A partir de la biografía de su tío abuelo, el autor realiza una profunda reflexión sobre la pertenencia, la existencia y lo constitutivo de la historia personal y cultural.

La Voz de Lemel es muchas voces. En primer lugar, es la voz de mi tío abuelo, Lemel Tuchznajder, antes de transformarse en Aleksander Krawczyk. En segundo lugar, es la voz de su hija, Miriam Krawczyck, que, en una combinación de homenaje y conjuro, junta los elementos dispersos de su biografía. En tercer lugar, es un relato sobre la cultura askenazí y sobre su destrucción en el Holocausto. Finalmente, es la voz de la experiencia humana: el amor familiar, pero también el odio ajeno.

Este es un libro escrito en castellano sobre la experiencia del yidish. Y si bien ya no todos los judíos hablamos el yidish, muchos venimos del mismo. Es una lengua materna que nunca aprendimos, pero que nos suena como si fuera propia, nuestra mamelushn. Una lengua materna que conservamos de modo invisible, a pesar de que, o quizás debido a que, como sabemos, el Holocausto se llevó consigo a una gran parte de sus hablantes y, con ellos, a su lengua y su cultura. ¿Por qué volver a la Polonia judía de Lemel si, como lo hacía notar uno de los artistas retratados en el libro, el cineasta Joseph Greenberg, después del Holocausto no tiene sentido hacer películas en yidish, la lengua de una cultura que ha sido masacrada? Más aún, ¿cuál es el sentido de escribir en castellano y recuperar esa cultura en el nombre de Lemel? ¿Por qué escuchar su voz?

Dice el talmud que quien salva una vida, salva a la humanidad entera. Y hay muchas formas de salvar una vida. Una de esas es recordándola. Eso es lo que hace Miriam aquí. El libro nos presenta un retrato de la vida de Lemel, mi tío abuelo, a quien por primera vez he podido conocer a cabalidad. Y, gracias a ello, entender un poco más el mundo de mi propia abuela, el de mi padre, y el mío propio. Pero Miriam hace mucho más que eso. Nos lleva de paseo por toda la historia de Chelm, el pueblo de origen de Lemel, antes, durante y después de Lemel, y por las principales corrientes culturales que marcaron la vida judía en la primera mitad de siglo, el sionismo, el bundismo, y también el jasidismo. Y debemos agradecerle que haga ello de un modo pedagógico, transparente, acomodando las historias, como quien ordena los libros de una biblioteca personal. De ese modo, Miriam pone en práctica el dicho del Talmud. Junto a su propio padre, ella salva un mundo entero del olvido.

Pero eso todavía no responde a cabalidad lo que preguntaba. ¿Por qué salvar a este mundo del olvido? Como descendiente directo de sobrevivientes del Holocausto, me vi puesto desde temprana edad frente al desafío que involucraba relacionarme con esa experiencia de mi familia paterna. Mi abuelo era austríaco, mi abuela era polaca. Mi padre, su hijo, un refugiado de la guerra. Quienes somos primera o segunda generación descendientes de sobrevivientes, sabemos que el Holocausto es algo de lo que se habla en familia de modo abstracto o figurado, pero escasamente de modo personal. En eso no estamos solos. Sucede con todas las experiencias históricas o traumáticas. Así, cuando yo era un niño, en los 70, no era común escuchar o acceder con facilidad a los testimonios del holocausto. Eso hoy ha cambiado significativamente. Muchas personas se han empeñado en evitar que esos testimonios fueran olvidados. Actualmente un número importante de estos testimonios están recogidos en libros o disponibles en Internet para quien desee oírlos. Por otro lado, la memoria audiovisual del Holocausto, tanto la real como la traducida al arte, no ha dejado de crecer. Esta abundancia de testimonios puede generar la impresión de que para los sobrevivientes narrar esa experiencia resultó fácil. Sin embargo, no lo fue. ¿Cómo podría haberlo sido?

Tal como lo muestra La voz de Lemel, uno de los primeros desafíos que tiene un sobreviviente es comprender que uno no es responsable de haber sobrevivido a un cataclismo de la magnitud de la Shoá, y, más aún, que uno no es responsable de la muerte de sus seres queridos. Esa culpa, además, la tenemos todos los que descendemos de sobrevivientes de un modo consciente o inconsciente. Una sensación de vivir a préstamo. Así, este es un libro importante porque nos redime a todos de esa culpa. Y nos muestra con delicadeza cómo pequeñas opciones cotidianas tienen la posibilidad de alterar una vida para siempre. Y que no somos enteramente responsables de esas opciones. O de las opciones que tomaron quienes no lograron salvarse. El azar juega un rol insoportable en el destino humano.

