profesor de la facultad de derecho de Madrid y consiliario diocesano de la Juventud de Estudios Católicos. Vino después a Roma e ingresó en la Pontificia Academia Eclesiástica, donde se preparan los sacerdotes para el Servicio Diplomático de la Santa Sede (1967-1969). En la Pontificia Universidad Lateranense obtuvo el doctorado en Derecho Canónico. Desde 1970 hasta 1972, fue secretario de la Nunciatura Apostólica en Senegal y de la Delegación Apostólica en África Occidental. Desde 1972 a 1975 fue secretario de la Delegación Apostólica en los Países Escandinavos y de la Nunciatura Apostólica en Finlandia. Desde 1975 trabajó en el Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, hoy Sección para las Relaciones con los Estados, como auditor y consejero de nunciatura, ocupándose especialmente de los países de Europa del Este. Fue miembro de la Delegación de la Santa Sede en la Conferencia sobre Seguridad y la Cooperación Europea durante las reuniones del Helsinki, Ginebra, Madrid, Ottawa y Berna. De 1979 a 1987 fue miembro de la Oficina de la Mediación Pontificia entre Argentina y Chile en la controversia sobre la zona austral. Además de su lengua materna, domina el italiano, el francés y el inglés. En Roma ha combinado sus trabajos al servicio de la Santa Sede con el ministerio pastoral en diversos campos de apostolado.

El 29 de octubre de 1988, el Papa Juan Pablo II lo nombró Arzobispo titular de Novaliciana y Pro-Nuncio Apostólico en Cuba. Recibió la Ordenación Episcopal en Madrid, el 18 de diciembre de 1988.

Desempeñó sus funciones en Cuba hasta noviembre de 1992, fecha en que fue trasladado a Kinshasa como Nuncio Apostólico en Zaire, hoy República Democrática del Congo; estuvo en Kinshasa hasta que fue nombrado, en enero de 1999, Nuncio Apostólico ante las Comunidades Europeas, con residencia en Bruselas; ejerció dicho carga hasta recibir en diciembre de 2004, su nombramiento actual como Nuncio Apostólico en Gran Bretaña.

 

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