Ponencia del general Ernesto Videla Cifuentes, Director de la Oficina de Mediación chilena.

Felicito la iniciativa de la Pontificia Universidad Católica y agradezco su invitación a participar en este acto conmemorativo del XXV aniversario del Tratado de Paz y Amistad entre Chile y Argentina, alcanzado gracias a la mediación de la Santa Sede. Además, por darnos la oportunidad de reiterar personalmente a Monseñor Faustino Sainz nuestra gratitud por la labor desarrollada en bien de la paz entre ambos países.

Para referirme, como se me pidió al rol fundamental que desempeñó el Cardenal Antonio Samoré en esa magna tarea, qué mejor que describirlo en algunos de los episodios más significativos del proceso.

Su nombre lo escuchamos por primera vez el 21 de diciembre de 1978. El recién elegido Papa Juan Pablo II lo designó Enviado Especial, luego que gracias a su providencial intervención ambos gobiernos aceptaran su propuesta de ayuda y así se detuviera, milagrosamente, al momento, una tragedia que parecía inevitable. En un acto de valentía extraordinario Su Santidad acogía nuestro ruego, el de las jerarquías de la Iglesia de ambos países y la demanda de poderes políticos mundiales, que veían fracasar sus gestiones para detener lo que parecía un enfrentamiento vecinal.

El Cardenal Antonio Samoré, aunque desconocía la profundidad de la controversia, la complejidad de los efectos que los enardecidos sentimientos nacionales provocaban en torno a ella y las especiales condiciones políticas existentes en los respectivos países, con similar valor, tampoco vaciló en asumir la delicada misión de paz encomendada por el Santo Padre. Sin detenerse a medir los sacrificios personales abandonó su tranquila labor en la Biblioteca del Vaticano y se entregó entero a la delicada tarea. Nunca imaginó ni la magnitud del desafío ni el rol que jugaría en la construcción de una de las obras más trascendentales del Pontificado de Juan Pablo II, que hasta ahora no ha sido suficientemente destacada, pero que la historia se encargará de reconocer.

Consciente de la enorme responsabilidad que recaía sobre sus hombros, junto a monseñor Faustino Sainz -a cargo de los asuntos de Europa del Este- y del padre Fiorello Cavalli -del escritorio Chile y Argentina-, emprendió su tarea el día de Navidad, viajando primero a Buenos Aires.

Tuvimos la oportunidad de conocerlo recién el 28 de diciembre cuando arribó a Santiago en el primero de los dos viajes que hizo a Chile. Entendió tan angustiante el momento que en el mismo aeropuerto, tan pronto ingresó al auto, con tono amable le indicó al Ministro Hernán Cubillos: “vamos trabajando”. Es que cada minuto que pasaba era un riego para la paz. Más tarde, ante una negativa a una petición suya, con otro acento advertiría: “Entonces regreso a Roma con un fracaso”. Ambos establecerían un diálogo franco que daría paso a la confianza mutua.

A medida que transcurrían las reuniones en la Cancillería, la Nunciatura y hasta la casa del Ministro, observaba con impaciencia cuán difícil sería su tarea. Sus intentos por ganar espacios donde poder encontrar aproximaciones se estrellaban con la claridad de los títulos que exhibían nuestros juristas. La sencillez con que don Julio Philippi respondía sus consultas sobre el Tratado de 1881 y el Laudo Arbitral sobre el Canal Beagle era suficiente para evitar su inquietud porque el derecho limitaba su acción. Impertérrito lo escuchó demostrar que era imposible hacer “una transacción interpretativa” de dicho instrumento y a su término se notó insatisfecho. Jamás imaginaría el Cardenal el rol que jugaría el ilustre jurista en la solución del diferendo y de qué manera le colaboraría en su labor. Más esperanzado se sentía cuando Helmut Brunner, Santiago Benadava o Francisco Orrego le hablaban de los espacios donde el derecho sí ofrecía posibilidades. Sin duda que fue en el terreno de la diplomacia donde se sintió mejor estableciendo una relación con el distinguido embajador Enrique Bernstein que serviría de manera sustancial al buen entendimiento.

