San Agustín dirá en las Confesiones: el amor es mi peso. Algo así como lo que la gravitación es para los cuerpos. Y en la Ciudad de Dios, definirá la virtud sencillamente como el orden del amor, ordo amoris. Esto es la ética cristiana: el orden del amor.

I. Creación y Caída

La Biblia es el libro fundamental de la cultura cristiana y se inicia con el relato de la creación del mundo en el Génesis. Recordemos las grandes ideas de este relato bien conocido. El mundo ha sido creado por Dios de una manera directa y personal. Dios crea el cielo y la tierra, crea la luz, las aguas, las estrellas, los árboles y hierbas, el sol, la luna y animales de toda suerte que habitan las aguas, el aire y la tierra. Finalmente, Dios toma polvo de la tierra, le infunde su espíritu y así crea al hombre. Lo hace a su imagen y semejanza. Luego advierte que no es bueno que el hombre esté solo y pone a su servicio los seres vivientes. El hombre procede a darles nombre; pero no resultan suficiente compañía para él. Dios crea entonces a la mujer. Cuando el hombre la ve, la llama “hueso de mis huesos y carne de mi carne”. Por ella deja a su padre y a su madre “y se une a su mujer”.

Dios los instala en un delicioso jardín en medio del cual están el árbol de la ciencia del bien y del mal y el árbol de la vida. Dios mismo comparte con el hombre el jardín del Paraíso y pasea por ahí; el Génesis dice que a la hora de la brisa se oyen sus pasos. Una sola obligación le ha impuesto a la pareja humana, es una prohibición: “del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás”.

Ese único mandato divino es violado. El pecado que así se comete es el resultado de una conspiración que tiene tres actores. El primero que entra en acción es un poder hostil a Dios representado por un animal que se arrastra por el suelo y que es “el más astuto”: la serpiente. Ella sugiere a la mujer que es falso lo dicho por Dios y que de ninguna manera han de morir por comer del fruto del árbol de la ciencia y del bien y del mal. Ocurrirá lo contrario, le dice: “seréis como dioses”. Los ojos se les abrirán y serán “conocedores del bien y del mal”. La mujer advirtió entonces que el árbol de esta ciencia en realidad era bueno para comer y apetecible a la vista; todas las apariencias estaban a su favor. El consejo de la serpiente no podía ser más tentador: ofrecía sabiduría e inmortalidad. La mujer comió. Ella dio luego de ese fruto a su marido que también comió. Entonces, efectivamente, se abrieron los ojos de ambos pero lo que vieron fue que estaban desnudos. Sienten, entonces, la necesidad de ocultarse de los ojos de Dios. Dios les llama. El hombre le explica que tuvo miedo de presentarse ante Él estando desnudo. Dios le pregunta quién te ha hecho ver que estabas desnudo, ¿acaso el fruto del árbol prohibido? El hombre culpa a la mujer y la mujer a la serpiente que la sedujo. Dios condena, entonces, primero a la serpiente: se arrastrará sobre su vientre y comerá el polvo de la tierra hasta que su cabeza sea pisoteada. A la mujer le dice que su marido la dominará y parirá a sus hijos con dolor. Y al hombre, que comerá el pan con el sudor de su rostro y morirá; tornará el polvo del cual fue hecho, después de una vida de trabajo para poder comer.

Dios dice finalmente: “el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal” y hay el peligro de que coma del árbol de la vida y viva para siempre. Entonces le expulsa del jardín del Paraíso. Así concluye el relato inicial del Génesis.

Si hemos querido comenzar con este relato de la creación del mundo es porque en él aparecen el bien y el mal, la pareja capital de la ética. Pero comencemos por identificar la multitud de ideas en medio de las cuales el bien y el mal están propuestos en el Génesis.

