Queridos hermanos y hermanas:

Hemos escuchado las palabras del Apóstol Pablo a los Gálatas, quienes estaban pasando por tribulaciones y luchas internas. De hecho, había grupos que se enfrentaban y se acusaban mutuamente. En este contexto y hasta dos veces en pocos versículos, el Apóstol invita a «caminar según el Espíritu» (Ga 5,16.25).

Caminar. El hombre es un ser en camino. Está llamado a ponerse en camino durante toda la vida, a salir continuamente del lugar donde se encuentra: desde que sale del seno de la madre hasta que pasa de una a otra etapa de la vida; desde que sale de la casa de los padres hasta el momento en que deja esta existencia terrena. El camino es una metáfora que revela el sentido de la vida humana, de una vida que no es suficiente en sí misma, sino que anhela algo más. El corazón nos invita a marchar, a alcanzar una meta.

Pero caminar es una disciplina, un esfuerzo, se necesita cada día paciencia y un entrenamiento constante. Es preciso renunciar a muchos caminos para elegir el que conduce a la meta y reavivar la memoria para no perderla. Meta y memoria. Caminar requiere la humildad de volver sobre los propios pasos, cuando es necesario, y la preocupación por los compañeros de viaje, porque únicamente juntos se camina bien. Caminar, en definitiva, exige una continua conversión de uno mismo. Por este motivo, son muchos los que renuncian, prefiriendo la tranquilidad doméstica, en la que atienden cómodamente sus propios asuntos sin exponerse a los riesgos del viaje. Pero así se aferran a seguridades efímeras, que no dan la paz y la alegría que el corazón aspira, y que solo se consiguen saliendo de uno mismo.

Dios nos llama a esto ya desde el principio. A Abraham le pidió que dejara su tierra y que se pusiera en camino, con el único equipaje de la confianza en Dios (cf. Gn 12,1). Moisés, Pedro y Pablo, y todos los amigos del Señor vivieron en camino. Pero es sobre todo Jesús quien nos ha dado ejemplo. Salió de su condición divina por nosotros (cf. Flp 2,6-7) y vino entre nosotros para caminar, él que es el Camino (cf. Jn 14,6). Él, el Señor y Maestro, se hizo peregrino y huésped entre nosotros. Cuando regresó al Padre, nos dio el don de su mismo Espíritu, para que también nosotros tuviéramos la fuerza para caminar hacia él y hacer lo que Pablo pide: caminar según el Espíritu.

Según el Espíritu: si cada hombre es un ser en camino, y encerrándose en sí mismo reniega de su vocación, mucho más el cristiano. Porque —indica Pablo— la vida cristiana lleva consigo una alternativa irreconciliable: por una parte, caminar según el Espíritu, siguiendo el itinerario inaugurado por el Bautismo; por otra, «realizar los deseos de la carne» (Ga 5,16). ¿Qué quiere decir esta expresión? Significa intentar realizarse buscando la vía de la posesión, la lógica del egoísmo, con la que el hombre intenta acaparar aquí y ahora todo lo que le apetece. No se deja acompañar con docilidad por donde Dios le indica, sino que persigue su propia ruta. Las consecuencias de esta trágica trayectoria saltan a la vista: el hombre, insaciable de cosas materiales, pierde de vista a los compañeros de viaje. Entonces, por los caminos del mundo, reina una profunda indiferencia. Empujado por sus propios instintos, se convierte en esclavo de un consumismo frenético y, en ese instante, la voz de Dios se silencia; los demás, sobre todo si son incapaces de caminar por sí mismos, como los niños y los ancianos, se convierten en desechos molestos; la creación no tiene otro sentido, sino el de producir en función de las necesidades.

Queridos hermanos y hermanas: Las palabras del Apóstol Pablo nos interpelan hoy más que nunca. Caminar según el Espíritu es rechazar la mundanidad. Es elegir la lógica del servicio y avanzar en el perdón. Es sumergirse en la historia con el paso de Dios; no con el paso rimbombante de la prevaricación, sino con la cadencia de «una sola frase: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 14). La vía del Espíritu está marcada por las piedras miliares que Pablo enumera: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (v. 22.23).