Desde las 11:30 horas de aquel día hasta el 30 a las 10 horas, cuando volvió a Buenos Aires, “ni pesimista, ni optimista”, según sus palabras, no cesó un minuto. Su segundo viaje a Santiago también fue muy tenso. Después de una larga jornada con la misión, con expresión serena pero firme, ojos penetrantes y gestos pausados, admitió los riesgos existentes y recordó el fundamento de la providencial intervención del Papa. Antes de regresar a Buenos Aires, en el Templo Votivo de Maipú hizo una oración de vigilia por la paz y la concordia entre ambos pueblos, que encomendó a la Virgen del Carmelo. En Argentina había celebrado un oficio religioso similar a los pies de Nuestra Señora de Luján.

El Cardenal continuó trabajando sin cesar hasta que, ese incierto día 8 de enero de 1979 en Montevideo, logró que ambos gobiernos firmaran dos actas. En la primera solicitaban la mediación de la Santa Sede y en la segunda se comprometían a no hacer uso de la amenaza ni del uso de la fuerza.

Fueron días dramáticos porque un fracaso en las negociaciones nos llevaba inevitablemente a la confrontación, con todo lo que significaba desde el punto de vista humano y político. Esa posibilidad estuvo presente hasta el final, cuando se selló el compromiso. Fue la mayor prueba que logró salvar con éxito porque su gestión estaba ensombrecida por una tensión que amenazaba la paz entre ambos pueblos. En ese supremo esfuerzo exhibió todas las armas de la milenaria diplomacia de la Sede Apostólica y su multifacética personalidad.

Mostró una implacable imparcialidad que naturalmente producía insatisfacción en ambas partes; así como capacidad para escuchar y una gran habilidad para usar con virtuosismo el silencio, un recurso tan fundamental cuando se tratan materias internacionales muy sensibles. A la hora de hablar medía con prudencia sus palabras y apremiado por encontrar una pronta solución, caminaba tan de prisa que parecía indiferente a cuanto sucedía a su alrededor; jugaba con el tiempo y el espacio sin temor a retroceder o cambiar sus líneas de acción, y con decisión sorteaba dificilísimos momentos, expresando con franqueza su pensamiento, y llegado el caso, el de la Sede Apostólica y del mismo Papa. Con serenidad resistió las presiones; con celo manejó la confidencialidad de su labor, lo que a algunos los hacía sentir marginados. Su rostro serio, casi inexpresivo detrás de unos gruesos anteojos que parecían una cortina que lo separaba de sus interlocutores, cambiaba de pronto, y daba rienda suelta a la expresión de sentimientos que suplicaban comprensión y ayuda para poder ayudar.

Mucho más se podría decir de las cualidades que lució en este episodio y en la tarea que luego se le encargaría, pero hay un aspecto que fue la clave en el resultado de su gestión. Cuando constató que sus intentos iniciales por afianzar la paz a través de un acuerdo en los temas de fondo eran imposibles por la tenaz resistencia de las partes, concentró sus esfuerzos en cumplir su tarea original, esto era asegurar la paz y encauzar la solución de la controversia a través de un sistema pacífico. Para ello comprendió que la única forma de lograrlo era ganándose la confianza de las partes. Fue haciéndoles sentir que cual secretos de confesión podían depositar en él espacios menos absolutos, que se apartaban de aquellos máximos instalados en la opinión pública. La tarea fue extenuante, pero más fuerte su perseverancia e incansable voluntad de hacer entender que el camino que ofrecía constituía un bien superior al que los gobiernos debían servir. Porque finalmente ofreció una salida honorable a la crisis y, por tanto, digna para ambos países, es que ambos gobiernos aceptaron su propuesta mediadora.

Sólo nuestra ilustre visita, Monseñor Faustino Sainz, conoce la totalidad de la historia de lo que sucedió, los dramáticos momentos que vivió el Cardenal, la enorme trascendencia que tuvo su gestión, como asimismo la satisfacción que experimentó cuando ya en Roma le dio cuenta al Papa del éxito de la misión que le había encomendado.