El mundo es creación divina. La física propone hoy un relato del origen del universo a partir del big-bang. En este punto crucial coincide con el relato bíblico: hay un surgir originario del universo. El universo, el mundo, tiene un origen, un comienzo, un primer momento. La voluntad creadora de Dios, dirá el Génesis, o una explosión o radiación, dirá la cosmología contemporánea. Dios es, pues, un creador, según el relato bíblico. Su creación se desarrolla en etapas sucesivas, en los seis días de una semana, al término de los cuales el creador disfruta de su obra y la bendice. La creación ha culminado con la creación del hombre y luego de la mujer hecha de la misma carne. El hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios y la mujer es carne y hueso de su hueso y con ella tiende a formar una sola carne después de dejar a sus padres. La capacidad de creación ha sido transmitida a la pareja humana. La familia es una unidad cerrada en la relación padre-madre, que sella el hijo; esta unidad experimenta una ruptura, que es el comienzo de una historia a través de la cual ella misma se renueva, ahora en la relación hijo-mujer.

La creación descrita en el Génesis es fundamentalmente creación de una geografía física: el cielo, el aire, la tierra, el agua, el sol, la luna, las estrellas, los animales, las plantas, el hombre, la mujer. Son los habitantes concretos del universo. Un solo gesto se sale de este plan: el mandamiento divino que prohíbe la ciencia del bien y del mal. Dios es creador y es legislador de una ley única a la cual debe prestarse obediencia precisamente por su ley. El pecado es la desobediencia a la ley de Dios; es la rebeldía frente a Dios para ser como él. No hay ninguna razón para no comer el fruto de ese árbol sino el mandato divino, que no está justificado por ninguna otra razón que no sea la voluntad de Dios. Esto lo advierte Eva gracias al consejo de la serpiente que le permite darse cuenta que el fruto de ese árbol es tan apetecible como el de cualquiera de los otros. Casi puede decirse que Eva, y mayormente Adán, proceden con cierta ingenuidad; parecen no tomarle el peso a la prohibición; son como niños que desobedecen con entera ligereza, sin ninguna conciencia de que obran mal. En el relato bíblico cabe reconocer la notable capacidad de obrar libremente y en franca desobediencia de Dios que tienen Adán y Eva. Ninguna vacilación, ninguna disimulación, ningún temor; entera inocencia y libertad, en su proceder. Porque el gran culpable es ese oscuro poder que encarna la serpiente y que lo ejerce con esa eterna astucia que consiste en negar lo que el otro dice -en este caso Dios- y en prometer lo mejor: ser como Dios. La serpiente asegura: no moriréis y seréis como dioses. Por obra suya, dice el libro de la Sabiduría, “entró la muerte en el mundo”.

La oferta es seductora, pero según el relato no son esas proyecciones de su acto las que Eva pondera: simplemente el árbol le parece como los otros y tan apetecible. Eva no sintió la responsabilidad de ser libre. ¿Acaso el hombre y la mujer no estaban muy bien en ese maravilloso jardín? ¿Tenían, acaso, conciencia de la muerte? ¿Tenían conciencia de su limitación respecto de Dios, tenían acaso una conciencia de sí mismos como distintos de Dios e inferiores a Él? Ningún antecedente del relato lleva a suponerlo. La condición paradisíaca no parece admitir semejantes inquietudes y nada hace pensar que Eva les hiciera frente. Es, más bien, lo que la serpiente les insufla. Ella transmite al hombre y a la mujer su propia malignidad. Esa doble perversión del espíritu escapaba a los humanos, pero era la índole propia de ese espíritu maligno. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza pero la serpiente tuerce a su propia imagen demoníaca la libertad del hombre, que desde entonces queda marcado por este nuevo signo que habrá de arrastrar para siempre. El pecado es, principalmente, la obra del demonio en el hombre, sobre su frágil libertad. El hombre adquiere conciencia del mal; toma posesión de la ciencia del bien y del mal, algo que de suyo parecía ni corresponderle, ni necesitarla. Por naturaleza, el hombre era, sencillamente, bueno; saber del mal fue salir de sí, entrar en el reino de la serpiente. La consecuencia inevitable fu su expulsión del Paraíso. El hombre había abandonado su mundo propio arrastrado por un poder superior que quebró su imagen y torció su libertad.

II. Redención

Evangelio significa buena nueva. Los Evangelios traen la noticia de que la ruptura del hombre con Dios ha sido reparada. Ésta fue la esperanza de Israel, del pueblo judío, con el cual Dios selló una Alianza. Dios le ungió con la tarea de ser portador de la misión salvadora que redimiría a la humanidad y restablecería el orden divino. La Biblia, en el Antiguo Testamento, narra todas las vicisitudes de esta misión, la fidelidad e infidelidades del pueblo judío, el diálogo directo con Dios que establecen sus primeros patriarcas como Abraham y Moisés y la constante y severa vigilancia de sus profetas. El último de los profetas que anuncian al Mesías es Juan el Bautista. Su propia figura corresponde a la que ya fuera anunciada por el profeta Isaías. La continuidad del testimonio es bien clara.