Todos juntos estamos llamados a caminar de ese modo: el camino pasa por una continua conversión y la renovación de nuestra mentalidad para que se haga semejante a la del Espíritu Santo. A lo largo de la historia, las divisiones entre cristianos se han producido con frecuencia porque fundamentalmente se introducía una mentalidad mundana en la vida de las comunidades: primero se buscaban los propios intereses, solo después los de Jesucristo. En estas situaciones, el enemigo de Dios y del hombre lo tuvo fácil para separarnos, porque la dirección que perseguíamos era la de la carne, no la del Espíritu. Incluso algunos intentos del pasado para poner fin a estas divisiones han fracasado estrepitosamente, porque estaban inspirados principalmente en una lógica mundana. Pero el movimiento ecuménico —al que tanto ha contribuido el Consejo Ecuménico de las Iglesias— surgió por la gracia del Espíritu Santo (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Unitatis redintegratio, 1). El ecumenismo nos ha puesto en camino siguiendo la voluntad de Jesús, y progresará si, caminando bajo la guía del Espíritu, rechaza cualquier repliegue autorreferencial.

Alguno podría objetar que caminar de este modo es trabajar sin provecho, porque no se protegen como es debido los intereses de las propias comunidades, a menudo firmemente ligados a orígenes étnicos o a orientaciones consolidadas, ya sean mayoritariamente “conservadoras” o “progresistas”. Sí, elegir ser de Jesús antes que de Apolo o Cefas (cf. 1 Co 1,12), de Cristo antes que «judíos o griegos» (cf. Ga 3,28), del Señor antes que de derecha o de izquierda, elegir en nombre del Evangelio al hermano en lugar de a sí mismos significa con frecuencia, a los ojos del mundo, trabajar sin provecho. No tengamos miedo a trabajar sin provecho. El ecumenismo es “una gran empresa con pérdidas”. Pero se trata de pérdida evangélica, según el camino trazado por Jesús: «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará» (Lc 9,24). Salvar lo que es propio es caminar según la carne; perderse siguiendo a Jesús es caminar según el Espíritu. Solo así se da fruto en la viña del Señor. Como Jesús mismo enseña, no son los que acaparan los que dan fruto en la viña del Señor, sino los que, sirviendo, siguen la lógica de Dios, que continúa dando y entregándose (cf. Mt 21,33-42). Es la lógica de la Pascua, la única que da fruto.

Mirando nuestro camino, podemos vernos reflejados en ciertas situaciones de las comunidades de la Galacia de entonces: qué difícil es calmar la animadversión y cultivar la comunión; qué complicado es escapar de las discrepancias y los rechazos mutuos que han sido alimentados durante siglos. Más difícil aún es resistir a la astuta tentación: estar junto a otros, caminar juntos, pero con la intención de satisfacer algún interés personal. Esta no es la lógica del Apóstol, es la de Judas, que caminaba junto a Jesús, pero para su propio beneficio. La respuesta a nuestros pasos vacilantes es siempre la misma: caminar según el Espíritu, purificando el corazón del mal, eligiendo con santa obstinación la vía del Evangelio y rechazando los atajos del mundo.

Después de tantos años de compromiso ecuménico, en este setenta aniversario del Consejo, pedimos al Espíritu que fortalezca nuestro caminar. Con demasiada facilidad este se detiene ante las diferencias que persisten; con frecuencia se bloquea al empezar, desgastado por el pesimismo. Las distancias no son excusas; se puede desde ahora caminar según el Espíritu: rezar, evangelizar, servir juntos, esto es posible y agradable a Dios. Caminar juntos, orar juntos, trabajar juntos: he aquí nuestro camino fundamental de hoy.

Este camino tiene una meta precisa: la unidad. La vía contraria, la de la división, conduce a guerras y destrucciones. Basta con leer la historia. El Señor nos pide que invoquemos continuamente la vía de la comunión, que conduce a la paz. La división, en efecto, «contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (Unitatis redintegratio, 1). El Señor nos pide unidad; el mundo, desgarrado por tantas divisiones que afectan principalmente a los más débiles, invoca unidad.

Queridos hermanos y hermanas: He querido venir aquí, peregrino en busca de unidad y paz. Doy las gracias a Dios porque aquí os he encontrado, hermanos y hermanas ya en camino. Caminar juntos para nosotros cristianos no es una estrategia para hacer valer más nuestro peso, sino que es un acto de obediencia al Señor y de amor al mundo. Obediencia a Dios y amor al mundo, es el verdadero amor que salva. Pidamos al Padre que caminemos juntos con más vigor por las vías del Espíritu. La cruz oriente el camino, porque allí, en Jesús, los muros de separación ya han sido derribados y toda enemistad ha sido derrotada (cf. Ef 2,14). Allí entendemos que, a pesar de todas nuestras debilidades, nada nos separará de su amor (cf. Rm 8,35-39). Gracias.


 Fuente: El Vaticano

Cuando un padre manifiesta su justo dolor a un hijo, si éste lo recibe bien, aunque el camino de la corrección sea largo, lo enaltece. Como en este momento muchos creen fácil “tirar a matar” contra la Iglesia, propongo una mirada diferente.

