¿Cómo percibe usted el momento católico actual? 

Imagen de portada: “La resurrección de Lázaro” por Claudio Di Girolamo, 2001 (Grafito y bolígrafo sobre papel).

Humanitas 2022, C, págs. 322 - 329

Suele mencionarse que la religiosidad en América Latina y en el mundo ha cambiado mucho este último tiempo, disminuyendo el catolicismo, aumentando los evangélicos y, muy especialmente, aumentando la increencia, si no el ateísmo, entre quienes declaran no adherir a ninguna religión. Nadie puede negar que algunos de estos fenómenos efectivamente se han producido, aunque las cifras usadas no sean coincidentes, ni se las comprenda en el marco de una evolución social cada vez más compleja.

Las cifras provienen centralmente de encuestas. Con este tipo de información se suele pedir autocalificación y autoevaluación respecto de lo que se cree y de las prácticas que se realizan. Es decir, se piensa la religión como un hecho esencialmente subjetivo. Si la pregunta escapa además a la condición inmediatamente personal, se tiende a generalizar como un asunto ideológico que separa a tradicionalistas y progresistas.

Un ejemplo clásico de esta reducción ideológica del credo religioso lo constituye la moral. Se reduce el fenómeno religioso a la orientación moral de la conducta, especialmente de aquella que resulta vinculante para la acción particular de los individuos. Tan importante ha sido este punto que muchos cientistas sociales afirman que la mayor contribución de la religión a la sociedad es la moralidad, proporcionando el cimiento para la vida en común. No se ha considerado nunca la moralidad, sin embargo, como una ideología arbitraria y socialmente opinable, sino como una responsabilidad individual y colectiva que es “imputable” a las personas como adhesión y respeto a la convivencia misma.

En estas condiciones, no puede bastar que se pregunte a las personas sobre cuáles son las creencias religiosas subjetivas y cuáles las opciones morales que tienen y el modo como se sienten obligadas a cumplirlas. Preguntar por las creencias no es lo mismo que preguntar por lo que la gente opina. Aunque la libertad de conciencia y de expresión se encuentran entre los principios éticos universales del orden social racional, la libertad de conciencia no puede satisfacerse con la posibilidad de sostener frente a los demás lo que a cada quien le place, sino que se deben cumplir las reglas de lo que es debido para que se cumpla el precepto de que las personas son “libres e iguales en dignidad y derechos”. La libertad de conciencia no es un capricho individual e inimputable.

Para salir al paso de la trivialización religiosa traída por la no-creencia se hace urgente y necesario reconocer la finalidad de su conciencia. Es muy provechoso para ello acercarse a la riqueza del magisterio pontificio que sostiene que la religiosidad de un pueblo, y no solo de los individuos, es uno de los factores esenciales de su cultura y de su historia.

Por ello, la pregunta sobre las creencias religiosas tiene que buscar el fondo del problema que quieren conceptualizar y no solo a las opiniones contingentes que podrían existir en un determinado momento. Esta admonición vale no solo para todos los observadores del fenómeno, sino, en primer lugar, para los propios creyentes, cualquiera sea el modo en que esta creencia se conceptualice y sea ritualmente representada. No se puede trivializar sin riesgo la pregunta religiosa.

Para salir al paso de la trivialización religiosa traída por la no-creencia se hace urgente y necesario reconocer la finalidad de su conciencia. Es muy provechoso para ello acercarse a la riqueza del magisterio pontificio que sostiene que la religiosidad de un pueblo, y no solo de los individuos, es uno de los factores esenciales de su cultura y de su historia. Así lo sostenía con fuerza san Juan Pablo II, quien en su propio país debió luchar para preservar su cultura histórica, asediada por invasores de distinta ideología pero con el idéntico propósito de borrar la memoria histórica de quienes querían ser protagonistas y no solo marionetas del nuevo orden impuesto. Los invasores tenían también en común el deseo de imponer el ateísmo en las relaciones sociales, disolviendo la conciencia religiosa y moral del pueblo.

Como enseñaba Juan Pablo II, la cultura comprende las acciones básicas de la vida de las personas y de los pueblos mencionando, en particular, cuatro verbos muy significativos: “nacer, amar, trabajar, morir”[1]. Todas las actividades humanas significativas para una sociedad se encuentran incluidas en estos cuatro verbos, pues ellos resumen, por una parte, el horizonte de la vida (nacer y morir) y, por la otra, el sentido humano de las actividades vitales (trabajar y amar). Consciente de esta vinculación con la totalidad de lo real, agregaba el Papa, por tanto, que la cultura se definía por la actitud más profunda del ser humano frente a la realidad, su “actitud ante el misterio más grande, el misterio de Dios”.