Juan bautiza en agua y llama a una “conversión”: “Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos”, dice y añade “aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo. Él los bautizará en Espíritu Santo”. Jesús mismo viene a bautizarse con Juan, pero el Espíritu de Dios baja sobre Él, dice el Evangelio, y se escucha su voz que afirma: “Este es mi hijo”.

Jesús, en hebreo significa “Dios salva”; Cristo significa el ungido, el mesías. Dios había celebrado una Alianza con Israel como pueblo elegido para una misión sacerdotal: ser el portador mesiánico de la misión redentora de la humanidad, que había pecado apartándose de Dios. Un espíritu maligno, el demonio, interfirió provocando la ruptura de la relación del hombre con Dios. Dios renovará su acción creadora a partir del mismo hombre. Pero es Él mismo quien se hace hombre, asume la condición humana y la padece hasta la suprema humillación de la Cruz. Ésta es la acción redentora. Dios se hace hombre para que el hombre pueda acercarse a Dios, de quien se había alejado. Cristo es el Mesías, Jesús es quien salva. Ésta es la noticia del Evangelio. Cristo es el hombre nuevo, el nuevo Adán, que renueva la relación entre el hombre y Dios. La creación ha sido renovada a partir de la realidad de Cristo.

El diálogo con Dios que entonces se reinstaura lo expresa la oración que el mismo Jesús enseña: es el Padre Nuestro. Reflexionemos un poco sobre las palabras de esta oración.

Lo primero es un vocativo constituido por un nombre y un lugar. El nombre que se da a Dios es “Padre”. La relación a Dios se expresa, así, a partir de la más íntima relación humana; en el padre está el origen de la vida y quizá la más intensa y responsable relación amorosa. Ciertamente la relación filial tiene máxima grandeza humana. En la oración el Padre no es común y, por eso, son hermanos quienes la rezan diciéndole Padre nuestro.

Dios está siendo nombrado con los mejores recursos que posee la experiencia humana. Por eso se le ubica en la región más alta y sublime: el cielo. Padre nuestro, que está en el cielo. A continuación viene un número de invocaciones esenciales. La primera, el reconocimiento de la divinidad: santificado sea tu nombre, bien a expresar esto, a ser un acto de fe, el testimonio de una acogida de un reconocimiento de Dios, justamente de aquello que Adán y Eva, engañados por la serpiente, no hicieron. Enseguida, la llamada a reunir lo que se había separado: venga a nosotros tu reino. El Reino de los Cielos, el mundo divino, viene a nosotros en Cristo. Y se implora, entonces, el cumplimiento de la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo. La unidad ha quedado restablecida.

La siguiente petición apunta clara y directamente a la condición terrena del hombre: danos el pan de cada día, el alimento terrestre.

Las últimas peticiones yo diría que remiten muy claramente al episodio inicial del Génesis. Hablan del pecado y del demonio. Perdona el pecado. Líbranos del maligno.
No nos dejes caer en la tentación que perdió una vez al hombre.

No es un regreso al Paraíso lo que así se proclama, sino al reino de los Cielos que viene a nosotros, nos alimenta, nos perdona y nos libra del mal. El Padre Nuestro ha de ser leído en el contexto del Génesis y es la respuesta, la oración que Jesús enseñó porque es la realidad que Él hizo posible.

¿Cuál es la ética que hay sobre ese vasto trasfondo teológico que va del Génesis al Evangelio? La ética del Antiguo Testamento está en el Decálogo, en los diez mandamientos. Lo que en ellos se prescribe hoy parece bastante obvio: no matar, no cometer adulterio, honrar padre y madre, no robar, por ejemplo, son cosas que al parecer todo el mundo reconoce y procura cumplir sin tener mayores razones a la vista para hacerlo. ¿Por qué no matar al vecino, como hace el león si tiene hambre?, ¿por qué no robarle al otro inclusive sus hijos, como hace el ave de presa? ¿Por qué no cometer adulterio, incesto y fornicación múltiple como cualquier semental? No creo que ninguna comunidad humana, por primitiva que sea, se permita estas cosas que en el reino animal ocurren a diario sin problemas.