El terremoto grado 10 provocado por la Carta del Papa Francisco a los obispos chilenos arroja una primera constatación: esta nación tiene, como los demás pueblos latinoamericanos, un “sustrato cultural cristiano” (Puebla, 1979). El sacudimiento producido no habría sido tal si la Iglesia estuviera muerta. Vale aquí recordar a San Juan Pablo II en el Estadio Nacional —aludiendo a las palabras de Cristo en la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 39)— cuando con voz potente exclamó ante los jóvenes: “¡la niña no está muerta, está dormida!”.

La Carta del Papa Francisco ha remecido profundamente el Unam de la Iglesia, su primer atributo: la Iglesia una. Todos se sienten alcanzados por ella: consagrados y laicos, observantes y alejados, ricos y pobres, jóvenes y viejos, conservadores y progresistas, etc. Y sienten además que lo que pueda diferenciarlos, lo accidental, pierde importancia frente a lo esencial. Algo en cierto modo semejante en su efecto a la previsión de un juicio de alcance universal, que intramundanamente éste lo es, pues una vez más en nuestra historia nos sometemos moralmente al juicio de las naciones. El proceso desencadenado, que ha calado hondo, se mueve en todo caso en dirección centrípeta. Una condición psicológica o espiritual muy propicia para atender a una solicitud esencial formulada por la Carta. La introspección. La chilena es una Iglesia que debe ponerse “en estado de oración”, dice el Papa.

La mirada puesta en el horizonte de nuestra historia contemporánea —a partir de los sesenta— ve cruzarse líneas en direcciones contrarias, que provocaron desde muchas magulladuras hasta heridas graves, las cuales es probable en adelante se entiendan mejor. Puede desde luego comprenderse mucho más, a vista del presente estado de cosas, la intuición profética que supuso el Concilio Vaticano II de cara al hombre occidental de nuestros días, que después de las dos guerras mundiales era otro y que en adelante, al tenor de las profundas transformaciones de una sociedad predominantemente tecnológica, cambiaría todavía mucho más sus patrones, y a una velocidad vertiginosa. Las hondas divisiones provocadas por la traslación de la guerra fría mundial al interior del mundo cristiano sin duda enervaron la comprensión de las enseñanzas del Concilio, confundieron y enfriaron a sectores dirigentes, y aunque se diera una aceptación nominal de su magisterio, el arraigo fue conflictivo y débil, a pesar de una secuencia de grandes pontífices empeñados en esa tarea. Dicha omisión y el ablandamiento de las dirigencias, acomodadas cada vez más a un clima donde la “productura” suplantaba a la “cultura” -el predominio generalizado de lo inmanente en la “sociedad de la opulencia” que ya se anunciaba- terminaría por pasar una severa factura. Ante el tsunami cultural en curso, se hizo patente que no valía un débil y equivocado fideísmo. En sentido contrario, la seriedad de lo que se vive hoy puede quizá ayudar a hacer carne lo que apunta Francisco en los tres documentos que ha dado a conocer este año: Placuit Deo, Gaudete et exsultate, Veritatis gaudium. Y a reemprender unidos el camino de vuelta, desde las tentaciones neopelagianas y gnósticas (lo que ha identificado últimamente con “los universales”), a la verdadera inculturación de una fe robusta.

En este último sentido, la presente Carta tiene un alcance en el plano de la reforma que se propuso al asumir su pontificado, verdaderamente histórico y que no debería escapar a nuestra atención. Es, en efecto, la primera intervención mayor suya en una Iglesia particular del mundo latinoamericano, de donde él proviene y con cuya cultura se identifica. Por ello y sobre todo por su contexto, pareciera incluso de más extenso y hondo alcance en la Iglesia universal y en toda la región que las de Benedicto XVI en Estados Unidos e Irlanda.

¿Y qué nos enseñan en esta situación los obispos? Hombres todos dotados por la naturaleza y por el camino exigente de sus vidas, son personas que en el mundo podrían tener tanto o más éxito humano que quienes los lapidan. Pero no reparan en eso, pues se deben en lo más íntimo a una realidad que esencialmente no es de este mundo y que los compromete con sus rebaños. Por eso seguramente es el único grupo humano de alta dirigencia al que una emergencia mundial como la que viven ellos, no lo divide en recriminaciones mutuas; se sienten en cambio más hermanos, lo que resulta ejemplar. Y lo que se les ha dicho, en comunión con el Santo Padre, hace profundo y dolido eco en sus corazones: “El corazón habla al corazón” (J.H.Newman).