Y si bien una persona religiosa puede explicar el azar apelando a la voluntad de Dios, eso no altera lo esencial: que yo esté escribiendo hoy sobre este libro de mi tía Miriam es resultado de una serie de eventos que hace décadas se desarrollaron en la frontera entre la Polonia ocupada por Hitler y la Polonia ocupada por Stalin, y que llevaron a que hayan sido Lemel y Bascha (mi abuela) dos de los hermanos que tuvieron la suerte de salvarse, y no correr la suerte de sus padres, que fueron asesinados por los nazis tan pronto como estos llegaron a su casa, lanzándolos desde el segundo piso, o de sus hermanas Jente, Chane y Golda, que fueron deportadas al campo de exterminio de Sobibor.

Pero no solo por este proceso de redención personal lo que aquí se cuenta es importante. Este libro logra traer de regreso un mundo cultural que, como ya decía, fue destruido por un cataclismo histórico. Aun así, hoy muchos recordamos al Shtetl y a la cultura askenazí de Europa Oriental con la nostalgia que se tiene por las experiencias mágicas que nunca fueron realmente vividas. Se trata de una nostalgia influenciada quizás por las decenas y decenas de imágenes que nos dejó Chagall de esa realidad, los relatos de Bashevis Singer, o los mitos de gólems y dibuks que tan bien recupera Miriam en este libro. Sin embargo, el mismo libro de Miriam viene a desencantarnos y a mostrarnos que esa realidad era cualquier cosa, menos mágica: el mundo de Lemel era un mundo de querellas y tensiones familiares, donde había que luchar para sobrevivir con dignidad a la pobreza y al dolor, donde había que educarse a pulso, a pesar de las restricciones religiosas; en el que se emprendía en medio del antisemitismo una búsqueda imposible por encontrar formas de reconciliación entre las falsas promesas de la modernidad y el calor del hogar judío tradicional.

Las biografías no se construyen como relatos lineales. Son más bien reconstrucciones, aproximaciones o merodeos que buscan volver a dibujar los contornos de una experiencia pasada. En esta biografía, Miriam hace un excelente trabajo de recuperación, usando para ello un amplio repertorio de recursos, que incluyen la anécdota personal, la memoria de la experiencia familiar y la historia académica, además de múltiples imágenes. Con estos recursos, Miriam arma un puzle de Lemel y de la vida judía en la Polonia anterior al nazismo, comenzando varios siglos antes y terminando pocas décadas después. Las fotos de la sinagoga de Chelm, transformada después del Holocausto en La Casa del Técnico y luego en el Restaurant Mackenzie, dan cuenta de que el olvido solo requiere de escenografías simples. Así, el libro es un cuadro narrativo que va creciendo página a página y que, al modo de una pintura de Chagall, pero en prosa y sin alegorías, ilustra con detalle la vida cotidiana judía y la cultura yidish anterior al Holocausto. En ese contexto, la mirada de Miriam es una mirada personal que, sin descuidar la objetividad histórica, desarrolla fundamentalmente la verdad subjetiva propia de la narrativa.

El libro no busca crear suspenso tampoco. Gran parte de su final ya está anunciado en las primeras páginas. Los padres de Lemel y tres hermanas mueren. Lemel y sus hermanos Wewe y Yankel, y sus hermanas Zlate, Elke y Bascha, sobreviven. En el camino nos enteramos, además, de otra hermana que fallece tempranamente por una enfermedad infantil. Miriam me dice, además, que quizás hubo otros hermanos, de los que no tenemos memoria o documentos. Miriam Ite, mi bisabuela, la madre de Lemel, se nos aparece como una matriarca de proporciones literarias y así la muestra su nieta, Miriam, en el capítulo dedicado a ella.

Decía anteriormente que este libro es también un libro que retrata la condición humana. En la vida de Lemel –el judío, el migrante interior, el refugiado, el migrante transatlántico, el hijo y el padre– hay muchos aspectos que apelan a nuestras comunes vulnerabilidades. Al recrear a su padre, Miriam retrata muy bien de qué modo cada persona es hija de su tiempo y la orfandad en que esta permanece cuando el espacio y el tiempo de su infancia y su juventud no solo quedan atrás, sino que desaparecen por completo. Al mismo tiempo, al recuperar la memoria de la vida judía previa al nazismo, este libro logra devolvernos, si no los contornos, al menos los trazos de ese mundo desaparecido por el que transitó Lemel.

