La Iglesia no perdona por su propio poder, sino por el poder del Espíritu Santo. Es su dote nupcial. La Iglesia-Esposa perdona porque Cristo, su Esposo, la ha escogido como sacramento de salvación y dispensadora de la gracia del perdón. Actuando como Ministra de la Reconciliación, la Iglesia da prueba de humilde fidelidad a su Maestro y Señor.

«La Iglesia del tercer milenio será la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia». Con esta definición programática, esbozada en su primera Encíclica, Redemptor Hominis (4-3-1979), Juan Pablo II anticipaba el punto de Arquímedes que la Iglesia necesitaría para apoyarse y transformar el mundo.

Así habla un profeta. La contemporaneidad de la Iglesia con el mundo al que debe acompañar y servir, lejos de suponer que ella renuncie a sus valores y signos fundacionales, le exige guardarles fidelidad creativa. En la cuna de la Iglesia están la Cruz, la Eucaristía y el Sacramento del Perdón. La gracia que hace vivir a la Iglesia brota del corazón de Cristo traspasado en la cruz, y llega a cada persona, tiempo y espacio del mundo mediante los signos sacramentales, en especial, el que nos reconcilia con Dios después del pecado, y el que nos fusiona con el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Cristo, Pan de Vida.

Así habla un profeta. Los signos sacramentales son «pobres», carentes de esplendor puramente humano. Una mesa, un altar, un confesionario. De lo que se celebra sobre esa mesa-altar dirá la Iglesia que es «la fuente y la cumbre» de su fe. Y al interior de ese confesionario tiene lugar la obra más grande que hay en el mundo, la justificación de un pecador, la resurrección de un alma. Para crear el mundo y a los ángeles, se necesitó la potencia de Dios. Para perdonar los pecados y hacer pasar de la muerte a la vida, se necesita la misericordia de Dios. La misericordia de Dios que perdona el pecado es la máxima expresión de su omnipotencia.

De la vigencia de la Eucaristía nos ha hablado recientemente el Papa, en su Encíclica «Ecclesia de Eucharistia». Esperamos comentarla en una próxima edición. Hoy nos centraremos en el sostenido empeño magisterial del Pontífice por recordar y urgir el valor salvífico del Sacramento del Perdón.

Al comenzar la década de los ’70 los Pastores percibían un cierto abandono de los fieles con respecto al confesionario. Paralelamente, constataban un incremento de comulgantes eucarísticos. ¿Sería que comenzaba a atenuarse el sentido del pecado? Cobraba vigencia la frase de Pío XII en 1946: «el gran pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado». También contribuía a este alejamiento la práctica, por entonces muy difundida, de liturgias penitenciales con absolución colectiva, es decir, sin previa confesión individual.

La primera voz de alerta llegaría con Pablo VI, en 1977. Al recibir la visita de obispos norteamericanos, les pide instruir a sus sacerdotes en el sentido de que pueden dejar o posponer cualquier ministerio, pero no el de la confesión. Y les agregó: «el ejemplo del santo Cura de Ars no está pasado de moda». Seguía vigente la enseñanza del Concilio de Trento, declarando la confesión y absolución individual de los pecados como la única vía ordinaria para obtener el perdón de las faltas graves cometidas después del bautismo.

Con su primera Encíclica, Juan Pablo II reafirma la prioridad del sacramento de la Penitencia, íntimamente vinculado con la Eucaristía. Y pasa de la doctrina a los hechos. El Viernes Santo baja, el Papa, a la Basílica de San Pedro y se sienta en un confesionario a escuchar durante dos o tres horas el relato arrepentido y esperanzado de humildes feligreses.

