Frente al fenómeno de las uniones de hecho, no se puede menos que tener en cuenta el aspecto subjetivo: se trata de determinadas personas, de su visión de la vida, de sus intenciones, en síntesis, de su “historia”. En este sentido, podemos, más aún, debemos reconocer y respetar la libertad individual de elección de esas personas.

Un problema subjetivo a la vez objetivo

Frente al fenómeno de las uniones de hecho, no se puede menos que tener en cuenta el aspecto subjetivo: se trata de determinadas personas, de su visión de la vida, de sus intenciones, en síntesis, de su “historia”. En este sentido, podemos, más aún, debemos reconocer y respetar la libertad individual de elección de esas personas.

Pero en las uniones de hecho que piden el reconocimiento público no sólo está en juego la libertad privada (cada cual es libre de comportarse en privado como mejor le parezca), también está en juego, y de modo específico, el reconocimiento público de esta elección privada. Por eso, este problema necesita un enfoque propiamente social; en efecto, el individuo es persona, y es persona porque es un ser relacional, que está en relación con los demás. Esto exige que haya un “terreno común” en el que las personas puedan encontrarse, confrontarse y dialogar a partir de elementos que “comparten”, y refiriéndose a ellos, que han de ser valores y exigencias aceptados por todos.

Este terreno común equivale a un criterio objetivo, a una verdad que está por encima de todos y que, a la vez, es para el bien de todos. Aceptar este criterio, esta verdad, es condición necesaria tanto para la auténtica libertad y la madurez de la persona como para el desarrollo de una convivencia social ordenada y fecunda.

Una atención exclusiva al sujeto y a sus intenciones y opciones, sin una referencia adecuada a la dimensión social y, por consiguiente, al dato objetivo, es fruto de un individualismo arbitrario inaceptable, más aún, contraproducente para la dignidad de la persona y el orden de la sociedad.

Un problema “laico” no confesional

La discusión sobre las familias de hecho ha mostrado, una vez más, la fuerza de la tendencia a “ideologizar”, incluso “confesionalizar” los problemas, es decir, a creer que su solución sólo puede tener respuestas diversas y opuestas según la fe profesada, según sea católica o laica.

Ciertamente, el cristiano tiene una visión del matrimonio y de la familia que deriva de la palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, y que lo lleva a reconocer en el matrimonio de los bautizados un sacramento, un signo y un lugar de la salvación de Jesucristo. Pero el cristiano, siempre a la luz de la palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, sabe que el sacramento no es una realidad sucesiva y extrínseca al dato natural, sino que ese mismo dato natural es asumido como signo y medio de salvación. En este dato natural, y por tanto profundamente humano, el creyente interviene con la luz y la fuerza de su razón. Así pues, el problema de las uniones de hecho puede y debe afrontarse con la razón: no es cuestión de fe cristiana, sino de racionalidad.

Es inaceptable la tendencia, tan difundida y arraigada, casi instintiva, de oponer a los católicos y a los laicos. Lo que afirma la encíclica Evangelium vitae sobre el problema del aborto puede aplicarse de modo análogo a nuestro problema. “El evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes, es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos…” (n.101).

¿Tendrá que acontecer también en este campo lo que ya ha sucedido y sucede en otros campos, o sea, que la Iglesia defienda la validez de la razón y la humanidad del hombre?

Un problema muy serio

Es preciso denunciar otro riesgo, común y difundido: el de quitar importancia al alcance del problema. En efecto, se dice que ese problema no ha de preocupar excesivamente, dado el número relativamente escaso de las parejas de hecho con respecto a la casi totalidad que es favorable a la familia fundada en el matrimonio. En realidad, el problema, más que cuantitativo, es cualitativo, atañe a la verdad y a la justicia, o sea, a los valores y a las exigencias que están implicados en él. Más bien, la escasa importancia numérica del problema debería suscitar alguna duda incluso sobre la oportunidad de solicitar intervenciones administrativo-legislativas concernientes a las parejas de hecho, teniendo en cuenta que no siempre se da un adecuado compromiso para promover auténticas políticas familiares.

