La beatificación conjunta de los dos papas que convocaron respectivamente los concilios Vaticano I (1869-1870) y Vaticano II (1962-1965), es decir, de Pío IX y Juan XXIII, llevada a cabo por Juan Pablo II el pasado 3 de septiembre, ha suscitado en muchas partes, y sin duda seguirá suscitando, muy encontradas reacciones. Si la opinión pública en general aplaude casi sin reservas el honor concedido a Juan XXIII (1958-1963), no ocurre lo mismo en el caso de Pío IX (1846-1878).

Entre aplausos y repudios

La beatificación conjunta de los dos papas que convocaron respectivamente los concilios Vaticano I (1869-1870) y Vaticano II (1962-1965), es decir, de Pío IX y Juan XXIII, llevada a cabo por Juan Pablo II el pasado 3 de septiembre, ha suscitado en muchas partes, y sin duda seguirá suscitando, muy encontradas reacciones. Si la opinión pública en general aplaude casi sin reservas el honor concedido a Juan XXIII (1958-1963) -el Papa bueno, “abierto el mundo”, “moderno”, “conciliador”, “de amplio criterio”, a quien se le atribuye la iniciativa de haber establecido “una nueva frontera cristiana, que libera a la Iglesia de un pasado anquilosado y rígido”-, no ocurre lo mismo en el caso de Pío IX (1846-1878). No es sólo en Italia donde se da una especie de encono histórico por el hecho de que la tenaz defensa de los estados pontificios por parte del papa Pío obstaculizara (aunque no lograra impedir) la unificación de la nación. El historiador Roger Aubert reproduce el prejuicio más difundido sobre este Pontífice cuando en la “Historia de la Iglesia” de Fliche-Martin sostiene: “De cara a la opinión mundial, la postura más antipática de Pío IX fue la oposición sistemática a las llamadas libertades modernas: el Papa aparecía como un ser oscurantista, enemigo de los intereses del pueblo” (Vol. XXIX, pág. 267).

La asociación de historiadores de la Iglesia de habla alemana se había apresurado hacía meses a enviar una nota al papa Juan Pablo II instándole a que se prescindiera de la anunciada beatificación del Pío IX: “Su rechazo por principio de derechos humanos como la libertad de conciencia, de religión y de prensa, por medio del así llamado Syllabus errorum (1864) -argumentaba dicha nota- contradice masivamente las posiciones del Concilio Vaticano II. El Papa del Concilio Vaticano I tenía además un concepto tan sobredimensionados del Primado papal, que su beatificación no podría interpretarse en otras iglesias, particularmente las orientales, sino como una señal fuertemente anti-ecuménica”. Y continúan los historiadores germanos: “Con su a menudo simplista discurso en blanco y negro, Pío IX no distinguía por doquier sino la acción de Dios o del demonio, de Cristo o de Belial. No puede justificarse tal actitud con la situación defensiva de la Iglesia, pues había en aquel entonces no pocos obispos y cardenales que tenían una visión más amplia de los sucesos contemporáneos. De todos modos, la actitud del Papa revela una deficiencia tan grave de la virtud de la prudencia, necesariamente unida al ejercicio del primado de Pedro, que esto debería constituir un obstáculo para su beatificación. Ésta sólo contribuiría a proyectar una imagen distorsionada y humanamente inaceptable de la santidad” (Christ in der Gegenwart, junio 2000). Para concluir, la nota tampoco le ahorra al Papa el sambenito del antisemitismo, reproche ávidamente recogido por la prensa norteamericana.

Según la prestigiosa revista internacional de teología Concilium, de la que forman parte, entre otros, los teólogos Hans Küng y Jon Sobrino (seguimos la comunicación de “El Mercurio” de Santiago, aparecida el sábado 2 de septiembre), la beatificación de Pío IX “causará un daño considerable a la Iglesia Católica y hará dudar a muchos de la sinceridad de Juan Pablo II a favor de la reconciliación y la verdad en el mundo”. Y más adelante: “Dejando de lado su implicación política en la lucha por la libertad en Italia, Pío IX se opuso más que ningún Papa antes que él a todos los movimientos intelectuales y culturales de su época que eran favorables a la reforma. Se opuso especialmente a la libertad de conciencia”.

