Joaquín García-Huidobro

Tajamar Editores

Santiago, 2024

204 págs.

En medio de un cristianismo tan aporreado, García Huidobro escribe este libro breve, pero hondamente reflexivo, en la vena de los escritos en defensa de la fe que han hecho memorables a autores como Chesterton, un autor de cabe cera en este caso. El primer capítulo se esfuerza en desmentir la acusación que pende sobre la religión como enemiga de la ciencia en un sentido que recuerda la frase de Niklas Luhmann: no ha sido tanto la religión la que ha tenido dificultades con la ciencia, sino la ciencia la que aborrece la religión. El pensamiento cristiano ha contribuido con la ciencia (aunque no la ha fundado propiamente) al reconocer la inteligibilidad de la naturaleza como obra de un plan divino, algo que debemos a la metafísica de la creación de los grandes autores cristianos del siglo XIII que recogieron la herencia de Aristóteles (a la sazón taponada durante un milenio por la influencia platónica, esta sí alejada de toda curiosidad científica). Otra cosa es la pretensión positivista del siglo XIX (que todavía algunos repiten hasta hoy) de convertir a la ciencia en la única fuente de la verdad: la religión ha ayudado eficazmente a comprender los límites de la verdad científica (sin desmerecerla como hacen los filósofos de la crítica de la razón) y a recordar que un montón de preguntas, que incluyen algunas de las más esenciales para la vida humana, no se responden con el método científico. La religión ha puesto en su lugar a la ciencia, tanto como la ciencia a la religión que hace mucho tiempo ya ha dejado de inmiscuirse en cosas que reclaman el conocimiento positivo.

El segundo capítulo es un llamado vehemente a recuperar la alegría de ser cristiano en el sentido que ha propuesto Evangelii gaudium del Papa Francisco. En el tercero se examina la problematicidad de la Iglesia católica como una característica estructural suya que la ha atravesado en todos los tiempos, y que proviene del requerimiento de anunciar el evangelio (quizás la más alta exigencia que se haya hecho al intelecto y la bondad humana) en medio de las cosas del mundo. ¿Cómo podría no meterse la Iglesia en problemas una y otra vez? No se trata de esquivar el bulto que aqueja actualmente a la Iglesia católica.

El capítulo cuarto adopta una posición justa y precisa respecto de la actual crisis de la iglesia presbiteral: justamente porque se trata de clericalismo, la crisis actual debe ser vista como una oportunidad para renovar y fortalecer el compromiso laical. La reforma del siglo XVI exigió la renovación a fondo del presbiterado, se salió de la crisis con un clero mejor preparado y más íntegro. Hoy en día se requieren imperiosamente laicos más conscientes de la responsabilidad que tienen con su propia Iglesia y más educados en la inteligencia de la fe (porque la participación laical desde la reforma tridentina fue demasiado devocional). Todo está dicho con sensatez y prudencia.

En la cuestión decisiva, es decir, en la relación de la Iglesia con el mundo, se adopta una posición equilibrada: la Iglesia no debe volcarse hacia el mundo para caer bien y evitar la enorme publicidad negativa que cae sobre ella, pero tampoco debe subirse al Arca para afrontar el diluvio y encerrarse tozudamente en ella misma. En ambos casos el riesgo es perder justamente su problematicidad, su relación viva con las cosas de un mundo que interpela continuamente el mensaje cristiano al tiempo que lo conserva en su originalidad y novedad fundamentales. La respuesta precisa se encuentra en algún lugar entre la innovación y la tradición, pero no en los extremos.

El libro se cierra con un capítulo dedicado a contestar algunos excesos del programa de descolonización que abunda en nuestras ciencias sociales y que coloca al cristianismo injustamente en contra de las culturas indígenas, y uno último dedicado a reestablecer el sentido del temor de Dios, un antiguo instinto religioso hoy en día casi extinto, pero que bien entendido, expresa la desproporción entre Dios y la creatura humana sin la cual desaparece el sentimiento y la inteligencia propiamente religiosa. Los católicos vivimos en un mundo que pierde su raíz cristiana, pues ya no se trata de anticlericalismo como en el siglo XIX, sino de secularización. Ya no es cuestión de defender la libertad y las prerrogativas de la Iglesia, sino de la religión y de la fe misma, algo que requiere de renovada inteligencia y valentía, ambas cosas que abundan en este libro ágil, fresco e incisivo.

Eduardo Valenzuela

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