Luego convoca a un Sínodo de obispos sobre «Reconciliación y Penitencia», concluido el cual redacta su Exhortación Apostólica con ese mismo nombre, fechada el 2 de diciembre de 1984. En la sesión de clausura de ese Sínodo canoniza a San Leopoldo Mandic, fraile capuchino fallecido en 1942 y beatificado por Pablo VI en 1976. El Padre Leopoldo era pequeñito (1.35 mts), flaco y enclenque, con problemas de esófago y notable dificultad para hablar de corrido. Ello lo descalificaba para cumplir sus sueños misioneros en Oriente. En lugar de acomplejarse, le dio al Señor de los talentos todo lo que tenía: dedicó los siguientes 52 años de su vida exclusivamente a la atención del confesionario. Pasó un promedio de 10 a 15 horas diarias, en una minúscula habitación, donde se congelaba en invierno y derretía en verano, acogiendo a cientos de miles de penitentes, niños y adultos, gente sencilla e intelectuales, laicos, sacerdotes y obispos que buscaban en él un reflejo sensible del amor invisible. No retaba: sabía que el penitente venía ya abrumado, traumatizado por la conciencia de sus faltas. Sólo contagiaba ánimo, consuelo, esperanza, alegría, su promesa de oración. Le reprocharon: «eres demasiado misericordioso». Respondía: «no será el Señor quien me lo reproche, porque entonces yo le diré ‘Tú me diste el mal ejemplo, Tú quisiste morir de amor por el pecador ’».

Ya son varias las generaciones de sacerdotes que se han formado en la escuela espiritual de este santo patrono de los confesores. Ellos atestiguan, junto a la validez de su modelo inspirador, la excepcional eficacia de su poder intercesor.

La Exhortación Apostólica «Reconciliatio et Paenitentia» dedica íntegramente su tercera parte a promover el sacramento de ese nombre. Su punto de partida es la frase del beato Isaac de la Estrella: «La Iglesia nada puede perdonar sin Cristo; Cristo nada quiere perdonar sin la Iglesia». Esta frase se contiene en las lecturas del Breviario. Juan Pablo II la escogió para rubricar este misterio que inquieta a no pocos de nuestros contemporáneos. Es claro, en efecto, que siendo Dios el ofendido por nuestro pecado (porque es su ley la que hemos transgredido, es su amor el que hemos rechazado, es a Él a quien le volvimos nuestras espaldas, prefiriendo la creatura al Creador), sólo a Él compete absolvernos. Además, el pecado genera un vacío de amor, un no ser que retrotrae el alma a la condición pre-cósmica del caos. Pecando, uno niega su ley interior y se auto infiere una herida mortal. De ese vacío y tiniebla sólo la potencia divina puede hacer surgir de nuevo la luz. El perdón de los pecados supone y requiere un acto creador, exclusivo de la omnipotencia divina. De hecho, el salmista rogará: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro y renuévame por dentro con espíritu firme» (Salmo50). El verbo «crear» es el mismo que se utiliza al comienzo del Génesis. El perdón de los pecados es, al igual que la Creación, la Redención y la Resurrección, obra del Espíritu Santo. Amor de Dios derramado en nuestros corazones, el Espíritu Santo es el perdón de los pecados. Y Cristo resucitado, al exhalar su aliento sobre los apóstoles el Domingo de Pascua, les comunicó ese Espíritu Santo.

La Iglesia no perdona por su propio poder, sino por el poder del Espíritu Santo. Es su dote nupcial. La Iglesia-Esposa perdona porque Cristo, su Esposo, la ha escogido como sacramento de salvación y dispensadora de la gracia del perdón. Actuando como Ministra de la Reconciliación, la Iglesia da prueba de humilde fidelidad a su Maestro y Señor.

¿Qué puede haber movido a Jesús para decidir encomendarle a su Esposa este ministerio de la Penitencia y Reconciliación? Dijimos ya que Dios es el directamente ofendido por nuestro pecado. ¿Por qué ofendido, en qué le duele a Él que un hombre peque? La respuesta se contiene en la parábola del hijo pródigo. El pecado del hijo duele y daña al padre porque le hace daño al hijo que él ama. Cuando el hijo muere por el pecado, algo parece morir en el corazón del padre. De ahí que el regreso del hijo arrepentido provoque alborozo y convoque a una fiesta de «resurrección»: «este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida». Al hijo mayor le reiterará el padre: «este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida». El pecado es propiamente un suicidio. Y eso, ver la muerte o la herida del hijo amado, es lo que «ofende» al Padre. Para esa «ofensa» sólo cabe una reconciliación: que el hijo vuelva en sí y con ello al Padre, a la vida, a la familia.

