Los movimientos y comunidades eclesiales que el Papa Benedicto XVI llamó el quinto gran movimiento del Espíritu en la historia de la Iglesia, parecen manifestar las dos clases de desarrollos que, de acuerdo con Newman, serían los resultados característicos de un concilio.

En la medida en que el Vaticano II fue un concilio que se refirió casi enteramente a la Iglesia, el documento en el cual se examina la verdadera naturaleza de ésta, Lumen Gentium, debe ser seguramente el más importante. Y es en su eclesiología donde Newman anticipa quizás de modo importante el Concilio. Por supuesto, sabemos muy bien que Newman fue un pionero solitario del laicado en la Iglesia altamente clerical del siglo XIX, y autor del artículo Acerca de la consulta a los fieles en materia de doctrina, reconocido como el texto clásico sobre el laicado. Y no hay duda de que él hubiese dado la bienvenida al capítulo sobre el laicado en la Constitución conciliar. Otro capítulo que atrajo mucha atención durante y después del concilio fue el referido a los obispos. Newman lo habría visto ciertamente como una adición necesaria, y en ese sentido una modificación, a la definición sobre la infalibilidad papal del Vaticano I, que había intentado producir una enseñanza mayor acerca de la Iglesia, intención que quedó frustrada por la suspensión indefinida del concilio. Adaptando palabras de Newman acerca del Papa San León y el concilio de Calcedonia, el capítulo del Vaticano II sobre el ‘colegio apostólico’ (# 22), “sin tocar por supuesto la definición” del concilio previo, equilibró la doctrina completándola” [1].

De todos modos, hay otros dos capítulos, que han sido comparativamente ignorados en comparación con los del laicado y de los obispos, pero que constituyen la comprensión fundamental del concilio acerca de la naturaleza de la Iglesia, y que fueron anticipados por Newman. Me refiero, por supuesto, a los dos primeros capítulos, “El misterio de la Iglesia” y “El pueblo de Dios”, que expresan cuidadosamente en términos escriturísticos y patrísticos la definición del Concilio acerca de lo que Newman habría llamado “la idea de la Iglesia”. Encontramos aquí la misma idea de la Iglesia que Newman había descubierto como anglicano desde sus lecturas de los Padres griegos, quienes veían primariamente a la Iglesia como la comunión de aquellos que han recibido el don del Espíritu Santo en el bautismo, la Iglesia que, en palabras de Newman, es por consiguiente “el lugar especial donde habita” el Espíritu Santo, que ha venido “para hacernos uno en Aquel que ha muerto y está vivo, es decir, para formar la Iglesia”, “el único cuerpo místico de Cristo... vivificado por el Espíritu”, y “uno” por virtud del Espíritu “dador de vida” [2]. O, como dice Lumen Gentium, “el Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo” (# 4), los miembros del pueblo de Dios que “renacen... del agua y del Espíritu Santo”, un “pueblo mesiánico” en quien habita el Espíritu como en un templo” (# 9). Sospecho que Newman habría predicho con facilidad las dos consecuencias de desatender estos dos capítulos fundamentales y exagerar la significación de los capítulos sobre los obispos y el laicado: un excesivo énfasis galicano sobre la así llamada ‘colegialidad’, énfasis que ignora el hecho de que la Iglesia es papal tanto como episcopal, y una preocupación con el laicado que ha llevado a lo que yo llamo ‘laicismo’, que a menudo ha tomado el lugar del viejo clericalismo. De hecho, una mirada más atenta al texto Acerca de la consulta a los fieles en materia de doctrina muestra que, mientras en el ensayo Newman habla por cierto de los ‘laicos’, la evidencia que presenta del tiempo de la herejía arriana del siglo IV revela que, cuando él habla de “la fidelidad de los laicos”, el laicado incluye aparentemente “santas vírgenes” y monjes [3]. Es aún más notable que en una nota que Newman agregó en el apéndice a la tercera edición de Los arrianos del siglo cuarto, cuando la republicó en 1871 en la edición uniforme de sus obras, conteniendo una parte del artículo original, incluya algunas enmiendas y adiciones, entre las cuales aparece esta extraordinaria afirmación: “Y nuevamente, hablando de los laicos, hablo incluso de sus párrocos (por llamarlos así), al menos en muchos lugares...” [4] En otras palabras, prácticamente Newman entiende por ‘laicos’ no simplemente el laicado, sino lo que Lumen Gentium llama ‘el cuerpo total de los fieles’ (# 12), es decir, que tiene la misma concepción de la Iglesia como la comunión orgánica de los bautizados y no primariamente constituida de clérigos y laicos, un modo de entender que lleva inexorablemente o al clericalismo o a lo que yo he llamado ‘laicismo’.