No es fácil para un pueblo volver a la vida después de un genocidio. Menos lo es para una familia. Por lo mismo, es una tarea casi imposible regresar al lugar donde se cometió ese genocidio, Polonia, y escribir sobre el maltrato al que el propio padre y su familia estuvieron sometidos, sin salir lastimado. Quizás como resultado de esa imposibilidad, las páginas dedicadas por Miriam al Holocausto son fragmentarias, intensas y encandilan la mirada con una luz oscura. Pero ella retrata esas ignominias con dignidad y sobriedad, en particular la muerte de sus propios abuelos –los padres de Lemel, mis bisabuelos– y la desaparición de las hermanas de Lemel en Sobibor. Cuando escribe sobre ellas, Miriam comparte con el lector la esperanza de que sus tías hayan podido participar del levantamiento que forzó al cierre de ese campo de exterminio. Esa esperanza es también una forma de darle un contorno a su desaparición. Es una forma de exigir dignidad a eventos que carecieron de esta. Porque un genocidio despoja a sus víctimas de toda su humanidad.

En la persistente búsqueda de los contornos del pasado, uno agradece aquellas cosas que logran materializarlo. Por ejemplo, si me permiten complementar esta presentación con una experiencia cercana, en el caso de mi abuelo paterno, Rafael, el esposo de Bascha, y cuñado de Lemel, yo agradezco que sus padres, mis otros bisabuelos, tengan una tumba y una lápida donde uno puede visitarlos en Viena. Ellos murieron antes de que se iniciaran las deportaciones en una sede de la comunidad judía, lugar que los nazis habían tomado y puesto al servicio de su logística de exterminio. Desconozco en qué condiciones murieron, probablemente deben haber sido malísimas. Eso me dijo en el cementerio la encargada de los archivos cuando acudí a visitarlos y me mostró sus certificados de defunción. Pero al morir antes de ser deportados, ambos fueron enterrados en Viena, y al contar con una lápida con sus nombres, su muerte pudo sobrevivir, en parte, a la muerte anónima que devoró a la mayoría de las víctimas de la Shoá.

La importancia que tiene una tumba como lugar de la memoria es algo de lo que se habla en el cierre de esta biografía. Tal como lo destaca Miriam, no es trivial tener un lugar al que arrimarse a recordar. Miriam nos cuenta que cuando muere Lemel en Chile, ella estaba en Cuba. Al volver, solo se encuentra con su urna. Las cenizas de Lemel fueron luego botadas en el Cajón del Maipo. Y ella nos dice que quiere que este relato sea “un relato para un padre sin tumba”. Este libro, agrega enfáticamente, “es un escrito que intenta imitar una lápida”. Una lápida, pienso yo, donde otros podamos acercarnos y dialogar en silencio con las vidas de quienes nos antecedieron, especialmente la de Lemel, pero también la de quienes compartieron el mundo desde donde venía Lemel, y desde donde venimos tantos judíos y judías que emigraron a Chile después del Holocausto.

Al cerrar el libro, Miriam, en una de sus oraciones más lúcidas, nos dice: “Me gusta que Lemel sea tan judío y me gusta ser hija de un judío. Pese a todos los desastres de la vida que me tocaron, siempre supe quién era y eso es mucho”. De eso se trata este libro, no busca celebrar la particularidad, sino que encontrar la universalidad de la condición humana en la individualidad. No hay forma de reparar las heridas que nos deja el paso de la historia sin comprender el camino que nos lleva a ser quienes somos, puesto que –a pesar de los voluntarismos de estos días– no escogemos lo que somos, y menos aun escogemos ser judíos. Pero si ya lo somos, es bueno que lo sepamos porque conocemos nuestro origen y no porque vengan otros a recordárnoslo, generalmente de mala manera.

Estoy muy agradecido de este libro, y muy agradecido de que Miriam me haya dado la oportunidad de compartir su recepción con ustedes. Creo que es un volumen, además, muy necesario para el Chile de hoy, tan ignorante de las culturas y memorias que los inmigrantes trajeron antes de llegar a ser parte de esta tierra. La Voz de Lemel nos permite recordar ahora en el español de esta lejana Capitanía General las memorias de una Polonia y de un yidish ya perdidos, pero que aún es necesario visitar, como se hace con los muertos en sus tumbas, para tener presente de qué materia y qué palabras se formó una parte importante de lo que somos. Gracias, Miriam.

David Preiss


* Miriam Krawczyk; La voz de Lemel. Santiago, Pen Ediciones, 2022, 176 págs.

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