Una forma aún más preocupante y perjudicial de enfoque superficial del problema es la exaltación (aparente y falsa) de la libertad de elección de las personas. Pero precisamente este enfoque completamente privado del matrimonio y de la familiar exige que se lo considere con la mayor seriedad. No nos hallamos frente a una clase cualquiera de relación de vida entre las personas, sino frente a una clase de relación que tiene una dimensión social única con respecto a todas ls demás, es única la de la familia por su naturaleza de núcleo social básico, puesto que con la procreación se sitúa como seminarium civitatis (como principio “genético” de la sociedad) y con l educación se configura como lugar primario de transmisión y cultivo de los valores y, por consiguiente, como principio de cultura.

Por las razones que acabamos de exponer, hay que concluir que el “modelo” de matrimonio y de familia no es en absoluto algo secundario o marginal para la configuración estructural de la sociedad; por el contrario, es algo decisivo, que caracteriza a la sociedad misma: tal como sea la familia, así será la sociedad.

Para una valoración verdaderamente racional

Con las uniones de hecho sucede lo mismo que con cualquier otro problema humano: hay que intervenir con la razón; más precisamente con la “recta razón”. Con esta clásica precisión terminológica se quiere aludir a la lectura y al juicio de una razón que sabe ser objetiva y que, por eso, se ve libre de los más diversos condicionamientos, como la emotividad o la fácil compasión ante situaciones dolorosas, los posibles prejuicios ideológicos, la presión social y cultural, y las rígidas tomas de posición de las fuerzas y de los partidos políticos.

En particular, la “recta razón” debe defenderse de algunas tendencias culturales radicales, que tienen como objetivo más o menos evidente la destrucción de la institución familiar. El Santo Padre fue muy claro a este respecto en su discurso al Foro de las Asociaciones familiares católicas de Italia: “Más preocupante aún es el ataque directo a la institución familiar, que se está llevando a cabo tanto a nivel cultural como en el ámbito político, legislativo y administrativo.(…) En efecto, es clara la tendencia a equiparar la familia con otras formas muy diferentes de convivencia, prescindiendo de fundamentales consideraciones de orden ético y antropológico” (27 de junio de 1998, n.2. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de julio de 1998, p. 3).

Estas consideraciones fundamentales de orden ético y antropológico son el objeto específico propio de una recta reflexión racional. Y ésta, según un camino lógico ideal, procede ante todo a definir la identidad propia de la familia fundada en el matrimonio y la identidad propia de las demás formas de convivencia, para comparar después esas dos identidades y llegar así a deducir si es posible o no la equiparación entre familia y uniones de hecho.

Por tanto, lo primero es definir la identidad propia de la familia en sí misma y en relación con la sociedad. A esta identidad pertenece, además de lo que ya he dicho, el valor y la exigencia de la estabilidad de la relación matrimonial entre el hombre y la mujer: una estabilidad que se expresa y confirma en la relación de procreación de los hijos, que se pone a su servicio educativo-cultural y que, en ese sentido, se convierte también en un factor de ulteriores relaciones del entramado social, con vistas a su cohesión.

Además, se debe precisar que la estabilidad propiamente matrimonial y familiar no está confiada exclusivamente a la intención y a la buena voluntad de las personas implicadas, sino que tiene un carácter institucional después de adquirir estado público, o sea, como cosecuencia del reconocimiento jurídico de la opción de vida conyugal por parte del Estado. Evidentemente, esta estabilidad es de interés para todos, pero beneficia de modo particular a los más débiles, a saber, a los hijos. En este sentido, no puede dejar de impresionar el silencio práctico que, sobre el problema de los hijos que nacen en parejas de hecho, caracteriza al debate actual en torno a la equiparación entre familia y uniones de hecho.