¿Por qué agregamos «a la familia»? Porque ese hijo es miembro vivo de una comunidad, en la que todos se necesitan, se conduelen, se fecundan recíprocamente. Te pisan el pie, y te acarician la cabeza: entonces tú reclamas al que te acaricia la cabeza, rogándole que no te pise el pie: San Agustín describió con admirable sencillez el misterio de la unidad indivisible entre la cabeza y cada uno de sus miembros. Así es la Iglesia, familia de Dios. El que peca contra la cabeza, peca contra sus miembros. Por eso la Iglesia tiene derecho y deber de participar ministerialmente en la reconciliación de cada uno de sus miembros con Dios. La comunión de los santos, que nos hace subir espiritualmente, encuentra su contrapeso en la comunión de los pecados o pecadores, que nos empuja hacia abajo. Nadie se salva solo, nadie se pierde solo. Una cadena de so-puro y renuévame por dentro con espíritu firme» (Salmo50). El verbo «crear» es el mismo que se utiliza al comienzo del Génesis. El perdón de los pecados es, al igual que la Creación, la Redención y la Resurrección, obra del Espíritu Santo. Amor de Dios derramado en nuestros corazones, el Espíritu Santo es el perdón de los pecados. Y Cristo resucitado, al ex-halar su aliento sobre los apóstoles el Domingo de Pascua, les comunicó ese Espíritu Santo. La Iglesia no perdona por su propio poder, sino por el poder del Espíritu Santo. Es su dote nupcial. La Iglesia-Esposa perdona porque Cristo, su Esposo, la ha escogido como sacramento de salvación y dispensadora de la gracia del perdón. Actuando como Ministra de la Reconciliación, la Iglesia da prueba de humilde fidelidad a su Maestro y Señor. ¿Qué puede haber movido a Jesús para decidir encomendarle a su Esposa este ministerio de la Penitencia y Reconciliación? Dijimos ya que Dios es el directamente ofendido por nuestro pecado. ¿Por qué ofendido, en qué le duele a Él que un hombre peque? La respuesta se contiene en la parábola del hijo pródigo. El pecado del hijo duele y daña al padre porque le hace daño al hijo que él ama. Cuando el hijo muere por el pecado, algo parece morir en el corazón del padre. De ahí que el regreso del hijo arrepentido provoque alborozo y convoque a una fiesta de «resurrección»: «este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida». Al hijo mayor le reiterará el padre: «este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida». El pecado es propiamente un suicidio. Y eso, ver la muerte o la herida del hijo amado, es lo que «ofende» al Padre. Para esa «ofensa» sólo cabe una reconciliación: que el hijo vuelva en sí y con ello al Padre, a la vida, a la familia. ¿Por qué agregamos «a la familia»? Porque ese hijo es miembro vivo de una comunidad, en la que todos se necesitan, se conduelen, se fecundan recíprocamente. Te pisan el pie, y te acarician la cabeza: entonces tú reclamas al que te acaricia la cabeza, rogándole que no te pise el pie: San Agustín describió con admirable sencillez el misterio de la unidad indivisible entre la cabeza y cada uno de sus miembros. Así es la Iglesia, familia de Dios. El que peca contra la cabeza, peca contra sus miembros. Por eso la Iglesia tiene derecho y deber de participar ministerialmente en la reconciliación de cada uno de sus miembros con Dios. La comunión de los santos, que nos hace subir espiritualmente, encuentra su contrapeso en la comunión de los pecados o pecadores, que nos empuja hacia abajo. Nadie se salva solo, nadie se pierde solo. Una cadena de solidaridad nos une y hace partícipes de similar destino en la gracia y en el pecado. El sacerdote ministro de la Confesión actúa como testigo sacramental de Cristo que perdona, y de la Iglesia que acoge a ese hijo que la dañó o disminuyó con su pecado. No se agotan aquí las razones por las que Cristo dotó nupcialmente a su Iglesia con el poder de perdonar los peca-dos. Es cierto que la conciencia de haber violado la propia ley interior tiene su escenario natural en el corazón de cada hombre. Se comprende, así, el reclamo: «yo me confieso directamente con Dios». La pregunta que surge será: ¿y dónde está ese Dios? Concordamos sin dudar: está en nuestro corazón. O está allá arriba, en el cielo, hacia donde dirijo mis ojos y levanto mis manos suplicantes. ¿Cómo sé, sin embargo, que me ha escuchado; cómo me certifico de que me ha perdonado?