No es así como la intelectualidad de nuestro tiempo se expresa con respecto de Juan XXIII y de seguro el haber afirmado Juan Pablo II en su discurso de beatificación que “del papa Juan persiste en el recuerdo de todos la imagen de un rostro sonriente y de dos brazos abiertos en un abrazo al mundo entero” no habrá de provocarle los reproches amargos que le ha valido su defensa de Pío IX.

Sin embargo, el hecho de que la máxima autoridad de la Iglesia hay querido proceder a la beatificación conjunta de ambos pontífices, obliga a reflexionar sobre las “no pocas semejanzas en el plano humano y espiritual que -más allá de las apariencias- unía a ambos papas, que vivieron en contextos históricos muy diferentes” (Discurso de beatificación). En efecto, aquellas “apariencias” que son la causa de la habitual contraposición entre Juan XXIII y Pío IX, entre el Vaticano II y el llamado “espíritu pre-conciliar”, derivan de cierta “imagen” que sus contemporáneos se formaron de aquellos hombres santos (y de los concilios por ellos convocados) y a la que adhieren tenazmente, aun en contra de no pocas evidencias históricas, las generaciones siguientes. La Iglesia, siguiendo a Cristo, tiene que dar siempre “testimonio de la verdad” (Jn 18,37), aunque resulte difícil o desagradable para la opinión pública, confiando en que “todo el que sea de la verdad escuchará su voz” (Jn 18,37 b). En este caso se requiere, pues , aplicar un honesto discernimiento con respeto de las “imágenes” de los papas beatificados, tan necesitadas de renovación, no sólo en el caso de Pío IX, sino también en el de Juan XXIII.

Génesis de una distorsión histórica

Giovanni María Mastai Ferretti había nacido en 1792 en Senigallia, provincia de Ancona. Su vocación sacerdotal fue madurando cuando, huésped de su tío Paulino, canónigo en Roma, frecuentaba un hospicio de huérfanos. Continuó este apostolado también después de su ordenación sacerdotal, ocurrida en 1819. Su participación en la misión de Monseñor Muzi, enviada a Chile y Argentina entre 1823 y 1825, le abrió por un lado los amplios horizontes de la Iglesia universal, por el otro le deparó el primer encuentro negativo con la intolerancia y rigidez de los regímenes liberales de los países a los que la misión papal había sido enviada. A su vuelta a Roma reanudó su trabajo con la juventud abandonada, esta vez como rector del Hospicio apostólico de San Miguel en Ripa Grande, favoreciendo la enseñanza de oficios prácticos para aquellos huérfanos.

A los 35 años de edad fue elegido de Spoleto, cargo en el cual se desempeñó con celo y eficacia. No fue sorpresa entonces que ya en 1832 fuese promovido al arzobispado de Imola, situado en los estados pontificios. En 1845 envió a la Santa Sede un documento con 58 proposiciones relativas a una mejor administración de aquellos estados. Al año siguiente le tocó participar en el cónclave convocado a la muerte del papa Gregorio XVI, quien ya en 1840 le había nombrado cardenal. En el cuarto escrutinio Mastai Ferreti fue elegido Papa y, tomando el nombre de Pío IX, inauguraba el pontificado más largo de la historia de la Iglesia (35 años).

Desde el comienzo de su pontificado el Papa se vio envuelto en la vorágine histórica que significó el proceso de unificación de Italia. Ésta implicaba necesariamente el fin de los Estados Pontificios, a lo que Pío IX se opuso tenazmente. Ciertamente el Papa comprendía muy bien la causa de Italia, pero no podía por ello involucrarse en una guerra contra Austria, ni ceder ante las tendencias anticatólicas y anticlericales del gobierno piamontés, ni renunciar a la libertad espiritual de la Iglesia, garantizada por el Estado Pontificio. No se le puede acusar de no haber sabido prever una solución como la que finalmente se encontraría n 1929 mediante los Pactos de Letrán, que dieron origen al pequeño Estado Vaticano. Con el apoyo de Napoleón III el Papa logró mantener sus Estados hasta que en 1870 la derrota del emperador ante las tropas prusianas fue aprovechada por el gobierno de Víctor Manuel II para ocupar Roma y así poner término al poder temporal del papado.