Pero la tranquilidad le duraría poco. Aceptada por ambos gobiernos la mediación de la Sede Apostólica, el Santo Padre otra vez requirió de sus valiosos servicios con sencillez y como fiel servidor aceptó ser su representante y continuó la tarea culminada exitosamente, junto a su inigualable colaborador, Monseñor Faustino Sainz Muñoz.

Como si todo empezara de nuevo, menos apremiados por el tiempo pero con igual responsabilidad por la trascendencia de su resultado, ambos prosiguieron incursionando en la amplia y compleja historia de límites entre ambos países. Con sabiduría el Cardenal trazó los lineamientos de la mediación, un método de solución de controversias desprovisto de las claras normas que rigen los procedimientos arbitrales o judiciales. Pero, además, con la particularidad que era usado por la Santa Sede.

Tanto él como su colaborador nos brindaron una atenta acogida en la Sede Apostólica y nos permitieron progresivamente llegar a ser sus moradores circunstanciales. En la bella Casina Pío IV -ubicada en medio de los jardines vaticanos-, donde nos recibía, el Cardenal ofreció con gran lucidez un lugar imparcial y abierto a considerar lo que las partes quisieran expresarle, además de recibir a las autoridades que desearan visitarlo; en fin, ninguna pudo quejarse de haber sido desoída. Cuidó de informar periódicamente a los dignatarios de la Iglesia Católica de ambos países, pero sin revelar los aspectos sustanciales propios de la reserva que le exigía su gestión. Mantuvo con celo los canales de comunicación con los gobiernos y siempre observó mucha deferencia con los equipos representativos, conservando su relación directa con ellos. Con igual fuerza impidió cualquier interferencia en su gestión. En ello contó siempre con el respaldo del Secretario de Estado Monseñor Agostino Casaroli, otra de las figuras que jugaron un papel relevante en la mediación.

Manejó los tiempos con sabiduría. Esperó pacientemente que los ánimos se aquietaran, hasta que el entendimiento y la hermandad volvieran a primar en las relaciones. Cuando las partes habían agotado la entrega de antecedentes y escuchado la disponibilidad de los gobiernos para alcanzar una solución transaccional, exploró primero sus hipótesis, que luego de sucesivas adecuaciones volcó en la “Propuesta, Sugerencias y Consejos”. El Papa, después de escuchar directamente a las delegaciones, en solemne ceremonia en la Sala del Consistorio, le hizo entrega del documento a ambos gobiernos, a través de sus ministros de RR.EE.

Había sido una jornada agotadora que, si bien no se concretó por la falta de aceptación de la Propuesta por una de las partes, constituyó el pilar de la solución que el Santo Padre ofreciera finalmente.

En esas delicadas circunstancias, Juan Pablo II le prestó todo su respaldo al Cardenal y éste hizo frente a la adversidad con más empeño y perseverancia. Así como doloroso fue para él que la Propuesta no fuera aceptada, el atentado contra Su Santidad lo afectó anímicamente. En esos momentos se vivía una tensa situación entre ambos países y al visitarlo después que abandonara la Clínica Gemelli, nos contó que el Pontífice le había preguntado por el estado de la “mediación chica”, como llamábamos a ese ingrato episodio, que culminó con un intercambio de prisioneros. Debió extremar su pericia diplomática para alcanzar un acuerdo.

Fatigado y con su salud quebrantada, en abril de 1982 logró que se le asignara a Monseñor Gabriel Montalvo, Nuncio en Argelia, Túnez y Libia, para conformar junto a Monseñor Faustino Sainz una dupla diplomática ejemplar. Más tarde, gracias a su prudente conducción, logró la prórroga del Tratado de Solución Judicial de Controversias de 1972, para el solo efecto del Diferendo Austral.

Fueron años tensos, inciertos, por momentos dramáticos, amenizados con esa infaltable cuota de humor relajante, donde el anecdotario también dejó huellas. Al Cardenal le gustaban los chistes de “Condorito” que le contaba Santiago Benadava; pero se demoraba en reaccionar ante las bromas, como ocurrió cuando después de la prolongada demora de la otra parte en responder a la Propuesta, le expresé que había viajado para anunciarle que el Gobierno chileno le había retirado su aceptación. A lo mejor no fue de muy buen gusto. Se sorprendía con la cultura de don Julio Philippi, quien incluso, al orar, como solía hacer el inicio de cada sesión, éste reconoció al autor de una poco común oración -quizás Monseñor Sainz se acuerda del santo-. O una vez, en que para salir de una discusión agitada, el embajador Bernstein le sugirió nos ofreciera una taza de té, y él dio por terminado el encuentro no sólo con té, sino también con whisky, que tuvo una mayoritaria acogida y por cierto permitió una relajada y amena conversación.