Volvamos al hijo pródigo. Comprobar las consecuencias de su pecado lo hizo recapacitar, «volver en sí». Ya estaba arrepentido. Pero sintió la necesidad de sellar su arrepentimiento y solemnizar su reconciliación, mediante el regreso al hogar paterno. Allí, en el camino a casa, encontró la manifestación sensible de una gracia todavía invisible: su padre lo aceptaba, lo acogía, le reiteraba su incondicional amor. Fueron sus abrazos y besos, fue el despliegue de vestidos, anillos y fiesta los que terminaron de convencer al hijo de que su pecado estaba perdonado. El sacerdote confesor asume el sublime rol de ser testigo sacramental del padre de las misericordias. En cada confesión se reitera la parábola del hijo pródigo. Se recrea la alegría de Dios, festejando, así en la tierra como en el cielo, la resurrección del hijo que estaba muerto.

La Exhortación Apostólica «Reconciliatio et Paenitentia» insiste en la «certeza», de este perdón, otorgado gracias a la sangre redentora de Cristo, por mediación ministerial de la Iglesia: «Ha quedado siempre sólida e inmutable en la conciencia de la Iglesia la certeza (subrayado papal) de que, por voluntad de Cristo, el perdón es ofrecido a cada uno por medio de la absolución sacramental, dada por los ministros de la penitencia; certeza reafirmada con particular vigor tanto por el Con-cilio de Trento como por el Concilio Vaticano II: «Quienes se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones» (N° 30).

Para que la gracia del perdón se transmita de modo eficaz se requiere, en primer lugar, la validez del signo sacramental. El confesor ha de ser sacerdote y tener jurisdicción para absolver ese pecado. El penitente ha de estar debidamente dispuesto, disposición que incluye dolor por la falta cometida, propósito de enmienda y resuelta voluntad de hacer lo que esté de su parte para reparar el daño y perseverar en la gracia. Una valiosa contribución adicional a la fructuosidad del sacramento es la persona del ministro. Los penitentes esperan algo más que una absolución válida. Vienen en busca de aliento, orientación y consejo, y tienen derecho de encontrarlos en aquel que ha sido consagrado para escucharlos y acogerlos «in persona Christi».

El Papa se extiende en trazar el perfil exigible al ministro de la Penitencia. Él hace presente a Cristo como «hermano del hombre, pontífice misericordioso, fiel y compasivo, pastor decidido a buscar la oveja perdida, médico que cura y conforta, maestro único que enseña la verdad e indica los caminos de Dios, juez de vivos y muertos, que juzga según la verdad y no según las apariencias». De ahí que, sin duda, sea este «el más difícil y delicado, el más fatigoso y exigente, pero también uno de los más hermosos y consoladores ministerios del sacerdote».