Antes, durante y después del Concilio Vaticano I, Newman bosquejó lo que podríamos llamar una mini-teología de los Concilios de la Iglesia, que tiene mucha relevancia para nuestro propio tiempo posconciliar. El primer punto a señalar es que Newman no tuvo duda de que los concilios habían “sido siempre tiempos de gran aflicción”: la historia mostraba que habían tenido “generalmente dos características, gran cantidad de violencia e intriga por parte de sus actores y una gran resistencia a sus definiciones por parte de algunas porciones de la cristiandad” [5].

Por entonces tuvo lugar el efecto de una definición como aquella de la infalibilidad papal: aunque en teoría podía decir muy poco, menos que lo que los ultramontanos habían insistido, la realidad fue que, “considerado en sus efectos tanto sobre la mente del Papa como la de su pueblo, y en el poder que le dio a él en la práctica, es nada menos que lanzarse por el Niágara”. El punto más general aquí es que los concilios tienen consecuencias no buscadas, más grandes que las que los mismos textos conciliares parezcan garantizar. El punto más específico es que una enseñanza conciliar no puede ser tomada aislada del contexto, o más aún en este caso sin contexto; si bien “la definición estaba fuera de discusión, nos hubiera llegado de manera muy diferente si aquellos preliminares acerca del poder de la Iglesia que fueron intentados hubieran pasado primero” [6]. Y Newman esperaba que, de ser posible la reapertura del concilio suspendido, se “ocuparía en otros puntos” que “tuvieran el efecto de cualificar... el dogma” [7]. Por supuesto, lo que Newman está pensando aquí es una enseñanza más general acerca de la Iglesia que hubiera provisto un contexto para la infalibilidad papal. Pero que la Iglesia tuviera que esperar otro concilio para que ocurriera esto no habría sorprendido a Newman: su estudio de la Iglesia primitiva mostraba cómo “avanzó hacia la perfecta verdad por varias declaraciones sucesivas, alternativamente en direcciones contrarias, de ese modo perfeccionándolas, completándolas y proveyéndolas entre sí”. La definición de la infalibilidad papal necesitaba “ser completada”. “Seamos pacientes, tengamos fe, y un nuevo Papa, y un Concilio nuevamente reunido puede equilibrar el bote” [8]. Esa profecía se cumplió obviamente con el Papa Juan XXIII y el Concilio Vaticano II. Pero la cuestión general acerca de los concilios que necesitan “ser completados” se aplica no menos a ese último concilio. Y Newman entiende por completar no aumentar lo que ha sido ya enseñado, que en el caso del Vaticano I habría significado reforzar la definición, sino “declaraciones... en direcciones contrarias”. En el caso del Vaticano II eso no sugeriría un Vaticano III, como muchos esperaban al menos hasta no hace mucho, que fuera “más allá” del Vaticano II, sino más bien “declaraciones...en direcciones contrarias” a las del Vaticano II, contrarias no en el sentido de contradictorias, sino de diferentes. Los dogmas de la Iglesia primitiva, observaba Newman, “no fueron impresos de golpe, sino poco a poco, un concilio hizo una cosa, otro una segunda, y así fue construido el dogma íntegro”. Lo que “parecía extremo” necesitaba ser “explicado y completado” [9].

