David Cayley
El pez volador
Larraya (Navarra), 2019
304 págs.


Ivan Illich es un pensador contemporáneo de muy difícil presentación. Desde luego, es inclasificable según las categorías a las que nos tiene acostumbrados la moderna división de las disciplinas universitarias: hay quien le trata como teólogo, otros como sociólogo, el de más allá como filósofo, alguno como un vulgar activista y él mismo se describía como historiador. Pero, además, ha recibido toda clase de carteles ideológicos que no hacen más que distorsionar su pensamiento y, a la vez, poner abismos de distancia con muchos eventuales lectores que, si llegan a él, lo hacen con toda clase de prevenciones: anarquista, antimoderno, modernista, antifeminista, criptomarxista o criptorreaccionario… Si tales categorías, en general, no sirven de mucho, sirven aún menos para identificar a un autor que recibe unas tan dispares y contradictorias.

Por supuesto, no es que esta caótica cualificación de Illich carezca completamente de fundamento, como se puede advertir con unas pocas notas biográficas, que dan cuenta de la complejidad del personaje: fue un sacerdote católico de origen austríaco y antecedentes judíos y croatas, rector de la Universidad Católica de Puerto Rico y perito en el Concilio Vaticano II (llevado por el cardenal Suenens –que era considerado uno de los líderes del bando liberal–, del cual Illich se apartó por considerarlo extremadamente conservador) que, reprendido por el Santo Oficio, decidió despojarse de la autoridad de la Iglesia para discutir y enseñar con la libertad que le daba el no representar a la institución eclesial. En consecuencia, dejó el ejercicio ministerial sin abandonar el sacerdocio (conservó hasta el final de su vida el celibato y la oración cotidiana de la liturgia de las horas) y se dedicó de lleno a las grandes cuestiones que más le inquietaban: la denuncia del “desarrollismo” como una gravísima amenaza para la vida de los individuos y los pueblos; el profundo trastorno educativo que significa la escolarización masificada; la reconfiguración del sentido de la vida y la salud –individual y colectiva– por la medicina moderna y los sistemas sanitarios; la pérdida irreparable de las economías de subsistencia y los bienes culturales asociados a ellas. En suma, se dedicó a desentrañar el extraño resultado del proyecto social, político, económico, moral, religioso y cultural de la modernidad. Para ello fundó el CIDOC, en Cuernavaca, donde, con la excusa de enseñar castellano a los misioneros estadounidenses que partían a Hispanoamérica, se dedicó a desactivar la versión eclesiástica de la Alianza para el Progreso. Tuvo amistad intensa con políticos, teólogos (algunos de la liberación, como Hélder Câmara), místicos orientales y toda clase de intelectuales. Acusado de marxista y hereje por sectores conservadores de la Iglesia, fue muy aplaudido por la izquierda (eclesial, universitaria y política). Sin embargo, ese aplauso no fue duradero: no obstante sus amistades, siempre fue crítico del inmanentismo materialista del marxismo (y de su lugar en la teología de la liberación), y uno de sus permanentes combates dialécticos lo sostuvo contra la ampliación del Estado y de su poder en la vida de las personas; aunque terriblemente crítico de la institucionalidad eclesial, no era un reformista en el sentido en que lo es el ala progresista del catolicismo: la guerra de conservadores y progresistas –pensaba Illich– no es más que una guerra por el poder institucional, que ha sido la perdición de la Iglesia. Por ello, el amor de la izquierda por Illich se fue enfriando, y terminó su vida excluido y arrinconado (aunque rodeado de un nutrido grupo de leales amigos). Al momento de su muerte (en 2002) parecía condenado a la incomprensión y el olvido.

Sin embargo, hoy Illich puede ser muchas cosas, pero no un autor para olvidar. Aunque sus críticas de la modernización puedan parecer, en algunos aspectos, propias de una contingencia histórica ya superada (especialmente por un estilo que él mismo llamó, al final de su vida, “panfletario”), lo cierto es que todas ellas están cruzadas y signadas por una intuición aguda y profunda –aunque, por momentos, confusa e inextricable– del núcleo más íntimo del drama de nuestro tiempo: la traición al Evangelio por medio de su juridificación institucional, y la construcción de una utopía (la moderna) según ese modelo.

Aunque los párrafos previos parecen una larguísima –excesiva– introducción para hablar del libro reseñado, no hay tal: las “Últimas conversaciones con Iván Illich” de David Cayley, son un repaso de esta historia intelectual de Illich. Se trata de una conversación amistosa en la que se revisan todas las cuestiones enumeradas más arriba, pero de un modo en que emerge ese hilo conductor, como no había aparecido en la obra previa de Illich. Los dos primeros capítulos (titulados “Evangelio” y “Mysterium”) muestran las dos caras del único hecho que –según Illich– puede dar sentido a la historia y al presente: este hecho es la Encarnación, que

hace posible un florecimiento sorprendente y completamente nuevo del amor y del conocimiento. Ahora los cristianos pueden amar en la carne al Dios bíblico […] Y ha dicho que quien lo ve a él ve al Padre, y que quien ama a otro está amándole a él en la persona de ese otro. Se ha inaugurado una nueva dimensión del amor (p. 87).

Pero esta inauguración conlleva, inevitablemente, otra: la posibilidad de la traición de este amor. Este es el mysterium iniquitatis que anuncia San Pablo y que ha de marcar la historia de la Iglesia hasta la segunda venida del Señor. Es el caso más palmario del principio corruptio optimi, pessima: “esa corrupción de lo mejor que acontece cuando el Evangelio se institucionaliza y el amor se transmuta en demanda de servicios” (p. 103). Es el drama de la Iglesia, que intenta asegurar el Evangelio (que es inasegurable) mediante su institucionalización y juridificación. Y es el drama de la modernidad, que aun cuando se vuelve anticristiana, lo hace intentando realizar el ideal cristiano, pero ya trastornado en su raíz por aquella juridificación e institucionalización. A partir de aquí, el libro va saltando entre temas más o menos vinculados o inconexos, pero que permanecen atados por este hilo: el curso de modernidad (de la tecnología, de la medicina, de la educación, de la urbanización, etc.) es un curso de “desencarnación”. Los individuos y las sociedades hemos sido transformados incluso en nuestras más íntimas percepciones, hasta en el modo en que sentimos nuestro propio cuerpo y, por supuesto, en el modo en que nos acercamos al otro en su cuerpo. Cree ser testigo, Iván, de un giro epocal en el que los instrumentos son reemplazados por los sistemas y las personas integradas y consumidas en dichos sistemas. Haber dicho todo esto antes (las conversaciones de este libro son de 1997 y 1999) de la explosión definitiva del internet, los teléfonos inteligentes, las redes sociales, las clases digitales, el trabajo remoto, etc., es muestra suficiente de la clarividencia de Illich y de la actualidad de su pensamiento. Pero el interés de este libro no radica solo en la clarividencia y la actualidad de un diagnóstico: el propósito de la pesquisa de Iván Illich es hacer posible una vida de amistad allí donde parecen haber desaparecido las condiciones para ella. Quizá el más bello de sus capítulos –que debería ser lectura obligatoria, especialmente para profesores universitarios– sea, precisamente, aquel titulado “Amistad”.


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