Más crucial aún que esta lucha política fue su lucha espiritual, en cuyo centro se situaba el problema del liberalismo o de la “modernidad”, tanto en su doctrina como en su práctica. La Iglesia no podía aceptar acríticamente una evolución de las cosas y de las ideas que tendía abiertamente a la instauración de una sociedad no cristiana, fundada sobre las ideas agnósticas y relativistas de la Ilustración, sobre el convencimiento de un continuo progreso promovido por la sola razón humana, sobre la arrogancia de un Estado que se atribuía ser la fuente única del derecho. Y todo esto no se daba pacíficamente. En todas las naciones antiguamente cristianas se promulgaban leyes restrictivas de las congregaciones religiosas, se expropiaban los bienes eclesiásticos, se admitía el indiferentismo y el relativismo, se propugnaba una educación cada vez más dependiente del monopolio estatal, se obstaculizaban las actividades pastorales. Y esto se daba no sólo en la vieja Europa, sino también en las naciones iberoamericanas, con la solitaria excepción del presidente Gabriel García Moreno en el Ecuador, que en 1875 debía pagar con su vida su apartamiento de la hegemonía liberal-masónica, predominante en todas partes.

Se relacionaba con esta problemática la del llamado “catolicismo liberal”, es decir, la de aquellas tendencias que veían el futuro de la Iglesia en la aceptación positiva de la “modernidad” y, por lo tanto, no simpatizaban con lo que les recordara el Antiguo Régimen, anterior a la Revolución francesa. Se acababa de producir el caso paradigmático del sacerdote francés Felicité de Lammenais, que después de la era napoleónica lideraba una vigorosa renovación del catolicismo, pero en base al equívoco lema de una “Iglesia libre en un estado libre”. Intelectual brillante y sacerdote fervoroso, Lammenais no supo ni entender ni aceptar las advertencias del magisterio de la Iglesia, manifestado a través del Papa Gregorio XVI y terminó en una amarga apostasía. Pío IX percibía el peligro del síndrome Lammenais en las propias filas y la experiencia de los papas posteriores vino a poner en evidencia que el problema de la aceptación mal entendida de la “modernidad” por parte de muchos católicos no era algo exclusivo de su pontificado.

La condena por parte de Pío IX de ochenta principales errores de los tiempos modernos, compendiados en el llamado Syllabus de su encíclica Quanta Cura (1864), dejaba en claro que para el Papa no se trataba sólo de reaccionar en contra de un orden de cosas que desterraba a Dios de la vida pública y lo relegaba al rincón de las conciencias -si es que no lo declaraba “muerto”- sino al mismo tiempo de develar el origen de develar el origen filosófico de tales tendencias. De allí su catálogo de denuncias contra la mentalidad filosófica que había servido como ariete destructor de la concepción cristiana del universo y de la historia y que culminaba en la última proposición del Syllabus en contra de la idea de que “el Romano Pontífice podía y debía reconciliarse con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna”.

Estas afirmaciones doctrinales, más la posterior proclamación de los dogmas de la infalibilidad y del primado del Papa (1870). Provocaron vivísimas reacciones en los ambientes liberales de la época y explican, por otra parte, la enemistad de tantos historiadores y aun teólogos modernos. El mismo Pío IX en su alocución Jamdudum cernimus (1861) explicaba su postura: Nada más lejos de su pensamiento que atribuirle un rechazo de la civilización moderna entendida en el sentido de progreso técnico, bueno en sí mismo; o el acceso de las clases populares a la libertad política, ni la elevación del nivel cultural de todos. Lo que el Pontífice deseaba dejar en claro era que la Iglesia no podía llegar a componendas con sistemas incompatibles con la fe cristiana, y esos sistemas se resumían en aquella época en la noción de “liberalismo”. Los liberales -y toda la opinión pública de entonces era liberal- retrucaron acusándolo de querer volver al Ancien Régime, de cerrarse al progreso y a las libertades modernas y esta imagen distorsionada, renovada sin cesar por todos los “modernos”, se mantuvo hasta nuestros días y explica en gran parte las estridencias que trataron de perturbar la celebración de la beatificación.