Aunque el Vaticano II no fue en su mayor parte un concilio dogmático, sin embargo sus enseñanzas causaron y aún causan considerable disenso. Después del Vaticano I Newman había observado que la Iglesia tardó tres siglos en absorber y digerir el Concilio de Trento, pero “ahora somos niños recién nacidos, el nacimiento del Concilio Vaticano... No sabemos lo que exactamente sostenemos...” [10]. El hecho desdichado era, según Newman afirmaba, que los concilios “generalmente actuaron como una palanca, desplazando y desordenando porciones del sistema teológico existente”, llevando a controversias amargas [11]. Las enseñanzas conciliares requieren interpretación, difícilmente hablan por sí mismas, aunque después del Vaticano se hablaba mucho de ‘implementar’ sus enseñanzas como si fueran en sí evidentes. No solamente los teólogos tienen que “establecer la fuerza” de una enseñanza, así como “los abogados explican actas del parlamento”, sino “la voz... de toda la Iglesia difusa” tiene que “hacerse oír”, y “los instintos e ideas católicas” eventualmente “asimilar y armonizar” una enseñanza conciliar tipo [12]. Estaba lo que Newman llamaba la “activa infalibilidad” de papas y concilios, pero estaba también lo que llamaba “la pasiva infalibilidad de todo el cuerpo del pueblo católico” para determinar la fuerza y el significado de las enseñanzas [13].

Dado que una de las “desventajas de un Concilio General es que deja en confusión y desacuerdo a unidades individuales a través de la Iglesia” [14], Newman difícilmente pudo haberse sorprendido ni por el cisma de los Viejos Católicos liderados por Döllinger, ni por el extremismo del partido Ultramontano, en exagerar el alcance de la definición de la infalibilidad papal. Ni tampoco se hubiese sorprendido por la análoga si bien inversa situación después del Vaticano II, cuando tanto Lefebvre y sus seguidores como los liberales en el ala opuesta se unieron en exagerar el alcance y significado del concilio. De todos modos, aunque Newman deploró la manera en que Döllinger apelaba a la historia en contra del concilio como análoga a la apelación protestante a la Escritura en contra de la Iglesia, no podía negar que había sido provocado por los ultramontanos extremos como el Cardenal Manning, quien había empleado una extraordinaria “retórica” en su carta pastoral de octubre de 1870, dando la impresión de que la infalibilidad papal era ilimitada [15].

A esta altura quiero completar estas reflexiones sobre los concilios y sus consecuencias con un punto sorprendente que Newman establece al comienzo de su Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana. En la primera sección de este capítulo, donde está hablando acerca del proceso de desarrollo en las ideas, señala que una idea viva no puede estar aislada “de la relación con el mundo circundante”. Pero argumenta que esta relación es verdaderamente necesaria “si una gran idea debe ser bien entendida y más aún si debe ser plenamente expuesta”. Según la terminología de Newman, el cristianismo es precisamente una “idea” tal. Ahora bien, hay una objeción obvia al argumento que es: cuanto más lejos se aparta una cosa de su origen o fuente, más probable es que pierda su carácter original. Concediendo que, en efecto, existe siempre un riesgo de que una idea sea corrompida por elementos externos, Newman insiste sin embargo en que mientras “se dice por cierto muchas veces que el arroyo es más claro cerca de la fuente”, esto no es verdad en el tipo de idea de la que está hablando. “Cualquiera sea el uso que se pueda hacer rectamente de esta imagen, no se aplica a la historia de una filosofía o creencia, que por el contrario es más uniforme, más pura y más fuerte cuanto más profundo, amplio y pleno ha llegado a ser su lecho. Necesariamente surge de un estado de cosas existente, y por un tiempo sabe a tierra. Sus elementos vitales necesitan librarse de lo que es extraño y transitorio...” [16].

En otras palabras, la filosofía o creencia llega a ser más verdaderamente ella misma, y no menos, si cambia o se desarrolla en el tiempo. Y es irónico que las famosas palabras que aparecen en la conclusión de esta sección sean regularmente citadas fuera de contexto para decir lo opuesto a lo que Newman quiso: “En un mundo más elevado ocurre de otro modo, pero aquí abajo vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado a menudo”. La cuestión no es que el catolicismo tiene que cambiar o desarrollarse en orden a ser diferente sino a ser el mismo, como lo dice claramente la frase precedente: “Cambia con ellas [las circunstancias externas] en orden a permanecer la misma” [17].