En la Biblia tales mandamientos le fueron entregados a Moisés personalmente por Dios en una ocasión solemne en la que Moisés debió subir al monte Sinaí y en medio de una gran tempestad recibir las tablas de la ley. Los maestros escolásticos distinguieron entre ley eterna y ley natural. La ley eterna la da Dios; la ha dado, inclusive, por escrito. Pero resulta que esa ley que dice no matar, no robar, honrar a los padres, pareciera no necesitar de ningún especial legislador pues cada hombre la lleva en su conciencia. Esos maestros escolásticos decían, por eso, que la ley eterna de Dios más que en las tablas dadas a Moisés estaba escrita en el corazón del hombre y, en este sentido, es ley natural. Pues bien, Jesús ha dicho “No penséis que he venido a abolir la ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley” (Mateo 5, 17).

III. La Virtud del Amor

La reacción que Jesús provoca entre los judíos de su tiempo es extrañamente desigual. En torno suyo reúne un pequeño grupo de discípulos fieles. Dice San Mateo que mientras caminaba por la ribera del mar de Galilea vio a dos pescadores que eran hermanos, Pedro y Andrés. Él les dice “venid conmigo y os haré pescadores de hombres”, y ellos, al instante dejan sus redes y les siguen. Igual cosa hace más tarde con otros dos hermanos, Santiago y Juan: ambos le siguen sin vacilar. Los evangelistas Lucas y Juan dan una más rica información. Lucas dice que Jesús estaba a la orilla dos barcas de pescadores. Jesús sube a una de ellas, a la barca de Simón, y le pide que se aleje un poco para desde ella enseñar a la muchedumbre; cuando terminó de hablar le pidió a Simón que bogara mar adentro y echara las redes. Simón le responde que han estado trabajando toda la noche y no han pescado nada; no obstante, le hace caso y entonces pesca tal cantidad de peces que las redes amenazan romperse. Simón Pedro cae de rodillas, “el asombro se había apoderado de él” dice Lucas. Jesús le dice: “no temas, desde ahora serás pescador de hombres”. Simón Pedro y sus compañeros Santiago y Juan llevan a tierra las barcas y “dejándolo todo le siguieron” dice el Evangelio de Lucas. En la narración del evangelista Juan, Jesús pasa por donde estaba Juan el Bautista con dos de sus discípulos. Juan el Bautista les dice: “He ahí el Cordero de Dios”. Ellos entonces siguen a Jesús. Todas las narraciones coinciden en el efecto inmediato, en la decisión instantánea y casi sin palabras ni argumentos de estos humildes pescadores a quienes Jesús simplemente llama y que le siguen sin vacilar y dejándolo todo. No son personas que hayan sido, para usar dos palabras horribles, ni adoctrinadas, ni concientizadas. La impresión que reciben es de otra índole.

Pero frente al pequeño grupo de discípulos y de amigos fieles de Jesús, como las hermanas de Lázaro, el grueso del pueblo judío, sus altos dirigentes y en particular el grupo más intolerante seguidor de la Ley, los fariseos, le profesan una profunda antipatía bien explicable. Este modesto judío, nacido en un pesebre de Belén, hijo de un carpintero, dice de sí mismo que es el Mesías, el Hijo de Dios y habla de un propio reino. Asume personalmente la misión que Dios confiara al pueblo judío, a Abraham, a Moisés y que los profetas durante siglos anunciaron manteniendo viva la fe y la esperanza de este pueblo. Los judíos no tienen poder para condenarle a muerte pero le tienden trampas verbales para acusarle y al fin convencen a los romanos para que lo hagan. Herodes y Pilatos con fría indiferencia oyen la voz del pueblo y le condenan a muerte.