Otra modalidad de esta oposición a Pío IX consiste en afirmar que el Vaticano II lo habría desautorizado, principalmente por la Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa. Curiosamente concurren a esta misma constatación los extremos opuestos de espectro católico: por un lado los tradicionalistas, como monseñor Lefebvre, que se quejan de que el Vaticano II habría roto la continuidad con el magisterio anterior, como el teólogo Charles Curran, que consideran el abandono de la posición anterior del magisterio como algo posible y hasta deseable en aras de un mayor “progreso” de la Iglesia. Pero, lo que condenaba Pío IX no es idéntico con lo que pretende decir positivamente el Vaticano II. Pío IX se oponía a la sentencia de que todos los cultos religiosos eran iguales y que, por lo tanto, la libertad de culto implicaba el indiferentismo. En cambio, el Vaticano II enseñaría que la dignidad de la persona humana exige siempre que el Estado no coaccione en materia religiosa a nadie, a menos que vaya en contra del orden público. Por tanto, no se dice lo mismo, pero sí hay una continuidad en el magisterio.

Juan XXIII: “imagen” y santidad verdadera

Un discurso de beatificación no tiene por qué entrar en polémicas y refutaciones. Por eso las palabras de Juan Pablo II el 3 de septiembre no van mucho más allá de lo que todo el mundo aprecia en el Papa Roncalli: “¡Cuántas personas se sintieron conquistadas por la simplicidad de su espíritu, unida a una amplia experiencia de los hombres y de las cosas!” ¿Quién no estaría de acuerdo con esta alabanza? Más, la continuación del discurso papal roza ya de cierta manera el tema de la imagen de Juan XXIII, forjada y alimentada por los medios de comunicación. Sigue Juan Pablo II: “El vendaval de novedad causada por él no se refería ciertamente a la doctrina, sino más bien al modo de exponerla; nuevo era el estilo de hablar y de actuar, nueva la carga de simpatía con la cual él se acercaba tanto a las personas comunes como a los poderosos de la tierra”.

Por cierto que Juan XXIII recurre en los documentos de su pontificado, en alguna medida, a otro método y otro vocabulario que el de Pío IX y fue eso lo que marcó el tono del Concilio Vaticano II en cuanto al modo y estilo de presentación de la única doctrina católica. Pero -y es eso lo que Juan Pablo II dio a entender- no hubo una contradicción con el magisterio anterior, ni una desautorización de Pío IX por parte de Juan XXIII. Pero es precisamente eso lo que llegaron a pensar ciertos teólogos y lo que los medios de comunicación difundieron sin cesar y lograron asentar en la opinión pública mundial: que Juan XXIII era el hombre de ideas liberales, modernas, cuyo “aggiornamento” ponía por fin a una Iglesia anquilosada en fila con el mundo moderno. Ésa es una imagen tan distorsionada como la de un tozudo y archirreaccionario Pío IX, y así se puede llegar a la conclusión de que tanto muchas de las alabanzas tributadas a Juan XXIII como las diatribas contra Pío IX brotan de la misma raíz de una “modernidad” arrogantemente convencida de sí misma y de su valor absoluto.

Tanto Pío IX como Juan XXIII, aunque con distintos enfoques y matices, sabían que la esencia de la misión de la Iglesia consiste en una total fidelidad a Jesucristo, por encima y más allá de las ideas favoritas de un determinado período histórico. Toda oposición entre ambos pontífices carece de fundamento real y pone de manifiesto el deseo de instrumentalizar la verdad para determinados fines. Bien lo expresaba el Papa Roncalli en una anotación de su “Diario del alma”. Con fecha del 29 de noviembre de 1959 anotaba: “Pienso siempre en Pío IX, de santa y gloriosa memoria; e imitándole en sus sacrificios, querría ser digno de celebrar su canonización”. Y el 22 de agosto de 1962 recordaba en público durante una audiencia general, lo que sentía y pensaba de él: “Píos IX: el Papa de la Inmaculada, excelsa y admirable figura del Pastor, del cual se escribió también, comparándolo con Nuestro Señor Jesucristo, que nadie fue más amado y odiado que él por sus contemporáneos. Mas su empresa, su entrega a la Iglesia, brillarán hoy más que nunca; unánime es la admiración para con él”. El Osservatore Romano, que aproximadamente en esa misma fecha rendía cuenta de la mencionada audiencia general, agregaba un detalle aun más significativo: “Su Santidad gustó de confiar a sus oyentes una grata esperanza que acariciaba en su corazón: que el Señor le concediera el gran don de poder decretar al honor de los altares durante el desarrollo del próximo Concilio Ecuménico (el Vaticano II) al Papa que había decretado y celebrado el Vaticano I”.