Ahora bien, si Newman está en lo cierto cuando dice que una “idea” tal como “una filosofía o creencia” llega a ser “más uniforme, más pura y más fuerte” cuando se desarrolla, entonces las enseñanzas del Vaticano II serán “más uniformes, más puras y más fuertes” a medida que pase el tiempo. Aquellos que participaron en el concilio sin duda pensaron que entendían perfectamente bien el significado de sus enseñanzas. Tanto Küng como Lefebvre no dudaban en sus mentes acerca de cómo debía ser entendido el concilio (como una ruptura con la Tradición), e, irónicamente, igual que Döllinger y Manning, estuvieron de acuerdo en su significado. Retrospectivamente, podemos ver mucho mejor el alcance limitado de la definición sobre la infalibilidad papal y apreciar la precisión de la interpretación de Newman.

Pero para Döllinger y Manning la definición significaba mucho más que lo que la teología católica había entendido siempre, una comprensión que fue formalmente confirmada por la Iglesia en el Vaticano II. En el caso de este último concilio, de modo similar, tanto Küng como Lefebvre exageraron la naturaleza revolucionaria del mismo, aun cuando la así llamada revolución hiciera surgir en ellos sentimientos muy diferentes. Si es apropiado llamar a Newman “el padre del Vaticano II”, entonces no es irrazonable aplicar la mini-teología de los concilios que él bosquejó en tiempos del Vaticano II, junto con su teología del desarrollo, a la cuestión de la recepción e interpretación del Vaticano II, así como a probables desarrollos futuros.

Si tomamos a Newman como nuestro guía, entonces podemos usar legítimamente ese pasaje del Ensayo sobre el desarrollo para argüir que aquellos que participaron o vivieron durante el Concilio Vaticano II comprenden probablemente menos que la posteridad el verdadero sentido y significado de sus enseñanzas. Si Newman está en lo cierto, la “idea” del Vaticano II crecerá “más uniforme, más pura y más fuerte” como el “arroyo” que se aleja de la “fuente” mientras “su lecho llega a ser más profundo, amplio y pleno”. Lejos de haber tenido lugar en un tiempo histórico vacío, el Concilio Vaticano II se reunió en un momento de enorme convulsión en la sociedad occidental, un tiempo de euforia optimista pero también de gran devastación moral y espiritual. Tuvo lugar en un período de revolución e inevitable “sabor” a la “tierra” de los años 60, del “estado existente de cosas” de la década, para usar las palabras de Newman. Por consecuencia, sus “elementos vitales necesitan librarse de lo que es extraño y transitorio”. Después del Vaticano I, Newman constantemente instaba a corresponsales preocupados: “nuestro deber es tener paciencia...” Un año después del concilio escribió en una carta privada: “Nuestra sabiduría está en... rezar a Aquel que, si ya antes completó un primer concilio con un segundo, puede hacer ahora lo mismo” [18]. Por supuesto, Newman no estaba rezando por otro concilio que aumentara y reforzara la definición de la infalibilidad papal como los ultramontanos hubieran deseado sin duda, sino por un concilio que modificara la definición al establecerla en la perspectiva mayor de una enseñanza más plena sobre la Iglesia. En nuestro tiempo no ha habido un Vaticano III que haya aumentado y reforzado los textos conciliares equivalentes, como el ala liberal de la Iglesia hubiese deseado, sino que los papas, desde Pablo VI hasta Benedicto XVI, se han empeñado en establecer las enseñanzas del concilio en la perspectiva más amplia de la entera historia y tradición de la Iglesia, de manera que pueda ser entendido en continuidad y no en ruptura con el pasado.