En la descripción de los evangelistas Jesús ha pasado su corta vida haciendo varias curaciones milagrosas a ciegos, leprosos, paralíticos, locos y endemoniados. Su palabra es, a la vista, salvadora a lo menos de los males del cuerpo. Esto no se discute. Por otra parte, enseña algo, sirviéndose de sencillas parábolas que son bien conocidas: el hijo pródigo, los talentos, las vírgenes necias, el mayordomo infiel, el sembrador, el grano de mostaza, el trigo y la cizaña, el tesoro escondido, la red, la higuera, los obreros de la viña, la lámpara, el buen samaritano, la oveja perdida. Son breves y sencillas historias que se han incorporado a la cultura cristiana, ilustradas por el arte de todos los tiempos. Para explicar por qué habla en parábolas Jesús remite a las palabras del profeta Isaías acerca de quienes mirando no ven y oyendo no entienden y a quienes ha de hablarse en esta forma narrativa e indirecta. Dichosos vuestros ojos, dice a sus discípulos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen: “a vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos”.

Ahora bien, en el plano ético, el Evangelio pareciera no aportar demasiado. Por lo menos no hay nuevas leyes, mandamientos, prescripciones, ni demasiadas discusiones de casos morales. Pero hay algo que es muy esencial. Los fariseos, los escribas y legistas que buscaban poner a prueba a Jesús le preguntan cuál es el mandamiento mayor, o el primero de la ley, lo que seguramente envolvía una cierta trampa en la que querían verle caer para acusarle. Jesús responde con palabras del Decálogo que figuran en el Deuteronomio, el quinto de los libros del Antiguo Testamento: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Aparentemente Jesús no ha dicho nada nuevo, sino lo que estaba escrito en la primera de las dos tablas de la Ley. El judío nada podía objetar.

Hay tres cosas que sorprenden en este texto. En el lugar paralelo del Evangelio de San Juan, Jesús dice: “os doy un mandamiento nuevo”. Y lo formula de manera diferente “Que os améis los unos a los otros”; pero aclara “como yo os he amado”.

Pues bien, cabe preguntar: ¿por qué lo llama “nuevo” si estaba dicho en el Antiguo Testamento, si era ya un mandamiento del Decálogo? La segunda cosa que interesa es ese singular énfasis sobre el modo de amar a Dios: con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente. Alma, mente, corazón: toda una antropología aparece ahí compendiada. Y la tercera y quizás más importante cuestión: ¿es que el amor puede ser mandado, puede prescribírselo, puede ser precepto de una ley? Puede pedirse que se ayude a una persona, que se la trate bien, pero parece que no hace mucho sentido pedir que se la ame. Muchos padres y madres estarían quizás muy satisfechos si pudieran ordenar a sus hijos e hijas que se enamoren de un buen partido, pero de hecho sucede, en las telenovelas al menos, que el joven se enamora de la cieguita, o de su hermana sin saber que lo es, o de la cenicienta. Una persona se enamora inclusive de quien no quisiera estar enamorado y no llega a amar a quien quisiera o debiera. En una palabra, el amor parece escapar de todo plan, de toda voluntad o querer y aun de toda conveniencia. En el Fedro Platón habla del amor como “locura”; la expresión común estar “locamente enamorado” es bien elocuente.

Para hacerse cargo de esas cuestiones hay que aclarar qué significa “amar” en este contexto. No se trata de una decisión de la voluntad, ni de un sentimiento, ni de una pasión. Diríase, más bien, que el amor es algo que acontece de hecho: es un estado; se cae en él, se lo padece, se lo recibe como un flechazo, se apodera plenamente de uno, de toda el alma, la mente, el corazón. Cuando Juan el Bautista anuncia la venida del Hijo de Dios, dice: “Convertíos”. Esta palabra la usó también Platón en la alegoría de la caverna para nombrar la acción de uno de los prisioneros que logra desligarse de sus cadenas, girar todo su cuerpo en redondo y encaminarse hacia la salida. En el amor hay una conversión hacia una llamada, hacia una gracia. Uno se desliga para religarse; religión tiene este sentido.

La relación con Dios se manifiesta como amor porque, lo dirá textualmente San Juan, “Dios es amor”. La creación, como acción divina, es un acto de amor. Platón ha dicho algo análogo en el Banquete: el amor, el ero platónico, se expresa como creación. Esta es la clave de la relación entre amor e hijo, entre amor y procreación. El amor, por su naturaleza, es una acción creadora llamada a poner algo nuevo en el mundo.