Tal edificante sentimiento termina haciendo realidad viviente las palabras del primero entre los Doce Apóstoles: “Antes erais ‘no pueblo’, ahora sois ‘pueblo de Dios’; antes erais ‘no compadecidos’ ahora sois ‘compadecidos’” (1P 2, 10).


Publicado en diario El Mercurio, 20 de abril 2018

Los obispos acabamos de terminar nuestra 115a Asamblea Plenaria en Punta de Tralca. Fue un encuentro en medio de una fuerte tormenta. Y la tormenta no fue causada por la fractura de la fraternidad entre nosotros ni por la falta de diálogo.

La tormenta nos llegó de un corazón traspasado de sinceridad y dolor, el del Papa. Él nos confesó su sufrimiento por el dolor de las víctimas de abusos de conciencia y abusos sexuales en Chile por parte de consagrados. Nos remeció porque él, el Vicario de Cristo, pide perdón por haber incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción.

Como ya lo hemos expresado, esta situación nos avergüenza, nuestro dolor es grande y pedimos de nuevo perdón de corazón, más aún cuando la Iglesia tiene por vocación ser un espacio sano y seguro para niños y jóvenes. Nos comprometemos en hacer lo imposible por acompañar a las víctimas, reparar el daño causado y prevenir estas situaciones. Para esto hemos creado el «Consejo nacional de Prevención de Abusos» (del 2011); las instancias de denuncia y acogida de las víctimas en las diócesis; los diversos y actualizados «Protocolos» para los procedimientos; y las líneas guías «Cuidado y Esperanza», normativas en cada diócesis del país.

Como Iglesia en Chile no estamos bien. La crisis se instaló en ella, pero en cuanto Pueblo de Dios, pues no se trata sólo de una crisis del episcopado. Tampoco únicamente de la manipulación de conciencia ni de abusos sexuales. Me parece que estas aberraciones son manifestación del núcleo de la crisis: el progresivo deshacimiento –a todo nivel– del tejido discipular y eclesial y, a la vez, la falta de capacidad como Iglesia de dialogar con los nuevos contextos culturales y sus desafíos antropológicos y sociales. No son realidades inconexas. Una afecta a la otra, y ambas configuran la situación crítica de hoy.

Lo peor sería rumiar la desolación. La resurrección del Señor nos invita a mirar adelante sin dejar de lado la condición de Iglesia herida. Ambas, heridas y vida nueva del Resucitado, serán el aliciente para –con audacia evangélica– alentar un camino de renovación discipular y eclesial de cara a un mundo al que pertenecemos. Como Pueblo de Dios tenemos que caminar hacia una «renovación encarnada» que se haga cargo de la vocación y misión de una Iglesia inserta en el dinamismo cultural, económico y social del Chile de hoy. Tampoco se trata de mundanizar la Iglesia, sino desde su vocación y misión salir a dialogar y compartir para atraer con la persona de Jesús y su propuesta, y no imponerlo.

Esta renovación tiene que poner en el centro el encuentro vital y comunitario con el Resucitado. Él nos abre a la misericordia del Padre y nos da su Espíritu para animar procesos permanentes de conversión personal y pastoral. Y desde esta fuente, la ruta de renovación tendrá que considerar aquello que desafía nuestro estilo de ser Iglesia hoy y nuestra labor de evangelizar. Para ser una «Iglesia en salida» tendremos que hacernos cargo de la comunión eclesial y la comunicación de la fe; de nuestra cercanía y empatía de ministros de Cristo con el hombre y la mujer de hoy; del compromiso afectivo y efectivo con el dolor y la pobreza, puesto que Jesucristo nos quiere una Iglesia pobre para los pobres; de la capacidad de incorporar como protagonistas en la Iglesia a los laicos, las mujeres, los jóvenes y los ancianos; de la renovación de las estructuras eclesiales para que transmitan la vitalidad de Cristo; de la disminución progresiva de las vocaciones, de la formación en los Seminarios y Noviciados, particularmente su dimensión afectiva y relacional, y de la formación permanente de obispos, sacerdotes y religiosos/as. Y por supuesto, de cómo responder cada vez mejor a los abusos de autoridad, a los abusos de menores y a la prevención de ambos.

La crisis no la resolveremos sólo los obispos. Es labor del Pueblo de Dios, y de los obispos en cuanto miembros del Pueblo de Dios. De aquí la indispensable participación de éste en todo el proceso de renovación discipular y eclesial.

Como Pueblo de Dios tenemos una desafiante misión: ser luz del mundo y sal de la tierra. Para esto Jesús resucitó. No despreciemos esta oportunidad, de lo contrario, seguiremos anidando futuras crisis.

+ Santiago Silva Retamales
Obispo Castrense de Chile
Presidente de la Cech


Fuente: Iglesia.cl

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