Esto nos lleva al segundo tipo de desarrollo del cual habla Newman en su mini-teología de los concilios. Porque no está solamente la cuestión de que el significado de la “idea” del Vaticano II se haga más luminoso a la luz del pasado y del desarrollo de la vida de la Iglesia, sino también de la consideración de que los concilios se abren a futuros desarrollos en razón de lo que no dicen o subrayan. En el caso del Vaticano I Newman vio que la enseñanza aislada sobre el papado y la falta de una enseñanza general sobre la Iglesia debía abrirse a un tipo de desarrollo, que se alcanzaría cerca de un siglo después con Lumen Gentium. De igual modo, las prioridades tenían que cambiar después del Vaticano II, tanto por las exageraciones desequilibradas respecto a sus enseñanzas como por la emergencia de nuevos problemas. De hecho, este cambio comenzó a suceder muy pronto después del concilio. Tan solo nueve años habían transcurrido cuando el Papa Pablo VI publicó, en 1974, Evangelii Nuntiandi, donde llamaba a una nueva evangelización. Aparte del decreto sobre las misiones extranjeras, el Vaticano II estuvo virtualmente silencioso acerca de la evangelización, que llegó a ser ciertamente el gran tema del pontificado de Juan Pablo II.

Estos dos tipos de desarrollos se han juntado en un fenómeno totalmente inesperado post-Vaticano II, que está vitalmente conectado con la nueva evangelización y que ejemplifica ambos tipos de desarrollo newmaniano de los cuales he venido hablando. La aparición de nuevas comunidades eclesiales y movimientos, algunos de los cuales precedieron de hecho al concilio, por un lado puede decirse que representan una respuesta a lo que el concilio no logró u omitió decir, y por otro lado que hacen más claros y luminosos los dos primeros capítulos de Lumen Gentium, que ya he dicho es el texto clave del concilio, al realizar en lo concreto el sentido y significado real de los mismos. Pues uno debería decir que toda la cuestión acerca de estas comunidades y movimientos es precisamente que no son laicos, aunque a menudo se los llame así, sino comunidades y movimientos eclesiales. Y esto es así porque no están integrados solamente por miembros laicos, sino también por clérigos, obispos, y religiosos o miembros laicos consagrados. Para lo cual, lo significativo es que reúnen a los bautizados, cualquiera sea su estatus particular en la Iglesia, en una comunión orgánica. Esta comunión orgánica es la que Newman retrata en la Iglesia del siglo IV en su artículo Sobre la consulta de los laicos en materia de doctrina. Y es esta misma comunión orgánica de los bautizados el tema de los dos primeros capítulos de Lumen Gentium, que evita absolutamente hablar de la Iglesia en los términos usuales clerical-laical, y ni siquiera aparecen, siendo el ‘sacerdocio ministerial o jerárquico’ referido simplemente en conexión con el sacramento del orden sagrado cuando se enumeran los siete sacramentos, que edifican el ‘sacerdocio común de los fieles’ (# 10-11).

Este movimiento del Espíritu ha sido un fenómeno nuevo y a menudo impopular en una Iglesia que había crecido cada vez más clericalizada hasta que el énfasis del Vaticano II sobre el laicado provocó una aguda reacción a favor de una Iglesia laicizada. De todos modos, el fenómeno estaba enteramente en continuidad, no en ruptura, con la tradición de la Iglesia, en la medida en que era simplemente otra manifestación de la dimensión carismática de la Iglesia como opuesta a la jerárquica. A esta dimensión carismática se refiere tres veces la Lumen Gentium en sus dos primeros capítulos. Y el redescubrimiento de esta dimensión como uno de los ‘elementos constitutivos’ de la Iglesia lo describe Juan Pablo II como uno de los logros más importantes del concilio [19].