Para cumplir cabalmente tal ministerio, «el confesor debe tener necesariamente cualidades humanas de prudencia, discreción, discernimiento, firmeza moderada por la mansedumbre y la bondad. Él debe tener, también, una preparación seria y cuidada, no fragmentaria sino integral y armónica, en las diversas ramas de la Teología, en la Pedagogía y en la Psicología, en la metodología del diálogo y, sobre todo, en el conocimiento vivo y comunicativo de la Palabra de Dios… Este conjunto de dotes humanas, de virtudes cristianas y de capacidades pastorales no se improvisa ni se adquiere sin esfuerzo. Para el ministerio de la Penitencia sacramental, cada sacerdote debe ser preparado ya desde los años del Seminario junto con el estudio de la Teología dogmática, moral, espiritual y pastoral, las ciencias del hombre, la metodología del diálogo y, especialmente, del coloquio pastoral. Después deberá ser iniciado y ayudado en las primeras experiencias. Siempre deberá cuidar la propia perfección y la puesta al día con el estudio permanente. ¡Qué tesoro de gracia, de vida verdadera e irradiación espiritual tendría la Iglesia, si cada sacerdote se mostrara solícito en no faltar nunca, por negligencia o pretextos varios, a la cita con los fieles en el confesionario, y fuera toda-vía más solícito en no ir sin preparación o sin las indispensables cualidades humanas y las condiciones espirituales y pastorales!».

Esta larga cita textual del Papa (N° 29) sintetiza y corrobora lo que la Iglesia espera hoy de sus ministros de la Penitencia y Reconciliación. Constelación de virtudes y exigencias a la que debe agregarse la confesión frecuente del propio sacerdote: «la vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del sacramento de la Penitencia… Toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en auténtica fe y devoción al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesara o se confesara mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la comunidad de la que es pastor… Tal es la lógica interna de este gran sacramento» (N° 31).

Trazado este perfil de alta exigencia, el Papa siente su deber el recordar «con devota admiración las figuras de extraordinarios apóstoles del confesionario, como San Juan Nepomuceno, San Juan María Vianney, San José Cafasso y San Leopoldo de Castelnuovo (Mandic)… Deseo también rendir homenaje a la innumerable multitud de confesores santos y casi siempre anónimos, a los que se debe la salvación de tantas almas ayudadas por ellos en su conversión y santificación. No dudo en decir que incluso los grandes Santos canonizados han salido generalmente de aquellos confesionarios; y con los Santos, el patrimonio espiritual de la Iglesia y el mismo florecimiento de una civilización impregnada de espíritu cristiano. Honor, pues, a este silencioso ejército de hermanos nuestros que han servido bien y sirven cada día a la causa de la reconciliación mediante el ministerio de la Penitencia sacramental» (N° 29).

La diligencia de este Papa por procurar que los confesores se formen a tan alto nivel se reitera cada año, cuando el Pontífice dirige un discurso a los prelados y oficiales de la Penitenciaría Apostólica, como también a los penitenciarios (confesores a tiempo completo) de las basílicas patriarcales de Roma. Tales discursos, que superan ya la decena, conforman un rico acervo teológico y pastoral, merecedor de que cobren la figura de un libro. Sería algo así como un Espejo del Confesor, que prolongaría la obra clásica de San Alfonso María de Ligorio.