Este es uno de los problemas clave de la comprensión de lo religioso, su comprensión del “misterio”. Dios se muestra a sí mismo al hombre como misterio. Así lo ha comprendido la Iglesia desde la época apostólica, como queda claramente de manifiesto en el famoso discurso de san Pablo ante el Areópago, el que ha pasado a ser el arquetipo de la evangelización cristiana. Decía, “lo que adoráis sin conocer, eso os vengo a anunciar. En Él vivimos, nos movemos y existimos… porque somos también de su linaje” (Hech 17, 23-28). La palabra griega “misterio” se tradujo al latín como “sacramento”. De ahí que en todas las culturas la religión tiene como expresión más arcaica el “simbolismo” sacramental.

Con la introducción de la escritura la religión se volvió también “palabra” de sabiduría y de salvación, como atestiguan las tres grandes religiones monoteístas. No obstante, la importancia del texto continúa siendo el simbolismo ritual, el fundamento de la realidad considerada como misterio y que es necesario estudiar, contemplar y venerar. Por ello, no basta su explicación ideológica, sino que se tiene que buscar también una expresión litúrgica.

Pues bien, la religiosidad de América Latina ha sido, desde su inicio, una religiosidad cúltico-ritual. Lo fue la de los pueblos originarios que no tenían escritura, como también la religiosidad mestiza nacida de la primera evangelización y del encuentro entre pueblos y culturas diversos. La primera evangelización fue ágrafa para pueblos ágrafos, asumiendo el simbolismo ritual el papel de la comunicación y del entendimiento. La lectura de la Biblia comenzó recién con los protestantes en el siglo XIX. La devoción simbólica y barroca se mantiene hasta el presente en todas las grandes fiestas populares.

La religiosidad de América Latina ha sido, desde su inicio, una religiosidad cúltico-ritual. Lo fue la de los pueblos originarios que no tenían escritura, como también la religiosidad mestiza nacida de la primera evangelización y del encuentro entre pueblos y culturas diversos.

El peregrinar de la religiosidad popular suele adquirir también una dimensión moral entre quienes quieren mantener la tradición transmitida de padres a hijos por generaciones. La moralidad, en este caso, no es la del deber que acompaña a las acciones sociales, sino más bien la de pertenecer conjuntamente a un pueblo que debe comer, descansar, recrearse, festejar y solicitar de la vida un mejor futuro con salud, trabajo, abundancia y seguridad.

Columna vertebral de esta religiosidad latinoamericana ha sido por siglos la devoción mariana. Desde luego, en muchas de las tradiciones religiosas originarias existía la devoción a la madre común, y en casi todas las culturas agrícolas había rituales de fertilidad y rogativas para que la cosecha diese abundantes frutos. Tal acción no se producía sin la participación humana, pero a la vez, esta no era suficiente para la obtención del fruto. Pese a que la agricultura se ha cambiado en el presente por una “productura”, mecánicamente especializada, los rituales simbólicos nos hablan todavía del misterio que envuelve la vida próxima a la naturaleza.

La imagen de la Virgen María en este contexto tenía una innegable connaturalidad, la que pronto se uniría a la tradición. Fue la creencia en la aparición de la Virgen al indio Juan Diego en las colinas del Tepeyac en México la que introdujo tempranamente el culto mariano en esta tierra. Su rostro mestizo hablaba de los nuevos pueblos que surgirían con el encuentro de diversos mundos, cuya madre común sería la Virgen María. Bajo múltiples advocaciones locales según la geografía y el acento de los carismas de l as órdenes religiosas, se fue forjando progresivamente una red de santuarios marianos en toda América Latina que nutre su religiosidad popular hasta el presente. La Conferencia de Obispos de Aparecida reconoció con palabras muy bellas y elocuentes el rol evangelizador de la religiosidad popular.