Lumen Gentium empleó el nuevo término teológico “carisma”, una transliteración de la palabra carisma del Nuevo Testamento griego, en lugar de la expresión tomista gratia gratis data (gracia libremente dada). Naturalmente, Newman no usa la palabra. De todos modos, la idea de gracias especiales dadas a individuos para beneficio de la Iglesia estuvo muy presente en el pensamiento de Newman tanto anglicano como católico. El Newman anglicano comprendió bien el inmenso significado del carisma monástico cuando la Iglesia ya no estaba más perseguida pero vino a ser una religión de Estado y estaba en peligro de llegar a ser demasiado de este mundo. El “gran propósito al que respondió” el monasticismo, escribe, “fue mantener la Verdad en tiempos y lugares en que las grandes masas de católicos la habían dejado escapar”. En un tiempo en que los cristianos estaban en peligro de ser “seculares”, los monasterios se convirtieron en “refugio de piedad y santidad”. Por cierto, agrega Newman, “tales provisiones, de una forma u otra, serán intentadas siempre por la parte más seria y ansiosa de la comunidad cuando el cristianismo es generalmente profesado”. En otras palabras, la dimensión carismática de la Iglesia es esencial para los cristianos deseosos de practicar su fe de un modo más comprometido y devoto. Donde no existe una salida espiritual para cristianos más serios, éstos cederán a la tendencia de “caer en un separatismo”, “al buscar alguna cosa divina y trascendente”, como en los países protestantes “donde las órdenes monásticas son desconocidas”. Al igual que Lumen Gentium, Newman insiste en que los carismas necesitan que la jerarquía los regule: “el entusiasmo es sobrio y refinado cuando es sometido a la disciplina de la Iglesia, en vez de que se le permita crecer salvaje fuera de ella” [20].

Newman era bien consciente de que los carismas no se otorgan simplemente para el beneficio del recipiente, sino que para el conjunto de la Iglesia. Por tanto, son la respuesta del Espíritu Santo a las necesidades particulares de la Iglesia en el momento. Y entonces escribió como católico que mientras “San Benito había llegado como para preservar un principio de civilización, un refugio para aprender, en un tiempo en donde estaba fallando el viejo armazón de la sociedad y nuevas creaciones políticas estaban tomando su lugar... cuando el joven intelecto comenzó a agitarse en ellos y se descubrió un cambio de otra clase, apareció entonces San Francisco y Santo Domingo...” Finalmente, concluye Newman, “en la última era de revolución eclesiástica” el carisma de San Ignacio de Loyola fue dado a la Iglesia para enfrentar nuevas necesidades: “La ermita, el claustro… y los frailes, fueron adaptados a otro estado de sociedad; con los jesuitas como con las comunidades religiosas, que son sus hijos”, los “principales objetos de atención” fueron nuevos tipos de apostolado tales como la enseñanza y las misiones [21].

Después de su conversión, Newman se hizo oratoriano. Pensaba que el carisma oratoriano fue importante en la contrarreforma para la reforma del clero diocesano. No obstante, también veía a los oratorianos parecidos en algunas cosas a los monjes primitivos, que tampoco hacían votos. Pensó que el carisma de San Felipe Neri fue volver audazmente al cristianismo primitivo en su “sencillez y simplicidad”, en lo cual no era lo menos la participación de los laicos, extraordinaria para la época [22]. En un sermón de 1850, “La misión de San Felipe”, llama a San Benito, Santo Domingo y San Ignacio “los tres patriarcas venerables cuyas órdenes se dividen toda la historia cristiana”. Ciertamente Felipe fue una figura carismática menor comparada con estos gigantes, pero no obstante Newman señala que él “llegó bajo la enseñanza sucesiva de los tres”. Aunque no aparece el término “carisma” en su vocabulario teológico y aunque vivió en una época en la que la dimensión jerárquica de la Iglesia estaba exagerada, Newman nunca desestimó la significación de la dimensión carismática. Pues estos “maestros en el Israel espiritual” tuvieron, “de un modo especial,... se les había encomendado el oficio de un ministerio público en los asuntos de la Iglesia uno después de otros, y...son, en algún sentido, sus padres nutricios” [23].

En 1855 Newman dio una conferencia titulada “Los tres patriarcas de la historia cristiana: San Benito, Santo Domingo y San Ignacio”, de la cual sobreviven algunas anotaciones [24]. Escribió quince años después que había pensado escribir un libro con “el contraste histórico de benedictinos, dominicos y jesuitas, que supongo que nunca terminé”. Al final solamente escribió la parte de los benedictinos [25], y más tarde explica que esto fue causa de remordimiento para él, pero como después de haber escrito sobre los benedictinos fue criticado por un abad benedictino, sentía miedo de tratar de escribir acerca de dominicos, franciscanos y jesuitas. Uno solo puede lamentarse de que Newman no haya podido completar este libro sobre esos tres grandes movimientos carismáticos.