El amor que rigió la creación es ahora por el cual Dios se hace hombre y redime a la humanidad. En esta acción se inserta el hombre que puede llamarse a sí mismo cristiano. Esta es su “conversión”. El sentido de la conversión es una recreación, o para usar la palabra precisa, es la resurrección. Así, la ética cristiana es una consagración de la vida.

El amor, en este sentido divino, no nace del hombre, sino es algo que el hombre recibe como una gracia misteriosa, porque no le ve propiamente el rostro. Esta gracia sobrenatural que el hombre recibe imprime en él tres virtudes a las que se ha llamado teologales, justamente por eso. Una virtud que permite ver a Dios aunque sea a través de un vidrio oscuro, es la fe; otra por la que contiene el aliento y aguarda vibrantemente, es la esperanza; y, finalmente, la mayor de todas, la caridad, que permanece cuando las otras dos hayan alcanzado su cumplimiento y sean ya visión de Dios y encuentro personal con Él. La caridad no es sino la realidad misma de Dios.

IV. Justicia y Libertad

San Pablo es seguramente la gran figura del cristianismo en el tiempo inmediatamente después de los primeros Apóstoles. Él no conoció personalmente a Jesús: no conversó con Él, no comió con Él, no le vio resucitado como los demás Apóstoles; no se le confió una misión como la que fuera confiada a Pedro, de tomar a su cargo el gobierno de la comunidad como sucesor de Cristo, o de merecer que se le llamara, como a Juan, el discípulo amado.

Saulo era un judío fariseo, ciudadano romano por haber nacido en Tarso y educado en la cultura griega. Llegó a ser célebre y temible como perseguidor de los cristianos. Su conversión tiene caracteres dramáticos: oye la voz de Dios que cae sobre él como un rayo y le arroja al suelo.

Este hombre pasa a ser el apóstol que lleva la noticia de Cristo fuera del mundo judío, a las gentes; fue el apóstol de los gentiles. Recorrió ardorosamente todo el mundo culto del Oriente medio y del Occidente de la época, vale decir, el espacio histórico que comprende la Mesopotamia, Egipto, Persia, Siria, Asia Menor, Grecia, Roma y quizá España. Allí predica, enseña y dirige un conjunto de vigorosas cartas a las comunidades en las que ha vivido o que ha visitado: Epístolas a los romanos, a griegos como los tesalonicenses, los corintios, los filipenses, a asiáticos como los gálatas y efesios, a sus hermanos hebreos. Sus Epístolas son cartas muy concretas, muy directas, llenas de recados para sus amigos y de consejos. En su conjunto forman quizá la primera teología cristiana.

Saulo, nombre judío, pasa a llamarse Pablo, nombre latino; y de fiero y despiadado perseguidor de los cristianos para a ser perseguido por los judíos que no perdonan su conversión. Se defiende de ellos con notable astucia: cuando los judíos le hacen apresar se presenta al centurión romano como ciudadano de Roma que sólo puede ser juzgado por tribunales romanos; cuando, en otra circunstancia, una muchedumbre de judíos se dispone a dar cuenta de él, se defiende diciéndoles que le persiguen por creer en la Resurrección, lo que es perfectamente cierto, pero ocurre que en la muchedumbre había fariseos, que creían en la resurrección y saduceos, que la negaban rotundamente; ante la declaración de Pablo, los dos grupos se enfrentan y Pablo puede escapar.

Ahora bien ¿qué es lo que Pablo enseña? Diría que la clave de su enseñanza es la verdad universal del cristianismo. Una verdad que desborda al pueblo judío y que ahora llega a todo hombre sin distinción, a judíos y a gentiles, a griegos y bárbaros, a libres y esclavos. Esta verdad no es otra que Cristo: lo que Cristo es, lo que Cristo significa.

Porque ha ocurrido algo de suma gravedad, tal vez lo peor después de la caída que narra el Génesis. El pueblo judío, aquel a quien le ha sido confiada la promesa de un salvador, de un mesías que habría de venir a salvar a la humanidad caída, condena a muerte y crucifica justo a aquel que viene en cumplimiento de la promesa y de la profecía; aquel en quien se cumple la historia salvadora del pueblo de Israel.

Pablo predica a Cristo y a Cristo crucificado. A quien trae la justicia de Dios, a quien paga por el pecado y redime la deuda con su propia vida. A quien renueva la relación del hombre con Dios.

