Las palabras del Señor que oímos ayer: “Vuelve, regresa a casa” (cfr. Os 14,2), en el mismo libro del profeta Oseas encontramos la respuesta: «Vamos a volver al Señor» (Os 6,1). Es la respuesta cuando ese “vuelve a casa” toca el corazón: «Vamos a volver al Señor. Porque él ha desgarrado y él nos curará; él nos ha golpeado, y él nos vendará. […] Procuremos conocer al Señor. Su manifestación es segura como la aurora» (Os 6,1.3). La confianza en el Señor es segura: «Vendrá como la lluvia, como la lluvia de primavera y su sentencia surge como la luz que empapa la tierra» (v. 3). Y con esa esperanza el pueblo comienza el camino para regresar al Señor. Y una de las maneras, de los modos de encontrar al Señor es la oración. Recemos al Señor, volvamos a Él.

En el Evangelio (cfr. Lc 18,9-14) Jesús nos enseña cómo rezar. Hay dos hombres, uno un presuntuoso que va a rezar, pero para decir que es bueno, como si dijese a Dios: “Mira, soy tan bueno: si necesitas algo, dímelo, yo resuelvo tu problema”. Así se dirige a Dios. Presunción. Quizá hacía todas las cosas que decía la Ley, y lo dice: «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo» (v. 12)… “soy bueno”. Esto nos recuerda también otros dos hombres. Nos recuerda al hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, cuando dice al padre: “Yo que soy tan bueno no tengo fiesta, y a este, que es un desgraciado, le haces la fiesta…”. Presuntuoso (cfr. Lc 15,29-30). El otro, del que escuchamos su historia estos días, es aquel hombre rico, un sin-nombre, pero era rico, incapaz de darse un nombre, pero era rico, no le importaba nada de la miseria de los demás (cfr. Lc 16,19-21). Son esos que tienen seguridad en sí mismos o en el dinero o en el poder…

Luego está el otro, el publicano. Que no va ante el altar, no, se queda a distancia. «Quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”» (Lc 18,13). También este nos lleva al recuerdo del hijo pródigo: se dio cuenta de los pecados cometidos, de las cosas malas que había hecho; también se golpeaba el pecho: “Volveré a mi padre y le diré: padre, he pecado”. La humillación (cfr. Lc 15,17-19). Nos recuerda a aquel otro, al mendigo, Lázaro, a la puerta del rico, que vivía su miseria ante la presunción de aquel señor (cfr. Lc 16,20-21). Siempre este binomio de personas en el Evangelio.

En este caso, el Señor nos enseña cómo rezar, cómo acercarse, cómo debemos acercarnos al Señor: con humildad. Hay una bonita imagen en el himno litúrgico de la fiesta de San Juan Bautista. Dice que el pueblo se acercaba al Jordán para recibir el bautismo, “desnuda el alma y los pies”: rezar con el alma desnuda, sin maquillaje, sin disfrazarse de virtudes. Él, lo hemos leído al inicio de la Misa, perdona todos los pecados pero necesita que yo le haga ver los pecados, con mi desnudez. Rezar así, desnudos, con el corazón desnudo, sin tapar, sin tener confianza ni en lo que aprendí sobre el modo de rezar… Rezar, tú y yo, cara a cara, el alma desnuda. Esto es lo que el Señor nos enseña. En cambio, cuando vamos al Señor demasiado seguros de nosotros mismos, caemos en la presunción del fariseo o del hijo mayor o de aquel rico al que no le faltaba nada. Tendremos nuestra seguridad en otra parte. “Yo voy al Señor…, quiero ir para ser educado… y le hablo de tú…”. Ese no es el camino. La senda es abajarse. El abajamiento. La senda es la realidad. Y el único hombre aquí, en esta parábola, que comprendió la realidad, era el publicano: “Tú eres Dios y yo soy pecador”. Esa es la realidad. Pero digo que soy pecador no con la boca: con el corazón. Sentirse pecador.

No olvidemos esto que el Señor nos enseña: justificarse a sí mismos es soberbia, es orgullo, es exaltarse a sí mismo. Es disfrazarse de lo que no soy. Y las miserias se quedan dentro. El fariseo se justificaba a sí mismo. Hay que confesar directamente los pecados, sin justificarlos, sin decir: “Pero, no, he hecho esto pero no era culpa mía…”. El alma desnuda. El alma desnuda.

Que el Señor nos enseñe a entender esto, esta actitud para comenzar la oración. Cuando la oración la empezamos con nuestras justificaciones, con nuestras seguridades, no será oración: será hablar con el espejo. En cambio, cuando comenzamos la oración con la verdadera realidad –“soy pecador, soy pecadora”– es un buen paso adelante para dejarse mirar por el Señor. Que Jesús nos enseñe esto.


Fuente: Almudi.org

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