En «Reconciliatio et Paenitentia» subraya el Papa la alianza bipolar que el ministro del sacramento debe observar con armónico equilibrio. Sus roles, en efecto, son al mismo tiempo de juez y de médico, ministro de justicia y ministro de misericordia, maestro de la verdad y modelo de caridad. Según la concepción tradicional más antigua, el sacramento de la Penitencia es una especie de acto judicial, pero que se desarrolla ante un tribunal de misericordia, más que de estrecha y rigurosa justicia. Tiene, además, la confesión, un carácter terapéutico o medicinal, congruente con la presentación de Cristo como médico. Bajo ambos aspectos, tribunal de misericordia o lugar de sanación espiritual, el sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo. De allí deriva la necesidad de que el penitente haga acusación sincera y completa de sus pecados: no es sólo por objetivos ascéticos (ejercicio de la humildad y mortificación), sino es inherente a la naturaleza del sacramento (N° 31).La bipolaridad o tensión creadora entre estos distintos roles viene desarrollada in extenso por el Papa en el N° 34. Menciona allí la coexistencia y mutua influencia de dos principios, igualmente importantes, que han de tenerse en cuenta a la horade resolver casos delicados. El primero es el principio de la compasión y la misericordia, por el que la Iglesia, continuadora de la presencia y de la obra de Cristo en la historia, no que-riendo la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, trata siempre de ofrecer, en la medida de lo posible, el camino del retorno a Dios y reconciliación con Él. El segundo es el principio de la verdad y la coherencia, por el cual la Iglesia no acepta llamar bien al mal, y mal al bien. «Basándose en estos dos principios complementarios, la Iglesia desea invitar a sus hijos, que se encuentran en situaciones dolorosas, a acercar sea la misericordia divina por otros caminos, pero no por el de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, hasta que hayan alcanzado las disposiciones requeridas». Una nota al pie de este párrafo remite al lector a la «Familiaris Consortio», cuyo número 84 precisa el modo de tratar el sensible tema de los divorciados que intentan una segunda unión.

En los años sucesivos, no cesará el Papa de reinsistir en la fecundidad del sacramento de la Penitencia. Además de los arriba citados discursos anuales a los padres penitenciarios, se debe recordar el documento de la Sagrada Congregación para el Clero (19 de marzo de 1999). Destacamos: «La nueva evangelización exige -y se trata de una exigencia pastoral absolutamente ineludible- un compromiso renovado por acercar a los fieles al sacramento de la Penitencia».

Más recientemente, el 7 de abril de 2002, suscribió el Papa su Carta Apostólica «Misericordia Dei». Allí enfatiza lo que había formulado en la «Novo Millennio Ineunte»: «Deseo pedir una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer, de manera convincente y eficaz, la práctica del sacramento de la Reconciliación». Agregará: «Es necesario que los pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y valorarlo». Para el Papa, se trata de una «exigencia de auténtica caridad y verdadera justicia pastoral», ya que todo fiel, con las debidas disposiciones interiores, «tiene derecho a recibir personalmente la gracia sacramental». Y no teme el Pontífice ser redundante: «muéstrense los sacerdotes siempre y totalmente dispuestos a administrar el sacramento de la Penitencia, cada vez que los fieles lo soliciten razonablemente. La falta de disponibilidad para acoger a las ovejas descarriadas, e incluso para ir en su búsqueda y poder volverlas al redil, sería un signo doloroso de falta de sentido pastoral en quien, por la ordenación sacerdotal, tiene que llevar en sí la imagen del buen Pastor».

Los dardos sagrados apuntan no sólo a la disponibilidad generosa del confesor, sino a la oportuna providencia de los Ordinarios del lugar. Ellos, al igual que los párrocos y los recto-res de iglesias y santuarios, «deben verificar periódicamente que se den de hecho las máximas facilidades posibles para la confesión de los fieles. En particular, se recomienda la presencia visible de los confesores en los lugares de culto, duran-te los horarios previstos; la adecuación de estos horarios a la situación real de los penitentes; y la especial disponibilidad para confesar antes de las misas y también, para atender a las necesidades de los fieles, durante la celebración de la santa Misa, si hay otros sacerdotes disponibles». Este último punto representa una novedad o acento pastoral, si se le confronta con el N° 13 del Ritual Romano para la celebración de la Penitencia: «… Procúrese que los fieles se acostumbren a acudir al sacramento de la Penitencia fuera de la celebración de la Misa». El último hito de este prolongado y consistente Magisterio Pa-pal sobre la Penitencia es su discurso a los penitenciarios del 28 de marzo de este año. Allí resume Juan Pablo II lo más sustantivo del ser sacerdotal: «En verdad, el sacerdote católico es ante todo ministro del sacrificio redentor de Cristo en la Eucaristía y ministro del perdón divino en el sacramento de la Penitencia».

Está claro: tanto el sacerdote como la Iglesia del Tercer Milenio cristiano serán sacerdote e Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia.


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