El Cardenal Samoré falleció el 3 de febrero de 1983 acompañado de sus leales monseñores, reafirmando su fe y fidelidad al Santo Padre y a la Iglesia, a la que se entregó en cuerpo y alma.

Es cierto que no alcanzó a ver concluida la monumental obra de paz del Papa Juan Pablo II, pero nadie podrá desconocer que el tratado se construyó sobre los cimientos que con tanto esfuerzo, dedicación y amor había fraguado él con sus colaboradores.

Han transcurrido veinticinco años desde ese trascendental momento, lapso en que ha quedado en evidencia que los fines perseguidos en dicho tratado se ha cumplido a cabalidad. Ambos pueblos han avanzado por la senda del entendimiento y la colaboración dejando a tras un triste pasaje de la historia que los tuvo al borde del conflicto en la década de los setenta y ochenta. Pero no ha sido fruto sólo del mero cambio de los tiempos, de haber solucionado aquello que nos enfrentaba, o de un simple “realismo político” que terminó por convencer a los dos gobiernos que lo mejor era un arreglo definitivo. La explicación es que el Papa Juan Pablo II, de venerable memoria, quiso ir más allá de alcanzar una solución mutuamente aceptable para ambas Partes en los variados temas que conformaban el Diferendo Austral y ofreció incorporar en el tratado los dos pilares que consideraba indispensables para facilitar que ambas naciones convivieran fraternalmente: propuso un sistema de solución de controversias perfectamente normado para que cada parte pudiera usar y ninguna frustrar su aplicación, y la formación de una Comisión Binacional de Cooperación Económica e Integración Física que facilitara el desarrollo de intereses compartidos que lamentablemente dejó de funcionar. Felizmente, el Santo Padre fue escuchado por los entonces Presidentes Raúl Alfonsín y Augusto Pinochet, quienes aceptaron su sugerencia y se pudo hacer realidad el tratado.

Hoy este completo documento está vivo: se usa a diario. Por los canales australes, motivo de fuertes tensiones en el pasado, navegan los buques conforme a las disposiciones que se acordaron y que se adecuan conforme a las nuevas circunstancias; de manera permanente se usan las disposiciones que regulan tanto las reuniones tendientes a prevenir desacuerdos y si ello no fuera posible, a usar los mecanismos de solución de controversias. El recurso a la instancia jurisdiccional ya no es considerado casus belli, como entonces, y, por tanto, la razón es la que ha imperado por sobre la pasión ultranacionalista.

Justo es entonces que hoy hagamos un agradecido reconocimiento a todas las autoridades que asumieron con valentía la responsabilidad de apostar por la paz, porque lo hicieron cuando estaba siendo seriamente puesta a prueba. Varios de ellos ya no están con nosotros, pero sólo uno, quizás el que más luchó por alcanzar el acuerdo, no alcanzó a ver culminada su obra. Es el Cardenal Antonio Samoré, quien antes de fallecer, a sus queridos colaboradores Monseñores Gabriel Montalvo y Faustino Sainz, les reconoció con voz débil pero entera, su tristeza de no alcanzar a ver concluida la obra de concordia y paz entre Chile y Argentina. Me correspondió participar en sus solemnes exequias, encabezadas por el Papa en la Basílica de San Pedro, y luego en su entierro en el Convento de Vetralla, -en la campiña romana- donde otras veces fuéramos a escuchar las angelicales voces y degustar las exquisiteces que hacían las monjitas de claustro.

En esos momentos recordé con emoción -como lo hago hoy-, las palabras de San Francisco de Sales que nos solía repetir el Cardenal en los días aciagos: “Para hacer el bien, es indispensable un vaso de sabiduría, un barril de prudencia y un mar de paciencia”. Así lo hizo y lo logró.

 

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