Una pretendida equiparación entre familia y uniones de hecho por parte de la sociedad y de la ley civil definirse falsa y falsificadora, porque va contra la verdad de las cosas, anulando diferencias sustanciales e introduciendo “modelos” de familia que de ningún modo pueden compararse entre sí y que, en todo caso, acaban por desacreditar injustamente a la única familia que la historia de la humanidad de todos los tiempos ha visto siempre, no como una relación genérica, sino como una realidad que tiene su origen en el matrimonio, o sea, en el pacto estipulado y manifestado de varios modos entre personas de sexo diverso, realizado a partir de una elección recíproca y libre, que comprende, por lo menos como proyecto, una relación procreadora.

La intervención de la sociedad y de la ley civil

Es legítima, más aún, necesaria la intervención de la sociedad y de la ley civil en el ámbito de la familia y también de las uniones de hecho: la razón reside en la esencial dimensión social del matrimonio, que se expresa en la relación recíproca que va del matrimonio a la sociedad, y de la sociedad al matrimonio.

Pero ¿cómo intervenir? Respetando la verdad y la justicia. Para apoyar una ley civil que reconozca las uniones de hecho, se invoca la distinción entre ley moral y ley civil. Ciertamente, entre las dos hay distinción, pero la distinción no es sinónimo ni de separación ni, mucho menos, de contradicción. Es conocida a este respecto la clara enseñanza de santo Tomás, para quien” la ley positiva humana en tanto tiene fuerza de ley en cuanto deriva de la ley natural, ya no es ley, sino corrupción de la ley” (Summa Theologiae I-II, q. 95, a.2)

En el caso específico del reconocimiento jurídico de las uniones de hecho, tratándose de un modelo de familia que contradice la ley natural y además con fuertes consecuencias negativas para el entramado social, la ley civil no puede alejarse de la ley natural. Si lo pretendiera, perdería su identidad de ley, como escribe san Agustín: “Non videtur ese lex, quae iusta non fuerit”, “No puede llamarse ley la que no sea justa” (De libero arbitrio 1, 5, 11).

Hay que recordar, asimismo, una función ineludible de la misma ley civil: la educativa. Ciertamente, la ley no tiene como misión hacer santos a todos los ciudadanos y, en este sentido, puede y debe registrar ciertas situaciones existentes en la sociedad, llegando incluso a formas de tolerancia: “De lo contrario, se producirían males peores” (“Secus deteriora mala prorumperent”), diría santo Tomás. Pero tampoco puede limitarse a registrar las situaciones presentes y a consagrarlas con el crisma de la legalidad. Tiene siempre una función educativo-cultural. no puede ser indiferente a los valores culturales y éticos, y debe cumplir una función pedagógica y desempeñar un papel de promoción moral y cultural, ciertamente afrontando fuertes corrientes que quisieran que esa función desapareciera.

Una política familiar orgánica

Aunque la responsabilidad con respecto a la familia, teniendo en cuenta su típico valor social, compete a todos los miembros de la sociedad, su sujeto privilegiado son todos los que actúan en política. Estos, en primer lugar, deben ser conscientes de la seriedad del problema de la equiparación de las uniones de hecho con la familia: abordarlo superficialmente significaría no reconocer el peso social, único y decisivo, que el modelo de familia fundada en el matrimonio tiene en relación con algunos valores fundamentales para la convivencia humana, como son la vida, la educación, la estabilidad de las relaciones afectivas, etc.