El Papa Roncalli fue en su persona, en su vida espiritual y en su servicio apostólico fruto legítimo del cristianismo tradicional, es decir, de aquella fe arraigada en el pueblo de Dios sencillo y pobre al que pertenecía su familia campesina. Su familia y entorno se situaban entre aquella gente a quienes no alcanzaron las deformaciones que dominaban en gran parte al mundo burgués, gestado en la revolución liberal y el nacido de inspiración positivista y utilitaria de corte capitalista.

Reveladora de su actitud frente al “modernismo” de entonces y de todos los tiempos es otra anotación de su “Diario del alma”, de octubre de 1910: “Jesús bendito ha tenido a bien concederme, en estos ejercicios, una luz especial para comprender todavía más vivamente la necesidad de mantener íntegro y purísimo mi sensus fidei y mi sentire cum Ecclesia, mostrándome también bajo una luz más resplandeciente la sabiduría, oportunidad y hermosura de las medidas pontificias encaminadas a salvaguardar principalmente al clero del contagio de los errores modernos (llamados modernistas), que de una manera engañosa y fascinante intentan demoler los cimientos de la doctrina católica. Las dolorosas experiencias de este año, observadas aquí y allá, las graves preocupaciones del Santo Padre y la voz de los sagrados pastores me han persuadido, incluso prescindiendo de otros datos, de que este viento del modernismo sopla bien fuerte y en una extensión mayor de lo que a primera vista pudiera parecer; de que es muy fácil que azote en el rostro y haga perder la cabeza incluso de aquellos que en un principio se sienten movidos solamente por el deseo de adaptar la antigua virtud del cristianismo a las necesidades modernas. Muchos, incluso buenos, han caído en el equívoco, inconscientemente tal vez y han pasado al campo del error. Y lo peor es que de las ideas se pasa pronto al espíritu de independencia, libertad de juicio, en todo y con todos (…) Debo vigilar más todavía mis impresiones, ideas y sentimientos, mis palabras y todo lo que de algún modo pudiera resultar comprometido por ese soplo devastador. Debo recordar siempre que la Iglesia guarda en sí la juventud eterna de la verdad de Cristo, que es de todos los tiempos, y que es la Iglesia quien transforma y salva a los pueblos y los tiempos, no éstos a ella. El primer tesoro de mi alma es la fe, la santa fe leal e ingenua de mis padres y de mis buenos viejos. Seré escrupuloso y austero conmigo mismo, para que de ningún modo la pureza de mi fe sufra daño alguno”.

Y continúa: “La grave tarea de profesor de seminario que me han impuesto los superiores, me obliga no sólo a pensar en mí mismo por la pureza de mi fe, sino a procurar también que de todo mi pensamiento expuesto a los seminaristas en clase, de mis palabras y de mi trato dimane todo un espíritu de íntima unión con la Iglesia y con el Papa que los edifique y los lleve a pensar del mismo modo. Por tanto, seré delicadísimo en todas mis expresiones, procurando infundir en los alumnos ese espíritu de humildad y de oración en los estudios sagrados, que hace más fuerte el entendimiento y más generoso el corazón” (Juan XXIII, Diario del alma y otros escritos piadosos, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1964, pg 252).

Juan Pablo II terminaba su encomio de Juan XXIII revelando: “En los últimos momentos de su existencia terrena e Papa confió a la Iglesia su testamento: Lo que más vale en la vida es Jesucristo bendito, su Santa Iglesia, su Evangelio, la verdad y la bondad”.

“Por sus frutos los conoceréis”

El lunes 4 de septiembre, al día siguiente de la beatificación, el Cardenal Angelo Sodano, Secretario de Estado, concelebraría con los arzobispos de Venecia y de Génova, cuarenta obispos y 150 presbíteros una solemne miso de acción de gracias por el don de los nuevos beatos a la Iglesia. Tal acción de gracias no sólo se refería a las virtudes personales de los nuevos beatos, sino también a los frutos producidos por su acción en el seno de la Iglesia.