Diría que la predicación de Pablo se da en dos niveles. Uno en el que Cristo, negado por las autoridades judías de su tiempo, que vino a los suyos, como dice el Evangelio de Juan, sin que los suyos le recibieran, es ahora predicado a todos los hombres.

En el lenguaje de Pablo esta cuestión se plantea como el conflicto entre la Ley y la Justicia de Dios. La Ley, es el Antiguo Testamento, la Ley de Moisés entregada al pueblo judío que enmarca su misión dentro del plan moral del Decálogo. Cristo, en cambio, es la Justicia de Dios. No viene a abrogar la ley, pero a darle pleno cumplimiento. Esto es lo que los judíos no entienden y quienes menos, los fariseos: no aceptan que pueda haber algo por encima de la Ley que a ellos fue confiada y cuya señal física, por así decirlo, es la circuncisión sacramental que les distingue. Los mismos cristianos judíos por momentos vacilan, tan fuerte es la fe que heredan de sus padres. Pablo debe enfrentarse con el mismo Pedro que se muestra tímido ante sus hermanos judíos. Pablo libra la gran batalla en nombre de la Justicia.

“El hombre no se justifica por las obras de la ley -dice a los Gálatas- sino sólo por la fe en Jesucristo” (2,15). “La justicia de Dios, escribe a los romanos, atestiguada por la ley y los profetas, se ha manifestado por la fe en Jesucristo” (3,21). La obra redentora de Dios que Cristo realiza, es lo que Pablo llama “justicia de Dios”. Y el hombre puede entonces, justificarse, incorporarse al plan de Dios, renovar su relación con Dios, por la fe. La fe justifica; pero con ello no hace sino dar pleno cumplimiento a las obras de la ley prescritas ya en el Antiguo Testamento.

Este punto produce la ruptura moderna del mundo cristiano en la Reforma. Lutero sostiene que sólo la fe justifica, no las obras humanas de la ley, pues la humanidad fuera de la fe está sumida en la miseria del pecado y todo lo que de ahí salga está corrompido. Sólo Dios salva a quien adhiere a Él por la fe. El catolicismo sostiene, en cambio, que la fe corona, complementa, da una dimensión divina a las obras humanas de la ley. La justicia de Dios da su plenitud a la ley.

Esta justificación del hombre por Dios traslada las cosas a otro nivel. La justificación libera al hombre. La justicia de Dios genera la libertad, hace libre. El hombre está libre, fundamentalmente, del pecado y, por consiguiente, libre de la muerte que es, dice San Pablo, el fruto directo del pecado. “Habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (Corintios 1, 15, 21). Y en la segunda Epístola que escribe a los Corintios les dirá: “el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (5, 17). Llama, entonces a los efesios “a renovar el espíritu de vuestra mente y a revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (4, 24). Y escribe a los romanos: “si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos en Él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más y que la muerte ya no tiene señorío sobre Él. Su muerte fue un morir al pecado de una vez para siempre; mas su vida es un vivir para Dios. Así también vosotros considerados como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (6, 8).

Tal es el mensaje de Pablo. Es el mensaje de la justicia que hace libre y da vida para siempre. Es el reino de los cielos, en el cual rige la caridad, es decir, el amor a Dios y a los hermanos. En ella la fe y la esperanza se consuman, realizándose en plenitud. San Pablo le llama reino del Espíritu. Y en el sermón que Cristo predica en la montaña, el llamado sermón de las bienaventuranzas, que ha sido considerado como la más hermosa síntesis de la moral cristiana, se dice que el reino de los cielos y la visión de Dios se ofrecen como bienaventuranzas, como felicidad, a los pobres de espíritu, que han hecho suya la causa de la justicia, y a los limpios de corazón. Esto es lo que Cristo ha traído a los hombres, lo que Él es y enseña a ser. La creación ha sido renovada. El Evangelio es un nuevo Génesis.

A partir de ahí, San Agustín dirá en las Confesiones: el amor es mi peso. Algo así como lo que la gravitación es para los cuerpos.

Y en la Ciudad de Dios, definirá la virtud sencillamente como el orden del amor, ordo amoris. Esto es la ética cristiana: el orden del amor.


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