Si con respecto a nuestro problema afirmamos que también los políticos corren el riesgo de afrontarlo a la ligera, no es ciertamente por falta de estima en relación con ellos; al contrario, es porque con frecuencia, por lo general, la acción política tiende a seguir la línea de pragmatismo y del “equilibrio”. Interesan las cosas concretas y no romper, sólo por cuestiones de principio, la organización armoniosa de las fuerzas políticas o las ya precarias alianzas o coaliciones entre ellas. Pero los numerosos males que afectan a la política ¿no derivan de un pragmatismo sin una proyección clarividente y firme, que por su naturaleza exige un notable esfuerzo de reflexión sobre los grandes valores antropológicos y éticos que determinan una cultura -una costumbre y una mentalidad y, por tanto, una serie de decisiones, opciones, acciones e instituciones- que de verdad respete y promueva la dignidad personal de todos los hombres y de cada uno? ¿No son estos valores lo más concreto que necesita la sociedad? Y el equilibrio de las fuerzas políticas, ¿no debe construirse y mantenerse sobre bases de claridad y fidelidad a los valores?

Todavía hay que dar muchos pasos para llegar a una política que no tenga miedo de pensar y “pensar en grande” y, por consiguiente, una política que no tema rechazar la indiferencia y el relativismo con respecto a la verdad y a los valores, indiferencia y relativismo que a menudo se consideran como sinónimos de libertad y democracia. Más bien es verdad lo contrario, como recuerda el Papa en la encíclica Centesimus annus, renovándonos la advertencia que nos hace la historia: “Si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (n.46).

Ya se sabe que la función legislativa forma parte de la responsabilidad política: en este sentido, incumbe a los políticos velar por la justa relación entre ley moral y ley civil, no sólo en cuando a los principios sino también en cuanto a su aplicación, y defender el valor educativo-cultural del ordenamiento jurídico.

Aclaremos, asimismo, que el modo más verdadero y eficaz para no ceder a la equiparación entre familia y uniones de hecho, y al mismo tiempo frenar la difusión de estas últimas, consiste en promover con energía y de forma sistemática una política familiar orgánica, entendida como centro y motor de todas las políticas sociales. A algunos esta perspectiva podría parecerles exagerada. En realidad, corresponde a la verdad de la relación fundamental, original e insustituible entre familia y sociedad. Su aplicación coherente lleva a intervenciones muy precisas, que abarcan todo el abanico de los “derechos” de la familia como tal y que se refieren, entre otras cosas, a la vivienda, al trabajo, a la escuela, a la sanidad y al fisco. No hace falta decir que con esas intervenciones, la política responde a un elemental sentido de justicia, reconociendo con los hechos que la familia se configura como el primero, el más difundido y el más eficaz “amortiguador social”, pues son las familias las que procuran remediar las carencias y la incapacidad del Estado, que debería ser “social”, pero que, desgraciadamente, muy a menudo sólo logra ser “asistencial”.

Al promover con mayor empeño una política familiar orgánica, también será necesario respetar un requisito esencial e irrenunciable, que consiste en reconocer, tutelar, valorar y promover la identidad de la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio, trazando una línea de demarcación, lo más neta posible, entre la familia entendida correctamente, y las demás formas de convivencia que, por su naturaleza, no pueden merecer ni el nombre ni el status de familia. Al hacerlo, los cristianos comprometidos en la política, independientemente del partido al que pertenezcan, deberían tener la valentía de encontrar -entre sí y con cuantos se preocupan seriamente por el bien común, aunque sean de confesiones diferentes- líneas comunes y convergentes de intervención y de acción.

Al mismo tiempo, no hay que tener miedo de afrontar los problemas relativos a otras formas de convivencia, como las uniones de hecho. En efecto, también habrá que considerar esos problemas, sobre todo si van cobrando una dimensión notable en el ámbito social. Pero esto debe hacerse teniendo como punto de referencia otros criterios que, en última instancia, remiten al derecho y a los deberes de las personas y de otras clases sociales particulares, pero no a los derechos y a los deberes de la familia como tal.