¿Cómo se seculariza esta religiosidad ritual en la actualidad? Desde la célebre proclamación de la “muerte de Dios” de Nietzsche, pasando por Hegel, Weber, Berger, Taylor, Habermas, Luhmann, Bauman y tantos otros, se ha considerado como algo característico de la modernidad la transformación de la mentalidad religiosa en un signo mundano para su uso económico, político o social. Ciertamente, las creencias religiosas y morales han cambiado muy sustancialmente, haciéndose más relativistas y con menor adhesión en el plano institucional. Ya no hay propiamente herejías, como en el medioevo y renacimiento europeos y la “herejía modernista”, antes que orientarse a los artículos del credo, se concentra en las potestades eclesiales para la interpretación del dogma. En la actitud cotidiana de los fieles de todo el mundo se percibe una cierta indiferencia hacia el credo y una lejanía institucional de las iglesias. Pero no se lo ve como algo inconsistente e incompatible. Así, no podría decirse que con la secularización se trata de un abandono de la fe tradicional, una suerte de apostasía de la conciencia, sino más bien que la fe se subjetiviza y se la desliga de la objetividad de la pertenencia a la Iglesia.

La “herejía modernista”, antes que orientarse a los artículos del credo, se concentra en las potestades eclesiales para la interpretación del dogma. En la actitud cotidiana de los fieles de todo el mundo se percibe una cierta indiferencia hacia el credo y una lejanía institucional de las iglesias.

Por los aspectos antes mencionados, no se ha mostrado empíricamente correcta la interpretación de la secularización como cambio en la conciencia y en la mentalidad de las personas, como querían algunos destacados autores. Lo cierto es que la secularización puede convivir con concepciones tradicionales del dogma y de la liturgia. En este punto tiendo a aceptar como más razonable la tesis sobre la secularización desarrollada por Luhmann, según la cual ella no se produce por un cambio subjetivo interior de la conciencia religiosa, sino por un cambio en el medio ambiente de la comunicación social sobre la religión, fruto del incremento de complejidad que trae consigo una sociedad organizada por funciones más que por personas.

Algunas de las tradicionales tareas asumidas en el pasado por las instituciones religiosas son redefinidas completamente por el nuevo entorno comunicacional moderno. Las religiones se ven obligadas a definir su propio espacio funcional, diferenciándose de las otras funciones de la sociedad. Así, el mayor cambio social experimentado por la religión en el presente no se debe a la política, la economía, la ciencia, tecnología y la educación, sino al uso de los medios de comunicación de masas, especialmente los audiovisuales. La “Galaxia Gutemberg”, que está en la base de la modernidad ilustrada, ha dado paso a la cultura audiovisual con consecuencias en el plano de la temporalidad, donde se destaca el valor del presente y de la inmediatez de lo contingente, y en la espacialidad, donde destaca el valor de la totalidad de lo visible, con el aprecio consiguiente de la naturaleza, de la ecología, de la arquitectura y de la infraestructura urbana.

¿Dónde se sitúa ahora el centro cúltico y ritual de la religión, lo que antaño fueron la ciudad, el templo y el calendario? ¿Tienen sustitutos seculares? La respuesta más apresurada sería afirmar que este nuevo centro es también audiovisual. Pero no se puede perder de vista que la época audiovisual no es más que una etapa en el devenir de la sociedad a la que seguirán muchas otras.

Si la sociedad organizada por la complejidad de sus funciones autónomas ha devenido “policéntrica”, surge entonces la pregunta: ¿Dónde se sitúa ahora el centro cúltico y ritual de la religión, lo que antaño fueron la ciudad, el templo y el calendario? ¿Tienen sustitutos seculares? La respuesta más apresurada sería afirmar que este nuevo centro es también audiovisual. Pero no se puede perder de vista que la época audiovisual no es más que una etapa en el devenir de la sociedad a la que seguirán muchas otras. No puede suponerse que la relación del hombre con el misterio acabará en la edad audiovisual. Tampoco lo hizo antes con la aparición de la escritura ni con la aparición del templo. Cada etapa histórica ha tenido la necesidad de adaptar su conciencia religiosa a las novedades del tiempo y lo hará también en el futuro.

Recientemente se ha publicado un libro de Rocco Buttiglione, prologado por el Papa, que se llama Caminos para una teología del pueblo y de la cultura, que explora detalladamente la contribución de la teología y de la pastoral de América Latina al catolicismo actual y del próximo futuro. La lectura de este libro revitaliza la energía y la esperanza de la Iglesia particular de este continente que se hizo universal con un pontífice nacido religiosamente de sus entrañas.

Resulta indispensable entonces mantener abierta la conciencia a la totalidad del misterio de la vida, puesto que como decía san Pablo en el Areópago, “en Él vivimos, nos movemos y existimos”.


Notas

*Pedro Morandé es doctor en Sociología, profesor emérito de la Pontificia Universidad Católica de Chile y miembro de la Pontificia Academia para las Ciencias Sociales. Miembro fundador de Humanitas.
[1] Cfr. Juan Pablo II; Centesimus annus. 1991, cap. IV

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