Finalmente, es notable que Newman anticipara verdaderamente los movimientos y comunidades eclesiales del siglo XX, y no sólo en su eclesiología de comunión orgánica, sino también en la práctica. Pues él mismo lideró un movimiento en su propia época, el Movimiento tractariano de Oxford, que lejos de ser una asociación clerical, como querían algunos de sus iniciadores, tuvo tanto clérigos como laicos, siendo laicos algunos de sus miembros más prominentes. Más tarde, en la época de la restauración de la jerarquía católica en 1850, Newman esperaba que un movimiento similar pudiese surgir para apoyar la causa católica, pero la naturaleza clerical del catolicismo del siglo XIX lo impidió. Más aun, la comprensión de Newman acerca de la naturaleza original del Oratorio de San Felipe Neri muestra cómo debía empezar una comunidad eclesial moderna. Había comenzado como una comunidad enteramente laical, no como una orden o congregación sacerdotal. De esta comunidad original surgió una comunidad más pequeña de sacerdotes, pero estrechamente vinculada a la mayor comunidad laical. Juntas, la congregación de sacerdotes y la comunidad de laicos, constituyeron el Oratorio como una comunidad orgánica.

La importancia, entonces, que Newman atribuyó a la dimensión carismática de la Iglesia está plenamente de acuerdo con la enseñanza de Lumen Gentium. Difícilmente puede exagerarse la importancia de las grandes figuras carismáticas de la contrarreforma en el siglo XVI. Sin San Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús en particular es difícil de ver cómo podrían haberse implementado las reformas del Concilio de Trento. ¿No podemos decir, de modo similar, que la verdadera realización de las enseñanzas del Vaticano II, esto es, una realización en continuidad y no en ruptura con la tradición de la Iglesia, es inseparable de los carismas que el Espíritu Santo dio a la Iglesia en la última mitad del siglo XX? Ciertamente, los movimientos y comunidades eclesiales que el Papa Benedicto XVI llamó el quinto gran movimiento del Espíritu en la historia de la Iglesia [26], parecen manifestar las dos clases de desarrollos que, de acuerdo con Newman, serían los resultados característicos de un concilio.


Notas 

[*] Conferencia del autor en el Simposio previo a la beatificación de Newman (Birmingham – 18 de septiembre 2010).
[1] Difficulties of Anglicans, ii. 312.
[2] Parochial and Plain Sermons, iii.224, 270; iv. 170-1, 174; v. 41.
[3] On Consulting the Faithful in Matters of Doctrine, ed. John Coulson (London: Geoffrey Chapman, 1961), 86, 88-90.
[4] The Arians of the Fourth Century, 445.
[5] LD xxvi. 281.
[6] LD xxv.262.
[7] LD xxv. 278.
[8] LD xxv. 310.
[9] LD xxv. 330.
[10] LD xxvi. 59-60.
[11] LD xxvi. 76.
[12] LD xxv. 71, 284.
[13] LD xxvii. 338.
[14] LD xxvii. 240.
[15] LD xxvii. 383; xxv. 230.
[16] An Essay on the Development of Christian Doctrine, 39-40.
[17] An Essay on the Development of Christian Doctrine, 40.
[18] LD xxv. 278.
[19] Movements in the Church: Proceedings of the World Congress of the Ecclesial Movements, Rome, 27-29 May 1998 (Vatican City: Pontificium Consilium pro Laicis, 1999), 221.
[20] Historical Sketches ii. 103, 164-5.
[21] Ibid, 398-9.
[22] Newman the Oratorian, ed. Placid Murray, OSB (Dublin: Gill and Macmillan, 1969), 186, 188, 203.
[23] Sermons Preached on Various Occasions, 220-1.
[24] LD xvi.378.
[25] LD xxv.228.
[26] Movements in the Church, 23, 51.

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