El Estado debe respetar la naturaleza y verdad del matrimonio. Una ley de divorcio lo afecta en su ser mismo y lo despoja de aquellas notas esenciales que le permiten desarrollarse y llegar a ser lo que son, afectando a todos los aspectos de la realidad familiar y al conjunto de las relaciones humanas.

Las anulaciones matrimoniales se están multiplicando en todo el mundo católico. Algunos contemplan este fenómeno como un éxito de la praxis canónico-procesal. Yo tiendo a verla más bien como el fracaso de la praxis pastoral. 

Frente al fenómeno de las uniones de hecho, no se puede menos que tener en cuenta el aspecto subjetivo: se trata de determinadas personas, de su visión de la vida, de sus intenciones, en síntesis, de su “historia”. En este sentido, podemos, más aún, debemos reconocer y respetar la libertad individual de elección de esas personas.

Es opinión casi unánime de los educadores y de muchos padres de familia, que un fuerte cambio en las costumbres y estilos de vida de la juventud se ha ido haciendo presente en los últimos años. Responde en parte a la influencia del sistema educacional, pero también a cierta metamorfosis que vive la misma familia en la sociedad de consumo. Afecta a todos los ámbitos socio-económicos, pero el cambio, como tal, se registra con más nitidez en los sectores de mayores recursos.

Las democracias contemporáneas han reducido los cuerpos intermedios en general, y sobre todo la realidad de la familia, a una especie de joint-venture, como si fuese un mero contrato privdo entre un hombre y una mujer. Ya no se reconoce su objetivo valor social. En este marco, toca a otros sujetos sociales, como la Iglesia, asumir la defensa de la relevancia social y civil de la familia y mostrar en qué medida las democracias modernas, cuando incurren en este error, se resquebrajan e impiden al hombre, en última instancia, una objetiva y equilibrada satisfacción de las propias exigencias constitutivas.

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