Dignitas infinita es una Declaración publicada recientemente por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe con motivo del 75º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). La Declaración se organiza en cuatro apartados. Los tres primeros consisten en una síntesis de la creciente conciencia y aprendizajes de la humanidad y de la Iglesia sobre la dignidad, y el cuarto es una aplicación a situaciones contemporáneas. El Papa Francisco no se cansa de clamar por la promoción y respeto de la dignidad de toda persona, sin relación a sus características físicas, psíquicas, culturales, sociales y religiosas.

Las cuatro dimensiones de la dignidad humana resaltadas por este documento son, en primer lugar, la que está a la base de todas las demás, es decir, la dignidad ontológica. Ella deriva del hecho de que la persona humana es creada por Dios y participa de la redención en Cristo. También encontramos la expresión de esta dignidad fuera del ámbito eclesiástico en el valor que se le otorga a la persona en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Esta dignidad, que da nombre a la declaración mencionada, se mantiene vigente más allá de todo contexto o circunstancia.

En segundo término, la dignidad moral es la que considera la libertad propia de toda persona. En ocasiones, las personas pueden cometer actos que no son propios de su naturaleza. Estos actos parecieran borrar todo rastro de humanidad al infligir graves daños a otros. Aun así, quien los comete no pierde su dignidad ontológica y se debe trabajar en la sociedad para que pueda ser juzgado por la justicia, cumplir su pena, y luego arrepentirse y así poder redimirse.

En tercer lugar, la dignidad social se refiere a las circunstancias materiales en las que viven las personas. Muchas subsisten en condiciones socioeconómicas tan miserables que ven limitadas sus posibilidades de desarrollo de un proyecto de vida plena. En esta acepción, cuando hablamos de indignidad, no se expresa un juicio hacia la persona que la padece, sino que, todo lo contrario, es hacia las condiciones de vida que ella debe enfrentar que no se condicen con su dignidad ontológica inherente.

Por último, la dignidad existencial se vincula con las circunstancias no materiales que dificultan el florecimiento y desarrollo de las personas. A modo de ejemplo, podemos mencionar algunas enfermedades graves y también situaciones de violencia intrafamiliar o incluso drogadicción. Personas rodeadas de estas circunstancias se experimentan a sí mismas como en una condición indigna de ser vivida. Aun así, esto no debe eclipsar el hecho fundamental de su dignidad intrínseca de persona.

‘Dignitas infinita’ finaliza con la denuncia de trece situaciones graves que amenazan la dignidad humana en el mundo de hoy. Conviene recordarlas todas, y no seleccionar solamente algunas. Se comienza con el drama de la pobreza, que aparece expresamente ligada en la Declaración a la distribución desigual de la riqueza entre y dentro de las naciones; y luego se menciona la catástrofe de la guerra, que aun aceptando el derecho a la legítima defensa –que siempre habrá que calificar cuidadosamente–, es una “derrota de la humanidad” y sus consecuencias suelen ser más graves que la amenaza que se pretende disipar. Enseguida se lamenta la acogida de los emigrantes, que muchas veces son recibidos, pero tratados indignamente en sus lugares de destino. Una preocupación especial del Papa Francisco a lo largo de todo su pontificado ha sido la trata de personas, que incluye el comercio de órganos, el tráfico de niños y niñas, la explotación sexual, y el tráfico de armas y drogas, que constituyen el meollo del crimen organizado en el mundo de hoy y que otorga al crimen una dimensión mundial. Los abusos sexuales siguen estando demasiado difundidos en la sociedad, sobre todo aquellos que se cometen contra menores de edad y que afectan también a la Iglesia, del mismo modo que la violencia contra las mujeres, un escándalo que persiste a pesar de los progresos en igualdad de género y del cambio en los umbrales de tolerancia que prevalecieron en el pasado respecto de este delito. La Declaración contiene una vehemente denuncia del aborto y del lamentable deterioro de la conciencia acerca del valor irrenunciable de la vida humana que extiende por todas partes la aceptación de la “eliminación deliberada y directa de un ser humano en la fase inicial de su existencia”. Se ha incluido asimismo una declaración contra la maternidad subrogada, que desconoce el origen plenamente humano (y no artificial) y gratuito (y no contractual) del don con que los seres humanos entregamos y recibimos la vida. La eutanasia y el suicidio asistido, sin perjuicio de que deba hacerse todo lo posible por aliviar el sufrimiento de una persona al morir, no deben considerarse formas de una muerte digna, como se repite por doquier. La discriminación de las personas que sufren alguna incapacidad que la Declaración llama descarte, es decir, la tendencia a apartar y minusvalorar a aquellos que presentan desventajas psíquicas o físicas es también motivo de preocupación. La Declaración contiene un reproche a la teoría de género, que exacerba la pretensión de disponibilidad sobre el propio cuerpo y pretende abolir la mayor y más bella de las diferencias que poseemos los seres humanos, la diferencia sexual, sin perjuicio de reconocer la validez de muchos de sus elementos críticos y de reiterar que nadie debe ser perseguido o discriminado por su género u orientación sexual. El cambio de sexo, en cuanto ignora el orden natural de la persona humana, creada varón o mujer, es algo que, por regla general, no debería aceptarse, aunque con una evaluación médica completa se pueden analizar casos específicos. La Declaración se cierra en esta parte con una novedosa alerta contra la violencia digital que puede llegar a constituir una “dark web, un territorio de soledad, manipulación, explotación y violencia” que deteriora gravemente el sentido de la verdad y la convivencia humana.

La Declaración es una exhortación para que los Estados que alguna vez se reunieron para aprobar una declaración de Derechos Humanos puedan continuar en esta senda y para que todas las personas, especialmente aquellas reunidas en torno al nombre de Cristo Jesús, fortalezcan y renueven su compromiso por la dignidad irrenunciable de la persona humana.

IGNACIO SÁNCHEZ,

Rector Pontificia Universidad Católica de Chile

EDUARDO VALENZUELA,

Director de Humanitas

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