En el caso de Pío IX tal acción de gracias por la fecundidad de su paso por el ministerio de Pedro hace pensar en la palabra del evangelio “No puede árbol bueno dar malos frutos, ni árbol malo frutos buenos” (Mt 7,18). Lo cierto es que, aunque Pío IX aparecía como perdedor en la titánica lucha contra el liberalismo doctrinal y político -los poderes de su tiempo hicieron oídos sordos a sus advertencias y los Estados Pontificios se perdieron para siempre- el Papado salía vigorosamente renovado y fortalecido de esta lid. Desde el sucesor de Pío IX, León XIII, hasta el Pontífice actual se puede constatar un continuo aumento del liderazgo moral de los obispos de Roma y que ninguna de las consecuencias catastróficas que se vaticinaban con motivo de la proclamación del dogma de la infalibilidad papal y del Primado de Pedro se hicieron efectivas. Por el otro lado, el correr de los tiempos iría a demostrar adónde conducían las ideas de un Feuerbach, de un Marx, de un Nietzsche, de un Darwin, incluso de un Lammenais. ¿Y qué fruto rendirían el racionalismo, con su negación de la divinidad de Cristo; el estatismo, con su afirmación de que el Estado era la fuente y el origen de todos los derechos; el socialismo y el comunismo, con sus ideas disgregadoras de la familia y sobre todo el naturalismo, que consideraba como progreso el organizar la sociedad al margen de Dios y de la fe cristiana?

Mientras el “Titanic” del mundo liberal iba navegando al encuentro no del progreso indefinido y victorioso, sino del iceberg de las grandes conflagraciones mundiales, la Iglesia experimentaba en el pontificado mundiales, la Iglesia experimentaba en el pontificado de Pío IX y de sus sucesores una expansión misionera como nunca antes. Se renovaron varias de las órdenes religiosas más antiguas como los benedictinos y dominicos, mientras que la Compañía de Jesús reflorecía a pesar de las numerosas prohibiciones, expulsiones y expropiaciones que le infligían los gobiernos liberales. Se fundaron muchas congregaciones religiosas masculinas y femeninas nuevas, especialmente las numerosas puestas bajo el patrocinio del Sagrado Corazón, los salesianos y la Congregación del Verbo divino. El apoyo y el aliento que Pío IX proporcionó a los esfuerzos renovadores en todos los países impulsaron la vida de las iglesias con efectos que aún perduran: p. ej. en Alemania en lo referente a la doctrina, acción social y organización política de los católicos, amenazados por la prepotencia de un Bismarck; en Francia respecto de la presencia católica en la prensa y en la educación; en América por medio de la fundación de los Colegios Pío-norteamericano y Pío-latino en Roma, planteles formativos de numerosos obispos y por medio del establecimiento de relaciones diplomáticas con las nuevas repúblicas; en Bélgica respecto de los estudios teológicos y las ciencias eclesiásticas; en los países de Oriente por medio del establecimiento de la jerarquía eclesiástica. En su pontificado se crearon 206 nuevas diócesis y vicariatos apostólicos y se restableció la jerarquía eclesiástica en Inglaterra, Escocia y Holanda.

En el éxito de la acción pastoral tanto de Pío IX como de Juan XIII -en cuya obra no hemos ahondado, por ser ampliamente conocida y más reciente- influyó de manera decisiva un factor que suele desconocerse o minusvalorarse: en medio de las grandes turbulencias de sus respectivas épocas el recurso de ambos pastores a la confianza en Dios y los medios sobrenaturales no era en ellos simplemente una manifestación de su piedad personal, sino la búsqueda de un remedio adecuado frente a los males político-sociales de la modernidad. En contraste con el vivo interés que suscitaron tanto las encíclicas de ambos papas como su acción en vista de los dos grandes concilios vaticanos, la promoción que ambos hicieron el culto al Sagrado Corazón, de la invocación del auxilio de la Virgen María y del patrocinio de San José, mereció mucho menos atención si no fue relegado al olvido. Sin embargo, podría pensarse que también en estos gestos de los dos papas beatificados se esconden eficaces claves de interpretación.


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