La acción pastoral de la comunidad cristiana

También la comunidad cristiana debe interrogarse sobre el fenómeno de las uniones de hecho y, en particular, sobre las tentativas que se realizan para lograr su equiparación jurídica con la familia: debe preguntarse cómo cumplir su misión específica, que deriva de su naturaleza de Ecclesia Mater et Magister y, por consiguiente, cómo cumplir su tarea de evangelización y de testimonio de caridad.

Los cristianos, no sólo por la luz de la razón, sino también por el “esplendor de la verdad” que les da la fe, están comprometidos a llamar a las cosas por su nombre: llamar al bien “bien”; y al mal, “mal”. En un marco cultural muy relativista, que pretende anular todas las diferencias, incluso las esenciales, entre familia y uniones de hecho, es necesaria una lúcida sabiduría y una libertad más intrépida, para no prestarse a equívocos ni a componendas, convencidos de que la “crisis más peligrosa que puede afectar al hombre” es “la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades” (Veritatis splendor, 93). La encíclica que acabo de citar recoge las palabras del profeta del Antiguo Testamento: “¡Ay de los que llaman al mal “bien”, y al bien “mal”; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!” (Is 5,20).

La comprensión y, a veces, la compasión por ciertas situaciones difíciles y dolorosas de las personas que viven en una unión de hecho, es legítima, más aún, obligatoria. Pero comprensión no equivale a justificación. Más bien, se debe poner de relieve que la verdad constituye un bien esencial de la persona y de su auténtica libertad, de modo que la afirmación de la verdad no es una ofensa a las personas, sino una ayuda real. A este respecto, son significativas las palabras de Pablo VI: “No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas” (Humanae vitae, 29).

Pablo VI prosigue iluminando el otro aspecto fundamental de la acción pastoral de la Iglesia: “Pero esto debe ir acompañado siempre de la paciencia y de la bondad de que el mismo Señor dio ejemplo en su trato con los hombres” (ib).

Esto significa que los cristianos están llamados a tratar de comprender las múltiples razones personales, sociales y culturales de la difusión de las uniones de hecho. También a las personas que se encuentran en esta situación debe dirigirse la atención pastoral ordinaria de la comunidad eclesial, una atención que implica cercanía, dedicación a sus problemas y dificultades, diálogo paciente, ayuda concreta, especialmente con respecto los hijos y a sus derechos ético-sociales y patrimoniales. Una pastoral inteligente y discreta puede lograr a veces que estas uniones lleguen a regularizar su estado con el necesario compromiso público.

También en este campo, el esfuerzo pastoral prioritario consiste en la prevención, que implica un servicio sistemático y capital a los jóvenes y a su preparación para el matrimonio. Y, junto con la prevención, el esfuerzo por promover una pastoral familiar habitual y constante, destinada a hacer que las familias sean protagonistas de una acción encaminada al crecimiento humano y cristiano de las familias mismas. En este ámbito se sitúa, y no en un lugar secundario, el testimonio de vida que las familias cristianas deben dar sobre la belleza de una unión estable, más aún, indisoluble.

De igual modo, es tarea de la comunidad cristiana alentar y, a la vez, colaborar para que se realice en la comunidad civil una verdadera política familiar. Entre otras cosas, que los cristianos tengan que favorecer una acción cultural global y profunda, orientada a la promoción de una mentalidad y unas costumbres gracias a las cuales, con buenas razones y ejemplos estimulantes, la gente se convenza de la importancia que tiene la familia fundada en el matrimonio para toda la sociedad. A mismo tiempo, siguiendo las indicaciones del Directorio para la pastoral familiar (n,113), en las diversas y múltiples iniciativas de formación de los cristianos en la actividad social y política, habrá que presentar a la familia como la primera realidad que se ha de promover con vistas a la realización del bien común; se deberá recordar continuamente a todos los agentes sociales y políticos la necesidad y la urgencia de una adecuada política familiar; y habrá que impulsar y ayudar a las familias cristianas a que vuelvan a ser protagonistas responsables de su papel en la sociedad.


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